EPÍLOGO – EL RESCATE

 

Ross-shire, Tierras altas (Escocia), 29 de septiembre de 1334.

 

Tras un breve paso por el castillo de Eilean Donan, se establecieron en una de las villas aledañas a Ross-shire y ofrecieron sus espadas al servicio del medio hermano mayor de Alex: Sir Nathrach Mackenzie. Por sugerencia del segundo y orden expresa de Neall, Leonor no exhibió sus cualidades con las armas ante el clan Mackenzie, por lo menos, hasta que no estuvieran seguros de que nadie allí los delataría. Alex había sido tajante al respecto:

—No me fío de mi hermano y mucho menos de sus secuaces, cuanto más desapercibida pase la señora, menos tendremos que preocuparnos por ella.

Después de todo lo que estaba Alex Mackenzie tragando por ellos, era lo mínimo que Leonor podía hacer. La joven asumió sin rechistar que debería aparentar ante el resto ser sumisa, dulce y primorosa como una rosa en primavera. Ya tenían bastante con tener que ser fugitivos en una tierra extraña, como para dar más problemas. En general, y al saberla casada, las mujeres más mayores la acogieron bien entre ellas, aunque las de su edad y más jóvenes no perdían la ocasión para desairarla cuando estaba sola. Sabía que no eran más que celos porque, por más que lo intentaban, no eran capaces de seducir a Neall, ni tan siquiera a Alex y eso que este no tenía compromiso alguno… que ella supiese. Ellos tenían una misión: salvar a Ayden y Erroll. Nada ni nadie los separaría de su objetivo.

La joven no se quejó en ningún momento del trato recibido por las mujeres más jóvenes del clan, siquiera cuando se le insinuaban a su esposo descaradamente delante de ella, lo que no incluía imaginarlas ensartadas con mil flechas, o boqueando en el fondo del río. De todas formas y aunque hubiese pedido ayuda al resto, ¿quién la apoyaría? Ella era la nueva, la extranjera, la adúltera… por pernoctar con dos hombres bajo el mismo techo, a los que no les unían lazos de consanguinidad. Ser objeto constante de los sermones del cura la llevaron a dejar de asistir a los oficios. No les daría el gusto de enojarla y faltar a la promesa que le había hecho a Alex. Mas que no la provocaran mucho, o perderían. Sonrió.

Neall no les hacía ni caso. Ella confiaba en él. Solo tenía ojos para ella y eso era todo lo que podía desear. La española aguantaba la compostura cuando se contoneaban y se ajustaban el corpiño a escasos pasos de los hombres, distrayéndolos. Si lo que esperaban esas zorras era pelea, que la buscaran en otra parte. Leonor allí no tenía ninguna amiga, tampoco la necesitaba. Añoraba a su hermana Isabel, a Lady Elsbeth, a Deirdre e incluso a Leena, a pesar de que sus inicios no habían sido fáciles cuando supo que había sido la prometida de Neall durante tres años. No obstante, como bien decían las más ancianas: «El día que tu marido se fije en otra, ni celos, ni gritos, ni llantos conseguirán hacerlo volver». El capitán no les prestaba ni la más mínima atención, esa no era su guerra, y de vez en cuando ponía los ojos en blanco, asqueado por las continuas y empalagosas atenciones de algunas mujeres con él y con los hombres a su cargo. ¿Acaso no les importaba que algunos de ellos estuviesen casados? Definitivamente, no. Parecía incluso que los buscaran con más ahínco. ¡Diablos!

Todo el trabajo de concentración con sus subordinados se le iba a pique en un momento con esos pestañeos descarados y esas actitudes que a veces rayaban lo obsceno. Ahora que parecían aceptar sus órdenes como capitán, no podía consentir que unas pánfilas le desbarataran tantas horas de trabajo con sus exhibiciones. Por otro lado, a Neall le preocupaba la reacción de Leonor, pues parecía que el que su esposa estuviese cerca era el instante idóneo para la berrea de esas bellacas. Él la miraba de reojo, para saber a qué atenerse de vuelta al hogar. Sin embargo, a su regreso, como mucho la encontraba taciturna y no sabía qué le preocupaba más. Lo normal era que se enfadara o, al menos, se pusiera celosa... ¿no? ¡Algo! Pero nada, ella no le hacía ni un reproche, ni le imploraba un «deshazte como sea de esas»… Prefería un ataque de celos a esa indiferencia que el intentaba paliar, deshaciéndose en atenciones con ella.

Por más que el joven capitán había pedido apoyo al Laird Mackenzie para que pusiese fin a esas «interrupciones» durante los entrenamientos, este no hacía nada. Incluso aprovechaba para magrear a alguna de ellas a la vista de todos cuando se pasaba a verlos. Sobre todo desde que su esposa estaba en un avanzado estado de gestación y no frecuentaba tanto su lecho.

A Leonor le asqueaba esa falta de respeto hacia la señora Mackenzie, a la que había tenido que asistir un par de veces por episodios leves de hemorragia. El Laird no disimulaba sus escarceos, ni siquiera delante de su señora, y Leonor fruncía los labios a la vez que cerraba con fuerza la mano derecha, mientras que con la otra aguantaba el temblor de la preñada, como buenamente podía. De un silbido, pareció despertar a los hombres del embrujo de las féminas y el Laird la miró con furia, aunque contuvo su lengua por «respeto» a Milady. De vuelta a la cabaña, Leonor había dicho impetuosa a Neall:

—Si hubiera sido mi marido… ese no ve un nuevo amanecer.

Neall la silenció con su mano, la apartó del camino e hizo que apoyara su espalda contra un árbol, mientras le siseaba:

—Callad, mo ghrà, por Dios. ¿Acaso queréis que os lleven a las mazmorras?

Ella le mordisqueó seductoramente los dedos y él la soltó, a la vez que se pasaba la otra mano por el pelo y resoplaba nervioso por si alguien hubiera podido escucharles. El resto del camino, el capitán no quiso hablar, visiblemente enfadado por su imprudencia, o eso pensó Leonor. Ellos vivían a las afueras de la villa, pero toda precaución era poca. Sabía que los vigilaban a una distancia prudente y cualquier fallo podía ser excusa para desatar la ira de Sir Nathrach. El Laird Mackenzie no terminaba de fiarse de ellos, ni ellos de él. Mucho menos desde que Neall y Alex se estaban ganando el respeto de los guerreros del clan y que Leonor se había convertido en la sombra de Milady.

En cuanto cerró la puerta del hogar, Neall encaró con brío a Leonor, asiéndola del brazo para que lo mirara a los ojos.

—¿Qué? —le preguntó ella, que no entendía su malhumor.

—Os repito, ¿cómo se os ocurre dejar en evidencia al Laird? ¿Acaso buscáis que os mande a azotar o, a las mazmorras?

—No me importaría estar en esas mazmorras de las que habláis si vos fuerais mi carcelero —le respondió con coquetería Leonor, intentando hacerle olvidar la escena y el comentario que los había llevado a esa discusión. Ella lo había entendido, no hacía falta que se lo repitiera.

—No sabéis lo que decís… —comenzó a decir Neall, chascando la lengua, sin entender muy bien a lo que se refería ella y enfadado porque no reaccionara con la misma contundencia con ese presuntuoso que con él.

Leonor se acercó un poco más y enredó sus dedos entre los rizos del capitán. Él la apartó con suavidad. Se sentía celoso de no despertar esa reacción de posesión en ella.

—Creo que no me habéis entendido… Mo ghrà —le susurró ella dulcemente.

El que Leonor se deshiciera de su vestido de un tirón, quedándose desnuda ante sus ojos, le dio una pista bastante clara de sus intenciones y lo que había querido decir y él no había entendido. El joven capitán abrió primero mucho los ojos y después los entrecerró, sopesando el tiempo que tardaría Alex en volver a la cabaña. «Suficiente…», pensó con una de esas sonrisas acompañada de hoyuelo izquierdo, «más que suficiente para repetir, como mínimo, un par de veces», sentenció.

—¡Oh…! Creo que teneros a mi merced en estas circunstancias tampoco me importaría —ronroneó él, cogiéndola por la cintura, sujetándole las muñecas a la espalda con una mano y sumergiéndose entre sus voluptuosos senos.

«¿Para qué necesito una exhibición de celos de mi mujer cuando puedo resarcirme en este momento todo lo que quiera?», pensó él. «¿Para qué satisfacer el ego de esas rameras con una exhibición de celos cuando tengo a mi marido siempre que quiera?», pensó ella. Leonor no iba a perder ni un minuto de su tiempo echándole en cara algo que él no provocaba conscientemente. Era un hombre sin par, hasta las más viejas cuchicheaban a su paso, y era «su halcón», suyo, e iba a aprovechar cada segundo de su vida para demostrarle lo importante que era para ella tenerlo cerca.

Con soltura, le quitó la camisa y se agarró al calzón, aflojándole la cinturilla. Neall subió hasta su boca y la besó con vehemencia para después ir descendiendo por su cuello, por su vientre, hambriento, arrodillándose ante ella y bebiendo su humedad femenina sin prisa. Las rodillas de Leonor dejaron de sostenerla al cabo de unos minutos... lo necesitaba, lo quería dentro de ella. ¡Ya! Se aferró a sus hombros, clavándole las uñas, con ansiedad. Entre gemidos, solo fue capaz de decir:

—Neall, por favor, piedad. No sigáis por ahí o… o…

—¿O qué? —preguntó entre risueño, pícaro y sorprendido, relamiéndose.

—O la próxima vez os dejaré entre esas lobas para que os apañéis solo.

—¿Eso haríais? —volvió a preguntar con el mismo tono de antes.

—Yo…

—¿Me dejaríais solo con ellas? Seguro que me comerían… ¿eso queréis? —le preguntó con picardía, lamiéndole y succionando con suavidad el centro de su placer.

—¡Oh…! No… claro que no.

—¿Segura?

—¡Oh, Diablos! ¡Os mataría! Primero a vos y después a ella.

—¿Por qué primero a mí? —curioseó divertido, mordisqueando en sentido ascendente el cuerpo de su esposa hasta llegar a ese punto de la oreja que tanto le gustaba.

—Porque sois… vos… quién… ¡Oh…! Quien... me habéis… jurado… ¡Oh…! fidelidad.

Neall no esperó ni un segundo más y la llevó en volandas al lecho con las piernas de ella alrededor de su cintura y su exigente necesidad deseosa de ponerse en acción. Ella lo quería, confiaba en él tanto como él en ella, y pensaba demostrarle que no había mujer que deseara más. ¿Se podía ser más feliz?

Sí, pero para ello aún había que esperar.

 

En cuanto Leonor conoció en persona al medio hermano de Mackenzie, comprendió que Alex no estaba falto de razón con lo de ser precavidos, ya que Sir Nathrach era una auténtica sabandija. Hacían bien en seguir el consejo de Alex de no contrariarle, si querían seguir con vida y no ser delatados ante el rey, o ante cualquier inglés. Ese hombre no tenía escrúpulos. ¡Cuán diferente era de su medio hermano en todo! Justamente lo contrario, para ser concretos. Sir Nathrach Mackenzie era mezquino, malvado y libidinoso, además de ruin, rastrero y pretencioso. Un mequetrefe que no sabía empuñar ni la espada y mantenía una horda de ociosos como ejército para salvaguardar a su clan. Tenían suerte de no haber sido asaltados porque, hasta el más pequeño grupo de hombres adiestrados, los habría arrasado sin compasión. Estaban tan desentrenados que, cuando empezaron, no sabían ni hacer una simple formación en línea sin liarse a golpes. Muy pronto, Sir Nathrach puso a Neall y a Alex al mando de sus hombres. Sería un necio, pero reconocía el valor de esos dos hombres y aprovecharía al máximo el tenerlos bajo su protección.

Neall nunca había sido Laird, pero siempre había estado a las órdenes de hombres válidos a los que no tenía que estar cuestionando sus métodos constantemente. Sir Nathrach no osaba en discutirle ninguna decisión en cuanto al entrenamiento de sus hombres se refería, pero tampoco le facilitaba la tarea de impartir disciplina y castigos a aquellos que faltaban al orden. Más de una vez lo había visto suavizando los castigos, como una madre a su retoño malcriado. Neall mantuvo a Alex en un honroso segundo plano, respaldándolo siempre para que no se cebara con él e impidiendo que lo dejara en ridículo con medidas disparatadas. Al menos esa pandilla de rufianes los respetaban a simple vista, o eso hacían ver. Mas si eran listos, se cuidarían mucho de no darles nunca la espalda a ninguno de ellos.

Llevaban seis meses a las órdenes de ese mentecato cuando Leonor tuvo el peor de los encuentros con el Laird. A pesar de que lo evitaba a toda costa, se lo encontró de frente, justo en el momento en el que ella salía de atender a la señora Mackenzie en su alcoba. Sir Nathrach le obstaculizó la salida del pasillo con un claro propósito. El Laird iba con alguna copa de más, lo suficiente como para no pensar lo que se jugaba con solo insinuársele y ella hablar. Leonor sintió el aliento especiado y cálido cerca de su boca, mientras sentía el cuerpo excitado de él atrapándola contra la pared. La española apretó los labios y respiró muy hondo por la nariz, rígida como un palo. Tuvo que contar hasta cien para no cometer ninguna estupidez. Estaba sola, desarmada y sin nadie a quien recurrir. Si conseguía matarlo, la ahorcarían por asesina antes de volver a ver a Neall. Si lo desairaba, Sir Nathrach Mackenzie aprovecharía que Neall, Alex y sus hombres habían marchado hacía una semana camino a Edinburgh con la intención de rescatar a su cuñado y al irlandés, para meterla en las mazmorras y hacer con ella lo que quisiera impunemente. Darían igual los cargos, él era el Laird.

Asqueada por encontrarse a su merced, pensó en Neall. Si tenían suerte en su misión, no tendrían que seguir viviendo bajo el cobijo de ese mentecato, pero si fracasaban… no tenían otra opción. «Su halcón» había accedido de mala gana a dejarla sin protección y ella había hecho todo lo posible por no acercarse al castillo, como él le había pedido. Pero Milady había vuelto a sangrar y la habían mandado a llamar a media tarde. El embarazo requería un reposo absoluto que ese malnacido del Laird no le daba. Entre lágrimas, la joven señora le acababa de confesar que su marido la noche anterior había llegado borracho y la había forzado… por detrás, según sus propias palabras. La sangre se debía esta vez al desgarro de las feroces embestidas y no a un riesgo de aborto, como había pensado antes de explorarla. Leonor la había ayudado a asearse y le había aplicado un ungüento que mitigara el dolor y evitara la infección. En su situación, había muchas hierbas que no podían utilizarse y menos aún en su delicado estado de salud. No quiso pensar más, solo se llevó las manos al vientre, protegiéndoselo instintivamente.

El jadeo del Laird y un pellizco en el pezón hizo que Leonor abriera un instante los ojos y dejara de pedir a Dios salir de esta, mientras el muy cerdo refregaba su miembro contra su vientre. Con la otra mano le seguía magreando el pecho, gimiendo y poniendo los ojos en blanco, con la mandíbula desencajada por el placer. La española tragó saliva y aguantó el tirón, jurándose que si se atrevía a algo más le partiría el cuello allí mismo. Pero no hizo falta, cuando derramó su semilla por el vestido de ella, se separó asqueado por su falta de colaboración.

—La próxima vez seré más complaciente con vos. Os lo prometo.

—No.

—¡Oh, claro que sí, leannan! ¿No querréis que vuestro marido sepa de nuestro encuentro, verdad? —preguntó socarrón, mientras terminaba de limpiarse la mano cerca del escote de ella.

Leonor contuvo las ganas de escupirle a la cara, pero solo se apartó lo justo para poder tomar un poco de aire que no oliera a él. El roce de su mano en el pecho del Laird para hacerlo a un lado hizo que Sir Nathrach lo tomara como una especie de invitación.

—¿Disfrutáis provocándome, no es eso? ¿Queréis vuestra parte ahora…?

Leonor empezaba a llegar a la centena peligrosamente y se le agotaban las excusas para no terminar con la vida de ese malnacido. Sir Nathrach se acercó a su boca, echándole el aliento en la comisura de los labios.

—Volved a tocarme y sois hombre muerto, mo maighstir —dijo secamente Leonor, mirándolo a los ojos y apartándose aún más.

El cerdo se rio como jamás había oído reír a uno antes.

—Uhm… No me importaría en absoluto domarte ese carácter, en un lugar más apropiado.

Leonor le agarró el miembro semirígido y lo apretó con fuerza, a la vez que le decía ante la cara blanquecina del Laird:

—No os lo volveré a repetir, mo maighstir.

—No me da miedo lo que pueda hacerme una mujer, pero no me jugaré la vida con vuestro marido por vuestros encantos. Sois indudablemente hermosa, pero fría como un témpano de hielo. En realidad, no sé qué diablos ve en vos para que haya rechazado a todas las que le he ofrecido. No sois más zorra que cualquier otra.

Con las mismas se fue. No sin antes recuperar del todo su maltrecho miembro y acomodarlo adecuadamente en su calzón. Leonor esperó a que se perdiera en el angosto pasillo camino a su alcoba y vomitó. El olor de él se le había quedado impregnado en las fosas nasales y corrió escaleras abajo como si el mismísimo diablo le estuviera azuzando por detrás con su tridente. No sabía muy bien en qué dirección corría y bien poco que le importaba.

El frío gélido de la noche la despertó en un pequeño claro junto al lago y, sin importarle lo que pudiera pasarle, se metió en las negras aguas frotándose en un impulso que rayaba la sinrazón. Cuando llegó a la cabaña se quitó el vestido de paño gris empapado. Si no fuera porque era el único que tenía aparte del de su boda, lo habría quemado allí mismo. Se sentía sucia, pero sabía que el Laird Mackenzie no intentaría nada más. El muy cobarde temía a Neall, aunque a quien realmente debía temer era a ella.

 

Había sido un año difícil para la pareja. Aún ignorando la proposición que el Laird le había hecho a Leonor, Neall no terminaba de integrarse en el clan Mackenzie. Le exasperaba la falta de confianza mutua en Sir Nathrach. Cierto que el joven capitán no necesitaba nada material: los tres vivían en una cabaña humilde a las afueras de la villa y tenían para dos comidas diarias, mucho más que la mayoría. También tenía a quien más quería con él. Leonor era su refugio, su amante, su guía, pero se sentía responsable del destino de su hermano y de su mejor amigo. No lo podía evitar por más que quisiera. Su propia felicidad a costa de la de ellos le hacía sentir desgraciado. No quería siquiera recordar al resto de los hombres que iban con ellos, guerreros leales que conocía desde niño, irreemplazables. A todos los habían matado sin más, en la emboscada en la que ellos mismos habían servido de cebo. No había día que no los recordara y el regusto acre de la bilis le quemara hasta las entrañas. Doce valerosas vidas sesgadas por el capricho de unos desalmados. Dos aún pendientes del capricho de un rey, en este caso del inglés, pues Edinburgh era su principal bastión desde hacía unos meses. Le hervía la sangre solo de pensarlo.

Neall se pasaba gran parte de la noche aferrado a Leonor, intentando sobrellevar que su hermano y mejor amigo llevasen todo ese tiempo en unas mazmorras colindantes a la capilla de St. Margaret, la prisión del castillo en Edinburgh, de donde raramente se salía vivo o cuerdo. Había intentado contactar con Sir William Keith, incluso con su hermano Arthur, pero ni siquiera su primo Sir Andrew, actual Guardián de Escocia, había podido hacer nada por liberarlos del cautiverio. Al joven capitán solo le consolaba besar a su esposa y hacerle el amor hasta quedar dormido, evitando así las pesadillas que tanto le atormentaban durante la noche.

Por su parte, Alex Mackenzie no había asumido distinción alguna por estar de nuevo en el hogar. Muy al contrario, había seguido al mando de Neall como su segundo, aunque no hubiera hombres a los que mandar y realmente fueran uno más entre los soldados Mackenzie. Su carácter se mostraba taciturno con los suyos y solo dejaba ver su lado más encantador junto a los Murray. Alex esquivaba a Sir Nathrach en la medida de lo posible, pues no perdía ocasión para hacerlo objeto de sus burlas, o recordarle su condición de bastardo delante de todos. Cuando Neall y Leonor querían estar a solas, él cogía el camino a la villa más cercana y ahogaba sus propias penas en alcohol, o se enzarzaba en alguna pelea sin venir a cuento. La mayoría de las noches llegaba de madrugada con el labio partido u oliendo a perfume barato de mujer, pero Neall no le decía nada. No necesitaba un padre, necesitaba un amigo. La mayoría de las veces, cuando llegaba a punto de tocar maitines, Neall se levantaba, le daba una colleja y le invitaba a darse un baño en el lago. Si no tuvieran ya demasiados frentes abiertos, Sir Nathrach amanecería cualquier mañana con un tajo en la garganta y con razón.

A pesar de las ganas que Leonor tenía de contarle el incidente con el Laird, los ánimos estaban lo suficientemente caldeados y funestos como para hacerlo. Alex le preguntó abiertamente en una ocasión si durante su ausencia había pasado algo con su medio hermano. ¿Acaso podía leerle el pensamiento? La respuesta de ella no le pareció muy convincente, pero calló, jurándose a sí mismo que la siguiente vez no dejaría a solas a la joven. También le sorprendió su repentino interés porque le enseñara su idioma natal y por la rapidez e interés que tenía por hacerlo lo mejor posible. Neall se sumó a algunas de las clases, pero le costaba más no pronunciar las «eres» como «erres». Las clases de castellano pasaron a ser el entretenimiento entre los hombres y una forma de competición más entre ellos. El picaflor parecía estar extrañamente motivado y pronto aventajó al halcón.

Un par de veces habían intentado rescatarlos con el grupo de élite que habían conseguido adiestrar de los Mackenzie y un par de veces habían errado en el intento. Alex cumplió su propia promesa y no fue a la siguiente incursión. Para no levantar sospechas en Neall, se hizo un profundo tajo en el brazo izquierdo pocos días antes de la partida. Lo suficiente como para no tener que ir esa vez a Edinburgh y poder cuidar a Leonor en Ross-shire, deseando que esta vez su capitán pudiese rescatar a Ayden y Erroll y poniendo fin a los siete meses de convivencia en el clan que lo había repudiado de niño.

Neall no tuvo más remedio que dejarlo atrás, apenas había estado con ellos un par de semanas cuando marcharon de nuevo. Aunque el capitán se sentía muy solo sin el apoyo de su segundo, agradeció que Alex se quedara a cargo de la seguridad de la fortaleza y de Leonor. A pesar de las extraordinarias habilidades de su mujer, iba a asistir a la señora Mackenzie en el parto y temía que, si este se complicaba y el niño nacía muerto, tomaran represalias contra ella. Al fin y al cabo, ella no era partera, ni nada por el estilo. Tener a Alex cerca le tranquilizaba, porque no tendría que preocuparse por la integridad de su esposa.

El castillo de Edinburgh parecía una fortaleza inexpugnable, construido en un viejo volcán y con piedras siniestras esculpidas por glaciares. Desde febrero de ese mismo año, Eduardo III de Inglaterra había vuelto a intentar conquistar Escocia y había redoblado el número de hombres en la ciudad, una de las más pudientes del país, con un rico comercio en lanas. Escocia parecía estar enfrentándose a una larga guerra y los ánimos estaban a flor de piel entre aquellos que tenían algo que perder, ya fuera familia, tierra u honor.

Neall y el grupo de guerreros Mackenzie volvían desesperados del tercer intento de rescate, sin más que arena entre los dedos y sus botas, pues no habían conseguido acercarse más que a una legua al Castle Rock. A mitad de camino, se encontraron de frente con una expedición anglo-escocesa comandada por Sir Kenion Strathbogie, entre otros. Las fuerzas estaban muy igualadas en número, por lo que la lucha iba a ser encarnizada y virulenta hasta el final. El capitán Murray intentó ir a por Sir Kenion desde un primer momento, lo habría reconocido entre un millón, pero se sorprendió al ver que se colocaba una celada con visera y se quitaba la capa con el emblema de los Eduardo. ¡Qué Diablos…!

Había algo en su comportamiento fuera de lo común. Neall apenas distinguía a sus hombres de los otros por la indumentaria, y el cansancio del viaje les estaba pasando una factura muy alta. Intentó acercarse a Sir Kenion, pero el muy bastardo estaba entretenido cercenando miembros sin piedad, extasiado por ver correr la sangre y por los gritos de dolor de sus víctimas. Imágenes de la batalla de Halidon se sucedieron una tras otra en su cabeza, hasta recordar la cara de satisfacción de ese malnacido cuando lo dio por muerto en el campo y se marchó. Neall apretó con furia la mandíbula e intentó quitarse rápidamente de en medio a su contrincante, sin perderle la pista al conde de Atholl. Este evitaba dar una muerte digna o tener compasión de sus adversarios, dejando una ristra de mutilados jóvenes a su paso. Sin embargo, había algo que no encajaba, ¿qué era?

El capitán Murray necesitaba deshacerse primero de un mastodonte vikingo que lo superaba en una cuarta de altura y que buscaba pelea, para poder acercarse siquiera a una distancia prudente de Sir Kenion. Ese tipo olía a oso y tenía la fuerza de semejante ejemplar. En su mano derecha, el mastodonte portaba una gran maza que revoleaba como si de un látigo se tratase y, árbol con el que tropezaba, árbol que acababa seriamente dañado o caído en el suelo. Neall tuvo que esquivar los continuos envites, pues era obvio que, por la fuerza, no lograría vencer a semejante adversario. Maldijo el haberse bajado de su montura, con el ansia de llegar así antes a Sir Kenion, pues con una flecha en el entrecejo habría dejado a ese vikingo listo. En un revés, Neall dio un traspié y cayó de espaldas. Sorprendentemente, cuando sus últimos pensamientos estaban siendo para Leonor, una espada apuntó la yugular del bellaco de la maza antes de cercenarle la cabeza de cuajo. La visión fue tan brutal que incluso tuvo que parpadear para saberla cierta. El vikingo sin cabeza cayó de rodillas, muy cerca de Neall. Cuando el fuerte contraluz le permitió ver a quién pertenecía la claymore que había evitado su sentencia de muerte, Neal perjuró y Sir Kenion levantó la visera del casco y se carcajeó en su cara, con una de esas risas macabras que solo podían ser obra del diablo. Si hubiera tenido honor, le habría concedido un duelo a muerte allí mismo. ¿Mas alguien aún dudaba de la honorabilidad de ese bastardo?

Sin embargo, el conde de Atholl llamó a sus hombres a la retirada de un silbido y huyeron a galope tendido, sin más. Neall no entendía nada. ¿Ese maldito bastardo le había salvado la vida? ¿Por qué? Levantándose del suelo, dio una vuelta alrededor de la batalla campal cuando el enemigo hubo desaparecido. ¡Diablos! ¿Sir Kenion estaba ahora del lado de Bruce? Había escuchado rumores de que ciertos nobles escoceses estaban jugando a dos bandos, arrancando promesas de unos y otros en busca del mejor postor. Si le hubieran dicho que apostara su brazo, a que Sir Kenion Strathbogie era uno de ellos, lo habría perdido. Todos los que habían perecido bajo su espada eran ingleses o bárbaros. Se agachó frente a unas de sus víctimas y le cerró los ojos, con rabia. Al levantarse, dio una patada a un casco y blasfemó, mientras evaluaba la situación y llamaba a sus hombres. Por eso se había cubierto el rostro y se había quitado la capa con las insignias, pensó. No entendía nada, ¿tan mal estaba la causa del niño-rey que tenían que recurrir a ese tipo de desalmados? ¿Acaso podían confiar en un asesino y darle tranquilamente la espalda? Neall necesitaba respuestas y las averiguaría muy pronto.

 

El grupo de highlanders llegó a Ross-shire con el ánimo por los suelos y una cantidad de heridos difícil de justificar. Los hombres de Sir Kenion los habían cogido desprevenidos, a pesar de la inestimable ayuda de ese malnacido. Habían vuelto la mitad de los que se habían ido y algunos estaban realmente con un pie en el más allá. Incluso el hermano de Alex Mackenzie habría tomado represalias por haber expuesto a sus hombres, de no ser porque se sentía sumamente feliz por el nacimiento de su primogénito. Todo había ido bien, por primera vez, su mujer había llevado a buen término el embarazo y le había dado un hijo varón después de varios intentos fallidos. Sir Nathrach estaba pletórico. Además, el miedo que había sentido al oír las atrocidades que venían contando sus hombres sobre la fiereza del combate, le había hecho temer represalias tanto de su capitán, como de Sir Kenion Strathbogie. Hasta de su medio hermano, dado el caso, que parecía haberse vuelto la sombra de Leonor.

La española tuvo esos días mucho trabajo curando y cosiendo heridas a destajo, sin poder evitar mucho más que la gangrena, la infección de las heridas y que murieran por las altas fiebres. Llegaba tan agotada a la cabaña que se quedaba dormida antes de que llegara Neall. De todos modos, no quería darle la noticia hasta estar completamente segura.

Por su parte, Alex no daba crédito a lo que le contaba su capitán y pronto hizo averiguaciones de por qué el conde de Atholl los había ayudado frente a los sassenachs. En las tabernas de la villa, por un par de convidadas, eran capaces de vender hasta a su madre, mucho más si el único riesgo que se corría era desatar la lengua. Así se enteraron de que Sir Andrew Murray había llegado a un pacto de no agresión con los nobles escoceses fieles a Balliol, en un intento de ganar tiempo y simpatizantes a la causa del niño-rey frente al ingente ejército de Eduardo III de Inglaterra, que avanzaba inexorable por la frontera hacia el corazón de Escocia. No obstante, Eduardo Balliol era el rey y David solo un heredero legítimo exiliado. ¿Hasta cuándo querrían seguir bailando con la más fea? No podían arriesgarse y que el malnacido los pillara desprevenidos. No había tiempo que perder, Alex conocía lo suficientemente a su medio hermano como para esperar que, después del tercer intento fallido de rescate, los echara a patadas de sus tierras. Sir Nathrach Mackenzie no era hombre de dejar cabos sueltos y nunca pondría en tela de juicio la imparcialidad del clan. Cuando se le pasó la alegría inicial por el nacimiento de su heredero, el Laird llamó a su presencia a Neall:

—Sois el mejor de mis hombres. En realidad, sois mejor que yo mismo. Entiendo lo que debéis de sentir teniendo a vuestro hermano injustamente preso en St. Margaret, pero ya no puedo confiaros más hombres. No después de este último varapalo. Llegan tiempos difíciles y los quiero defendiendo mis tierras. Podéis seguir como ahora y renunciar a seguir siendo un Murray de Blair Atholl, jurándome fidelidad y tomando el manto de los Mackenzie, o podéis marcharos. Vos decidís.

Neall apretó mucho los puños y se mantuvo quieto, al pie de la mesa, mientras ese estúpido aquejado de gota y que no sabía siquiera levantar la espada, ni se dignaba a mirarlo a la cara al hablarle. ¿Qué sabía él del dolor que se siente al perder a un hermano, cuando él mismo había instigado a su padre en el lecho de muerte para que repudiara a su hijo y legítimo heredero? ¿Él, que no había día que no humillara a Alex delante de todos? Neall no podía estar más agradecido por la lealtad e infinita paciencia que estaba mostrando su segundo. No solo se había tragado su orgullo, por darles una oportunidad a ellos, sino que se había mostrado siempre como el más leal compañero, a pesar de su mal carácter. Ese estúpido, que solo era su hermano por parte de padre, nada tenía nada que ver con Alex Mackenzie. Sir Nathrach era cobarde, vago y tan atractivo como una hiena vieja.

El capitán apretó aún más los puños hasta hacerse daño, con tal de no estampar un tremendo golpe que habría partido la mesa en dos. Cuando habían llegado a Ross-shire, ese mequetrefe no tenía ni ejército, solo una pandilla de harapientos y vagos que le robaban constantemente cualquier cosa que pudieran vender en la villa vecina. Alex y él le habían pedido asilo, un techo y alimento, a cambio de poner a punto a sus hombres. No había sido tarea fácil, les había costado algo más de cuatro meses sin descanso que cogieran fondo físico y mucho más si hablábamos de mostrar alguna cualidad destacable en cuanto al manejo de armas. Era cierto que habían perdido a veinte hombres en la última misión, pero para el número de hombres con los que contaba el clan, aunque era una cantidad estimable, era ridícula. Cuando habían conseguido que dejaran de ser unos botarates, el no tan estúpido Laird Mackenzie les daba la espalda.

Pronto haría un año desde que habían tenido que huir de Blair Atholl prácticamente con lo puesto. Lo que al principio había sido una obligada mudanza, por beneficiar los favores de Sir Kenion Strathbogie al inestable rey de Escocia, se había convertido en una persecución sin cuartel hasta llegar a las tierras altas, donde habían tenido que pedir asilo al clan Mackenzie para sobrevivir. No había día que no hubieran trabajado por conseguir los recursos suficientes para recuperar sus tierras, o poder establecerse en otras independientemente. No había día que no hubieran buscado los contactos suficientes para liberar a Ayden Murray y Erroll Flanagan del infierno en el que los habían confinado en Edinburgh, pero, bajo esas condiciones, ya no tenía sentido seguir en Ross-shire.

Esa misma tarde, Neall, Leonor y Alex recogieron sus pocas pertenencias y marcharon hacia las tierras de su cuñado Sir Lockhart en Ayrshire. No había elección, allí ya no les quedaba ningún aliado e incluso el grupo de soldados los miraban con recelo tras el ataque de Sir Kenion. No eran personas de fiar y los venderían por unas pocas monedas. Tenían que poner tierra de por medio, más pronto que tarde, o no tardarían en tener un grupo de hombres de Sir Kenion o de Lord Beaumont preguntando por ellos.

Incomprensiblemente, hacía tiempo que habían dejado de ponerle precio a sus cabezas por orden del rey, pero Ayden Murray y Erroll Flanagan seguían presos y olvidados a su suerte en esa prisión infame, custodiados por los ingleses. Eduardo I de Escocia se había lavado las manos al respecto y había descargado sus responsabilidades, aludiendo que todo había sido un terrible error que lamentaba profundamente, pues los habían tomado como forajidos a la fuga en el momento que los emboscaron:

—¡Qué casualidad! —había exclamado Alex Mackenzie cuando Neall le hizo partícipe del contenido de la carta que les habían hecho llegar con sello real—. ¿Y no dice nada sobre la liberación de Ayden y Erroll?

—No, solo que ahora se ocupa de St. Margaret el ejército inglés y no tienen potestad alguna sobre los prisioneros nobles.

—Pero, ¿cómo va a ser eso? ¡Si él es el rey de Escocia!

—Para nuestro pesar, él no es más que el pelele de Plantagenet —susurró Neall por lo bajo a su segundo.

—Si no nos persiguen, mo caiptean… ¿A qué vino atacar al grupo y la cruzada de Sir Kenion Strathbogie contra sus propios hombres? ¿Acaso se ha pasado al lado de Bruce?

—No lo sé, Alex. No lo sé. Sin noticias de Arthur o de mi primo Andrew, es difícil saberlo.

 

Cuando llegaron a Ayrshire al cabo de una semana, Lady Elsbeth los recibió con los brazos abiertos. ¡Los había echado tanto de menos y tenía tantas cosas que contarles! Besó a su hermano, revolviéndole el cabello, abrazándolo con intensidad, como si no se creyera estar viéndolo de nuevo. Neall temió que la emoción estuviera jugándole una mala pasada al confundirlo con Ayden, pero no, Elsbeth había rezado cada día por la suerte de ambos y, el tener a al menos uno de ellos a salvo, la hacía inmensamente feliz.

Asimismo, Milady abrazó a su cuñada y le pidió que la acompañara al interior del castillo, le mostraría su hogar y la acompañaría a su alcoba, pues seguramente estaría exhausta de tan largo viaje. El rostro de la española reflejaba su cansancio y le inquietó verla mucho más delgada. ¿Se encontraría bien?

Los Lockhart los recibieron con los brazos abiertos y comprobaron con satisfacción, lo bien acomodado que estaba el clan Murray en esas tierras. Sir Symon había dispuesto unas cabañas y unas parcelas para que hicieran su vida completamente independientes de los suyos, si así lo deseaban. Solo requiriéndolos a su presencia en las grandes celebraciones.

En cuanto hubieron descansado, Sir Symon pidió a sus hombres que los dejaran a solas. La tensión podía palparse en el ambiente y en la forma que tenía Lady Elsbeth de frotarse las manos, apretar los labios y mirar con preocupación a su marido. Ella empezó a hablar con apenas un hilo de voz. Leonor no terminaba de comprender sus palabras, algo de Leena y Sir Darren, de una emboscada, de él medio muerto y ella desaparecida. Ella apreciaba a la pelirroja, no podía ser cierto lo que decían. Leonor observó la desmedida reacción de su marido y aguantó un hipido.

—¿Desde cuándo? —preguntó Neall enfadado, sin entender por qué su hermana no les había dicho nada antes.

—Cuando partieron de Blair Atholl, camino a sus tierras en Stirling.

—¡Maldita sea, eso son más de once meses! ¿Y no se ha sabido nada de ella?

El matrimonio Lockhart negó con la cabeza y Lady Elsbeth se puso a llorar, ocultándose el rostro con las manos. Leonor se acercó a su cuñada y la consoló, diciéndole que, mientras no encontraran su cuerpo, aún podía estar con vida.

Al día siguiente, comenzaron a preparar la cuarta y definitiva tentativa que devolviera la libertad a Ayden y Erroll de una vez por todas. Sir Symon Lockhart se ofreció a acompañarlos, poniendo todos los recursos y hombres que fueran necesarios para ello. Tuvo un duro altercado con Neall por no haber contado con ellos para las ocasiones anteriores y lo peligroso que había sido exponerse con unos hombres que no les tenían ni estima, ni lealtad. Neall admitió que había sido una locura, pero en esos momentos no había pensado en otra cosa que en su hermano y en su amigo.

—¿Y Leonor? ¿Acaso no pensasteis que se quedaba sola en tierras de un cretino a vuestra espera? ¿Y si os hubiese pasado algo? ¡Demonios! ¡Pensaba que la cuidaríais!

Neall de un portazo dio por acabada la discusión. Nadie dudaba del amor y profundo respeto que sentía por su mujer. Estaba enfadado, sí, pero consigo mismo, por no haber caído en la cuenta de que Leonor se había visto expuesta a un peligro innecesario. Tras unas horas solo, deambulando por el monte, regresó al castillo. Leonor lo recibió preocupada, sin decir nada y con los brazos abiertos. Él masculló un «lo siento», entre sollozos y ella lo calmó.

—Os necesito fuerte, mo seabhag. Vuestro hermano y amigo nos necesitan.

Por la noche, Neall se acercó al saloncito privado de Sir Lockhart. Su cuñado estaba sentado frente a una gran mesa de madera de roble y revisaba las cuentas. No se esperaba la visita y no supo si fruncir el ceño o alegrarse. De igual modo, le pidió que se sentara. Neall no sabía por dónde empezar y Sir Symon, finalmente, dio su brazo a torcer, se levantó e invitó a una copa a su cuñado. Él sabía por el calvario que estaba pasando Elsbeth… Sin embargo, seguía sin comprender cómo no les habían pedido ayuda antes, aunque solo hubiera sido para dejar a Leonor con ellos.

—Esta mañana me metí en asuntos que ya no son de mi incumbencia… No volverá a suceder.

Neall dejó a un lado la copa y lo miró a los ojos. No podía reprocharle el celo que aún seguía teniendo por su esposa. Se levantó de su asiento y le dio la espalda parcialmente, pendiente en la ventana de la negra oscuridad de la noche.

—Por mucho que me pese, teníais razón. No debí dejarla sola. Estaba tan cegado por liberarlos que no preví que la podía poner en peligro.

Sir Symon asintió con una sonrisa y le pidió que volviera a coger la copa.

—Hagamos un brindis por nuestras amadas esposas y, porque en el fondo, somos hombres con suerte.

Pasaron el resto de la noche planeando el viaje a Edinburgh, entre copas, confidencias y buen humor.

Sir Symon requirió a Leonor en su salón privado a la mañana siguiente a través de un mensajero. Neall no había dormido en su lecho y eso la había mantenido inquieta y sin probar bocado durante el desayuno. No había hecho partícipe a su cuñada del asunto por temor a que la compadeciera, pero que su cuñado la llamara con tanto formalismo, le terminó de hacer un nudo en el estómago. Miró a su amiga en busca de alguna pista, pero Lady Elsbeth solo se encogió de hombros y fingió no saber, haciendo un gesto para que el mozalbete se fuera.

Temblorosa, entró en la estancia privada, a la espera de alguna mala noticia. Se sorprendió de que la estuviesen esperando, además de su cuñado, Neall y Alex. Como su marido le daba la espalda mirando por la ventana, Alex la invitó a sentarse a su lado, frente a Sir Symon. Fue entonces cuando Neall se giró y se apoyó sobre el escritorio de roble de su cuñado, parecía cansado y estaba rígido, a pesar de la pose desenfadada. Leonor se mordisqueó el labio y esperó que alguno de ellos hablara. ¡Un minuto más en silencio y le estallaría la cabeza de los mismos nervios! Sir Symon, comprendiendo la impaciencia de la joven y viendo que Neall no se decidía a tomar la palabra, la hizo partícipe de lo que habían pensado. «No hay forma de entrar en semejante fortaleza si no es con mañas parecidas a las que utilizasteis en Rowallan», le dijo al terminar Sir Symon, tras explicarle la situación. Leonor miró primero a su cuñado, después a Alex y, finalmente, a Neall. Su esposo estaba serio, pero al preguntarle si él estaba también de acuerdo, asintió. No había nada más que hablar.

 

A los dos días, Neall, Sir Symon, Alex y Leonor partieron con un plan concienzudamente trazado. Les cubría la retaguardia el pequeño ejército de su cuñado. Los cuatro deseaban de corazón que no fuera necesario recurrir a ellos, pues eso significaría que Leonor habría fracasado en su intento de colarse en la prisión.

La española no comentó nada a nadie de su nuevo estado. Si alguien se enteraba, seguramente no habrían consentido que los acompañara y ya tendrían tiempo de celebrarlo si conseguían rescatar a Ayden y a Erroll. Sin embargo, el camino sobre Tormenta hasta Edinburgh se le hizo agotador y los hombres la miraban extrañados, pues era la primera vez que mostraba algo de flaqueza desde que la conocían. Desde que habían tenido que escapar de Blair Atholl, había evitado mostrar cualquier atisbo de tristeza, mal humor o enfado. Ella ya sabía lo difícil que era abandonar su tierra, sus enseres y toda su vida, como para sumarle un drama que no aportaría nada.

Paciente, Leonor había consolado y apoyado a su esposo en el momento más difícil de su vida: el secuestro de su hermano y de su mejor amigo. Además de ser tachado de traidor, poniendo precio a su cabeza y sin un juicio en el que poder defenderse. Pero el cuerpo tiene un aguante y el suyo estaba pagando un precio muy alto. Se notaba el estado de ánimo cambiante, extremadamente sensible y con unas ansias de ir durmiéndose por las esquinas, que jamás había tenido antes. Sin embargo, solo se había permitido llorar cuando iba a bañarse a solas al lago, o al río, donde derramaba cuantiosas lágrimas y se desahogaba por verse incapaz de hacer cambiar su situación. Lo que más deseaba era devolverle a Neall su risa y la calidez en el trato con todos y no solo con ella. Neall se estaba apagando, consumido por la culpa de ver a su hermano y mejor amigo presos, mientras él seguía libre. Y ella lucharía con uñas y dientes para remediarlo.

Tras varias jornadas de camino, llegaron a las murallas de la ciudad real. El Castle Rock se mostró ante sus ojos coronando la grandiosa colina volcánica. Leonor admiró el paisaje, tan distinto al resto. El plan era arriesgado, pero Leonor era la mejor baza que tenían. Ella hablaba inglés, con más o menos soltura y, al ser mujer, no levantaría sospechas entre los soldados ingleses que custodiaban St. Margaret. Para llegar hasta la prisión, la joven tendría que tomar las calles subterráneas de la ciudad hasta llegar al mercado y poder tomar el camino a la Royal Mile, pasando la abadía de Holyrood. Leonor pedía a Dios no perderse por las tortuosas calles, mientras escuchaba atentamente las instrucciones de su marido y su cuñado. Había memorizado un par de puntos de referencia para poder llegar al Castle Rock, sin hacer llamar mucho la atención. Cuanto menos preguntara, mejor que mejor. Los extranjeros o visitantes primerizos podrían levantar sospechas y ella debía andar con toda naturalidad por las calles, como si fuera de allí.

Como en Rowallan, Leonor se infiltraría en el castillo haciéndose pasar por una sirvienta mandada por el Alguacil Mayor a por un preso, para tortura y disfrute de su señor. Si conseguían tragarse el señuelo, Leonor podría escabullirse hasta las mazmorras donde un criado del cardenal, fiel a la causa del niño-rey, había dejado escondido un paquete con dos hábitos grises de frailes agustinos. El modo de llegar hasta su cuñado y el irlandés tendría que ingeniárselo ella sola a partir de ahí. Al ir prácticamente desarmada, podría justificarse diciendo que se había perdido, en caso de ser interceptada antes de llegar a ellos, y ya verían otro modo de entrar por la fuerza, menos ortodoxo, por supuesto.

Neall la miró con adoración al verla con ese sencillo vestido de paño y su hermoso pelo salvaje dispuesto en un semirecogido muy favorecedor. Le dio un largo beso para despedirla, mientras le susurraba, frente con frente:

—¿Estáis segura? No tenéis por qué hacerlo, mo aingeal.

—No he estado más segura de algo en mi vida, mo seabhag —le dijo picarona y guiñándole el ojo para que se quedara tranquilo, aunque ella en el fondo no las tuviera todas consigo.

Edinburgh era una ciudad enorme. A Leonor le recordó por un momento a Sevilla en lo caótico de sus estrechas calles y en el continuo trasiego de gente de todas partes, incluso en las subterráneas. La ciudad rebosaba actividad. Había muchos pastores que dirigían el ganado a la Cowgate para que pujaran por sus cabezas, pero el hedor de las bestias comenzó a darle arcadas y se separó pronto de ellos. La española prefirió arrimarse a los carromatos de cereal y heno que iban camino del Grassmarket, para no perderse y hacerse pasar por uno de ellos. Después, anduvo un breve paseo desde la Catedral de St. Giles hasta llegar a la muralla de la fortaleza, acercándose al muro de la vasta capilla, donde tenían a los presos de mayor rango. La inexpugnable fortaleza había sido tomada por los ingleses sin ningún reparo, como otro paso más para irse apoderando de Escocia lentamente.

Leonor pasó inadvertida entre los sirvientes que iban y venían de la fortaleza con la comida y recados para los presos. Sus exquisitos modales bien hubieran pasado por los de cualquier dama de la corte, pero había preferido no correr riesgos e ir vestida de sirvienta, pues le ayudaría a obtener un mayor acceso a ciertos lugares, a los que una noble jamás llegaría. Los guardias de la fortaleza no pudieron más que dedicarle a la española unos cuantos silbidos y comentarios soeces al verla. ¡Pero si normalmente parecían llevar un palo insertado en el culo! Ella no respondió a sus zalamerías, siguiendo su camino con paso grácil y una amplia sonrisa.

Mientras tanto, en el mercado los guerreros habían pasado desapercibidos entre la muchedumbre venida de todos los rincones del país. Esperaban al pie de la colina, justo al otro lado de la muralla. Sin, embargo, la mayor parte del grupo se había quedado rezagado a orillas del río Forth para cubrir la retirada. También habían conseguido esquivar a varias parejas de guardias que hacían sus rondas entre la gente, controlando el gentío y a los rateros, que se camuflaban entre los hombres de bien, para vaciar sus alegres bolsas llenas de dinero. Las calles subterráneas estaban aún más llenas que las que estaban a plena luz, pues las carretas dificultaban el paso en el exterior.

El hedor de las calles de la ciudad se mezclaba con el olor a pan recién hecho y a los asados. Era repugnante. A Neall le aumentaba el dolor de cabeza por momentos, la impaciencia por saber si Leonor estaría bien lo estaba matando. Desde lejos, Neall apretó con fuerzas los puños, le cedió a su cuñado el anteojo y respiró lentamente al ver el gesto de los guardias, al ver contonearse delante de ellos a su mujer. Gracias a Dios que estaba lo suficientemente lejos como para no escuchar los comentarios groseros que le dedicaban. Blasfemó, dos malditas incursiones y no habían conseguido pasar la puerta que estaba cruzando en esos momentos Leonor. Si no hubiera tanto en juego, él mismo le patearía la cabeza a esos dos tunantes. Uno a uno, sin piedad. Sir Symon y Alex lo contuvieron.

—Ella lo conseguirá. No os preocupéis, Neall.

—Si le pasa algo…

—Confiad en ella. Es nuestra única oportunidad de liberarlos sin un derramamiento de sangre. Esto está infectado de la guardia real de Eduardo III.

No ha sido buena idea, no ha sido buena idea, se repetía el capitán sin descanso.

La muchacha se acercó contoneándose a los guardias y les hizo una carantoña en la mejilla, con la mano libre. Sin que se hubieran dado cuenta, había cogido las llaves que pendían de sus corazas con tan sencillo gesto. Muchas eran las veces que habían jugado ella y Elvira a quitarle las llaves a su padre cuando estaba dormido, para escaparse al mediodía a darse un baño en la playa, mientras los de la casa dormían la siesta. Los soldados reían como estúpidos, mientras comprobaban la carta en nombre del Alguacil Mayor, que Sir Symon había falsificado con esmero. Sabían de muy buena tinta que ese cerdo de Alguacil odiaba a los escoceses y se dedicaba a torturarlos por el mero placer de hacerlo. Normalmente, se dedicaba a probar sus juguetes con personas que no tenían absolutamente nada más que su pellejo para subsistir, pero de un tiempo a esta parte, buscaba individuos con más aguante para sus experimentos, guerreros curtidos principalmente, pues no se desmayaban, imploraban o cagaban a la primera de cambio. También llevaba un salvoconducto del mismísimo cardenal por si las cosas se ponían feas y que daba fe de la lealtad y servicio de Leonor a la corona británica. «Nunca subestimes al enemigo». Los ingleses seguían intentando quedar con ella más tarde, aunque precisamente a esas horas, Leonor pretendía estar muy lejos de allí.

Leonor se alejó de ellos, tirándoles un beso y quejándose de lo atada en corto que la tenía su señor, el Alguacil Mayor, pero que deseaba que esa tarde estuviera lo suficientemente entretenido torturando a ese traidor escocés, para ella poder dar un paseo tranquilamente por el mercado. Así, consiguió que le indicaran la dirección a seguir para llegar a la mazmorra. Por el camino, encontró el paquete envuelto en papel de estraza, pero solo había un hábito en vez de dos. Al desplegarlo lejos de miradas indiscretas, Leonor contuvo el aliento. ¡Ni siquiera ese le serviría de nada! Por mucho que Ayden o Erroll hubieran perdido peso en prisión, ese hábito era válido para alguien de su complexión, nunca para un hombre alto y mucho menos un guerrero. ¿Cómo pensaba sacarlos a plena luz del día sin que los guardias sospecharan? Al final tendría que hacer pasar a uno de ellos por… «Piensa, Leonor, piensa», se instó.

La joven titubeó ante la puerta de las mazmorras lo justo, para que el soldado que venía tras ella, no la viera entrar en ellas y sospechara de sus intenciones antes de darle el alto. Agradeció al cielo en voz baja su indecisión y puso su sonrisa más angelical, aquella que había aprendido a mostrar desde pequeña, tras hacer alguna travesura. Pestañeó con coquetería, metiéndose al guardia en el bolsillo al instante. El muchacho aparentaba tener la edad de Cathasaigh y, si la apuraban, de Lorcan, aunque era difícil saberlo con certeza porque era bastante corpulento y, a medida que se acercaba, su pecho se hinchó e irguió como un palomo presuntuoso.

—Señora, señora, esperad... Yo mismo os acompañaré —dijo jadeando cuando llegó a su altura.

—Gracias, mi señor. No es que me asusten esos guerreros escoceses, pero... —se sonrojó Leonor, sobreactuando su inocencia, mientras el joven guardia se sentía cada vez más importante.

—Lo entiendo, señora. Esos highlanders tienen fama de temibles montañas sanguinarias, pero yo os protegeré —le dijo con la más cortes de sus sonrisas—. No temáis.

Leonor puso los ojos en blanco, mientras el muchacho le daba la espalda, afanado por abrir la puerta que se le resistía, pero en cuanto se dio la vuelta, le volvió a pestañear candorosa, se cogió de su brazo y se acercó más de lo decorosamente correcto. Sabía el efecto que podría causar en un hombre joven tales muestras de intimidad y así lo mantendría lo suficientemente distraído, hasta el momento justo de deshacerse de él. «Es lo suficientemente alto, también tiene buenas espaldas… », se decía fijándose en los detalles físicos de su acompañante.

Ambos pasearon por los estrechos pasillos a la luz de la antorcha. Los quejidos de los recluidos eran desgarradores y, si al principio se aferró a él con intención de distraerlo, después fue por la misma aprensión que sentía en lo más profundo de su ser. Aquel sitio era repugnante y podía masticarse el olor a podredumbre y carne putrefacta. El pasillo se iba estrechando, cada vez más sinuoso, húmedo y lúgubre. La española pensó en las condiciones tanto físicas como mentales en las que se encontrarían Ayden y Erroll, tras un año de cautiverio y rezó porque no hubieran llegado demasiado tarde. Leonor prefirió sin embargo no pensar en las añadidas torturas, gracias a las cuales, habían conseguido que el cardenal, afín a su causa en secreto, hubiera expedido un salvoconducto en cuyo nombre liberaría a los dos detenidos y dejaría libre de cargos a la dama, en caso de ser apresados y como último recurso.

Cuando el joven guardia se paró frente a una puerta de gruesos barrotes, Leonor se sobresaltó. El muchacho le sonrió y le dedicó unas palabras de sosiego, mientras le daba la espalda y comenzaba a abrir la cancela con una de las llaves de su gran manojo. «Es ahora o nunca», pensó Leonor. No sabía por qué, pero se apiadó de él y pinzándole uno de los nervios del cuello, lo desplomó. Se cercioró de que nadie la hubiera visto y, abriendo el portón de chirriante hierro, arrastró como pudo al guardia al interior. «¡Pues sí que pesa el condenado!», se dijo para sí, exhausta, jadeante por el esfuerzo extra. ¡Parecía mucho más enclenque a simple vista!

El vello del cuerpo se le erizó como si acabara de pasar una corriente de aire. Si algún supersticioso hubiera estado con ella en ese instante, habría jurado que se trataban de las almas errantes de los que habían muerto en esa celda. Pero allí no había ni una mísera ventana… Dentro de la mazmorra estaba tan oscuro que tardó unos minutos, incluso con la antorcha, en hacer sus ojos a la tenebrosa oscuridad.

—¿Ayden? ¿Erroll? —susurró tan bajo que incluso parecía no haber hablado siquiera.

Silencio.

—¿Ayden? ¿Erroll? —volvió a repetir un poco más fuerte, con más temple.

Un ruido sordo de cadenas le erizó el vello y le hizo ver que había alguien. Se adentró en la celda y tuvo que taparse la boca para sofocar un grito y alertar a los guardias.

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué os han hecho esos bastardos? —consiguió exclamar en susurros, al ver a los dos hombres.

Su cuñado y el irlandés habían perdido mucho peso y lucían unas barbas sucias, largas y descuidadas. Además de cicatrices profundas alrededor de muñecas y tobillos a causa de los grilletes. Los hombres no la habían reconocido, de eso estaba segura y la española se dispuso a despojarlos con delicadeza de las cadenas que los tenían presos a las paredes, mientras les daba el tiempo suficiente para que se dieran cuenta de que iban a fugarse y de que no se trataba de un sueño. Leonor comenzó a desvestir al joven guardia, sin mediar con ellos más palabras, pues no había tiempo que perder. Después se arrodilló ante Erroll, la mano del irlandés la frenó.

—¿Qué pretendéis, baintighearna?

—Haceros pasar por él, ¿no es obvio?

Erroll maldijo por lo bajo y Leonor se recriminó el no haber tenido más tacto. Ese hombre llevaba allí casi un año soportando todo tipo de vejaciones. A modo de disculpa, lo abrazó. El irlandés se quedó quieto, como si fuera parte de alguna de las macabras pruebas a las que tanto le gustaba jugar a ese cabrón del Alguacil. Pero el olor a jazmín de Leonor hizo que la recordara y sonriera entre lágrimas. La terminó abrazando. La joven sacó los paños húmedos y la navaja de la cesta de los ungüentos y comenzó con maestría a rasurarlo, a pesar de la falta de buena luz. Los guardias habían estado tan ocupados agasajándola y coqueteando con ella que no se habían percatado del doble fondo de la cesta. El cardenal les había puesto en antecedentes de los peculiares gustos del Alguacil, por lo que, hacerse pasar por la doncella que preparaba a sus víctimas para la sesión de juegos del inglés, había resultado en cierto modo fácil.

Ayden los miraba con los ojos entornados, como ido y sin mediar palabra. Cuando Erroll estuvo listo y perfectamente ataviado con las ropas del joven guardia, amordazaron al pobre muchacho y lo encadenaron para que no pudiera dar la voz de alarma al despertarse. Las ropas no eran de la talla del irlandés, pero tendrían que valer. Al principio a Erroll le costó mantenerse erguido con la coraza, pues sus rodillas estaban débiles, pero como buen irlandés, no se quejó. Ayden por fin habló, mascullando con amargura:

—Muy loco tiene que estar mi hermano para haberos dejado entrar aquí. De aquí nadie sale, piuthar-chèile.

Leonor prefirió obviar los dos intentos fallidos de rescate y solo le dijo un «vamos». El plan era sencillo, tenían que salir de las mazmorras con uno de ellos prisionero y, si alguien los paraba, alegarían que tenían órdenes de llevarlo a un interrogatorio por parte del Alguacil Mayor. ¿Quién en su sano juicio dudaría de las intenciones macabras de ese lunático? Junto a las caballerizas, estaría su hombre infiltrado y escudero de confianza del cardenal con los caballos listos para partir. El muchacho los acompañaría un pequeño trecho con su caballo hasta dejar la zona de mercaderes y después se alejaría despidiéndose, como aquellos que se conocen de toda la vida. Cualquier teatralidad que reforzara que no acababan de escapar de la inexpugnable prisión y dar cotidianeidad al momento, bienvenida fuera.

Al ser día de mercado, el rastrillo estaría permanentemente subido por el trasiego de comerciantes y compradores, pero también se había doblado el número de centinelas por ello. La muchedumbre podría ayudarles a ocultar más fácilmente su huida o ralentizarla, ese era el único problema que aparentemente tendrían si todo salía bien. La huida por la pasarela sería la parte más difícil, pero el pequeño ejército estaría cubriéndoles las espaldas en un santiamén, de eso no había por lo que preocuparse. Pero no sería ella la que vendiera la lana antes de cardarla, aún tenían que llegar a las caballerizas, que el hombre del cardenal los estuviera esperando con los caballos, como habían acordado, y salir de St. Margaret con un Ayden totalmente exhausto.

En el camino hacia el exterior, ninguno de los tres se encontró a ningún guardia que les bloqueara el paso, ni tampoco al cruzar el patio de armas. Erroll iba cogiendo confianza en sí mismo a medida que se acercaban a las caballerizas, cuando a lo lejos se escuchó un «¡alto!», al que le acompañó un inquietante silencio. Leonor dio un paso inseguro al frente, esperando que si era a ellos volverían a repetir la orden, pero solo era capaz de escuchar a su propio corazón desbocado a punto de echarse a correr temeroso por su boca. Pasados unos segundos, decidieron seguir andando con total normalidad, aminorando el paso por si se trataba de ellos, hasta que el silbido de una flecha pasó a escasa distancia de la oreja de Ayden. «Hijo de la gran…», ese maldito inglés no se había andado con miramientos.

—¡Alto! —repitió enfadado en un perfecto inglés un guardia, corriendo hacia ellos, jadeante por el esfuerzo—. ¿Dónde se supone que lleváis a ese prisionero, escudero?

—¡Dios mío, señor, qué puntería! —exclamó Leonor, haciéndose la gratamente sorprendida, jugueteando con el cordoncillo de su corpiño y dando tiempo a que Erroll recuperara la compostura, pues se había vuelto del color de la cera—. Podríais haber dejado a esa chusma clavada en el sitio, pero a mí, sin trabajo. El señor Alguacil quería que lo llevara a su presencia para divertirse después con él un rato y me mandó que le curara las heridas —dijo enseñándole el ungüento de la cesta, mientras le decía a modo de jocosa confidencia—. Teme que en este estado, no le dure ni un soplido y ¡adiós a la diversión! —exclamó con una sonrisa fresca y despreocupada.

El soldado inglés sonrió ante el desparpajo de la joven y el extraño acento que tenía. Sin embargo, al guardia escocés le dijo con un leve tono de reproche:

—La próxima vez paraos o no erraré, estúpido.

—Lo siento, mi señor —dijo al principio con cierto titubeo y después, señalando con la cabeza a Leonor, concluyó—. La belleza de la acompañante debió despistarme.

El inglés sonrió y asintió.

—Realmente es hermosa, pero quizás sea demasiada mujer para un simple soldado, ¿no creéis? Si queréis mi consejo muchacho: alimentaos mejor y haced más ejercicio, en cuanto a vuestro aspecto se refiere y no piquéis tan alto al elegir a vuestra compañía —y dirigiéndose a Leonor, le dijo con una leve genuflexión—. Señora, si necesitáis más ayuda con este rufián, no tenéis más que decírmelo.

Leonor le respondió con una leve bajada de barbilla y una media sonrisa a causa del cumplido. Triste, al ver que el demacrado aspecto de Erroll no le hacía justicia y deseosa porque pronto se repusiera y volviera a ser el mismo joven dicharachero y apuesto de siempre. De su cuñado, mejor ni hablar. Ayden necesitaría algo más que un par de semanas de pucheros para reponerse. Leonor, despidiéndose del guardia y sabiendo que aún estaban siendo vigilados por este, comenzó a caminar con el irlandés y «el rehén» hacia los establos lentamente y sin mirar atrás. Cualquier descuido, cualquier gesto que entrañara sorpresa y tendrían que recurrir a la dispensa del cardenal, si les daba tiempo a poder enseñarla siquiera, claro. Erroll, «el escudero», miraba de reojo a Leonor, nervioso. Ambos estaban pensando lo mismo: si los descubrían, ni siquiera habría juicio, los ejecutarían allí mismo como a perros. La española a veces echaba un vistazo para ver si estaban en el campo de visión de la guardia, que parecía haber perdido por fin el interés en ellos. Trastabilló a Ayden a conciencia para, ya en el suelo, abrirle los grilletes.

—¿Podréis cabalgar? —le susurró con voz temblorosa.

—Soy hijo de un padre que aseguraba haber nacido encima de un caballo, mo baintighearna —dijo su cuñado, asintiendo agradecido por no tener que seguir soportando el peso del hierro en sus muñecas y en sus tobillos.

Leonor guardó rápidamente los grilletes en la cesta. Ayden admiró el desparpajo de su cuñada en cuidar todos los detalles para ganar tiempo en la huida y le dijo por lo bajo:

—Gracias.

—No me deis las gracias hasta que ambos abracéis a Neall, ¿de acuerdo? En marcha.

De las alforjas del caballo del cardenal, sacó un plaid limpio y se lo echó por los hombros a Ayden, mientras le ayudaba junto al escudero a subirlo al caballo. Erroll consiguió montar sin problemas, parecía que diez minutos al aire fresco, le habían devuelto unos cuantos años de la vida que le habían robado ahí dentro. El hombre del cardenal no era otro que un jovenzuelo rubicundo de ojos azules y mejillas sonrosadas con cara de santo. No podían haber elegido otro mejor para no levantar sospechas. El joven ayudó a Erroll a encaramar a Ayden al caballo y le dio al irlandés una copia del salvoconducto del cardenal. El irlandés agradeció al muchacho su inestimable ayuda y los tres montaron a caballo siguiendo el plan que tantas veces le había repetido por lo bajo la española durante el camino. Erroll se hizo cargo de la situación y encaminó ambos caballos hacia la salida del rastrillo con total indiferencia, como si realmente no estuviera a punto de conseguir salvarse de su torturador encierro. Con disimulo, el joven seguía los movimientos de los guardias para anticiparse a cualquier voz de alarma o de ataque y se congratulaba al ver que pasaban desapercibidos incluso antes de terminar de cambiarse de ropaje. Leonor había provisto las alforjas de sus monturas de mudas de su talla. Tras ver que todo estaba saliendo según los planes, Leonor se fue separando paulatinamente de ellos para no retrasarlos en la huida. Sin apenas darse cuenta, estaban a una media legua escasa de la ansiada libertad. El gentío del mercado los absorbió.

Leonor se despidió del «escudero» y su acompañante con una sonrisa y un leve gesto con la mano. La joven no quería levantar sospechas entre los guardias que merodeaban por las callejuelas para evitar que hubiera problemas, o para crearlos ellos mismos. Seguidamente, se camufló en el trajín de la compra-venta, simulando estar interesada en algunos productos. Pasados unos minutos, la española comenzó a andar algo más tranquila, avanzando poco a poco, mientras se mezclaba con la gente que visitaba el mercado. Las calles subterráneas seguían repletas y ella necesitaba el aire puro. Aún le temblaban las piernas y a unas extrañas arcadas le acompañó un sudor frío que le hizo tener que frotarse los brazos en busca de la falta de calor del cuerpo. Sintió que le faltaba el aire y se aflojó lo que pudo el maldito corpiño para poder respirar. Un escalofrío le erizó el vello e instintivamente miró a su alrededor para anticiparse al peligro que la acechaba. Ella no creía en las casualidades. «Algo va mal, pero, ¿qué es?», pensó Leonor nerviosa, llevándose instintivamente las manos al vientre y mirando a su alrededor para descubrir qué le atormentaba. Estaba cerca del rastrillo, cuando vio cómo, su cuñado y su amigo, lo pasaban sin dificultad y susurraba conteniendo la respiración un «gracias a Dios». Mas, cuando iba a seguir sus pasos, una mano callosa y fuerte la paró en seco. Al girarse no pudo ahogar el grito en su garganta al ver el rostro del mismísimo diablo.

—Vaya, vaya... Mirad a quién tenemos aquí.

El rostro congestionado de Sir Kenion Strathbogie la miró desnudándola, mordiéndose sus propios labios. Leonor no pudo reprimir la cara de asco, mientras intentaba zafarse de su mano en vano. Sir Kenion le susurró a la oreja con un aliento cargado de alcohol y lamiéndole el lóbulo de la misma:

—Sabéis tan dulce como parecéis... Reconozco que ese maldito Murray tiene un gusto exquisito para las mujeres. ¿Seguís siendo su zorra o habéis pasado a ser su esposa? —Los ojos de Leonor hablaron por ella—. Su esposa… ya veo —se carcajeó, pasándose la mano por la cicatriz de la barbilla y acariciando el anillo de plata de ella—. ¿Así que era cierto que se llegó a casar con la salvaje, antes de abandonar mis tierras?

—Blair Atholl siempre pertenecerá a los Murray, Sir Kenion.

—Puede ser… pero, ¿qué os trae por aquí? Decidme. Os hacía en las tierras altas de los Mackenzie.

—Nada que os importe, Milord.

Sir Kenion sacudió la cabeza, mientras chascaba la lengua.

—Fierecilla, no os conviene enfadarme… Después de todo ahora estamos en el mismo bando.

Leonor abrió mucho los ojos comprendiendo por qué le había salvado la vida a Neall. Si lo hubiera matado, o dejado que lo mataran, el Guardián de Escocia y el resto de los hombres de Bruce nunca confiarían en él. La española no contestó y le escupió a la cara. Juró para sí que se mordería la lengua, antes de dirigirle una sola palabra más a semejante bellaco. No quiso volver a mirar hacia el rastrillo por si adivinaba las verdaderas intenciones de su visita a Edinburgh. Aún no les había dado tiempo de llegar donde el pequeño ejército… Si fallaba el plan de rescate por su causa, no se lo perdonaría nunca.

—¡Maldita zorra! Si supierais cuánto me excita este tipo de cosas, contendríais esa boquita de buscona que tenéis. Pero no estoy aquí para otra cosa que para notificaros que, la que fuera prometida de vuestro marido, está recluida en la fortaleza de Guildford, en el condado de Surrey, Inglaterra y por lo que sé, ha tenido recientemente mellizos.

—Mellizos…

Pero su mente se negaba a darle importancia a otra cosa que no fuera el hecho de que por fin tenían una noticia de Leena. Desde que supieron que ella y Sir Darren habían sido asaltados de camino al castillo de Doune, nadie había vuelto a saber nada sobre ella. Leonor evitó que una sonrisa le iluminara la cara ante semejante bellaco, ¡pero le habían dado ganas hasta de abrazarlo! Sir Darren no había piedra que no hubiera levantado durante ese año buscando a su hermana y todos los intentos y contactos de Sir Symon no habían dado fruto alguno. Era como si se la hubiera tragado la tierra y ahora entendía por qué. El castillo de Guildford era conocido por ser un punto estratégico militar venido a menos en la ruta este-oeste, donde recluían especialmente a personas que no querían que fueran encontradas, bajo el mando de un sheriff cruel y lascivo. Temió por el estado de salud de Leena, pero al menos sabían dónde encontrarla. Era la mejor noticia que podría darle a su cuñado, que seguramente recobraría antes las ganas de recuperarse al saber que ella estaba viva. Ayden estaba completamente enamorado de la pelirroja y hasta el más ciego podría darse cuenta de que él tampoco le era indiferente. Pero, ¿qué quería a cambio Sir Kenion Strathbogie? Cuando Neall le había contado que había evitado que ese gran tipo de la maza lo hubiera hecho un puré de sangre y huesos, le había costado creérselo, pero ¿esto?

—¿Qué ganáis vos diciéndomelo? —le espetó, sin pensárselo más.

Una sonrisa irónica se lo dejó claro.

—Creí que a vuestro esposo le gustaría saber que ha sido padre, eso es todo. Por lo que veo, aún no ha sido capaz de preñaros a vos.

¡Si vos supierais! Exclamó para sí, mirándolo con toda la impasividad que pudo. Sir Kenion jamás perdería la oportunidad de hacerle daño a Neall. «Mellizos», había dicho mellizos… Los ojos de Leonor se abrieron por la sorpresa al caer en la cuenta de sus palabras, para entrecerrarlos seguidamente escrutadores.

—Neall no es el padre.

—Muy segura estáis de eso, mo baintighearna. Yo al menos se lo preguntaría. Además, eso a mí no me importa, pero daría mi título por ver la cara de Ayden cuando se entere.

—Os repito, ¿qué ganáis vos diciéndonos el paradero de Leena?

—Son tiempos convulsos y nunca está de más que le deban a uno favores de uno u otro bando. O quizás solo quiera redimir mi alma y estar en paz con los Stewart.

Leonor no tenía duda de que Sir Kenion estaba siendo sincero en esos momentos.

—Los mellizos… ¿Qué edad tienen?

Sir Kenion se carcajeó al ver que la muchacha había picado el anzuelo y se relamió los labios victorioso.

—Por lo que sé, unos cinco meses. ¿Acaso dudáis de vuestro hombre ahora, mo baintighearna?

Leonor dudó solo un instante. La fecha coincidía con su regreso de Rowallan. Ella había estado convaleciente mucho tiempo. Ellos habían estado prometidos, ¿por qué no? Pero Neall se lo habría dicho, ¿verdad? La española bajó la mirada y Sir Kenion le levantó la barbilla con la mano y la atrajo más para sí. El muy cabrón estaba excitado, podía notar perfectamente su tremenda erección clavándose cercana a su vientre. Deseó fervientemente que Neall no estuviera al acecho y no hiciera ninguna tontería por rescatarla, pero ya era demasiado tarde. El malnacido sintió la afilada punta de una daga curva en el costado y no tuvo que mirar a su alrededor para saber quién era el artífice del leve pinchazo. Leonor tragó saliva y reprimió sus lágrimas, zafándose del abrazo de la bestia. Al separarse, advirtió que a Sir Kenion lo estaban amenazando con el arma que su padre le había dado en los esponsales, como símbolo de su amor.

Neall se había vestido con ropas de mendigo y había andado encorvado para no llamar tanto la atención con su envergadura, se había puesto una capucha que le tapaba casi por entero y despedía un hedor que hacía que la gente no se le acercara ni para insultarle. Había perdido un instante de vista a Leonor, al abrazar a Erroll y a su hermano, antes de dejarlos marchar con el grueso del grupo, cuando había distinguido entre el gentío a Sir Kenion Strathbogie. No había dudado ni un momento en sus intenciones para con Leonor, había cogido una camisa sucia y le había dado unas monedas a un mendigo por su raída capucha. El hombre miraba las monedas como si las hubiese escupido el mismísimo cielo. Así pasaré desapercibido, pensó. Sin mediar palabra con nadie más, había echado a correr en dirección a ellos. Al llegar y ponerle la daga en el costado, escuchó la voz de Sir Kenion alta y clara:

—¡Vaya, vaya…! Este disfraz os queda como un guante, denota vuestra personalidad y la realza de manera asombrosa…

—¡Soltadla y cerrad vuestra sucia boca! No querréis que esa bravuconada sea lo último que pronuncien vuestros labios.

—¿De veras? ¿Teméis que le dé a probar mis encantos y me prefiera a mí antes que a vos?

—¡Maldito hijo de…! —dijo enfurecido Neall, al límite de su paciencia.

—Tranquilo, Neall. Sir Kenion Strathbogie ya se iba. ¿No es cierto, Milord? —hizo saber ella, en cuanto el malnacido la soltó.

Neall se extrañó de las palabras de su mujer y mucho más aún de la reacción de su enemigo. Al mirar a su alrededor, Sir Kenion no vio a ninguno de sus hombres lo suficientemente cerca para poder ayudarle.

—Cierto. ¡Oh, vamos! Relajaos, Murray. Yo que vos, me preocuparía más de otros menesteres como el de ser padre.

Neall hizo una extraña mueca de no entender de qué le estaba hablando, que hizo que las cejas formaran una única línea de estupefacción en su frente. El conde de Atholl se separó de Leonor con una lentitud pasmosa y la empujó con violencia sobre el cuerpo de Neall para tener tiempo de escapar. El capitán abrazó a su esposa y la cogió por la nuca, cuando consiguió que mantuviera el equilibrio, le besó la frente con ternura. Mientras se alejaba, Sir Kenion les espetó, guiñándoles un ojo:

—¡Recuerdos a Elsbeth!

—¡Voto al diablo! —exclamó Neall, mientras cerraba con fuerza los puños y apretaba mucho los dientes justo antes de salir tras él.

Leonor frenó a su esposo, agarrándole del brazo.

—En el fondo es digno de lástima, Neall —le dijo ella con tristeza.

—¿Qué ha querido decir con eso de ser padre? ¿Acaso vos…?

Leonor no respondió, así no quería que se enterara de la nueva. Tomando una bocanada de aire y sin querer mirar a su marido a los ojos, se volvió a aflojar un poco más el corpiño a la altura del pecho con una sensación de ahogo.

—¿Qué es lo que ocurre, mo aingeal? —dijo preocupado el guerrero, asiendo a su mujer por los hombros y girando con suavidad su mejilla para que lo mirara.

Leonor le dijo con los ojos húmedos y un mohín infantil de despecho:

—Leena está viva y se encuentra recluida en el castillo de Guildford.

—¿En serio? ¿Cómo…? ¿Sir Kenion os ha confiado semejante información? ¡Ni siquiera Sir Symon Lockhart ha sido capaz en todo este tiempo de dar con su paradero!

—Sí.

—¿Por qué? ¿Por qué os lo ha dicho a vos? ¿Qué os ha pedido a cambio?

El brillo celoso de sus ojos verdes lo delató unos segundos, pero Leonor tenía en su cabeza otras cosas en las que pensar.

—No me ha pedido nada. Me ha dicho que Leena ha sido madre de mellizos.

La cara de Neall era de puro asombro, pero viendo que su mujer no había terminado de dar nuevas, esperó.

—Sir Kenion me ha asegurado que son de vos.

Leonor no quería perderse ni un ápice de la reacción de su esposo, necesitaba saber que no era cierto, que ese malnacido envidioso y pendenciero se equivocaba. Neall tardó en gesticular palabra, primero frunció el ceño, como si no comprendiera muy bien las palabras de la española y después una expresión de júbilo lo embargó.

—¿Mellizos, en serio? ¡Diablos! —exclamó risueño y mirando hacia donde estaba el pequeño ejército de hombres. Lo contento que se pondría su hermano cuando se enterara, pensó, alegrándose por Ayden. ¡Él era tío!

—¿No lo negáis siquiera? —preguntó enfadada la joven, que a punto estuvo de abofetearlo y dejarlo allí plantado. Deshaciéndose de su abrazo, comenzó a caminar hacia la muralla, tropezándose con algunos lugareños y sin pedir perdón.

—¿El qué? —le preguntó corriendo tras ella y acercándola por la cintura a su cuerpo, asustándose al verla tan alterada con la buena nueva. ¡Un penique por sus pensamientos, qué demonios!

—¡Que sois el padre, pardiez! —exclamó la española con las lágrimas resbalándole por sus mejillas y zafándose por segunda vez de sus brazos.

—¡Por Dios, mo ghrà! ¿Cómo voy a ser yo el padre? ¡Soy el tío de esos «petirrojos»!

Neall no entendía por qué había pensado que era cierto que él podía ser el padre de esos niños, cuando desde que la conoció no había tenido ojos para otra. ¿Tan poco confiaba Leonor en su palabra y en sus sentimientos? Enojado ahora él por sus dudas, se paró. En realidad, ambos lo hicieron, pues Leonor al caer en la cuenta de quién era en realidad el padre, volvió a sentir el alma en el cuerpo.

—Ayden… —susurró, limpiándose las lágrimas con la manga del vestido.

—¡Sí, Ayden! ¿Cómo habéis podido dudar de mí, Leonor? ¡Diablos! Yo os amo, lo juré ante Dios y ante los hombres.

—Yo… Los mellizos tienen unos cinco meses, las fechas coincidían y Sir Kenion parecía tan seguro…

Neall se marchó sin terminar de escuchar sus excusas y siguió enfadado con Leonor incluso cuando llegaron al grupo principal. Dejándola sola, fue a abrazar a su hermano y a su amigo como era debido, justificándose por no haber podido rescatarlos antes. Erroll parecía seguir recuperándose por minutos, mientras que Ayden seguía hundido en su silla, como una sombra del valiente hombre que había sido. Neall miró a Erroll y este cabeceó con disimulo, haciéndole entender que ya hablarían en otra ocasión al respecto.

¿Habrían llegado demasiado tarde? ¿Qué diablos les habían hecho ahí dentro? No solo habían perdido mucho peso, tenían profundas cicatrices y quemaduras, les habían trasquilado el pelo y su hermano parecía cojear de un pie. El capitán se excusó señalándose las ropas e intentando que no se le notara el profundo desánimo que sentía al ver el estado deplorable en el que se los habían encontrado. Mientras se deshacía de los ropajes pestilentes y se aseaba como podía antes de colocarse su propia camisa, Sir Symon se le acercó, le puso la mano en el hombro para reconfortarlo y le musitó un «siguen vivos, eso es lo que importa». Neall asintió con una mueca de resignación. Todo ello dejando a un lado a una silenciosa Leonor, recibiendo elogios por lo bien que había llevado a cabo la misión. Ella se mantuvo a una distancia prudente y montó sobre Tormenta, sola.

Emprendieron el viaje al instante, temiendo que algún guardia diera una pronta voz de alarma y partieran en su busca. Neall se mantuvo con los hombres y en ningún momento hizo ningún comentario sobre lo que había pasado en la plaza para que vistiera como un mendigo al encuentro de Leonor. Nadie entendía qué les había enfrentado, de seguro habrían reñido por el coqueteo necesario de ella con los guardias, o cualquier otra tontería infundada de Neall. Montaron en sus respectivas bestias sin mediar palabra y, aunque Sir Symon se acercó a ella en un par de ocasiones, no consiguió más que una simple sonrisa.

El joven capitán no podía estar enfadado mucho tiempo con la luz de su vida. Echó las cuentas de la edad de los mellizos y chascó la lengua. Desde luego su hermano no había perdido el tiempo… Sonrió. ¡Había sido llegar y besar el santo! Aligeró el trote de Rayo, hasta quedarse rezagado al final de la comitiva, donde estaba ella y siguieron un trecho en silencio, disfrutando del paisaje y de tener a Ayden y Erroll con ellos. Cuando no soportó más estar tan lejos de ella, Neall se pasó a la montura de su mujer y se colocó detrás, para que le prestara total atención. Su caballo siguió solo muy cerca del otro, esperando que su dueño lo montase de nuevo. Leonor se mantuvo en silencio, temiendo que se enojara y volviera a irse. Él la agarró por la cintura y la atrajo hacia su espalda, muy cerca. Leonor sintió cómo los pezones se le endurecían con el contacto de su barbilla en su hombro. Neall sabía lo que provocaba en ella esa cercanía y se mordió el labio para contener el tomarla allí mismo. Eran los últimos y si quisiera, podría hacerlo sin que nadie se percatara. ¡Uf! El simple pensamiento lo encendió tanto como notar el roce inquieto de las nalgas de ella en sus muslos.

—Tendréis que compensarme mucho vuestra falta de confianza. Eso, o ya veré cómo hacéroslo pagar durante muchas, muchas noches —le susurró muy cerca del oído, erizándole el vello, mientras le subía disimuladamente el vestido por un lado y deslizaba su mano entre las piernas de ella, introduciendo un dedo en su humedad.

—¡Oh! —exclamó Leonor tragando saliva al notar el contacto del dedo en su ser y la suavidad con que tocaba con la otra mano la cara interna de sus muslos.

—Buena respuesta…

—Yo… Siento, siento mucho haber dudado de vos —dijo entre jadeos entrecortados, aferrándose al vestido y ahogando las ganas de gritarle que la tomara allí mismo.

—No perdamos más tiempo con eso, mo aingeal. Una nueva vida nos espera.

Cuando sació sus ganas de oír gemir a su esposa su nombre, le sonrió con picardía, le pellizcó las nalgas y volvió a su caballo, mientras le decía:

—No os quedéis atrás, ¿de acuerdo?

Leonor asintió y se recompuso el vestido. Aún tenía acelerado su corazón y sus manos y su piel olían a él. Esperó unos instantes para alcanzar la cabecera del grupo principal.

Después de comprobar que nadie les pisaba los talones y conseguir respirar tranquilos lejos de Edinburgh, el grupo pudo parar a refrescarse en el lago de Loganlea, entre las colinas de las Pentland, y descansar unas horas. Leonor se puso un vestido de lino sencillo tras el baño y se acercó a Ayden y a Erroll, hablaron un rato y se fue a secarse y desenredarse adecuadamente los cabellos. Parecía más risueña y, por la cara de Neall, debían haber limado sus rencillas con vehemencia por el camino. El capitán se mantenía ajeno a los chismorreos de los hombres e iba de un lado a otro feliz. ¡Y eso que no le había dado aún a su hermano la gran noticia!

Los hombres parecían otros con la ropa limpia y una buena ración de comida. Neall aprovechó la ausencia de Leonor, para darles otro abrazo largo y sentido a su hermano de sangre y al que sentía de corazón, compartiendo anécdotas de su paso por las tierras de Mackenzie, en un intento de alejar las que debían de haber vivido ellos en prisión. Erroll le dio un par de palmadas en la espalda a Neall y el grupo montó a caballo para emprender el viaje de nuevo. Poco a poco, Ayden fue cogiendo más confianza en no estar viviendo un sueño y sonrió ante una patochada de Erroll. Era el momento. Neall se acercó a su hermano y le confió lo que Sir Kenion Strathbogie le había dicho a Leonor, dejándolo boquiabierto y sin palabras.

—¿Mellizos?

—Si es verdad todo lo que cuenta, eso parece.

—¿Soy padre… de mellizos?

—Eso parece, bráthair. Y, por consiguiente, me habéis hecho tío. ¡Enhorabuena! —le dijo abrazándolo desde su montura, mientras iban rumbo a las tierras de su cuñado en Ayrshire.

—No entiendo nada… ¿Qué hace ella en Guildford? ¿Y Sir Darren?

—El día que os apresaron, les tendieron una emboscada camino al castillo de Doune. A Sir Darren lo dejaron tan maltrecho que no sé ni cómo consiguió llegar a Ayrshire para que Sir Symon le prestara ayuda. Por más que movieron cielo y tierra, nadie supo darle ni una pista sobre el paradero de ella, hasta hoy.

Ayden estaba muy serio, callado, pensando, no tenía fuerzas ni para estar enfadado, aunque era lo que más deseaba. Temió por Leena y por el bienestar de esos dos niños que aún no conocía... Un año en esa prisión inglesa, ¡maldición! Si Sir Kenion había tenido algo que ver, se juró que lo lamentaría.

—¿Lo que ha dicho Sir Kenion… será de fiar? —Neall asintió—. ¿Por qué estáis tan seguro? ¿Podría ser todo una invención de su mente enfermiza y depravada?

—Podría ser, pero creo que dice la verdad.

—¿Por qué, bràthair?

—Porque le dijo a Leonor que yo era el padre de los mellizos.

—Una especie de venganza…

—Supongo que es tan retorcido que realmente pensó que eran míos y quiso hacerle daño a Leonor con la noticia. Sabe que estamos recién casados y…

—Y que si fuerais el padre, iríais a rescatar a Leena y con toda probabilidad la española os abandonaría.

—Sí, algo así.

—Muy de la firma de Sir Strathbogie.

Neall asintió y ambos siguieron cabalgando callados un trecho.

—¿Qué pensáis hacer, Ayden? ¿Iréis a por ella y los niños?

—Por supuesto.

—Contad conmigo.

Erroll se acercó con su caballo y comenzó a canturrear una especie de nana irlandesa. Era su modo de decir que se había enterado de la buena nueva y abrazó a Ayden. Los hombres siguieron hablando animadamente, hasta que el irlandés se jactó de unas de las proezas de Leonor:

—¡Si la hubierais visto, Neall! ¡Menuda mujercita tenéis! Tumbó a un guardia con solo tocarle el cuello. No sé cómo lo hizo, pero semejantes trucos nos vendrían bien conocerlos para la próxima vez, caraid.

Ayden corroboró lo que decía Erroll, asintiendo con una sonrisa, y Neall miró a Leonor extrañado por lo que le decía el irlandés. ¿Su mujer tumbando a un guardia con solo tocarle el cuello? ¿Cómo era eso? En ese momento, la joven hablaba con Sir Symon, pero no parecía tener buen aspecto, y Neall se preocupó. «Sus mágicos dedos», como ella los llamaba cariñosamente, y el baño deberían de haberle templado el cuerpo, sin embargo, la piel le perlaba un sudor fino y el rubor había desaparecido de sus mejillas. Sir Symon buscó en las alforjas de su caballo de guerra y le pasó un poco de agua de su pellejo. Le pellizcó las mejillas, como si así volvieran a su habitual color como hacía Deirdre, y eso hizo sonreír a la joven. El caballero le estaba preguntando por cómo habían logrado salir sin ser vistos, cuando Leonor cerró los ojos unos instantes e inspiró intentando que el aire le llegara a los pulmones.

—¡Ah, no! Eso sí que no… ¡Neall, Neall!

El capitán acercó raudo su caballo a Tormenta y la cogió justo a tiempo antes de que se desvaneciera. Ya en su montura, la besó suavemente en los labios y volvió a acercarle el agua que le daba Sir Symon. Un remolino de caballos y hombres se acercó a ver qué había pasado.

—¡Maldita sea su costumbre! —exclamó Sir Lockhart, preocupado por su cuñada.

Leonor pestañeó al cabo de unos segundos, abrió los ojos y se dejó acunar unos instantes entre los aguerridos brazos de su esposo. Después se incorporó, a pesar de que lo que necesitaba era descansar más que nada en el mundo, e instintivamente, se llevó las manos al vientre. Estaba de cuatro faltas y pronto comenzarían los primeros signos visibles en su cuerpo. Neall vio el gesto y miró extrañado a los ojos a su esposa. No recordó la última vez que… y en el mercado no le había llegado a responder cuando… El joven capitán, con un brillo travieso en los ojos y ese hermoso hoyuelo en las mejillas, le sonrió y titubeó antes de preguntarle a su esposa:

—¿Estáis, estáis… preñada?

Leonor asintió temerosa de que se enfureciera por no habérselo dicho antes, por haberse expuesto en el rescate, porque simplemente no deseara ser aún padre. Pero en vez de eso, Neall comenzó a comérsela a besos delante de todos, mientras le repetía sin parar:

Mo aingeal, mo aingeal… —la expresión de su rostro le cambió y muy serio le dijo—. Hace tres años me robasteis la risa al caer a las Bullers de Buchan, después me devolvisteis la vida rescatándome de entre los muertos. Cuando no creía que pudiera ser más feliz, conseguís hacerme el mayor de los regalos y es darme un hijo vuestro. ¿Cómo podré algún día compensaros por todo lo que me habéis dado, mo aingeal?

—Solo decidme que me amáis.

—Os amo, mo aingeal.

—Yo también os amo.

El pequeño ejército comenzó a vitorear, clamando y jaleando el largo y ardiente beso que les dedicó la pareja. Leonor se sonrojó con timidez, mientras los hombres felicitaban a Neall por su buena puntería. La española jamás pensó que llegaría a ser tan feliz en esa tierra que no la había visto nacer. En su vida, Neall había pasado a serlo todo. El joven capitán sonrió a su esposa con orgullo, aguantando estoicamente todos los parabienes y consejos de los soldados de su cuñado. Con el ánimo henchido de esperanza y cabalgando juntos, retomaron el camino hacia Ayrshire, donde les aguardaba su nueva vida.