Capítulo 3

El horror la inmovilizó, como si una lanza de hierro se hubiera introducido por su espina dorsal. Los detalles se intensificaron por la fuerza de la conmoción.

Deborah notó que sus labios se abrían, notó que un torrente de aire distendía sus pulmones con una fuerza sobrehumana. Sólo un chillido de terror podría expulsar el aire, antes de que sus pulmones estallasen.

Pero no podía gritar y, aunque lo hiciera, nadie la oiría.

—Oh, Dios mío —susurró. Y después, inútilmente—. Simon…

Luego, aunque no quería hacerlo, miró, las manos apretadas en puños y los músculos tensos, dispuesta a salir corriendo si era necesario, o cuando se sintiera capaz.

El niño yacía en parte sobre su estómago, al otro lado del muro de pedernal, en un lecho de plantas trepadoras que aún no habían florecido. A juzgar por la longitud y el corte de pelo parecía un chico. Estaba muerto.

Aún en el supuesto de que Deborah hubiera sido lo bastante tonta o histérica para creer que sólo estaba dormido, resultaría imposible explicar por qué se encontraba durmiendo a la intemperie y completamente desnudo en aquel frío anochecer. ¿Y por qué bajo un árbol, en un bosquecillo de pinos, donde la temperatura era todavía más baja que expuesto a los últimos rayos del sol? ¿Y por qué iba a dormir en esa postura forzada, con el peso del cuerpo descargado sobre la cadera derecha, las piernas extendidas, el brazo derecho torcido de una manera extraña y doblado bajo él, y la cabeza vuelta hacia la izquierda, con las tres cuartas partes hundidas en la tierra, entre las plantas? Su piel estaba casi roja, y eso indicaba calor, vida, pulso, flujo sanguíneo…

Las ardillas reanudaron su disputa. Bajaron corriendo del árbol que las había cobijado y saltaron sobre la forma inerte cercana al tronco. La diminuta garra de la más atrevida se clavó en el muslo izquierdo del niño, quedándose enganchada. El animalillo lanzó salvajes chillidos y se agitó frenéticamente para liberarse. La proximidad de su perseguidora le proporcionó las fuerzas necesarias para escapar. La piel del niño se rasgó. El animal desapareció.

Deborah vio que no brotaba sangre de la pequeña herida provocada por la garra. Eso la extrañó por un momento, hasta recordar que los muertos no sangraban. Sólo los vivos disfrutaban de ese placer.

Gritó por fin y giró sobre sus talones, pero cada impresión se había grabado con tanta viveza en ella que, para el caso, habría dado lo mismo que siguiera mirando eternamente. Una hoja prendida en el cabello de color nogal; una cicatriz en forma de media luna sobre la rótula izquierda; una marca de nacimiento que recordaba a una pera en la base de la columna vertebral y, a lo largo de las partes visibles del costado izquierdo del cuerpo, extrañas magulladuras en la piel, como si el chico hubiera sido arrastrado sobre ese lado.

Podría estar durmiendo. Debería estar durmiendo, pero hasta el breve vistazo de Deborah, desde una distancia de dos metros, revelaba las expresivas erosiones en las muñecas y los tobillos: manchas blancas y peladas de carne muerta sobre un fondo rojo e inflamado. Sabía lo que eso significaba. También intuía el significado de las quemaduras circulares uniformes localizadas en la sensible parte interna de los brazos.

No estaba dormido. La muerte no le había sorprendido de una forma suave.

—¡Dios mío, Dios mío! —gritó Deborah.

Sus palabras le proporcionaron una súbita e inesperada energía y corrió hacia el aparcamiento.

Simon Allcourt-St. James detuvo el coche junto a la cinta policial dispuesta a la entrada del aparcamiento de la iglesia de St. Giles. Los faros delanteros iluminaron por un momento el rostro de un joven y desgarbado agente de policía que se hallaba de guardia. Parecía un aditamento innecesario, pues aunque la iglesia no estaba aislada por completo, las casas próximas se encontraban a cierta distancia, y no se había formado ningún grupo de curiosos en la carretera.

Pero era domingo, recordó St. James. Se celebrarían las vísperas dentro de una hora. Alguien debería presentarse para despedir a los fieles.

Distinguió en el estrecho sendero que conducía al aparcamiento un arco de luces, indicando el lugar donde la policía había dispuesto la sala de atestados. Un potente destello azul irrumpía en la iluminación blanca con un ritmo fijo y palpitante. Alguien había permitido que el faro de un coche policial continuara girando, olvidado, en el techo del vehículo.

St. James apagó el motor del MG y soltó el embrague. Salió del coche con movimientos torpes. Su pierna izquierda, sujeta por una abrazadera, se posó en un ángulo irritante que le hizo perder el equilibro por un instante. El joven agente le miró con fijeza, y la expresión de su rostro delató que no sabía si acudir en su ayuda u ordenarle que se alejara. Se decantó por esto último. Conectaba más con su lógica.

—No puede quedarse aquí, señor —dijo—. Se está llevando a cabo una investigación policial.

—Lo sé, agente. He venido a buscar a mi mujer. Su superior me llamó. Ella encontró el cadáver.

—Entonces usted debe de ser el señor St. James. Lo siento, señor —el agente examinó al otro hombre con descaro, como si eso le permitiera verificar su identidad—. No le reconocí —como St. James no contestó, el joven pareció sentirse obligado a proseguir—. Le vi la semana pasada en un telediario, pero usted no…

—Por supuesto —le interrumpió St. James. Sabía de antemano las palabras que venían a continuación: «En el telediario, usted no parecía lisiado». Claro que no. De pie en la escalera del Old Bailey, respondiendo a preguntas sobre el uso reciente de huellas dactilares genéticas en un tribunal, ¿por qué iba a parecer lisiado? La cámara enfocaba su cara, no realizaba un estudio sobre el daño que el destino había infligido a su cuerpo.

—¿Está mi mujer por aquí?

El agente señaló al otro lado de la carretera.

—Está en aquella casa. Desde allí nos llamó.

St. James le dio las gracias con un movimiento de la cabeza y cruzó la carretera. La casa en cuestión se alzaba a escasa distancia, tras dos puertas de hierro forjado que se abrían en un muro de ladrillo. Era un edificio vulgar, de techo acanalado, garaje con capacidad para tres coches y cortinas blancas, todas con el mismo dibujo, en las ventanas. En lugar de jardín tenía un amplio sendero privado que bordeaba un montículo, el cual, junto con el muro, resguardaba la casa de la carretera. La puerta principal consistía en una sola hoja de cristal opaco, montada en un marco de madera blanca.

Cuando St. James tocó el timbre, una agente le abrió la puerta. Le dirigió a la sala de estar, situada en la parte posterior de la casa, donde se hallaban sentadas cuatro personas en sillas cubiertas de calicó y en un sofá, alrededor de una mesilla de café.

St. James se detuvo en el umbral. La escena que se desplegaba ante sus ojos era una especie de cuadro, consistente en dos hombres y dos mujeres enfrascados en una pacífica confrontación. Los hombres, pese a no vestir uniforme, no podían disimular su condición de policías. Estaban inclinados hacia adelante, uno con un cuaderno y el otro con la mano extendida, como para dar mayor énfasis a una observación. Las mujeres guardaban silencio e intercambiaban miradas, como esperando más preguntas.

Una de ellas era una muchacha que no tendría más de diecisiete años. Llevaba un albornoz informe, con un puño manchado de chocolate, y gruesos pantalones de lana que le venían grandes y tenían los bajos cubiertos de polvo. Era pequeña, excesivamente pálida y tenía los labios agrietados, como si hubieran estado expuestos al viento o el sol. No carecía de atractivos; era de aspecto dulce, aunque insignificante. Comparada con su tenue belleza, Deborah era como el fuego, con su masa de cabello llameante y la piel marfileña.

Si bien St. James había deseado varias veces reunirse con su esposa en el transcurso del viaje, Deborah se había negado a que se encontraran en Yorkshire y Bath, de modo que no la veía desde hacía un mes. Sólo había hablado con ella por teléfono, conversaciones que, a medida que pasaban las semanas, habían sido cada vez más tensas y difíciles de concluir. Sus palabras vacilantes habían revelado en todo momento a St. James hasta qué punto sufría por el hijo perdido, pero ella le impedía hablar del tema, diciendo «No, por favor» cuando lo intentaba. Cuando la vio, absorbiendo su presencia como si ésta bastara para vincularla de nuevo a él, se dio cuenta de que nunca había comprendido, hasta ese momento, el terrible riesgo que comportaba entregar su amor a Deborah.

Ella alzó la mirada y le vio. Sonrió, pero Simon leyó en sus ojos la pena que la embargaba. Nunca habían logrado mentirle.

—Simon.

Los demás miraron en su dirección. Entró en la sala, se encaminó hacia la silla de su mujer y le acarició el luminoso cabello. Deseaba besarla, abrazarla, infundirle energías, pero se limitó a decir:

—¿Te encuentras bien?

—Por supuesto. No sé por qué te han telefoneado. Puedo volver sola a Londres.

—El inspector me dijo que no tenías muy buen aspecto cuando llegó aquí.

—El susto, supongo, pero ya estoy bien.

Su apariencia desmentía estas palabras. Habían aparecido círculos oscuros bajo sus ojos y las ropas colgaban flojamente sobre su cuerpo, testimonio del peso que había perdido en las cuatro últimas semanas. Al advertirlo, St. James experimentó una punzada de temor.

—Sólo un minuto más, señora St. James, y podrá marcharse.

El policía de mayor edad, probablemente un sargento al que le habían asignado las investigaciones preliminares, dedicó su atención a la muchacha.

—Señorita Feld… ¿Puedo llamarla Cecilia?

La chica asintió con expresión recelosa, como si la petición de tutearla encerrara una trampa.

—Me parece que has estado enferma, ¿verdad?

—¿Enferma? —preguntó, como sin darse cuenta de que ir vestida de aquella forma a las seis de la tarde sólo podía indicar mala salud—. Yo… No, no estoy enferma. No he estado enferma. Un poco de gripe, tal vez, pero enferma no, se lo aseguro.

—En ese caso, repasaremos por última vez tus declaraciones —dijo el policía—. Sólo para asegurarnos de que hemos anotado correctamente todos los datos, ¿de acuerdo? —trató de darle a sus palabras el tono de una pregunta, pero nadie dudó acerca de lo que se avecinaba.

El aspecto general de Cecilia traslucía que le iba a ser imposible soportar otro tira y afloja con la policía. Parecía agotada, rendida. Cruzó los brazos y bajó la cabeza para examinarlos, como si su presencia la sorprendiera. Su mano derecha empezó a moverse sobre su codo izquierdo; arriba, abajo, alrededor, como parodiando una caricia.

—Creo que no puedo ayudarles más de lo que he hecho —quiso aparentar paciencia, pero todo el mundo percibió su esfuerzo—. La casa está alejada de la carretera, como han podido comprobar por ustedes mismos. No he oído nada. No oigo nada desde hace días. Y no he visto nada, por descontado. Nada sospechoso. Ni la menor insinuación de que un niño… un niño… —no pudo continuar. Su mano dejó de acariciar el codo por un momento, y luego prosiguió.

El segundo policía escribía aplicadamente con un lápiz. Si ya había anotado estas declaraciones de la muchacha, no dio muestras de haberlas oído antes.

—Sin embargo, comprenderás por qué necesitamos preguntarte esto —dijo el sargento—. Tu casa es la más próxima a la iglesia. Si alguien tuvo la ocasión de ver u oír los movimientos del asesino, ésa eres tú. O tus padres. ¿Dices que no están aquí ahora?

—Son mis padres adoptivos —corrigió la chica—. El señor y la señora Streader. Están en Londres. Volverán esta noche.

—¿Estuvieron aquí el viernes y el sábado?

La muchacha desvió la vista hacia la repisa de la chimenea, donde descansaban una serie de fotos. Tres eran de adultos, tal vez los hijos de los Streader.

—Se fueron a Londres ayer por la mañana. Han pasado el fin de semana ayudando a su hija a instalarse en su nuevo piso.

—Debes de sentirte muy sola aquí, ¿verdad?

—Justo como me gusta estar, sargento —replicó ella—. Era una contestación extrañamente adulta, que implicaba más aceptación apática de un hecho que seguridad.

El desánimo que encerraba la respuesta impulsó a St. James a preguntarse por la presencia de la chica en esa casa. Era bastante confortable, equipada para vivir a gusto, al margen de las modas. Los muebles de la sala eran de buena calidad; una gruesa alfombra de lana cubría el suelo, y las paredes estaban decoradas con acuarelas. La chimenea de piedra sostenía una cesta de flores de seda, dispuestas con más entusiasmo que sentido artístico. Había un televisor grande y un vídeo en el estante inferior. Montones de libros y revistas se veían por todas partes, suficientes para distraer el tiempo libre de cualquiera. Sin embargo, la chica había admitido que era una extraña, aunque las fotos lo desmintieran, y la apatía con que hablaba daba a entender que era una extraña en cualquier parte.

—Pero oyes los ruidos de la carretera, ¿no es cierto? —insistió el sargento—. Desde aquí se pueden oír los coches que pasan.

Todos escucharon para verificar el hecho. Como en respuesta, un camión rugió a su paso.

—Ni siquiera te das cuenta —replicó la muchacha—. Las calles siempre están llenas de coches.

—Ya lo creo —sonrió el sargento.

—Usted insinúa que hubo un coche implicado en el caso. ¿Cómo lo sabe? Ha dicho que el cadáver de ese chico estaba en un campo, detrás de la iglesia. Me parece que pudo llegar allí de diversas maneras, y yo, o los Streader, o cualquier otro vecino, no me habría dado cuenta aunque hubiera estado vigilando todo el fin de semana.

—¿De diversas maneras? —preguntó el sargento con tono afable, interesado por el comentario.

—A través del campo de atrás, aprovechando la granja, o a través del campo de Grey, muy próximo a la iglesia.

—¿Reparó en algo que refuerce esta teoría, señora St. James? —preguntó el sargento.

—¿Yo? —Deborah parecía aturdida—. No, pero tampoco busqué nada. No pensé. Vine para fotografiar el cementerio y estaba preocupada. Sólo me acuerdo del cuerpo. Y de la postura. Tirado allí como un saco de harina.

—Sí, tirado.

El sargento se miró las manos y no dijo nada más. El estómago de alguien emitió un gruñido, y aunque el otro policía no levantó la cabeza pareció avergonzado. Como si el ruido le hubiera recordado dónde estaban, qué hacían y cuánto tiempo le habían dedicado, el sargento se puso en pie. Los demás le imitaron.

—Mañana tendremos preparadas sus declaraciones para que las firmen —dijo el sargento a las mujeres. Se despidió con un movimiento de la cabeza y se marchó.

Su compañero le siguió. La puerta se cerró al cabo de un momento.

St. James miró a su esposa y comprendió que Deborah no quería dejar sola a Cecilia, como si la hora anterior las hubiera unido de una forma misteriosa.

—Yo… Muchas gracias —le dijo Deborah. Llevada por un impulso, quiso coger la mano de la muchacha, pero ésta se apartó bruscamente, como movida por un acto reflejo. Pareció arrepentirse al instante. Deborah siguió hablando—. Por lo visto, te he causado un sinfín de problemas al venir a utilizar tu teléfono.

—Ésta es la casa más cercana —contestó Cecilia—. Nos habrían interrogado igualmente, como a la mayoría de los vecinos. Usted no tuvo la culpa.

—Tal vez. Sí. Bien, gracias, en cualquier caso. Quizá puedas descansar un poco ahora.

St. James observó que la chica tragaba saliva y se protegía el cuerpo con los brazos.

—Descansar —repitió, como si nunca hubiera pensado en ello.

Salieron de la casa, cruzaron el camino particular y se dirigieron a la carretera. St. James se dio cuenta de que su mujer caminaba separada de él por un metro de distancia. Su largo cabello impedía que le viera la cara. Pensó en decir algo. Por primera vez desde que estaban casados se sentía alejado de ella, como si el mes de ausencia hubiera levantado entre ambos una barrera infranqueable.

—Deborah, mi amor —sus palabras la detuvieron junto a la puerta de hierro forjado. Deborah extendió una mano y aferró un barrote—. Deja que comparta tu dolor.

—Lo peor fue encontrarle de aquella manera. Nadie espera ver el cadáver desnudo de un niño debajo de un árbol.

—No estoy hablando del cementerio, y lo sabes muy bien —Deborah apartó el rostro. Levantó la mano como para hacerle callar, pero luego la dejó caer a un costado. Fue un movimiento falto de fuerza, y St. James sintió remordimientos por haberle permitido marcharse sola tan poco tiempo después de perder el niño. Por más que se obstinara en cumplir su contrato, tenía que haber insistido en que alargara la convalecencia. Le tocó el hombro y rozó su cabello con la mano—. Mi amor, sólo tienes veinticuatro años. Nos queda mucho tiempo por delante. El médico…

—No quiero… —soltó el barrote de hierro forjado y cruzó la calle a toda prisa. Él la alcanzó junto al coche—. Por favor, Simon, por favor. No puedo. No insistas.

—Sé lo que te pasa, Deborah, ¿no lo entiendes?

—Por favor.

Escuchó sus sollozos. Hicieron mella en su determinación, como siempre.

—Bien, deja que te lleve a casa. Volveremos a buscar tu coche mañana.

—No —ella se irguió y le dirigió una sonrisa temblorosa—. Estoy bien. Hemos de convencer a la policía de que me deje llegar al Austin. Mañana estaremos demasiado ocupados para volver aquí.

—No me gusta la idea…

—Estoy bien. De veras.

Simon se dio cuenta de que ella deseaba mantenerse alejada de él. Tras un mes de separación, consideraba que la continua necesidad de aislamiento que demostraba Deborah constituía la peor consecuencia del golpe sufrido.

—Si tan segura estás… —era una mera formalidad por su parte.

—Lo estoy. Por completo.

El agente, que miraba en dirección a la iglesia para desentenderse de su conversación, se volvió y les indicó con un gesto que podían acercarse. Se internaron por el sendero, guiados en la oscuridad por las luces dispuestas en las cercanías de la sala de atestados, un remolque policial alrededor del cual los analistas de la policía guardaban bolsas con pruebas en sus maletines. Un hombre corpulento salió del remolque cuando St. James y su mujer llegaron al coche de Deborah. Les vio, levantó una mano al reconocerles y se acercó a ellos.

—Inspector Canerone —anunció a St. James—. Nos conocimos en Brasil hace unos ocho meses, cuando dio una conferencia sobre la recuperación de residuos acelerantes.

—Un tema forense muy árido —contestó St. James, dándole la mano—. ¿Consiguió mantenerse despierto?

—Por los pelos —sonrió el hombre—. Por aquí no hay muchos incendios premeditados.

—Sólo ese desastre —St. James indicó el cementerio con un movimiento de la cabeza.

El inspector suspiró. El cansancio había formado bolsas negro azuladas bajo sus ojos, y daba la impresión de que el peso de su carne era excesivo para su esqueleto.

—Pobre criatura —respondió—. Nunca he conseguido acostumbrarme a los asesinatos de niños.

—¿Se trata de un asesinato, pues?

—Eso parece, aunque existen algunas incongruencias importantes. Han ido a introducirle en la bolsa. ¿Quiere echar un vistazo rápido?

Lo último que deseaba St. James, ahora que por fin tenía cerca a Deborah, era echar un vistazo (rápido, atento o indiferente) al cadáver que ella había encontrado. Sin embargo, la ciencia forense era su especialidad, y él una autoridad nacional en la materia. No podía declinar la invitación con la excusa de que, siendo domingo por la noche, tenía cosas mejores que hacer, si bien la excusa era verdadera en ese momento.

—Ve, Simon —estaba diciendo Deborah—. Yo me adelantaré. Ha sido espantoso y quiero volver a casa cuanto antes.

—Nos veremos a la hora de cenar —le pareció la respuesta adecuada.

—¿Cenar? —Deborah hizo un ademán de disculpa—. No creo que ninguno de los dos estemos muy hambrientos después de esto. ¿Quieres que prepare algo ligero?

—Algo ligero. Sí, estupendo —pensó que se estaba convirtiendo en piedra. La vio entrar en el coche y advirtió que la luz interior brillaba sobre su cabello como oro sobre cobre, sobre su piel como el sol sobre la crema. Ella cerró la puerta, encendió el motor y se marchó. Simon apartó sus ojos del Austin—. ¿Dónde está el cadáver? —preguntó a Canerone.

—Acompáñeme.

St. James siguió al inspector al campo de Grey, contiguo al cementerio. En un extremo, el monumento al poeta se cernía en las tinieblas. El terreno, cubierto de rastrojos, auguraba la llegada de la primavera. La tierra desprendía un intenso y embriagador aroma a humus. Al cabo de un mes, bulliría de vida.

—No hemos encontrado huellas de pisadas —explicó Canerone, mientras se dirigía a una alambrada, tras la cual se alzaba una valla que delimitaba el campo. Se había practicado un paso para que la policía accediera al segundo campo, donde yacía el cadáver—. Da la impresión de que el asesino atravesó el cementerio con el cuerpo a cuestas y lo arrojó por encima del muro. No hay otro acceso.

—¿Desde la granja? —St. James indicó las luces de una casa que se alzaba al otro lado del campo.

—Tampoco hay huellas de pisadas, y los tres perros de la propiedad montarían un cirio de mil demonios si alguien se acercara.

St. James examinó el bosquecillo al que se acercaban. Distinguió luces más abajo. Oyó la conversación de los policías que todavía montaban guardia. Alguien rió. Como tantos otros profesionales, los policías de Slough estaban inmunizados contra la presencia de la muerte violenta.

Sin embargo, Canerone se mostró muy susceptible ante los comentarios.

—Perdone, señor St. James —dijo, adelantándose hacia el grupo de hombres congregados bajo un árbol. Les habló en tono vehemente durante un momento. Regresó después, con el rostro impasible. Demasiado apegado al trabajo, pensó St. James—. Todo arreglado. Acompáñeme, por favor.

Los hombres retrocedieron para dejar que St. James viera el cuerpo. A pocos metros, el fotógrafo de la policía estaba sacando el carrete de la cámara. Se interrumpió, miró y guardó el equipo en la bolsa que tenía a sus pies.

St. James se preguntó qué esperaban de él. Aparte de la autopsia, todos sabían que no quedaba nada más por hacer. No era un místico, ni tampoco un mago. No poseía poderes especiales, aparte de su laboratorio. Para colmo, ni siquiera deseaba estar allí en este momento, en ese campo frío y oscuro, mientras el viento nocturno agitaba su cabello y él se inclinaba para examinar el cadáver de un muchacho al que no conocía. Era absurdo pensar que, si inspeccionaba con detenimiento la espantosa escena, desvelaría la verdad oculta tras la muerte del niño. Lo único que le importaba en ese instante era Deborah, que se había ausentado durante un mes, que al marcharse era su mujer y, al volver, una completa desconocida, aunque lo peor era el estado de su corazón, desgarrado por la preocupación y la soledad.

De todos modos, echó un vistazo al cadáver. El color de la piel sugería una infección de la sangre, e incluso una muerte accidental. Sin embargo, el estado del cuerpo contradecía esta conclusión. Como había dicho Canerone, existían contradicciones que sólo la autopsia explicaría. Por este motivo, St. James accedió a decir algo obvio, algo que cualquier inspector novato sería capaz de adivinar. Las marcas que recorrían la pierna izquierda del muchacho eran suficientemente explícitas.

—Movieron el cadáver poco después de su muerte.

Canerone, de pie junto a él, asintió con la cabeza.

—Me preocupa más lo que sucedió antes de su muerte, señor St. James. Fue torturado.