Capítulo 18

Encontraron por fin a Chas Quilter en su dormitorio, el lugar donde no debía estar. Tenía una clase de biología aquella mañana, y el primer sitio donde le buscaron fue en el edificio de Ciencias. Al no encontrarle, probaron la capilla, el teatro y la enfermería, antes de dirigirse hacia la residencia Ion. Era el edificio del campus situado más al norte y, al contrario que las otras residencias, perfectamente simétricas, una planta adicional que surgía del extremo este del edificio rompía el equilibrio proporcionado. Un letrero sobre la puerta cerrada de este ala rezaba: SEXTO SUPERIOR, SÓLO MIEMBROS. Al verlo, Lynley decidió echar una ojeada al club social de sexto superior.

No había mucho que ver. Se trataba de una sala amplia, con una fila de ventanas desde las que se veía la residencia Calchus. El mobiliario consistía en cuatro sofás, una mesa de billar, otra de ping pong, tres mesas de caballete con iniciales grabadas y una docena de sillas de plástico baratas. Un mueble apoyado contra una pared contenía un televisor y, en la parte inferior, un vídeo. Muy cerca, un equipo estéreo descansaba sobre una estantería. El bar corría a lo largo de otra pared.

—¿Qué impide a los chicos entrar y servirse una pinta siempre que les venga en gana? —preguntó Havers, siguiendo a Lynley hasta el mostrador—. No será el honor, desde luego —añadió con tono sarcástico—. Quebrantar las normas de la escuela y toda esa mierda.

—Después de lo que hemos visto estos días, no pienso sostener lo contrario. —Lynley examinó las tres espitas alineadas detrás del mostrador—. Parece que estén bien cerradas. Alguien investido de autoridad tiene la llave.

—¿Chas Quilter? Eso me consuela.

Lynley miró hacia las ventanas. Se apoyó contra el mostrador.

—Desde aquí se ve Calchus, Havers. Imagino que puede verse desde cualquier punto de la sala.

—Salvo por algún árbol aislado.

—Casi todo el sendero que lleva a Calchus está al descubierto.

—Sí, es cierto. —Como de costumbre, dio rienda suelta a sus pensamientos—. Por lo tanto, cualquiera que un viernes por la noche se dirija a Calchus durante la fiesta de sexto superior puede ser visto desde estas ventanas, ¿eh? Hay farolas en el sendero, ¿eh? —Havers pasó rápidamente las páginas de su libreta—. Y Brian Byrne nos dijo que Chas Quilter se ausentó de la fiesta tres veces, como mínimo. Afirmó que para contestar a llamadas telefónicas. Tal vez pudo ser, en cambio, para salir por otra puerta y encargarse de Matthew. Si Brian estuvo sentado aquí y le vio en el sendero, quiso protegerle, ¿eh?

—Vamos a ver si le encontramos —contestó Lynley.

Una puerta situada en un extremo del club social comunicaba con la sala de descanso de Ion. Al otro lado, un pasillo conducía a la escalera. La subieron y encontraron en el primer rellano a una criada que trabajaba con un ruidoso aspirador. Les indicó a gritos en qué parte de la segunda planta estaba la habitación de Chas Quilter. El estruendo disminuyó a medida que subían el segundo tramo de escalones, y desapareció por completo cuando la puerta del pasillo se cerró a sus espaldas. La segunda planta se encontraba en silencio, a excepción del débil sonido que procedía de un equipo estéreo.

Siguieron la música, una fascinante combinación de sonidos producidos electrónicamente por un sintetizador Moog. Procedía de la sexta habitación del pasillo. Lynley se detuvo frente a ella, escuchó y llamó con fuertes golpes. Al no obtener respuesta, la sargento Havers y él entraron en el dormitorio.

No parecía la típica habitación de un muchacho de dieciocho años. El mobiliario respondía al estilo habitual de los colegios, pero una alfombra Donegal cubría el suelo de linóleo, y las paredes no estaban cubiertas de los carteles o fotografías que Lynley y Havers esperaban ver, sino de una selección de citas enmarcadas. Formaban un círculo y representaban casi quinientos años de literatura inglesa. Spenser y Shakespeare se daban la mano con Donne y Shaw. También estaban presentes los Browning, Coleridge, Keats y Shelley. Byron se hallaba entre Pope y Blake, y en el centro del círculo estaba la estancia final de La playa de Dover de Arnold, en tamaño mayor que el resto y, al contrario que las demás, escritas a mano sobre grueso papel de color crema, se había reproducido con excelente caligrafía sobre un fino pergamino. Las palabras parecían saltar del marco.

¡Oh, amor, guardémonos fidelidad!

porque el mundo, que parece

mentirnos como una tierra de ensueños,

tan variado, tan bello, tan nuevo,

no posee ni alegría, ni amor, ni luz,

ni certidumbre, ni paz, ni consuelo para el dolor.

Y en él nos encontramos como en una llanura sombría,

atormentados por confusos sonidos de lucha y desbandada,

donde ejércitos ignorantes combaten por la noche.

En la esquina inferior izquierda del pergamino se leía la firma Sissy.

Chas Quilter se encontraba sentado ante su escritorio, con un grueso volumen frente a él. Parecía estar abismado en sus pensamientos, tal vez preparando un trabajo de biología, pues cuando Lynley se acercó al muchacho vio que el libro era un texto de medicina profusamente subrayado con tinta negra y anotado en los márgenes. «Síndrome de Apert», encabezaba la página abierta, seguido de una lista de términos médicos y sus correspondientes definiciones. Tenía al lado una libreta de espiral, pero Chas, hasta el momento, no había tomado ninguna nota, si ésa era su intención. Se había limitado a escribir «un ígneo diluvio, alimentado por ardiente sulfuro que jamás se consume», en letras adornadas por una masa de llamas dibujadas. Lynley reconoció el origen de este verso contradictorio cuando lo vio sobre el escritorio, abierto pero vuelto hacia abajo: El paraíso perdido.

Sin embargo, la atención de Chas no estaba concentrada ni en la ciencia ni en la literatura, sino en una fotografía que descansaba sobre el antepecho de la ventana situada detrás del escritorio. Plasmaba al propio Chas, que rodeaba con los brazos a una muchacha de largos cabellos; cuya cabeza descansaba sobre su pecho. Era la misma foto que Lynley y Havers habían visto en la pared de Brian Byrne.

Chas levantó la cabeza sorprendido cuando el sargento Havers se acercó a las estanterías y paró la pletina.

—No oí… —balbuceó.

—Llamamos a la puerta —replicó Lynley—. Debes de estar muy preocupado.

Chas cerró el libro de medicina y también el de Milton. Arrancó de la libreta la página en la que había escrito el verso del poema y la arrugó hasta formar una bola. La encerró en su mano y crujió cuando la apretó.

Havers se sentó en la cama y se tiró del lóbulo con aire pensativo. Dirigió una mirada severa a Chas Quilter.

Lynley apretó un botón de la pletina. Se reanudó la música. Apretó otro botón. La música cesó. Apretó un tercer botón. La cinta salió expelida.

—¿Por qué no estás en clase de biología? —preguntó Lynley—. ¿Tienes permiso de la enfermería? Tengo la impresión de que las hojas de dispensa son fáciles de conseguir.

Chas clavó los ojos en la cinta. No respondió. Lynley continuó.

—No creo que el torturador seas tú. No creo que Harry Morant quisiera decir eso cuando citó tu nombre. —Se pasó la cinta de una mano a otra. En respuesta, el chico se mordió el labio superior, pero la reacción apenas duró un segundo. Lynley reparó en ella porque estaba mirando a Chas—. Creo que Harry está demasiado aterrorizado para decirme el nombre que me interesa. Después de lo que ha padecido, y después de lo ocurrido a Matthew, parece razonable concluir que no se sentirá a salvo por más que yo, u otra persona, haga o diga algo para tranquilizarle. Quizá se esté acogiendo a algún código de honor bredgardiano. No te chivarás de otro estudiante. Ya sabes a qué me refiero. Pienso que Harry consideraba, a pesar de su temor, que debía decirnos algo. Era la única forma de reparar la muerte de Matthew, de la cual, por supuesto, se siente el principal responsable. Por eso nos dio el calcetín de Matthew. Y después, en la habitación de secar la ropa de Calchus, nos dio tu nombre. ¿Por qué piensas que lo hizo? —preguntó Lynley, depositando la cinta sobre el escritorio de Chas.

La mirada de Chas siguió a la cinta, y después subió hasta Lynley. Abrió uno de los dos cajones del escritorio sin decir palabra y sacó otra cinta, oculta tras un montón de papeles y libretas. La entregó a Lynley.

El chico permaneció en silencio, pero no hacía falta que hablara, pues sus rasgos traicionaban la lucha desencadenada en su interior. Lynley había sido testigo de luchas semejantes cuando estudiaba en Eton, más de diecisiete años atrás. Le habían avisado dos veces por sendas borracheras. Sabía que la tercera significaba la expulsión. Por eso se había llevado la ginebra a su habitación, porque la ginebra parecía la peor de todas las bebidas, mucho más indicativa de degradación e ignominia, y se había bebido casi la mitad de la botella. Porque quería que le expulsaran. Porque quería volver a casa. Porque lo último que podía soportar era ser apartado de su hermana, a su hermano y su madre mientras su padre agonizaba. Si la expulsión era la única manera de volver a casa, ¿qué importaba si su familia se sentía herida, si aportaba una aflicción adicional a unas circunstancias que no podían ser más penosas? Por eso había bebido, pero no fue el rector quien le descubrió, sino John Corntel. Recordó la angustia pintada en la cara de Corntel, mientras intentaba decidir qué hacer con su compañero, que estaba tendido en la cama semiinconsciente. Ir en busca del rector significaría cumplir las normas del colegio; hacer otra cosa le pondría en peligro. Lynley recordó haber esperado con ebria satisfacción la reacción de Corntel que le arruinaría. Recordó su triste alegría cuando el chico salió de la habitación. Pero Corntel no volvió acompañado del rector, sino de St. James. Ambos hicieron desaparecer el alcohol, encubrieron a Lynley y pusieron a salvo su plaza en el colegio.

«Vivimos mediante códigos —pensó—. Les llamamos nuestra moral, nuestras normas, nuestros valores, nuestra ética, como si formaran parte de nuestra estructura genética. Sin embargo, son simples formas de conducta que hemos aprendido de nuestra sociedad, y a veces conviene actuar a despecho de ellos, desafiar a sus convenciones para proceder con rectitud».

—No estamos hablando de echar una calada en el campanario, Chas —dijo Lynley—. Ni de afanar el jersey de alguien, ni de copiar durante un examen. Estamos hablando de agresión. De tortura. Y de asesinato.

Chas llevó una mano a su frente. Agachó la cabeza. Su piel se había teñido de un tono macilento. Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Apretó las piernas, como si buscara calor o protección.

—Clive Pritchard —dijo, y Lynley comprendió cuánto le había costado pronunciar las dos palabras.

La sargento Havers abrió su cuaderno sin hacer el menor ruido y sacó un lápiz del bolsillo de la chaqueta. Lynley se quedó donde estaba, junto a las estanterías. Vio el sol de la mañana enmarcado en la ventana, detrás de Chas, rodeado de la pureza cegadora de grandes cúmulos.

—Cuéntamelo —dijo.

—Fue un sábado por la noche, hará unas tres semanas. Matt Whateley me trajo la cinta para que la escuchara.

—¿Por qué no se la dio al señor Lockwood?

—Por la misma razón que yo no lo hice. No quería que expulsaran a Clive del colegio. Sólo quería que dejara en paz a Harry Morant, y a todo el mundo. Así era Matt. Un tío legal. Vive y deja vivir.

—¿Sabía Clive que tú tenías la cinta?

—Desde el primer momento. Se la dejé escuchar Matt sabía que yo iba a hacerlo. Era la única manera de que Clive dejara en paz a Harry Morant. Le pedí que viniera aquí para escucharla y le dije que, si volvía a ocurrir, entregaría la cinta a Lockwood. Clive quiso que le diera la cinta, naturalmente. Incluso intentó robarla pero Matt me dijo que había hecho un duplicado, y yo se lo advertí a Clive. Comprendió que era inútil robármela, a menos que también se apoderara del duplicado.

—¿Le dijiste que Matthew había grabado la cinta?

Chas meneó la cabeza. Sus ojos se veían desolados detrás de las gafas. Una fina línea de sudor sombreaba su labio superior.

—No se lo dije, pero Clive no tardó en adivinarlo. Matt era el amigo más íntimo de Harry en el colegio. Construían juntos trenes a escala. Nunca se separaban. Eran un poco… infantiles para su edad.

—Puedo comprender que te guardaras la cinta después de que Matthew te la entregara —dijo Lynley—. Sobre todo si ponía punto final a los malos tratos. Es posible que no esté de acuerdo con tu conducta, pero al menos puedo comprenderlo. Lo que no me entra en la cabeza son los tres últimos días. Debiste saber…

—¡No estaba seguro de nada! —protestó Chas—. Todavía no lo estoy. Sabía que Clive torturaba a Harry Morant, que Matthew había grabado la cinta, que existía un duplicado y que Clive quería encontrarlo. Pero eso es todo lo que sabía.

—¿Qué pensaste cuando Matthew desapareció?

—Lo mismo que todo el mundo. Que se había largado. No era muy feliz aquí. No tenía muchos amigos.

—¿Y cuando encontraron su cadáver?

—No pensé nada. Aún no sé nada. Aún no… —El muchacho se interrumpió, abatido, y se hundió en la silla.

—Preferiste no saber nada —dijo Lynley—. Preferiste no hacer preguntas e ignorar lo obvio, ¿verdad? —Guardó la cinta en su bolsillo y contempló las citas que engalanaban la pared. La atmósfera de la habitación era asfixiante. El olor a sudor y nervios impregnaba el aire—. Te olvidaste de Marlowe —indicó al chico—. «No existe el pecado, sino la ignorancia». A lo mejor te gustaría añadirla a tu colección.

Cuando los detectives se marcharon, Chas ocultó la cabeza entre los brazos y dejó que las lágrimas acudieran a sus ojos, dando rienda suelta a una angustia que hundía sus raíces en la traición cometida contra su hermano, que había surgido con la pérdida de Sissy y había dado fruto, amargo y maltrecho, en los últimos ocho días de su vida.

Había intentado plasmarla en literatura, buscando instintivamente una purgación del espíritu mediante la poesía. En un tiempo lo había conseguido, llenando la superficie de su escritorio con incontables panegíricos poéticos dedicados, inspirados y centrados en Sissy. Las aflicciones de los últimos días, combinadas con los tormentos que le habían obsesionado durante más de un año, habían silenciado aquella voz interior que había surgido de su ser, que había inflamado su alma y alentado su pasión por escribir. Ya no tenía palabras con las que aplacar un sufrimiento tan inmenso que parecía no tener principio ni fin. Se trataba de una desdicha monstruosa, que amenazaba con contaminar todo aquello que rozaba la periferia de su vida.

Le había resultado muy conveniente alejarse de Preston, disculpar el abandono de su hermano afirmando que era necesario para salvar el buen nombre de la familia. La realidad era que, al demostrarse falible, pero también profundamente atormentado, Preston había caído del pedestal de hermano mayor en que Chas le había colocado, y el orgullo de éste se sentía herido al haber sido engañado por el disfraz de inocencia que su hermano había exhibido. Por lo tanto, se negó a hablar con él una vez se probaron las acusaciones. Se había negado a verle la última mañana que pasó en el colegio, a contestar la única carta que Preston le escribió y, en especial, a reconocer alguna relación entre el rechazo de su hermano y el hecho de que Preston se había marchado a Escocia sin ánimo de regresar.

Al perder a su hermano, se había volcado en Sissy convirtiéndola en la fuerza vital que fluía en su sangre. En siete meses había pasado de ser su amiga del colegio al único puerto seguro en que podían recalar sus pensamientos, a la inspiración de su pluma, a la obsesión candente que dominaba todos los momentos pasados en su ausencia. Sin embargo, al igual que su hermano, Sissy se había ido, destruida por el egoísmo y la necesidad de Chas, aplastada por la fuerza de un ímpetu que carecía de sentido y control.

¿Acaso no había sido ese mismo ímpetu el que había puesto en marcha la maquinaria de la muerte de Matthew Whateley? Había dejado que Clive Pritchard escuchara la cinta, sin pensarlo dos veces, complaciéndose secretamente en la expresión de estupor que había aparecido en el rostro de Clive, cuando éste comprendió que un gusano de tercer año, una insignificante hormiga a la que podía aplastar con el pie, le había ganado en inteligencia. Había extraído tal placer de la reacción de Clive que su rostro le traicionó momentánea y fatalmente cuando el otro muchacho le preguntó quién había grabado la cinta, adivinando que era Matthew Whateley, de entre los cuatro posibles candidatos que mencionó. Sin quererlo, había traicionado a Matthew y había puesto en marcha los engranajes de la fatalidad.

Todos estaban relacionados, en última instancia: su hermano, Sissy, Matthew, Clive. Él era la enfermedad que les había contaminado. Sólo existía una medicina. Le tenía miedo. Carecía de la fuerza de voluntad, la valentía y la firmeza moral para administrarla. Se despreciaba por sus días de indecisión, por su falta de iniciativa. Pero sin duda sabía cuál era.

Clive Pritchard había transformado su dormitorio de la residencia Calchus en un altar a James Dean. Había imágenes del actor por todas partes: caminando por una calle de Nueva York, las manos hundidas en los bolsillos, el cuello de la chaqueta subido para protegerse del frío; trepando a un pozo de petróleo en la película Gigante; acunando a un agonizante Sal Mineo en Rebelde sin causa; posando junto al Porsche que le mató; mirando a la cámara con semblante sombrío en una docena de primeros planos diferentes, recortados de un calendario; fumando en el plató de Al este del Edén. Era como ser catapultado de repente en otro país, en un repliegue temporal. Treinta años desaparecían en un instante.

La restante decoración del cuarto acentuaba esta sensación. Viejas botellas de Coca-Cola estaban alineadas sobre el antepecho de la ventana, y debajo se alzaba un destrozado taburete de vinilo que parecía salido de un antiguo bar norteamericano. Sobre el escritorio colgaban una lista de éxitos musicales y tres menús, compuestos en su mayor parte de hamburguesas, perritos calientes, patatas fritas y batidos de leche. Sobre las estanterías descansaban un par de zapatillas negras de tenis y un pequeño letrero de neón que rezaba COKE.

El único anacronismo, aparte de una foto del primer equipo de rugby y otra de Clive, disfrazado de oficial de rey, clavadas en el armario ropero, era una tercera foto que adornaba el escritorio. Clive posaba en ella con una anciana de aspecto aterrorizado. Rodeaba a la mujer con un brazo y le clavaba las uñas en el hombro. Se había afeitado ambos lados de la cabeza, dejando únicamente un penacho de pelo en el centro, teñido de azul y formando púas. Iba vestido con un conjunto negro de cuero en el que abundaban las cadenas.

El contraste entre el Clive Pritchard de las fotos y el muchacho que entró en la habitación acompañado del rector era notable. A Lynley le costó creer que se trataba del mismo chico de las fotos, al verle ataviado con su uniforme escolar, el cabello corto y bien peinado, los zapatos lustrados, el suéter, pantalones y camisa impecables.

Al haber confirmado Chas Quilter la identidad del torturador que la cinta de Matthew Whateley delataba y tras haber sido informado sobre la cámara oculta sobre la habitación de secar la ropa de Calchus, Alan Lockwood no había vacilado en actuar. Desde su despacho, en presencia de Lynley y Havers, había llamado a Irlanda del Norte, donde el padre de Clive Pritchard, un coronel del ejército, había estado destinado durante los últimos dieciocho meses. Su mensaje al coronel Pritchard fue muy conciso. Clive había sido expulsado de Bredgar Chambers, por decisión del rector. La junta de gobierno sería informada. Dadas las circunstancias, no habría apelación. Si el coronel era tan amable de enviar a un miembro de la familia…

Se produjo una larga pausa, durante la cual Lynley y Havers oyeron que una voz irritada contestaba desde el otro extremo de la línea. Lockwood acalló las protestas del coronel Pritchard con contundencia.

—Un chico ha sido asesinado. Los problemas de Clive en este momento van mucho más allá de la expulsión, créame.

Una vez asumida su responsabilidad, se dirigió hacia la habitación del muchacho, seguido de Lynley y Havers.

Clive observó que Lynley estaba mirando la foto, y sonrió en respuesta a la expresión reflejada en el rostro del detective.

—Mi abuela y yo. Me parece que no estaba pensando en los mohawk[5]. —Se sentó en el borde de la cama, se quitó el suéter y empezó a subirse las mangas de la camisa. La suave piel de la parte interna del brazo izquierdo estaba desfigurada por un tatuaje, un cráneo deforme y dos tibias cruzadas. Daba la impresión de que había sido ejecutado con una navaja y tinta china—. Genial, ¿verdad? —preguntó cuando vio que Lynley había reparado en el tatuaje—. En el colegio siempre he de taparlo, pero he descubierto que a las tías las pone a cien. Ya sabe qué quiero decir.

—Bájese la manga, Pritchard —dijo Lockwood—. Ya.

Parecía que el rector estuviera oliendo algo repugnante. Cruzó la habitación y abrió la ventana.

—Uno-dos. Muy bien, Locky. Respira —se burló Clive Pritchard, mientras Lockwood contemplaba el espacio abierto. Dejó las mangas tal como estaban.

—Sargento —dijo Lynley a Havers, sin hacer caso del enfrentamiento que tenía lugar entre el chico y el rector.

Después de tantos años, Havers ya se sabía las palabras de memoria. Clive no estaba obligado a decirles nada a menos que así lo deseara, pero cualquier cosa que dijera podría ser tomada por escrito y utilizada como prueba contra él.

Clive fingió confusión y sorpresa, pero sus ojos no disimularon el hecho de que entendía el significado oculto de aquellas frases oficiales.

—¿Qué pasa? —preguntó—. El señor Lockwood viene en persona a interrumpir mi clase de música, en mitad de mi solo de saxo, por cierto; encuentro a los polis en mi cuarto, chafardeando la foto de mi abuela, y ahora me leen mis derechos. —Extendió el pie, atrapó la silla por el peldaño y la atrajo hacia sí—. Relájese, inspector, aunque sería mejor dedicar esta expresión a la sargento.

—De entre todos los malditos sinvergüenzas… —Lockwood pareció incapaz de continuar.

Clive ladeó la cabeza en su dirección, pero formuló a Lynley una pregunta deliberadamente ingenua.

—¿Por qué está él aquí, en cualquier caso? ¿Qué tiene que ver todo esto con Morant?

—Procedimientos judiciales —repuso Lynley.

—¿Qué clase de procedimientos?

—Interrogar a sospechosos.

La sonrisa de inocencia de Clive se desvaneció.

—No habrán venido a… Muy bien, el rector me dejó escuchar la cinta. Sé de qué va el rollo y que mi padre se pondrá a parir, pero eso es todo. Puse en vereda a Harry Morant. Tenía mucho morro. Necesitaba unas lecciones, pero hasta ahí llegó todo.

La sargento Havers estaba tomando nota, inclinada sobre el escritorio. Cuando Clive hizo una pausa, la mujer cogió una silla, se sentó y continuó. Lockwood, de pie ante la ventana, se cruzó de brazos. Lynley habló.

—¿Vas muy a menudo a la enfermería, Clive?

—¿A la enfermería? —repitió Clive, como estupefacto, pero tratando de ganar tiempo—. Como todo el mundo.

No era una respuesta. Lynley le apremió.

—Pero estás enterado de las hojas de dispensa.

—¿Y qué?

—Sabes donde se guardan. Para qué se utilizan.

—Como todo el mundo.

—Tú también las has utilizado, sin duda. Tal vez un día que no tenías ganas de ir a jugar un partido. Tal vez un día que tenías cosas más importantes que hacer, como estudiar en vistas a un examen, escribir un trabajo o preparar una exposición.

—¿Y qué? La mitad de los tíos de sexto superior hacen lo mismo. Van a la enfermería, ponen caliente a la Laughland durante un cuarto de hora, fingen estar pirrados por ella y salen con una hoja de dispensa. Es el pan nuestro de cada día, inspector. —Sonrió, como si desplegara una confianza renovada—. ¿Va a ordenar a la sargento que lea sus derechos a todos los que han actuado igual? Tardará semanas en terminar.

—Por lo tanto, es fácil obtener las hojas de dispensa.

—Si uno sabe lo que se lleva entre manos.

—¿También hojas en blanco? ¿Hojas que la señora Laughland no ha llenado o firmado?

Clive se miró las manos y se pellizcó la cutícula del índice derecho, sin decir nada.

—Pritchard… —Lockwood pronunció su apellido con tono admonitorio. Clive le dedicó una mirada de total desprecio.

—Es fácil sacar hojas en blanco, ¿verdad? —insistió Lynley—. Sobre todo si otro chico se encarga de distraer a la señora Laughland. Metiéndole mano, como tú has dicho. De lo cual deduzco que cogiste una hoja de su escritorio… Quizá más de una, si el plan no salió bien la primera vez.

—Qué tontería —respondió Clive—. Ni siquiera sé de qué está hablando. ¿A qué plan se refiere, y quién lo montó?

—El plan de secuestrar a Matthew Whateley.

Clive lanzó una breve carcajada.

—¿Me está colgando el muerto? Haga lo que le dé la gana, inspector, pero no le servirá de nada.

Lynley, bien a su pesar, admiró la sangre fría del muchacho. Aparte de alguna reacción física que traicionaba su conocimiento de algunas cosas, Clive era impenetrable, hábil en muchos sentidos. Lynley decidió ensayar un ataque frontal.

—No estoy de acuerdo. Colgarte el muerto me conducirá a la solución, Clive.

El chico emitió una risa burlona y se dedicó a sus cutículas.

—Te contaré mi teoría. Cuando conseguiste la hoja, la llenaste con el nombre de Matthew Whateley y la depositaste en el casillero del señor Pitt, con el fin de que no contase con el chico para el partido de la tarde. Después, nada más terminada la comida, te apoderaste de Matthew. Supongo que le tendiste una emboscada cuando se dirigía a Erebus para cambiarse de ropa. Esperaste a que los demás se fueran a los partidos. Le llevaste a la cámara que hay sobre la habitación de secar la ropa antes de irte tú también a los partidos. Le torturaste el viernes por la noche, mientras los demás estudiantes se hallaban ocupados en otros sitios, pasando el fin de semana en su casa o divirtiéndose en el club social de sexto superior, donde hiciste una aparición obligatoria. Cuando la juerga se acabó, le asesinaste.

Clive se bajó las mangas de la camisa. Se las abotonó y cogió el suéter.

—Está chiflado.

—No saldrás de aquí, Pritchard —dijo Lockwood—. Dejando aparte esto —agitó la mano en dirección a Lynley—. Quedarás confinado en tu habitación hasta que llegue algún miembro de tu familia y me descargue de la responsabilidad, suponiendo que la policía no desee hacerlo de inmediato.

El breve discurso del rector pareció espolear al muchacho.

—¡Ah, perfecto! ¡Fantástico! —explotó—. Me expulsa por unos sopapos de nada. ¿De qué sirvieron las normas cuando yo estaba en tercero? ¿A quién le importó una mierda que me…?

—¡Basta!

—¡No, nada de basta! ¡Y una mierda! A mí me dieron de lo lindo, ¿no? Y no me chivé, ni de mis compañeros, ni de nadie. Me callé como una puta.

—¿Y esperaste a hacer lo mismo con alguien en cuanto se te presentara la oportunidad? —preguntó Lynley.

—¿Y qué? ¡Estaba en mi derecho!

Lynley comprendió que el chico intentaba dejar al margen el tema de Matthew Whateley. Actuaba con suma habilidad, con la facilidad de palabra de un hombre que le doblara la edad.

—¿Cómo le asesinaste, Clive? —preguntó Lynley—. ¿Le diste algo de beber, algo especial de comer?

—¿Que yo le asesiné? ¡Morant está vivo! Yo nunca… —Su rostro se tiñó de púrpura—. ¿Cree que yo maté a Whateley? Quien le haya dicho… —Volvió la cabeza hacia la residencia Ion, visible a través de los árboles—. ¡Hijo de puta! —Se giró en redondo hacia Lynley, sin levantarse de la cama—. Ha sacado sus deducciones, ¿eh? Bien, dígame usted cómo lo hice, cómo transporté el cuerpo a Stoke Poges. ¿Por arte de magia? —Rió y se puso en pie de un salto, cerrando la mano alrededor de un micrófono imaginario—. ¿Qué le parece esto? Le tele transporté a Buckinghamshire, escocés. ¿Cree que fue así?

—En absoluto —replicó Lynley—. Pero sí creo que no te resultó muy difícil entrar en la oficina del conserje, coger la llave de un minibús de detrás del mostrador, donde están colgadas a la vista de todos, y utilizarlo para transportar a Matthew a Stoke Poges el sábado por la noche, mientras el conserje se había ido a casa de su hija. El minibús debió de robarse a una hora bastante avanzada, y fue devuelto la madrugada del domingo, probablemente.

Clive rió de nuevo, apoyando los puños sobre las caderas.

—Magnífico. Realmente magnífico. Sólo hay un problema. Yo no estuve aquí el sábado por la noche, inspector. Estuve en Cissbury. Follando con un conejito que cacé en el pueblo. Una vez en la parada del autobús y dos más en el aparcamiento contiguo a la taberna. La última fue después de la hora de cerrar. Pregúntele al camarero. Nos encontró junto al cubo de basura. —Clive sonrió y realizó un gesto obsceno con las manos—. La última vez quiso que se lo hiciera de pie. Estábamos apoyados contra el cubo cuando el camarero nos descubrió. Pregúntele qué vio cuando fue a tirar la basura de la noche. Abrió los ojos de par en par, y los oídos también, porque ella aulló como un cerdo la primera vez que se la metí.

—Si piensas que vamos a creer…

Clive interrumpió a Lockwood:

—No me importa lo que usted crea. Al fin y al cabo, ya estoy fuera de aquí. Y muy contento. —Se plantó de un salto ante el escritorio y abrió un cajón, del que sacó una libreta. La tiró sobre el escritorio y un montón de fotografías salieron despedidas. Tenían los bordes chamuscados—. Écheles un vistazo, si tantas ganas tiene de atrapar al asesino de Matthew Whateley. Yo no le secuestré. Yo no le torturé. Yo no le asesiné. Pero puedo decirle sin la menor duda quién lo hizo.

Lynley alzó las fotos. Sintió que un estremecimiento de asco recorría su cuerpo.

—¿De dónde las sacaste?

Clive exhibió una sonrisa de triunfo, como si hubiera aguardado este momento y quisiera saborearlo.

—Las encontré el sábado por la noche en el vertedero, justo cuando salté la pared tras regresar de Cissbury. La dulce señora Bond, la Reina de la Química de Bredgar, estaba intentando quemarlas.