Capítulo 14
—¡Esto sabe a serrín, inspector! Es impresentable. Es de la semana pasada, como mínimo. ¡Bocadillos recién hechos! ¡Ja! Deberían meter a ese tipo en chirona por engañar al público. —Migas del bocadillo de queso cubrían la pechera del suéter marrón. La sargento Havers las barrió de un manotazo, esparciéndolas generosamente por el piso del coche de Lynley, que protestó en vano. Ella se encogió de hombros—. Pudimos parar. Pudimos entrar en aquella taberna. No creo que nos acusaran de abandono del servicio por sentarnos a comer durante quince minutos.
Lynley inspeccionó su elección, rosbif y tomate; ambos se veían demasiado verdes para consumirlos sin peligro.
—Me pareció una buena idea en aquel momento —dijo.
—Además —se creció Havers, después de oír a Lynley—. ¿Qué motivo tenemos para volver corriendo al colegio? De momento, trabajar en este apasionante caso es como caminar sobre arenas movedizas. Ya nos llegan hasta el cuello. Sólo nos hace falta un detalle más que nos conduzca a otro callejón sin salida, y se acabó. Ahogados.
—Demasiadas metáforas, Havers.
—Dígame usted lo que tenemos —se encrespó ella—. Empezamos con diferencias de clase. Matt Whateley se fugó porque no encajaba con los niños finolis del colegio. Después, decidimos que le estaban atemorizando y que se largó por miedo a un tío duro que le estaba poniendo contra las cuerdas. Después, nos decantamos por la homosexualidad y la perversión sexual. Y ahora jugueteamos con la discriminación racial, dejando de lado el hecho de que alguien llegó después del toque de queda. Ya tenemos un estupendo motivo para cometer el crimen. —Sacó los cigarrillos y encendió uno con aire desafiante. Lynley bajó la ventanilla—. Ya no sé adónde nos lleva esta mierda, y estoy llegando a un punto en que tampoco sé dónde coño hemos estado.
—Los Bonnamy se confundieron, ¿verdad?
Havers exhaló el humo.
—Chino. ¿Chino? Es imposible, inspector. Ambos lo sabemos. Tenemos a un anciano enfermo con una imaginación desbordante y nostálgico de Hong Kong. Y, en la misma casa, una hija solitaria y solterona de mente calenturienta. Ven a un niño de cabello oscuro que les recuerda el pasado y, sin hacerse más preguntas, dan por sentado que es medio chino.
—Exagera un poco, pero hay otros datos que debemos tener en cuenta, sargento.
—¿Cuáles?
—Los Bonnamy no conocen a Giles Byrne. No saben que, tiempo atrás, mimó a un estudiante chino del colegio, Edward Hsu. ¿Es una mera coincidencia que, por arte de magia, nos aseguraran que Matthew Whateley era mitad chino?
—¿Está diciendo que el hecho de que Matthew fuera chino, aceptando de momento que sea cierto, aunque yo no me lo trago, motivó que Giles Byrne se sintiera atraído por él?
—Es una idea, ¿no? ¿No le parece peculiar que tanto Edward Hsu como Matthew Whateley hayan muerto? Dos estudiantes relacionados con Giles Byrne, pero también dos estudiantes chinos.
—Si quiere aceptar que Matthew Whateley era chino. Y si lo era, ¿quién era? ¿El hijo de Patsy Whateley, el resultado de una relación que su marido desconoce? ¿El hijo de Kevin Whateley, aceptado y amado por la santa Patsy? ¿Quién era? ¿Cuál es su historia?
—Es lo que deberemos averiguar. Sólo los Whateley nos lo pueden decir.
Giró para adentrarse en el camino particular del colegio. Elaine Roly estaba en la casa del conserje intentando introducir al nieto menor de Frank Orten en un cochecillo antiguo de niño, mientras su hermano, incontrolado de momento, tiraba guijarros contra el mirador de la casa. El ruido del coche al pasar no logró que Elaine Roly levantara la vista.
—Yo diría que esos dos se bastan y sobran para alejarla de Frank Orten indefinidamente —comentó Havers, aplastando el cigarrillo en el cenicero—. ¿Cree que va detrás de él, inspector?
—Tal vez, pero si hemos de juzgar por lo que vimos esta mañana, él no parece animarla demasiado, ¿verdad?
—Bueno —empezó Havers, y Lynley comprendió por su tono que le había proporcionado sin querer la oportunidad de arremeter contra él—. En lo tocante al amor, algunas personas no necesitan muchos ánimos para quedarse colgadas, ¿no cree?
Lynley no hizo caso de la pregunta y aceleró. Aparcaron frente al colegio. Cuando entraron en el vestíbulo principal, vieron que la puerta de la capilla estaba abierta y que el coro se había congregado en la nave. Los chicos, en lugar de las sotanas y sobrepellices que les habían dotado el día anterior de un aspecto angelical, vestían el uniforme del colegio. Estaban enfrascados en un ensayo, pues en medio de lo que Lynley reconoció como uno de los coros del Mesías, el director de la escolanía les interrumpió con impaciencia, tocó tres notas separadas en una flauta y les obligó a empezar de nuevo.
—Se están preparando para Pascua, ¿eh? —Dijo la sargento Havers—. Dadas las circunstancias, es demasiado para mí. Glorias, aleluyas y un crío asesinado ante sus propias narices.
—Aunque no por el director del coro, lo más seguro —repuso Lynley. Mientras contemplaba el ensayo, sus ojos buscaron y localizaron al prefecto superior.
Chas Quilter se encontraba en la última fila. Lynley le observó, preguntándose por qué el prefecto le había provocado una punzada de recelo desde el momento en que le conoció.
—Vamos con el solo del señor Quilter —dijo el director del coro, interrumpiendo otra vez a los chicos—. ¿Lo tiene, Quilter?
Lynley dio media vuelta.
—Vamos en busca del señor Lockwood, Havers.
Dos puertas situadas en la parte del vestíbulo opuesta a la capilla permitían el acceso al ala administrativa de Bredgar Chambers. Una conducía a la oficina del conserje, y la otra a un pasillo decorado con trofeos ganados por los equipos de atletismo del colegio. Lo recorrieron hasta llegar al estudio del rector, donde la secretaria de Alan Lockwood estaba trabajando con un ordenador. Al verles, se puso en pie con una presteza que sugería más una huida que una bienvenida. Se oía el murmullo de una conversación tras una puerta cerrada, al otro lado de la antesala.
—Vienen a hablar con el rector —anunció la secretaria—. En este momento está reunido. Hagan el favor de esperarle en su estudio. —Pasó frente a ellos sin decir nada más, abrió la puerta del estudio de Lockwood y les indicó con un gesto que entraran—. No sé cuánto tardará el rector —fue su glacial comentario final antes de dejarles.
—Una chica simpática —comentó Havers cuando estuvieron solos—. Se sabe las instrucciones de pe a pa, ¿verdad? Alfombra roja y todo eso.
Lynley aprovechó la oportunidad para examinar las fotografías y dibujos que documentaban la historia del colegio en una pared del estudio. La sargento Havers le imitó.
Las fotos abarcaban los últimos ciento cincuenta años. Descoloridos daguerrotipos representaban los primeros registros gráficos. A lo largo de las décadas, los escolares se congregaban bajo la estatua de Enrique Tudor, formaban impecables filas delante del colegio, avanzaban en columna por los campos de deportes, circulaban en carros de gruesas ruedas por el camino particular. Iban uniformados, limpios y sonrientes, del primero al último.
—¿Observa un detalle similar en todas ellas, sargento?
—No aparecen chicas hasta hace poco. Demos gracias a Dios por la segunda mitad del siglo veinte.
—Sí, en efecto. Pero hay algo más.
Havers pasó de una foto a otra, acariciándose la barbilla.
—Las minorías raciales —comentó—. ¿Dónde están?
—Alguna cara de vez en cuando. Hace doscientos años era normal, pero bastante raro desde hace unos diez.
—¿Volvernos a la discriminación?
—No creo que podamos descartarla todavía, Havers.
—Supongo que siempre es una posibilidad. ¿Por qué no probarla?
Se volvieron cuando la puerta del estudio se abrió, pero no fue Alan Lockwood quien entró en la habitación, sino su mujer. Iba cargada con un gran ramo de flores, dispuesto en un cuenco de porcelana sin vidriar bastante vulgar.
No aminoró el paso cuando vio a Lynley y a Havers. Les dirigió una sonrisa fugaz, movió la cabeza a modo de saludo y llevó las flores hasta la mesa encajada en el hueco creado por el amplio mirador.
—Las he preparado para la sala del consejo —explicó con tono afable—. Las flores dan a una habitación un aire mucho más cálido, y como Alan se reúne con los padres allí, pensé que las flores… —Volvió a colocar tres nardos. Su dulce fragancia impregnó la atmósfera—. Me temo que no las tuve preparadas a tiempo. La reunión ha empezado hace rato, así que las he traído aquí. —Apartó a un lado el candelabro situado en el centro de la mesa—. Es excesivo, ¿no les parece? El candelabro y las flores. —Frunció el entrecejo, paseó la mirada por la habitación y depositó el candelabro sobre la repisa de la chimenea. Ocultó en parte el retrato de Holbein. Satisfecha en apariencia con este arreglo, asintió con la cabeza y tiró hacia atrás un mechón de cabello gris que le caía sobre la frente—. Preparo todas las flores del colegio. Las saco de nuestro jardín de invierno. Creo que ya se lo había dicho, ¿verdad? A veces me olvido de lo que digo y de lo que no. Alan afirma que es el primer signo de senilidad.
—No creo —sonrió Lynley—. Lo que pasa es que hay muchas cosas que recordar. Imagino que habla con docenas de personas al día. Eso es mucho.
—Sí, por supuesto.
La mujer se acercó al escritorio de su marido y, sin que hiciera ninguna falta, enderezó una pila de carpetas que había encima, para empezar perfectamente enderezada. La actividad dio a entender que había entrado en el estudio con un propósito diferente al de colocar las flores.
—Trabaja tanto y se agota hasta tal punto que no siempre piensa antes de hablar, inspector. La irritación provoca que suelte exabruptos, como ese comentario sobre la senilidad. Sin embargo, mi Alan es un buen hombre. Un hombre muy bueno. Decente. Respetable. —Encontró un lápiz encajado entre dos carpetas y lo puso al lado de una pluma—. La gente no aprecia a Alan tanto como se merece. La gente no sabe lo que hace entre bastidores, y él tampoco lo dice. No es su estilo. Ahora está al otro lado de la antesala, reunido con cuatro parejas de padres cuyos hijos podrían ir a Eton o a Harrow. A Rugby. A Westminster. Pero él les convencerá de elegir Bredgar. Siempre lo hace.
—Debe de ser la faceta más angustiosa del trabajo de rector —señaló Lynley—. Procurar que el nivel de matriculaciones se mantenga estable.
—Para Alan representa mucho más que eso —replicó ella—. Está decidido a que el colegio vuelva a ser igual que después de la guerra. Ésa es su misión. Antes de que Alan llegara, la matriculación era baja. Los resultados de los exámenes habían bajado de calidad, en especial los de ingreso en la universidad. Tiene la intención de remediarlo, y ya ha empezado. El nuevo teatro fue idea suya, inspector. Una forma de atraer más estudiantes al colegio. Bueno, al tipo adecuado de estudiantes, por supuesto.
—¿Matthew Whateley pertenecía al tipo adecuado de estudiante?
—Le di clases de violín. Antes de Bredgar, yo tocaba en la Filarmónica de Londres. Supongo que usted no lo sabía. Nadie lo sabe, de hecho. No me parecía correcto comentarlo a las mujeres de los profesores, pero al final cambié de idea, porque ser esposa de un rector requiere cierto esfuerzo para estar a la altura. Y Alan me necesitaba, al igual que nuestros hijos, por supuesto. Tenemos dos niños pequeños que van a la escuela primaria. ¿No les ha hablado Alan de ellos? Ahora toco con la orquesta de Bredgar, y doy algunas clases particulares. No es lo mismo —sonrió con tristeza—. Pero algo es algo. No pierdo el contacto.
Lynley no pasó por alto el hecho de que la mujer había eludido su pregunta.
—¿Veía a Matthew con frecuencia?
—Una vez a la semana. No practicaba tanto como debía, pero eso es muy típico de los chicos, ¿verdad? De todos modos, me atrevería a afirmar que esperaba más de un becario.
—No era una beca de música sino escolar, ¿verdad?
—Sí, pero siempre se espera que un estudiante becado se aplique más, inspector. En realidad, Matthew no era el candidato más brillante para la beca.
—¿Conocía a los demás aspirantes?
—No exactamente, sólo lo que Alan mencionó durante la cena. Siempre dijo que Matthew no colmaba todas las esperanzas de Bredgar Chambers. Claro que no fue culpa de Alan, ni tampoco que Matthew fuera elegido para la beca, así que tampoco hay que imputarle la culpa de su muerte, ¿verdad? Él creyó que debía…
—Kathleen.
Lynley y Havers se giraron en redondo y vieron que Alan Lockwood había entrado en la habitación. Se hallaba de pie en el umbral, el rostro ceniciento.
Al oírle, Kathleen Lockwood cerró la boca poco a poco y tragó saliva.
—Alan. —Movió una mano temblorosa en dirección a la mesa—. Te he traído flores. Creí que las tendría a tiempo para la reunión, pero no pude, así que las he dejado aquí.
—Gracias. —Se colocó a un lado de la puerta, transmitiendo un claro mensaje.
Su mujer lo comprendió y, sin mirar ni a Lynley ni a Havers, salió del estudio. Lockwood cerró la puerta y se encaró con los detectives. Les concedió un frío y calculador escrutinio, antes de dirigirse hacia su escritorio y quedarse de pie detrás, sabiendo que, permaneciendo erguido, proyectaba una imagen de autoridad y confianza.
—Me he enterado de que su sargento ha pasado casi toda la mañana merodeando por el colegio, inspector —dijo Lockwood, pronunciando cada sílaba con sequedad—. Me gustaría saber por qué. En este colegio hay seiscientos alumnos, inspector, sin contar los miembros de la plantilla. ¿De veras cree que este chico fue secuestrado, retenido, asesinado y que, a continuación, su cuerpo desnudo fue sacado fuera del colegio sin que nadie se diera cuenta de nada? Es lo más ridículo que he escuchado en mi vida.
—Si considera las circunstancias implicadas en la desaparición, no —dijo Lynley—. Fuera cual fuese el método de transporte, parece razonable concluir que se realizó en plena noche, cuando todo el mundo dormía. Además, sucedió durante un fin de semana. ¿Cuántos estudiantes se hallaban ausentes? ¿Cuántos habían acudido al torneo de hockey del que me han hablado? ¿Cuántos se quedaron aquí? ¿Cuántos miembros de la plantilla estaban en el colegio? Los dos sabemos lo desierto que se queda un colegio durante los fines de semana, señor Lockwood. Ahora, sabiendo que Matthew estuvo aquí, vamos a comenzar el interrogatorio de la plantilla. La policía local vendrá a tal efecto.
—No es necesario, inspector. Si es preciso interrogar a la plantilla, yo mismo lo haré.
La respuesta de Lynley aclaró al máximo el lugar de Lockwood en la investigación.
—¿Dónde estuvo usted el viernes por la noche, señor rector?
Las fosas nasales de Lockwood se ensancharon.
—¿Debo suponer que soy un sospechoso? No me cabe duda de que usted tiene un motivo sólido que esgrimir.
—Cuando se empieza una investigación por asesinato, todo el mundo es sospechoso. ¿Dónde estuvo usted el viernes por la noche?
—Aquí, en el estudio. Trabajando en un informe para la junta de gobierno.
—¿Hasta qué hora?
—No lo sé. No me fijé.
—¿Y cuando terminó su trabajo?
—Me marché a casa.
—¿Echó un vistazo a alguna residencia, de camino?
—¿Para qué?
—Para ir a su casa ha de pasar frente a las residencias femeninas, Galatea y Eirene, ¿no es cierto? Es razonable preguntarse si echó una ojeada.
—Razonable para usted, tal vez, pero no para mí. Y un viernes por la noche, no, desde luego. Como usted ha dicho, son las residencias femeninas. No se me ocurriría pasearme por ellas de noche.
—Pero podría entrar si quisiera. A nadie le extrañaría verle.
—Tengo cosas mejores que hacer que vigilar a los directores de las residencias. Ellos hacen su trabajo y yo el mío.
—¿Qué me dice de la residencia Ion, donde está el club social de sexto? Los alumnos mayores que no se marchan del colegio se reúnen en él los viernes, ¿no? ¿Nunca les hace una visita?
—Los alumnos se vigilan mutuamente. No necesitan que yo haga de policía. Usted lo sabe tan bien como yo. Para eso se instituyó el sistema de prefectos.
—¿Confía en sus prefectos, pues?
—Por completo. Absolutamente. Nunca me han dado un motivo de duda.
—¿Qué opina de Brian Byrne?
Lockwood movió los hombros con impaciencia.
—Ya hemos comentado este tema anteriormente, inspector. Brian no me ha dado ningún motivo para lamentar que fuera nombrado prefecto.
—Al parecer, Elaine Roly piensa que está demasiado necesitado para ser un prefecto eficaz.
—¿Necesitado? ¿Qué demonios…?
—Necesitado de amistad y aprobación. No es el más idóneo para controlar a los demás chicos.
Lockwood pareció divertido.
—Aquí se juntan el hambre y las ganas de comer. Si hay alguien necesitado de amistad y aprobación, yo diría que el ama de llaves Roly va en cabeza de la lista. Es Roly quien emplea casi todo su tiempo libre en intentar ganarse el afecto de Frank Orten, como si ese viejo misógino fuera a mirar a otra mujer después de que su mujer le pegó el salto. En cuanto a Brian Byrne, llegó a prefecto por la vía habitual. Un miembro del equipo docente le propuso.
—¿Quién?
—Temo que no lo recuerdo.
Lockwood extendió la mano y tocó un lirio que formaba parte del ramo preparado por su mujer. Recorrió el tallo con los dedos. Al observarlo, Lynley se quedó maravillado por la forma en que el cuerpo revelaba la verdad, a pesar de que la mente intentara mentir.
—¿Se considera a su mujer un miembro de la plantilla? —preguntó—. Al fin y al cabo, toca en la orquesta del colegio. Da clases de música. Aunque no le paguen por ello, seguro que ocupa un puesto honorario en la plantilla. Seguro que influye en las decisiones. Decisiones como…
La flor se desgajó de su tallo.
—Muy bien. Kathleen propuso a Brian. Yo le pedí que lo hiciera. Giles Byrne quería que su hijo fuera prefecto. ¿Es eso lo que quería saber? No tiene ninguna relación con la muerte de Matthew Whateley.
—¿Quiso Giles Byrne que su hijo fuera prefecto de alguna residencia en particular?
—Erebus. No es ningún delito. Es la antigua residencia de Byrne. Considero lógico su deseo de que su hijo viviera en ella.
—Da la impresión de que el señor Byrne está relacionado de diversas formas con Erebus, ¿verdad? —Insistió Lynley—. Vivió allí. Su hijo vive allí. Matthew Whateley, a quien propuso para una beca, vivió allí. Y tiempo atrás, Edward Hsu también vivió allí. ¿Qué sabe de las relaciones que sostenía Byrne con él?
—Sólo que era profesor particular del muchacho y que mandó colocar el memorial de la capilla. Apreciaba mucho a Edward Hsu, pero eso sucedió mucho antes de que yo llegara.
—¿Y el suicidio de Edward Hsu?
Lockwood no consiguió ocultar su irritación.
—¿Está insinuando que existe alguna relación? Edward Hsu murió en 1975.
—Lo sé. ¿Sabe cómo murió?
—Todo el mundo lo sabe. Entró en el campanario, subió al tejado de la capilla y se arrojó al vacío.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Conserva el expediente del chico?
—No entiendo qué importancia…
—Me gustaría verlo, rector.
Lockwood se levantó de la silla con furia. Salió del estudio sin decir palabra y llamó a su secretaria. Cuando volvió, llevaba una carpeta de papel manila abierta sobre la palma de su mano izquierda. Había muy pocas páginas en su interior, y Lockwood las leyó por encima a toda prisa, deteniéndose para examinar una carta escrita en papel cebolla.
—Edward Hsu vino al colegio desde Hong Kong —dijo—. Sus padres todavía vivían en esa ciudad en 1982, de acuerdo con esta carta. Habían pensado instituir una beca en su memoria, pero todo quedó en nada, naturalmente —Lockwood siguió leyendo—. Enviaron a Edward a Inglaterra para que se educara en el país, igual que su padre. Los resultados de su examen de entrada fueron altos. Por lo visto, era un estudiante muy dotado. Habría triunfado en la vida, pero no consiguió llegar más allá de sus pruebas de ingreso en la universidad. No consta nada más, pero estoy seguro de que querrá comprobarlo personalmente.
Lockwood le entregó la carpeta. En grandes letras rojas se había escrito diagonalmente FALLECIDO. Lynley leyó el escaso material, sin encontrar nada más que una foto de Edward Hsu cuando entró en Bredgar Chambers, a los trece años de edad. Levantó la cabeza. Lockwood le estaba observando.
—¿No hay ninguna nota indicando por qué el chico se suicidó? —preguntó Lynley.
—No, que yo sepa.
—Me fijé en las fotografías que adornaban sus paredes. Reparé en que había muy pocas de niños pertenecientes a las minorías raciales.
Los ojos de Lockwood se desviaron hacia las fotografías, y después volvieron a Lynley. Su expresión era indescifrable. No dijo nada.
—¿Ha pensado alguna vez en las implicaciones del suicidio de Edward Hsu? —preguntó Lynley.
—El que sólo un estudiante chino se haya suicidado en quinientos años de historia del colegio no significa nada para mí. Tampoco veo ninguna relación entre esa muerte y la de Matthew Whateley. Si usted la ve, le agradecería que me la indicara. A menos que, por supuesto, saque a relucir de nuevo a Giles Byrne y a su relación con ambos muchachos. En ese caso, también debería relacionarla con Elaine Roly, y con Frank Orten, y con todos los que trabajaban en el colegio en 1975.
—¿Trabajaba Cowfrey Pitt en aquel tiempo?
—Sí.
—¿Ya existían los Voluntarios de Bredgar?
—Sí. ¿Qué demonios tiene eso que ver con…?
Lynley le impidió continuar.
—Su mujer nos habló largamente sobre los esfuerzos que ha llevado a cabo usted para aumentar el número de matriculaciones, rector, y para mejorar los resultados de los exámenes. Sin embargo, para conseguir un alto nivel de resultados tendrá que haber seleccionado con mucho cuidado a los estudiantes que ingresaban, mediante una beca u otros conductos, ¿verdad?
Lockwood se frotó con la palma de la mano una herida producida en el cuello con la navaja de afeitar.
—Tiene una irritante manía de enfocar indirectamente ciertos temas, inspector. Un comportamiento que no me esperaba en un policía. ¿Por qué no me pregunta lo que tiene ganas de preguntarme, y se deja de subterfugios?
—Sólo me estaba preguntando —sonrió Lynley—. Si Giles Byrne exigió el pago de una deuda que no entraba en los planes que usted tenía para el colegio. Si tenía la intención de enviar la mayor cantidad de estudiantes posible a Oxford o Cambridge, o al menos más estudiantes de los que habían sido enviados desde la guerra, no le haría ninguna gracia que le impusieran a un estudiante poco dotado.
—Nadie me impuso a Matthew Whateley. Fue elegido, mediante un procedimiento justo en el que participó toda la junta de gobierno.
—¿Y Giles Byrne en particular?
Lockwood empezó a perder los estribos.
—Escuche —siseó—. Usted dirige la investigación, pero yo dirijo la escuela. ¿Está claro?
Lynley se levantó. Havers le imitó, guardando el cuaderno en su bolso. Lynley se detuvo en la puerta del estudio.
—Dígame una cosa, rector. ¿Sabía que John Corntel y Cowfrey Pitt habían intercambiado sus guardias de fin de semana?
—Sí. ¿Representa algún problema?
—¿Quién más lo sabía?
—Todo el mundo. No es ningún secreto. El nombre del profesor de guardia se anuncia en la puerta del comedor y en la sala de reuniones de los maestros.
—Ya. Gracias.
—¿Qué tiene eso que ver con todo lo demás?
—Tal vez todo. Tal vez nada. —Lynley se despidió con un movimiento de la cabeza y salió de la habitación, seguido de Havers.
No hablaron hasta que estuvieron fuera del edificio. Se detuvieron cerca del coche de Lynley, en el camino particular. Ocho estorninos pasaron sobre sus cabezas, cortando el aire de la tarde con su aleteo. Se posaron en la mayor de las dos hayas que se erguían como centinelas a cada lado del sendero que conducía a los terrenos del colegio. Lynley observó sus evoluciones.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Havers.
Lynley dejó de contemplar a las aves.
—Investigar el origen de Matthew Whateley, sea cual sea. Necesitamos averiguarlo con toda certeza antes de proseguir.
—El aspecto de la discriminación, en ese caso —dijo ella, mirando de reojo el tejado de la capilla—. ¿Supone que por ese motivo Edward Hsu se suicidó, señor?
—Al igual que la provocación, el racismo es bastante insidioso, ¿no? Un chico solo, lejos de su familia, encerrado en un ambiente que le resulta extraño, en el que no se encuentra tan a gusto como quisiera.
—Más o menos, como Matthew Whateley, ¿verdad?
—En efecto, sargento. Eso es lo que me preocupa.
—¿No estará pensando que Matthew Whateley se suicidó y que todo es una especie de complicada farsa que intenta simular un asesinato?
—No lo sé. Necesitamos el resultado de la autopsia de Slough, que el inspector Canerone nos facilitará. Los resultados preliminares nos revelarán algo, nos indicarán la dirección a seguir.
—¿Y hasta entonces?
—Haremos lo que podamos. Vamos a ver qué nos cuentan los Whateley sobre su hijo.
Como de costumbre, Harry Morant fue el último chico en colgar sus ropas de deporte en la habitación de Calchus que se destinaba a secarlas. Siempre se quedaba rezagado cuando terminaban los partidos para no tener que mezclarse con los demás en la habitación.
No le molestaba el barullo que provocaban los demás muchachos, sino el olor a sudor y ropa sucia. La temperatura de la habitación, similar a la de una sauna, producto de las cañerías de agua caliente que corrían horizontalmente a lo largo de una pared, intensificaba este olor. Si Harry esperaba a que los demás chicos acabaran de utilizar la pequeña habitación, podía inhalar una profunda bocanada de aire antes de entrar, precipitarse al interior para colgar las ropas y la toalla de una cañería y salir corriendo, sin tener que respirar el hedor que un ama de llaves había calificado en cierta ocasión, con arrobo, de «puro aroma a chico». Siempre tardaba más de la cuenta en ducharse, cambiarse de ropa y dirigirse a la esquina suroeste del edificio, donde la habitación para secar la ropa estaba oculta a la vista de los que pasaban.
Caminaba con parsimonia en esa dirección, sosteniendo en una mano sus útiles de hockey y la toalla. Los pies le pesaban y los hombros le dolían. Sentía un hueco en el pecho que parecía ensancharse a cada hora que pasaba. Algo en su interior le devoraba sin cesar, excavando el hueco, y a Harry le parecía completamente razonable que le continuara devorando hasta que el miedo, la pena y la responsabilidad perforaran su carne, convirtiéndole en un cadáver desangrado. Recordó vagamente haber leído algo sobre un asesino estadounidense que, cuando le sentenciaron a morir en la silla eléctrica, dijo al juez que había pronunciado la sentencia: «No pueden matarme. Ya estoy muerto». Harry empezaba a sentirse de la misma manera.
Al principio, no había sido así. El miedo le había cerrado la boca, pues no había tardado mucho en circular el rumor entre los alumnos de tercero que Matthew Whateley había sido torturado antes de morir. Como Harry no era muy valiente, el terror de enfrentarse a un destino similar había bastado para asegurar que no diría nada a nadie. Sin embargo, el dolor había reemplazado sin tardanza al miedo, engendrado por el conocimiento de que él había jugado un papel fundamental en el drama protagonizado por su amigo, engendrado por el recuerdo de la determinación de Matthew de poner remedio a la pesadilla en que se había convertido la vida de Harry en Bredgar Chambers. Por culpa de este conocimiento, el sentido de la responsabilidad le desgarraba, devorando su corazón y su conciencia al mismo tiempo. Combinado con el temor y la aflicción, bastaba para que Harry deseara poner fin a todo. Por eso, cada vez se sentía más identificado con aquel asesino estadounidense de ojos llameantes, lo cual le procuraba una especie de alivio. Si ya estaba muerto, nada podía hacerle daño.
Respiró hondo al llegar al final del pasillo, dejó escapar el aire y abrió la puerta de la habitación donde se secaban las ropas. El calor de las tuberías se alzó ante él como una muralla. Entró en la habitación poco a poco.
Era del tamaño de una alacena, con paredes de argamasa manchadas, suelo de linóleo gris y un techo ocupado en su mayor parte por una trampilla cerrada con candado, sobre la cual un estudiante, que había subido por la oxidada escalera metálica, había pegado numerosos chicles que formaban las letras «f-o-l-l-a», y el principio de una «r». Una bombilla desnuda situada sobre la puerta iluminaba la habitación, y Harry vio a esta escasa luz no sólo el reducido espacio que quedaba entre las tuberías de agua para colgar sus prendas, sino también muchas otras ropas que habían sido tiradas de cualquier manera en la habitación, y que ahora formaban pilas, impregnadas de sudor en el suelo. Al ama de llaves no le haría ninguna gracia, ni al prefecto de la residencia. Si no se ponía orden en la habitación, todos serían castigados.
Harry suspiró, inhaló una bocanada de aire fétido y caliente, se estremeció cuando recogió el montón de prendas más próximo y empezó a colgarlas de las tuberías para que se secaran. Tenían un tacto viscoso en sus manos, y cierta subrepticia pegajosidad perturbó sus recuerdos. Era como si, nuevamente, en este momento desgajado, apretara el puño contra el jersey empapado de sudor que cubría el pecho que le aprisionaba contra el suelo en la oscuridad.
«¿Quieres un revolcón, maricona, quieres un revolcón, quieres un revolcón?».
Harry lanzó un grito. Quería escapar, y tiró las ropas sobre las tuberías con la mayor rapidez posible.
«¿Quieres un revolcón, maricona, quieres un revolcón, quieres un revolcón?».
Aferró la prenda que sujetaba. Nadie le iba a rescatar de esto, ni ahora ni nunca. Hablara o no, el resultado sería el mismo. Era inevitable. Estaba escrito.
Miró sus manos, que habían empezado a estrujar y retorcer un calcetín azul marino. Al contrario que las demás prendas, estaba completamente seco, y sus dedos tiraron con fuerza de él, tocando un trozo de algodón cosido a la lana. Harry lo examinó. En la etiqueta de algodón estaba escrito el número 4.
Lo contempló fijamente. Era difícil ocultar secretos en un lugar como Bredgar Chambers. Por la mañana había oído, como todo el mundo, que las ropas de Matthew Whateley habían sido encontradas en el vertedero, cerca de la casa del conserje, parcialmente quemadas. Harry comprendió ahora que no las habían encontrado todas. En el vertedero no estaba todo.
Tragó saliva. Tenía la garganta seca. Aquí había algo. Algo. No era sospechoso. No era significativo. Ni siquiera era peligroso. No exactamente. Pero era algo. Tal vez suficiente para llenar el hueco de su pecho. Tal vez suficiente para desprenderse de la culpabilidad y la pena.
Miró furtivamente la puerta abierta. El pasillo estaba desierto. Los chicos estaban haciendo los deberes. Le quedaba poco tiempo antes de que el prefecto de la residencia viniera en su busca, preguntándose por qué no se hallaba con los demás en la sala de estar. Harry se sentó en el suelo, se desanudó el zapato, se quitó un calcetín y lo cambió por el de Matthew. Era de un tono diferente al suyo, así que lo recubrió con éste. Su zapato, como resultado, le vino un poco estrecho, pero carecía de importancia. El calcetín de Matthew se encontraba a salvo.
Ahora, sólo debía decidir en quién confiar.