Capítulo 6

La primera reacción de Lynley ante el aspecto físico del muchacho fue pensar que se merecía un nombre más fastuoso que Chas. Rafael o Gabriel le vinieron a la mente de inmediato. Forzando las cosas, Miguel Ángel le sentaría a la perfección, porque Chas Quilter parecía un ángel de dieciocho años.

Casi todo en él sugería una perfección celestial. Tenía el cabello rubio y, aunque corto, recubría su cabeza con los bucles que suelen verse en los querubines que pueblan las pinturas del Renacimiento. Sin embargo, sus facciones no reflejaban la amorfa falta de carácter inherente a aquellas criaturas angélicas plasmadas en los lienzos del siglo XVI. Parecían salidos de una escultura, tal era su pureza y definición: frente ancha, mandíbula firme, nariz bien dibujada, mentón cuadrado y una tez sin mácula, con una nota de color sobre sus mejillas. Medía un metro ochenta de estatura, con el cuerpo de un atleta y la gracia de un bailarín. La única imperfección humana que parecía aquejarle era la necesidad de llevar gafas, que devolvió a su sitio cuando resbalaron por la nariz.

—Ustedes deben de ser de la policía —se estaba poniendo la chaqueta cruzada azul del colegio. En el bolsillo izquierdo superior se destacaba el emblema de Bredgar Chambers, un blasón tripartito, consistente en un pequeño rastrillo, una corona que flotaba sobre una rama de espino, y dos rosas entrelazadas, una roja y otra blanca, todos ellos símbolos estimados por el fundador del colegio—. El rector me ha pedido que le enseñe las instalaciones. Me alegro de poder ayudarles —Chas sonrió y continuó con una franqueza desarmante—. De paso, me libraré de las clases de mañana.

Los demás chicos se pusieron las chaquetas, como si hubieran esperado a ver cómo el prefecto superior se las arreglaba con la policía. Satisfechos en apariencia de la actuación de Chas, se prepararon para marcharse. Cogieron los libros de texto de los bancos alineados frente a las paredes de la sacristía y, al cabo de pocos momentos, salieron por otra puerta que conducía a una habitación contigua. Sus voces resonaron, se abrió una tercera puerta y los sonidos se desvanecieron por completo.

Chas Quilter parecía sentirse muy a gusto entre adultos. No demostró el nerviosismo tan típico de los adolescentes en su comportamiento, no se removió inquieto, no adoptó posturas torpes, no intentó entablar conversación.

—Supongo que primero desean ver el colegio. Será mejor que vayamos por aquí —tras despedirse con un movimiento de cabeza de la señora Lockwood, Chas les guió hacia la puerta por la que habían salido los demás estudiantes.

Se abría a una sala de actos vacía, abandonada a juzgar por su aspecto, que olía a cerrado y al polvo adherido a las desastradas cortinas de terciopelo que colgaban del proscenio de un pequeño escenario. Cruzaron el rayado suelo de parquet y salieron por otra puerta al claustro, la parte más antigua del colegio. Ventanas ojivales sin cristales les proporcionaron una amplia vista del patio cuadrangular, con sus cuatro esquinas cubiertas de césped, sus cuatro senderos empedrados con guijarros que se entrecruzaban, la estatua de Enrique Tudor en el centro y, en la esquina más próxima a la capilla, un campanario coronado por una aguja cubierta de suciedad.

—Ésta es la sección de humanidades —dijo Chas, mientras caminaba. Levantó una mano para saludar a tres chicos y una chica que venían en dirección contraria. Sus pasos resonaban sobre el suelo de piedra—. Habéis llegado tarde por quinta vez y os han castigado sin salir durante dos semanas, ¿a que sí?

—Que te den por el culo, Chas —fue la respuesta.

El muchacho sonrió, indiferente, sin prestar atención.

—Los chicos mayores no respetan al prefecto superior —explicó a Lynley, como si no esperase contestación a esta suave autor recriminación. Se limitó a continuar su camino, deteniéndose ante una ventana para explicar la distribución del patio.

Se componía de cuatro edificios. Chas los señaló de uno en uno y definió su función. Toda la estructura este contenía la capilla, a un lado de la entrada principal al colegio, y al otro las oficinas administrativas del tesorero, el conserje y las secretarias, además del estudio del rector y la sala del consejo, compartida por la junta de gobierno y los prefectos del colegio. El edificio sur albergaba la biblioteca, la gran aula que se había utilizado cuando Bredgar Chambers admitió a sus primeros cuarenta y cuatro alumnos, el salón de descanso de los profesores, dónde los docentes comían y recibían el correo, y la cocina. El edificio oeste daba cabida al comedor de los alumnos y a una serie de aulas de humanidades, y el edificio norte, que ahora recorrían, era la sede del departamento de música. Sobre sus cabezas, en la primera planta de todos los cuatro edificios, conectados entre sí por un laberinto de pasillos y portales, se encontraban las aulas destinadas en exclusiva a inglés, ciencias sociales, arte e idiomas.

—Todo lo demás está apartado del patio principal —explicó Chas—. Aulas de teatro y danza, el centro técnico, el edificio de matemáticas, el edificio de ciencias, el pabellón deportivo y la enfermería.

—¿Y las residencias de los chicos y las chicas?

Chas hizo una mueca y se frotó la sien derecha con la muñeca, como si necesitara disciplinar su cabello.

—Separadas por el patio. Las chicas en la parte sur, los chicos en la norte.

—¿Qué pasa si ambos sexos se encuentran a escondidas? —preguntó Lynley, interesado en saber cómo las modernas escuelas privadas, en su intento de abrir las puertas a una política de admisiones más liberal, surcaban las aguas traicioneras de la educación mixta.

Los ojos de Chas parpadearon tras sus gafas de montura dorada.

—Supongo que ya lo sabe, señor, o lo adivina. Expulsión. Sin hacer preguntas, por lo general.

—Una sentencia bastante severa —observó Havers.

—Pero difunde el mensaje, ¿no? «El bredgardiano de pura cepa no se libra a conductas sexuales desencaminadas de ningún tipo» —citó Chas con solemnidad—. Página veintitrés del reglamento. La primera página que todo el mundo mira y se salta. Un mero espejismo —sonrió, abrió una puerta y entraron en un pasillo corto, de aspecto más reciente que el resto del edificio—. Iremos por el pabellón de deportes. Es un atajo a la residencia Erebus, donde está el dormitorio de Matthew.

Su entrada en el pabellón deportivo, que parecía muy nuevo, provocó una inoportuna suspensión de la clase de gimnasia que tenía lugar en un trampolín, en el extremo oeste del edificio. El pequeño grupo de alumnos, compuesto por chicos muy jóvenes, se volvió como un solo hombre y les miraron sin hablar. Era decididamente extraño. Lo más normal sería que murmuraran entre sí, se dieran codazos o empellones. Al fin y al cabo, eran niños. Ninguno aparentaba más de trece años. Si alguno de ellos poseía aquella enérgica inquietud tan típica de su edad, no lo demostró. En lugar de ello, clavaron sus ojos en Lynley. Su profesor, un joven vestido con pantalones cortos de gimnasia y jersey, dijo: «Chicos, chicos», pero no le hicieron caso. Lynley casi se imaginó el suspiro de alivio colectivo que lanzaron cuando Havers y él siguieron a Chas Quilter fuera del pabellón y salieron a la sección norte del colegio.

Un sendero de guijarros les condujo más allá del edificio de matemáticas, serpenteó entre el césped, atravesó un pequeño pero encantador bosquecillo de abedules y les depositó en la entrada de alumnos de la residencia Erebus. Como los demás edificios del colegio, Erebus estaba construida con piedra de Ham color miel. Como los demás, el techo era de pizarra y carecía de plantas trepadoras, a excepción de una sola clemátide que colgaba sobre una puerta cerrada en el extremo este del edificio.

—Aquéllas son las dependencias privadas —dijo Chas, siguiendo la dirección de la mirada de Lynley—. Los aposentos del señor Corntel. El alojamiento de los alumnos de tercero está por aquí. —Abrió la puerta y entró.

Para Lynley fue como volver al pasado. Se encontraban en un vestíbulo diferente del que tenía su residencia de Eton, pero los olores eran idénticos. Leche derramada que se había agriado y nunca se había limpiado, tostadas quemadas, olvidadas en la cocina privada de alguien, ropas tiesas de suciedad y que desprendían un repugnante hedor a sudor, y calor emanado del radiador. Estos olores se habían adherido de forma permanente a las molduras, los suelos y el techo. Incluso cuando los muchachos abandonaran la residencia los fines de semana o durante las vacaciones, el olor permanecería.

Que Erebus era una de las residencias más antiguas lo atestiguaba la entrada, chapada de suelo a techo con madera de roble dorada, que en otro tiempo había sido lustrosa. La capa dorada se había ennegrecido con los años, y generaciones de escolares, incapaces de apreciar algo simplemente por su antigüedad, habían contribuido en gran medida a eliminar su brillo. La madera estaba astillada, rota y maltratada.

Los muebles de la entrada, aunque escasos, no se hallaban en mejores condiciones. Una larga y estrecha mesa de refectorio, sobre la cual, al parecer, se depositaba la correspondencia, estaba apoyada contra una pared y exhibía las cicatrices producidas por generaciones de baúles, maletas, cajas de galletas, libros de texto y paquetes enviados desde casa, tirados descuidadamente sobre ella. Muy cerca había dos butacas rellenas, ambas manchadas y sin cojines. Entre ellas, colgaba en la pared un teléfono de monedas; multitud de nombres y números estaban garrapateados en la madera que lo rodeaba. El único elemento de la entrada que podía calificarse remotamente de decorativo era el estandarte de la residencia, que alguien, con buen sentido, había protegido con cristal. También había conocido días mejores, pues se había reducido casi a la transparencia y su imagen no se podía distinguir.

—Se supone que representa a Erebus —explicó Chas, mientras Lynley y Havers examinaban el estandarte en su lugar de honor—. La oscuridad primigenia que surgió del Caos. El hermano de la noche. El padre del día y del cielo. Es imposible deducirlo del estandarte. Está horriblemente descolorido.

—¿Estudias clásicas? —preguntó Lynley.

—Química, biología e inglés. Todos hemos de saber el significado de los nombres de las residencias. Forma parte de la tradición.

—¿Cuáles son las demás residencias?

—Mopsus, Ion, Calchus, Eirene y Galatea.

—Una selección interesante, considerando la cantidad de alusiones mitológicas que se pueden elegir. Las dos últimas son para chicas, supongo.

—Sí. Yo estoy en Ion.

—El hijo de Creusa y Apolo. Una historia interesante.

Las gafas de Chas resbalaron sobre su nariz. Las enderezó y sonrió.

—Los de tercer grado viven arriba. La escalera está por aquí —continuó adelante, seguido por Lynley y Havers.

No había nadie en la primera planta del edificio. Recorrieron un estrecho pasillo, cuyo desgastado suelo era de un linóleo marrón. Las paredes estaban pintadas de un verde institucional cubierto de suciedad. Sólo olía a sudor y a humedad. A la altura del techo, tuberías de agua corrían a lo largo del pasillo, bajaban por la pared y desaparecían por un agujero practicado en el suelo. El pasillo estaba flanqueado por puertas. Ninguna tenía cerradura, pero todas estaban cerradas.

Chas se detuvo ante la tercera puerta de la izquierda y llamó una vez.

—Quilter —anunció, entreabriéndola un poco. Echó un rápido vistazo al interior, exclamó «Jesús» y se volvió hacia Lynley y Havers. Su expresión les indicó que algo andaba mal. Hizo lo que pudo por disimular su momentánea turbación, alzando la mano en un ademán de disculpa—. Ésta es. Lo siento muchísimo. Cuesta creer que cuatro chicos puedan… Bien, véanlo por ustedes mismos.

Lynley y Havers entraron. Chas se quedó en la puerta.

Una gran confusión reinaba en el cuarto: libros y revistas tirados por todas partes, papeles diseminados sobre el suelo, cubos de basura sin vaciar, camas deshechas, aparadores abiertos, cajones llenos hasta rebosar, ropas esparcidas en tres de los cuatro compartimientos. O bien se había efectuado un apresurado registro hacía poco, o el prefecto de la residencia responsable de que los muchachos mantuvieran el orden no hacía nada para que respetaran las ordenanzas.

Lynley reflexionó sobre cuál de las dos posibilidades era más verosímil. Mientras tanto, vio que Chas salía del dormitorio, le oyó abrir y cerrar puertas, oyó sus murmullos de incredulidad y supo la respuesta.

—¿Sabemos cómo se llama el prefecto de la residencia, sargento?

Havers abrió su cuaderno, leyó y continuó pasando las páginas.

—John Corntel dijo que era… Ya lo tengo. Brian Byrne. ¿Es el responsable de esto, señor?

—Yo más bien diría el irresponsable. A ver si encontramos algo.

El dormitorio estaba dividido en dos compartimientos, definidos cada uno por tabiques de conglomerado pintados de blanco y que se alzaban a un metro y medio del suelo, proporcionando cierto grado de intimidad. El muy limitado espacio del compartimiento contenía una cama, con dos cajones practicados en el armazón inferior, un armario con el nombre del ocupante del compartimiento fijado con celo, y cualquier decoración mural que el muchacho eligiera para afirmar su propiedad.

Resultaba intrigante comprobar la diferencia entre lo que Matthew Whateley había clavado en sus paredes y lo que habían escogido los otros chicos. En el compartimiento que pertenecía a un tal Wedge colgaba una colección de carteles de música rock, que revelaba unas aficiones musicales bastante eclécticas. U2, los Eurythmics, El muro de Pink Floyd, Prince, coexistían con añejas fotografías de los Beatles, los Byrds, y Peter, Paul and Mary. En el compartimiento de Arlen, bellezas en trajes de baño muy sugerentes posaban con languidez, rodeadas de arena, o caminaban a grandes zancadas sobre las dunas, como amazonas, arqueándose para marcar sus duros pezones, salpicadas por espuma de las olas, en una explícita referencia freudiana. Smythe-Andrews, el ocupante del tercer nicho, había coleccionado fotogramas de las escenas más espeluznantes de Alien, que plasmaban el final violento de los protagonistas con todo lujo de detalles, incluyendo los estómagos despanzurrados. También aparecía el propio monstruo, una combinación de sierra de cadena, mantis religiosa y el ser que surgía del aparato del científico en La mosca.

El cuarto compartimiento, junto a la ventana, pertenecía a Matthew Whateley. Había elegido como decoración fotos de locomotoras (a vapor, Diesel y eléctricas), pertenecientes a varios países. Lynley las contempló con curiosidad. Estaban dispuestas en pulcras filas sobre la cama. En una de ellas se había escrito «chu-chú, puf-puf», una extraña inscripción para un chico crecido.

—Menos maduro que los demás niños —dijo Havers, desde el centro de la habitación—. Todo lo demás parece típico de un chico normal de trece años.

—Suponiendo que a los trece años haya alguien normal —replicó Lynley.

—Muy cierto. ¿Qué colgaba en su habitación a los trece años, inspector?

Lynley se puso las gafas para examinar las ropas de Matthew.

—Reproducciones de la primera época del Renacimiento. Tenía una juvenil devoción por Fra Angélico.

—Váyase a tomar por el culo —rió ella.

—¿Duda de mí, sargento?

—Por completo.

—Ah. Bien, venga a ver qué deduce de todo esto.

Barbara se reunió con él en los apretados confines del compartimiento de Matthew, donde Lynley había abierto el armario. Como todo lo demás, estaba hecho de conglomerado, pintado de blanco y, en consonancia con la atmósfera monacal de Bredgar Chambers, sólo contenía dos anaqueles y ocho colgadores para las prendas de vestir. En los primeros había tres camisas blancas limpias, cuatro suéteres de diversos colores, tres jerséis y un montón de camisetas. De los segundos colgaban pantalones para el colegio y de deporte. En el suelo del armario había zapatos de vestir, bambas y zapatos de deporte. Las prendas que utilizaba para jugar en el equipo formaban un confuso montón.

Lynley observó que Havers tomaba nota de todo y llegaba a una conclusión.

—El uniforme del colegio no está aquí. Eso quiere decir que si huyó, lo hizo vestido con él.

—Muy extraño, ¿no cree? —indicó Lynley—. Huir, desafiando claramente el reglamento del colegio, llevando algo que le identificaría al instante como alumno de Bredgar Chambers. ¿Por qué supone que lo haría?

Havers frunció el ceño y se humedeció el labio inferior.

—Recibió un mensaje inesperado… Hay un teléfono en la entrada, ¿no? Cualquiera pudo haberle llamado. Sintió la necesidad de largarse cuanto antes, sin más dilación.

—Es una posibilidad —admitió Lynley—. Sólo que tener en su poder una hoja de dispensa para no jugar a hockey aquella tarde parece sugerir que lo había planeado.

—Sí, tiene razón —Havers sacó unos pantalones del armario y los examinó con aire ausente—. En tal caso, yo pensaría que deseaba ser visto. Deseaba que le cogieran. Tal vez se puso el uniforme para que le identificaran.

—¿Para que la persona con la que se iba a encontrar supiera quién era?

—Tiene sentido, ¿no?

Lynley registró los cajones que había debajo de la cama. Mientras lo hacía, vio que Chas Quilter volvía al dormitorio. Entró y permaneció de pie, vigilante, con las manos en los bolsillos. Lynley le ignoró de momento, fascinado por lo que los cajones revelaban acerca de Matthew Whateley y, sobre todo, acerca de su madre.

—Havers —dijo Lynley—. Acérqueme unos pantalones y un suéter, por favor. Cualquiera servirá.

Ella obedeció y Lynley los extendió sobre la cama. Sacó unos calcetines a juego del cajón y retrocedió, examinando el conjunto que había creado.

—Ella puso el nombre en todo —dijo Havers—. Tal como sin duda exige el colegio, pero observe qué más hizo por el muchacho —dio la vuelta a un calcetín, descubriendo los números 3, 4 y 7 cosidos en el tejido. Cogió los pantalones, y en la parte interna del cinturón, junto con el nombre del chico, había el número 3. También vio el 3 en el cuello del suéter. Otro par de pantalones estaba marcado con un 7.

—¿Cosió los números para que supiera conjuntar las prendas? —preguntó Havers con desagrado—. Me pone la piel de gallina, señor. Trenes en las paredes e instrucciones de mamá en la ropa.

—Eso nos dice algo, ¿verdad?

—Me dice que Matthew Whateley debía de ser tan bueno como reprimido. Suponiendo que fuera consciente de ello. ¿Fue idea de sus padres que viniera a este lugar, inspector?

—Eso parece.

—Querían que el pequeño Matt estuviera a la altura de los pisaverdes que encontraría en su nuevo colegio. No debía cometer errores, si quería alcanzar el éxito social, empezando a los trece años con las ropas numeradas para que se vistiera correctamente. No me extraña que se largara.

Lynley estaba pensativo, meditando sobre los números. Devolvió las prendas a su sitio y pidió al prefecto superior que verificara si la indumentaria exigida para el colegio se hallaba presente en el armario de Matthew Whateley. Chas se acercó e indicó que, a excepción del uniforme, todo estaba allí. Lynley cerró el armario y los cajones.

—Aquí no se puede estudiar. ¿Hay alguna sala en el edificio donde los chicos puedan preparar las clases?

Chas asintió. Parecía incómodo y, tal vez, como representante del colegio, ansioso por excusar el caótico estado en que había encontrado el dormitorio. Como otras personas que Lynley había conocido durante sus años de policía, Chas alivió la tensión que le embargaba por medio de una momentánea locuacidad, proporcionando información que no le habían pedido, pero que era, en sí misma, reveladora.

—Si le interesa verla, hay una sala en el pasillo, señor. En cada planta de la residencia viven, como mínimo, de tres a cinco chicos mayores. Son de sexto superior, y se supone que entienden la necesidad del orden y se encargan de que los chicos más pequeños lo mantengan. También se supone que el prefecto de la residencia se ocupa de que los chicos mayores bajo su mando vigilen los dormitorios que les han sido asignados. Y las salas de estudio —sonrió sin ganas—. Dios sabe en qué condiciones encontraremos la sala de estudios.

—Da la impresión de que el sistema se haya venido un poco abajo en la residencia Erebus —concluyó Lynley.

Mientras seguían a Chas Quilter hasta un segundo pasillo, tras atravesar una puerta, Lynley admitió la única conclusión a la que se podía llegar, basándose en la información que Chas les acababa de suministrar. De hecho, los chicos mayores eran responsables de que los chicos más pequeños mantuvieran la disciplina. De hecho, el prefecto de la residencia era responsable de que los chicos mayores cumplieran su cometido. Pero el prefecto superior, Chas Quilter en persona, era responsable de que todo el esquema funcionara a la perfección. Si el esquema no funcionaba, había muchas posibilidades de que Chas Quilter fuera el origen del problema.

Chas, que se había adelantado unos metros, abrió una puerta.

—Los chicos de Erebus que cursan tercero preparan las clases aquí —dijo—. Cada uno tiene un escritorio y un estante. Nosotros les llamamos «pesebres».

La sala de estudios no presentaba mejores condiciones que el dormitorio y, al igual que en la entrada a la residencia Erebus, se adivinaba el peso de los años. Vagos olores flotaban en el aire: un trozo olvidado de comida descompuesta, un bote de cola abierto, ropas apresuradamente desechadas que necesitaban un lavado. El suelo de madera dura, carente de alfombra, estaba manchado de tinta y, en algunos puntos, de grasa, allí donde había caído comida introducida contraviniendo las reglas. Las paredes estaban chapadas de pino nudoso oscuro, y los huecos que no estaban cubiertos de carteles mostraban profundas estrías. Lo mismo pasaba con las zonas de estudio, los pesebres, como Chas los había llamado. Estaban dispuestas a lo largo de las cuatro paredes de la sala y era evidente que el tiempo se había ensañado con ellas.

Se parecían mucho a bancos de iglesia de respaldo alto, con asientos de madera sin acolchar de un metro veinte de largo. Estos asientos se hallaban encarados a un estante ancho, bajo el cual un solo cajón hacía las veces de escritorio. Encima había dos estantes más estrechos para colocar los libros. Como en el dormitorio, cada estudiante había intentado dotar de personalidad al pesebre. Postales, fotografías y pegatinas de vivos colores cubrían la superficie de cada uno, y cuando un ocupante anterior había dejado una huella demasiado permanente, el actual propietario se había limitado a arrancarla, dejando marcas de goma y papel, de forma que aparecía una mano desprovista de cuerpo por aquí, parte de un rostro por allí, letras de una palabra, la rueda de un vehículo. Por todas partes, inquietos dedos de trece años habían atacado una madera que tenía siglos de edad. Por todas partes, cuerpos jóvenes habían desprendido el barniz, y grandes manchas pálidas se habían abierto paso a través de la laca oscura y protectora.

El pesebre de Matthew Whateley, al igual que el compartimiento de su dormitorio, no estaba decorado como el de los demás chicos. Ni carteles de rock and roll, ni estrellas de cine, ni núbiles jovencitas en atavíos sugerentes, ni codiciados automóviles, ni fotografías que plasmaban proezas atléticas. Nada de nada, a excepción de una instantánea de dos niños acuclillados, manchados de barro, a orillas del Támesis, en la fase de marea baja, con el puente de Hammersmith al fondo. Uno de los niños era un sonriente Matthew, que hundía en el barro un palo largo y curvo. El otro era una risueña chica negra descalza, cuyo cabello le caía sobre los hombros en docenas de hermosas trenzas sujetas con abalorios. Ivonne Livesley, pensó Lynley, la amiguita de Matthew. Examinó la foto y puso de nuevo en entredicho la afirmación de Kevin Whateley, en el sentido de que Matthew no había huido de la escuela para ver a la muchacha. Era encantadora.

Entregó la foto a la sargento Havers, que la guardó en su cuaderno sin una palabra. Lynley se caló las gafas e inspeccionó los libros de texto de Matthew. Las materias académicas de costumbre, que englobaban inglés, matemáticas, geografía, historia, biología, química y, en consonancia con el espíritu del colegio, religión.

Sobre el escritorio había un deber de matemáticas sin terminar y, al lado, tres cuadernos de espiral. Lynley dio la mitad a Havers y se quedó la otra. Se sentó en el pesebre de Matthew, bastante estrecho para un hombre de su estatura, mientras Havers desaparecía en el de delante. Chas se acercó a la ventana, la abrió y miró al exterior.

Afuera, una voz gritó y otra respondió. Varios chicos rieron. Sin embargo, en la sala de estudios sólo se oía el sonido de los libros que se abrían, las páginas que se pasaban y los cuadernos que se inspeccionaban. Un trabajo tedioso, concienzudo, absolutamente necesario.

—Aquí hay algo, señor —dijo Havers. Le tendió por encima del pesebre una libreta de espiral. Contenía una especie de carta, obviamente un borrador, pues se había tachado varias palabras para sustituirlas por otras más precisas.

Lynley la leyó.

Querida Jeanne (tachado) Jean: Me gustaría darte las gracias por la cena del pasado jueves. No debes preocuparte porque llegara muy tarde, porque sé que el chico que me vio no dirá nada. ¡Sigo creyendo (tachado) pensando que podría ganar a tu padre al ajedrez si me diera más tiempo para pensar los movimientos! No entiendo cómo logra anticiparse tanto, pero la próxima vez lo haré mejor. Muchísimas gracias de nuevo.

Lynley se quitó las gafas y miró hacia la ventana donde Chas Quilter seguía manteniendo las distancias.

—Matthew escribió una carta a una chica llamada Jean —dijo—. Con la que cenó un martes, pero no hay forma de adivinar qué martes, porque la carta no lleva fecha. ¿Sabes quién puede ser esa tal Jean?

Chas frunció el ceño. Tardó bastante en contestar y, cuando lo hizo, excusó su tardanza.

—Intentaba recordar los nombres de las esposas de los profesores. Lo más probable es que sea una de ellas.

—No parece muy probable que se tuteara con una de las esposas, ¿no crees? ¿O es lo normal aquí?

Chas admitió que no y se disculpó con un encogimiento de hombros.

—También dice que volvió tarde y que un chico le vio, pero que no dirá nada. ¿Cómo lo interpretas?

—Que salió después del toque de queda.

—¿No se trata de algo que el prefecto de la residencia debería saber?

Chas parecía inquieto. Se miró las puntas de los zapatos antes de responder.

—Debería. Sí. Las camas suelen inspeccionarse todas las noches.

—¿Suelen?

—Siempre. Cada noche.

—Por lo tanto, alguien, uno de los chicos mayores o el prefecto de la residencia, tendría que haber informado sobre la ausencia de Matthew, si no se encontraba en su dormitorio después del toque de queda. ¿No es cierto?

Chas vaciló de forma muy acusada.

—Sí, alguien debería haber advertido que no estaba en Erebus.

No mencionó de quién era la culpa, pero Lynley no pasó por alto el hecho de que, tanto John Corntel como Chas Quilter ahora, parecían decididos a proteger al prefecto de la residencia Erebus, Brian Byrne.

John Corntel sabía que la policía estaba en el colegio. Todo el mundo lo sabía. Aunque no hubiera visto a Lynley entrar en la capilla aquella mañana, habría reparado en el Bentley plateado aparcado en el camino privado y, en consecuencia, sumado dos y dos. La policía no solía llegar en medios de transporte tan fastuosos, pero la mayoría de los policías tampoco llevaban una segunda vida como condes.

En el salón de descanso de los profesores, situado en el lado sur del patio, Corntel contemplaba las últimas gotas de café que caían en su taza. Intentó expulsar de su mente todas las imágenes que amenazaban con quebrar la frágil serenidad que había logrado conservar a lo largo del día. Su mente bullía de «si al menos…». Si al menos hubiera telefoneado a los Morant para asegurarse de que Matthew se encontraba entre los invitados de su hijo; si al menos hubiera pensado en acompañar al niño personalmente; si al menos hubiera hablado con Brian Byrne para asegurarse de que Brian había pasado revista a todos los chicos; si al menos hubiera visitado el dormitorio con más frecuencia, en lugar de dejarlo en manos de los chicos mayores; si al menos no hubiera estado preocupado… mortificado… con la sensación de estar atrapado, desnudo, absolutamente humillado…

Sobre la mesa, aparte de la cafetera, quedaban los restos del desayuno de los profesores, una bandeja de plata que contenía tres filas de tostadas frías, huevos gelatinosos, cinco lonjas de bacón cuya grasa desprendía un brillo iridiscente, cereales, un cuenco lleno de pomelo en almíbar y una fuente de plátanos. Corntel cerró los ojos ante semejante visión, sintió que su estómago se revolvía y suplicó a su cuerpo que colaborase. No recordaba la última vez que había comido algo sólido. Tal vez el viernes por la noche había tomado algo, pero, desde entonces, nada. Le había resultado imposible.

Levantó la cabeza para mirar por la ventana. Al otro lado de una extensión de césped vio a los alumnos que trabajaban en un aula del centro técnico, perforando, machacando y cincelando, demostración práctica de la filosofía de Bredgar Chambers, en el sentido de que debía estimularse rigurosamente el ansia creativa de todo niño. El centro, construido menos de diez años atrás, había motivado agrias controversias en el campus. Los enseñantes estaban divididos en cuanto a la conveniencia de un lugar así para Bredgar Chambers. Algunos aducían que proporcionaba a los alumnos una necesaria liberación de las energías reprimidas por un entorno puramente académico. Otros afirmaban que las actividades deportivas y sociales de las tardes permitían esa liberación, mientras que un centro técnico sólo hacía que estimular un «elemento de distorsión» a la hora de que los padres se decantasen por el colegio. Corntel sonrió con sarcasmo al pensar en esto. La mera presencia de un edificio en el que los alumnos jugaban con madera, fibra de vidrio, metal y aparatos electrónicos apenas había alterado una política no escrita de admisiones aplicada durante quinientos años y apoyada por todos los rectores. El programa del colegio defendía, en teoría, un enfoque igualitario de la educación. La realidad era muy diferente, o al menos lo había sido hasta la llegada de Matthew Whateley.

Corntel no deseaba pensar en el muchacho. Le apartó de su mente. Sin embargo, en lugar de Matthew —como si estuviera allí para agitar un dedo recriminador ante los errores de Corntel—. Apareció su padre, rector de uno de los colegios privados más prestigiosos del país, enraizado en la tradición y entregado en cuerpo y alma a la delimitación de fronteras. En él no había centros técnicos.

—¡Director de residencia! —había rugido su aprobación Patrick Corntel por teléfono, como si, en lugar de estar hablando desde una distancia inferior a ciento cincuenta kilómetros, lo hicieran desde países lejanos—. ¡Así se hace, Johnny! ¡Director de residencia y jefe del departamento de Inglés! ¡Por Cristo! El próximo paso es subdirector, muchacho. Concédete un par de años más. ¡No te pudras en el puesto!

«No te pudras en el puesto» era el credo que había definido la carrera de su padre, empujándole sin descanso de un colegio a otro durante veinte años hasta lograr lo que ansiaba, el puesto de rector, el puesto que también deseaba para su hijo.

—No cedas ni un milímetro, Johnny. Cuando esté dispuesto a jubilarme, quiero que tú me sustituyas aquí, en Summerston, pero has de prepararte, muchacho. Has de acumular un buen historial, así que empieza a mirar, empieza a husmear. El próximo paso es subdirector, ¿me has oído? Subdirector. Mantendré los oídos alerta, y si me entero de algo…

Corntel había replicado, obediente, «sí, padre, subdirector, lo que tú digas». Era más fácil que discutir, y mucho más fácil que decir la verdad. Director de Erebus era lo máximo que iba a conseguir. Jefe del departamento de Inglés era el pináculo de su carrera. La necesidad de demostrar su valía ante él mismo o los demás no le acuciaba. Otras necesidades le acuciaban. Y no eran las mismas.

—¿Saldando deudas, John?

Corntel se sobresaltó al oír una voz tan cercana y levantó la vista, descubriendo que Cowfrey Pitt, el profesor de alemán y jefe del departamento de idiomas, había entrado mientras él meditaba. El aspecto de Pitt era espantoso. Tenía el cabello cubierto de caspa, no se había afeitado bien, ni tampoco había eliminado el vello que brotaba como una mala hierba de su fosa nasal derecha. Llevaba descosida la costura de una manga y no se había limpiado las manchas de tiza que decoraban su traje gris.

—¿Cómo dices? —Corntel añadió azúcar y leche al café.

Pitt se inclinó y habló en voz baja y amistosa, como si compartieran un secreto.

—He dicho, «¿saldando viejas deudas?». El tipo ése de Scotland Yard es un antiguo compañero de colegio, ¿no?

Corntel retrocedió un paso, dedicando su atención a la bandeja de huevos, como si tuviera la intención de coger uno.

—Las noticias vuelan —contestó.

—Ayer te largaste a Londres. Pregunté por qué. Te guardaré el secreto, no te preocupes —Pitt cogió una tostada y la mordisqueó. Se apoyó en la mesa y sonrió a su colega.

—¿Me guardarás el secreto? Creo que no te entiendo.

—Vamos, vamos, John. No te hagas el inocente conmigo. El chico estaba bajo tu responsabilidad, ¿no?

—Al igual que las chicas de la residencia Galatea son responsabilidad tuya —dijo Corntel—. Pero yo diría que no tardas en absolverte de toda culpa cuando se meten en líos, ¿verdad?

—Te revuelves como gato panza arriba, por lo que veo —sonrió Pitt.

Se secó los dedos en la toga y eligió otra tostada y una lonja de bacón. Sus ojos se posaron en los huevos, como si desfalleciera de hambre. Corntel se dio cuenta y, a pesar del desagrado que sentía por el profesor de alemán, experimentó una fugaz e involuntaria compasión. Sabía que Pitt nunca entraba en la sala de los maestros cuando se servía el desayuno, cuando la comida estaba caliente. Era una cuestión de orgullo. Entrar en la sala de los maestros en busca de comida caliente significaría admitir abiertamente que la vida en los aposentos privados de la residencia Galatea era tan intolerable para Pitt que se sentía incapaz de desayunar allí. Y Pitt no quería admitirlo, como tampoco quería admitir que su esposa continuaba en la cama en este momento, dormida profundamente, tras su parranda habitual de los domingos por la noche. La compasión de Corntel se disipó en cuanto Pitt continuó hablando.

—Supongo que todo esto te está jodiendo de mala manera, John. Cuentas con mi apoyo, desde luego, pero, al fin y al cabo, ¿no pensaste en llamar a los Morant para verificar que los seis chicos invitados habían llegado sanos y salvos? Es el procedimiento habitual. Al menos, en mi caso.

—No pensé…

—¿Y por qué no fuiste a la enfermería? Un chico se siente indispuesto y ni siquiera se te ocurrió pasarte y ponerle la mano en la frente. ¿O es que —sonrió Pitt— estabas demasiado ocupado, poniendo la mano en otro sitio?

Una repentina furia hizo trizas la serenidad forzada de Corntel.

—Sabes muy bien que la enfermería no me dijo ni palabra. Pero a ti sí, ¿verdad? ¿Qué hiciste cuando encontraste la hoja de dispensa de Matthew Whateley en tu casillero? Ibas a arbitrar el partido de hockey el viernes por la tarde, ¿no? ¿Fuiste a ver qué le ocurría, Cowfrey, o pasaste de todo, aceptando la dispensa sin más ni más?

Pitt ni se inmutó.

—No me digas que necesitas echarme las culpas —sus ojos verde grisáceos, de reptil, se desviaron de Corntel para tomar rápida nota de quién había en la sala. Estaba desierta, pero, pese a ello, bajó la voz en tono confidencial—. Ambos sabemos quién era el responsable de Matthew, ¿verdad, John? Puedes decir a la policía que yo vi la hoja de dispensa y no hice nada por comprobar su autenticidad. Te doy permiso, de hecho, pero no creo que tenga nada que ver con el crimen. ¿Y tú?

—¿Te atreves a insinuar que…?

Una sonrisa iluminó el rostro de Pitt cuando miró más allá del hombro izquierdo de Corntel.

—Buenos días, señor rector.

Corntel se volvió y vio que Alan Lockwood contemplaba su intercambio de palabras desde el umbral de la puerta. Les miró de arriba abajo antes de acercarse, con un aleteo de la toga.

—Procure mejorar su apariencia, señor Pitt —dijo Lockwood, consultando un horario que sacó del bolsillo de la chaqueta—. Tiene clase dentro de media hora. Le queda tiempo suficiente para asearse. ¿No se ha dado cuenta de que parece un vagabundo? La policía ha llegado al campus. Es posible que la junta de gobierno se reúna antes de mediodía, y ya tengo bastantes problemas como para preocuparme por la falta de interés de mis profesores por su aseo personal. Haga algo. ¿Está claro?

La expresión de Pitt se endureció.

—Perfectamente —contestó.

Alan Lockwood se marchó, despidiéndose con un movimiento de cabeza.

—Pobre diablo —murmuró Pitt—. Menudo ejemplo de rector que nos da nuestro Alan. Qué magnífica demostración de poder. Qué hombre. Qué Dios. Pero rasca un poco en la superficie y verás quién ejerce el control. El pequeño Matt Whateley lo demostró.

—¿De qué estás hablando, Cowfrey? —la cólera de Corntel dio paso a la irritación, aunque comprendió demasiado tarde que había caído de nuevo en las garras de Pitt.

—¿De qué estoy hablando? —repitió Pitt, con una sonrisa artificial—. Vaya, vaya, estás fuera de juego, ¿eh, Johnny? ¿En qué has estado tan ocupado que no te has enterado de las últimas habladurías del colegio? ¿Debería saber algo de tu vida privada, o tal vez debería adivinarlo?

La cólera regresó. Corntel se marchó.