Capítulo 20

Eran cerca de las cuatro cuando el inspector detective Canerone, del DIC de Slough, invitó a Lynley a entrar en su despacho, un apretado cubículo con muebles de metal y plástico, y cuyas paredes estaban cubiertas de mapas oficiales. Una tetera eléctrica, que arrojaba vapor, descansaba sobre uno de los tres archivadores mellados, mientras sobre otro estaba dispuesta una colección infantil de estatuillas de Beatrix Potter.

—Eran de mi hijo —explicó Canerone—. No me decidí a tirarlos cuando se fue a vivir con su madre. ¿Té? —Abrió un archivador y sacó una tetera china, dos tazas, dos platillos y un azucarero—. Ella se dejó esto —continuó con desenvoltura—. Me pareció una pena abandonarlo en casa, donde nadie lo iba a utilizar. No hay leche. ¿Le importa?

—En absoluto.

Lynley observó al otro detective mientras preparaba el té. Sus movimientos eran pesados y se paraba con frecuencia, como pensando si un posible gesto sería un despropósito que le haría quedar mal.

—¿Trabaja solo en el caso? —preguntó Canerone—. No es muy típico de la policía metropolitana, ¿verdad?

—Me ayuda una sargento. Todavía sigue en el colegio.

Canerone depositó con todo cuidado sobre una bandeja la tetera, el azúcar, las tazas y los platillos, trasladándola a su escritorio.

—Usted piensa que asesinaron al chico en el colegio. —Más que una pregunta, era una conclusión.

—Lo pensé al principio —contestó Lynley—. Pero ya no estoy seguro. El monóxido de carbono me hace dudar.

Canerone abrió el cajón superior de su escritorio y sacó un paquete de galletas digestivas. Colocó dos en cada platillo y llenó las tazas de té. Tendió una a Lynley, mordió una galleta y abrió una carpeta que tenía frente a él.

—Vamos a ver qué hay aquí. —Sopló sobre la superficie de su té y sorbió ruidosamente.

—El monóxido de carbono se asocia, por lo general, con los coches —dijo Lynley—. Pero una persona puede quedar expuesta a él, y morir, de otras maneras.

—Eso es cierto —corroboró Canerone—. Al desprenderse del gas de hulla, de un horno estropeado o de una tubería obturada.

—En una habitación. En un edificio.

—Desde luego. —Canerone utilizó una galleta para señalar el informe—. Sin embargo, el nivel de concentración hallado en la hemoglobina era alto. Por lo tanto, el chico recibió una buena dosis, y en un espacio muy estrecho.

—La habitación en la que estoy pensando es muy pequeña. Encaja entre el alero del techo y un cuarto para secar la ropa. Recorrida por montones de cañerías.

—¿Cañerías de gas?

—No estoy seguro. Tal vez.

—Entonces, esa habitación entra dentro de las posibilidades, aunque yo diría… No. Basándonos en esa concentración en la sangre, no creo que diera resultado, a menos que sólo tuviera capacidad para enanos. Si el muchacho fue el único que murió, tampoco. Compruébelo con nuestro equipo forense, pero pienso que le dirán lo mismo.

Lynley supo que debía modificar su línea de pensamiento, y lo hizo a regañadientes.

—¿Pudo morir el chico mientras le transportaban en un vehículo?

A Canerone pareció interesarle la idea.

—Es más sensato que lo de la habitación, desde luego. Atado y amordazado en un vehículo, quizá en el maletero, sin que el conductor se diera cuenta de que los gases estaban matando al chico. Es una buena posibilidad.

—Y cuando el conductor llegó a su destino y descubrió lo que le había ocurrido al muchacho, tiró el cadáver en Stoke Poges y se largó.

Al oír esto, Canerone negó con la cabeza. Se introdujo el resto de la galleta en la boca.

—Eso es improbable. La lividez ya había comenzado. El cuerpo fue trasladado desde el lugar de su muerte al cementerio algún tiempo después de morir. Nuestros hombres calculan, como máximo, veinticuatro horas.

—Por lo tanto, Matthew pasó todo un día, ya cadáver, en ese vehículo antes de que movieran su cuerpo.

—Muy arriesgado —razonó Canerone—. A menos que nuestro asesino estuviera muy seguro de que nadie iba a merodear por las cercanías de su coche. Sea cual sea la verdad, lo cierto es que el chico no murió durante el trayecto de una hora entre el colegio y el cementerio. —Dio unos golpecitos sobre el informe con semblante pensativo—. Tal vez nuestro asesino tenía la intención de llevarle a otro sitio. Tal vez llegó a su destino, encontró al muchacho muerto, se asustó, abandonó el coche y tardó veinticuatro horas en imaginar una manera de deshacerse del cuerpo.

—¿Trasladándole desde su coche a otro vehículo? ¿Tal vez un minibús?

—No está mal —aprobó Canerone—. Pero un poco difícil, porque nadie querría arriesgarse a transportar un cadáver en un minibús. —Volvió una página del informe y tendió un documento a Lynley—. ¿Recuerda las fibras enredadas en el cabello del chico? Lana y rayón. ¿Qué le sugieren?

—Cualquier cosa. Una prenda de vestir, la alfombra de un coche…

—De color naranja. —Canerone atacó su segunda galleta.

—La manta —dijo Lynley.

Canerone levantó la cabeza con expresión intrigada. Lynley le habló de la habitación para secar la ropa, de la cámara oculta encima, del contenido de ella.

—El DIC de Horsham se ha llevado la manta para analizarla.

—Envíennos un fragmento. Comprobaremos si las fibras son las mismas.

Lynley no dudó de que serían idénticas. Las fibras relacionarían a Matthew Whateley con la manta. La manta ubicaría a Matthew Whateley en la habitación. Si Havers tenía suerte con Daphne, Clive Pritchard también quedaría relacionado con la habitación. El círculo del crimen estaba empezando a cerrarse, desmintiendo la historia que había contado Clive sobre cómo había pasado el sábado por la noche.

—… los análisis de los restos hallados bajo las uñas, en los hombros y en las nalgas del muchacho.

Canerone interrumpió los pensamientos de Lynley.

—¿Perdón?

—Hemos completado los análisis. Es hidróxido de potasio, pero recibe otros dos nombres que le sonarán más familiares: potasa cáustica, lejía.

—¿Lejía?

—Extraño, ¿no?

—¿Dónde pudo recibir Matthew Whateley emanaciones de lejía?

—Si estaba prisionero, atado y amordazado, en cualquier sitio —señaló Canerone—. En el mismo lugar donde le retenían.

Lynley comparó esta posibilidad con lo que ya sabía acerca de Bredgar Chambers. Mientras tanto, Canerone continuó hablando con su estilo afable.

—Todos los escolares saben lo más básico sobre la lejía, que se utiliza en jabones y detergentes. Yo diría que usted debería buscar en un trastero, un cobertizo, en alguna dependencia. —Canerone se sirvió la segunda taza de té—. También cabe la posibilidad de que la lejía le envenenara en el maletero del coche en que murió. En ese caso, busque un vehículo de alguna empresa de servicios, la que se encarga de transportar cosas al colegio, o de la limpieza.

Canerone prosiguió, y aunque Lynley le fue contestando de la forma apropiada, sus pensamientos vagaban en otra dirección. Sopesó la información que obraba en su poder y admitió para sí que tal vez estaba forzando los datos para que encajaran en un caso que había modelado en su mente, en lugar de recoger los datos y construir el caso a partir de ellos. El riesgo de todo trabajo policial consistía siempre en no mantener una distancia objetiva hasta reunir toda la información. Ya había recorrido esa peligrosa ruta, y reconocía su propensión a extraer conclusiones precipitadas. Además, admitía su tendencia a permitir que las lealtades del pasado contaminaran su interpretación del presente. Alzó barreras contra esa proclividad y se obligó a valorar la fuerza relativa de todas las pruebas que había hallado hasta el momento.

El peligro inherente a una investigación de asesinato son las prisas. Cuanto antes reuniera la policía los detalles pertinentes, antes se produciría una detención. El riesgo consiguiente consistía en perder de vista la realidad. La necesidad de encontrar un culpable solía dar como resultado el olvido inconsciente de un dato que podía conducir en otra dirección. Lynley lo sabía. Se dio cuenta de que estaba ocurriendo en su actual investigación.

El envenenamiento por monóxido de carbono había cambiado su visión del caso. Ya no consideraba la cámara situada sobre la habitación de secar la ropa el lugar probable donde había muerto Matthew Whateley. Si la nueva realidad era que Matthew Whateley había muerto en otro sitio, la nueva realidad complementaria era que, por más que le supiera mal a Lynley, Clive Pritchard no sólo no estaba implicado, sino que decía la verdad. Aquella verdad, inexorablemente, conducía de nuevo a las fotografías. Y las fotografías conducían de nuevo a John Corntel.

Tenía que haber una forma de verificar que en aquella habitación de Calchus no se había producido el envenenamiento que costó la vida al muchacho. Debía realizarse tal verificación antes de seguir adelante. Lynley sabía, sin lugar a dudas, cuál era el único hombre que podía encargarse de esa tarea: Simon Allcourt-St. James.

—El martes pasado —dijo el coronel Bonnamy. Farfulló las palabras. Siempre sucedía al declinar el día, cuando sus fuerzas se debilitaban—. El martes pasado, Jean.

Jean Bonnamy sirvió a su padre menos de media taza de té. A causa de los temblores que traía consigo el cansancio, sólo podía beber media taza sin desparramar el contenido, y se negaba a que su hija le acercara una taza llena a los labios. Comía y bebía muy poco, para ahorrarse la humillación de ser alimentado como un niño pequeño. A su hija no le importaba. Sabía cuánto significaba para él la dignidad, y bien poco quedaba de ella después de que le ayudara a vestirse, bañarse o ir al lavabo.

—Lo sé, papá —contestó Jean, pero no quería hablar de Matthew Whateley. Si hablaban del chico, se pondría a llorar. Su padre, a su vez, se desmoronaría, lo cual, a causa de su estado, era muy peligroso. Tenía la presión alta desde hacía dos días. Jean estaba decidida a que nada la hiciera subir.

—Ayer habría estado con nosotros, muchacha.

Su padre levantó la taza hacia los labios. La porcelana entrechocó con sus dientes por culpa del temblor de su brazo.

—¿Te apetece que juegue contigo al ajedrez, papá?

—¿En lugar de Matthew? No, ni hablar.

El coronel posó la taza sobre el platillo. Cogió una rebanada de pan con mantequilla del plato que había sobre la mesa entre los dos. Se estremeció.

Al observarle, Jean reparó en que hacía mucho frío en la sala de estar. La oscuridad, intensificada por la lluvia continua y los bancos de tenebrosas nubes grises que llegaban desde el oeste, aumentaba a cada momento, y la negrura del anochecer sólo era comparable al frío que se había introducido en la casa como un intruso.

La estufa eléctrica estaba encendida, y el viejo perdiguero se calentaba junto a ella con gran satisfacción, pero el calor no llegaba hasta sus sillas. Jean habló al ver que su padre se estremecía de nuevo.

—Creo que necesitamos un fuego, papá. ¿Qué opinas? ¿Quito tu viejo dragón y preparo una buena fogata?

El coronel Bonnamy torció la cabeza hacia la chimenea, donde su dragón chino estaba apoyado contra dos atizadores. Afuera, una ráfaga de viento azotó uno de los castaños, y sus ramas golpearon las ventanas de la sala de estar. El perdiguero irguió la cabeza y emitió un aullido gutural.

—No es más que una tormenta, Shorney —dijo Jean al animal. Éste aulló por segunda vez. Algo se estrelló contra la casa. El perro ladró.

—Nunca le ha gustado el mal tiempo —dijo el coronel Bonnamy.

El perro volvió a ladrar. Miró a Jean y después a la ventana, que las ramas del árbol golpeaban. La lluvia arreció. Algo arañó la pared. El perro, abrumado por el peso de la edad, se incorporó, plantó las patas sobre su manta y empezó a gemir.

—Shorney —le amonestó Bonnamy. El animal aulló y su corto pelaje se erizó.

—¡Maldita sea! ¡Basta! —gritó el coronel Bonnamy. Arrugó un trozo de periódico con la mano buena y lo tiró contra el perro para distraerle, pero el lanzamiento se quedó corto. El perro continuó ladrando.

Jean se acercó a la ventana y miró al exterior, pero sólo vio la lluvia que caía sobre el antepecho y el reflejo de las luces de la sala de estar. Otra ráfaga de viento arremetió contra la casa. Se oyó un estruendo, como si el tejado se estuviera desplomando. El perro gruñó, enseñó los dientes y avanzó dos pasos hacia la ventana. En ese momento, algo golpeó la casa y cayó al suelo con gran estrépito.

—Habrá sido el rastrillo, papá —dijo Jean Bonnamy, después del consiguiente ladrido del perro—. Lo dejé fuera con las tijeras de podar, cuando ese inspector vino ayer… Será mejor que vaya a buscarlas antes de que se estropeen, y también un poco de leña para el fuego. Shorney ¡Quieto!

—No necesitamos fuego, Jeannie —protestó su padre, mientras ella se acercaba al perchero y se ponía un impermeable manchado de grasa. Sin embargo, un estremecimiento recorrió su cuerpo al tiempo que hablaba.

El viento aulló en la chimenea. El perdiguero ladró.

—Claro que sí —contestó Jean—. No tardaré ni un momento. ¡Shorney!

El perro avanzó en su dirección, pero lo último que deseaba la mujer era que el viejo perdiguero se expusiera a la tormenta. Salió de la sala y cerró la puerta a su espalda. Las luces de la cocina no estaban encendidas; tuvo que atravesarla con cautela hasta abrir la puerta trasera.

Una ráfaga de viento frío la abofeteó. La lluvia la caló de pies a cabeza. Se encogió en el impermeable y siguió adelante.

Había dejado el rastrillo y las tijeras en la parte posterior de la casa, apoyados contra la pared. Pensó que la tormenta los habría tirado al suelo, provocando el ruido que habían oído. Corrió pegada a la pared, dobló la esquina y empezó a buscarlos en la oscuridad. El perro continuaba ladrando dentro de la casa, pero el creciente rugido del viento ahogaba el sonido.

—Bien, ¿dónde demonios…? —Encontró las tijeras con bastante facilidad, caídas junto a una mata de lavanda, pero no así el rastrillo. Tanteó el suelo y el viento le arrojó el pelo sobre la cara, cegándola—. ¡Maldita sea! ¡Cállate, Shorney! —gritó.

Se puso en pie, apretó las tijeras bajo el brazo y se dirigió por el camino particular al cobertizo donde guardaba las herramientas, al otro lado del jardín. Abrió la puerta, entró y se tomó unos momentos de respiro, a salvo de la furia persistente del viento y la lluvia. Colgó las tijeras de su gancho. La puerta del cobertizo se cerró de golpe.

Lanzó un grito, sobresaltada, y después rió.

—Sólo es una tormenta —dijo.

Pensó en esperar a que la lluvia cediera antes de coger leña del refugio contiguo al cobertizo, pero la imagen de su padre temblando de frío la movió a actuar.

Al fin y al cabo, podía entrar en calor con un baño y una copa de coñac. Se ajustó el cinturón del impermeable, se subió el cuello y reunió fuerzas para afrontar de nuevo la lluvia. Avanzó un paso hacia la puerta con la mano extendida. Se abrió por sí sola.

Jean saltó hacia atrás y jadeó. Una figura apareció en el umbral, recortada contra el cielo. Jean empezó a hablar.

—¿Qué hace…?

Vio un brazo que se levantaba. Sostenía el rastrillo. Los puntiagudos dientes de metal se hundieron en su cuello con furia. Cayó. Rodó sobre el suelo. Intentó protegerse la cabeza. El rastrillo la buscó, y la encontró una y otra vez. Sintió que su carne se desgarraba. Probó el sabor de su sangre.

Muy lejos, débilmente, el perro ladró de pánico.

Lynley observó a St. James mientras éste subía con ciertas dificultades por la vieja escalerilla. El proceso era lento y torpe, pero el semblante de St. James permaneció impasible mientras ascendía. Lynley, que se encontraba en el pasadizo de arriba, sabía que no debía extender la mano y ofrecerle ayuda. De todos modos, contuvo el aliento hasta que su amigo se puso en pie junto a él en el breve pasillo.

Lynley tendió a St. James una linterna.

—Por aquí —dijo, dirigiendo un cono de luz hacia la puerta situada al final del pasadizo.

Pasaban de las seis. El edificio estaba silencioso. Estudiantes y profesores se hallaban cenando en el comedor. Sólo Clive Pritchard continuaba en la residencia Calchus, encerrado en su cuarto con un profesor de guardia en la puerta.

—¿Qué sistema de calefacción tienen? —preguntó St. James, siguiendo a Lynley hasta la pequeña habitación.

—Radiadores.

—Eso no nos va a servir de mucho, ¿eh?

—También hay una chimenea.

St. James movió la linterna en esa dirección. Los analistas de la policía se habían llevado las cenizas y los desperdicios.

—Estás pensando en gas de hulla, ¿no?

—Estoy pensando en lo que sea, llegados a este punto.

St. James cabeceó y examinó la chimenea. Se agachó e inspeccionó el cañón.

—Sin embargo, la pregunta es de dónde sacaría un estudiante el carbón que se quemó aquí.

—De cualquier residencia. Todas tienen chimenea.

St. James le dirigió una mirada de curiosidad.

—Tú quieres que éste sea el lugar, ¿no es verdad, Tommy?

—Por eso te he pedido que llevaras a cabo la determinación, en lugar de hacerlo yo. Me gusta pensar que he aprendido a ser un poco más prudente cuando descubro que estoy perdiendo la objetividad.

—¿John Corntel?

—No lo creo, St. James, pero necesito estar seguro.

St. James no contestó. Examinó la chimenea unos minutos más, se puso en pie y se frotó las manos para liberarlas de polvo.

—El cañón está limpio —dijo—. La chimenea no fue la causante. —Caminó hacia la pared y siguió las cañerías hasta la base, recorriéndolas con la linterna—. Cañerías de agua. Ninguna es de gas. —La lluvia golpeó la ventana. St. James se acercó y examinó el estrecho antepecho de piedra. Guió la luz por las vigas del techo. Iluminó las esquinas. Inspeccionó el suelo desgastado. Por fin, sacudió la cabeza—. No se me ocurre de qué forma pudo morir aquí Matthew Whateley, Tommy. Es posible que estuviera cierto tiempo encerrado, cosa que te dirá el DIC de Horsham, pero no murió en este lugar. ¿Qué más datos te proporcionó Canerone?

—Lejía.

—¿Como en Macbeth?

Lynley sonrió.

—Como en el jabón.

—Ah, lejía[6].

—Sedimentos. Eso es todo. No sería extraño que procediera de esta habitación, considerando el aspecto que ofrecía antes de que los analistas la limpiaran.

St. James frunció el entrecejo mientras Lynley hablaba.

—No creo que la guardaran aquí, Tommy —dijo.

—¿Por qué no?

—Es demasiado cáustica. El que la manejara tendría que haber procedido con infinitas precauciones. Ataca el vidrio y la arcilla, y también el hierro. Disuelve los tejidos cutáneos. Es la clase de componente químico, potasio combinado con agua, que se puede encontrar…

Lynley levantó una mano para callar a St. James. La imagen estaba plantada firmemente en su cerebro. Lo había visto, la había visto a ella, observando sus diestros movimientos. Sólo unas horas antes. El súbito horror de imaginar un crimen de tal enormidad enmudeció por un momento las palabras de Lynley.

—¿Qué pasa? —preguntó St. James.

Formuló su pregunta. La culpabilidad y la inocencia dependían de la respuesta de su amigo.

—St. James, ¿puede producirse el monóxido de carbono?

—¿Producido? ¿Qué me estás preguntando? Hemos venido aquí a buscar los medios de producción.

—No quiero decir como subproducto. No quiero decir por accidente. Quiero decir producido deliberadamente. ¿Hay productos químicos que al mezclarse forman monóxido de carbono?

—Desde luego. Ácido fórmico y ácido sulfúrico.

—¿Cómo se logra?

—Añadiendo fórmico al sulfúrico. Eso deshidrata al fórmico… le quita el agua. El resultado es monóxido de carbono.

—¿Lo puede hacer cualquiera?

—Cualquiera que cuente con los productos y el equipo necesarios. Se tiene que hacer con una probeta, para controlar el flujo de ácido fórmico que se introduce en el sulfúrico. Pero cualquiera…

—Dios mío.

—¿Qué pasa?

—Hidróxido de potasio. No pensaba en él como componente químico, sino como lejía, St. James. Monóxido de carbono. Matthew murió en el laboratorio de química.

—La campana de gases —dijo Lynley.

Abrió la puerta del laboratorio con las llaves que le había proporcionado Frank Orten. Tanteó en busca de las luces. La habitación adquirió un brillo preternatural. Las mesas del laboratorio surgieron de la oscuridad. Aparadores encristalados y resplandecientes saltaron hacia adelante. La campana de gases estaba cerrada. El vidrio que cubría su parte delantera y los lados seguía manchado y turbio, tal como Lynley lo había visto la primera vez.

St. James se acercó a examinarlo, subiendo el marco que hacía las veces de panel frontal.

—Parece una campana de dos metros —dijo, estudiándolo todo, desde los azulejos blancos de la base hasta la válvula del lado—. Dos metros de alto. Un metro de ancho. —Se aproximó más a los rastros de sedimentos que manchaban el cristal—. Yo diría… —Sacó una navaja del bolsillo y raspó el cristal. Un residuo de polvillo blanco cayó en su mano. Lo limpió—. Yo diría que éste es tu hidróxido de potasio, Tommy. Si alguien deseara producirlo en el laboratorio, a fin de dar una demostración técnica de lo que ocurre al mezclar un metal alcalino con agua, debería hacerlo en una campana de gases como ésta. No tanto por los humos, como por la reacción.

—¿Cuál es?

—Primero burbujea. Después estalla, lanzando polvo blanco. En este caso, contra el cristal de la campana.

—Por lo tanto, cuando introdujeron a Matthew Whateley en su interior, los sedimentos del cristal se le quedaron adheridos.

—Pienso que así debió de suceder.

—¿Y el monóxido de carbono?

St. James dirigió su atención al resto del laboratorio.

—Todo está aquí. Vasos de precipitación, probetas. Los productos químicos se guardan en aquel armario. Cada botella lleva su etiqueta. ¿Está cerrado el armario?

Lynley fue a comprobarlo.

—No.

—¿Ácido fórmico? ¿Sulfúrico?

Lynley buscó entre las botellas. Había docenas. Encontró lo que buscaba en el estante superior del segundo armario que abrió.

—Aquí están, St. James. Fórmico y sulfúrico. También otros ácidos.

St. James asintió con la cabeza. Señaló la hilera de probetas anchas que estaban alineadas sobre los armarios.

—Tenemos que llenar un volumen de dos metros cúbicos con gas —dijo—. Tanto el desagüe como la válvula de la campana de gases quedarían bloqueados. Se introduce al muchacho en su interior, atado y amordazado. En una esquina de la campana se disponen un vaso de precipitación amplio y la probeta más grande; una de quinientos centímetros cúbicos sería apropiada. El ácido fórmico se introduce gota a gota en el sulfúrico. El monóxido de carbono empieza a formarse. El chico muere.

—¿No intentaría tirar la probeta o el vaso?

—Es posible, pero hay poco espacio. Se le encerró en la campana de gases con escasa libertad de movimientos. Aunque se moviera, supongo que nuestro asesino le explicó las propiedades corrosivas de los ácidos utilizados. Por lo tanto, aunque Matthew quisiera tirar el vaso, en el caso de que tuviera espacio, lo cual me parece improbable, ¿crees que lo haría, arriesgándose a derramar el ácido sobre su piel? —St. James cerró la campana de gases—. Imagino que la pregunta es: ¿tienes un sospechoso familiarizado con los productos químicos?

Era la pregunta obvia. Lynley no se sentía muy inclinado a responderla. La inquietud le afligió de nuevo. No quería descubrir la culpabilidad de John Corntel, pero aún menos deseaba descubrirla en el laboratorio.

La puerta se abrió y la sargento Havers entró. Llevaba un paraguas que no parecía haberla protegido mucho de la lluvia, porque su chaqueta exhibía grandes manchas húmedas sobre los hombros y la espalda, los pantalones estaban salpicados de agua y el cabello mojado se amoldaba a su cráneo como una gorra.

—Simon —saludó a St. James con un cabeceo antes de hablar a Lynley—. Estaba con los analistas de la policía de Horsham cuando les ordenaron que volvieran a Cissbury, así que me fui con ellos. Me pareció lo mejor en aquel momento.

—¿Qué ha ocurrido?

Havers les relató brevemente el ataque sufrido por Jean Bonnamy, la sangre, el rastrillo y los estragos de su rostro, la fractura de cráneo, los desgarrones del cuello, el dedo que había perdido, seccionado por el rastrillo, el pánico de su padre que le produjo otra apoplejía de inmediato.

—Como ella tardaba en volver de coger leña para el fuego, el hombre marcó el número de emergencias. Fue lo único que se le ocurrió. Jean está en el hospital de Horsham. Seguía inconsciente cuando me marché.

—¿Qué dicen los médicos?

Havers movió la mano de un lado a otro.

—Pende de un hilo, inspector. Tanto puede salvarse como no.

—Dios mío.

—Eso no es todo —dijo Havers.

Lynley la miró con fijeza y mordió el anzuelo.

—¿Qué más?

—Vi su coche ahí fuera y entré en el patio a buscarle. Entré en el comedor. Todo el mundo hablaba de lo mismo. Chas Quilter ha desaparecido. Nadie le ha visto desde la una.

—Por lo visto, desapareció después de comer —dijo Havers, mientras alzaban los paraguas para protegerse de la lluvia. Se dirigían hacia la residencia Ion, adaptando su paso a la marcha más lenta de St. James—. Desde entonces no le ha visto nadie, al menos.

—¿Quién le vio o habló con él por última vez?

—Brian Byrne, evidentemente. Justo después de la clase de química de la tarde. Chas le pidió que le comunicara a Emilia Bond que iba a la enfermería a buscar una aspirina. Después de la clase, Brian fue a la enfermería para saber cómo se encontraba Chas, pero no estaba allí.

—¿Brian no dio la alarma, después de lo que le pasó a Matthew Whateley?

—Al parecer empleó las horas siguientes en buscar a Chas. Afirma que Chas estaba preocupado por problemas personales… Brian no sabe cuáles son o no lo quiere decir, y yo tengo mi propia opinión al respecto. En cualquier caso, se lanzó a la búsqueda sin contar con nadie más. No dijo a nadie que Chas había desaparecido hasta que todo el mundo se dio cuenta durante la cena. Yo supongo que le estaba protegiendo, a la espera de que apareciese.

—¿Dónde vio a Chas por última vez? —preguntó St. James.

—Al salir del comedor. Brian ya se iba y Chas le estaba esperando en la escalera. Dijo que se sentía enfermo, y Brian afirma que tenía un aspecto fatal. De todos modos, también podría ser una pantalla para protegerle si ha huido y se ha metido en problemas. O de protegerse a sí mismo, a fin de cuentas. Si sospechaba que Chas se proponía huir, tendría que haberlo comunicado a un profesor.

—¿Cuál ha sido la reacción de Lockwood? —preguntó Lynley.

Una violenta ráfaga de viento les azotó. La sargento Havers agarró el paraguas con fuerza.

—No supo que Chas había desaparecido hasta la hora de cenar, como todo el mundo.

—Y la junta de gobierno se reúne esta noche, un estudiante ha sido asesinado y un segundo ha desaparecido. Debe de ser un déjà vu de la peor especie para Lockwood.

—Estaba ensayando el papel de Salomé cuando le vi hace un momento. Quiere su cabeza en bandeja de plata, inspector. Ya sabe. De todos modos, no es un déjà vu. —Tuvo que alzar la voz para hacerse oír sobre la lluvia y el viento—. Las circunstancias son idénticas. Se utiliza la enfermería como excusa y luego se produce una desaparición, pero no me parece que esta circunstancia reproduzca la desaparición de Matthew Whateley. He hablado con Daphne.

Entraron en Ion por la puerta este, que les condujo a la sala de descanso. Agitaron sus paraguas, se quitaron los abrigos y los dejaron sobre el respaldo de varias butacas andrajosas. St. James encendió una lámpara. Lynley cerró la puerta que daba al pasillo. Havers se escurrió el agua del pelo y pataleó para calentar sus pies.

—Por lo visto, Daphne se topó de nuevo con Clive Pritchard anoche. Iba desde la biblioteca a Galatea cuando Clive salió de detrás de un árbol y le pegó un susto de muerte. Le dio un achuchón. Se apretó contra ella para que le notara bien el paquete. Lo mismo que le vimos hacer antes de la clase de alemán. Estaba muy dispuesta a hablar de él. —Havers sacudió la cabeza.

—Ella conocía la existencia de la cámara que hay encima de la habitación de secar la ropa, desde luego. No sabía en qué edificio se encuentra, pero sabía que la cámara existía. No es ningún secreto para los alumnos. Corre un cierto número de leyendas relacionadas con los viejos desvanes. Fantasmas, espíritus, monstruos y cosas que vagan por las noches. La mierda de siempre.

—Sin duda fomentada por la administración para evitar que los alumnos los buscaran —comentó St. James.

—Sin duda —replicó Havers—, sólo que en este caso no funcionó. A juzgar por lo que Daphne me contó, sólo hay un chico que ha utilizado la cámara de Calchus de forma regular durante los dos últimos años. El único problema es que no se trata de Clive Pritchard, aunque estoy segura de que Daphne habría preferido echarle el muerto encima a él.

—Si no es Clive, ¿quién es?

—Chas Quilter.

—Chas…

—El mismo. Admito que estaba preparada para oír que Clive era nuestro hombre, pero creo que también estaba preparada para saber que era Chas. Daphne aludió ayer a su hipocresía. Es lo único que dijo en aquel momento, pero ahora que Chas ha desaparecido, ha hablado hasta por los codos. Parece que se lo montaba con una pájara dos o tres veces a la semana, sobre todo durante el último trimestre del curso pasado. La chica ya no está en el colegio, y Daphne no supo decirme si Chas había encontrado una sustituta. En mi opinión, hay cantidad de damitas que se presentarían muy gustosas como voluntarias.

—¿Incluyendo a Daphne?

—¿Una mujer desdeñada? —Preguntó Havers—. No lo creo. Es una inadaptada, inspector. Sabe que Chas Quilter, o cualquier otro tío, no la mirará más de una vez. Combine esos dos hechos y ya tenemos a una chica, de ésas en las que nadie se fija, que ve y oye más de lo que piensan los demás. Ya sabe a qué me refiero.

—¿El tipo de persona delante de la cual la gente habla porque proyecta una apariencia de sumo desinterés? —preguntó St. James.

—Como un mueble. Sí, creo que sí. Daphne oye cosas. Ve cosas. Se las guarda.

—Nadie se ve libre de habladurías en un colegio como éste —dijo St. James a Lynley.

—Sobre todo si las habladurías se refieren al sexo —añadió Havers—. Los adolescentes tienen otros intereses, por supuesto, pero nada resulta más atractivo que el quién se está tirando a quién. Si Chas Quilter utilizaba esa cámara para tirarse a jovencitas durante el último trimestre, lo más lógico es imaginar que continúa haciéndolo. Y probablemente con mayor éxito, porque esta vez es el prefecto superior. Lo cual explica por qué los alumnos mayores no le tienen demasiada simpatía. Si no para de quebrantar las normas, no puede exigir a los demás que las cumplan.

—Seguimos sin poder relacionar a Clive Pritchard con esa habitación, en definitiva —observó Lynley.

—Muy cierto —contestó Havers—, pero tenemos algo mejor, ¿no? Otro móvil del asesinato. Conducta licenciosa, como la denominó Cowfrey Pitt. Si el rumor se propagaba, Chas sería expulsado. Ipso facto. ¿A qué universidad dijo Brian Byrne que Chas confiaba ir?

—Cambridge.

—La expulsión de Bredgar Chambers pondría punto final a su sueño.

—¿Me está diciendo que Matthew Whateley sabía que Chas Quilter utilizaba la habitación?

—Todo el mundo hablaba de ello, señor. Tal vez Matthew dijo algo durante una conversación que llegó a oídos de Chas. Éste ya sabía que Matthew creía en el respeto a las normas del colegio; como prueba, tenía la cinta que delataba a Clive Pritchard. Por lo tanto, sólo era cuestión de tiempo que Matthew levantara la liebre sobre el propio Chas, aunque antes tenía que contar la historia a alguien conocido, alguien de su confianza, como había hecho con Chas en el caso de Clive Pritchard. Por tanto, no bastaría eliminar a Matthew. Era preciso eliminar también a otra persona, por si se acordaba de lo que Matthew había revelado acerca de Chas.

—¿Jean Bonnamy?

—Sí. Ésa es mi teoría.

—¿Y por qué no a su padre? ¿No se lo habría dicho Matthew también a él?

—Es posible, pero es viejo y está enfermo. Chas debió de pensar que el sobresalto del ataque a Jean borraría todo de su mente. Además, había un perro en la casa. ¿Quién se arriesgaría a atacar al viejo, sabiendo que un perro le protegía?

—Un perro viejo, Havers.

—¿Cómo iba a saberlo Chas? Atacó a Jean en el exterior. El perro estaba en la casa. Le oyó ladrar, sin duda, pero no lo vio.

—Pero sabemos que Matthew no le dijo nada a Jean. Ella nos lo habría contado.

—Nosotros lo sabemos, señor, pero Chas no. Sólo sabe que Matthew conocía lo bastante a Jean como para escribirle cartas. Nosotros le proporcionamos esa información.

—Parece bastante segura de que Chas es nuestro asesino.

—Todo encaja, inspector —dijo la sargento, impaciente—. Tenía un móvil. Pudo hacerlo. Contó con la oportunidad.

—¿Tiene conocimientos de química? —preguntó St. James.

Havers cabeceó con brusquedad y continuó, empleando las manos para subrayar sus palabras.

—Y eso no es todo. Daphne le vio en el club social el viernes por la noche. Brian Byrne nos dijo que salió de la fiesta para contestar a unas llamadas telefónicas, pero resulta que no nos lo dijo todo. No nos dijo que Chas estaba en el pasillo, llorando. No nos dijo que Chas se fue de la fiesta a las diez y no volvió. Brian le está protegiendo, inspector, como ha hecho esta tarde, ocultando que Chas se había ido. Lo ha hecho desde el primer momento. Todo el mundo lo ha hecho. Sabe tan bien como yo que forma parte de su maravilloso código.

Lynley reflexionó unos momentos. Aunque la puerta estaba cerrada, se oían voces procedentes del pasillo. La cena había terminado. Los deberes nocturnos empezarían dentro de pocos minutos.

—¿A qué hora atacaron a Jean Bonnamy?

—Un poco antes de las cinco, según ha dicho el coronel. Tal vez a menos cuarto.

—¿Y Chas fue visto por última vez a la una?

Havers asintió con la cabeza.

—Por lo tanto, tuvo casi cuatro horas para preparar su plan, llegar a Cissbury, apostarse a la espera de Jean Bonnamy, atacarla y largarse.

Lynley se apartó de la silla contra la que se había apoyado mientras hablaban.

—Echemos un vistazo a su habitación —dijo—. Tal vez nos revele adónde ha ido.

Los chicos habían entrado en el vestíbulo. Se quitaban los abrigos mojados y sacudían los paraguas a medida que iban traspasando la puerta. Formaban grupos separados por la edad; los más jóvenes se concentraban junto a la puerta, y los mayores al lado de la escalera. Hablaban a gritos, sobre todo los de tercero, que jugaban a empujarse, pero el prefecto de su residencia les llamó la atención cuando Lynley, Havers y St. James se aproximaron.

—¡Diez minutos hasta que empiecen los deberes! —gritó—. Ya saben lo que tienen que hacer.

Los muchachos se dispersaron. Algunos subieron la escalera, otros entraron en la sala de descanso y los demás se dirigieron al teléfono, al otro lado del vestíbulo. Media docena de chicos mayores contempló con preocupación a los londinenses cuando pasaron.

Los alumnos de la segunda planta estaban entrando en sus dormitorios para coger los libros y cuadernos que necesitaban para los deberes nocturnos. Dos muchachos hablaban entre susurros junto a la habitación de Chas Quilter, pero se separaron enseguida cuando uno levantó la cabeza y vio a los tres intrusos. Desaparecieron en dos habitaciones diferentes, situadas en el extremo del pasillo.

Lynley y Havers encontraron la habitación de Chas Quilter tal como la habían visto cuando hablaron con él. El texto de medicina, el cuaderno y el ejemplar de El paraíso perdido continuaban sobre el escritorio. Dentro de la pletina aún estaba la cinta con música de sintetizador Moog. La cama seguía intacta, así como la alfombra del suelo. Sólo había cambiado la foto que descansaba sobre el antepecho de la ventana; se hallaba boca abajo, como si el muchacho ya no hubiera soportado su visión.

Havers registró el armario de conglomerado.

—Sus ropas siguen aquí —dijo—, pero falta su uniforme escolar.

—Por lo tanto, su intención no es ausentarse definitivamente —indicó Lynley—. Eso reproduce la desaparición de Matthew Whateley, Havers.

—¿Piensa que quien mató a Whateley también atacó a Jean Bonnamy y ahora ha secuestrado a Chas? —Havers no parecía convencida—. No lo creo, señor. Chas es un chico grande, un atleta. Raptarle no sería tan fácil como en el caso de Matthew Whateley. Apoderarse del pequeño Whateley debió de ser como sacar a un bebé de su cuna, comparado con las dificultades que opondría Chas Quilter.

Lynley se acercó al escritorio de Chas. Tocó los libros con aire pensativo. Había algo en las palabras de Havers, una posible relación entre lo que habían averiguado sobre el prefecto superior en los últimos minutos y lo poco que él les había revelado. Pasó las páginas del texto médico abierto.

—St. James —preguntó a su amigo—. ¿Sabes algo sobre el síndrome de Apert?

—No. ¿Por qué?

—Se me ocurrió…

Lynley examinó la página, leyendo por primera vez lo que Chas Quilter estaba leyendo cuando entraron en su cuarto por la mañana. Las palabras eran complicadas Lynley trató de asimilarlas, mientras cerca de él St. James cogía la fotografía dejada sobre el antepecho de la ventana.

—Tommy…

—Un momento.

Los ojos de Lynley recorrieron el texto. «Suturas coronarias», «Sindactilia», «Acrocefalosindactilia», «Sinostosis coronaria bilateral». Era como leer griego. Volvió la página. Una fotografía le miró. La pieza final del rompecabezas que Chas Quilter representaba encajaba en su sitio. Comprendió de inmediato las casualidades y circunstancias que se habían combinado para dar como resultado el asesinato de Matthew Whateley.

—Tommy. —St. James repitió su nombre. Apoyó la mano en el brazo de Lynley. El detective levantó la vista. Las facciones angulosas de su amigo estaban tensas y le miraban con fijeza. Vio que sostenía la foto.

—He visto a esta chica —dijo St. James.

—¿Esta noche? ¿Aquí?

—No. El domingo. Deborah fue a su casa para telefonear a la policía. En Stoke Poges, Tommy. Vive frente a la iglesia de St. Giles, al otro lado de la calle.

Lynley sintió que su corazón se aceleraba.

—¿Quién es?

—Se llama Cecilia. Cecilia Feld.

Los ojos de Lynley se desviaron hacia las citas enmarcadas que adornaban las paredes. A las líneas caligráficas de Matthew Arnold. «Oh, amor, guardémonos fidelidad». Y a la pequeña y clara firma en la parte inferior, cerca del marco. Sissy. Que había sido fiel. Que esperaba en Stoke Poges.

Dejaron a la sargento Havers en el hospital de Horsham, donde se quedaría a la espera de que Jean Bonnamy recuperara la conciencia y revelara el nombre de su agresor. Se dirigieron bajo la lluvia hacia Stoke Poges. La persistente tormenta provocaba retenciones de tráfico en algunos puntos. A medida que pasaban los minutos, y mientras St. James relataba lo poco que había oído a Cecilia Feld contar a la policía el domingo por la noche, la alarma de Lynley iba creciendo. Pasaban de las ocho cuando entró en el camino particular de la casa situada enfrente de la iglesia de St. Giles.

Lynley cogió el libro de medicina que se había llevado del escritorio de Chas Quilter y bajaron del coche. Se lo puso bajo el brazo y siguió a St. James bajo la lluvia.

La casa estaba a oscuras, salvo por una luz que se filtraba a través del cristal transparente de la puerta. Su primera llamada no obtuvo respuesta, ni tampoco la segunda. Sólo cuando Lynley descubrió el timbre, medio oculto bajo una masa de enredadera, pudieron llamar la atención de algún habitante de la casa. Una figura imprecisa se acercó. La puerta se abrió cinco cautelosos centímetros.

Era pequeña, delicada, una muchacha insignificante de aspecto enfermizo. Lynley la reconoció por la foto. Extrajo su tarjeta de identificación.

—¿Cecilia Feld? —Cuando ella asintió con solemnidad, en silencio y con los ojos abiertos de par en par, el detective continuó—. Soy Thomas Lynley, de Scotland Yard. Creo que conoció al señor St. James el domingo por la noche. ¿Podemos entrar?

—¿Sissy? ¿Quién es, querida?

La voz de una mujer sonó a la izquierda de la puerta. Oyeron unos pasos acercarse. Una segunda figura se reunió con Cecilia. Era una mujer más alta y robusta, de cabello gris y manos fuertes. Una de ellas aferró a la chica por el hombro y la apartó de la puerta. La mujer se plantó frente a ellos.

—¿Puedo ayudarles?

La luz del porche se abrió de repente e iluminó a las dos mujeres.

A pesar de la hora, ambas iban vestidas como si fueran a marcharse a la cama, con batas de lana y zapatillas. La mujer de más edad había empezado a ponerse rizadores, que dotaban a su cabeza de una forma extravagante, protuberante por un lado y lisa por la otra. Examinó la tarjeta de identificación que Lynley sostenía. Detrás de ella, Cecilia se había apoyado contra la pared, con los brazos cruzados y las manos cerradas alrededor de los codos. Una luz difusa parpadeaba en una habitación situada al final del pasillo. Un televisor con el sonido desconectado, decidió Lynley.

La mujer abrió un poco más la puerta, satisfecha con las credenciales de Lynley. Se presentó como Norma Streader, señora Streader, subrayó, y les guió hacia la habitación de la que partía la luz parpadeante. Encendió dos lámparas y utilizó un mando a distancia para apagar el televisor.

—¿En qué puedo ayudarle, inspector? —preguntó, sentándose en el sofá forrado de calicó—. Siéntese, por favor. Sissy, creo que ya es hora de que te acuestes.

La expresión de la muchacha indicaba que tenía muchas ganas de marcharse. Lynley la detuvo.

—Hemos venido a ver a Cecilia.

Cecilia se había quedado cerca de la puerta, todavía con los brazos rodeando su cuerpo, como si necesitara protegerse. Cuando Lynley habló, penetró unos centímetros en la habitación.

—¿Han venido a ver a Sissy? —repitió la señora Streader—. ¿Para qué? —Les examinó con mirada astuta. No habrán venido de parte de sus padres, ¿verdad? Ya le han hecho bastante daño a la chica, y si quiere quedarse aquí conmigo y con mi marido, cuenta con todo nuestro respaldo. Ya se lo he dejado claro a la asistente social, al abogado, a…

—No —la interrumpió Lynley—. No hemos venido de parte de sus padres. —Miró a Cecilia—. Chas Quilter ha desaparecido de Bredgar Chambers.

Lynley observó que la joven estrujaba su bata, sin decir nada. La señora Streader se apresuró a intervenir.

—¿Qué quieren de Cecilia, inspector? Ya ven que no se encuentra bien. Ni siquiera debería estar levantada.

—No conozco a ningún Chas Quilter —susurró Cecilia.

Hasta la señora Streader pareció sorprendida por la respuesta.

—Sissy —dijo.

Lynley la interrumpió de nuevo.

—Claro que le conoces. Yo diría que bastante bien. Tiene tu foto en su habitación del colegio. Tiene colgada en la pared la estancia de Matthew Arnold que tú copiaste. ¿Ha venido esta noche, Cecilia?

Cecilia calló. La señora Streader abrió la boca para hablar, pero la volvió a cerrar. Miró alternativamente a Cecilia y Lynley.

—¿Alguien puede explicarme de qué están hablando, por favor? —preguntó por fin.

Lynley desvió la vista hacia la mujer.

—Asesinato.

—¡No! —Cecilia avanzó un paso hacia ellos.

—«Oh, amor, guardémonos fidelidad» —citó Lynley—. Vuestro verso favorito, ¿verdad? El que te ha sostenido durante todos estos meses.

La joven bajó la cabeza. Su cabello, tan hermoso en la foto, tan apagado y carente de vida ahora, resbaló un momento sobre su cara.

—¿Ha venido? —preguntó Lynley.

Cecilia negó con la cabeza. Estaba mintiendo. Lynley lo intuyó.

—¿Sabes dónde está? ¿Sabes adónde ha ido?

—No he visto a Chas Quilter desde… No lo sé. Meses. Siglos.

La señora Streader extendió una mano hacia la muchacha.

—Siéntate, Sissy. Estás débil.

Cecilia se sentó a su lado en el sofá. Lynley y St. James hicieron lo propio frente a ellas, en las butacas a juego. Una mesilla de café les separaba. Sobre ella había dos vasos; uno vacío y el otro medio lleno de un refresco. Su presencia revelaba la verdad.

—Tenemos que encontrarle, Cecilia —dijo Lynley—. Debes decirnos cuánto hace que se ha ido. Debes decirnos dónde está.

—No le he visto —repitió ella—. Ya se lo he dicho. No le he visto. No sé nada de él.

—Le estás protegiendo. Es muy comprensible. Le quieres, pero no creo que sintieras lo mismo por un asesino.

—No diga tonterías.

Lynley se inclinó y colocó el libro de medicina sobre la mesilla, pero no lo abrió.

—Chas y tú fuisteis amantes durante sexto superior, ¿verdad? Hacíais el amor en la pequeña cámara que hay encima de la habitación para secar la ropa de la residencia Calchus. Por las noches. Los fines de semana. Cuando no había nadie cerca. Intentasteis ser precavidos. Intentasteis tomar precauciones. Pero no siempre lo conseguisteis, ¿verdad? Te quedaste embarazada. Pudiste abortar, pero Chas y tú no sois de esa clase de gente. Él quería hacer por ti lo correcto. Tú querías hacer por él, por el bebé, lo correcto. Fingiste que abandonabas Bredgar Chambers por otro colegio. Cowfrey Pitt dijo algo acerca de una chica que se trasladó a otro colegio al terminar el curso, en circunstancias dudosas. Tú debiste de ser esa chica. Y lo hiciste para proteger a Chas Quilter. Si alguien descubría que te había dejado embarazada, le expulsarían del colegio. Allí terminaría su carrera, y el futuro común que habíais planeado. Imagino que a tus padres no les hizo la menor gracia que te opusieras al aborto y que encubrieras el nombre del padre, y por eso tuviste que venir aquí, a un hogar adoptivo.

—Sissy, querida… —La señora Streader extendió la mano hacia la muchacha, pero ésta se apartó.

—Usted no sabe nada —dijo Cecilia a Lynley—. Aún en caso contrario, yo no he cometido ningún crimen. No he hecho nada. Ni tampoco Chas.

—Un muchacho de trece años ha muerto, Cecilia. Una mujer se encuentra en el hospital con una fractura de cráneo. Las vidas de varias personas han quedado arruinadas. ¿Qué más será necesario para proteger el futuro de Chas Quilter?

—Él no ha hecho nada. Yo no he hecho nada. Nosotros…

—Al principio no, pero el viernes por la noche os asustasteis… ¿Fue en ese momento cuando tuviste al niño, Cecilia? Telefoneaste al colegio. Una y otra vez. Le necesitabas, ¿verdad? Porque el futuro era incierto. Los planes se tambaleaban.

—¡No!

—El final feliz con Chas que habías anticipado se había torcido por circunstancias que no habíais tenido en cuenta. Una cosa era marchar del colegio, sufrir el embarazo sin él, incluso tener el niño, protegiendo su reputación aún a costa de la tuya. Había algo de nobleza en ello. Sin embargo, todo cambió cuando viste al bebé, ¿verdad? No estabas preparada para el síndrome de Apert. —Lynley abrió el texto de medicina. Enseñó la fotografía del bebé a Cecilia—. El cráneo cóncavo. Los ojos deformes. La frente larga. Los dedos de los pies unidos por una membrana. Los dedos de las manos unidos por una membrana. La posibilidad de una deficiencia…

—¡Basta! —chilló Cecilia.

—El niño necesitará años de cirugía estética para parecer normal. Y la ironía más monstruosa de toda la situación es que el mejor cirujano plástico de todo el país es el padre de Chas Quilter.

—¡No!

Cecilia se abalanzó, cogió el libro y lo lanzó al otro lado de la habitación.

Lynley siguió acosándola.

—¿Apoyaba Chas tus planes, Cecilia? Cuando averiguó lo del niño, ¿quiso romper contigo?

—Él no es así. Usted no le conoce. Él me ama. ¡Me ama!

—Me parece increíble. Permitió que dejaras el colegio. Permitió que arruinaras tu carrera. Permitió que tuvieras el bebé sola…

—Estaba aquí. Vino por propia voluntad, porque me ama. ¡Me ama!

Cecilia empezó a llorar.

—¿Vino para asistir al parto?

Cecilia se meció en el sofá. Sollozaba amargamente, con un puño en la boca y la otra mano rodeando el codo, como si sostuviera la cabeza de un niño. La señora Streader habló.

—Vino el martes por la noche, inspector.

—¡No! —aulló Cecilia, mesándose el cabello.

El rostro de la señora Streader expresaba una infinita compasión.

—Sissy, debo decirles la verdad.

—¡No puedes! ¡Lo prometiste!

—Cuando sólo se trataba de ti y de Chas, sí, pero si alguien ha muerto, si se ha producido un asesinato…

—¡No puedes!

Lynley aguardó a que la señora Streader prosiguiera. Mientras tanto, las palabras «martes por la noche» retumbaron en su cerebro. Matthew Whateley había estado con los Bonnamy el martes por la noche. Jean Bonnamy le había acompañado en coche a una hora avanzada. Las luces de un minibús le habían iluminado mientras agitaba una mano para despedirse. Jean Bonnamy había visto el minibús. Por lo tanto, el conductor había visto a Matthew. Aquél, por lo tanto, tenía que ser el chico a quien Matthew se refería en su carta a Jean Bonnamy.

—Vino el martes por la noche —siguió la señora Streader—. Sissy ya estaba en el hospital de Slough. Él acudió al hospital, pero cuando supimos que el bebé aún tardaría horas en nacer, insistimos en que regresara al colegio. Ya era bastante peligroso para él que se hubiera ausentado sin permiso por un espacio de tiempo tan breve. Considerando el método que había empleado, aún representaba más peligro no volver cuanto antes.

—¿Qué método había empleado?

—Había cogido un minibús.

Lynley comprendió el procedimiento. Irrumpir en la oficina del conserje era de lo más sencillo. Las llaves estaban colgadas en la pared, al alcance de la mano. Elaine Roly había admitido que Frank Orten estuvo con su hija el martes por la noche (iba a verla todos los martes por la noche), por lo cual no se hallaba en su casa, ni tampoco pudo oír el motor de un minibús que se marchaba. Era un riesgo, pero Chas, en su desesperación, lo había corrido. Impulsado por su amor, impulsado por el peso de la culpa. Todo había ido bien hasta que volvió en el minibús… y vio a Matthew Whateley. De entre todas las personas que podían verle, Matthew era la peor, porque ya había demostrado su propensión a entrar en acción cuando alguien decidía vivir quebrantando las normas. El problema consistía en que, al ser Chas (el prefecto superior) quien violaba las normas, Matthew Whateley no tenía a quien acudir, si quería servir a la causa del honor sin vulnerar el código de silencio al que prestaban obediencia todos los alumnos. Tampoco podía actuar con Chas como lo había hecho con Clive Pritchard. Su única opción era decírselo al rector. Chas corría el peligro de ser expulsado por dejar embarazada a Cecilia. Corría el peligro de ser expulsado por robar el minibús. Corría el peligro de ser expulsado por haber protegido a Clive Pritchard. Ninguna de las tres acusaciones bastaban para sellar su futuro, pero las tres se complementaban para condenarle. Su futuro dependía de un muchacho de trece años que creía en las normas y en el honor. La única manera de sobrevivir era eliminar la amenaza. Y lo había hecho aquel viernes por la noche. El sábado había cogido el minibús por segunda vez. Para deshacerse del cadáver en Stoke Poges.

—Imagino que fuiste tú quien llamó varias veces a Chas el viernes por la noche —dijo Lynley—. Conocías la existencia del club social de sexto superior. Sabías dónde estaría. ¿Por qué le llamaste?

—Por el bebé —sollozó Cecilia.

—Supongo que necesitabas hablar con alguien —intervino St. James—. En este tipo de tragedias, lo único que ayuda es hablar con alguien a quien se ama.

—Él estaba… Yo le necesitaba…

—Tú le necesitabas. Por supuesto. Es muy lógico.

—¿Vino a verte el sábado, Cecilia? —preguntó Lynley.

—No me presionen, por favor. ¡Chas!

Lynley miró a la señora Streader, pero ésta denegó con la cabeza y dirigió una mirada de preocupación a Cecilia.

—Yo no estuve aquí el sábado. Yo… Cecilia, díselo.

—Chas no lo hizo. Él no lo hizo. Yo le conozco.

—Si eso es cierto, ya no necesitas protegerle, ¿verdad? —dijo Lynley—. Si no hizo nada, excepto venir a verte, Cecilia, ¿de qué sirve ocultar la verdad?

—¡Él no lo hizo!

—¿Qué pasó cuando vino? ¿A qué hora llegó?

Las lágrimas resbalaban sobre la piel de la muchacha.

—¡Él no lo hizo! Ustedes quieren obligarme a decir que mató a ese chico. No lo hizo. Yo lo sé. Le conozco.

—Demuéstralo. Dime la verdad.

—¡Usted le dará la vuelta, lo sé! En cualquier caso, no puede manipular la realidad. Vino a verme. Pasó aquí una hora y se fue.

—¿Viste el minibús?

—Lo dejó aparcado en la carretera.

—¿No lo dejó en el cementerio?

—¡No!

—¿Habló sobre el cementerio?

—No. ¡No! Chas no mató a Matthew. Era incapaz de matar a nadie.

—Pero sabes el nombre del muchacho. Lo sabes. ¿Por qué?

La joven se resistió a contestar.

—Hoy ha venido. ¿Adónde fue? Cecilia, por el amor de Dios, ¿adónde fue? —La muchacha no dijo nada. Lynley la apremió, buscando la forma de lograr que le dijera la verdad—. ¿Es que no lo entiendes? Si es inocente, como tú afirmas, es posible que se encuentre en peligro.

—Usted miente —le espetó ella.

Hablaba con sinceridad, pero ya no importaba. La línea que separaba la verdad de la mentira había sido borrada por la muerte.

—Dime dónde está.

—No lo sé. No lo sé. No me lo dijo. Yo le aseguré que nunca le traicionaría, pero no me lo dijo. Sabe que usted le persigue. Es inocente, pero sabe que usted opina lo contrario. Y se ríe de usted. Se ríe. Me pidió que le dijera a usted que él le guiará por un sendero de gloria. Eso fue lo que me dijo. Ésas fueron sus palabras. Y después se marchó.

—¿Cuánto hace?

—Una hora. Sígale la pista, si quiere. Sígala.

Lynley se puso en pie. El mensaje de Chas se abrió camino en su cerebro, como un reguero de fuego. Recordó las palabras. Las había visto el lunes por la noche, cuando Deborah St. James le enseñó el poema de Thomas Grey.

Lynley no quería comprender el significado del mensaje de Chas. Tampoco quiso revelar su repentino temor a la muchacha. Ya había sufrido bastante.

Sin embargo, Cecilia pareció leer tras la indiferencia que expresaba su cara. Después de que Lynley le diera las gracias y se encaminara hacia la puerta con St. James, les siguió.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Qué sabe usted? ¡Dígamelo!

Lynley miró a la señora Streader.

—Reténgala aquí —ordenó.

Salió a la lluvia, seguido de St. James. La puerta se cerró a sus espaldas, ahogando los sollozos de Cecilia.

Lynley sacó dos linternas del maletero de su coche y tendió una a St. James.

—Deprisa —dijo, subiéndose el cuello del abrigo.

Bajaron corriendo por el camino particular, cruzaron la carretera comarcal y se adentraron en la senda que conducía a la iglesia de St. Giles. El viento arrojaba la lluvia contra sus caras. El sendero carecía de iluminación, estaba desierto y los haces de sus linternas se reflejaron sobre los grandes charcos de agua producidos por la larga tormenta. Pequeñas ramas derribadas por el viento se enredaban en sus pantalones, y de los tallos aún no florecidos se desprendía barro.

Lynley sabía que el trayecto sería difícil para su amigo. Sabía que debía ayudarle, o de lo contrario se caería. Sin embargo, cuando miró a St. James, cuyo rostro azotaba la lluvia, éste gritó: «¡Estoy bien! ¡Sigue adelante!», y Lynley echó a correr, espoleado por el verso y su mensaje implícito, espoleado por el temor que había captado en la voz de Cecilia Feld, por la desesperación que había observado aquel mismo día en la expresión de Chas Quilter.

«Los senderos de gloria sólo conducen a la tumba». ¿Acaso no era cierto en el caso de Chas? Prefecto superior, miembro del primer equipo de rugby, del primer equipo de criquet, del primer equipo de tenis. Atractivo, admirado, inteligente. Cambridge garantizado. Éxito garantizado. Todo garantizado.

La entrada del cementerio se cernió frente a él. Cortinas de agua se derramaban desde sus bordes. Lynley se refugió bajo ella, y la luz de su linterna iluminó de repente una prenda tirada en un rincón. Lynley la recogió. Era una chaqueta de Bredgar Chambers, en otro tiempo azul, pero ennegrecida ahora por la lluvia. No se molestó en buscar la etiqueta con el nombre cosido en el forro, sino que la tiró a un lado y abandonó el refugio que le proporcionaba el portal.

—¡Chas! —gritó—. ¡Chas Quilter!

Corrió hacia la iglesia que se alzaba a lo lejos. Sus pies retumbaron sobre el sendero de hormigón. Paseó la linterna de un lado a otro, pero sólo iluminó lápidas fantasmales, que el agua hacía brillar, y la hierba azotada por la lluvia.

Encontró otra prenda bajo el segundo portal, un suéter amarillo. Como la primera, estaba tirada en un rincón, pero una manga había quedado prendida en un clavo que sobresalía del muro. Señalaba hacia la iglesia, como un espectro. Lynley continuó corriendo.

—¡Chas!

Una ráfaga de viento que soplaba desde el oeste ahogó su grito.

Paseó el haz de la linterna por las tumbas, y en dirección a la iglesia y los vitrales, sin dejar de correr.

—¡Chas! ¡Chas Quilter!

El viento había derribado un rosal sobre el sendero, y Lynley tropezó con él. Las espinas desgarraron sus pantalones. Se liberó a la luz de la linterna y se irguió. En ese momento, la linterna iluminó una mancha blanca frente a él. Daba la impresión de que se movía.

—¡Chas!

Se desvió del sendero y se precipitó entre las tumbas hacia la figura que había visto bajo un grueso tejo, próximo a la puerta sudoeste de la iglesia. Camisa blanca. Pantalones oscuros. Tenía que ser Chas. No podía ser nadie más. Sin embargo, la figura era alta, demasiado alta. Y estaba dando vueltas y vueltas y vueltas, atrás y adelante. Como si el viento la arrastrara, como si el viento la azotara, como si el viento la meciera…

—¡No! —Lynley recorrió los veinte metros que le separaban del árbol y agarró las piernas del muchacho para sostener su cuerpo—. ¡St. James! —gritó—. ¡St. James, por el amor de Dios!

Oyó un grito de respuesta. Alguien se acercaba. Forzó la vista, dificultado por la lluvia. Su corazón latía violentamente. La figura que corría entre las tumbas no era su amigo. Era Cecilia.

La joven chilló. Cruzó el césped como una exhalación. Asió a Chas. Asió a Lynley, arañó sus brazos y mordió sus manos, intentando separarle del muchacho.

—¡Chas! —chilló—. ¡No! ¡Chas! ¡No…!

Enmudeció cuando St. James llegó y la obligó a apartarse. Cecilia trató de golpearle, pero Simon le inmovilizó los brazos y le apretó la cara contra su pecho.

—¡Suéltala! —aulló Lynley—. Coge al chico. Sostenle. Yo cortaré la cuerda.

—¡Tommy!

—Por el amor de Dios, St. James, ¡haz lo que te digo!

—Tommy…

—¡No tenemos tiempo!

—Está muerto. —St. James dirigió la luz de la linterna hacia el rostro de Chas Quilter, revelando el color espectral de la piel mojada, los ojos exoftálmicos, la lengua hinchada que sobresalía de la boca. Desvió el haz—. Todo ha terminado. Está muerto.