Capítulo 7

Lynley decidió reunirse con los tres compañeros de cuarto de Matthew Whateley en el dormitorio que habían compartido. Cuando Chas Quilter les hizo entrar, cada uno se dirigió de inmediato a su propio compartimiento, como animales que trataran de ponerse a salvo. Dio la impresión de que procuraban no intercambiar miradas, pero dos no tardaron en clavar la vista en el prefecto superior, que les siguió al interior de la habitación y se quedó de pie, como antes, cerca de la puerta.

Al observar el contraste entre Chas y los muchachos, Lynley comprendió que había olvidado los grandes cambios que tienen lugar entre los trece y los dieciocho años. Chas se había desarrollado por completo, era un hombre mientras que los muchachos todavía poseían la blandura de la niñez: mejillas redondeadas, piel sedosa, barbillas indefinidas. La forma en que se habían sentado, cada uno en el borde de su cama, sugería cautela, y Lynley supuso que estaba más relacionada con la presencia del prefecto superior que de la policía. La presencia física de Chas bastaba para intimidar a chicos cinco años menores que él. La importancia del cargo que ocupaba en el colegio no contribuía a suavizar la situación.

—Sargento —dijo Lynley a Havers, que había abierto como un autómata su cuaderno, de cara al inminente interrogatorio—. ¿Quiere hacer el favor de terminar la inspección del colegio por mí? Interior y exterior —vio que la boca de Barbara iba a pronunciar una automática referencia al procedimiento policial y legal, pero se apresuró a interrumpirla—. Encárguese de que Chas le enseñe todo, por favor.

Havers le entendió al instante y procuró que la expresión de su cara no la traicionara. Asintió con la cabeza y acompañó al prefecto fuera de su habitación, dejando solo a Lynley con Wedge, Arlens y Smythe-Andrews. Les examinó con detenimiento. Eran chicos apuestos, vestidos impecablemente con pantalones grises, camisas de un blanco inmaculado, suéteres amarillos y corbatas a rayas azules y amarillas. Wedge parecía el más seguro de los tres. En cuanto el prefecto superior se marchó, dejó de contemplar el descolorido linóleo del suelo. Parecía confiado y dispuesto a conversar, como si su colección de carteles de rock and roll le prestara apoyo. Los otros dos parecían apocados. Arlens concentraba toda su atención en la bañista acariciada por las olas, en tanto Smythe-Andrews se removía inquieto en su cama, taladrando el tacón del zapato con la punta de un lápiz.

—Por lo visto, Matthew Whateley se fugó del colegio —dijo Lynley, sentándose en el borde de la cama que Matthew ocupaba. Se inclinó hacia ellos, los brazos apoyados en sus piernas y las manos enlazadas frente a él, como una estatua que simbolizara la serenidad—. ¿Tenéis alguna idea del motivo?

Los muchachos intercambiaron miradas furtivas.

—¿Cómo era? —preguntó Lynley—. ¿Wedge?

—Un tío cojonudo —respondió Wedge, clavando la mirada en el rostro de Lynley, como si este detalle bastara para confirmar su aseveración—. Matt era un tío legal.

—Sabes que ha muerto, por lo tanto.

—Todo el colegio sabe que ha muerto, señor.

—¿Cómo lo supisteis?

—Nos enteramos esta mañana durante el desayuno, señor.

—¿Quién os lo dijo?

Wedge se pellizcó la palma.

—No lo sé. Se propagó por la mesa. «Matt ha muerto. Whateley ha muerto. Un chico de Erebus ha muerto». No sé quién empezó.

—¿Te sorprendió?

—Pensé que era una broma.

Lynley miró a los otros chicos.

—¿Vosotros también pensasteis que era una broma?

Auspiciados por Wedge, ambos asintieron con solemnidad. Wedge volvió a hablar.

—Son cosas que nadie se espera.

—Pero Matthew no aparecía desde el viernes. Tenía que haberle pasado algo. No debió de ser tan sorprendente.

Arlens se mordió la uña del dedo índice.

—Iba a pasar el fin de semana con Harry Morant, señor, y otros chicos de la residencia Calchus… Harry vive ahí, señor. Pensamos que Matt se había ido con ellos a las Costwolds. Tenía permiso. Todo el mundo sabía… —Arlens vaciló, como si hubiera hablado demasiado. Bajó la cabeza y siguió mordiéndose la uña.

—Todo el mundo sabía qué —preguntó Lynley.

Wedge tomó la iniciativa. Habló con sorprendente paciencia.

—Todo el mundo sabía que Harry Morant se iba a pasar el fin de semana a su casa con cinco chicos. Harry lo anunció como un gran acontecimiento a todos, como si fuera algo especial y sólo invitara a un reducido grupo de elegidos. Harry es así —concluyó sagazmente Wedge—. Le hace sentirse importante.

Lynley observó que Smythe-Andrews aguijoneaba sin cesar su zapato. Su expresión era hosca.

—¿Todos los demás chicos que iban a pasar el fin de semana eran de Calchus? ¿Cómo es que Matthew les conocía tan bien?

Al principio, ninguno de los muchachos respondió, pero tampoco pudieron ocultar que la respuesta a la pregunta era sencilla y directa, que todos la sabían y que se resistían a revelarla. Lynley pensó en su entrevista con los padres de Matthew, y en sus repetidas afirmaciones de que su hijo se hallaba a gusto en Bredgar Chambers.

—¿Matthew era feliz aquí? —reparó en que Smythe-Andrews cesaba bruscamente de mover el lápiz.

—¿Y quién es feliz aquí? —replicó el muchacho—. Estamos aquí porque nuestros padres nos enviaron. Matt no era diferente.

—Pues yo creo que sí, ¿no te parece? —dijo Lynley. Tampoco obtuvo respuesta esta vez, pero vio que Arlens y Wedge intercambiaban una breve mirada—. Fijaos en lo que colgó en sus paredes.

—Era un tío legal —protestó Wedge.

—¿Y se fugó?

—Era muy suyo —dijo Arlens.

—Era diferente —observó Lynley.

—Los chicos no replicaron. Su decidida reserva era como un asentimiento. Matthew Whateley había sido diferente, pero Lynley intuyó que la diferencia sobrepasaba con mucho las fotos colgadas en la pared. Derivaba de su entorno social, del barrio donde había pasado su niñez, de su acento, de sus méritos, de los amigos que elegía. El chico estaba fuera de lugar en este ambiente, y todos lo sabían.

Concentró su atención en Arlens.

—¿A qué te referías cuando has dicho que era muy suyo?

—Sólo que… Bueno, las tradiciones no le importaban.

—¿Qué clase de tradiciones?

—Cosas que hacemos. Ya sabe, cosas. Cosas del colegio.

—¿Cosas del colegio?

Wedge, que parecía exasperado, miró a Arlens con el entrecejo fruncido.

—Tonterías, señor, como que todo el mundo graba su nombre en el campanario. Se supone que está cerrado con llave, pero la cerradura se rompió hace siglos, y todo el mundo…, los chicos, las chicas no, sube y graba su nombre en la pared de dentro. Y también echa una calada, si le apetece.

La información suministrada por Wedge pareció soltar la lengua de Arlens.

—Y busca hongos mágicos —añadió con una sonrisa.

—¿Hay drogas en el colegio?

Arlens se encogió de hombros, tal vez apaciguado por su involuntaria admisión. Lynley interpretó el gesto como una negativa, y continuó.

—Pero has dicho hongos mágicos.

Wedge tomó de nuevo la iniciativa de la conversación.

—Es un juego. Consiste en salir de noche con una linterna y una manta sobre la cabeza para coger hongos mágicos. Nunca comemos. No creo que nadie haya comido jamás, pero a la basca le gusta guardarlos.

—Matt no estaba interesado en ese tipo de cosas.

—¿Estaba por encima?

—No le interesaba, sencillamente.

—Le interesaba la Sociedad de Trenes a Escala —aclaró Arlens.

Los demás chicos le miraron. Por lo visto, interesarse en trenes a escala era un poco infantil para este grupo.

—Y las clases —indicó Wedge—. Se tomaba muy en serio todo lo relativo al colegio.

—Y a sus trenes —insistió Arlens.

—¿Conocisteis alguna vez a sus padres? —preguntó Lynley.

Se produjo un arrastrar de pies y una agitación en las camas muy elocuente, en este sentido.

—Hay un día dedicado a la visita de los padres, ¿verdad? ¿Les conocisteis?

Smythe-Andrews habló sin levantar la vista de su zapato.

—La madre de Matt trabajaba en una taberna. Su padre talla lápidas en las afueras de Londres. Matt no lo ocultaba, como harían otros chicos. No le importaba. Era como si quisiera que todos lo supieran.

Al oír las palabras y observar la reacción de los muchachos, Lynley se preguntó si los colegios habían cambiado un ápice. Se preguntó, de hecho, si su sociedad había cambiado. En este nuevo siglo de las luces, todo el mundo pregonaba de boquilla el fin de las barreras de clase, pero ¿hasta qué punto eran sinceras aquellas declaraciones de igualdad, en una civilización que había juzgado durante generaciones la valía de un hombre por su acento, su cuna, la antigüedad de su dinero, los clubs a los que pertenecía y las personas a las que llamaba amigos? ¿En qué pensaban los padres de Matthew Whateley cuando enviaron a su hijo a un colegio como Bredgar Chambers, aunque fuera becado?

—Matthew estaba escribiendo una carta a una chica llamada Jean. ¿Sabéis quién es? Había cenado con ella.

Los chicos negaron con la cabeza al unísono. Su confusión parecía auténtica. Lynley sacó su reloj de cadena, consultó la hora y les hizo una pregunta final.

—Los padres de Matthew no creen que se fugara del colegio. ¿Vosotros sí?

Fue Smythe-Andrews quien contestó en nombre de todos. Lanzó una sola carcajada, que sonó a caballo entre un aullido y un sollozo.

—Todos nos fugaríamos de este lugar si tuviéramos las pelotas necesarias —dijo con amargura—. U otro sitio adónde ir.

—¿Matthew tenía un sitio al que ir?

—Eso parece.

—Tal vez sólo se lo imaginó. Tal vez pensó que huía hacia la salvación, cuando en realidad huía hacia su muerte. Le ataron de pies y manos. Y también le torturaron. Lo que él consideraba su salvación, resultó ser en realidad…

Se escuchó un golpe sordo en uno de los compartimientos. Arlens había perdido el conocimiento y caído al suelo.

Era la hora de historia. Harry Morant sabía que debía asistir a la clase, máxime cuando formaba parte de un grupo que iba a exponer esta misma mañana. Le echarían en falta. Ordenarían que se le buscara. A Harry le traía sin cuidado. Todo le traía sin cuidado ya. Matthew Whateley estaba muerto. Las cosas habían cambiado. El peso del poder había variado. Lo había perdido todo. Tras meses de terror, se había sentido increíblemente a salvo durante una temporada. Durante tres breves semanas había sabido lo que significaba caer dormido sin el temor a ser despertado brutalmente, a ser arrancado de la cama y arrojado al suelo, a aquella suave voz que mascullaba «¿Quieres un buen revolcón, maricona? ¿Quieres un revolcón? ¿Quieres un revolcón?», a aquellas veloces bofetadas en la cara, que jamás dejaban señal, a aquellas manos, que aferraban, apretaban y pellizcaban su cuerpo, a ser conducido por un oscuro pasillo hasta el lavabo, donde ardía una vela y un váter hedía a excrementos y orina y la voz decía «esta noche te vas a lavar con mierda… ¿Todavía quieres ser descarado?». Y a ser zambullido después en la repulsiva mezcla, intentando contener los chillidos, intentando contener los vómitos, y fracasando por igual en ambas empresas.

Harry no podía comprender por qué le habían elegido a él, pues había hecho todo cuanto era de esperar en Bredgar Chambers. Sus hermanos mayores habían ido al colegio y le habían explicado de antemano a Harry lo que debía hacer para encajar bien. Lo había hecho todo. Había subido a la parte más elevada del campanario, por aquella claustrofóbica escalera de caracol, y había grabado su nombre en la pared. Había aprendido a fumar, aunque no le gustaba mucho, y obedecido a todos los prefectos que se habían dirigido a él. Había seguido las reglas, intentado permanecer en el anonimato, y abstenido de denunciar a otro alumno, por grave que fuera el insulto. No había servido de nada. Le habían escogido. Ahora, todo volvería a empezar. Sólo de pensarlo, un sollozo atenazó su garganta. Luchó por rechazar las lágrimas.

El aire era fresco, pese a lo avanzado de la mañana. El sol brillaba, pero apenas aliviaba el frío. Daba la impresión de que el lugar en donde estaba sentado Harry, un banco de hormigón situado en un rincón del jardín amurallado que se encontraba a medio camino entre el colegio y la casa del rector, hacía un frío especial, como si las estatuas de bronce y mármol que se erguían entre los macizos de rosas contribuyeran de alguna forma a levantar el aire glacial. Tembló y se encogió, hasta casi doblarse en dos.

Había observado la llegada de la policía, había estado en la sacristía con el resto del coro cuando la señora Lockwood entró con ellos y les presentó a Chas Quilter. Al principio no pensó que eran policías, pues su aspecto no cuadraba con lo que había estado esperando, desde que a la hora del desayuno había corrido la voz de la muerte de Matthew Whateley y de que New Scotland Yard iba a venir al colegio. Harry nunca había visto a un detective, nunca había experimentado en vivo los misterios y rituales asociados con aquellas tres palabras, New Scotland Yard. Por lo tanto, se había hecho una rebuscada idea del aspecto y actuación de la policía metropolitana, basada sobre todo en libros y telefilms. Aquellos detectives no encajaban en el molde que él había creado en su honor.

Para empezar, el hombre era demasiado alto, demasiado guapo, demasiado acicalado, demasiado espléndidamente vestido. Su voz era demasiado suave, y el corte del traje indicaba que no llevaba armas. La mujer que le acompañaba no era mucho mejor. Era demasiado baja, demasiado fea, demasiado gorda, demasiado desaliñada. No iba a confiar en ninguno de ambos. Ni por un momento. En absoluto. El hombre le escucharía desde su glacial envergadura y la mujer le miraría con sus ojillos porcinos y él hablaría y hablaría y se esforzaría por hacerles comprender lo que sabía y cómo lo sabía y por qué había ocurrido todo y quién era el responsable y…

Todo era una excusa. Estaba buscando excusas. Se moría de ganas por encontrar excusas. Necesitaba un motivo para mantener la boca cerrada. Decidir que no eran los detectives adecuados era una razón tan buena como otra cualquiera. Y se aferraría a ella. No llevaban pistolas. No le ayudarían. Ni siquiera le creerían. Escucharían, tomarían notas, seguirían su camino y dejarían que él afrontara las consecuencias. Completamente solo. Sin el respaldo de Matthew, nunca más.

Se negó con obstinación a pensar en Matthew. Pensar en Matthew equivalía a pensar en lo que le debía. Pensar en lo que le debía equivalía a pensar en lo que era justo y honorable y debía hacerse ahora. Pensar en ello equivalía a precipitarse en un horror sin fin. Porque lo que debía hacerse era decir la verdad, y Harry sabía a lo que se arriesgaba si la decía. La alternativa era sencilla. Morir o callar. Sólo tenía trece años. No tenía otra elección.

—… esculturas y rosas, sobre todo. Tiene muy pocos años de antigüedad, si les apetece verlo.

—Sí, echaremos un vistazo.

Harry se encogió al escuchar las voces que se aproximaban y se estremeció al oír el ruido que hacía al abrirse la puerta de madera. Buscó un lugar para esconderse, preso de pánico, pero nada podía impedir que le descubrieran. Sintió que lágrimas de impotencia quemaban sus ojos cuando la mujer detective y Chas Quilter entraron en el jardín de las esculturas. Ambos se detuvieron en seco al verle.

Lynley se reunió con la sargento Havers en el centro del patio cuadrangular, donde desafiando abiertamente la regla de que los adultos tenían que dar buen ejemplo a los alumnos en un entorno académico, la mujer fumaba un cigarrillo mientras tomaba notas. Enrique VII, que se cernía sobre ella, parecía contemplarla con aire de reproche.

—¿Se ha dado cuenta de que nuestro Enrique mira hacia el norte? —preguntó Lynley, acercándose a los peldaños situados debajo de la estatua—. La entrada principal del colegio da al este, pero él ni tan sólo mira en esa dirección.

Havers echó un rápido vistazo a la estatua.

—Tal vez quiera ofrecer su mejor perfil a la entrada —dijo Barbara.

Lynley negó con la cabeza.

—Quiere recordarnos su momento de gloria, de modo que mira al norte, en dirección a Bosworth Field.

—Ah. Muerte y traición. El fin de Ricardo III. ¿Por qué me olvido siempre de que usted es de York, inspector? Nunca me da una verdadera oportunidad de borrarlo de mi mente. ¿Escupe sobre la tumba de Enrique siempre que se deja caer por la abadía?

—Religiosamente —sonrió él—. Es uno de mis escasos placeres.

Havers asintió con aspecto pensativo.

—Un hombre ha de gozar de sus placeres donde pueda.

—¿Averiguó algo útil mientras estaba con Chas?

Havers aplastó su cigarrillo en la base de la estatua.

—Por más que deteste admitirlo, usted tenía razón en lo referente al estado del colegio. Por fuera, es estupendo. Hierba verde, arbustos bien cortados, árboles hermosos, edificios limpios, ventanas resplandecientes. Todo magnífico. Pero por dentro es como Erebus. Maltratado y estropeado. Excepto los edificios recientes, el teatro, el centro técnico y las residencias femeninas, en la parte sur del colegio, todo es viejo, inspector. Las aulas también. Y el edificio de ciencias parece que no haya cambiado mucho desde los tiempos de Darwin —giró la cabeza para englobar el patio—. Y entonces, ¿por qué los nobles finolis envían aquí a sus retoños? Mi escuela integrada estaba en mejor forma que esto. Al menos, era más moderna.

—La mística, Havers.

—¿Las ataduras de la vieja escuela?

—Eso también. De tal palo, tal astilla.

—¿Yo sufro, tú sufres?

—Algo así —sonrió Lynley.

—¿Le ha gustado Eton, señor? —preguntó ella con perspicacia.

La pregunta le pilló desprevenido. No se trataba de Eton. Eton, con sus bellos edificios y sus ricas tradiciones, no tenía capacidad de infligir heridas. No era el momento de su vida apropiado para sacarle de casa, así de sencillo. No era el momento de ser apartado de una familia en crisis y de un padre devorado por la enfermedad.

—Como a todos —contestó—. ¿Qué más ha observado, aparte del estado del colegio?

Dio la impresión de que Havers iba a seguir hablando de Eton, pero no fue así.

—Tienen algo a lo que llaman club social de sexto, formado por los mayores. Es un edificio anexo a la residencia Ion, donde vive Chas Quilter, y los estudiantes acuden allí para beber durante los fines de semana.

—¿Qué estudiantes?

—Sólo es para los de sexto superior, pero tuve la impresión de que se exige una especie de rito iniciático, pues Chas me dijo que algunos estudiantes no pertenecen al club. Dijo que no habían seguido los pasos para convertirse en miembros.

—¿El pertenece al club?

—Imagino que sí, considerando que es el prefecto superior. Hay que reforzar las grandes tradiciones del colegio.

—¿El rito de iniciación es una de esas tradiciones?

—Por lo visto. Le pregunté qué se necesitaba para llegar a ser miembro. Se puso colorado y dijo que era menester hacer «toda clase de chorradas» delante de los compañeros. En cualquier caso, parece que hay que beber bastante. Los estudiantes sólo tienen dos vales de bebida a la semana, pero como otros estudiantes se encargan de repartir los vales y apuntar las copas que cada individuo toma, la cosa se descontrola. Me parece que se pasan bastante durante las fiestas de los viernes por la noche.

—¿Y Chas no hace nada por controlar la situación?

—No lo entiendo, con toda franqueza. Es su trabajo, ¿verdad? ¿Para qué ser prefecto superior, si no va a hacerlo?

—La respuesta es fácil, Havers. Ser nombrado prefecto es bueno para el expediente académico de un estudiante. Me atrevería a decir que las universidades no se molestan en investigar qué clase de prefecto era el estudiante. Les basta con saber que lo fue, y a partir de ahí hacen sus deducciones.

—Pero ¿cómo llegó a ser prefecto? Si no tuviera dotes de líder, ¿el rector lo habría sabido?

—Demostrar dotes de líder cuando no se es prefecto es mucho más fácil que demostrarlas cuando se es. Es una situación bastante comprometida. La gente cambia cuando está sometida a presiones. Tal vez a Chas le ocurrió eso.

—O tal vez el rector encontró a Chas demasiado atractivo para dejarle escapar —comentó Havers, con su acostumbrada aspereza—. Supongo que pasan cantidad de tiempo a solas, ¿no cree? —Lynley la traspasó con la mirada, pero ella se defendió—. No estoy ciega, inspector. Es un chico muy guapo. Lockwood no sería el primero en rendirse ante una cara bonita.

—Muy cierto. ¿Qué más ha descubierto?

—He hablado con Judith Laughland, la persona que se hace cargo de la enfermería.

—Cuénteme.

Havers llevaba trabajando con Lynley el tiempo suficiente para saber cuánto le gustaban los detalles; así que, en primer lugar, describió a la enfermera: unos treinta y cinco años de edad, cabello castaño, ojos grises, una marca de nacimiento grande en el cuello, bajo la oreja derecha, que intentaba ocultar peinándose el cabello hacia adelante y subiéndose el cuello de la camisa. Sonreía mucho y se acicalaba inconscientemente mientras hablaba, alisándose el pelo, jugando con los botones de la blusa y tocándose la pierna para asegurarse de que las medias seguían en su sitio.

Lynley hizo hincapié en las últimas descripciones.

—¿Como si estuviera flirteando? ¿Con quién? ¿Chas estaba presente?

—Me dio la impresión de que actúa así con todos los hombres, señor, no sólo con Chas, porque mientras estábamos allí apareció un chico mayor, quejándose de dolor de garganta. Ella se puso a reír, bromeó y dijo algo así como «no puedes estar lejos de mí, ¿eh?». Cuando le introdujo el termómetro en la boca, le acarició el pelo y la mejilla.

—¿Conclusión?

Havers adoptó una expresión pensativa.

—No creo que se liara con ningún chico; al fin y al cabo tiene casi veinte años más que ellos, pero pienso que necesita sus adulaciones y su admiración.

—¿Casada?

—Los chicos la llamaron señora Laughland, pero no lleva anillo de casada. Yo diría que divorciada. Lleva aquí tres años, y apostaría a que llegó justo después del divorcio. Se ha dedicado de lleno a empezar una nueva vida y necesita tener la seguridad de que todavía atrae a los hombres. Ya sabe usted de qué va el rollo.

No era la primera vez que ambos entraban en contacto con aquellos subproductos de la separación y la disolución. Ambos habían sido testigos de la soledad inicial, el pánico provocado por el pensamiento de pasar el resto de la vida sin compañía, el creciente temor y la necesidad de aplacarlo con una fachada de alegría, la inmediata dedicación a una actividad frenética. Estas reacciones ante la pérdida no sólo eran exclusivas del mundo femenino.

—¿Sabe algo de las hojas de dispensa? —preguntó Lynley.

—Las guarda en el cajón de su escritorio, pero no está cerrado con llave, y no hay vigilancia en la enfermería.

—¿Pudo Matthew acceder a ellas?

—No me extrañaría, sobre todo si ella estaba distraída en aquel momento. Si un chico de sexto superior se encontraba en la sala cuando Matthew entró a coger la hoja, yo diría que ella estaría distraída, a juzgar por su comportamiento de hoy.

—¿Le mencionó el tema?

—Le pregunté cómo funcionaba el sistema. Al parecer, cuando un estudiante se siente indispuesto y no puede acudir a los partidos de la tarde, va a la enfermería y Judith Laughland le examina; le toma la temperatura, o lo que haga falta y, si está enfermo de verdad, le entrega la hoja de dispensa. Si necesita ser ingresado, ella encarga a otro estudiante que entregue la hoja al profesor responsable de las actividades, o que la deposite en su casillero. De lo contrario, el propio estudiante enfermo coge la hoja de dispensa, se la da al maestro y se mete en la cama.

—¿Lleva una lista de los que solicitan dispensa?

Havers asintió con la cabeza.

—Matthew no pidió una el viernes, señor. No consta en el registro. Había solicitado dispensa en dos ocasiones anteriores. Me parece que pudo quedarse la última, que pidió hace unas tres semanas, y esperó la oportunidad de poder huir. Eso me recuerda una cosa: Harry Morant. Chas y yo nos topamos con él hace unos minutos en el jardín de las esculturas. Trató de rehuirnos.

—¿Habló con él?

—Todo lo que pude. No me miró a la cara. Monosílabos por respuesta.

—¿Y?

—Matthew y él pertenecían a la Sociedad de Trenes a Escala. Así llegaron a ser compañeros de cuarto.

—¿Amigos íntimos?

—No sé decirle, pero me dio la impresión de que Harry admiraba muchísimo a Matthew —titubeó, frunció el entrecejo y pareció buscar las palabras precisas.

—¿Sargento?

—Creo que sabe por qué Matthew se fugó. Y arde en deseos de hacer lo mismo.

Lynley enarcó una ceja.

—Eso cambia un poco las cosas.

—¿Por qué?

—Las diferencias de clase quedan eliminadas. Si Harry era desdichado… y Matthew era desdichado, y Smythe-Andrews era desdichado… —Alzó los ojos hacia Enrique VII, tan seguro de sí mismo, tan absolutamente confiado en que podría alterar el curso de la historia de un país.

—¿Señor?

—Creo que ya es hora de conversar con el rector.

El estudio de Alan Lockwood, al igual que la capilla, estaba orientado hacia el este y, al igual que la capilla, contenía elementos pensados para impresionar. Un amplio mirador, abierto de par en par a pesar del frío, proporcionaba espacio suficiente para una gran mesa de conferencias de caoba, seis sillas cubiertas de terciopelo y un candelabro plateado rococó que iluminaba la pulida madera. Enfrente, una chimenea decorada con losas de porcelana azules y blancas cobijaba un fuego auténtico, en lugar del habitual simulacro eléctrico. Sobre ella colgaba el retrato inidentificable de un joven renacentista, tal vez obra de Holbein, y muy cerca había otro segundo retrato, muy poco halagador, de Enrique VII. Estanterías de libros protegidas con cristales ocupaban dos paredes de la habitación, y una tercera exhibía fotografías que abarcaban la historia reciente del colegio. Una alfombra Wilton, de intensos tonos azules y dorados, cubría el suelo. Cuando Lynley y Havers entraron en la habitación, Alan Lockwood se levantó de su escritorio, avanzó sobre la alfombra y les dio la bienvenida. Se había quitado la toga, que colgaba en la parte interior de la puerta. Tenía un aspecto extrañamente incompleto sin ella.

—Supongo que todo el mundo se ha mostrado cooperativo, ¿verdad? —preguntó, indicándoles la mesa de conferencias con un ademán y sentándose en una silla que le permitía dar la espalda a la ventana, de manera que la potente luz oscurecía su rostro. Como si no percibiera el frío reinante en esta parte del estudio, no hizo el menor esfuerzo por cerrar las ventanas.

—Mucho —contestó Lynley—. En especial su prefecto superior. Gracias por haberle designado a él.

Lockwood sonrió con auténtica cordialidad.

—Chas. Un chico estupendo, ¿verdad? Único. Apreciado por todo el mundo, sin excepción.

—¿Respetado?

—No sólo por los estudiantes, sino también por los profesores. Nombrarle prefecto fue la decisión más sencilla de mi vida. Chas fue recomendado por todos sus profesores al final del año pasado.

—Parece un chico excelente.

—Demasiado empeñado en triunfar, pero después del desastre que ocasionó aquí su hermano mayor, creo que Chas se ha propuesto lavar el buen nombre de la familia. Muy típico de él, expiar las culpas de Preston.

—¿La oveja negra de la familia?

Lockwood se llevó la mano al cuello, pero la dejó caer antes de que entrara en contacto con la piel.

—Un canalla, me temo. Oprobio y decepción. Fue expulsado el año pasado por robar. Le concedimos la oportunidad de renunciar voluntariamente a continuar en el colegio; al fin y al cabo, su padre es sir Francis Quilter, y nos avenimos a ciertas concesiones. Sin embargo, se negó a marcharse e insistió en que se demostraran las acusaciones vertidas sobre él —Lockwood se ajustó la corbata, y prosiguió hablando en tono compungido—. Preston era un cleptómano, inspector. No fue difícil probar las acusaciones. En cualquier caso, cuando nos dejó, se marchó a vivir a Escocia con unos parientes. Creo que se dedica a recolectar turba. Por lo tanto, las esperanzas de la familia, y el orgullo, imagino, descansan sobre los hombros de Chas.

—Un peso considerable.

—Para un chico de su capacidad, no. Chas será cirujano como su padre, como lo habría sido Preston, si hubiera mantenido alejadas sus manos de las propiedades ajenas. Fue la expulsión de Bredgar Chambers que me ha dolido más. Se han producido otras, por supuesto, pero ésa fue la peor.

—¿Y usted lleva aquí…?

—Cuatro años.

—¿Y antes?

Lockwood abrió y cerró la boca. Entornó los ojos, meditando sobre el suave cambio que Lynley había imprimido a sus preguntas.

—Trabajaba en la enseñanza pública. ¿Puedo preguntarle qué tiene que ver esto con su investigación, inspector?

Lynley se encogió de hombros.

—Me gusta conocer a la gente con la que trabajo —replicó, aún sabiendo que Lockwood no creía ni aceptaba la insulsa respuesta. ¿Cómo iba a hacerlo, con la sargento Havers sentada estoicamente a la mesa, tomando nota de cada una de sus palabras?

—Entiendo. Ahora que ya ha obtenido esta información, tal vez me permita solicitarle otra a cambio.

—Si puedo, lo haré.

—Estupendo. Ha estado aquí toda la mañana. Ha hablado con los estudiantes. Ha visto el colegio. Tengo entendido que su sargento ha ido a la enfermería para interrogar a la señora Laughland. ¿Existe algún motivo para que, pasado todo este tiempo, nadie se haya dedicado a rastrear las carreteras en busca del conductor que recogió a un niño y después lo asesinó?

—Una pregunta muy lúcida —concedió Lynley con afabilidad. La sargento Havers continuó escribiendo en su rincón de la mesa. Ambos interpretaban en perfecta conjunción los papeles de la contradicción y la concesión, un juego orquestado para mantener al sospechoso algo desconcertado. Habían obrado de la misma forma cientos de veces durante los últimos dieciocho meses de su asociación. A estas alturas, ya lo hacían sin pensar—. El problema, a mi entender, es que Bredgar Chambers es una zona bastante aislada. Por eso me pregunto hasta qué punto es verosímil que un chico de trece años consiguiera que alguien le recogiera haciendo autostop.

—Tuvo que ser así, inspector. No estará insinuando que llegó a pie hasta Stoke Poges, ¿verdad?

—Sólo estoy insinuando la posibilidad de que Matthew no hiciera autostop. De que, en realidad, alguien le estuviera esperando. De que conociera al conductor. En este caso, considero que aprovechamos más el tiempo investigando aquí que en otro sitio.

El rostro de Alan Lockwood se tiñó de púrpura.

—¿Está insinuando que alguien del colegio…? Usted sabe tan bien como yo que la muerte de ese chico, aunque muy lamentable, no está relacionada directamente con este colegio.

—Me temo que no he podido llegar a esa conclusión.

—Se fugó, inspector. Se las arregló con mucha inteligencia para simular que estaba en dos sitios al mismo tiempo. Después, se fugó para reunirse con sus amigos de Londres. Es una desgracia que ocurriera, pero ocurrió. Quebrantó las reglas del colegio, y nada puede remediar ese hecho. No es culpa del colegio, y no tengo intención de asumir esa culpa.

—Los empleados tienen aquí sus coches, y también hay vehículos del colegio para el transporte de estudiantes, ¿no es cierto?

—¿Los empleados? —estalló Lockwood—. ¿Uno de los profesores del muchacho?

—No necesariamente —contestó Lynley, impertérrito, y esperó a que el rector comprendiera lo que quería decir. Cuando vio que Lockwood lo había hecho, prosiguió como si fuera necesario aclarar su afirmación—. Aquí hay otros trabajadores que no son profesores, amas de llaves, conserjes y cocineros, por no mencionar a las esposas de todos los docentes que viven en el campus. Están los alumnos…

—Está loco —dijo Lockwood, abrumado—. El cadáver del chico fue encontrado el domingo por la noche. Había desaparecido el viernes. Lo único lógico es pensar que recorrió un larguísimo camino a pie antes de que le recogieran.

—Quizá. Sin embargo, llevaba el uniforme del colegio cuando se fue. Eso indica que no tenía miedo de que le reconocieran y le devolvieran aquí.

—Puede que se abriera camino a través de los campos, las acequias y el bosque hasta alejarse lo suficiente. El chico no era idiota. Vino aquí gracias a una beca. No estamos hablando de un muchacho carente de sentido común, inspector.

—Esa beca me interesa. ¿Cuándo, exactamente, se fijó el colegio en Matthew?

Lockwood se levantó de la mesa, se acercó escritorio y volvió con un expediente que hojeó un momento antes de contestar.

—Sus padres le reservaron una plaza cuando tenía ocho meses de edad —el rector levantó la vista, como si aguardase una conclusión de Lynley que denigrara todavía más la reputación del colegio—. Es el procedimiento que se suele seguir en los colegios privados, inspector, aunque usted ya lo sabe. Eton, ¿verdad?

Lynley hizo caso omiso de la pregunta.

—¿Y la beca?

—Todos los futuros alumnos de tercero reciben información sobre las becas que ofrecemos. Esta beca en particular se concede a los niños que auguran un brillante porvenir en los estudios y sufren dificultades económicas.

—¿Cómo se selecciona el alumno?

—Un miembro de la junta de gobierno presenta la solicitud. Mi decisión final se basa en la recomendación de la junta.

—Entiendo. ¿Quién propuso el nombre de Matthew Whateley?

Lockwood vaciló.

—Inspector, algunas cosas son materia…

Lynley levantó una mano.

—Nunca en una investigación de asesinato, me temo.

Se produjo un instante de indecisión. La sargento Havers dejó de escribir y levantó la vista, con el lápiz en el aire.

Los ojos de Lockwood se clavaron en los de Lynley durante diez segundos, y luego descendieron.

—Giles Byrne propuso el nombre de Matthew para la beca —dijo Lockwood—. Habrá oído hablar de él, sin duda.

Así era. Giles Byrne, el brillante analista de los males políticos, sociales y económicos del país. El de la lengua afilada y el ingenio vivo. Un graduado de la facultad de Económicas de Londres que dirigía un programa de radió en la BBC, durante el cual despedazaba a cualquiera que se sometiera a la entrevista. Era una noticia interesante, pero lo era mucho más la relación establecida por Lynley en cuanto oyó el apellido.

—Byrne. Así que el prefecto de la residencia Erebus… Brian Byrne…

—Sí. Es el hijo de Giles Byrne.