Capítulo 9
—Repasemos lo que tenemos —dijo Lynley.
En respuesta, la sargento Havers encendió un cigarrillo, se acomodó en su silla y cogió la tónica Schweppes que tenía frente a ella.
Se encontraban en el bar público La Espada y la Jarretera, una pequeña y estrecha taberna de Cissbury, un pueblecito situado a un kilómetro de Bredgar Chambers, al que se accedía mediante una angosta carretera vecinal. La Espada y la Jarretera ya había demostrado ser una elección inspirada para mantener una charla, antes de volver a Londres. Considerando su cercanía al colegio, Lynley había enseñado al dueño la foto de Matthew Whateley, sin esperar que le reconociera. Por eso, se quedó algo sorprendido cuando el hombre asintió con la cabeza.
—Sí, Matt Whateley —dijo, sin la menor vacilación.
—¿Conoce al chico?
—Sí. Suele Venir con el coronel Bonnamy y su hija. Viven a unos dos kilómetros del pueblo.
—¿Su hija?
—Jeannie. Viene con Matt, dos veces por semana en ocasiones. Se paran a veces cuando acompaña al chico en coche al colegio.
—¿Son parientes del chico?
—No —empujó la Schweppes sobre la barra, seguida de un vaso con dos cubitos de hielo. Abrió un aparador, rebuscó un rato y sacó una tetera metálica abollada, en la que dejó caer tres bolsas de té de aspecto desolador—. Todo tenía que ver con la Brigada de Bredgar. Así les llamo yo. Benefactores. Matt era uno de ellos, pero no tan malo como los demás —desapareció por una puerta situada a la izquierda del bar y volvió un momento después con un cazo humeante. Vertió el agua caliente en la tetera, hundió las bolsas de té cinco veces, y las sacó—. ¿Leche?
—No, gracias. ¿Qué clase de benefactores?
—El colegio les llama los Voluntarios de Bredgar. Yo les llamo benefactores. Visitan el hospital, hacen trabajos en el pueblo, ayudan en el bosque. Ese tipo de cosas. Chicos y chicas eligen los trabajos voluntarios que les apetece hacer. Matt escogió visitar. Le asignaron al coronel Bonnamy. El coronel también es un buen hombre. Matt lo visitaba muy a menudo, diría yo. Se ganaba sus galones charlando con el coronel Bonnamy.
La identidad de la mujer a la que Matthew había escrito la carta, Jean, llenaba una parte del rompecabezas. La hija del coronel. Además, la conversación del tabernero revelaba que la desaparición y muerte de Matthew eran hechos que Bredgar Chambers había logrado mantener ocultos. Alan Lockwood se sentiría aliviado al saberlo, sin duda.
Ahora, Lynley y Havers estaban sentados a una pequeña mesa cercana a una ventana, casi cubierta de madreselva que aún no había florecido. Las hojas teñían de verde el sol que se filtraba por la enredadera y penetraba en la taberna. Lynley agitó su té con aire pensativo, mientras la sargento Havers leía sus primeras notas. Bostezó, se pasó los dedos por el pelo y descansó la mejilla en su mano.
Mientras Lynley la observaba, pensó en que había llegado a depender de Havers como acompañante, y en la ironía que encerraba la situación. Al principio, había creído que era la persona menos adecuada para encajar con él. Era quisquillosa, proclive a las discusiones y a perder los estribos, y amargamente consciente del abismo que les esperaba, una diferencia insalvable en razón de la cuna, la clase, el dinero y la experiencia. No podían ser más antitéticos. Havers luchaba con feroz determinación para alejarse de la barriada de clase obrera radicada en un mugriento suburbio de Londres, mientras él se movía con igual desenvoltura por su casa de Cornualles, la mansión de Belgravia o el despacho de New Scotland Yard. Pero el origen social no era la mayor de sus diferencias. Sus conceptos de la vida y la humanidad ocupaban asimismo confines opuestos del espectro. Los de Havers eran radicales, carentes de compasión, suspicaces, basados en la desconfianza inspirada por un mundo que no le había dado nada. Los de Lynley hundían sus raíces en la compasión, enriquecida por la comprensión, y se basaban casi por completo en la culpa que le espoleaba a buscar, aprender, expiar, redimir y rectificar. Sonrió al pensar en la sagacidad demostrada por el superintendente Webberly al emparejarles, al porfiar en que no se rompiera su asociación ni en momentos que, para Lynley, constituían una situación imposible, que sólo podía empeorar.
Havers dio una calada a su cigarrillo y lo dejó colgando de los labios, mientras empezaba a hablar parapetada tras la nube de humo gris.
—Señor, ¿conoce muy bien al director de la residencia, John Corntel?
—Éramos compañeros de clase, Havers. ¿Hasta qué punto llegan a conocerse los compañeros de clase? ¿Por qué?
La mujer dejó caer el cuaderno sobre la mesa y golpeó una página para dar énfasis a sus palabras.
—Cuando ayer vino al Yard, dijo que Brian Byrne se encontraba en Erebus el viernes por la noche. Pero el propio Brian nos ha dicho que estaba en el club de sexto, en la residencia Ion, y que no volvió a Erebus hasta las once. Eso quiere decir que John Corntel nos mintió. ¿Por qué nos mintió sobre algo tan fácil de verificar?
—Tal vez Brian le dijo que estuvo en la residencia.
—¿Y por qué lo hizo, si cualquier alumno de sexto que asistiera a la fiesta del viernes por la noche podría testimoniar que estuvo allí?
—Suponiendo que un alumno accediera a eso, Havers. Me temo que se precipita en sus conclusiones.
—¿Por qué?
Lynley meditó sobre la explicación de las peculiares reglas de honor que regían el comportamiento de los alumnos en un colegio privado.
—Porque no suele ocurrir —contestó—. En un colegio como éste, los alumnos no conceden su lealtad principal a un código de conducta o a un conjunto de normas, sino a sus compañeros. Por lo general, nadie se chiva… Nadie va contando que otro ha quebrantado las reglas.
—Pero esta tarde, Brian Byrne se chivó un poco sobre Chas, ¿no? Dijo que Chas se había ausentado de la fiesta para recibir varias llamadas telefónicas.
—No constituye una violación de las normas del colegio. Y, al fin y al cabo, yo le empujé hacia esa admisión —volvió al punto anterior que Havers había planteado—. ¿Qué insinúa sobre John Corntel? —Havers apagó el cigarrillo, alargó la mano hacia el paquete para coger otro, pero abandonó la idea cuando Lynley la reprendió—. Por el amor de Dios, sargento. Tenga piedad, se lo ruego.
La mujer apartó el paquete.
—Lo siento. Si Corntel pensó que Brian Byrne estuvo cumpliendo su cometido en Erebus aquella noche, me parece que sólo pudo llegar a esa conclusión de dos maneras, o Brian se lo dijo, lo cual carece de sentido, porque el propio Brian admitió sin coacciones que acudió a la fiesta, o Corntel no se hallaba en la residencia y asumió que Brian sí.
—¿Dónde encaja John Corntel en este rompecabezas?
Havers se mordió la parte interna del labio inferior. Respondió con cautela.
—Había algo extraño en la forma que utilizó ayer para describirnos a Matthew, señor. Algo…
—¿Relacionado con la añoranza, con la seducción?
—Yo diría que sí. ¿Y usted?
—Tal vez. Parece que Matthew era un niño muy guapo. Explíqueme el papel desempeñado por John Corntel.
—Matthew quiere huir de la escuela. Corntel tiene un coche. Le ayuda a conseguirlo. ¿No apuntaba usted en esa dirección cuando hablamos con el rector?
Lynley contempló el cenicero que descansaba sobre la mesa. El humo acre del tabaco quemado era como el canto de una sirena, fascinante, embrujador, imposible de resistir… Empujó el cenicero hacia la ventana.
—Da la impresión de que alguien le ayudó a escapar. Tal vez Corntel. Tal vez otra persona.
Havers frunció el ceño, pasó las páginas de la libreta y se detuvo para leer.
—¿Por qué quería Matthew largarse? Era diferente, de clase obrera. ¿Cómo iba a entenderse con estos capullos? Y no se entendió, ¿verdad? Se acojonó al pensar que iba a casa de los Morant, a pasar un fin de semana codeándose con esa gente en una casa de campo. Falsificó una hoja de dispensa y puso pies en polvorosa para no enfrentarse al hecho de que los Morant adivinarían que era diferente de los demás chicos cuando les sometieran a examen. Eso es lo que me pareció después de escuchar a John Corntel ayer. Y comprendo muy bien por qué Matthew se sentía de esta manera. Como un espécimen, o un caso de caridad. Sin embargo, este Harry Morant con el que iba a pasar el fin de semana… Es un chico de clase alta, señor, y está claro que tiene tantas ganas de largarse como Matthew, clase alta o no. ¿Por qué?
Lynley recordó las amargas palabras de Smythe-Andrews acerca del colegio. Pensó en el significado del desmayo de Arlen.
—Puede que estuviera atemorizado.
¿Cómo le llamaban? Apalear a la plebe. Asegurarse de que los chicos recién llegados no adquirieran descaro, no se hicieran una idea equivocada sobre su ínfimo lugar en la jerarquía del colegio. Hace años que todos los colegios penalizaban las intimidaciones. La expulsión era el precio que pagaba el culpable, si era descubierto atormentando a un alumno después de recibir la primera advertencia.
—Matthew se fuga para escapar de una paliza —dijo Havers—. Se pone en las manos de alguien de confianza, y descubre que esa persona es aún peor que el torturador, es… ¿Qué? ¿Un pervertido sexual? Santo Dios, me pone enferma. Pobre muchacho.
—Hay otros detalles que conviene investigar, Havers. No parece que la familia tenga mucho dinero. Kevin Whateley talla lápidas, su mujer trabaja en un hotel. Para que Matthew entrara en el colegio tuvieron que atraer la atención de Giles Byrne. Giles Byrne conocía a Matthew…
—Y ha estado buscando un sustituto del tal Edward Hsu, a juzgar por lo que Brian nos dijo. No creerá usted que un miembro de la junta de gobierno… —Havers cogió el paquete de cigarrillos y, dirigiendo una mirada de disculpa a Lynley, encendió uno—. Una cosa es segura —repasó de nuevo sus notas. El papel crujió. Al otro lado de la sala, el tabernero estaba limpiando la barra con un trapo de aspecto grasiento—. John Corntel nos dijo ayer que un miembro de la junta de gobierno se hallaba en el colegio cuando los señores Whateley llegaron. ¿Cree que pudo ser Giles Byrne?
—Es fácil de averiguar, ¿no?
—Si fue Giles Byrne, quién sabe la idea oculta que abrigaba cuando propuso a Matthew para la beca, señor. ¿Y por qué se suicidó Edward Hsu, justo antes de los exámenes de ingreso en la universidad? ¿Le hizo Giles Byrne proposiciones? ¿Le sedujo? ¿Se ha pasado los catorce últimos años buscando otro pedazo de carne tierna que llevarse a la boca? —miró a Lynley a los ojos—. ¿Qué ponía en aquella foto del tren que hay en el dormitorio de Matthew?
—«Chu-chú, puf-puf».
—Inspector, ¿no pensará que Matthew era el amante de algún chico? ¡Sólo tenía trece años! ¿Se tiene conciencia de las tendencias sexuales a los trece años?
—Tal vez sí, tal vez no. Tal vez no le concedieran otra elección.
—Dios santo —sonó como una plegaria.
Lynley pensó en la conversación que había mantenido la noche anterior con Kevin Whateley.
—El padre de Matthew me contó que durante los últimos meses se había mostrado retraído, introvertido, como si estuviera en trance. Algo le hacía sufrir, sin duda, pero no quiso hablar de eso.
—Con su padre no, pero sí con alguien.
—Por lo que usted me ha dicho, es posible que haya hablado con Harry Morant.
—Es posible, pero no creo que el joven Harry tenga la menor intención de revelarnos algo.
—Todavía no. Yo diría que necesita tiempo para pensar. Tiempo para decidir en quién puede confiar. No va a cometer el mismo error de Matthew.
—¿Sabe él quién mató a Matthew, señor?
—Puede que no, pero sabe algo. Apostaría por ello.
—Entonces, ¿por qué no ha querido hablar hoy con él?
—No está preparado, sargento. Harry necesita un poco de tiempo.
Harry llevaba veinte minutos esperando en la oficina del conserje, situada en el lado este del patio cuadrangular. Estaba sentado en la única silla de la habitación, sin hablar. Las puntas de los zapatos apenas rozaban el suelo de piedra. Tenía los brazos pegados a la silla, y los ojos clavados en el tablero que había detrás del rayado mostrador de madera. Del tablero colgaban una serie de llaves, de los edificios, de las residencias, de las aulas, y el sol del atardecer que penetraba por la ventana arrancaba de ellas reflejos broncíneos, plateados y dorados. El conserje estaba ante su escritorio, detrás del mostrador, separando la correspondencia. Su uniforme le proporcionaba un aspecto vagamente militar. Todo el mundo sabía que el uniforme era un mero artificio. El conserje de un edificio no necesitaba ir vestido como un pensionista de Chelsea[4], pero ello contribuía a revestir de un aire de dignidad a la forma en que el conserje ejecutaba sus tareas. Por lo tanto, nadie protestaba.
Para Harry, no obstante, el uniforme era un obstáculo que creaba una distancia entre el conserje y el resto del mundo, aunque no podía describir con palabras esta sensación. Sólo sabía que el conserje mantenía a raya a todo el mundo con su tono militar, su porte militar y, sobre todo, su atavío militar. En aquel momento, Harry no necesitaba que nadie le mantuviera a raya. Necesitaba a alguien. Necesitaba un confidente.
Pero no podía ser este hombre, que hizo una pausa en su trabajo de clasificar la correspondencia y se sonó ruidosamente con un pañuelo arrugado. No querría.
Se abrió la puerta de la oficina y la secretaria del rector asomó la cabeza. Escrutó la habitación con mirada miope, como si la persona que buscara estuviera sentada sobre un estante o colgada entre las llaves. Al descubrir que no era así, bajó los ojos hacia Harry.
—Señor Morant —dijo, pronunciando su nombre con glacial indiferencia—. El rector le recibirá ahora.
Harry obligó a sus manos a despegarse de la silla. Siguió a la figura alta y flaca de la mujer por un oscuro pasillo que olía a café, hasta entrar en el estudio del rector.
—Harry Morant, señor rector —dijo la mujer antes de marcharse, y cerró la puerta a su espalda.
Harry se sintió desorientado al pisar la alfombra azul. Nunca había estado en el despacho del rector, y como sabía por qué se encontraba en ella, no se molestó en examinar la estancia. El castigo estaba asegurado. Un bofetón. Un palmetazo. Algún tipo de paliza. Sólo quería terminar cuanto antes, a ser posible sin lágrimas, y largarse.
Vio que el rector no vestía su toga, y tardó un momento en decidir si le había visto alguna vez de tal guisa. Concluyó que no, aunque, pensándolo bien, el espectáculo del señor Lockwood atizándole con la toga revoloteando alrededor de sus brazos y piernas sería más bien grotesco. Sería absurdo. Por eso se la había quitado.
—Morant —daba la impresión de que el rector hablaba desde muy lejos. Estaba de pie detrás de su escritorio, pero, para el caso, bien habría podido encontrarse en la luna—. Siéntese.
Había varias sillas en el estudio. Seis en torno a la mesa de conferencias; otras dos frente al escritorio del rector. Harry no sabía cuál debía elegir, de modo que siguió donde estaba.
Nunca había estado tan cerca del rector. Pese a estar separados por una enorme alfombra, dos sillas y el amplio escritorio, Harry distinguía detalles, y lo que veía no le gustaba. La sombra de la barba que ya volvía a apuntar dotaba a la piel del rector de un tono negro azulado. El cuello, erizado de granos, recordaba a Harry la piel de un perro mal depilado que había visto en la ventana de un restaurante chino de Londres. Sus fosas nasales se dilataban cada vez que inhalaba, como un toro a punto de cargar. Sus ojos se desplazaban de Harry a la ventana y de la ventana a Harry, como si sospechara la presencia de un micrófono oculto bajo el antepecho exterior.
Al observar todo esto, Harry reunió fuerzas para soportar la entrevista, para no decir nada, para no revelar nada y, sobre todo, para no llorar. Llorar siempre empeoraba las cosas.
—Siéntese —repitió el rector. Abrió la mano en dirección a la mesa de conferencias. Harry eligió una silla. Sus pies, de nuevo, no le llegaban al suelo. El señor Lockwood apartó una silla de la mesa y le dio vuelta para encararse a Harry. Se sentó. Cruzó las piernas, procurando no deformar la raya de los pantalones—. Hoy no ha ido a clase, Morant.
—No, señor —una respuesta bastante fácil, pronunciada sin apartar los ojos de los zapatos del señor Lockwood. Tenía una costra de barro en el empeine izquierdo. Harry se preguntó si el rector conocería su existencia.
—¿Tenía miedo a un examen?
—No, señor.
—¿Un trabajo o informe que debía presentar?
La exposición de historia. Había más que preparado su parte. No tenía nada que ver con su ausencia. De todos modos, parecía el elemento lógico que explicaría su comportamiento. ¿Le pegaría muy fuerte el rector por tal motivo?
—Una exposición de historia, señor.
—Entiendo. ¿No la había preparado?
—No tanto como debería, señor —Harry prosiguió en tono vehemente—. Sé que me he portado mal. Ha de azotarme, ¿verdad?
—¿Azotarle? ¿En qué está pensando, Morant? En este colegio no azotamos a los chicos. ¿De dónde ha sacado esa idea?
—Pensé que… Recibí el mensaje de que usted deseaba verme, señor. El prefecto superior fue quien me encontró en el jardín de las esculturas. Pensé que eso significaría…
—¿Que el prefecto superior iba a denunciarle para que yo le diera una paliza? ¿Cree que eso es propio de Chas Quilter, Morant?
Harry no contestó. Sintió un escozor en la parte posterior de las rodillas. Sabía cuál era la respuesta pertinente, pero no podía obligar a sus labios a formar la palabra, ni él podía pronunciarla. El rector continuó.
—Chas Quilter me dijo que le había encontrado en el jardín. Dijo que usted parecía terriblemente preocupado. Es por Matthew Whateley, ¿verdad?
Harry oyó la pregunta y supo que el nombre de Matthew no podía aflorar a sus labios de ningún modo. Sabía que si lo pronunciaba una vez, si permitía que Matthew accediera a su conciencia, las compuertas se abrirían y todo se derramaría. Después, sólo quedaría el olvido. Lo sabía. Lo creía. Era la única realidad de su vida en este momento.
El rector seguía hablando. Intentaba por todos los medios mostrarse tranquilizador, pero Harry ya conocía aquella falsa compasión. Notó la urgencia soterrada bajo las palabras del señor Lockwood, tal como la había notado en sus padres cuando trataban de ser comprensivos, sabiendo que iban a llegar un cuarto de hora tarde al partido de golf.
—Usted y Matthew eran amigos, ¿verdad? —preguntó el rector.
—Éramos miembros de la Sociedad de Trenes a Escala.
—Pero él era un amigo especial de usted, ¿no? Lo bastante especial como para que fuera invitado a su fiesta de cumpleaños con los demás chicos el pasado fin de semana. No parece que fuera tan sólo un simple compañero.
—Supongo. Éramos amigos.
—Los amigos hablan entre sí, imagino. ¿Verdad?
Harry sintió que el escozor se desplazaba de las rodillas a la columna vertebral. Comprendió adónde conducía la conversación. Intentó evitarlo.
—Matt no hablaba mucho, ni siquiera durante las actividades de la tarde.
—Pero usted le conocía, a pesar de esto, lo bastante para querer que fuera a su casa y conociera a sus padres, a sus hermanos y a sus hermanas…
—Bueno… Sí… Era… —Harry se removió inquieto. Su determinación flaqueaba. Tal vez pudiera contarle la verdad al rector. No sería grave. No le costaría mucho—. Me ayudaba. Así nos hicimos amigos.
El señor Lockwood se inclinó hacia él.
—Usted sabe algo, ¿verdad, Morant? Matthew Whateley le contó algo. ¿Por qué se fugó? —Harry notó el aliento del rector en su cara. Olía a una mezcla de desayuno y café. Era caliente.
«¿Quieres un revolcón, maricona? ¿Quieres un revolcón? ¿Quieres un revolcón?». Harry se puso en tensión para escapar al recuerdo.
—Sabe algo, ¿verdad? ¿Verdad, muchacho?
«¿Quieres un revolcón, maricona? ¿Quieres un revolcón? ¿Quieres un revolcón?».
Harry se reclinó contra el respaldo de la silla. No podía. No quería. Contestó al rector con las únicas palabras posibles.
—No, señor. Ojalá.
Lynley y Havers llegaron a Hammersmith a las cinco y media. Un viento frío soplaba desde el Támesis, esparciendo las páginas mojadas de un periódico sobre el pavimento. Una fotografía húmeda de la duquesa de York estaba tirada en la cuneta; la huella de un neumático ondulaba su mejilla derecha. A su alrededor, los ruidos del vecindario aumentaban y disminuían de intensidad como el flujo de la marea, y el olor omnipresente de los vapores de escape que expulsaba el tráfico de la hora punta desde el paso elevado fumigaban la calle. La oscuridad caía a toda prisa, y mientras caminaban en dirección al río, las luces del puente de Hammersmith se encendieron, iluminando la superficie inmóvil del agua.
Descendieron los peldaños que conducían al malecón sin hablar. Se subieron el cuello de los abrigos, aguantaron la acometida del viento y caminaron hacia la casa de pescadores contigua a la taberna Royal Plantagenet. Las cortinas estaban corridas, pero la luz de una lámpara brillaba sobre la tela como un charco de ámbar. Entraron por el túnel que separaba la casa de la taberna, y Lynley llamó con los nudillos a la puerta. Al contrario que la noche anterior, enseguida se oyeron pasos y la puerta se abrió. Patsy Whateley apareció ante ellos.
Vestía la misma bata de nailon, con su cortejo de dragones demoníacos. Calzaba las mismas zapatillas verdes y llevaba el cabello desgreñado, sujeto inexpertamente para apartarlo de la cara con un cordón, en otros tiempos blanco y ahora de un tono grisáceo. Cuando les vio, alzó una mano como para alisarse el pelo o subirse el cuello desbocado de la bata. Sus dedos y palmas estaban cubiertos de harina.
—Galletas —dijo—. A Mattie le gustaban las galletas. Después de las vacaciones se llevaba un montón al colegio en una caja. Las que más le gustaban eran las de jengibre. Yo estaba…, hoy… —se miró las manos y se las frotó. Una fina lluvia de polvo cayó al suelo—. Kev fue a trabajar esta mañana. Yo no pude. Me pareció tan definitivo. Pensé que si hacía las galletas… de alguna manera, como por obra de un milagro, Matthew aparecería en la casa para comérselas. Ya no estaría muerto, ni perdido irremediablemente, sino vivo de nuevo. Y en casa con su madre, donde debía estar. Lynley lo comprendió.
Presentó a la sargento Havers.
—¿Podemos entrar, señora Whateley?
La mujer parpadeó.
—Estaba distraída, ¿verdad? —Se apartó de la puerta, arrastrando los pies.
El aroma de las galletas recién salidas del horno llenaba la sala de estar, con las fragancias combinadas de canela, jengibre, nuez moscada y azúcar. Lynley se dirigió a la estufa eléctrica y la encendió. Zumbó débilmente, a medida que las barras cobraban vida.
—Se está haciendo tarde, ¿verdad? —observó Patsy—. Imagino que no habrán tomado el té. Les prepararé algo. Y las galletas… He hecho demasiadas para Kev y para mí. Cojan algunas. ¿Les gusta el jengibre?
Lynley deseaba decirle que no se preocupara, pero sabía que la mujer estaba decidida a seguir un camino que la mantuviera alejada del inevitable proceso del dolor el máximo tiempo posible. No contestó, y ella se encaminó al estante donde guardaba las tazas de té.
—¿Ha estado alguna vez en St. Ives? —preguntó Patsy, acariciando el asa de una taza.
—Crecí no muy lejos de St. Ives —dijo Lynley.
—¿Es usted de Cornualles?
—En cierta manera.
—Entonces, le pondré la taza de St. Ives. Y para la sargento… Stonehenge. Sí, Stonehenge le irá muy bien. ¿Ha estado allí, sargento?
—Una vez, en un viaje del colegio —dijo Havers.
Patsy cogió las dos tazas y sus platos. Frunció el entrecejo.
—No sé por qué han vallado Stonehenge. Hace años se podía caminar por la llanura hasta llegar a las rocas. Tan silenciosas. Sólo se oía el viento. Sin embargo, cuando llevamos a Mattie, sólo pudimos verlas desde lejos. Alguien dijo que una vez al mes se permite andar entre las rocas. Teníamos la intención de volver con Mattie para que lo hiciera. Pensamos que había mucho tiempo. No sabíamos… —alzó la cabeza—. El té —entró en la cocina, situada en la parte posterior de la casa, por una puerta abierta.
—La ayudaré —dijo Havers, siguiéndola.
Lynley, a solas en la sala de estar, se acercó a la estantería que corría bajo las ventanas del frente. Vio dos nuevas esculturas que se habían añadido a la colección Eran muy diferentes de los desnudos entre los que se erguían.
Ambas eran de mármol y, mientras las examinaba recordó la teoría de Miguel Ángel, referente a que el objeto que iba a ser creado de la piedra se hallaba, simplemente, prisionero en el interior de la roca, y el artista se limitaba a cumplir un papel de libertador. Recordó haber visto en Florencia una escultura semejante. Se trataba de una pieza inacabada, en la que la cabeza y el torso de un hombre parecían retorcerse para liberarse del mármol. Estas dos obras que tenía ante él eran muy semejantes, salvo por el detalle de que las figuras que emergían estaban pulidas y alisadas, para sugerir un acabado final, en tanto el resto de la piedra seguía en su estado original.
En la base de cada escultura se habían pegado pequeños letreros rectangulares, y Lynley leyó lo que se había escrito con mano insegura. Nautilus en una y Madre e hijo en la otra. Nautilus estaba tallada en mármol rosa oscuro, y la concha del molusco que surgía de la piedra dibujaba una lenta y suave curva, aparentemente sin principio ni fin. Para Madre e hijo se había empleado mármol blanco, dos cabezas que se tocaban, la insinuación de un hombro, la forma confusa de un solo brazo que abarcaba y protegía. Cada una era una metáfora, una sugerencia de realidad, un susurro antes que un grito estridente.
Lynley no podía creer que el creador de los desnudos hubiera dado un salto cualitativo de tal envergadura en su arte. Se inclinó, tocó la fría curva de la concha y distinguió las iniciales talladas en la base de la piedra, M. W. Miró los desnudos, y vio K. W. tallado en ellos. Padre e hijo no podían poseer un concepto del arte más diferente.
—Ésos son de Mattie. No me refiero a los desnudos, sino a los otros.
Lynley se volvió. Patsy Whateley le observaba desde la puerta de la cocina. Detrás de ella, una tetera emitía un silbido agudo, y también se oía a la sargento Havers, que vigilaba el té.
—Son muy bonitos —contestó él.
Las zapatillas de Patsy resonaron sobre la delgada alfombra cuando se reunió con Lynley ante la estantería. Lynley percibió los penetrantes olores de su cuerpo sin lavar, y se preguntó, en un arranque irracional de cólera, qué clase de hombre era Kevin Whateley, capaz de dejar que su mujer pasara sola el primer día de total agonía.
—No están terminados —murmuró ella, mirando con ternura el conjunto de madre e hijo—. Kev los trajo anoche. Estaban en el jardín, con las demás obras de Kev. Matt las empezó el pasado verano. No sé por qué no las acabó. Era impropio de él dejar a medias las cosas. Siempre procuraba terminarlas. No descansaba hasta conseguirlo. Así era Mattie. Podía estar de pie la mitad de la noche, enfrascado en uno u otro proyecto. Siempre prometía irse a la cama en un periquete. «En un periquete, mamá», me decía, pero yo le oía moviéndose por su habitación hasta la una y media de la mañana. De todos modos, no sé por qué dejó éstas sin terminar. Habrían quedado muy bonitas. No tan realistas como las de Kev, pero igualmente bonitas.
Mientras Patsy hablaba, la sargento Havers salió de la cocina con una bandeja de plástico que depositó sobre la mesilla de café, sostenida por patas metálicas, que había frente al sofá. Entre la tetera, las tazas y los platillos había un plato con las galletas de jengibre prometidas. A juzgar por su aspecto, formaban parte de una remesa que se había dejado demasiado rato en el horno. Las marcas de sus bordes indicaban que se habían cortado las partes quemadas con un cuchillo.
La sargento Havers sirvió el líquido, todos se sentaron y pasaron los siguientes instantes contemplando el té. Mientras lo hacían, se oyeron pasos pesados que se adentraban en el túnel y se detenían frente a la puerta. Una llave se insertó en la cerradura y Kevin Whateley entró. Se quedó inmóvil al ver a la policía.
Iba muy sucio. El polvo cubría su escaso cabello y se introducía en las arrugas de la cara, cuello y manos. El sudor producido por el esfuerzo había esparcido sobre la piel manchas irregulares. Vestía pantalones tejanos, chaqueta de dril y botas de trabajo. Todas las prendas se veían también muy sucias. Al verle, Lynley recordó que Smythe-Andrews le había dicho que la profesión de Kevin Whateley era tallador de lápidas. Parecía inconcebible que Whateley hubiera logrado consagrarse a un trabajo semejante en un día como el de hoy.
—¿Y bien? —dijo el hombre, después de cerrar la puerta—. ¿Qué han venido a decirnos?
Cuando Whateley dio un paso adelante y entró en el círculo de luz, Lynley observó que se había hecho un corte en la frente. El polvo se había introducido en la herida, que debería vendarse cuanto antes.
—Usted mencionó ayer que le habían concedido una beca a Matthew para ir a Bredgar Chambers —dijo—. El señor Lockwood nos dijo que un miembro de la junta de gobierno, un hombre llamado Giles Byrne, propuso a Matthew. ¿Es eso correcto?
Kevin atravesó la sala y cogió una galleta. Sus dedos dejaron un rastro de suciedad en el plato. No miró a su mujer.
—Es verdad —contestó.
—Me he estado preguntando por qué eligieron Bredgar Chambers, en lugar de otro tipo de colegio. El señor Lockwood indicó que ustedes habían reservado una plaza para Matthew cuando tenía ocho meses. Bredgar Chambers es bastante conocido, por supuesto, pero no es Winchester o Harrow. O Rugby. Es la clase de colegio al que los padres envían a sus hijos para continuar una tradición familiar, pero no parece el tipo de colegio que se elige al azar, sin haber investigado antes un poco. O sin haber recibido una solicitud en ese sentido.
—El señor Byrne lo recomendó —dijo Patsy.
—¿Le conocían antes de inscribir a Matthew en el colegio?
—Le conocíamos —dijo Kevin, lacónico. Se acercó a la chimenea y concentró su atención en la estrecha repisa, sobre la cual descansaba un jarrón verde opaco, carente de flores.
—En la taberna —añadió Patsy. Tenía los ojos clavados en la espalda de su marido, solicitando ayuda en silencio. Él siguió sin hacerle caso.
—¿La taberna?
—En la que trabajaba como camarera. Antes de Matthew —explicó—. Me cambié a un hotel de South Ken. No quería… —alisó la tela de la bata. El movimiento provocó que uno de los dragones se agitara de forma amenazadora—. La madre de Mattie no podía trabajar de camarera. Quería hacer lo mejor por él. Quería que tuviera más oportunidades que yo.
—Así que conoció a Giles Byrne en la taberna. ¿Era una taberna del barrio? ¿La de al lado?
—Bajando un poco por el paseo. Un lugar llamado La Paloma Azul. El señor Byrne solía venir cada noche. Es posible que aún lo haga. No entro allí desde hace siglos.
—No va —dijo Kevin—. Al menos, anoche no fue.
—¿Fue a verle a la taberna anoche?
—Sí. Estuvo en Bredgar ayer por la tarde, cuando Mattie aún no había aparecido.
Parecía insólito que un miembro de la junta de gobierno estuviera en el colegio un domingo por la tarde.
—Le telefoneamos, inspector —dijo Patsy Whateley, como si hubiera leído sus pensamientos.
—Siempre se tomó mucho interés por Mattie —daba la impresión de que Kevin estaba defendiendo su decisión de llamar a un miembro de la junta de gobierno—. Así evitaríamos que el rector nos diera largas. Nos encontramos con él allí. Para lo que sirvió… Todo el mundo insistía en que Mattie se había fugado. Y todos les echaban las culpas a los otros. Y nadie quiso llamar a la policía. Maricones de mierda.
—Kev… —Patsy consiguió que su nombre sonara como una disculpa.
Whateley se volvió para mirar a su mujer.
—¿Cómo quieres que les llame? El muy arrogante señor Lockwood y el holgazán de Corntel. ¿Debí darles las gracias por haber perdido a nuestro Mattie, muchacha? ¿Es eso lo que quieres? Es lo más correcto, ¿verdad, Pats?
—Oh, Kev…
—¡Está muerto! ¡Maldita sea, el chico está muerto! ¿Y aún esperas que dé las gracias a mis superiores por ocuparse de ello? ¡Para que, entretanto, te dediques a hacer galletas para los cabrones de la policía, que pasan un huevo de Mattie o de nosotros! Para ellos no es más que un cadáver. ¿Es que no lo comprendes?
El rostro de Patsy se contrajo al escuchar las palabras de su marido.
—A Mattie le encantan las galletas —consiguió articular—. Sobre todo las de jengibre.
Kevin lanzó un chillido. Se apartó de un salto de la chimenea, abrió la puerta de la casa y se marchó. Havers cruzó la sala en silencio y cerró la puerta.
Patsy Whateley, hundida en la butaca a cuadros pardos y amarillos, retorció el cinturón de la bata, que se había abierto y dejaba al descubierto un muslo carnoso, surcado de venas azules.
Lynley consideró indecente permanecer allí un momento más, sabiendo que sería un acto de piedad dejar solos a los Whateley. Sin embargo, tenía que averiguar más cosas y no tenía mucho tiempo para hacerlo. Lynley sabía que estaba obedeciendo una norma fundamental e implacable de la policía. Cuanto antes se reúne la información sobre un crimen, más posibilidades existen de resolverlo. No había tiempo que perder, ni tiempo que conceder, ni tiempo para suavizar el camino sembrado de espinas que estaban recorriendo los Whateley. Se despreció por ello, pero continuó insistiendo.
—Giles Byrne era cliente asiduo de La Paloma Azul. ¿Vive aquí, en Hammersmith?
Patsy asintió.
—En Rivercourt Road, muy cerca de la taberna.
—¿Está lejos de aquí?
—Un breve paseo.
—¿Se conocían bien? ¿Y sus hijos? ¿Se conocían Matthew y Brian antes de que Matthew fuera a Bredgar Chambers?
—¿Brian? —dio la impresión de que se esforzaba por relacionar el nombre con algún recuerdo—. Es el hijo del señor Byrne, ¿verdad? Me acuerdo de él. Vive con su madre desde hace años. El señor Byrne está divorciado.
—¿Cabe la posibilidad de que Matthew sirviera de sustituto al hijo de Giles Byrne?
—No se me ocurre cómo. El señor Byrne apenas había visto a Mattie. Es posible que se encontraran en el parque, si había salido a pasear y Mattie estaba jugando allí. Mattie solía ir, pero no recuerdo que mencionara nunca al señor Byrne.
—Brian nos dijo que su padre apadrinó en cierta ocasión a un chico llamado Edward Hsu. Dijo que su padre buscaba un sustituto de Edward Hsu desde 1975. ¿Sabe qué quiere decir eso? ¿Pudo ser Matthew el sustituto de un chico al que Giles Byrne apreciaba mucho?
Patsy reaccionó a la pregunta con un movimiento infinitesimal que Lynley habría pasado por alto de no estar mirándole las manos. Éstas aferraron la bata, y después aflojaron su presa.
—Mattie no veía al señor Byrne, inspector, por lo que yo sé. Tampoco me lo dijo.
Su tono indicaba convencimiento, pero Lynley sabía que los niños no les cuentan todo a sus padres. Reflexionó sobre el cambio experimentado en el comportamiento del muchacho, del que Kevin Whateley les había informado. Tenía que existir una explicación. No se producen cambios sin un motivo.
Sólo quedaba un aspecto por tratar con Patsy Whateley, y Lynley lo sacó a colación con delicadeza, consciente del dolor que causaría a la mujer.
—Señora Whateley, sé que le resulta muy difícil aceptarlo, pero da la impresión de que Matthew se fugó de la escuela, o al menos que quería fugarse para llegar a un acuerdo con alguien que… vaciló, preguntándose por qué le costaba tanto ir al grano. Havers se encargó por él.
—Alguien que le asesinó —dijo en voz baja.
—No puedo creerlo —replicó Patsy Whateley, volviéndose hacia Havers—. Mattie no se fugaría del colegio.
—Pero si tuviera problemas, si le estuvieran atormentando…
—¿Atormentando? —giró la cabeza en dirección a Lynley—. ¿A qué se refiere?
—Usted le veía durante las vacaciones. ¿Advirtió moretones, o algún tipo de marcas?
—¿Moretones? No, claro que no. ¡Claro que no! ¿Cree que si alguien le estuviera haciendo la vida imposible no se lo diría a su mamá? ¿No cree que confiaría en su mamá?
—Tal vez no, sobre todo si sabía cuán importante era para usted que continuara en Bredgar Chambers. Tal vez no haya querido decepcionarla.
—¡No! —la palabra implicaba algo más que una simple negativa—. ¿Por qué querría alguien atormentar a mi Mattie? Era un buen chico, un chico tranquilo. No se perdía una clase. Obedecía las normas. ¡Explíqueme por qué alguien atormentaría a Matt!
Porque no encajaba, pensó Lynley. Porque no quería seguir las tradiciones. Porque no estaba hecho para encajar en el molde. Y, sin embargo, las diferencias de clase de Matthew Whateley no explicaban todo lo que ocurría en Bredgar Chambers. Lynley lo había observado en los ojos de Smythe-Andrews, en el desmayo de Arlen, en la negativa de Harry Morant a acudir a clase. Todos estaban asustados. Pero, al contrario que Matthew, no lo bastante como para escaparse.
La estrecha casa de ladrillo de Rivercourt Road estaba a oscuras. Pese a la clara indicación de que no había nadie, Kevin Whateley entró como una fiera por el portal, subió los peldaños y golpeó la puerta con la aldaba metálica. Supo que era un esfuerzo inútil en el mismo momento, pero siguió golpeando. El ruido aumentó de intensidad y resonó en la calle.
Quería ver a Giles Byrne. Quería verle esta noche. Quería increpar, zaherir, insultar y martirizar al único hombre responsable de la muerte de Mattie. Kevin cerró el puño y lo descargó sobre la puerta.
—¡Byrne! —gritó—. ¡Sal fuera, cabrón! Sal, maldito seas. ¡Abre la puerta! ¡Maricón! ¡Maricón de mierda! ¿Me oyes, Byrne? ¡Abre la puerta!
Un estrecho rayo de luz iluminó el pavimento de la acera opuesta, cuando una puerta se abrió con cautela y alguien se asomó.
—Cállese —gritó una voz.
—¡Váyase a tomar por el culo! —aulló Kevin. La puerta se cerró al instante.
A ambos lados del porche había dos grandes jarrones de cerámica. Como nadie respondió desde el interior de la casa a los gritos de Byrne, éste reparó en ellos. Cogió uno, lo empujó y cayó sobre los limpios escalones. Tierra y hojas se esparcieron sobre las losas. El jarrón se rompió en mil pedazos sobre el inmaculado camino particular.
—¡Byrne! —chilló Kevin. El nombre se entremezcló con una carcajada—. ¿Ves lo que estoy haciendo, Byrne? ¿Qué te parece, tío? ¿Quieres otra ración?
Se precipitó sobre el segundo jarrón, lo agarró por el borde saliente y lo arrojó contra la puerta blanca. La madera se astilló. Se le metió tierra en los ojos. Fragmentos de cerámica hirieron su rostro.
—¿Tienes bastante? —gritó Kevin.
Se dio cuenta de que estaba jadeando, de que el pecho le dolía como si le clavaran una lanza.
—¡Byrne! —resolló—. Maldito seas… Byrne…
Se desplomó sobre el peldaño superior, cubierto de tierra. Un fragmento afilado de jarrón se le clavó en el muslo. Sentía la cabeza pesada y los hombros le dolían. Su visión era borrosa, aunque lo bastante clara para ver que un joven delgado había salido de la casa de al lado, caminaba por la acera y miraba por encima de los arbustos de piracanta que hacían las veces de frontera entre ambas propiedades.
—¿Te encuentras bien, tío? —preguntó.
Kevin luchó por respirar.
—Sí, muy bien —contestó.
Se puso en pie, tosió y se tambaleó entre los restos dispersos hacia el portal. Lo dejó abierto y se dirigió hacia el río y la avenida Superior. Frente a él, las ramas de un enorme castaño se silueteaban contra el cielo nocturno. Kevin parpadeó al ver el árbol.
«¡Sé subirme! ¡Mira! ¡Mírame, papá!».
«Baja de ahí, Mattie. Te romperás el cuello, hijo, o te caerás al río».
«¿Al río? ¡Me encantaría! ¡Me gustaría muchísimo!».
«Mamá no pensaría igual, ¿verdad? Venga, baja, y no digas más tonterías».
Y bajó, sin correr el menor peligro, puesto que sólo había trepado hasta la primera rama, pero más a salvo ahora, con los pies sobre la tierra.
Kevin apartó sus ojos del árbol y caminó despacio hacia La Paloma Azul y el parque que se extendía a corta distancia de la taberna. Intentó no mirar nada mientras andaba. Intentó olvidar dónde estaba. Intentó no darse cuenta de que cada paso que daba le acercaba más a otra parte del barrio que le recordaría a Mattie. En especial el río.
Al igual que las pocas casas sin restaurar que quedaban a orillas del Támesis, la suya también contaba con un paso que conducía al agua, reliquia de una forma de vivir extinguida desde hacía mucho tiempo, cuando los pescadores lo utilizaban para acceder con facilidad a su sustento. Se hallaba en el extremo más alejado del sótano: una puerta que conducía a un túnel y unos escalones que bajaban desde el malecón al río. ¿Cuántas veces había prohibido a Mattie que abriera aquella puerta? ¿Cuántas veces le había explicado los peligros de caer por aquellos gastados escalones de piedra?
Tantas como le había aconsejado cruzar con cuidado la calle, mantenerse alejado de la Great West Road, evitar el muro que separaba la avenida Inferior del río, protegerse los ojos con gafas antes de que empezara a aplicar el taladro a la piedra, alejar la radio del baño. Eran advertencias cariñosas, formuladas con paciencia, pensadas para evitar cualquier daño al chico.
Sin embargo, mientras pronunciaba estas tiernas advertencias, el peligro real acechaba, aguardando su momento. Por más que había amado a su hijo, Kevin no había comprendido cuál era el peligro. Le habían inducido a creer que no existía; Giles Byrne le había convencido. Patsy y él habían caído en las redes de la lógica, la sabiduría y la experiencia superior del hombre. Que el infierno se lo lleve.
A Mattie no le gustaba Bredgar Chambers. Había suplicado repetidas veces que no le enviaran allí. Pero lo habían hecho, de todos modos, y Kevin se dijo que la resistencia del niño a abandonar Hammersmith era una señal inequívoca de que debía apartar al muchacho de las faldas de su madre. Bien, ya le habían apartado, ¿no? Mattie ya no seguiría apegado a su madre nunca más. Ni por asomo. Mattie. A Kevin le escocían los ojos, le dolía la garganta. Su pecho parecía a punto de estallar. Luchó contra todo ello.
«¿Me darás una piedra para que la vaya tallando, papá? Se me ha ocurrido una idea para una pieza y… Te lo enseñaré. He empezado a trabajar un poquito».
¿Cómo era posible que estuviera muerto? ¿Cómo era posible que aquella bulliciosa y tierna vida se hubiera extinguido? ¿Cómo iban a sobrevivir sin Mattie?
—¡Eeeeh, tío, parece que te hayas revolcado con los cerdos!
La voz ebria le devolvió a la realidad. Un hombre estaba derrumbado en un banco, a la orilla del río, bebiendo de una botella envuelta en una bolsa de papel. Dirigió una sonrisa maliciosa a Kevin.
—¡Cerdito! —entonó el borracho—. ¡Cerdito, cerdito, cerdito, cerdito! —lanzó una carcajada y agitó la bolsa en el aire.
—Vete a tomar por el culo —replicó Kevin, pero las palabras temblaron.
—¡Oooooh, cerdito llorón! —respondió el borracho—. ¡Cerdito llorón, cerdito llorón! ¡Llora porque lleva los pantalones cubiertos de barro!
—Hijo de la gran…
—¡Oooooh, estoy asustado! ¡Tiemblo de miedo! Asustado del cerdito llorón llorón. ¿Por qué lloramos, cerdito? ¿Hemos perdido nuestra hembra? ¿Hemos perdido a nuestro cochinillo? ¿Hemos perdido nuestro…?
Kevin se abalanzó sobre el hombre, con los dedos lanzados hacia su garganta.
—¡Bastardo de mierda! ¡Cierra la boca! —chilló, golpeándole la cara. Sintió que se rompían los huesos y que sus nudillos chocaban contra dientes.
El contacto y el dolor obraron como un bálsamo. Y cuando la rodilla del borracho se hundió salvajemente en la entrepierna de Kevin y un terrible dolor sacudió todo su cuerpo, todavía fue mejor. Soltó su presa y cayó al suelo. El borracho se puso en pie, tambaleante, propinó una patada a las costillas de Kevin y huyó en dirección a la taberna. Kevin se quedó inmóvil. Le dolía todo el cuerpo y su corazón martilleaba.
Pero no lloró.