Capítulo 21
Lynley se encontró con Cecilia en la habitación de la joven. La señora Streader estaba sentada junto a la cama. Apoyaba una mano en el brazo de la chica y con la otra secaba sus propias lágrimas. Murmuraba el nombre de Cecilia de vez en cuando, pero daba la impresión de que lo hacía más para consolarse a sí misma que a la muchacha, que se hacía dormido en cuanto le administraron un sedante.
Lynley oyó que St. James y el inspector Canerone conversaban fuera de la habitación. Alguien tosió. Otra persona maldijo. Un teléfono sonó. Alguien lo descolgó al segundo timbrazo.
Lynley se sentía destrozado. Parecía una crueldad innecesaria interrogar a Cecilia, pero de todas formas lo hizo, concediendo primacía a su papel de investigador y reprimiendo los impulsos de mitigar el sufrimiento de la muchacha.
—¿Sabías que Chas iba a venir esta tarde? —le preguntó Lynley. Ella volvió la cabeza hacia él como un autómata—. ¿De qué te habló, Cecilia? ¿Mencionó a Matthew Whateley? ¿Supiste su nombre de esa manera?
Los párpados de Cecilia se cerraron. Se pasó la hinchada lengua por los labios. Habló en tono indiferente.
—Chas… dijo… que Matthew vio el minibús. Estaba en el sendero que separaba Erebus de Ion, y lo vio. El martes por la noche. Le descubrió.
—¿Matthew descubrió que Chas había cogido el minibús?
—Sí.
—Hablaste por teléfono con Chas el viernes por la noche. Varias veces. ¿Te contó que había llevado a Matthew a la habitación de Calchus?
—No dijo… nada de Matthew. Nosotros… Era por el niño. Yo quería hablarle del niño. Yo tenía que…, nosotros…, decidir qué hacíamos… Si se lo decía a su padre… Pero no quiso. Su padre… No quería decírselo.
—¿No te habló de Matthew? ¿No dijo nada sobre el laboratorio de química, sobre la campana de gases?
Ella agitó la cabeza débilmente.
—Nada sobre Matthew. —Una arruga se formó entre sus cejas. Buscó los ojos de Lynley—. Pero dijo… que otra persona sabía lo del minibús. Que la cosa no terminaba… con Matthew. Pero tenía que acabar de alguna manera. Tenía que acabar… —Se llevó la mano a los labios. Las lágrimas manaron poco a poco de sus ojos—. Yo no… Tenía que haber comprendido a qué se refería. No lo hice. No creí que él quisiera… El niño. Y… Chas.
La señora Streader secó las mejillas de la joven.
—Sissy, cariño. Todo va bien. Tranquila.
—La cosa no terminaba con Matthew —dijo Lynley a Cecilia—. Alguien más vio a Chas en el minibús aquella noche. Una mujer. Jean Bonnamy. ¿Te habló de ella? ¿Te contó lo que le había pasado a esa mujer esta tarde?
—No. Jean… No dijo nada de Jean. Sólo que usted le perseguía… Que usted quería hacerle hablar… decirle… Dijo que usted no entendía. Que no tenía ni idea. Él se sentía impulsado… —Sus párpados se cerraron.
—¿Impulsado a qué? ¿A protegerte, como tú a él?
La joven acarició el raso que bordeaba el cubrecama de lana.
—Proteger. Chas protege —murmuró—. Chas es así. Protegerá. —Sus manos se relajaron y su mandíbula se distendió. Estaba dormida.
La señora Streader acarició con ternura la frente de la chica.
—Pobre cariño —dijo—. Ha sufrido mucho, inspector. Padres, embarazo, parto, la deformidad del bebé. Y ahora esto. Le quería tanto. Los dos se querían, no me cabe la menor duda. He visto a muchos jóvenes que han venido a mi casa para visitar a chicas a las que habían complicado en problemas similares, pero nunca vi ninguno tan enamorado como Chas Quilter. Ninguno.
—¿Oyó algo de su conversación de esta noche?
La señora Streader negó con la cabeza.
—Querían estar solos y yo accedí. Puede reprocharme haberles dejado solos después de lo ocurrido en el pasado y del resultado que yace como un corderito deforme en el hospital, pero no encontré motivos para negarles el consuelo que podían obtener de su mutua compañía. Hay muy poco amor en el mundo, y todavía menos alegría. Si unos escasos minutos de abrazos les iban a proporcionar un remanso de paz, ¿qué derecho tenía yo a negárselo?
—¿Estuvo aquí el sábado por la noche, cuando Chas vino?
—No, pero estoy segura de que vino. Cecilia me dijo que iba a venir aquella noche, y Chas siempre cumplía su palabra. Igual que hoy.
—¿Hoy?
La señora Streader alisó el cabello de Cecilia.
—Telefoneó a mediodía. Dijo que iba a venir. Prometió que iba a venir. Y a las cuatro se presentó. Chas era así.
Lynley reaccionó ante estas palabras como impulsado por un acto reflejo. Se levantó. La lámpara de la mesilla de noche iluminaba el lado derecho de la arrugada cara de la señora Streader. La oscuridad ocultaba el resto, pero Lynley comprendió que la mujer, a juzgar por su expresión, desconocía la importancia de lo que acababa de decir.
—¿Llegó a las cuatro?
—Dijo que había hecho autostop. Y debía de ser verdad, porque estaba empapado. ¿Por qué? ¿Es importante?
Lynley, en lugar de contestar, salió de la habitación. Fue en busca de St. James, a quien encontró en la sala de estar con el inspector Canerone y un agente uniformado.
—No cabe duda de que se trata de un suicidio —dijo Canerone al ver a Lynley—. El chico vino preparado.
Entregó a Lynley la soga improvisada. Estaba hecha con dos corbatas de Bredgar Chambers anudadas, una azul a rayas amarillas, y la otra al revés: amarilla a rayas azules.
Lynley la sostuvo como una serpiente con ambas manos. Amarillo sobre azul. Azul sobre amarillo. No sólo se trataba de Matthew. La confusión de los colores había tenido lugar ante sus propios ojos, pero las alusiones a relaciones familiares le habían confundido hasta este momento. En lugar de comprender la horrible verdad, había buscado un significado en absurdas conversaciones sobre hockey.
—Hemos de volver al colegio —dijo a St. James—. ¿Se ocuparán sus hombres de lo sucedido aquí, inspector Canerone?
—Por supuesto.
Lynley enrolló las corbatas y las guardó en el bolsillo, sin decir nada más. En lugar de ello, empezó a asimilar información, reflexionando sobre la única realidad que permanecía inalterable tras descartar los móviles de los sospechosos y pasar revista a sus oportunidades. Salió de la sala, despidiéndose de Canerone con un gesto.
Mientras el coche corría de vuelta hacia West Sussex, St. James interrumpió los pensamientos de Lynley.
—¿Qué pasa, Tommy? ¿Sospechas que no se trata de un suicidio?
—No. Chas Quilter se quitó la vida. En lo tocante a él, la cuestión era matarse o decir la verdad. No existía ninguna otra opción. La muerte le pareció la mejor alternativa. —Lynley descargó un leve puñetazo sobre el volante—. Lo dice en la pared de aquella deprimente capilla. Yo lo leí. Maldita sea, yo lo leí, St. James.
—¿Qué?
—Per mortes eorum vivimus. Gracias a sus muertes vivimos. El maldito memorial que el colegio dedicó a sus estudiantes que murieron en la guerra. Y él se lo tragó, maldita sea. Se tragó eso y todo lo demás: el código de silencio, las exigencias de honor, la lealtad a sus compañeros. Por eso se mató, St. James. Se colgó antes que confesar la verdad. Gracias a su muerte, otros viven. Cecilia lo expresó mejor. «Protegerá». Pero es recíproco, ¿no crees? No proteges a un amigo que no te protege.
—¿Estás diciendo que Chas Quilter no mató a Matthew Whateley?
—Chas no mató a Matthew, pero fue el motivo de su muerte.
La sargento Havers se reunió con ellos en el vestíbulo principal del colegio. Acababa de salir de la capilla cuando Lynley y St. James entraron. Llevaba la ropa arrugada, el cabello despeinado y su rostro reflejaba agotamiento.
—Nkata ha vuelto a llamar desde Exeter —anunció.
—¿Alguna novedad?
—Dice que no hay forma de verificar nada. Si un bebé euroasiático nació allí hace trece años y fue adoptado gracias a los buenos oficios de Giles Byrne, nadie sabe nada. Todo el mundo contestó lo mismo cuando Nkata les explicó la situación. Una adopción como la descrita por Giles Byrne sería un asunto privado, en el que sólo intervendrían la madre, un abogado y los padres adoptivos, nadie más. Eso es todo. La historia de Byrne es falsa. De todos modos, la suerte nos ha sonreído un poco, porque la junta de gobierno lleva reunida en la sala del consejo toda la noche. Allí siguen todavía. Giles Byrne también está.
A Lynley no le sorprendieron las noticias del agente Nkata. Otra pieza del rompecabezas encajaba en su sitio.
—¿Cómo esta Jean Bonnamy?
Havers dio una patada a una piedra.
—Dicen que se salvará.
—¿Sigue inconsciente?
—Sí y no. Recobró el conocimiento poco antes de que la llevaran al quirófano.
—¿Pudo hablar?
—Lo suficiente.
—Dio una descripción al DIC de Horsham. Yo estaba presente. No vio con claridad a su atacante por falta de luz, pero vio lo suficiente. No era Chas Quilter, señor. Nada encajaba, ni la estatura, ni el peso, ni la corpulencia, ni el cabello. Tampoco utilizaba gafas, y no creo que atacara a alguien a ciegas. Por lo tanto, hemos vuelto a perder a nuestro hombre.
Lynley sacudió la cabeza.
—Le hemos encontrado ya, sargento. No me cabe la menor duda de que un montón de pruebas forenses le acusarán.
—¿Vamos a proceder a una detención, pues?
—Todavía no. Queda una pregunta por responder. Y Giles Byrne es el hombre que la hará.
La reunión de la junta de gobierno iba a concluir cuando Lynley y St. James entraron en el pasillo del ala administrativa. La puerta de la sala del consejo estaba abierta, y una neblina amarillenta, producida por el humo del tabaco, impregnaba la atmósfera menos contaminada del pasillo. Se oyeron amistosas despedidas, seguidas por un éxodo de ocho hombres y una mujer que, enfrascados en su conversación, pasaron junto a Lynley y St. James sin dedicarles más que una mirada de curiosidad, antes de salir a la noche. Por lo visto, pensó Lynley, el rector había logrado calmar el nerviosismo expresado por la junta acerca de la desaparición y muerte de Matthew Whateley.
Alan Lockwood continuaba en la sala del consejo. Estaba hablando con Giles Byrne, sentado a la enorme mesa de nogal, mientras se ajustaba el nudo de la corbata. Se hallaban rodeados de tazas de café, botellas de agua y ceniceros. Cuando Lynley y St. James entraron en la sala, Giles Byrne se reclinó en su silla y encendió un cigarrillo. Alan Lockwood, a su lado, miró rápidamente hacia la ventana que daba al claustro, abierta unos ocho centímetros, pero no hizo el menor movimiento para abrirla más, tal vez por una cuestión de tacto.
—En cuanto al inminente arresto… —decía Lockwood.
Byrne efectuó un ademán perezoso para interrumpirle.
—Creo que nuestro buen inspector nos aclarará este punto, Alan, si eres tan amable de preguntárselo. —Dio una calada a su cigarrillo y retuvo el humo en los pulmones durante varios segundos.
La cabeza de Lockwood giró hacia la puerta. Se puso en pie al ver a Lynley y St. James.
—¿Y bien?
Las dos palabras contenían una exigencia de información y ejecución. Las pronunció en un tono de falsa autoridad, dedicado sin duda al hombre que más había influido para que le concedieran el puesto de rector.
Lynley, sin hacerle caso, les presentó a St. James y entró en materia.
—Matthew Whateley solía visitar a una mujer de Cissbury llamada Jean Bonnamy. La han atacado a última hora de la tarde.
—¿Qué tiene eso que ver con…?
—Ha proporcionado una descripción a la policía, señor Lockwood. No hay duda de que el agresor es alguien de este colegio.
—No hemos perdido de vista a Pritchard ni un segundo. Es imposible que haya salido de la residencia Calchus para ir a Cissbury. Absolutamente imposible.
—No fue Clive Pritchard. Está implicado en todo lo ocurrido de manera tangencial, desde luego, pero Clive no ha sido en ningún momento el principal responsable de lo ocurrido en Bredgar Chambers durante la semana pasada. Ha sido, simplemente, un peón involuntario.
—¿Un peón?
Lynley avanzó unos pasos. St. James caminó hasta la ventana, desde la cual contempló el intercambio de palabras.
—Todo ha sido como una partida de ajedrez. Al principio no me di cuenta, pero esta noche comprendí la semejanza. Comprendí, sobre todo, que los jugadores secundarios fueron sacrificados desde el primer momento para proteger al rey, como se hace con los peones, y después, por necesidad, con los alfiles y las torres. Sólo que ahora el rey ha muerto. Una eventualidad que nuestro asesino jamás imaginó.
Lynley se sentó a la mesa. Apartó a un lado una taza de café y una botella de agua. Lockwood se vio obligado a tomar asiento de nuevo.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó—. El señor Byrne y yo tenemos cosas que hacer, inspector. Si ha venido para jugar al…
—Chas Quilter ha muerto, señor Lockwood —le interrumpió Lynley—. Se ha ahorcado esta noche en Stoke Poges.
Los labios del rector formaron en silencio el nombre del muchacho.
—Es horrible, Alan —dijo Giles Byrne—. Me marcho para que puedas atender a este asunto. Si me llamas por la mañana…
—Quédese, por favor, señor Byrne —dijo Lynley.
—Esto no tiene nada que ver conmigo.
—Me temo que se equivoca —insistió Lynley, mientras el hombre se levantaba—. Tiene todo que ver con usted. Tiene que ver con una patética necesidad de amor, con una necesidad de vincularse con otro ser humano. Y todo ello por culpa de usted.
—¿Qué está intentando decirme?
—Que Matthew Whateley ha muerto. Que Chas Quilter ha muerto. Que Jean Bonnamy está en el hospital con una fractura de cráneo. Y todo porque usted es incapaz de mantener una relación con otro ser humano, a menos que éste le prometa la perfección.
—Eso es un ultraje.
—Repudió a su hijo cuando tenía trece años, ¿verdad? Porque lloriqueaba, según dijo. Porque no era lo bastante hombre.
Giles Byrne aplastó su cigarrillo en el cenicero.
—¿Y asesiné a Matthew Whateley por el mismo motivo? ¿Va por ahí? Si es así, entérese de que no pienso escucharle sin un abogado presente. Y cuando haya terminado su jueguecito, inspector, confío en que pueda dedicarse a otra carrera, porque estará acabado en la policía. ¿Me he expresado con claridad? Ahora no está tratando con un adolescente acobardado. Le sugiero que se lo piense muy bien antes de proseguir.
—No creo que el inspector trate de insinuar… —intervino suntuosamente Lockwood.
—Sé muy bien lo que trata de insinuar. Sé lo que ha estado husmeando. Sé cómo trabaja su mente. Lo he visto tantas veces que me doy cuenta cuando…
Las coléricas palabras de Byrne enmudecieron cuando percibió un movimiento en la puerta.
Su hijo acababa de entrar, seguido de la sargento Havers.
—Hola, padre —dijo Brian—. Ha sido muy amable de tu parte avisarme de que vendrías esta noche.
—¿Qué significa esto? —preguntó Giles Byrne a Lynley.
La sargento Havers cerró la puerta. Guió a Brian Byrne hacia la mesa, apoyando una mano en su hombro. El muchacho tomó asiento frente a su padre. Lockwood, que ocupaba la cabecera de la mesa, se aflojó la corbata. Sus ojos se desviaron de Byrne a su hijo. Nadie habló. Alguien pasó por los claustros, pero nadie miró hacia las ventanas.
—Sargento —dijo Lynley.
Como había hecho antes con Clive Pritchard, Havers recitó sus derechos al chico. Mientras pronunciaba las palabras como un autómata, pasaba las páginas de su cuaderno. Cuando terminó las frases prescritas, el padre del muchacho habló, sin apenas mover los labios.
—Quiero que venga un abogado. Ahora.
—No hemos venido para interrogarle a usted —dijo Lynley—. El único que puede tomar esa decisión es Brian.
—¡Quiere un abogado! —aulló Byrne—. ¡Ahora!
—¿Brian? —se limitó a decir Lynley.
El chico se encogió de hombros con indiferencia.
—Denme un teléfono —dijo Byrne—. Lockwood, un teléfono.
El rector empezó a levantarse, pero Lynley se lo impidió.
—¿Quieres que esté presente un abogado, Brian? Has de decidirlo tú, no tu padre, o yo, u otra persona. ¿Quieres un abogado?
El muchacho miró a su padre, y después apartó la vista.
—No.
—¡Por los clavos de Cristo! —estalló su padre, descargando un puñetazo sobre la mesa.
—No —repuso Brian con firmeza.
—Lo estás haciendo para castigarme…
—No —dijo Brian.
Byrne arremetió contra Lynley.
—Usted ha preparado esto. Usted sabía que él se negaría. Si piensa que un tribunal de justicia va a aceptar este tipo de procedimiento, es que está loco.
—¿Quieres un abogado, Brian? —preguntó de nuevo Lynley.
—He dicho que no.
—¡Se trata de un asesinato, maldito imbécil! —aulló Byrne—. ¡Ten un poco de sentido común por una vez en tu miserable vida!
Brian movió la cabeza con brusquedad. Un tic incontrolado, el mismo que Lynley ya había observado en otra ocasión, deformó sus labios. El muchacho apretó los nudillos contra su cara para controlar el músculo rebelde.
—¿Me estás escuchando? ¿Me has oído, Brian? —preguntó su padre—. Si crees que me voy a quedar aquí a contemplar…
—Lárgate —dijo Brian.
Su padre se inclinó y agarró el brazo del muchacho, tirando de él.
—Te crees muy listo, ¿eh? Me metes en este compromiso para que te suplique, ¿no? ¿Es eso lo que quieres? ¿Es el objetivo de tu interpretación? Bien, pues reconsidéralo, chaval, porque si no cambias de parecer saldré por esa puerta y dejaré que te enfrentes a esto solo. ¿Está claro? ¿Lo has entendido? Te enfrentarás a esto solo.
—Lárgate —repitió Brian.
—Te lo advierto, Brian. Esto no es un juego. Has de escucharme. Has de escucharme, maldita sea. Hazlo. Aún eres capaz de hacerlo, ¿verdad?
Brian se liberó de la mano que le aferraba. El esfuerzo le empujó contra su silla.
—¡Lárgate! —gritó—. Vuelve a Londres y fóllate a la Rhena esa o como se llame, pero lárgate. Déjame en paz. Es lo que te sale mejor. Siempre ha sido tu especialidad.
—Mierda, eres como tu madre —dijo Byrne—. Exactamente igual. Lo único que os interesa un poco es lo que excita la entrepierna de los demás. Sois patéticos. Los dos.
—¡Pues vete! —chilló Brian.
—No te voy a dar ese placer —siseó Byrne. Buscó sus cigarrillos y encendió uno. La llama de la cerilla tembló—. Pregúntele lo que quiera, inspector. Yo me lavo las manos.
—No te necesito —se revolvió Brian—. Tengo muchos amigos.
«Ya no», pensó Lynley.
—Chas Quilter ha muerto —dijo—. Se ahorcó hace unas horas.
Brian se giró en redondo hacia él.
—¡Eso es mentira!
—Es verdad —dijo St. James desde la ventana—. Acabamos de llegar de Stoke Poges, Brian. Chas fue a ver a Cecilia. Después, se colgó del tejo del cementerio. Ya sabes cuál.
—¡No!
—Creyó que de esa manera cerraba el círculo del crimen, supongo —dijo Lynley—. Quizá eligió el tejo porque no sabía exactamente dónde habías tirado el cadáver de Matthew. Si hubiera sabido bajo qué árbol abandonaste el cadáver el sábado por la noche, se habría ahorcado en él. Lo habría considerado una forma ideal de hacer justicia. A Chas le habría gustado.
—Yo no… —La aflicción le impidió continuar.
—Sí que lo hiciste, Brian. Por amistad. Por amor. Como una manera de asegurarte la devoción de la única persona a la que admirabas. Tú mataste a Matthew Whateley por Chas, ¿verdad?
El muchacho se echó a llorar.
—Dios mío, no —balbuceó su padre.
Lynley habló con cariño, como un padre que narrara un cuento, en lugar de la historia de un sórdido crimen.
—Imagino que Chas vino a verte el martes por la noche, o tal vez el miércoles. Había recibido una llamada telefónica de Cecilia, se enteró de que iba de parto y cometió una terrible estupidez para acudir a su lado. Cogió el minibús. Fue un acto de desesperación, sin duda, pero él estaba lo bastante desesperado como para intentarlo. Era la noche libre de Frank Orten. Nadie notaría la ausencia de Chas por unas pocas horas. Pero cuando volvió, Matthew Whateley le vio. Chas te lo dijo.
El muchacho lloraba, apretándose las manos cerradas contra la cara.
—Estaba preocupado —continuó Lynley—. Sabía que Matthew informaría de que le había visto. Te lo dijo. Necesitaba alguien con quien hablar. No pretendía que le sucediera algo a Matthew. Sólo deseaba que le tranquilizaras, como suelen hacer los amigos. Sin embargo, tú viste una forma de calmar sus preocupaciones, al mismo tiempo que te ganabas su amistad para siempre, ¿no es cierto?
—Él era mi amigo. Lo era.
—En efecto. Era tu amigo. Pero existía la posibilidad de que le perdieras cuando fuera a Cambridge, sobre todo si no te aceptaban. Necesitabas encontrar una manera de atarle a ti, de establecer una relación con él más profunda que el tenue vínculo de un antiguo compañero de colegio. Matthew Whateley te la proporcionó, y también Clive Pritchard. Clive Pritchard te ayudó sin saberlo, ¿no es verdad, Brian? Tú sabías que él quería encontrar el duplicado de la cinta de las palizas que Matthew había grabado. Sabías que Matthew iba a pasar el fin de semana con los Morant. Imagino que trazaste un plan para que Clive lo pusiera en práctica. Secuestró a Matthew el viernes después de comer y se fue al partido, un poco tarde, sin duda, pero supongo que era lo habitual en Clive, mientras tú depositabas una hoja de dispensa con el nombre de Matthew en el casillero del señor Pitt. Todo el mundo salía beneficiado de tu plan. Clive podría divertirse con Matthew, torturándole con cigarrillos encendidos en la cámara oculta sobre la habitación para secar la ropa, después del partido, para obligar a Matthew a revelar dónde estaba el duplicado de la cinta. Chas podría descansar tranquilo, sabiendo que todos sus secretos se hallaban a salvo tras la muerte de Matthew, y tú le ofrecerías a Chas la prueba irrefutable de tu infinita amistad: el cadáver de Matthew Whateley.
—Eso no es verdad —intervino Giles Byrne—. Es imposible. Díselo. Es imposible.
—Fuiste muy listo, Brian. El tributo a una inteligencia audaz y brillante. Mataste a Matthew para proteger a Chas, pero Clive pensó que él era el responsable de la muerte del muchacho. Imagino que cogiste las llaves del colegio pertenecientes a la señorita Bond de su casillero, en la sala de descanso de los profesores. Debió de ser muy fácil, y ella no las echó de menos durante el fin de semana. Después, el viernes por la noche, sacaste a Matthew de la residencia Calchus. Le llevaste al laboratorio de química, le asesinaste en la campana de gases y devolviste el cadáver a Calchus, para que cuando Clive fuera a verle le encontrara muerto y, al ignorar la verdadera causa de la muerte, asumiera la responsabilidad. Se asustó y fue a pedirte consejo. Tú te ofreciste a deshacerte del cadáver. Clive se sintió agradecido. Incluso te ayudó. Se callaría y te protegería, porque al protegerte daba por sentado que se estaba protegiendo a sí mismo. Sin embargo, Chas sabía la verdad, ¿no? Supongo que debiste contársela. Era la única manera de revelar tu supremo acto de amor hacia él. Así se enteró. Quizá tardó un poco, pero lo supo. Cuando tú consideraste que había llegado el momento de obtener su gratitud.
—¿Cómo es posible que haya ocurrido esto? —protestó Lockwood—. Hay cientos de alumnos… un profesor de guardia… Es imposible. No lo puedo creer.
—La mayoría de los alumnos se encontraban ausentes. Otros asistían al torneo de hockey. Los demás habían celebrado una fiesta muy animada y estaban durmiendo la borrachera. Como resultado, el colegio se encontraba prácticamente desierto.
Lynley descubrió que, ni siquiera ahora, era capaz de añadir que el profesor de guardia, John Corntel, se había olvidado de patrullar, que Brian sabía tal vez que Corntel no estaba solo aquella noche, que, como su habitación era contigua a la de John Corntel, sabía sin duda que Emilia Bond estaba con él y sospechaba de qué forma pasarían la noche; que, a la postre, la situación reinante en el colegio le permitía hacer lo que le viniera en gana.
—Pero ¿por qué? —preguntó Lockwood—. ¿Cuáles eran los temores de Chas Quilter?
—Conocía las normas, señor Lockwood. Había dejado embarazada a una chica. Había robado un vehículo del colegio para ir a verla. Había ocultado el hecho de que Clive Pritchard atormentaba a Harry Morant. En su opinión, era el candidato más firme para la expulsión, y creía que esa expulsión de Bredgar Chambers destruiría su futuro. Su error fue comentárselo a Brian, porque Brian comprendió de inmediato cómo manipular ese temor a fin de ganarse el cariño de Chas. Sin embargo, Brian no anticipó que Chas se sentiría abrumado por el peso de la culpa y la responsabilidad, por no mencionar la angustia de que todo saliera a la luz. La muerte de Matthew Whateley no apuraba esa posibilidad. Chas averiguó que el muchacho había escrito a Jean Bonnamy, comunicándole que había visto al prefecto el martes por la noche. Chas estaba presente cuando la sargento Havers y yo encontramos el borrador de la carta. No me cabe duda de que Chas se lo contó a Brian, y éste comprendió que, si bien no podía hacer nada para calmar el sentimiento de culpa de Chas o aliviar el peso de la responsabilidad que recaía sobre sus hombros, podía impedir que se llevara a cabo el descubrimiento. Decidió eliminar el último peligro que acechaba a Chas. Intentó matar a Jean Bonnamy; una demostración más de amor.
Brian levantó la vista. Sus ojos habían perdido el brillo.
—¿Se supone que debo confirmar lo que usted ha dicho? ¿Es eso lo que quiere?
—Brian, por el amor de Dios —suplicó su padre.
Lynley sacudió la cabeza.
—No es necesario. Nos bastará con los análisis forenses del laboratorio, el minibús y la cámara de la residencia Calchus. Tenemos la descripción que Jean Bonnamy hizo de ti, y no me cabe duda de que encontraremos muestras de su sangre, cabellos y piel en tus ropas. Tenemos tus conocimientos de química. Y, en último extremo, creo que Clive Pritchard confesará la verdad. Al contrario que Chas, me parece que Clive preferirá acusarte de la muerte de Matthew Whateley antes que suicidarse, sobre todo cuando sepa cómo murió realmente el muchacho. Así que no es necesario, Brian. No te he traído para esto.
—¿Para qué, pues?
Lynley sacó las corbatas de Bredgar Chambers de su bolsillo. Las desenrolló sobre la mesa y desató el nudo que las unía.
—El color predominante de una corbata es el amarillo —dijo Lynley—. El de la otra es azul. ¿Quieres señalarme cuál es cada una, Brian?
El muchacho levantó su brazo hasta unos escasos centímetros sobre la mesa. Lo dejó caer, como incapaz de tomar una decisión, como había sucedido cuando intentó elegir el jersey adecuado para el partido de hockey dos días antes.
—Yo… no lo sé. No diferencio los colores. Yo…
—¡No! —Giles Byrne se puso en pie de un salto—. ¡Maldita sea! ¡Basta!
Lynley se levantó. Enrolló las corbatas alrededor de su mano y miró al muchacho. Deseaba sentir aquella mezcla de rabia y gloria, aquella oscura satisfacción de haber vengado un asesinato y enviado al criminal a la justicia. Sin embargo, sabía muy bien que ni la más rudimentaria venganza surgiría de las ruinas de aquellos breves días.
—Cuando le mataste —preguntó con rudeza—. ¿Sabías que Matthew Whateley era tu hermano?
La sargento Havers hizo las obligadas llamadas telefónicas a las policías de Horsham y Slough desde el estudio del rector. Fueron llamadas de cortesía. El intercambio oficial de información se produciría después, tras reunir las declaraciones y escribir los informes.
St. James y Lockwood se quedaron en la sala del consejo con Brian Byrne, mientras Lynley iba en busca del padre del muchacho. Giles Byrne había abandonado la sala momentos después de que Lynley formulara su última pregunta, sin quedarse a escuchar la respuesta de Brian, sin quedarse a contemplar la confusión, la comprensión inicial y, por fin, el horror que se reflejaron sucesivamente en el rostro de su hijo.
Brian había intuido la verdad enseguida. Fue como si la pregunta de Lynley hubiera despertado una serie de recuerdos enterrados en su interior, cada uno más doloroso que el anterior.
—Fue Eddie —dijo—. Fue Eddie, ¿verdad? Y mi madre. Aquella noche, en el estudio… Estaban allí… —Lanzó un grito ahogado—. Yo no sabía… —Bajó la cabeza y hundió el rostro en el hueco del brazo.
Después, toda la historia surgió a retazos, entre los amargos sollozos de Brian. No se diferenciaba mucho de las conjeturas de Lynley. El tema central era Chas Quilter, a quien Brian había acompañado a Stoke Poges el sábado por la noche, que en su confusión no había reparado en la figura envuelta en una manta que yacía en la parte posterior del minibús, cuya necesidad de ver a Cecilia a solas le había impulsado a acceder de todo corazón cuando Brian se había ofrecido a esperarle en el minibús, frente a la casa de los Streader, ignorando que, entre tanto, Brian emplearía el tiempo en abandonar el cadáver de Matthew en el cementerio de St. Giles.
Mientras escuchaba a Brian, Lynley comprendió que el asesinato de Matthew, cometido bajo el pretexto de la amistad, era en realidad un chantaje insidioso, que debería pagarse con una vida de lealtad y amor.
Chas se había enterado de la desaparición de Matthew Whateley el domingo por la tarde, como todos sus compañeros, pero al contrario que éstos, al saber que el cadáver del muchacho había sido encontrado en Stoke Poges, descubrió al instante no sólo la identidad del asesino, sino también los móviles del crimen. Si Brian se hubiera desembarazado del cuerpo en otro lugar, tal vez Chas habría confesado para que se hiciera justicia, pero Brian era demasiado inteligente para darle la oportunidad a Chas de descargar su conciencia. Había tejido una serie de circunstancias que, en el caso de que Chas confesara o acusara a otra persona, le llevarían a la condenación, y al condenarse dejaría abandonada a Cecilia cuando más lo necesitaba. El prefecto superior no tenía la menor posibilidad de salir vencedor, ninguna posibilidad de liberar su conciencia del remordimiento. Por lo tanto, se había eliminado del juego.
Ahora, indicando a St. James con una mirada que se quedara con el chico, Lynley salió de la sala. El pasillo estaba a oscuras, pero la puerta del fondo que daba al vestíbulo estaba abierta, y Lynley divisó una pálida luz que bañaba el suelo de piedra. La capilla estaba abierta.
Giles Byrne se había sentado bajo el memorial de Edward Hsu. No dio muestras de haber oído los pasos de Lynley, sino que continuó inmóvil en el banco. Cada músculo de su cuerpo parecía dolorosamente controlado.
Habló cuando Lynley llegó a su lado.
—¿Qué va a pasar?
—El DIC de Horsham enviará un coche a buscarle a él y a Clive Pritchard. El colegio se halla en la jurisdicción de Horsham.
—¿Y después?
—Quedará en manos de la justicia.
—Lo más conveniente para usted. Ha hecho su trabajo, ¿verdad? Pulcramente empaquetado. Usted seguirá su camino, satisfecho de que la verdad haya salido a la luz. Los demás nos quedaremos aquí y lidiaremos con ella.
Lynley experimentó una inexplicable necesidad de defenderse, pero la desechó, demasiado agotado y deprimido para intentarlo.
—Ella lo hizo a propósito —dijo Byrne de repente—. Mi esposa no quería a Edward Hsu. No estoy seguro de que Pamela haya querido a nadie, pero necesitaba ser admirada. Necesitaba leer el deseo en los rostros de los hombres. Al final, lo que más necesitaba era herirme. Siempre ocurre lo mismo cuando un matrimonio se derrumba, ¿verdad? —El rostro de Giles Byrne se veía esquelético en la semioscuridad de la capilla, ahuecado por las sombras bajo los ojos y los pómulos—. ¿Cómo descubrió que mi mujer era la madre de Matthew?
—La historia de que había nacido en Exeter no se sostenía. Usted negó que conociera a su madre, pero no es posible tramitar una adopción tal como usted lo describió, reunidos usted, un abogado y los Whateley únicamente. Por lo tanto, sólo había dos posibilidades: que la madre hubiera participado en el proceso de adopción o que hubiera abandonado al niño, dejándoselo a usted, el padre legal, cuando no el natural.
Byrne asintió con la cabeza.
—Utilizó a Eddie para vengarse. Nuestro matrimonio estaba en las últimas cuando el chico apareció en nuestras vidas. Compartíamos muy pocas cosas, para empezar. Me habían atraído de ella su juventud, belleza y vivacidad. Venía rebotada de un compromiso frustrado y mi devoción la halagó, pero no se puede construir un matrimonio sobre eso, ¿verdad? Pronto empezó a naufragar. Cuando tuvimos a Brian, como método de salvar nuestra relación, todo se acabó, al menos por mi parte. Era una mujer superficial, y así se lo dije.
Lynley reflexionó sobre la forma que probablemente habría utilizado Giles Byrne para revelar a la mujer su desencanto. Lo habría hecho, sin duda, haciendo caso omiso de sus sentimientos, hiriendo su orgullo. Las siguientes palabras de Byrne se lo confirmaron.
—En lo tocante al sarcasmo era pan comido para mí, inspector, pero sabía que yo apreciaba mucho a Edward Hsu, y le utilizó para atacarme. Desde el punto de vista de Pamela, al seducir a Edward lograba dos objetivos: castigarme y demostrarse a sí misma que aún servía para algo. Edward fue un mero instrumento en sus manos. Le utilizó bien, en mi estudio, para estar relativamente segura de que tarde o temprano les sorprendería. Y así fue.
—Brian mencionó el estudio hace unos minutos.
Byrne se llevó una mano a los ojos, y después la dejó caer. Sus movimientos delataron su edad, subrayada por las arrugas de la cara.
—Aún no había cumplido cinco años. Sorprendí a Pamela y a Eddie en el estudio. Tuvimos una violenta discusión. Brian entró en ese momento. —Byrne aparentaba observar el efecto de la luz de las velas sobre el rostro melancólico del ángel de piedra suspendido sobre el altar—. Aún le veo de pie en la puerta, la mano en el tirador, abrazando un animal de peluche y mirándolo todo. Su madre desnuda sin preocuparse de cubrirse con algo; su padre encolerizado, llamándola puta barata, mientras ella le acusaba a su vez de querer acostarse con Edward; y Edward, encogido contra las almohadas del sofá, tratando de taparse. Y llorando. Dios mío, aquellos horribles sollozos.
—¿Cuánto tardó en suicidarse?
—Menos de una semana. Se fue de nuestra casa aquella noche y regresó al colegio. Intenté hablar con él muchas veces, intenté explicarle que no era culpa suya.
Él creía que había deshonrado nuestra amistad. A Edward le resultaba indiferente que Pamela hubiera desplegado unas dotes de seducción que sólo un muerto habría sido capaz de resistir. Abrigaba la convicción de que habría debido oponer la resistencia necesaria. Pero Edward no era fuerte; por eso se suicidó. Porque sabía que yo le quería. Porque yo había sido su amigo y profesor particular. Porque había hecho el amor con la mujer de su amigo y profesor particular.
—Por lo tanto, nunca supo que ella se había quedado embarazada.
—Nunca.
—¿Por qué tuvo su mujer al niño? ¿Por qué no abortó?
—Porque quería recordarme el método que había empleado para vengarse. Qué mejor forma que verla hincharse cada día, con el hijo de Edward Hsu en sus entrañas.
—Pero usted no se divorció enseguida. ¿Por qué?
—A causa de Edward. Si yo hubiera tenido el sentido común de ocultar mi desprecio hacia las insuficiencias de Pamela, ella nunca le habría buscado. ¿Lo entiende? Yo me sentía responsable del comportamiento de Pamela, del suicidio de Edward, de la existencia del niño. Estaba convencido de que la única manera de expiarlo todo era permitir que Pamela continuara formando parte de mi vida hasta que el niño naciera, con la esperanza de que ella se aburriría del juego y me lo entregaría para hacerme cargo de él.
—Usted no pensaba quedarse el niño.
Byrne le dirigió una fría mirada.
—Pamela se habría aferrado a ese niño como la devoción maternal personificada si hubiera sospechado que yo quería quedármelo. De hecho, yo no quería eso. Sólo deseaba procurarle los medios de subsistencia apropiados.
—Imagino que Matthew no nació en Exeter.
—En Ipswich. Pamela ingresó en un hospital de la ciudad, un sitio en el que se puede dar a luz con discreción y olvidar después todo el asunto. Fue exactamente lo que hizo en cuanto me entregaron a Matthew. Como padre en funciones, dejé al niño en un orfanato, mientras Pamela regresaba a Londres, fingiendo pesar por la muerte de su hijo prematuro. Llevó luto durante varias semanas. Solicité el divorcio y ella no se opuso. Después, volví por Matthew y llevé a cabo los preparativos para que los Whateley se lo quedaran.
—¿Brian nunca supo nada de esto?
—Nunca. Presenció la escena del estudio, pero no supo qué significaba. Y jamás conoció a Matthew.
—Hasta Bredgar Chambers.
—Sí. —Byrne paseó la vista por la capilla. Al pie del ángel de piedra, una vela goteante consumió su cera y se apagó. El perfume de su mecha extinguida impregnó la atmósfera—. Pensé que enviar a Matthew al colegio de su padre era lo más pertinente, igual que había hecho con Brian. Igual que se repite una y otra vez. Generaciones de padres entregando una especie de patética antorcha a sus hijos, confiando en que la empuñen, confiando en que la utilicen para iluminar un mundo que ellos han fracasado completamente en iluminar. —Byrne cogió el viejo libro de himnos que colgaba en el respaldo del banco situado frente a él. Lo abrió inútilmente, lo cerró, volvió a abrirlo—. Pensé que era la mejor forma de que se hiciera un hombre, la mejor forma de evitarle mimos, la mejor forma de proporcionarle confianza en sí mismo, la mejor forma… Tiene dieciocho años, inspector, y yo cincuenta y cuatro. Estoy sentado aquí, pidiéndole a un Dios en el que no creo que me permita cambiarme por mi hijo. Ojalá todo esto, la detención, el juicio, la publicidad, la condena, me ocurriera a mí. Ojalá pudiera llevar este peso en su lugar. Ojalá pudiera hacer esto, al menos.
«Absalón, Absalón», pensó Lynley. Era el grito de todos los padres que habían fracasado en compartir con sus hijos su vida y su amor. Y, al igual que el dolor de David por la muerte de Absalón, este repentino estallido de cariño de Giles Byrne no podía cambiar la realidad. Llegaba demasiado tarde.