Capítulo 17
Lynley observó las sucesivas expresiones que cruzaban el rostro de Alan Lockwood mientras escuchaba la cinta por segunda vez. Cada una daba testimonio de una emoción experimentada y reprimida a continuación: repulsión, cólera, compasión y repugnancia.
Se habían reunido en el despacho del rector. La sargento Havers estaba apoyada en el mirador, Lynley sentado a la mesa de conferencias, con la grabadora frente a él, y Lockwood de pie detrás de una silla, aferrado al respaldo tallado. Desde que habían puesto la cinta por primera vez, sólo había dicho «Otra vez, por favor». No había apartado la vista del ramo de flores que su esposa había traído al despacho el día anterior. Algunos de los ejemplares menos robustos habían empezado a marchitarse. Uno de los lirios parecía estar en malas condiciones. Las voces de la cinta surgían y se desvanecían. Las súplicas continuaban. Los tormentos proseguían. Lynley interrumpió la grabación.
Habían llegado al colegio poco antes de que terminara el servicio matutino en la capilla. El coro estaba finalizando un himno (las últimas notas del órgano reverberaban a lo largo de la capilla como una ola encrespada), y un profesor ataviado con la toga negra subía hacia el púlpito octogonal para proceder a la lectura final. Cuando se volvió de cara a los congregados, Lynley vio que era John Corntel. Desde donde estaba, Lynley observó que el profesor de literatura bajaba sus ojos hacia la Biblia y empezaba a leer. Sólo vaciló una vez.
—Salmo sesenta y dos —anunció. La luz del púlpito brillaba sobre su piel y su rostro parecía macilento—. «En verdad mi alma esperaba a Dios: de él provenía mi salvación. Sólo Él es mi roca, mi salvación y mi defensa, y nada me apartará de su camino. ¿Cuánto tiempo creéis que se puede agraviar a un hombre? Todos seréis derribados, como un muro que cede, como una cerca que se tambalea. Sólo conspiran para arrebatarle Su excelencia; se complacen en las mentiras; Le exaltan con la boca, pero maldicen en su fuero interno…».
Lynley oyó que Corntel equivocaba las palabras, se corregía y continuaba hasta completar la lectura, pero un verso se repitió en su mente con tanta fuerza como la música del órgano momentos antes: «Se complacen en las mentiras». El resto del salmo se le escapó.
Sus ojos exploraron la iglesia en todas sus dimensiones, absorbiendo su simetría y belleza. El sol recién lavado por la lluvia que se filtraba por los vitrales sucios teñía de colores el coro. Ardían velas en el altar, y cada llama creaba su propia corona. Los hilos de oro entretejidos en el lienzo del altar reflejaban su luz y centelleaban como la superficie del agua. Los magníficos retablos parecían de ébano y, sobre ellos, el rosetón desplegaba su tracería como una telaraña intrincada. A ambos lados del pasillo, los colegiales estaban arrodillados y rezaban, con la cabeza apoyada en el respaldo del banco delantero, como si realizaran una demostración de devoción y entrega. Los profesores, alineados a lo largo de las paredes, les imitaban. Sólo el coro permanecía de pie y, al finalizar la lectura de Corntel, tras sonar ocho notas introductorias de órgano, inició el himno final. Praise God from Whom All Blessings Flow resonó en toda la capilla. Lynley, influido por la composición, el perfume a velas ardiendo y madera vieja, y la presión de la columna de piedra contra su hombro, recordó un fragmento del Evangelio según San Mateo. Casi oyó las palabras, sobreponiéndose a los cánticos del coro.
«Sois semejantes a unos sepulcros blanqueados, que aparecen hermosos por fuera, y por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia».
Los alumnos empezaron a salir de la capilla, fila tras fila, los ojos clavados en el frente, los uniformes planchados, el cabello bien peinado, los rostros recién lavados. «Han de saberlo —pensó—. Todos lo saben. Desde hace mucho tiempo».
Ahora, Lynley se inclinó hacia adelante y pulsó el botón de la grabadora, mientras el tormento del muchacho finalizaba una vez más entre risas guturales y sollozos. Aguardó a que el rector hablara.
Lockwood se levantó de la silla y caminó hacia la ventana. La había abierto tras entrar en el despacho, un cuarto de hora antes, y ahora la abrió más, para que el frío aire de la mañana azotara su cara. Se humedeció los labios e inhaló el aire como si silbara al revés. Permaneció en aquella postura durante casi un minuto. La sargento Havers, que se hallaba muy cerca de él, miró a Lynley. Éste señaló con la cabeza la silla que tenía al lado. Havers se sentó.
—Un alumno —murmuró Lockwood por fin—. Un alumno.
Las palabras del rector contenían una involuntaria e implícita nota de alivio. Lynley lo comprendió. Lockwood había extraído rápidas conclusiones sobre la importancia de la cinta en el conjunto de la situación. Si el responsable del asesinato de Matthew Whateley era un alumno, la carga de la culpa no recaía con tanto peso sobre el colegio. La culpabilidad de un alumno significaba que entre los profesores no había ningún pedófilo de incógnito. No se ocultaba ningún monstruo tras una fachada de pureza pedagógica. La reputación de Bredgar Chambers y, por tanto, del rector, quedaba a salvo.
—¿Cuál es el castigo que se impone a un chico por atormentar a otros?
Lockwood se volvió para contestar.
—Se le amonesta dos veces. A la tercera es expulsado. Pero en este caso…
La voz de Lockwood se apagó cuando se sentó a la cabecera de la mesa, en lugar de hacerlo al lado de Havers, como hubiera sido lógico.
—¿En este caso? —le azuzó Lynley.
—No se trata de acosos normales. La cinta lo refleja claramente. Parece que se trate de algo continuado, que ocurre durante las noches. El responsable sería expulsado al instante, sin remisión. No tengo la menor duda.
—Expulsado.
—Sí.
—¿Qué posibilidades tendría de ser admitido en otro colegio privado?
—Absolutamente ninguna, si de mí dependiera. —A Lockwood pareció gustarle la firmeza de sus palabras, porque las repitió de nuevo—. Absolutamente ninguna. —Dio un énfasis diferente a cada palabra.
—Matthew envió esta cinta a una amiga suya de Hammersmith —informó Lynley al rector—. Es una copia. Le dijo que guardaba la cinta original en el colegio. Eso quiere decir que la escondió o se la dio a alguien de confianza, pensando en que de esta forma impediría las torturas. Por cierto, creemos que Harry Morant es la víctima de estas torturas.
—¿Morant? ¿El chico con quien Matthew Whateley iba a pasar este fin de semana?
—Sí.
Lockwood frunció el entrecejo.
—Si Matthew hubiera entregado la cinta a un profesor, yo la habría recibido al instante. De ello deduzco que si se la dio a alguien, en lugar de esconderla, tuvo que ser a un alumno. Alguien de confianza, como usted ha dicho.
—Alguien a quien él consideraba de confianza, al menos. Alguien cuyo cargo daba pie a confiar en él.
—¿Está pensando en Chas Quilter?
—El prefecto superior —subrayó Lynley—. No hay otro alumno en quien se pueda confiar más, ¿no es cierto? ¿Dónde está?
—Solemos celebrar nuestra reunión semanal precisamente ahora. Le he pedido que me espere en la biblioteca.
—Sargento. —Lynley indicó a Havers que fuera en busca del muchacho. La mujer abandonó el despacho del rector.
La biblioteca comprendía la cuarta parte del cuadrilátero sur y estaba contigua al estudio del rector. Havers volvió al cabo de breves instantes, seguida de Chas Quilter. Lynley se levantó para recibir al chico y observó que sus ojos escrutaban intrigados la cinta posada sobre la mesa y al rector, que continuaba presidiéndola. Chas se sentó cuando se lo pidieron, al lado de Lockwood. Era como si, gracias a esa elección, se hubieran delimitado los ejércitos en liza: el rector y su prefecto superior a un lado del conflicto, Lynley y Havers al otro. Fidelidad al colegio, pensó Lynley, preparándose para saber si Chas también guardaba fidelidad al lema del colegio: Honor sit et baculum et ferula. Dentro de pocos minutos obtendría la respuesta. Puso la cinta en marcha.
Las venas del cuello de Chas se hincharon mientras escuchaba la grabación. Su nuez de Adán adquirió mayor prominencia, como rebelándose contra su voluntad. Extendió una mano hacia el tobillo, que descansaba sobre la otra rodilla. Sus gafas reflejaron la luz de la mañana que se filtraba por las ventanas, discos de oro tras los que se ocultaban sus ojos.
—Matthew Whateley la grabó —dijo Lynley cuando terminó la cinta—. Colocó un micrófono oculto en una habitación del colegio. Éste es un duplicado de la cinta original. Estamos buscando ese original.
—¿Sabe algo de esto, Quilter? —Preguntó el rector—. La policía cree que el muchacho escondió el original, o bien se lo dio a alguien para que lo pusiera a buen recaudo.
Chas dirigió su respuesta a Lockwood.
—¿Por qué haría cualquiera de esas dos cosas?
—Porque consideraba que debía atenerse a las reglas no escritas del colegio —contestó Lynley.
—¿Qué reglas, señor?
Lynley pensó que la pregunta carecía de ingenio y era irritante.
—Las mismas reglas no escritas por las que Brian Byrne se mostró reacio a decirnos cuántas veces se había ausentado usted del club social de sexto la noche en que Matthew desapareció. Tan reacio como se muestra usted ahora a hablarnos de la cinta.
Un movimiento casi imperceptible traicionó al muchacho: echó el hombro derecho hacia atrás, como empujado por una mano invisible.
—¿Piensa que yo…?
Lockwood intervino, dirigiendo una mirada ominosa a Lynley. Sus palabras conciliadoras dieron a entender que el comportamiento de los hijos de médicos reputados estaban por encima de toda sospecha, pese a las imperfecciones de su hermano mayor.
—Nadie piensa nada, Quilter. La policía no ha venido para acusarte.
Lynley oyó que Havers mascullaba una blasfemia casi inaudible. Esperó a que Chas respondiera.
—No había escuchado nunca esa cinta —dijo el muchacho—. No conocía a Matthew Whateley. No sé dónde escondió la cinta, o si se la dio a alguien.
—¿Ha reconocido las voces? —preguntó Lynley.
—No, no sé…
—Pero parece un chico de sexto superior, ¿verdad?
—Es posible. Supongo que sí, pero podría ser de cualquiera, señor. Ojalá pudiera ayudarle. Debería serle de ayuda, lo sé. Lo siento.
Alguien llamó tres veces seguidas a la puerta. Ésta se abrió. Elaine Roly se detuvo en el umbral. La secretaria de Lockwood se lanzó tras ella, con la intención de evitar la intrusión, pero el ama de llaves de la residencia Erebus no estaba dispuesta a permitirlo. Lanzó una mirada de cansancio a la secretaria y avanzó sobre la hermosa alfombra Wilton.
—Ella intentó detenerme —dijo el ama de llaves—. Pero yo sabía que a ustedes les interesaría muchísimo esto. —Extrajo algo de la manga de su blusa—. El pequeño Harry Morant me lo ha dado esta mañana, inspector. No quiere decir dónde lo encontró, ni lo que hacía con él, pero es claro como el agua que pertenecía a Matthew Whateley.
Arrojó un calcetín sobre la mesa. Chas Quilter dio un respingo en su silla.
La biblioteca olía a virutas de lápiz y a libros. El primer olor provenía del afilalápices eléctrico que los estudiantes utilizaban más por diversión y entusiasmo que por necesidad. El segundo se desprendía de las apretadas estanterías de volúmenes fijas a las paredes, interrumpidas a intervalos por anchas mesas de estudio. Chas Quilter estaba sentado a una de ellas, desconcertado por sentirse tan atontado mientras su mundo continuaba desmoronándose a su alrededor, como un edificio devorado por un incendio que lo va destruyendo pedazo a pedazo. Recordó una frase latina que se había visto obligado a aprender de memoria cuando cursaba cuarto: Nam tua res agitur, paries cum proximus ordet.
Susurró, completamente solo, la traducción a la habitación que le escuchaba.
—Cuando la pared de tu vecino se quema, piensa que también es tu problema.
El aforismo estaba demostrando su validez. Cuántas veces había hecho caso omiso de él. Era como, sin saberlo, hubiera estado huyendo de aquel fuego durante los seis últimos meses, aunque cada camino que tomaba le conducía a otro muro en llamas.
Su huida había empezado el año anterior, cuando expulsaron a su hermano del colegio. Recordaba muy bien el curso de aquellos acontecimientos: la indignación de sus padres ante la acusación lanzada contra un hijo mayor, al que nadie apreciaba; las vehementes negativas de Preston y su insistencia en que se aportaran pruebas; la apasionada defensa de su hermano que había realizado en reuniones de amigos solidarios aunque escépticos; y después, la humillación que siguió al descubrir que las acusaciones eran ciertas. Dinero, ropas, lápices y plumas, comida especial enviada desde casa en cajas. A Preston le daba igual. Robaba sin pensar, tanto si deseaba el objeto como si no.
Al conocer la enfermedad de su hermano, porque era una enfermedad y Chas lo sabía, había huido de Preston. Había huido de la necesidad de su hermano, de su vergüenza, de su debilidad. Lo que le pareció más importante en aquel momento fue desligarse de la desgracia. Lo había conseguido zambulléndose en sus estudios y evitando cualquier circunstancia en que pudiera mencionarse el nombre o el defecto de su hermano. Dejó abandonado a Preston entre las llamas. Sin embargo, al mismo tiempo se veía abocado al fuego donde menos se lo esperaba.
Creía que Sissy sería su salvación, la única persona del mundo con la que podía ser sincero y auténtico. En los meses que siguieron a la expulsión de Preston del colegio, Sissy se había puesto al corriente de todas las debilidades y puntos fuertes de Chas. Había conocido su dolor y su confusión, su enérgica resolución de enmendar los errores de Preston. Ella había permanecido a su lado durante todo el curso de sexto inferior, calma y serena. Sin embargo, a medida que Chas intimaba más con ella, menos veía que Sissy era otro muro, que ella también sería pasto de las llamas y la destrucción.
Y el muro del vecino se había incendiado. El fuego se había extendido. Ya era hora de apagar las llamas. Eso significaría, al mismo tiempo, poner fin a sí mismo. Si sólo su vida pendiera de la balanza, Chas sabía que obraría como era debido. Hablaría sin que le importaran las consecuencias. Sin embargo, su vida estaba enlazada con otras vidas. Sus responsabilidades no terminaban en los límites de Bredgar Chambers.
Pensó en su padre y en sus generosas pérdidas de tiempo en Barcelona, donde cada año, durante sus vacaciones, ofrecía sus servicios de cirujano plástico a los que no podían permitirse el lujo, restaurando fisuras del paladar, reconstruyendo los rostros de víctimas de accidentes, injertando piel en quemados, eliminando deformidades. Pensó en su madre y en su vida de total dedicación a su marido y a sus hijos. Pensó en sus caras, en aquella mañana definitiva del año pasado, cuando introdujeron las pertenencias de Preston en el Rover y trataron de ocultar su confusión y humillación. No se merecían el golpe que la degradación de Preston les había propinado. Así había pensado Chas. Y así se había decidido a aliviar sus sufrimientos, sustituyéndolos por orgullo. Él podía hacerlo, pensó, porque no era Preston. No era Preston. No lo era.
Y mientras se lo juraba, las palabras acudieron a su mente sin motivo, como sortilegios en una pesadilla. Las había leído esta mañana mientras aguardaba la reunión con el rector. Ahora, las vio y escuchó de nuevo. «Acrobraquicefalia», «Sindactilia», «Sutura coronaria». Sin quererlo, oyó a Sissy llorar. Sin quererlo, sintió pena y culpabilidad. Contempló de nuevo aquel muro de fuego y trató en vano de decirse que no era su problema.
Pero no logró convencerse de nada, excepto de su culpabilidad personal en el daño que había infligido a las personas importantes de su vida.
Harry supo lo que se esperaba de él en cuanto entró en el estudio del rector. Sólo estaban presentes el señor Lockwood y los dos detectives de New Scotland Yard. El calcetín de Matthew Whateley se enroscaba como un signo de interrogación incompleto sobre la mesa próxima al mirador. Alguien le había dado la vuelta y, desde la puerta, Harry vio la pequeña etiqueta blanca y el número 4 impreso en negro sobre ella.
Él había querido que la señorita Roly lo entregara a la policía. Incluso había confiado en que lo hiciera. Pero no había pensado en que se lo dirían al señor Lockwood, ni tampoco había imaginado que su papel en el drama no terminaría cuando entregara el calcetín de Matthew Whateley. Naturalmente, después de ver tantos telefilms policiacos debería haber comprendido que la policía querría hablar con él, pero ahora que estaba aquí, ahora que el detective alto y rubio le conducía a una silla, apoyando su mano firme y cálida en el hombro de Harry, éste pensó que ojalá lo hubiera guardado, tirado en cualquier sitio o dejado donde otra persona lo hubiera descubierto.
Eran deseos vanos, que llegaban tarde. Harry sintió escalofríos cuando el detective apartó una silla de la mesa y le indicó que se sentara.
Cerró los puños y clavó la vista en ellos. Vio que tenía en el pulgar derecho una mancha de tinta en forma de rayo. También parecía un tatuaje.
—Soy el inspector Lynley. Ésta es la sargento Havers —estaba diciendo el hombre rubio.
Harry oyó un roce de papeles. La sargento se aprestaba a tomar notas.
Tenía mucho frío. Sus piernas empezaron a temblar. Sus brazos se agitaron. Si hablaba, sabía que sus dientes castañetearían y las palabras saldrían distorsionadas por temblores que pronto darían lugar a sollozos.
—El ama de llaves Roly nos ha dicho que tú le diste este calcetín —dijo el inspector Lynley—. ¿Dónde lo encontraste, Harry?
Un reloj hacía tic tac en algún lugar de la habitación. Qué curioso, pensó Harry, no se había dado cuenta la última vez que estuvo en el estudio del señor Lockwood.
—¿Lo encontraste en alguno de los edificios, o en otra parte?
Olió el perfume de las flores colocadas en el centro de la mesa. La señora Lockwood las plantaba. Había visto los movimientos de su sombra en el invernadero que ella llamaba su jardín de invierno. En cierta ocasión había echado un vistazo a los largos senderos de ladrillo que corrían entre las filas de plantas. La mujer reservaba una sección a las flores y otra a las verduras. De los postes colgaban macetas. El agua goteaba rítmicamente. El olor del suelo era intenso.
—¿Lo has guardado desde que empezó todo esto, Harry? Sabes que es de Matthew. Lo sabes, ¿verdad?
Un sabor agrio como a limones podridos invadía su boca desde la lengua a la garganta. Tragó saliva, pero la garganta le dolía.
—¿Has oído al inspector Lynley? —preguntó el señor Lockwood—. Morant, ¿me oyes? Contéstale, muchacho. Enseguida.
Notaba la madera del respaldo de la silla. Se apretaba contra sus omóplatos. Una parte de la entalladura era como un bulto doloroso.
El señor Lockwood continuó. Harry captó su irritación.
—Morant, no tengo en absoluto la intención…
El detective hizo un movimiento. Se oyó a continuación un clic estridente y metálico. Después, el sonido de una voz llenó la habitación.
«¿Quieres un revolcón, maricona, quieres un revolcón, quieres un revolcón?».
Harry levantó los ojos al instante y vio una grabadora frente al detective. Lanzó un chillido y se tapó los oídos para bloquear el sonido, pero no sirvió de nada. La voz continuó. La pesadilla era auténtica. Hundió los dedos en sus oídos. Aún así, captó fragmentos aislados, rebosantes de escarnio, desprecio y repugnancia.
«Esa cosita linda que tienes en los pantalones… oooh… echa un vistazo… cataplines… pellizco…».
El horror le destrozó, como si fuera nuevo y reciente, y empezó a llorar. La grabación enmudeció. Sintió que manos fuertes pero suaves le apartaban los dedos de los oídos.
—¿Quién te hizo eso, Harry? —preguntó el inspector Lynley.
Harry, lloroso, levantó la vista. El rostro del detective era implacable, pero sus ojos oscuros transparentaban bondad y resolución. Invitaban a confiar en él. Exigían la verdad. Pero decir… No podía. No podía decir eso. Nunca. De todos modos, tenía que decir algo. Tenía que hablar. Todo el mundo estaba esperando.
—Le acompañaré —dijo.
Lynley y Havers siguieron a Harry Morant hasta salir por la puerta principal del colegio. Cruzaron el aparcamiento situado frente al ala este del cuadrilátero y se desviaron por el sendero que conducía a la residencia Calchus. Como los alumnos estaban en clase, el terreno estaba desierto.
Harry trotaba frente a ellos sin decir una palabra, frotándose la cara enrojecida con el brazo, como si quisiera borrar las señales del llanto. Lynley había convencido a Lockwood de que se quedara en su estudio, con la esperanza de que el chico siguiera hablando, pero, dejando aparte la única frase quebrada por un sollozo, Harry no había dicho nada más.
Parecía decidido a permanecer mudo cuanto tiempo le fuera posible, distanciándose de la policía a medida que avanzaba por el sendero. Caminaba con los hombros hundidos. Miraba furtivamente a uno y otro lado. Casi se puso a correr cuando faltaban veinte metros para llegar a Calchus, y desapareció en el interior antes de que Lynley y Havers alcanzaran la puerta.
Les esperaba en el vestíbulo de la entrada, una pequeña sombra agazapada en una esquina, junto al teléfono. Lynley reparó en que la distribución de la planta era idéntica a la de Erebus, donde Matthew Whateley había vivido; al igual que Erebus, precisaba de urgentes reparaciones.
Harry aguardó a que cerraran la puerta para dirigirse hacia la escalera. Subió dos tramos a toda prisa, seguido de Lynley y Havers. En ningún momento miró atrás. Daba la impresión de que tenía la esperanza de perderles de vista, y casi lo consiguió en el pasillo de arriba, cuando se internó repentinamente en la esquina suroeste del edificio.
Le encontraron de pie al lado de una puerta. Parecía haber encogido de tamaño, y apretaba la espalda contra la pared, como si temiera que le sorprendieran desprevenido.
—Aquí —dijo.
—¿Aquí encontraste el calcetín de Matthew? —aclaró Lynley.
—En el suelo —cruzó los brazos sobre el estómago.
Lynley miró al muchacho, con el temor de que intentara huir. Abrió la puerta y echó un vistazo al interior sofocante y maloliente.
—La habitación de secar la ropa —dijo la sargento Havers—. Hay una en cada edificio. ¡Santo Dios, qué hedor!
—¿La registró, sargento?
—Las registré todas. Son exactamente iguales, y huelen igual de mal.
Lynley desvió la vista hacia Harry, que miraba frente a él sin pestañear. El cabello oscuro le caía sobre la frente, y el aspecto de su rostro era febril.
—Quédese con él —ordenó a Havers, entrando en la habitación. Dejó la puerta abierta.
Había poco que ver, sólo prendas colgadas de las tuberías de agua, el suelo de linóleo, la única bombilla y una trampilla cerrada con candado en el techo. Lynley subió la escalerilla metálica fija a la pared para verificar el estado de la trampilla. Su cabeza rozó las bolas de chicle que se habían pegado para decorarla. Aferró el candado y tiró de él. Se desprendió con suma facilidad de la aldaba que mantenía la trampilla cerrada. Lo sostuvo en la mano y vio lo que la sargento había pasado por alto cuando inspeccionó la habitación desde el suelo. Alguien había aserrado el candado. Alguien había logrado acceder a lo que había sobre la trampilla. Lynley la abrió.
Descubrió un angosto y oscuro pasadizo. Las paredes estaban cubiertas de yeso pintado. Al final del pasadizo se veía una puerta combada entreabierta, de la que surgía un débil rayo de luz, como si el sol se filtrara por una ventana sucia. Lynley ascendió los últimos peldaños de la escalerilla y se izó hasta el pasaje, tosiendo a causa del polvo que levantaba con cada uno de sus movimientos.
No llevaba linterna, pero el efecto combinado de la luz que provenía de la habitación de abajo y la que brotaba de la puerta situada al final del pasadizo bastó para que viese las huellas de pisadas que recorrían el piso en ambas direcciones. Las examinó, pero sólo dedujo que habían sido producidas por zapatillas de deporte, probablemente calzadas por un varón. Se encaminó hacia la puerta, procurando no pisar varias huellas claras.
Estaba bien aceitada y limpia de polvo. Una ínfima presión de sus nudillos bastó para que se abriera sin el menor ruido, revelando una pequeña cámara propia de los edificios construidos en el siglo quince, un espacio inservible embutido bajo el tejado de caballete y, sin duda, desconocido desde hacía mucho tiempo por las autoridades. Sin embargo, alguien sabía de su existencia y lo había utilizado.
Una leve luz se filtraba por los cristales de tres ventanas perpendiculares situadas en la pared oeste. Años de descuido habían permitido que estuvieran cubiertas de suciedad. Las consecuencias de este descuido se extendían más allá de las ventanas, como una telaraña insidiosa. Las paredes se hallaban cubiertas de manchas, algunas de humedad, otras, en apariencia, como resultado del licor arrojado en un momento de borrachera o cólera, y unas cuantas en forma de salpicaduras de un tono pardo rojizo, parecido a sangre. Donde no había manchas, se veían dibujos obscenos garabateados sobre el yeso; figuras masculinas y femeninas enzarzadas en diversas posturas eróticas. Montones de basura se alzaban sobre el suelo polvoriento: colillas de cigarrillos, envoltorios de caramelos y patatas fritas, botellas de cerveza vacías, un vaso de plástico, una jarra del colegio, una vieja manta de color naranja abandonada ante la chimenea. Ésta también estaba llena de desperdicios así como de una masa maloliente de cenizas que contribuían a enrarecer la atmósfera, ya fétida con el olor a orina y excrementos. Glóbulos de cera endurecida mantenían erguidas cuatro velas sobre la sencilla repisa. Las velas se habían derretido casi por completo, y la cantidad de cera que rodeaba sus bases daba cuenta de la frecuencia con que se había utilizado subrepticiamente la habitación por las noches.
Lynley tomó nota de todo, comprendiendo que podía contener tal cantidad de pruebas que un equipo forense tardaría semanas en averiguar si Matthew Whateley había estado en la habitación antes de su muerte. Que en el lugar existían pruebas (un cabello del muchacho, una mancha de su sangre, un fragmento de piel o una fibra idéntica a la que se había encontrado en su cadáver) era un hecho que Lynley no se cuestionó ni un instante. Pensar en el lamentable estado de Patsy Whateley le presionaba para resolver cuanto antes el caso. Le resultaba inconcebible esperar a que se produjera un arresto basado en el lento y meticuloso trabajo de un equipo forense. Por este motivo, volvió a la trampilla y llamó desde arriba, pensando en una manera de poner fin a la persistente negativa de Harry Morant a hablar. En respuesta, la sargento Havers subió hacia la trampilla.
—Me gustaría que Harry viera esto, sargento. Ayúdele a subir la escalerilla, por favor.
Ella asintió, fue a buscar al muchacho y éste se reunió con Lynley en el pasadizo. Lynley apoyó su mano en el hombro de Harry, le condujo a la habitación y se quedó de pie junto a él en el umbral, apretándole contra su cuerpo. El chico parecía frágil como una caña bajo su mano.
—Aquí trajeron a Matthew —dijo Lynley—. Alguien le trajo aquí, Harry, quizá diciéndole que necesitaba hablar con él, tal vez indicándole que había llegado el momento de hacer las paces, o incluso transportándole inconsciente, sin necesidad de inventar excusas. En cualquier caso, le trajeron aquí.
Lynley giró la cabeza del muchacho hacia un rincón de la habitación, donde el polvo del suelo se veía más revuelto.
—Imagino que le ataron en aquella esquina. ¿Ves cuántas colillas de cigarro hay tiradas? Le quemaron con colillas todo el cuerpo. Dentro de la nariz y también en los testículos. Supongo que ya lo sabes. Te harás una idea de lo que debió de padecer, oliendo su carne quemada y sintiendo el dolor.
Todo el cuerpo de Harry temblaba. Boqueó en busca de aire.
—Hueles la orina, ¿verdad? —prosiguió Lynley—. Y las heces. No podían permitir que Matthew fuera al lavabo, de modo que tuvo que hacérselo encima. Tampoco importaba mucho, porque iba desnudo, pero por eso huele tan mal la habitación.
Harry apoyaba la cabeza contra el pecho de Lynley. Gimoteaba.
Lynley tocó la frente del muchacho y la notó muy caliente.
—Estoy haciendo cábalas, pero me atrevería a decir que casi todo es cierto, Harry. Es lo que le ocurrió a Matthew antes de morir. Y sólo tú puedes decirnos quién lo hizo.
Harry meneó la cabeza frenéticamente.
—Él sabía que te estaban maltratando, pero no era como los demás chicos, ¿verdad? No era como los que miran a otro lado, aliviados de no ser la víctima. Era el tipo de chico que no soporta la crueldad. Además, tú eras su amigo. Ingenió un método de ponerle fin. Colocó un micrófono oculto en tu habitación. Grabó una cinta. Imagino que lo hizo hace tres semanas, durante los partidos del viernes por la tarde, aprovechando la hoja de dispensa de la enfermería que había falsificado. Tuvo tiempo de montar el dispositivo y probarlo sin que nadie, salvo tú, por supuesto, lo supiera. Cuando la habitación estuvo preparada, lo único que debías hacer era esperar la siguiente visita nocturna. Porque ocurría por las noches, ¿no es cierto? Esas cosas suelen pasar por las noches.
Un estremecimiento de los hombros del muchacho indicó a Lynley que había empezado a llorar.
—Después de grabar la cinta, los malos tratos cesaron, ¿verdad? No podían continuar. Todo el mundo estaba a cubierto. Si el torturador entraba en acción de nuevo, la cinta saldría a relucir, y le expulsarían del colegio. En cualquier caso, creo que Matthew no buscaba la expulsión del torturador. No deseaba este resultado, por más que el torturador se lo mereciera. Quería dar a ese tipo la oportunidad de enmendarse. Por eso no entregó la cinta al rector, ¿eh? Lo único que no llegó a comprender es que, para el torturador, el acto de agresión lo significa todo. Es una obsesión. Una auténtica necesidad. Nuestro torturador necesitaba la cinta para poder continuar sus fechorías. Necesitaba también la copia. Trajo a Matthew aquí para conseguirla.
Un sollozo escapó de la garganta de Harry. Pataleó el suelo.
—Alguien ha de romper el silencio —dijo Lynley—. Matthew Whateley lo intentó, pero su método no funcionó. En lo referente a la verdad, Harry, no sirven las medias tintas. Espero que comprendas eso, al menos. Ahora, Matthew está muerto, porque hizo las cosas a medias. Quiero el nombre de su asesino.
—No puedo. No. ¡No puedo! —jadeó Harry.
—Sí que puedes. Debes. Dime el nombre.
Harry se revolvió para liberarse de la presa de Lynley. Golpeó su pecho con la cabeza. Levantó los brazos, intentando apartar las manos de Lynley de sus hombros.
—Dime el nombre —repitió Lynley en voz baja—. Mira esta habitación, Harry. Basta de silencios. Dime el nombre.
Harry alzó la cabeza. Lynley supo que estaba mirando la habitación una vez más: la mierda, los desperdicios, los dibujos obscenos de las agrietadas paredes, las manchas rojizas, el suelo cubierto de polvo. Supo que el muchacho podía oler el terror de Matthew. Supo que podía sentir la maldad que había causado su muerte. Notó que Harry se enderezaba bajo sus manos, notó que exhalaba una profunda bocanada de aire.
—¡Chas Quilter! —exclamó.