Capítulo 2
—Un chico ha desaparecido del colegio, y en mi condición de director de su residencia soy el responsable de lo que le ha ocurrido. Dios mío, si algo ha…
Corntel se expresaba con laconismo, fumando entre frases dispersas. Era director de residencia y jefe del departamento de inglés en Bredgar Chambers, un colegio privado asentado en una ondulación del terreno que separa Crawley de Horsham, en West Sussex, a poco más de una hora en coche de Londres. El chico en cuestión (trece años, alumno de tercer año y nuevo en el colegio) era de Hammersmith. La situación aparentaba ser una complicada estratagema orquestada por el muchacho para disfrutar de un fin de semana en plena libertad. Sólo que algo había ido mal, como fuera y donde fuera, y el chico había desaparecido desde hacía más de cuarenta y ocho horas.
—Es posible que se haya dado a la fuga —Corntel se frotó los ojos—. Tommy, yo tendría que haberme dado cuenta de que algo atormentaba al chico. Tendría que haberlo sabido. Eso es parte de mi trabajo. Obviamente, si estaba decidido a huir del colegio, si ha sido desdichado todos estos meses sin que yo lo notara… Dios del cielo, los padres llegaron al colegio histéricos, dio la casualidad de que un miembro de la junta de gobierno estaba presente, y el director se ha pasado toda la tarde intentando mantener en la ignorancia a la policía local, intentando calmar a los padres y tratando de averiguar quién vio al chico por última vez y por qué, sobre todo por qué, huyó sin decir palabra. No sé qué decir, cómo excusarme… cómo reparar el error cometido o buscar la solución al problema —se mesó el corto cabello e intentó forzar una sonrisa, pero fracasó—. Al principio no supe a quién acudir. Después pensé en ti. Me pareció una solución inspirada. Después de todo, tú y yo fuimos compañeros en Eton, y… Vaya, como un idiota, ni siquiera pienso de una forma coherente.
—Este asunto es competencia de la policía de West Sussex —contestó Lynley—. Si es que se trata de un asunto policial. ¿Por qué no les habéis llamado, John?
—Tenemos un grupo en el campus, llamado los Voluntarios de Bredgar, un nombre verdaderamente absurdo, y le están buscando, suponiendo que no se haya ido muy lejos, o que algo le ocurrió en las cercanías. El rector tomó la decisión de no llamar a la policía. Él y yo hablamos. Le dije que tenía un contacto en el Yard.
Lynley se imaginó con bastante precisión los detalles de la situación de Corntel. Más allá de su legítima preocupación por el muchacho, su trabajo, y tal vez toda su carrera, dependía de que le encontraran con rapidez y sin un rasguño. Una cosa era que un niño sintiera nostalgia de su hogar, incluso que intentara ir a ver a sus padres o a los antiguos amigos, y fuera interceptado a escasa distancia (y poco rato después) de la escuela, pero esto era muy serio. Según los escasos detalles que Corntel había proporcionado, el muchacho había sido visto por última vez el viernes por la tarde, y nadie se había preguntado por su paradero desde entonces. En cuanto a la distancia que habría logrado recorrer desde aquel momento… La situación era más que grave para Corntel. Era el preludio de un desastre profesional. La decisión de asegurar al rector que se haría cargo del problema rápido, discreta y eficazmente era de una lógica aplastante.
Por desgracia, Lynley no podía hacer nada. Scotland Yard no aceptaba casos de esta forma, y no interfería en la jurisdicción de la policía de un condado sin una petición formal del responsable regional. Por lo tanto, el viaje de Corntel a Londres era una pérdida de tiempo, y cuanto antes volviera al colegio para poner el caso en manos de las autoridades competentes, mejor. Lynley intentó persuadirle de esto, reuniendo tantos datos dispersos como le fue posible, decidido a utilizarlos para conducir a Corntel a la inevitable conclusión de que era preciso implicar a la policía local.
—¿Qué ocurrió exactamente? —preguntó.
La sargento Havers, reaccionando como un autómata ante la pregunta de su superior, buscó una libreta de espiral en el escritorio de Lynley y empezó a tomar nota de preguntas y respuestas con su habitual competencia. El humo del cigarrillo le irritó los ojos. Tosió, aplastó el pitillo con la suela del zapato y lo arrojó a la papelera.
—El chico, Matthew Whateley, tenía permiso este fin de semana para ir a casa de otro estudiante, Harry Morant. La familia Morant posee una casa de campo en Lower Slaughter, y había preparado una fiesta para celebrar el cumpleaños de Harry. Estaban invitados cinco chicos, seis incluyendo a Harry. Tenían permiso de sus padres. Todo estaba en orden. Matthew era uno de ellos.
—¿Quiénes son los Morant?
—Una familia aristocrática. Los tres hijos mayores han pasado por Bredgar Chambers. Una hermana está en el sexto inferior. En los dos últimos cursos aceptamos chicas —añadió sin que viniera a cuento—. Sexto inferior y superior femeninos. Me parece que Matthew debió de acobardarse. Quiero decir, por la familia, los Morant, no por aceptar chicas en el colegio.
—No lo entiendo. ¿Qué tiene que ver la familia con eso?
Corntel se removió en su silla y miró a la sargento Havers. Lynley adivinó en el nervioso movimiento de sus ojos lo que diría a continuación. Corntel había captado el acento de clase obrera de Havers. Si presentaba a los Morant como origen del problema (y, como Corntel había afirmado, era una familia aristocrática), Matthew, al igual que Havers, procedía de una extracción social muy diferente.
—Creo que Matthew se acobardó —prosiguió Corntel—. Es un chico de ciudad y acude por primera vez a un colegio privado. Siempre había ido a escuelas públicas. Siempre ha vivido en su casa. Ahora que se ha mezclado con un tipo distinto de gente… Bien, hace falta tiempo. Es difícil adaptarse —extendió la mano, con la palma hacia arriba, como solicitando mutua comprensión—. Ya sabes a qué me refiero.
Lynley vio que Havers alzaba la cabeza con brusquedad y entornaba los ojos al comprender la implicación que encerraban las palabras de Corntel. Sabía muy bien que siempre había llevado sus orígenes humildes como una especie de armadura.
—¿Cuándo se advirtió la ausencia de Matthew? Supongo que los chicos tenían que reunirse en un lugar determinado antes de salir para pasar el fin de semana juntos. ¿No preguntaron dónde estaba? ¿No te informaron cuando no apareció?
—Imaginaron que sabían dónde estaba. El viernes por la tarde había partidos, y el viaje a Lower Slaughter estaba previsto para después. Todos los chicos juegan en el mismo equipo de hockey. Matthew no se presentó para el partido, pero nadie se extrañó porque el entrenador de hockey de tercer curso, Cowfrey Pitt, uno de nuestros profesores, recibió una nota de la enfermería, diciendo que Matthew se encontraba indispuesto y no acudiría al partido. Al saber la noticia, los chicos asumieron que tampoco iría a pasar el fin de semana fuera. Parecía lógico en aquel momento.
—¿Qué clase de nota era?
—Una nota de dispensa, un simple impreso normal de la enfermería con el nombre de Matthew escrito en él. Con franqueza, tengo la impresión de que Matthew lo planeó todo por anticipado. Obtuvo permiso de su casa para abandonar el campus y fingió que iría a casa de los Morant. Al mismo tiempo, se hizo con una hoja de dispensa, informando que estaba indispuesto en la enfermería. Como era falsa, yo no recibí copia. Pensé que Matthew se había ido a casa de los Morant. Éstos, entretanto, pensarían que se había quedado en el colegio. Así, podría pasar el fin de semana a su aire. ¡Y eso es exactamente lo que hizo el pequeño pillastre!
—¿No verificaste su paradero?
Corntel se inclinó y apagó el cigarrillo. El movimiento fue inseguro y cayó ceniza sobre el escritorio de Lynley.
—Pensé que estaba con los Morant.
—¿Y el entrenador de hockey, Cowfrey Pitt, no te informó que había ido a la enfermería?
—Cowfrey dio por sentado que la enfermería me lo comunicaría. Es lo que suele hacerse. Si me hubieran dicho que Matthew estaba enfermo habría ido a verle. Claro que habría ido.
Las enérgicas protestas de Corntel, cada vez más vehementes, no dejaban de ser curiosas.
—Hay un responsable del edificio en que vivía, ¿no? ¿Qué estuvo haciendo durante ese tiempo? ¿Pasó el fin de semana en el colegio?
—Sí, Brian Byrne. Uno de los mayores. Un prefecto. Casi todos los mayores estaban de permiso… al menos los que se habían ido a un torneo de hockey en el norte… Pero él estaba allí, en la casa. Creía que Matthew estaba con los Morant. No hizo más comprobaciones que yo. Tampoco tenía por qué hacerlas. La responsabilidad de las comprobaciones me competía a mí, no a Brian. No endilgaré las culpas a mi prefecto. No lo haré.
Corntel dotó a su afirmación de una fuerza peculiar, como a sus anteriores protestas. Parecía necesitar asumir la culpa de lo ocurrido. Lynley sabía que sólo había una explicación para tal necesidad. Si Corntel quería culparse, era porque lo merecía.
—Debía saber que estaría fuera de su ambiente con los Morant. Debía presentirlo —dijo Corntel.
—Pareces muy seguro de eso.
—Era un estudiante becado —por lo visto, Corntel creía que ese dato lo explicaba todo. No obstante, agregó—. Un buen chico. Muy trabajador.
—¿Le apreciaban los demás estudiantes? —como Corntel vaciló, Lynley añadió—. Al fin y al cabo, si le invitaron a pasar el fin de semana en casa de uno, parece razonable concluir que era apreciado.
—Sí, claro, sólo que… ¿Cómo es posible que no me diera cuenta de que tenía problemas? No lo sé. Era muy reservado. Siempre parecía enfrascado en sus deberes. Nunca tuvo el menor problema, ni tampoco mencionó ninguno. Sus padres demostraron una gran perspicacia al permitirle salir este fin de semana. Su padre, en la carta que me escribió concediendo el permiso, decía: «Es estupendo que Mattie se abra más al exterior». Mattie. Así le llamaban.
—¿Dónde están sus padres ahora?
El rostro de Corntel reflejó tristeza.
—No lo sé. Tal vez en el colegio, o en casa, aguardando noticias. Si el rector no ha logrado impedírselo, puede que hayan acudido a la policía.
—¿Cuenta Bredgar Chambers con una fuerza de policía local?
—Hay un agente en Cissbury, el pueblo más próximo, pero estamos bajo la jurisdicción de la policía de Horsham —sonrió con aire sombrío—. Tú dirías que está dentro de su territorio, ¿no?
—Sí, pero temo que no dentro del mío.
Corntel hundió más los hombros al oírle.
—Estoy seguro de que puedes hacer algo, Tommy. Poner alguna maquinaria en acción.
—¿Una maquinaria discreta?
—Sí, exacto. Como quieras decirlo. Sé que es un favor personal. No tengo derecho a pedirte nada, pero, por el amor de Dios, acuérdate de Eton.
Estaba apelando a su lealtad, a los viejos lazos escolares. Daba por sentado que existía una devoción hacia las llamadas del pasado. El policía Lynley deseó disuadirle con la mayor rudeza posible, pero el muchacho que había compartido los días de colegio con Corntel no estaba tan muerto como Lynley deseaba.
—Si ha huido, tal vez con la intención de venir a Londres, habrá necesitado un medio de transporte, ¿no? ¿Hay trenes, autopistas o carreteras principales cerca del colegio?
Corntel pareció entender que estas palabras simbolizaban una mano tendida en su ayuda. Respondió sin la menor vacilación, ansioso de cooperar.
—No estamos muy cerca de nada útil, Tommy, por eso los padres se sienten seguros cuando envían a sus hijos al colegio. Está aislado. Llegar es muy fácil. No hay nada alrededor que pueda despistar. Matthew tendría que haber andado mucho para huir sin apuros. No podía arriesgarse a hacer autostop muy cerca del colegio, porque habría corrido el peligro, casi seguro, de que alguien del colegio, un profesor, un trabajador o el portero, circularan en coche por las cercanías, le viera y le condujera de vuelta al redil.
—Por lo tanto, es probable que ni siquiera haya llegado a la carretera.
—Lo dudo. Tendría que haber atravesado los campos, el bosque de St. Leonard y el pueblo de Crawley para llegar a la M23, donde se encontraría a salvo. Nadie sospecharía que venía de Bredgar Chambers. Pensarían que se trataba de un niño cualquiera.
—El bosque de St. Leonard —dijo Lynley, pensativo—. Lo más probable es que continúe allí, ¿no? Tal vez extraviado. Hambriento.
—Dos noches al raso en pleno marzo. Frío, hipotermia, inanición, una pierna rota, una mala caída, el cuello roto —Corntel recitó la lista con tono amargo.
—La inanición sólo se produce después de tres días —respondió Lynley. Se abstuvo de añadir que todo lo demás cabía dentro de lo posible—. ¿Es un chico grande, fuerte?
Corntel meneó la cabeza.
—No. Es muy pequeño para su edad. Huesos delicados, extremadamente frágil, rostro de facciones regulares —hizo una pausa, enfocando los ojos en una imagen que los demás no podían ver—. Cabello oscuro, ojos oscuros, manos de dedos largos, piel perfecta… Una piel adorable.
Havers dio unos golpecitos sobre el bloc con un lápiz. Miró a Lynley. Corntel, al darse cuenta, dejó de hablar y se ruborizó levemente.
Lynley apartó la silla del escritorio y fijó la vista en uno de los dos grabados que colgaban de la pared. En él, una mujer india vaciaba una cesta de pimientos sobre una manta. Era un muestrario de colores vibrantes. El velo de cabello negro, el rojo intenso de las verduras, el terciopelo cobrizo de su piel, el vestido púrpura, el fondo rosa y azul que indicaba la hora del crepúsculo.
Sabía que la belleza siempre brindaba su forma particular de seducción.
—¿Has traído alguna foto del chico? —preguntó Lynley—. ¿Puedes darnos una descripción precisa? —pensó que la última pregunta era innecesaria.
—Sí, desde luego. Las dos cosas.
Lynley rara vez había captado un alivio semejante.
—Si se las das a la sargento, veremos qué podemos hacer. Quizá ya lo han detenido en Crawley y está demasiado asustado para decir su nombre, o aún más cerca de Londres. Nunca se sabe.
—Pensé… Confiaba en que me ayudarías. Ya he… —Corntel rebuscó en el bolsillo interior del abrigo, sacando una foto y una hoja mecanografiada. Tuvo el detalle de mostrarse avergonzado, pues ambas implicaban que había dado por sentada la colaboración de Lynley.
El detective las cogió con gesto fatigado. Corntel había confiado de verdad en su hombre. El antiguo Vizconde de la Vacilación no iba a abandonar a un compañero de colegio.
Barbara Havers leyó la descripción que Corntel les había entregado. Estudió la foto del muchacho, mientras Lynley vaciaba el cenicero que Corntel y ella habían logrado llenar durante la entrevista. Lo limpió cuidadosamente con un pañuelo de papel.
—Dios mío, se está poniendo insoportable con el tema de fumar, inspector —se quejó Barbara—. ¿Quiere que me ponga una S escarlata en el pecho?[1]
—En absoluto, pero o limpio el cenicero o acabaré lamiéndolo con desesperación. En cualquier caso, me complace vivir en un ambiente limpio. Sólo lo justo, me temo —levantó la vista y sonrió.
Havers consiguió reír, a pesar de su exasperación.
—¿Por qué dejó de fumar? ¿Por qué no quiere avanzar con más rapidez hacia la tumba, como el resto de nosotros? Cuantos más seamos, más reiremos, ya conoce el dicho popular.
Lynley no contestó. Sus ojos se desviaron hacia la postal apoyada contra una taza de café sobre el escritorio. Barbara lo supo al instante. Lady Helen Clyde no fumaba. Tal vez, cuando regresara, encontraría más aceptable a un hombre que había dejado de fumar.
—¿De veras piensa que la situación cambiará por eso, inspector?
La respuesta de Lynley soslayó por completo la pregunta de Barbara.
—Si el chico se ha fugado, no me sorprendería que apareciera dentro de unos días. Tal vez en Crawley, o en la ciudad. Pero si no aparece, por fuerte que le parezca, cabe la posibilidad de que su cuerpo sí. Me pregunto si estarán preparados para esa eventualidad.
Barbara le dio vuelta hábilmente a sus palabras.
—¿Hay alguien que alguna vez esté preparado para lo peor, inspector?
«Baña de lluvia mis raíces. Baña de lluvia mis raíces.», mientras aquellas cinco palabras martilleaban en su cerebro como una melodía persistente, Deborah St. James estaba sentada en su Austin, los ojos clavados en la puerta del cementerio de la iglesia de St. Giles, situado en las afueras de la ciudad de Stoke Poges. No miraba nada en particular, sólo intentaba contar cuántas veces había recitado no sólo aquellas palabras finales, sino todo el soneto de Hopkins, durante el último mes. Empezaba cada día con él y lo había convertido en la fuerza que la catapultaba de camas y habitaciones de hotel hacia el coche, sin abandonarla ni un momento mientras tomaba fotos como un autómata. Dejando aparte el resuelto recitado matutino de aquellas catorce líneas de súplicas, no sabía cuántas veces, a lo largo del día, lo repetía, siempre que una visión o un sonido inesperados la sorprendían, abriéndose paso entre sus defensas y alterando su tranquilidad.
Comprendió por qué había recordado las líneas en ese momento. La iglesia de St. Giles era la última etapa de su odisea fotográfica de cuatro semanas. Al finalizar la tarde regresaría a Londres, evitando la M4, más rápida, y eligiendo la A4, plagada de señales de tráfico, embotellamientos en los alrededores de Heathrow y riadas de suburbios ennegrecidos por el hollín y el gris del invierno desfalleciente, pero que le proporcionaría la bendición adicional de alargar el viaje. Ése era el elemento crucial. Aún ignoraba cómo afrontar su culminación. Aún ignoraba cómo mirar cara a cara a Simon.
Eones atrás, cuando había aceptado el encargo de fotografiar una selección de hitos literarios del país, lo había planeado de forma que Stoke Poges, donde Thomas Grey compuso «Elegía escrita en el cementerio de una iglesia», viniera a continuación de Tintagel y Glastonbury, concluyendo su mes de trabajo a pocos kilómetros de su casa. Sin embargo, Tintagel y Glastonbury, hechizados por los ineludibles recuerdos del rey Arturo y Ginebra, de su desgraciado destino y su amor estéril, no habían hecho más que intensificar la melancolía con que había empezado el viaje. Hoy, en el curso de la última tarde, aquella melancolía desgarraba su corazón, poniendo al desnudo su herida más dolorosa.
No quería pensar en ello. Abrió la puerta del coche, cogió la cámara y el trípode, y se encaminó hacia la puerta del cementerio. Observó que se hallaba dividido en dos secciones y que, en mitad de un sendero curvo de hormigón, había otra puerta y un segundo cementerio.
Pese a la época, finales de marzo, el aire era frío, como si impidiera de forma deliberada la llegada de la primavera. Los pájaros trinaban de vez en cuando desde los árboles, pero el cementerio se hallaba en un silencio sólo roto por el zumbido apagado de los aviones que aterrizaban o despegaban de Heathrow. Daba la impresión de que Thomas Grey había elegido el lugar ideal para componer su poema y dormir el sueño eterno.
Deborah cerró la primera puerta a su espalda y caminó por el sendero, flanqueado de rosales. De ellos empezaban a nacer prietos brotes, ramas delgadas y hojas tiernas, pero esta regeneración primaveral contrastaba con la zona en que los árboles crecían. Nadie cuidaba este cementerio exterior. Hierba sin cortar, piedras caídas al azar, formando extraños ángulos.
Deborah pasó bajo la segunda puerta. Estaba más ornamentada que la primera y, tal vez con la esperanza de alejar a los gamberros de la delicada greca de roble que reseguía la línea del dintel (o incluso del cementerio y la iglesia), contaba con un proyector sujeto a una viga. Una protección inútil, por cuanto el foco estaba roto y el suelo sembrado de cristales.
Una vez en el cementerio interior, Deborah buscó la tumba de Thomas Grey, su última responsabilidad fotográfica. Sin embargo, casi al instante, mientras procedía a una veloz inspección de los monumentos y las lápidas, vio un rastro de plumas.
Parecía obra de un adivino, una repulsiva colección de plumas color ceniza. En contraste con la hierba impoluta, semejaban diminutas volutas de humo que, en lugar de elevarse y desaparecer en el cielo, hubieran adquirido sustancia. No obstante, el número de plumas y la inequívoca violencia con que estaban diseminadas, sugería una desesperada lucha por la vida. Deborah recorrió el corto tramo que la separaba del contendiente derrotado.
El cadáver del ave se encontraba a unos setenta centímetros de la valla de tejo que separaba ambos cementerios. Deborah se quedó rígida al verlo. Aunque sabía lo que iba a ver, la brutalidad de aquella muerte la abrumó de una pena tan intensa y tan absolutamente absurda, se dijo, que las lágrimas nublaron por un instante su visión. Todo cuanto quedaba del ave era una frágil caja torácica empapada de sangre, cubierta de una coraza de plumón manchada, insustancial e inadecuada. Faltaba la cabeza. Habían cercenado las patas y las garras. El animal podía haber sido un pichón o una paloma, pero ahora no era más que una carcasa, en otro tiempo habitada por una vida fugaz.
Cuan breve. Con cuánta rapidez se extinguía.
—¡No!
Deborah sintió la angustia que crecía en su interior y supo que carecía de la voluntad necesaria para rechazarla. Se obligó a pensar en otra cosa… en enterrar el ave, en ahuyentar a las escurridizas hormigas del borde dentado de una costilla rota, pero el esfuerzo fue en vano. El soneto de Hopkins, susurrado de súbito frente a la creciente oleada de tristeza, era una armadura insuficiente. Así que lloró, contemplando la imagen desdibujada del ave muerta, rezando para deshacerse pronto de sus penas.
Durante cuatro semanas, el trabajo había obrado los efectos de un calmante. Se aferró a él, apartándose del ave y sujetando su equipo con manos repentinamente frías.
El trabajo exigía una serie de fotografías que plasmaran el fragmento literario que las había inspirado. Desde finales de febrero, Deborah había explorado el Yorkshire de las Brontë, embelesándose ante Ponde Hall y High Whitens. Había preparado cámara y trípode para un examen a la luz de la luna de la abadía de Tintern. Había fotografiado las Cobb y, en especial, los Dientes de la Abuela, desde donde Louisa Musgrove efectuó su salto fatal. Había vagado por la palestra de Ashby de la Zouch, tomado asiento en las gradas, contemplado las idas y venidas en la sala de bombear de Bath, paseado por las calles de Dorchester, buscando la lenta mano del destino que había destruido a Michael Henchard, y experimentado el hechizo de Hill Top Farm.
En cada caso, tanto el lugar en sí como sus investigaciones en la literatura que había generado, fueron motivo de inspiración para su cámara. Sin embargo, mientras paseaba la vista por este último lugar y divisaba las dos estructuras que, a juzgar por su proximidad a la iglesia, debían ser las tumbas que había venido a inspeccionar, sintió una punzada de irritación. ¿Cómo demonios iba a lograr que algo tan excesivamente mundano pareciera atractivo?, pensó.
Los sepulcros eran idénticos, construidos de ladrillo y rematada la parte superior con losas de piedra cubiertas de líquenes. El único detalle decorativo lo habían aportado doscientos años de visitantes, que habían grabado sus nombres en los ladrillos. Deborah suspiró, dio un paso atrás y examinó la iglesia.
Carecía de excelencias artísticas. El edificio luchaba consigo mismo, dos períodos arquitectónicos diferentes se habían fusionado para formar un todo. Sencillas ventanas Tudor del siglo XV, encastadas en un muro de ladrillos rojos descoloridos, coexistían con la estructura perpendicular de una ventana de arco de punto cercana, encajada en la creta y el pedernal más antiguos del presbiterio normando. El efecto ni siquiera podía calificarse de pintoresco.
Deborah frunció el ceño.
—Qué desastre —murmuró.
Extrajo del estuche de la cámara el tosco manuscrito del libro que ilustrarían sus fotografías, esparció unas páginas sobre la tumba de Thomas Grey y pasó varios minutos leyendo no sólo la «Elegía escrita en el cementerio de una iglesia», sino también la interpretación del poema proporcionada por el rector de Cambridge a quien pertenecía el manuscrito. Sus ojos se detuvieron pensativamente, con creciente comprensión, en la undécima estancia del poema, demorándose en ella.
¿Puede urna historiada o fiesta jubilosa
llamar de vuelta a su mansión al ánima efímera?
¿Puede la voz del honor estimular al polvo silencioso,
o la lisonja aplacar el duro y frío oído de la muerte?
Levantó la vista, viendo la tumba como Grey pretendía que la viera, sabiendo que sus fotos debían reflejar la sencillez de la vida que el poeta trataba de exaltar con sus palabras. Apartó los papeles y dispuso el trípode.
No se trataba de nada exquisito ni inteligente; sólo fotografías que empleaban luz y oscuridad, ángulo y profundidad para plasmar la inocencia y belleza de un anochecer en la campiña. Se esforzó por capturar la humildad del entorno donde dormían los rudos antepasados del villorrio en que había nacido Grey, completando su catálogo de impresiones con una foto del tejo bajo el cual, obviamente, el poeta había escrito los versos.
Cuando terminó, se apartó de su equipo y miró hacia el este, hacia Londres. Ya no había nada que la retuviera. Ya no tenía excusas para seguir alejada de su hogar. Pero necesitaba prepararse antes de enfrentarse a su marido. Pensó que tal vez lo lograría en el interior de la iglesia.
Se sintió martirizada al ver la pieza central de la nave, aquel objeto sobre el que había posado los ojos en cuanto cerró la puerta a sus espaldas. Era una pila bautismal octogonal de mármol, empequeñecida bajo el techo arqueado de madera. A cada lado de la pila había complicadas entalladuras, y dos altos candeleros de peltre se erguían detrás, aguardando el momento de ser encendidos para la ceremonia que daría otro hijo a la Cristiandad.
Deborah se acercó a la pila y tocó el suave roble que la cubría. Imaginó por un instante al niño en sus brazos, la tierna presión de la cabeza contra su pecho. Oyó su grito de indignación cuando vertieron el agua sobre su frente deliciosa e indefensa. Sintió el tacto de la diminuta y frágil mano que se aferraba sobre su dedo. Fingió creer que ella no había (por cuarta vez en dieciocho meses) abortado el hijo de Simon. Fingió creer que no había estado en el hospital, que la última conversación con su médico nunca había tenido lugar. Pero las palabras del hombre se entrometieron. No podía escapar.
—Un aborto no elimina necesariamente la posibilidad de futuros embarazos sin problemas, Deborah, aunque sí en algunos casos. Dices que ocurrió hace más de seis años. Pudo haber complicaciones. Desgarros, cosas por el estilo. No lo sabremos con seguridad hasta que efectuemos algunas pruebas, de modo que si tú y tu marido queréis de verdad…
—¡No!
El rostro del médico había expresado una inmediata comprensión.
—¿Es que Simon no lo sabe?
—Yo sólo tenía dieciocho años. Vivía en Estados Unidos. Él no… Él no puede…
Incluso ahora se tambaleó al pensar en ello. Se aferró al borde de un banco, presa del pánico, abrió la puertecilla y se dejó caer en el asiento.
«Nunca tendrás otro hijo —se dijo, con un cruel deseo de infligirse el máximo dolor posible—. Una vez pudiste tenerlo. Pudiste sentir aquella frágil vida tomar forma en el interior de tu cuerpo, pero la destruiste, la desechaste, la arrojaste. Ahora, lo pagas. Ahora, eres castigada con la única moneda que puedes comprender. Nunca tendrás un hijo de Simon. Tal vez otra mujer. Otra mujer podría, pero la fusión de tu cuerpo y tu amor con los de Simon no producirá un hijo. Nunca sucederá. No lo conseguirás».
Miró los colchoncillos de encaje para arrodillarse que colgaban en el respaldo del banco. Cada uno tenía una cruz en el centro, cada uno la invitaba a prosternarse ante el Señor para mitigar una desesperación sin límites. Los libros de salmos azules y rojos que olían a polvo le ofrecían cánticos de alabanza y acción de gracias. Polvorientas coronas de amapolas hechas de seda pendían al otro extremo de la iglesia. A pesar de la distancia, Deborah leyó sin dificultad los letreros que había al pie de cada una. «Niñas guías exploradoras», «Niñas exploradoras», «Guardabosques de Stoke Poges». No obtuvo el menor consuelo.
Salió del banco y avanzó hacia la barandilla del altar. También contenía un mensaje, escrito con letras amarillas sobre el almohadillado azul que cubría las piedras: «Venid a mí los que estáis atribulados y oprimidos y yo os aliviaré».
«Aliviar —pensó con amargura—. Pero no cambiar, curar, ni perdonar. Aquí no encontraré milagros ni agua de Lourdes para purificarme, ni imposición de manos, ni absolución». Salió de la iglesia.
El sol comenzaba a declinar. Deborah recogió su equipo y regresó por el sendero hacia el coche. En la puerta del cementerio se volvió para mirar por última vez la iglesia, como si le fuera a proporcionar la tranquilidad espiritual que anhelaba. El sol poniente arrojaba los rayos finales de luz agonizante, como una aureola, un telón de fondo para los árboles situados detrás de la iglesia y la torre normanda almenada que alojaba las campanas.
En otro tiempo, y sin pensarlo dos veces, habría tomado una foto, capturando el lento cambio en el color del cielo, a medida que la muerte del día intensificaba el ocaso. Sin embargo, en este momento sólo podía presenciar el desvanecimiento de la belleza de la luz, sabiendo que ya no era posible dilatar más el regreso al hogar y al amor incondicional y confiado de Simon.
En el sendero, cerca de sus pies, dos ardillas se disputaban acaloradamente un trozo de comida. Cada una estaba decidida a salir victoriosa. Ambas se escabulleron por el costado de una trabajada tumba de mármol, situada en el linde del cementerio, y corretearon hacia el muro de pedernal, alto hasta la cintura, que separaba las tierras de la iglesia del campo trasero de una granja, oculta tras varias coníferas de recias ramas. Las ardillas se subieron al muro y pelearon por su presa, en una confusión de zarpas, patitas y dientes, hasta que la preciada comida cayó al suelo.
Era la distracción que Deborah necesitaba.
—¡Basta ya! —gritó—. ¡No peleéis más!
Se acercó a los dos animales, que al verla venir saltaron por encima del muro y treparon a los árboles.
—Bueno, al menos eso es mejor que pelear, ¿no? —dijo, mirando las ramas que se proyectaban sobre el cementerio—. Portaos bien. Pelear no es de buena educación. Ni siquiera es el lugar adecuado.
Una de las ardillas se había refugiado en la articulación formada por una rama y el tronco del árbol. La otra había desaparecido. La que se había quedado contemplaba a Deborah con ojillos brillantes desde su refugio. Al cabo de un momento, sintiéndose segura, procedió a asearse, frotándose la cara con las zarpas como si tuviera ganas de echar una siesta.
—Yo de ti no me sentiría tan segura —le advirtió Deborah—. Ese fanfarrón estará esperando una buena oportunidad de saltarte encima. ¿Dónde crees que se ha metido?
Buscó a la otra ardilla, recorriendo las ramas con los ojos infructuosamente y bajándolos al cabo de un momento.
—No creo que sea tan lista como para…
Su voz enmudeció. La boca se le secó, las palabras huyeron y los pensamientos se disolvieron.
El cuerpo desnudo de un niño yacía bajo el árbol.