Capítulo 5
Deborah St. James logró conciliar el sueño poco después de las tres y cuarto. Se despertó minutos antes de las seis y media, y notó que el cuerpo le dolía a causa de la rígida tensión a que lo había sometido para mantenerse alejada de su marido durante la noche.
El sol de la mañana creaba un resplandor crepuscular en la habitación. Se posaba sobre los muebles, transformando el metal y el esmalte de los tiradores en oro rojizo. Bañaba las fotografías, formando alrededor de cada una un aura visible de luz. Expulsaba las sombras y definía formas que la noche desdibujaba.
Esa misma luz arrojaba un tenue rayo diagonal sobre la forma de Simon, iluminando la mano derecha que yacía, inmóvil, entre ambos. Mientras Deborah la miraba, los dedos se cerraron sobre la palma y después se extendieron. Estaba despierto.
Tan sólo seis semanas atrás, ella se habría deslizado en sus brazos al advertir ese movimiento. Habría sentido las manos de Simon recorrer todo su cuerpo, y la boca del hombre que la amaba habría saboreado la aurora en su piel. Le habría oído murmurar amor mío, mientras se inclinaba sobre él y dejaba que su pelo se derramara como una madeja sobre el pecho de Simon. Habría visto su sonrisa cuando él tocaba su abdomen y susurraba un buenos días al ser que crecía en su interior. Y cuando hicieran el amor en aquella hora temprana, no sería tanto fruto de la pasión como de la afirmación y la alegría.
Su cuerpo le anhelaba, sus nervios a flor de piel ansiaban ser calmados por las caricias del hombre. Se volvió para mirarle, y descubrió que él lo estaba haciendo. Ignoraba desde cuándo, pero mientras sus ojos se encontraban, Deborah comprendió hasta qué punto su pasado estaba destruyendo cualquier posible futuro con su marido.
No había pensado así en aquel tiempo. Dieciocho años de edad, embarazada, una estudiante sola en un país extranjero. Tener un niño en aquellas circunstancias habría sido algo más que un inconveniente irritante al que uno se acaba adaptando. Habría sido una imposibilidad, un completo desastre. Aún más, habría dado al traste con su vida profesional antes de que empezara. En aquel tiempo, su profesión era algo fundamental para ella. Deborah y su padre habían ahorrado durante muchos años para que la joven se matriculara en un colegio de Estados Unidos y obtuviera, al cabo de tres años, el máster en fotografía que tanto codiciaba. Tirarlo todo por la borda para tener un niño era inconcebible. Ni siquiera había contemplado la posibilidad. Tampoco había pensado que un aborto rebotaría contra las paredes del resto de su vida.
No la abandonaba ni un día. El recuerdo de las implacables luces, la punzada de la aguja, la explicación del raspado y succión que seguirían a continuación, la hemorragia residual, el intento de olvidar. Lo había logrado, con notable éxito, durante años. Pero ahora, los recuerdos la dominaban en cada momento de su existencia, pues por más que intentara convencerse de que sus continuos y fallidos embarazos no tenían nada que ver con el aborto de seis años antes, en el fondo continuaba creyendo que existía una relación. Dios a veces aplacaba la mano del castigo, pero era de forma transitoria. A la postre, el pecador siempre expiaba sus culpas.
Aquel nonato habría cumplido cinco años el próximo septiembre. Habría correteado por la casa, provocando un gran alboroto, como todos los niños pequeños. Habría jugado en el jardín, fastidiado al gato, tirado de las orejas al perro. Se habría rasguñado la rodilla y pedido que le leyeran un cuento. Podría haber existido. Podría haber sido suyo.
Pero, independientemente de los inconvenientes que habría causado a su carrera, su nacimiento habría significado el fin de su relación con Simon. El mero conocimiento de aquel breve embarazo abrumaría de dolor a su marido. Había aceptado todo lo referente a su pasado, pero no aceptaría eso. No podía hacerlo.
Simon se agitó y se incorporó sobre un codo. Extendió la mano y acarició las cejas y el mentón de Deborah.
—¿Te sientes mejor? —sus palabras eran tiernas, su contacto una fuente de dolor insoportable.
—Sí, mucho mejor —la mentira, comparada con las demás, carecía de importancia.
—Te he echado mucho de menos, mi amor —los dedos de Simon tocaron su mejilla, sus hombros, su garganta. Rozaron suavemente sus labios antes de que se inclinara para besarla.
Deseaba atraerle hacia ella. Deseaba entreabrir los labios. Deseaba acariciarle y excitarle. Se moría de ganas.
Las lágrimas afluyeron a sus ojos. Volvió la cabeza para que él no las viera, pero no actuó con la suficiente rapidez.
—Deborah —su tono sugería una gran aflicción.
Ella meneó la cabeza, sin pronunciar palabra.
—Oh, Dios mío, es demasiado pronto. Lo siento. Perdóname, Deborah, por favor.
La tocó por última vez antes de apartarse y coger las muletas apoyadas contra la pared, cerca de la cama. Giró sobre sus pies, alcanzó la bata y se la puso con movimientos torpes, dificultados por la lesión.
En diferentes circunstancias, ella le habría ayudado a ponérsela, pero Deborah consideró en este momento que una acción semejante parecería una declaración de devoción que él pensaría falsa. Se quedó donde estaba y contempló su penoso progreso hacia el cuarto de baño. La fuerza con que aferraba las muletas hizo palidecer sus nudillos. Su cara reflejaba una desolación infinita.
Cuando la puerta se cerró detrás de él, Deborah empezó a llorar, y las lágrimas le proporcionaron la única lluvia que había bañado sus raíces durante los pasados seis meses.
Sus días de convivencia siempre habían poseído una uniformidad que Deborah atesoraba en el fondo de su corazón. Cuando ella no estaba ausente, realizando un encargo fotográfico, se encerraba en el cuarto oscuro, preparando la carpeta de presentación. El extenso laboratorio forense de Simon, contiguo al reducido cubículo de Deborah, ocupaba casi toda la planta superior de la casa. Cuando no estaba en los tribunales, pronunciando una conferencia, o entrevistándose con abogados y sus clientes, se hallaba en el laboratorio, como ahora, al igual que ella se encontraba en el cuarto oscuro con la puerta entreabierta, intentando centrar su interés en el trabajo que la nueva colección de fotos suponía. La única diferencia con cualquier otra jornada laboral residía en la distancia que ella había impuesto entre ellos, y en todo cuanto debía decirse y se había postergado.
Reinaba tal silencio en la casa que el timbre de la puerta sonó como una vajilla de cristal al romperse.
—¿Quién demonios…? —murmuró Deborah. Después, oyó la voz afable y conocida, seguida por rápidos pasos en la escalera.
—Cuando anoche vi el nombre de Deborah en la pantalla del ordenador no me lo pude creer —decía Lynley al padre de Deborah—. Menudo regreso al hogar.
—La chica se disgustó un poco —fue la cortés respuesta de Cotter.
Al oírla, Deborah agradeció por una vez que su padre adoptara el papel de criado siempre que alguien venía a casa. «La chica se disgustó un poco» era información suficiente para contestar a un comentario casual de Lynley. Incidía en la realidad y servía de réplica al mismo tiempo.
Cotter entró en el laboratorio, imbuido todavía de su papel de criado.
—Lord Asherton ha venido a verle, señor St. James.
—A ver a Deborah, en concreto, si está disponible —añadió Lynley.
—Lo está —aseguró Cotter.
Deborah se arrepintió de no haber encendido la luz exterior del cuarto oscuro para indicar que no la molestaran. Ver a alguien para entablar una conversación amistosa se le antojaba insufrible en este momento. Ver a Lynley y exponerse, siquiera por un instante, a su intuición para percibir estados de ánimo, era mucho peor. Pero no podía escapar. Su padre había cabeceado en su dirección antes de dejarles, y Lynley ya se había internado lo suficiente en el laboratorio para ver que la puerta del cuarto oscuro estaba abierta. Observó que Simon se encontraba examinando una serie de huellas dactilares en un rincón del laboratorio.
—Has madrugado mucho —dijo, a modo de saludo.
Los ojos de Lynley recorrieron la habitación y se detuvieron en el reloj de pared.
—¿No ha llegado Havers todavía? —preguntó—. Siempre es puntual.
—¿Puntual para qué, Tommy?
—Un caso nuevo. Necesito hablar con Deb sobre lo de anoche. Contigo también, si tuviste la oportunidad de ver el cadáver.
Deborah comprendió que no había forma de soslayarlo. Salió del cuarto oscuro. Sabía que tenía un aspecto terrible, con el pelo tirado hacia atrás de cualquier manera, la tez mortecina y los ojos carentes de vida, pero no estaba preparada para la rapidez con que Lynley efectuó su escrutinio, mirando alternativamente a Simon y a ella. Antes de que pudiera hablar, Deborah se lo impidió, acercándose para saludarle de la forma habitual, con un beso en la mejilla.
—Hola, Tommy —sonrió—. Mira qué aspecto más horroroso tengo. Encuentro un cadáver y me vengo abajo. Me parece que no sobreviviría ni un día en tu trabajo.
Él aceptó la mentira, aunque sus ojos la advirtieron de que no la creía. Al fin y al cabo, sabía que había estado en el hospital menos de dos semanas antes de iniciar su viaje.
—Me han pedido que me haga cargo de la investigación —explicó—. Cuéntame con todo detalle cómo descubriste el cadáver.
Los tres se sentaron a una de las mesas, subidos en altos taburetes y apoyando los brazos entre los microscopios, frascos y portaobjetos. Deborah repitió, casi palabra por palabra, lo que había relatado la noche anterior a la policía de Slough: estaba tomando fotos, entró en la iglesia, vio a las ardillas que se peleaban y encontró al niño.
—¿Advertiste algo extraño en el cementerio? —preguntó Lynley—. ¿Algo raro, aunque no pareciera guardar relación con el crimen?
El ave. Por supuesto, el ave. Parecía una tontería contárselo, y tampoco deseaba resucitar los sentimientos que la habían invadido ayer.
Lynley leyó en su rostro que había dado en el clavo.
—Dímelo.
Deborah miró a su marido, que la observaba con semblante grave.
—Es ridículo, Tommy —intentó conferir frivolidad a sus palabras, pero sólo lo logró a medias—. Sólo un ave muerta.
—¿Qué clase de ave?
—No lo sé. La cabeza… Bien, no tenía cabeza. Y le habían cortado las garras. Había restos de plumas por todas partes. Sentí pena por el pobre animal. Tendría que haberlo enterrado —experimentó de nuevo la emoción del día anterior, odiándose por permitir que aflorara—. Vi sus costillas. Estaban rotas, cubiertas de sangre y… No era como si un animal más grande hubiera buscado comida. Parecía puro deporte. Deporte, ¿te lo imaginas? Y… Oh, esto es tan ridículo. Es posible que no tenga nada que ver. Algún gato haciendo de las suyas. Estaba pasada la puerta del segundo cementerio, así que cuando entré… —titubeó, sorprendida por algo que no había recordado hasta este momento.
—¿Viste algo más?
Deborah asintió con la cabeza.
—Supongo que la policía de Slough ya te lo habrá dicho, pues no creo que lo pasaran por alto, pero hay una luz de seguridad justo en el interior de la puerta del segundo cementerio. Estaba rota. Debía de ser reciente, porque había cristales esparcidos por todas partes, apartados a un lado.
—Eso explicaría cómo el asesino introdujo el cadáver en el cementerio —observó Lynley.
—Llegó en coche al aparcamiento, eliminó las luces de seguridad, llevó el cuerpo hacia el muro y lo tiró bajo los árboles —añadió St. James.
—¿Y para qué tantas complicaciones y elegir ese preciso lugar? —preguntó Deborah—. Si era una cuestión de elección.
—¿Qué otra cosa podía ser? La iglesia está aislada del resto del mundo. Se llega por un camino que sale de una carretera vecinal. No se puede llegar por azar.
—Si el chico era de los alrededores, el asesino también pudo ser un hombre de los alrededores —sugirió St. James—. Conocería la iglesia.
Lynley negó con la cabeza.
—El chico era de Hammersmith. Vivía en un colegio de West Sussex, Bredgar Chambers.
—¿Se dio a la fuga?
—Tal vez. Sea como sea, parece que movieron el cuerpo después de morir.
—Sí, ya me di cuenta.
—¿Y lo demás? —preguntó Lynley—. ¿Examinaste el cadáver a fondo, St. James?
—Sólo de manera superficial, a lo sumo.
—Pero ¿viste…? —Lynley vaciló y miró a Deborah—. Anoche hablé por teléfono con Canerone.
—Imagino que te contó lo de las quemaduras. Sí, yo también las vi.
Lynley frunció el ceño. Hizo girar un tubo de ensayo vacío, inquieto.
—En Slough tienen trabajo atrasado, y Canerone supone que los resultados de la autopsia no se sabrán hasta dentro de uno o dos días, pero el examen preliminar sacó a relucir la extensión de las quemaduras.
—Hechas con cigarrillos, diría yo. Eso me parecieron.
—En la cara interna de los brazos, la parte superior de los muslos, los testículos y el interior de la nariz.
—Santo Dios —murmuró Deborah. Se sintió débil, a punto de desmayarse.
—Tenemos entre manos un componente de perversión sexual, St. James, aún más evidente si consideramos el atractivo físico de Matthew Whateley —apartó toda la fila de tubos de ensayo y se puso en pie—. Nunca entenderé la muerte de un niño, ya lo sabéis. Con tantos millones de personas desesperadas por tener uno, siempre parece que… —se interrumpió con brusquedad, palideciendo—. Vaya, lo siento. Qué tontería…
Deborah le calló con sus propias palabras, pronunciadas sin pensar, sin exigir una respuesta.
—¿Por dónde empezarás un caso de estas características, Tommy?
Lynley pareció aliviado por su intervención.
—Por Bredgar Chambers, en cuanto Havers aparezca.
Como en respuesta, el timbre de la puerta sonó por segunda vez aquella mañana.
Enclavado en una extensión de cien hectáreas, arrebatadas en parte al bosque de St. Leonard, Bredgar Chambers parecía ser el entorno ideal para un buen estudiante. No existía la menor distracción externa. Cissbury, el pueblo más próximo, se hallaba a un kilómetro de distancia, y consistía simplemente en un puñado de casas, una oficina de correos y una taberna. Había que recorrer ocho kilómetros para encontrar una carretera importante, y el tráfico de los senderos vecinales cercano era casi inexistente. Aunque había varias casas aisladas en la vecindad, la mayoría de sus habitantes eran jubilados, a los que traía sin cuidado la vida del colegio. Estaba rodeado por amplios campos, colinas onduladas, varias granjas y extensos bosques. Dejando aparte el estímulo combinado del aire siempre puro y el sempiterno cielo azul, no había nada más. Por ello, el colegio estaba en condiciones de prometer a los confiados padres que sus hijos vivirían una existencia monástica, mediante la cual se les inculcaría educación, buenos modales, moralidad y sentimientos religiosos.
Pese a ello, Bredgar Chambers no era un lugar ascético. Un exceso de belleza lo impedía. Se accedía al colegio por medio de un largo y sinuoso sendero, que dejaba atrás la pulcra casa del portero y se curvaba bajo hayas y fresnos centenarios, cubiertos de espesas manchas verdes que presagiaban la llegada de la primavera. Extensiones de césped muy bien cuidado, interrumpidas por bosquecillos de abetos, pinos y piceas, bordeaban el sendero, alargándose hasta los muros de pedernal que limitaban oficialmente el territorio del colegio. Los edificios no eran los típicos de una comarca en la que se empleaba el pedernal desmenuzado en la construcción. Estaban hechos de piedra de Ham color de miel, que recibía su nombre del pueblo de Somerset en donde se extraía, y el tejado era de pizarra. Carecían de hiedra y, a la luz del sol, sus paredes de sillería parecían rezumar un calor palpable.
Lynley intuyó la desaprobación de la sargento Havers en cuanto dejaron atrás la casa del conserje. Barbara no tardó mucho rato en verbalizarla.
—Encantador —comentó, aplastando su cigarrillo. Fumaba como una posesa desde que habían salido de la ciudad. El interior del Bentley olía como si se hubiera producido una explosión—. Siempre quise ver adónde enviaban los ricos papanatas a sus retoños para que aprendieran a decir pater. Pijos de mierda.
—Imagino que debe ser un poco más espartano por dentro, Havers —replicó él—. Todos estos sitios son iguales.
—Oh, sí, claro.
Lynley aparcó frente al edificio principal del colegio. La puerta estaba abierta y enmarcaba el exquisito panorama de un patio cuadrangular cubierto de hierba. Debía ser el de mayor importancia, a juzgar por la estatua erigida en el centro. A pesar de la distancia, Lynley reconoció el perfil majestuoso de Enrique Tudor, conde de Richmond, más tarde Enrique VII y fundador putativo de Bredgar Chambers.
Aunque eran cerca de las nueve, no se veía a nadie, algo extraño teniendo en cuenta que el colegio albergaba a seiscientos estudiantes. Al salir del coche, no obstante, escucharon las notas de un órgano, seguidas por la obertura de A Mighty Fortress Is Our God, interpretada por un coro muy competente.
—La capilla —explicó Lynley.
—Ni siquiera es domingo —murmuró Havers.
—Estoy seguro de que exponernos a la oración no corromperá nuestra secular sensibilidad, sargento. Acompáñeme, y trate de adoptar un aspecto devoto, por favor.
—Muy bien, inspector. Me sale de coña.
Siguieron el sonido del órgano y los cánticos a través de la puerta principal del colegio, desembocando en un vestíbulo empedrado con adoquines del cual surgía la capilla. Abarcaba la mitad de la parte oriental del patio. Entraron en silencio. Los cánticos prosiguieron.
Lynley observó que era la típica capilla de los colegios privados diseminados por el país, con bancos encarados al pasillo central, imitando el estilo del King’s College de Cambridge. Havers y él se quedaron en el extremo sur del edificio, entre dos capillas más pequeñas destinadas a otros usos.
A su izquierda estaba la capilla de los Caídos, chapada en madera de nogal. Sobre los paneles se había grabado el sombrío recuento de lo que Bredgar Chambers había perdido por causa de dos brutales guerras mundiales, y encima de los nombres de los muchachos caídos en combate destacaba el epígrafe Per mortes eorum vivimus. Lynley leyó las palabras, desechando el piadoso consuelo que, en teoría, se desprendía de tan simplista aceptación. ¿Cómo podía alguien quitar importancia a la muerte deduciendo que, si otros se beneficiaban de ella, por violenta y odiosa que hubiera sido, perpetuaba un bien intrínseco? Nunca había sido capaz de hacerlo, ni tampoco aceptaba el amor de su país hacia la nobleza de tales sacrificios. Dio media vuelta y se alejó.
Sin embargo, la segunda capilla abundaba en el mismo tema. La parte derecha de la pequeña cámara estaba igualmente dedicada al fallecimiento de estudiantes, pero Lynley advirtió que no era la guerra la causante de sus muertes prematuras, pues las placas conmemorativas indicaban la duración de sus cortas vidas, y todos eran demasiado jóvenes para ser soldados.
Entró. La luz de las velas oscilaba sobre un altar cubierto de lino, rodeando a un ángel de piedra que lo presidía. Al ver su rostro delicado, se sintió conmovido al instante por una poderosa imagen, que no se le aparecía desde hacía años. En ella, volvía a ser aquel muchacho de dieciséis años que se arrodillaba en la diminuta capilla católica de Eton, encajada a la izquierda del altar principal. Había rezado allí por su padre, consolado por la presencia de cuatro altísimos arcángeles dorados que protegían cada esquina de la capilla. Aunque no era católico, aquellos fieros ángeles, las velas y el altar le hacían sentirse, de alguna manera, cercano a un Dios que iba a escucharle. Así que rezaba en ella día tras día, y sus plegarias fueron atendidas. Y de qué forma. El recuerdo era como una herida. Buscó una distracción y la encontró en el mayor memorial del recinto. Procedió a examinarlo con innecesaria minuciosidad.
«Edward Hsu. Bien amado estudiante. 1957-1975». Al contrario que los demás monumentos conmemorativos dedicados a muchachos (y a dos muchachas) y carentes por completo de detalles, éste incluía la foto del chico muerto, un hermoso chino. Las palabras «bien amado estudiante» fascinaron a Lynley, pues daban a entender que algún profesor del muchacho era el responsable de un tributo tan afectuoso. Lynley pensó de inmediato en John Corntel, pero desechó la idea. Corntel no daría clases aquí en 1975.
—Usted debe de ser de Scotland Yard.
Lynley se giró en redondo al oír las palabras casi susurradas. Un hombre ataviado con una toga negra se erguía en la puerta de la capilla pequeña.
—Alan Lockwood —dijo el desconocido—. Soy el rector de Bredgar. —Se adelantó y extendió su mano.
Lynley siempre se fijaba en los apretones de manos. El de Lockwood fue firme. Sus ojos se desviaron hacia la sargento Havers, pero si le sorprendió que el compañero de Lynley fuera una mujer, procuró no demostrarlo. Lynley se encargó de las presentaciones.
Vio que Havers se había dejado caer en un pequeño banco situado al final de la capilla, aguardando instrucciones. Sin molestarse en disimular lo que estaba haciendo, sometió a un detenido examen al rector de Bredgar Chambers.
El propio Lynley advirtió los detalles que su sargento memorizaría y comentaría más tarde. Lockwood aparentaba unos cuarenta y pico años. A pesar de que su estatura era normal, su cuerpo adoptaba una posición que tenía como objetivo erguirse sobre los demás. Su complicada indumentaria servía para subrayar la sensación de dominación que deseaba proyectar, pues su toga académica estaba ribeteada de rojo púrpura, y llevaba bajo el brazo una muceta. El traje de corte impecable, la camisa de un blanco inmaculado, el perfecto nudo de la corbata, todo en él evocaba a un hombre que daba órdenes sin esperar la menor objeción. Sin embargo, el efecto resultante, incluyendo el apretón de manos, parecía ensayado, como si Lockwood hubiera investigado en el tema de «cómo llegar a ser un buen rector», amoldándose a una imagen que no concordaba con su carácter.
Havers, en la parte posterior de la capilla, rebuscó en el bolsillo lateral de su chaqueta verde de lana, sacó el cuaderno de notas y lo abrió. Sonrió con absoluta hipocresía.
Lockwood se volvió hacia Lynley.
—Un mal asunto —dijo con solemnidad—. Me alivia sobremanera que Scotland Yard haya intervenido. Querrá hablar, sin duda, con los profesores del chico, con John Corntel de nuevo, con Cowfrey Pitt, nuestro entrenador de hockey de tercer año, tal vez con Judith Laughland, la responsable de la enfermería. Y con los niños. También con Harry Morant. Es el chico con el que Matthew iba a pasar el fin de semana, en teoría. Yo diría que Morant conocía a Matthew mejor que nadie. Estaban muy unidos, tengo entendido.
—Me gustaría empezar por el dormitorio de Matthew —dijo Lynley.
Lockwood se ajustó el cuello de la camisa, subiéndolo un poco más sobre el cuello, que aún conservaba marcas del afeitado.
—Su habitación. Sí. Muy lógico.
—¿Alan? —murmuró una mujer, insegura, desde el exterior de la capilla—. El oficio va a terminar. ¿Quieres…?
Lockwood se excusó y desapareció en dirección a la capilla principal. Escucharon su voz al cabo de un momento, extrañamente distorsionada sin micrófono, indicando a los estudiantes que volvieran a las aulas. Se produjo un arrastrar de pies general, aunque en silencio, cuando los estudiantes salieron para dar inicio a su nueva jornada escolar.
Lockwood regresó, acompañado por una mujer vestida de forma práctica y sencilla, con falda, camisa y chaqueta. Era achaparrada, de aspecto limpio, facciones bonitas y cabello cano peinado con elegancia.
—Kathleen, mi esposa —Lockwood le quitó un hilo del hombro y, antes de que ella pudiera responder a la presentación, continuó hablando, tras una veloz consulta a su reloj para apoyar sus palabras—. Tengo una cita con un padre justo dentro de un cuarto de hora. Kathleen les presentará a Chas Quilter. Es el prefecto superior de este año. Hijo de sir Francis Quilter. Habrá oído hablar de él, sin duda.
—No, lo siento.
Kathleen Lockwood sonrió. Su sonrisa era encantadora, pero sugería cansancio y robaba energía a su rostro.
—El doctor Quilter —explicó—. Es un especialista de cirugía estética. Ejerce en Londres.
—Ah. Con domicilio en la calle Harley, sin duda, y los mejores secretos de dos o más docenas de mujeres de la alta sociedad bajo su escalpelo.
—Sí —dijo Alan Lockwood, sin corroborar nada en particular—. Ya he hablado con Chas. Estará a su disposición todo el tiempo que haga falta. Kathleen les acompañará. Chas acaba de entrar en la sacristía con el resto del coro. Cuando les haya enseñado el colegio, tal vez usted y yo, y la sargento, por supuesto, podamos charlar un poco. Más tarde.
Lynley no creyó necesario restar autoridad al rector en esta coyuntura. Si para el hombre era importante aparentar que controlaba la investigación, le permitiría de muy buena gana abrigar tal ilusión.
—Desde luego —contestó—. Su ayuda es inapreciable.
—Haremos todo cuanto esté en nuestras manos —Lockwood dedicó a su mujer una momentánea atención—. Encárgate de los hors d’oeuvres de esta tarde, Kate. Procura que sean mejor que los de la última vez, por favor.
Tras estas palabras, Lockwood alzó una mano, aunque habría sido difícil adivinar si en gesto de bendición o de despedida, y se marchó.
—Apenas tuve oportunidad de hablar ayer con los padres de ese pobre chico —murmuró Kathleen Lockwood, cuando su marido se alejó—. Estuvieron aquí por la tarde, cuando aún pensábamos que Matthew se había fugado. Después, se fueron. Cuando nos enteramos de que habían encontrado el cadáver del muchacho… —se acarició la línea de la barbilla con los nudillos y clavó la vista en el suelo—. Vamos a ver a Chas. Síganme, por favor. Hemos de atravesar la capilla.
Les guió hacia el pasillo central, desde el cual se apreciaba en toda su magnitud la belleza etérea de la capilla. Como el pasillo corría de norte a sur, los ventanales daban al este, y el sol de la mañana brillaba sobre los vitrales medievales, arrojando charcos de color sobre los bancos y el suelo de piedra desgastada. Paneles de madera, de aspecto ahumado, cubrían las paredes hasta la altura de las ventanas y, en lo alto, la bóveda de abanico desplegaba una serie de relieves muy detallados. Las velas encendidas para el oficio se habían apagado hacía poco, y su intenso aroma flotaba en el aire, mezclado con el perfume de las flores que flanqueaban el pasillo a intervalos.
Kathleen Lockwood caminó hacia el altar. Detrás de él, un retablo de mármol tallado formaba un tríptico en bajorrelieve, cuyos tres paneles plasmaban a Abraham detenido en el acto de asesinar a Isaac, a Adán y Eva expulsados del Edén por un arcángel inflexible y, en el centro, a María llorando a los pies del Cristo crucificado. Más flores engalanaban el altar, junto con seis velas y un crucifijo. El conjunto parecía excesivo; tanta exhibición de fervor religioso resultaba de mal gusto.
—Yo misma me ocupo de las floreas —comentó Kathleen—. Tenemos un invernadero, de modo que el altar está todo el año adornado con flores.
Parecía un dudoso privilegio.
El presbiterio daba directamente a la sacristía. En este momento se hallaba invadida por los integrantes del coro, unos cuarenta muchachos que estaban procediendo a quitarse las sotanas y sobrepellices, colgándolos de los numerosos ganchos de la pared.
Ningún estudiante pareció sorprendido cuando la señora Lockwood entró acompañada de Lynley y Havers en la estancia. Las conversaciones prosiguieron, jalonadas por los gritos de alegría que suelen lanzar los jóvenes cuando están particularmente satisfechos consigo mismos. La actividad parecía conducirse con la normalidad acostumbrada. La única indicación de interés o preocupación por la presencia de los desconocidos fue una voz, surgida de un sitio indeterminado, que pronunció un nombre en tono admonitorio.
—Chas.
A continuación, las conversaciones se extinguieron poco a poco. Los estudiantes intercambiaron furtivas miradas entre sí. Lynley advirtió que sus edades abarcaban todo el abanico del colegio, desde los más jóvenes de tercer curso, de doce y trece años, hasta los mayores de sexto superior, alrededor de los dieciocho años. No había chicas. Tampoco se hallaba presente ningún profesor.
—Chas Quilter —dijo Kathleen, insegura.
—Estoy aquí, señora Lockwood.
Un muchacho, por cuyo rostro valdría la pena morir, se adelantó.