CAPÍTULO 20 – EL HALCÓN

 

Castillo de Blair Atholl, Perthshire (Escocia), primeros de agosto de 1334.

 

Cuando la comitiva de cien hombres con Leonor y Neall a la cabeza llegó al castillo, las mujeres de la villa comenzaron a cantar una antigua canción de bienvenida, aguardándolos en dos largas filas desde el rastrillo a la entrada principal de la torre. Mientras ellos pasaban, las mujeres más jóvenes les echaban pétalos y ramilletes de flores silvestres a sus pies. La letrilla era melódica, llena de sentimiento y Leonor se emocionó inevitablemente. Sintió que ese era su lugar, su gente y, Escocia, su tierra. Sintió miedo de lo cerca que había estado de perderlo todo, sobre todo a Neall, y un hipido se escapó de sus voluptuosos labios.

Neall la miró con dulzura un instante, apretando los labios levemente. La española habría apostado su arco a que su rostro reflejaba esa misma emoción contenida que brillaba en los ojos de ella. Leonor volvió a mirar a las mujeres, devolviéndoles el saludo tímidamente a la vez que entrelazaba sus dedos con los del capitán para sentirse más segura. Lo volvió a mirar de soslayo. Él sonreía contenidamente, sin quitar, emocionado, la mirada del recibimiento de su gente. Sus profundos ojos del color del bosque resplandecían con un flamante brillo de orgullo y sintió cómo sus musculosos brazos la parapetaban con fuerza hacia su pecho, como si fuera un escudo. Deseó que ese momento durara para siempre: con el ocaso a su espalda y la calidez de los rayos de sol acariciándoles, bajo el perfume intenso de las flores que caían a sus pies como gotas de rocío; con los rostros luminosos por la satisfacción del deber cumplido y el recibimiento entusiasta de los familiares al bajarse de sus monturas; con los cascos de los caballos apagados por la algarabía de la acogida y los bufidos de satisfacción de las bestias… La joven deseó poder congelar ese instante en su memoria y retener el sentimiento que le inspiraba en su corazón, para revivirlo cada vez que se le antojara. Respiró hondo y suspiró feliz.

Leonor miró hacia la torre del castillo, al final de ese paseo de flores, donde aguardaban Lady Annabella, Lady Elsbeth, Leena, Deirdre y… ¡no podía creer lo que veían sus ojos! Con alegría, miró a su padre, que le respondió con un emocionado asentimiento. Sí, era ella. A pesar de que la había dejado prácticamente una niña hacía cuatro largos años y el tiempo se la devolvía hecha toda una mujer, habría distinguido a su hermana Isabel de entre un millón de mujeres. Sin dudarlo, se lanzó de la montura de Rayo, sin que Neall pudiera frenarla siquiera. Leonor sintió los músculos entumecidos del largo trayecto e hizo un gesto de dolor al ver que las rodillas no le respondían debidamente, pero no dejó de ir hacia ella, cojeando, con las lágrimas bordeando sus mejillas y cayendo precipitadas por su garganta. Durante el corto trayecto que la separaba de su hermana, muchas mujeres del clan y de la villa vinieron a saludarla y la tocaban como si estuviese viva por obra de un milagro; los niños correteaban alrededor de ella, dificultándole dar un paso tras otro y los ancianos le sonreían desdentados, con la mano en el corazón y una leve bajada de cabeza.

Neall la miró desde su montura. Por un lado, sus labios dibujaron la satisfacción que sentía por ver tan feliz a su pequeña salvaje, aunque por otro, el corazón comenzó a bramarle temeroso de que, quizás recuperada su familia, ya nada ni nadie consiguiera retenerla allí, en Escocia. No hacía falta que nadie le dijera el parentesco que unía a esa muchacha de cabellos negros como la noche y ojos verdes como el trigo en primavera con su amado aingeal, pues sus rasgos y su estatura eran muy parecidos. El joven capitán dejó un rato de intimidad a las hermanas, sintiéndose no tanto rechazado como desvalido. Dios no podía juzgarle por quererla solo para él, pero el lógico entusiasmo de Leonor por ver de nuevo a su hermana, le dio pavor. Descabalgó de Rayo para ir a saludar a Elsbeth y a su madre, que lo esperaban con los brazos abiertos.

—¡¡¡Isabel, Isabel!!! —gritó Leonor, a la vez que se arrojaba a sus brazos y caía agarrada a sus pies, sollozando como una niña pequeña. Su corazón compungido parecía querer saltar de alegría de su pecho y se llevó la mano a él en un intento de calmarlo.

Los niños del clan, aprovechando la situación de tener a Leonor a su merced, se abalanzaron hacia ella en tropel y la envolvieron con un abrazo que apenas dejaba distinguirla en medio de la multitud de manitas y caras sucias mofletudas. Isabel era incapaz de distinguir a su hermana, pues se encontraba envuelta por el cariño sincero de los niños, por lo que la muchacha se inclinó y se arrodilló junto a ella, siendo absorbida igualmente por el abrazo, para mayor regocijo de los niños. Eran tantos, que los pequeños terminaron cayendo y la avalancha humana quedó desperdigada por el suelo, entre risas, bajo la atenta mirada de los hombres que acababan de descabalgar y del resto del clan. La situación era tan divertida que las madres no daban abasto recuperando a los niños de entre la maraña de pies y brazos. Pasado un largo rato en el suelo, Leonor e Isabel consiguieron levantarse y se recolocaron el pelo y las ropas muy dignas, pero al mirarse la una a la otra rompieron en carcajadas y se abrazaron de nuevo. Eran felices. ¡Había pasado tanto tiempo!

Don Juan de Ayala se sumó a ese abrazo con el que había soñado día tras día, apretando de manera especial contra su pecho a su hija mayor, a la que había recuperado tras cuatro años de duro duelo. Aquel maldito día tras la batalla de Teba, Don Juan no solo había perdido a la luz de sus ojos, su mujer Zaahira, y a su dulce hija mediana Elvira; sino por más duro e incomprensible que pareciera, también había perdido a Leonor, por su orgullo y la falta de confianza en lo que le había relatado la joven. «La vida me ha dado una segunda oportunidad y no la desaprovecharé», murmuró Don Juan, que durante el camino de vuelta, había estado sopesando pedirle a Sir Symon Lockhart asesoramiento para hacerse con unas tierras al norte y poder así pasar temporadas más cerca de Leonor.

En cuanto hubo saludado a sus hermanos, Lady Elsbeth corrió hacia su flamante marido y le dio un apasionado beso que arrancó exclamaciones y vítores entusiastas por parte de los hombres. El haber sentido de nuevo y tan cerca lo frugal de la vida le había hecho pensar lo afortunada que era y lo necesitada que estaba de dejar atrás, no solo su desgraciada experiencia con los piratas, sino también la muerte de Sir James. Acababa de casarse con todo un caballero andante y, por su vida, que lucharían por ser felices. Para la ocasión, la joven se había puesto un sencillo vestido color azafrán, que no tenía que envidiar al del día anterior, pues resplandecía como el sol del ocaso. Quería impresionarlo y que jamás tuviera dudas de haber elegido correctamente. Neall y Ayden intercambiaron una mirada divertidos por el arranque exhibicionista de su hermana.

Con una sonrisa bobalicona, Sir Symon tomó a su esposa en sus brazos, guiñó un ojo a sus cuñados y entre besos, dispuesto a llevársela a la torre de homenaje para empezar su «noche de bodas» en ese mismo instante. Sin embargo, el carraspeo del reverendo Patrick Lynch le anunció que tendría que esperar a recitar sus votos en latín dentro de la capilla, antes de afanarse en los menesteres más carnales de la unión. Ayden sonrió con picardía y le hizo burla a un Sir Symon con cara de fastidio, al que parecían estar llevando al matadero. No por terminar el ritual de casarse con la mujer que amaba, sino por tener que dilatar el momento de tenerla entre sus brazos y demostrarle lo mucho que la quería y adoraría siempre.

Al marcharse la pareja junto al sacerdote, seguidos de Lady Annabella y Sir William Brisbane, en calidad de familia y testigo, el mellizo pilló a Leena mirándolo embelesada y la muchacha se ruborizó, desviando rápidamente la vista hacia su hermano Sir Darren, antes de desaparecer entre las mujeres de los guerreros que se abrían paso para dar la bienvenida a sus hombres y a Leonor. Ayden sintió un hormigueo de satisfacción en sus entrañas, pues en los ojos de su «petirroja» había visto un deseo que, si Dios era bondadoso, saciarían pronto. En público, ambos preferían mantenerse discretos, aunque los encuentros entre ellos eran cada vez más asiduos e irrefrenables. Ayden quería decirles a todos que se habían comprometido, que hacerla su esposa era cuestión de tiempo, pero ella le había rogado que los hicieran partícipes de la nueva a su regreso del castillo de Doune.

Leonor se sentía abrumada por el recibimiento y no dejaba de tener a Isabel cogida de la mano, presentándola a todos como su hermana pequeña, aunque de pequeña Isabel tenía poco, pues le sacaba a Leonor un palmo de altura de diferencia. Isabel sonreía y hacía pequeñas reverencias a modo de saludo a los hombres, pues a las mujeres había tenido tiempo de conocerlas, prácticamente a todas, en esos dos días.

No habían terminado de saludar a los guerreros del clan, cuando la pareja de recién casados estaba de nuevo junto a ellos, con una desbordante alegría difícil de ocultar. Todo sea dicho, el tiempo que la pareja compartió con el resto fue breve y pronto desaparecieron en busca de un lugar más íntimo. Cuando Deirdre y Lady Annabella llegaron a Leonor e Isabel, aún rodeadas de jóvenes guerreros deseosos de mostrarle sus respetos a la jovencísima señora, la española estuvo a punto de echarse a llorar de nuevo. La vieja tata la abrazó tan fuerte que sintió que las costillas se le desmenuzarían por dentro. Leonor le supervisó la herida del cuello a la anciana y el feo moratón aún inflamado y sobresaliente en su blanca cabeza. «Gracias al cielo, todo ha quedado en un susto», pensó la española, mientras la mujer le recordaba que era la segunda vez que le había salvado la vida. Leonor negó con vehemencia tal opción, haciendo una pequeña mueca con los labios, conteniendo el llanto, ante los pellizcos cariñosos en las mejillas de la vieja.

—¿Os ha hecho daño, mo chuisle?

Leonor miró instintivamente a Isabel, a la que había preferido mantener ajena a todo tipo de detalles, y volvió a negar con la cabeza. Dos lagrimones se escaparon de sus espesas pestañas y fueron interceptados hábilmente por los dedos huesudos y arrugados de la anciana, antes de recorrer sus mejillas. Fue el detonante para que Lady Annabella tomara su cara entre sus manos y le diera un beso en la frente, después de estrecharla contra su pecho y susurrarle:

Nighean, ¡cuánto me alegra que hayáis vuelto! ¡Este clan ya no concibe la vida sin vos!

La española la miró a los ojos, incapaz de contener el llanto por más tiempo. Seguidamente, la abrazó con cariño, mientras la señora le susurraba un «tranquilizaos, mo chuisle, ya estáis aquí». Leonor sorbió sus lágrimas y asintió, quitándose los caminillos húmedos que estas habían dejado por su cara. Esas horas lejos de ellos, con la incertidumbre de saber si creerían que los había abandonado, le había carcomido por dentro. Isabel permanecía callada a su lado, con los dedos entrelazados a los de Leonor, recibiendo con emoción todas las muestras de cariño que le daban a su hermana. Ya tendrían tiempo de ponerse al día en todo, cuando descansara, aunque por su parte, había poco que contar. Isabel miró con curiosidad hacia Neall en varias ocasiones. Él debía de ser el joven del que tanto había escuchado hablar por carta, el que había ido a salvarla de la temeridad de Don Gonzalo, con el que se iba a casar. Se extrañó de que no hubiera querido acercarse para haber sido presentados formalmente, pero prudentemente calló y agarró con más fuerza la mano de su hermana.

Lady Annabella hizo un gesto a sus hijos varones para que las acompañaran al interior de la torre, pero Neall negó con la cabeza, tomó las riendas del caballo y se dirigió hacia las caballerizas a pie, sin dar más explicaciones. A Ayden le extrañó el gesto de su hermano y prefirió seguirlo, disculpándose con su madre. Leonor siguió unos instantes con la mirada a Neall, pero pronto las mujeres y el hambre que tenía le impidieron concentrarse en su capitán. La llevaron al interior de la torre de homenaje, donde le sirvieron cerveza suave y un plato de carnes variadas ahumadas. Así podría descansar y reponer fuerzas antes de narrarles lo acontecido esos días. Ellas le darían todos los detalles sobre la boda de Lady Elsbeth con Sir Symon a cambio. Nadie nombró la anulación de su propia boda y el estado de nervios del joven capitán al ver que ella no se presentaría a la ceremonia.

En el exterior, Ayden se acercó a Neall con Gigante cogido de las riendas. Le extrañaba sobremanera el comportamiento de su hermano, que se mostraba esquivo y taciturno desde que había llegado a Blair Atholl. En las caballerizas no había nadie más, todos estaban celebrando su regreso o, simplemente, descansando de tan largo viaje. Neall permaneció en silencio, dando enérgicas cepilladas al lomo de Rayo, aunque el caballo estaba más que lustroso. Pasado un rato y viendo que seguía sin mediar palabra, el mellizo le apretó el hombro con su trabajada mano de la espada.

—¿Qué ocurre, Neall?

—Na-nada Ayden, no me apetecía ir aún dentro. Eso es todo.

—¡Ja! Jamás habéis sido capaz de mentir, bràthair. Quizás hayáis conseguido no mostrar lo que sentís en esa cara de apuesto bellaco que tenéis —dijo acariciándose la barba y con sorna, pues eran los hermanos que más se parecían físicamente y, de camino, era como si él mismo se echara un piropo, cosa que hizo sonreír a Neall—, pero en cuanto abrís la boca y mentís u os ponéis nervioso, el cielo se abre para señalaros vilmente.

—¡Oh, vamos! ¿Qué decís? ¡Yo no miento y tampoco estoy nervioso!

—¡Ja! Sí, bràthair, sí que lo hacéis y lo sé porque titubeáis, os sonrojáis y apretáis los labios como una damisela.

Neall no daba crédito a los disparates que escuchaba y abrió un par de veces la boca antes de decidirse a contestarle:

—¿Desde cuándo os convertisteis en un grandilocuente bardo, Ayden?

—Desde que Leena me ha dejado ver que no le soy del todo indiferente… —replicó echándose las manos en jarras al cinto y dando un par de pasos contoneándose con arrogancia y una sonrisa descarada. Era feliz y eso se notaba a leguas. ¿Cómo podría disimularlo por más tiempo? Estaba enamorado y era correspondido, ¿había algo mejor que eso?

Neall lo miró boquiabierto, eso sí que no se lo esperaba, a pesar de haberlos visto besándose alguna que otra vez. Se arrojó a los brazos de su hermano con entusiasmo. El mellizo lo separó con gran esfuerzo y lívido por no poder respirar. Era justo que Neall fuera el primero en enterarse, después de todo lo que había hecho por él y, por otro lado, ¿desde cuándo su hermanito era tan fuerte? Neall le dijo complacido:

—¡Bribón! Aprovechad la ocasión antes de que a la «petirroja» le entren ganas de emprender el vuelo.

—Si todo sale como espero, pronto la haré mi esposa, bràthair.

—¿Ella ha dado su consentimiento?

—Aún no, pero, ¿qué mujer no desearía desposarse con semejante oso? —dijo guiñándole un ojo y señalando el broche que cada uno llevaba prendido al pecho, regalo de su padre. Un zorro para Arthur, un halcón para Neall y un oso, obviamente, para Ayden.

—Estoy seguro que sabréis hacerla muy feliz. Si fuerais mujer y no mi barbudo hermano mayor, hasta yo mismo me lo pensaría.

Ayden se carcajeó y le murmuró, antes de que siguieran hablando, un «uhm… dejadme que me lo piense». Neall abrió mucho los ojos, pues no era propio del mellizo ese tipo de bromas. Los dos se rieron hasta que le dolieron las mandíbulas.

—Lo sé, lo sé, Neall. Solo tenéis ojos para Leonor. ¿Qué le vamos a hacer? Pero, por cierto, ¿qué pensáis hacer ahora?

—No voy a hacer nada, Ayden. Ni siquiera sé con certeza si ella habría ido a la ceremonia de no haberse presentado ese bastardo a por ella.

—¡Oh, vamos! Es obvio que sí. Ella misma os dijo que accedía a casarse con vos. ¿Por qué tenéis dudas de que quiera formalizar el compromiso ahora? —le preguntó Ayden algo más serio, mientras hacía un aspaviento y lo miraba a los ojos, percibiendo claramente su inseguridad.

Neall tenía dudas sobre los sentimientos de la joven. Temía que, ahora que era libre de su peor pesadilla y tenía el beneplácito del rey para volver a su país, quisiera volver con su familia. Ella era una mujer muy independiente, un espíritu libre… De hecho, volvía a ser la legítima heredera de Don Juan de Ayala y, como tal, podrían concertarle un matrimonio ventajoso de nuevo. El temor a perderla le produjo un escalofrío que le erizó la espina dorsal. No se consideraba un cobarde, pero tenía miedo.

—Quizás lo que yo le ofrezco no sea lo suficiente para quedarse en Escocia… —murmuró Neall con timidez para sentenciar después—. Y por otro lado está su padre.

—Que os ha dado su bendición.

—Por carta.

—Yo mismo le vi muy contento al conoceros.

—Acababa de batirme en duelo por Leonor… —hizo una pequeña pausa, Don Juan parecía sincero. Mas, ¿qué padre no quiere un futuro mejor para su hija?—. Era normal tal reacción. No obstante, eso no quita que prefiera que regrese con ellos a España.

Ayden no comprendía por qué dudaba su hermano. ¡Si era un secreto a voces que esos dos se compenetraban a la perfección! ¡Al cuerno lo que opinara el padre a esas alturas si no era para darles el beneplácito! Quiso consolarlo o infundirle los ánimos suficientes para que no se dejara llevar por la inseguridad antes de que hablara con ella. Neall estaba apesadumbrado, y el mellizo alivió su tensión dándole uno de sus acostumbrados empujones en el hombro y desplazándolo medio cuerpo del sitio. «¡Uy!», se quejó el joven capitán, frotándose el hombro entre risas.

—¿Tenéis acero en los puños, diablos? —le espetó Neall risueño, pero con una mueca de dolor.

—Habló el que noquea de un envite al adversario y se queda tan ufano. Por cierto, bràthair, ¿habéis visto lo que se parecen las hermanas? —Neall asintió sin más—. Vuestro segundo no ha dejado de tener atenciones con ella. ¡Menudo bribón! ¡No hay mujer que se le resista! Pero no cambiemos de tema, le caeréis bien a su familia, estoy seguro, pues parece gente educada y respetable. Nada de lo que os tengáis que preocupar.

—¿Y si ahora no le parezco lo suficiente para ella? Estaba prometida con un rico castellano…

El comentario enfureció a Ayden. Cierto que los Murray no tenían en la actualidad siquiera la propiedad que pisaban, por el capricho de Eduardo I de Escocia, pero la riqueza no lo era todo. En esos tiempos tan convulsos, hasta el más acaudalado de los hombres al día siguiente podía estar criando gusanos o mendigando un trozo de pan duro en la puerta de alguna iglesia. ¿Cómo su hermano podía compararse con ese malnacido castellano? ¡Jamás! Ayden no pudo reprimir el tono iracundo de su voz:

—¡¡¡Un bastardo que la violó y la ultrajó!!! —exclamó y, resoplando, intentó calmarse. Así no ayudaría en nada al cabeza de chorlito que a veces demostraba ser su hermano—. No os olvidéis esa parte, Neall, y al que ella no quería como os ama a vos. No os atormentéis más con incertidumbres e id a buscarla. Seguro que está deseando que la rescatéis del corrillo de chismes a la que la están sometiendo en estos momentos las mujeres del clan.

—Ayden, ¿y si me rechaza? Sabéis lo temperamental que es…

—Y lo apasionada, dulce, combativa y maravillosa también —sentenció Ayden, interrumpiéndolo y recordando todos los apelativos que había escuchado de su propia boca tantas veces—. Tenéis suerte de que no se me dé bien el arco y fuera en vos en quien recayera su atención aquel día en las Bullers de Buchan, o no habría dudado en robárosla —le dijo risueño el mellizo para quitar hierro al asunto.

—Pero, ¿qué decís, bràthair? ¿Acaso no estabais loco de amor por Leena hace un momento?

—¡Lo que no quita que tenga ojos en la cara! Dudad un instante y le saldrán pretendientes como setas en otoño. Os lo juro —se carcajeó Ayden—. Y si, desde aquel día en el campo de tiro, la muchacha está prendada de mi hermanito… ¿Qué le vamos a hacer? —Neall lo miró perplejo, pues no entendía en qué se basaba para afirmar eso e hizo un gesto con la mano para que se siguiera explicando—. Pues eso, que el día que llegasteis herido con ella a Blair Atholl, a Sir Symon se lo llevaron los demonios de los celos. Menos mal que Elsbeth no estaba cerca en ese momento, o no le habría parecido tan buena idea lo de esperar todo un año para saber si terminarían o no por comprometerse —Neall puso los ojos en blanco, el mellizo se estaba yendo por las ramas y él quería enterarse de lo importante—. En fin, nuestro flamante cuñado nos confesó a Erroll y a mí que, si no había tenido oportunidad antes de hacerla su esposa, era porque andaba obsesionada con cierto arquero de ojos verdes…

—¡Mentís! —dijo riéndose a carcajadas, por la increíble historia que le contaba. ¿Cómo no le había contado nadie esa parte de la historia? De Ayden se lo esperaba, pero de Erroll…

Neall se tranquilizó un poco al saber que el sentimiento había sido mutuo desde un primer momento. «Mo Leonor, mo fiàin àlainn», pensó soñador y con un valor renovado, entendiendo por qué su hermano se había puesto como un basilisco cuando esa misma noche Sir Symon Lockhart había pretendido a Elsbeth… Sonrió al recordar el desconcierto del caballero en el suelo y la cara enrojecida de Ayden, aún visiblemente enfadado por la discusión. Cuando se lo recordó, ambos se echaron a reír.

Leonor llegó tan sigilosa que cogió desprevenida a la pareja de hombres. Recordó por las palabras de Ayden que el enfado con Sir Symon le había durado a la joven alrededor de seis meses, más que nada, por el salvajismo con el que había arremetido contra su amigo Cathasaigh por haberla dejado a solas con Neall. Entre Sir Lockhart y ella siempre había habido complicidad, cierta atracción, pero nunca habían llegado a más. Nada comparable con lo que desde el principio había sentido por Neall. Era cierto. Dio gracias en silencio, porque el caballero hubiera encontrado una joven que lo hiciera feliz y con la que tendría oportunidad de tener descendencia. También recordó la extraña situación que se había dado entre ellos, cuando había tenido que tratar directamente con ella en relación a los preparativos de la boda, y no había sido capaz de mirarla a los ojos, sin poner un enfurruñado frunce de labios. Sir Symon y ella habían vivido muchas cosas juntos y un sentimiento tan sincero como el que le había prodigado el caballero no se iba de la noche a la mañana. Pronto no sería más que eso, un recuerdo y todo gracias a Elsbeth. Haciéndose partícipe de la conversación, Leonor los interrumpió con timidez.

—Es cierto —respondió la joven, evitando mirar a los ojos a los hermanos y sonrojándose.

Neall se tensó al escucharla y dejó de reír, girándose para no seguir dándole la espalda. ¡Estaba tan hermosa! El joven capitán tragó saliva con dificultad, mientras le daba un repaso de la cabeza a los pies. Ayden sonrió por el descaro de su hermano y alzó un par de veces las cejas, a la vez que le guiñaba un ojo con complicidad. El mellizo se excusó con una tontería sobre un rugido de tripas y devorar platos a mansalva, dejándolos a solas en las caballerizas y dando orden, a todo el que encontraba de camino de que no les interrumpieran, incluida Deirdre, que se acercaba para hacerle saber a Neall que la cena estaba a punto de ser servida.

Fueron unos minutos tensos, en silencio, deleitándose el uno en el otro. Leonor se acercó a él y, de puntillas, lo besó, repasando lentamente el perfil de los labios del capitán, desde la comisura hasta el arco de Cupido. Él se dejó hacer, sin moverse, acogiendo el sabor dulce que le dejaba su lengua a su paso. Después, ella se fue retirando lentamente, sin dejar de mirar esos labios carnosos que había probado y de los que sabía jamás se saciaría por completo. Se humedeció los suyos y se apoyó en una de las vigas con las manos atrás, con la mirada perdida en la entrada posterior de la caballeriza, la que daba a campo abierto. No estaba acostumbrada a que él no le respondiera… ¿Qué le ocurría? Angustiada por su silencio, se llevó la mano al corazón, que parecía bombear frenético. Leonor estaba nerviosa, hecho que la hacía aún más exquisitamente deseable. Se había aseado y volvía a desprender ese olor exótico, que le embrujaba los sentidos.

Neall se acercó como el cazador que espera el mejor momento para atacar a su presa, sigiloso, extasiado por la humedad que había dejado la lengua de ella en su boca y la tomó por la barbilla, por sorpresa, haciendo que se pusiera de nuevo de puntillas y la besó. La besó con una dulzura y pausa tal que Leonor gimió en su boca, sintiendo que se le erizaba cada una de las fibras de su ser. Él la cogió por la cintura con la mano izquierda, apretándola contra sí, dejándole ver lo mucho que la deseaba con su dura excitación palpitando entre las piernas de ella, abrasándola con su lengua insistentemente y sin dejar hueco por invadir con vehemencia y pasión.

Leonor suspiró de placer entre sus besos, cada vez más apasionados, a medida que se fundían en un solo cuerpo. Se relajó a la medida que se excitaba al pasar su mano por el hercúleo torso de él. Ella quería más, siguió bajando su mano con deleite, desesperación y curiosidad, hasta rozarlo por encima del calzón y arrancando un gruñido varonil del fondo de la garganta de Neall, que hizo que la besara con más ímpetu aún, como si acaso pudiera hacerse. Los labios les dolían, pero querían más, humedeciéndoselos acuciados por el deseo.

A Neall se le olvidaron todos los temores, todas las dudas se desvanecieron ante ella. Leonor siguió acariciándolo con suavidad y él no podía más que seguir acercándola a él en busca de fricción. Que Dios lo ayudara porque no sería capaz de parar si seguían así. La deseaba tanto que le dolían desde los poros de la piel hasta las raíces del pelo. Leonor acopló sus piernas alrededor de una de las de él y Neall la aupó con sus manos, arrastrándola por su muslo, abarcándola desde el final de su espalda hasta la redondez prieta de sus nalgas. Ella gimió al sentir entre sus muslos su pierna y deseó que esa sensación no terminase nunca. El joven exhaló un gemido de satisfacción al sentir su mano llena con su trasero y los duros pezones de ella clavados en su torso. Loco por el deseo, tomó con su mano derecha la nuca y dejó que cayera la melena en cascada entre sus dedos, besándola con fervor. Leonor lo rodeó con sus brazos al cuello y se dejó besar por el cuello entre suspiros y gemidos que era incapaz de reprimir en su boca. «¡Dios cuánto deseo a este hombre!», pensó.

El aviso del guardián y el ruido de unos cascos de caballos que llegaban al patio de armas alertaron a la pareja. La burbuja de jabón había reventado, despertándolos de un erótico sueño. Se separaron jadeantes y avergonzados, por si alguien hubiera podido verlos en la penumbra que ofrece el ocaso. Leonor se zafó de la mano de Neall, que aún tenía posesivamente apoyada en el bajo de su espalda, con una picarona sonrisa. El frío huérfano, que sintió al desembarazarse de ella, le desgarró la garganta en un brutal nudo de sensaciones. Sin dejar de mirarse a los ojos y sonreír, se recolocaron la ropa y ocultaron las evidencias de su encuentro. Se despidieron con el corazón acelerado, sin decirse nada más y con una tonta sonrisa en los labios. Cada uno salió por un lado de las caballerizas y, mientras se alejaban, se echaban miraditas, hasta que no estuvieron al alcance el uno del otro.

Leonor entró en el salón principal con las mejillas arreboladas y los labios hinchados de los besos de él. Erroll le dio un codazo disimuladamente a Ayden y ambos sonrieron, intentando concentrarse en el plato de asado que tenían delante y al que le estaban dando buena cuenta, tras dos días prácticamente sin comer algo consistente. Isabel la recibió con los brazos abiertos y se sentó con ella durante unos minutos antes de excusarse alegando estar muy cansada e irse en dirección a sus aposentos. Los caballeros dejaron sus platos por un momento y se levantaron para despedirla, como hacían con Milady. Isabel sonrió y le dijo que se quedaría un ratito más en la velada y la dejaría descansar. Alguien de la mesa recibió la noticia como el mayor de los regalos, mientras que Leonor no esperó a ver quiénes habían llegado al castillo y, con las mismas, se marchó. Nerviosa aún por los acontecimientos de los últimos días, subió los escalones de dos en dos hasta su habitación abuhardillada y se echó en la cama boca abajo, con una radiante sonrisa en los labios. Con esa felicidad dibujada en la cara se quedó dormida un rato, mientras abajo seguía la fiesta por el matrimonio de Sir Symon y Lady Elsbeth sin los recién casados presentes.

Al poco rato de haber abandonado Leonor el salón principal, entró Neall seguido de Sir William Keith y del escudero Cathasaigh. Deirdre se escabulló del revuelo formado por los recién llegados, para avisar a Leonor de la presencia de tan ilustre caballero y acompañante. Cuando la tata llamó a la puerta y la abrió sin aguardar que le dieran paso, Leonor se sobresaltó al verla y la recibió con la jambia en la mano.

—Lo siento, Deirdre, yo…

—No os excuséis, mo chuisle. Hasta que pasen unos días, es normal que sintáis esa desazón en el cuerpo. Yo misma la he sentido al tocar en la jamba.

El recuerdo del secuestro cayó como una losa sobre ellas. Leonor se cubrió con la manta para ocultar el temblor de su cuerpo y su propia inseguridad.

—¿Necesitabais algo de mí, Deirdre?

—Sí, mo chuisle. Acaban de llegar Sir William Keith y vuestro amigo Cathasaigh y supuse que querríais verlos.

—¿Están aquí? ¡¡¡Magnífico!!!

De un salto se atusó el pelo y se recolocó el sencillo vestido de lino. Con los ojos, buscó la aprobación de la vieja tata y esta le susurró un «estáis preciosa», antes de bajar al salón donde se encontraban todos.

El clan se había puesto en pie para recibir al caballero y al joven escudero, cediéndoles un asiento en la mesa principal de los señores. Aún estaban en ello, cuando llegó Leonor seguida de Deirdre y escuchó decir al Laird, mientras estrechaba la mano y le daba un par de palmaditas en el hombro al caballero:

—¡Sed bienvenido, Sir! Aunque para ser justos, no os esperábamos hasta otoño. ¿A qué se debe vuestra visita?

—Estaba cerca de aquí cuando me enteré de que el bribón de Sir Symon había osado casarse sin anunciármelo siquiera. ¿Dónde está ese meapilas para patearle el culo?

Todos se carcajearon por el apodo dado al caballero, aunque Ayden se quedó pensativo. Algo dentro de él le decía que ese no era el verdadero motivo de su visita, quizás fuera por el tono que había utilizado o por la falta de temple de su voz. Fuera lo que fuera se lo sonsacaría a solas con un buen vaso de whisky añejo, que guardaba para las grandes ocasiones, y con menos oídos curiosos alrededor. ¡Cómo no! A semejante pregunta solo podría responderle adecuadamente una persona:

—Haciendo uso de su condición de recién casado, me temo —dijo jocoso Erroll y el salón estalló en una sonora carcajada general.

Sir William Keith lo miró y se carcajeó, cogiendo al irlandés por el cuello, como si fuera a hacerle algo más que alborotarle con los nudillos el pelo.

—Siempre con un as en la manga, o mejor dicho, en vuestra afilada lengua… ¿Eh, Flanagan?

El irlandés sonrió y se escapó de su abrazo, poniéndose al lado de Neall.

Leonor vio a Cathasaigh entre los presentes y serpenteó hasta ponerse justo detrás de él, en un discretísimo segundo plano. «¡Cuánto ha crecido!», pensó con admiración, pues el joven había ganado en altura y corpulencia en ese año, perfilándose sus rasgos más varoniles y acompañados por una barba más cerrada. Con el índice le tocó el hombro para llamar su atención, a la vez que le decía: «¿Me permitiría pasar, caballero?». Cathasaigh se giró sorprendido porque alguien se dirigiera a él con tanto formalismo y, cuando supo de quién se trataba, fue incapaz de hablar, cogiéndola en brazos como una muñeca y dándole una vuelta en el aire, para deleite de la muchacha. No reconoció la voz de hombre de su amigo cuando le preguntó cómo estaba y ambos se pusieron en unos minutos al día del pasado año. Cathasaigh había estado en Francia y se dedicaba a las labores de tesorería y recaudación de fondos del grupo de insurrectos del norte. Ella se alegró por su amigo, pues temía que su espíritu bardo hubiera terminado engullido por los tejemanejes de la guerra.

Fue el turno de Don Juan de Ayala de saludar a los recién llegados, que había dejado su sitio para acercarse al caballero escocés al que tanto debía y al que hizo una reverencia cortés y diplomática. Leonor se despidió de su amigo y se acercó en silencio, obsequiándole a Neall con una perlada sonrisa. Sir William Keith miró al Laird sorprendido, al no comprender qué hacía el caballero castellano en esas tierras y por qué nadie le había avisado antes de ello. Sir Keith hizo a Ayden a un lado para recibir a Don Juan.

—¿Cómo vos por aquí, viejo amigo? —le dijo obviando la reverencia y echándolo a sus brazos con un fuerte apretón—. Nadie me informó que tuvierais previsto viajar a Escocia y echaba de menos vuestra carta el pasado mes.

—Fue algo imprevisto, Sir —dijo el castellano, mientras miraba a Leonor de soslayo y la invitaba a que se acercara a saludar al que había sido durante todo este tiempo como un padre para ella.

Mo maighstir —saludó Leonor con un casto beso en la mejilla del caballero.

—¡Vaya, vaya… estáis preciosa a pesar de que vuestros ojos piden a gritos un par de días de continuo descanso! ¿Qué os hacen en Blair Atholl, mo baintighearna, para quitaros el sueño? —Soltó dirigiendo una mirada a Neall y disculpándose posteriormente entre risas—. Mejor no me lo digáis, os lo ruego. Soy mayor para esos detalles. Y decidme, ¿qué es lo que ha podido ocurrir tan importante como para conseguir que vuestro viejo padre haya sido capaz de dejar su cálido país por el nuestro?

El silencio y el cruce de miradas entre los presentes le advirtió que tendrían una larga charla después de la cena de esa noche. Percatándose Sir William Keith de la presencia de Isabel, la saludó con una inclinación de cabeza. La muchacha se adelantó y le besó en la mejilla, haciendo que Sir William Keith se acariciara justo después las barbas, como el que ha recibido el mejor de los premios, provocando las carcajadas de los hombres y el azoramiento de ella.

—Disculpadme, leannan. Pero ese beso es mejor que cualquier cinta de cualquier torneo de todos los que he ganado.

Isabel sonrió como la niña que aún era y Sir Keith prosiguió su charla con Don Juan:

—¿Qué ha pasado para que hayáis traído a vuestro tesoro más preciado a cuestas…?

—Es largo de contar, Sir William. ¿Por qué no tomáis asiento y coméis, mientras os ponemos al día con la historia? —le sugirió educadamente Lady Annabella, que vio prudente dar ciertos detalles en un lugar más privado.

Los caballeros se reunieron tras la cena junto a la mesa principal y no parecían estar muy contentos con lo que estaban escuchando por boca de Sir William, ni Sir William por boca de ellos. Leonor estuvo unos minutos más en la sala, dando a veces cabezadas y pendiente de la conversación, aunque a esa distancia no pudiera oír más que los improperios que, de tarde en tarde, iban soltando. Algo pasaba, de eso estaba segura, pero el cansancio podía más que la curiosidad en Leonor y la muchacha se excusó con la intención de volver a sus aposentos. Neall le dedicó una mirada de complicidad cuando vio que se levantaba de su taburete y se despedía de las mujeres. La intensa mirada no pasó desapercibida para el resto y la española pestañeó nerviosa, al mismo tiempo que miraba a su padre y exhalaba todo el aire que sus pulmones guardaban dentro. El caballero castellano estaba pendiente de Sir William y ajeno a los escarceos pudorosos, que se traían entre manos su hija y su futuro yerno.

Deirdre acompañó a la joven de nuevo a sus aposentos, donde la ayudó a desvestirse y darse un buen cepillado en el pelo. Mientras tanto, la vieja tata no cruzó una sola palabra con Leonor, lo que inquietó sobremanera a la joven, hasta que no pudiendo soportar más ese silencio, le preguntó:

—¿Qué os ronda por la cabeza, Deirdre? Jamás os he visto tan callada, ni siquiera en sueños —le dijo, recordando cómo las fiebres causadas por la infección en la pierna, le habían dado a la pobre anciana por delirar e invocar a todos los santos cristianos y a los dioses del Varhala por completo.

—¿Qué pensáis hacer con mo balach?

Leonor no pudo por menos que sonreír ante el apelativo cariñoso dado a un hombre de casi dos metros de estatura y fuerte como un roble. Para la vieja tata siempre sería su pequeño Neall, por muchos años que pasaran y muy bravo que fuera.

—No sé a qué os referís, Deirdre —le contestó haciéndose la tonta y restregando el paño de lino húmedo por sus brazos, como si de repente quisiera borrar todas las huellas que Don Gonzalo había dejado marcadas en su cuerpo a golpes.

—¡Oh! Sí, mo chuisle. Bien que lo sabéis. No os hagáis la tonta conmigo, u os la tendréis que ver con la vieja tata —exclamó con un dedo amenazante—. Él se quedó esperando en la Iglesia a que os presentarais y no puedo creerme que os rindierais tan pronto ante el castellano por la vieja tata. Decidme, mo chuisle, ¿qué teméis?

La joven bajó los ojos y se fijó en el peine tallado de alabastro. Hasta entonces no se había dado cuenta de la poca resistencia que había mostrado ante Don Gonzalo, más propio de una jovencita cobarde e indefensa, que jamás había tocado un arma, que de una guerrera como ella. No supo qué decir. El pánico de encontrarse frente a frente con el mismísimo demonio pudo más con ella. En la habitación, no había nada con lo que poder defenderse sin poner en grave riesgo la vida de la anciana. Sin embargo, durante el camino, podía haber aprovechado un par de ocasiones para salir huyendo. Ella conocía los atajos y algunos refugios, podía haber hecho algo, intentarlo al menos, pero nada. Solo se había dejado llevar, repitiendo la misma conducta que le había llevado a un compromiso con alguien que no amaba tiempo atrás. Deirdre no entendería nunca el pavor que le provocaba su anterior prometido y que la había dejado totalmente desprovista de recursos con los que defenderse. Al notar cómo temblaba, la vieja tata se arrodilló ante ella y le giró la cara a Leonor, para poder leer en sus ojos lo que se negaba a decir.

—Neall os ama, ¿no lo veis?

Leonor asintió con una tristeza infinita en los ojos.

—¿Entonces?

La muchacha volvió a bajar la mirada y aguantó estoicamente el puchero que poco a poco iba cediendo en sus labios.

—No puedo creerme que aún sintáis que no sois lo suficiente para mi Neall.

La joven la miró a los ojos y un hipido se le escapó de los labios.

—No es eso…

—Sois la mujer que le ha salvado la vida a esta familia, Leonor. Primero al rescatar al joven señor de entre los muertos y devolvérnoslo a la vida, no solo en cuerpo sino también en alma…

Deirdre cogió un mechón de sus cabellos y se lo trenzó, mientras seguía hablando.

—También salvasteis a mi señora Annabella con vuestra comprensión y vuestras fantásticas historias. Ella estaba enferma del corazón. No quería vivir… ¿Lo entendéis, caileag? Llevaba años como un ánima, esperando encontrárnosla muerta cualquier día entre las almenas. No sabéis lo valiosa que sois, mo chuisle. No lo sabéis. A los dos los salvasteis de las penas del alma, que son mucho peor que las del cuerpo, pues la mayoría de las veces no tienen cura —chascó la lengua y siguió hablando, mientras terminaba de trenzarle el pelo—. ¿Y qué decir de lo que hicisteis por Elsbeth?

—No llegué a tiempo…

—Pero, ¿acaso os creéis Dios? ¡Caileag, la salvasteis! ¿Creéis sinceramente que la habrían dejado viva tras esa noche? He oído historias de ese día, fuisteis muy valiente.

Leonor no sabía muy bien a qué se había referido la vieja tata con lo de las penas del alma y volvió a mirar el cepillo de alabastro y a repasar el relieve con las yemas de los dedos. La congoja por no haber impedido el secuestro la angustiaba y con la voz quebrada hizo a la vieja tata partícipe de sus pensamientos.

—No fui capaz de plantarle cara a Gonzalo, tuve la oportunidad de cortarle el cuello esta misma mañana y regresar a casa, pero yo no… —intentó responderle con un nudo en la garganta, pero la anciana prosiguió hablando sin hacerle el menor caso.

—Ese castellano estaba loco y tenía la fuerza de un buey. No niego que seáis muy habilidosa con las armas, mo chuisle, pero ese bastardo lo había planeado todo muy bien. Parecía conocer el castillo o, por lo menos, sabía por dónde tenía que andar para salir y entrar de él sin levantar sospechas… Lo peor de todo era que sabía el efecto que causaría en vos volverlo a ver después de tanto tiempo, pues más sabe el diablo por viejo que por diablo, como diría mi madre que en paz descanse —susurró persignándose Deirdre antes de seguir con su retahíla—. Vos nos enseñasteis a luchar por seguir adelante, a levantar los campos una y otra vez a la par que nuestras murallas. Cuando creíamos tener todo perdido ante los continuos ataques de Sir Strathbogie, trabajasteis como la que más por hacer renacer esta tierra fértil e impedisteis que mi joven señora cayera en la peor de las desgracias aún a costa de vuestra propia vida. Sois como el talismán rojo en forma de corazón que Sir Symon Lockhart tiene siempre atado al cuello. ¿Me comprendéis, caileag? Sois la joya que ha devuelto a los Murray la esperanza.

—Yo le amo, tata.

—¿Y se lo habéis dicho?

—No. Y temí, más que nada en el mundo, que llegara mi hora sin hacerlo.

—Sí, mo chuisle. Esa sois. Sed valiente y dejaos llevar por él —dijo susurrándole y colocando su arrugada mano a la altura de su corazón, justo en la cicatriz en forma de estrella—. Ese día en Aberdeen podíais haber muerto, sin embargo, los dos renacisteis. ¿No es cierto?

Leonor asintió y olvidándose que tenía la cara mojada por las lágrimas, abrazó a la anciana y la besó con ternura. La buena mujer se dejó querer.

—Dios os ha dado una segunda oportunidad, como a mi señora Elsbeth. No la desaprovechéis. ¿Sabéis cuántos hombres había rechazado tras la muerte de Sir James?

Leonor negó con la cabeza. Nunca se había parado a pensar que para ser mujer, su amiga era mayor para contraer primeras nupcias.

—Cientos, tantos que sus hermanos lo habían dado por imposible. A falta del padre y, en el estado en el que se encontraba Lady Annabella, ninguno de mis tres niños osaría casar a su hermana en contra de su voluntad. Si ella había decidido quedarse soltera, así sería. Mi señora ha tenido mucha suerte después de todo.

—Sí, Sir Symon Lockhart es un caballero ejemplar y la ama sinceramente —afirmó sin ninguna malicia, ni celo en su voz, pues le tenía un profundo afecto a aquel que, en dos ocasiones, había ayudado a salvarle la vida.

—Y vos también habéis tenido mucha suerte, mo chuisle —Leonor volvió a asentir, mientras la vieja tata terminaba de recoger el vestido que se había quitado Leonor para airearlo y guardaba cuidadosamente el cepillo en un cofre—. De todas formas, no está mal que un hombre tenga que esperar un poco a que se decida su prometida. Ahora lo importante es que descanséis, disfrutéis de vuestra familia y os dejéis querer. El resto vendrá rodado como las ruedas de una carreta.

Ambas mujeres sonrieron, Leonor se anudó el camisón blanco y, con la ayuda de la anciana, puso las pieles a los pies de la cama para acostarse. La vieja tata la arropó con un plaid ligero de color verde y le dio un beso en la frente, como si fuera una niña pequeña. Leonor se lo agradeció con un amago de sonrisa, quedándose profundamente dormida antes de que la anciana se hubiera marchado por la puerta.

Día y medio tardó en volver a abrir los ojos la española y quizás hubiera sido más de no llegar a colarse un pajarillo por la ventana, despertándola en sus ansias de querer salir de nuevo al aire libre. Nadie había osado interrumpir su sueño y las marcas en su rostro evidenciaban lo mucho y bien que había dormido. Se aseó rápidamente e inhaló el cálido aroma de fruta confitada, que entraba en la estancia, con un hambre atroz.

Cuando bajó las escaleras en forma de caracol, vio como el castillo bullía en actividad, debía de ser pasado el mediodía, pero se afanaban en otro tipo de tareas muy distintas a las cotidianas. A Leonor no le pasó desapercibido que faltaban muebles en el salón y que los tapices y adornos habían sido descolgados y colocados en cajones de madera. ¿Qué estaba pasando? Intentó parar a alguno de los sirvientes, pero apenas la veían, sonreían y salían corriendo para completar su trabajo sin dilación.

Leonor salió por la puerta principal y la luz del día la cegó. Normalmente Escocia se levantaba con un palmo de bruma fuera cual fuera la estación. En cambio, ese día podía competir en luminosidad y calidez a cualquier día de verano de su tierra natal. Leonor se llevó la palma de la mano a la altura de las cejas, intentando hacer sombra con ella hasta que sus ojos se acostumbraran a la claridad del cénit. A lo lejos, junto al brocal del pozo, creyó distinguir a Lady Elsbeth Lockhart, solo nombrarla de esa manera y sonreía inevitablemente. A su lado estaba Leena Stewart. Leonor se dirigió hacia ellas con apremio. Las jóvenes al verla sonrieron y Elsbeth además la besó con ternura en la mejilla:

—Bella durmiente, ¡pensábamos que no despertaríais nunca!

—¡O que un brujo os había hechizado y el mismísimo San Jorge vendría a matar al dragón que os tenía sumida en un mar de sueños! —apostilló Leena entre risas.

—¿Tanto he dormido? —preguntó sorprendida Leonor, que se sentía espléndida por el ansiado y reparador descanso, mientras sus mejillas iban adquiriendo un tenue y sonrosado color.

—Día y medio para ser exactos —sentenció Elsbeth con rotundidad y con una sonrisa socarrona en sus labios, poniéndose en jarras como si se lo estuviera reprochando.

—¿Día y medio? ¡Dios mío!

Lo que incitó que Leena siguiera hablando, como quien no quiere hacerlo, pero se muere de ganas y finalmente cae en la tentación.

—Teníais al pobre Neall tan embobado que cada dos por tres iba a vuestra alcoba, para evitar que nadie turbara vuestro sueño, o para ser él mismo el que os arrancara de él.

—¡Leena! —exclamó Elsbeth con la seguridad que le aportaba su nuevo estatus de mujer casada para hablar con cierta sabiduría de temas de alcoba—. ¿Acaso no veis que haréis sonrojar de nuevo a Leonor?

Tarde. Leonor lucía las mejillas cándidas como las amapolas en el prado e intentó beber algo del cazo de madera tallado que había al lado del cubo. La española inspiró una bocanada de aire fresco e intentó cambiar el tema de conversación al recordar el trajín que había dentro y fuera del castillo, haciendo un mohín con los labios que dejaba muy claro que no quería seguir por esos derroteros extra-maritales.

—¿Qué ha ocurrido para que todo el mundo esté como loco de un lado para otro? —preguntó cambiando de tema.

Elsbeth y Leena se miraron y, por cómo lo hicieron, el color abandonó sus mejillas y la risa sus labios.

—¿Qué ha ocurrido, Elsbeth? ¿Leena? —al ver que la anterior no era capaz de pronunciar palabra.

—Mientras dormíais… llegó un mensajero del rey. Sir Kenion Strathbogie es el nuevo Laird de estas tierras, el rey Eduardo I de Escocia le ha concedido el condado de Atholl y le ha devuelto el título de Condestable de Escocia y Jefe de los Guardianes de Northumberland por su lealtad a la corona de Inglaterra y Escocia. Apenas nos han dejado un par de semanas para marcharnos de Blair Atholl. Por otra parte y aunque los guerreros han evitado hacernos partícipes de lo que ocurre para no preocuparnos más…

—¿Sí?

—Nos hemos enterado de que el rey Eduardo ha cedido los condados de Escocia meridional a Inglaterra y ha reconocido a su homónimo como su overlord.

—¿Cómo su overlord?

—Sí, como su señor. Es cuestión de tiempo que haya un nuevo levantamiento escocés.

Leonor miró a Elsbeth y esta confirmó cada una de las palabras que había dicho la joven Stewart.

—Pero vuestro hermano…

—Mi hermano Arthur es considerado un traidor por apoyar la causa del niño-rey y se encuentra en paradero desconocido —hizo una pausa antes de seguir hablando, mientras se le terminaban ahogando las palabras en la garganta—. Hemos perdido Blair Atholl, Leonor. Si Ayden y Neall también son acusados de traición podrían perder la vida. No hay tiempo de huir a Francia.

—¿Ayden y Neall, acusados de traición? ¿Por qué? Ellos-ellos han servido durante meses al rey Balliol —dijo titubeando la española, que estaba al tanto de la difícil misión que habían tenido que llevar en tierras galas.

—¡Eso da igual, leannan! Cualquier rumor infundado, cualquier testigo falso y a la fosa común como un perjuro —exclamó Elsbeth malhumorada—. No dudéis que Sir Kenion Strathbogie haría lo que fuera por vernos bajo tierra ahora que se ha enterado de mi reciente matrimonio con Sir Symon Lockhart…

—Por cierto, ¿cómo ha ido…?

La española volvió a ruborizarse y las otras dos se rieron a gusto. Leena aprovechó para sacar un cubo de agua fresca del pozo y beber, mientras que Elsbeth se sinceraba con Leonor.

—No os preocupéis, bancharaid. Sir Symon es todo un caballero, con él… con él ha sido todo muy diferente... —le dijo con una indudable y brillante sonrisa.

—Me alegro de todo corazón, Elsbeth.

A Leonor le habría gustado poder preguntarle a su amiga a qué se refería con ese «diferente», pero le dio vergüenza, le devolvió la sonrisa y volvió al tema que las ocupaba, tras un breve silencio:

—¿Creéis que Sir Strathbogie ha decidido que es tiempo de hacer que el rey pague por su lealtad confiándole vuestra tierra? —preguntó Leonor, dándose cuenta de que lo que le había parecido una tardía limpieza de primavera no era sino una mudanza.

—Exacto.

—¿Y qué haréis? Vos también estáis en peligro, me temo.

—Mi marido y yo marcharemos al norte de Ayrshire, cerca de la Baronía de Giffen, en cuanto todo esté dispuesto. Son tierras de su familia y tarde o temprano tenía que ocuparse de ellas como su Laird. Ayden y sus guerreros con sus familias es probable que vengan durante un tiempo, hasta decidir si se quedan o no bajo la protección de los Lockhart. Por las mismas fechas y bajo la protección de mi tío, madre partirá con Deirdre y Sir William Brisbane al norte, hacia el condado de Aberdeen, y Neall…

—¿Hablabais de mí, caileagan? —dijo el joven capitán con una de esas radiantes sonrisas inmaculadas, que le dejaban la boca como el esparto a Leonor y a cualquier mujer que tuviera ojos en la cara y uso de razón por encima del cogote.

Como otras veces, había llegado tan sigiloso que Leonor había sido incapaz de intuirlo siquiera, al poco tiempo y antes de que Elsbeth pudiera responderle, llegó un sonriente Ayden acompañado de Erroll y Sir Symon. ¡Qué bien le había sentado el matrimonio al muy bribón! Parecía llevar tatuada una perenne sonrisa en la cara.

—No especialmente, bràthair —dijo Elsbeth, dando importancia a lo que hablaban con traviesa coquetería—. Tan solo ponía al día a Leonor sobre la última de nuestro amigo y vecino, así como del destino que tomará cada uno dentro de pocos días.

—¡Vaya! —exclamó el guerrero, incapaz de añadir nada más.

A Leonor le extrañó esa falta de palabras en él, aunque al intuir en cómo recorría con su mirada su cuerpo, lo que menos estaba pensando Neall era en lo que le había dicho su hermana. Sintió como de nuevo le subía un intenso rubor a las mejillas y se maldijo por lo bajo por la falta de control que tenía sobre su cuerpo. Sir Symon sonrió ante su mueca, pues la conocía como un libro abierto y, con una excusa tan mala como las que solía poner Ayden cuando quería desaparecer de una situación embarazosa, arrastró a todos hacia el castillo. A todos salvo a Neall, que se quedó junto al pozo, embelesado en Leonor y frotándose la barbilla, buscando las palabras necesarias para convencerla de que se fuera con él. Estaba claro que había algo que quería decirle, pero no acertaba a encontrar las palabras adecuadas para hacerlo.

—¿Qué pensáis de todo esto, mo aingeal?

A Leonor le costó respirar al escucharlo dirigirse a ella de forma tan cariñosa y tuvo que contar hasta diez antes de que cualquier sonido inteligible acudiera a su garganta.

—Era de esperar que Sir Kenion realizara este tipo de regalo de bodas a la familia.

—Sí —musitó descontento, chascando la lengua y rascándose la barba de varios días de nuevo.

—¿Por qué os odia tanto, Neall?

—Su padre estaba loco de amor por nuestra madre. Todo lo que lleva apellido Murray le recuerda que la suya lo abandonó porque no podía soportar más a Sir Charles. Además de que este se desvivía por nosotros y jamás lo soportó a él.

—En el fondo es digno de lástima, pero tiene un especial interés en vos. ¿Por qué? —insistió Leonor.

—Será porque soy el único testigo vivo que queda y que sepa lo que le hizo a Sir James Stewart. Si se descubriera la verdad, Sir Kenion perdería el título, las tierras y se enfrentaría a la horca. No querrá arriesgarse.

—Debe haber algo más… me temo.

—Si lo hay, lo desconozco, Leonor. Desde pequeños no nos hemos llevado bien.

Neall tocó por encima de la tela de lino la pequeña cicatriz en forma de estrella que tenía Leonor encima del pecho y ella dio un paso atrás. El contacto de su piel, aun con ropa de por medio, le abrasaba.

—Es curioso que seáis vos la que se compadezca de él, que casi os lleva a la muerte…

—El recuerdo que guardo de ese día es otro.

Neall la miró entre inquieto y curioso, con esos ojos de color bosque de invierno que la habían hecho suspirar más de una noche.

—¿Y cuál es si puede saberse? —le susurró él con una voz grave, casi ronca, intentando guardar la compostura y paladeando cada una de sus palabras con una media y seductora sonrisa en sus labios, cuando lo único que él quería era estrecharla contra su pecho y besarla, besarla hasta hacer que comprendiera lo mucho que la amaba y lo feliz que podría hacerla si ella quisiera.

Sin embargo, la respuesta de ella le sorprendió:

—Vuestra risa.

—¿Mi risa? —preguntó Neall juntando un poco las cejas, dejando ver claramente que no entendía a qué se refería. ¿No era porque le parecía ni apuesto, ni irresistible a sus encantos? ¿Y para eso se pasaban ellos luchando con el torso desnudo media mañana, para que las féminas luego se enamoraran de su risa? «Mujeres…», pensó riéndose para sus adentros e intentando prestarle atención a lo que Leonor comenzaba a narrarle.

—La primera vez que os vi estabais con vuestra hermana y reíais. Os estabais mofando del pobre Ayden y lo mal que lo estaba pasando con el duelo de espada que mantenía con Sir Ian Campbell en las justas.

—Lo recuerdo, pero…

—Vuestra risa me cautivó —le interrumpió Leonor—. Cathasaigh y yo estábamos comprando suministros para los hombres de Sir William Keith, pero yo no pude hacer otra cosa que seguiros la pista hasta el campo de tiro con arco. Vuestra risa me recordó a mi familia, a mi casa… a tiempos mejores.

Leonor puso un mohín triste en sus bellos rasgos y Neall la tomó dulcemente de la barbilla e hizo que lo mirara a los ojos. Ella sintió deseo, gratitud y confianza. Sintió que en ellos podría perderse y no desear nada más. La española se quitó una pelusa invisible de la falda y siguió hablando con un brillo especial en su sonrisa.

—No sé por qué, pero me vi dando una moneda para la inscripción con tal de teneros durante unas horas más cerca. Nunca me había pasado nada parecido. Era como descubrir de nuevo el sol, después de días sin ver más que niebla densa.

Neall estaba embelesado en sus labios y, con ese mismo tono ronco de antes tan sumamente atractivo, murmuró:

—Tampoco pasasteis para mí desapercibida aquella tarde, incluso de «John», mentiría si no me sentí atraído por ese arquero del demonio que atinaba a todo —se echó a reír a carcajadas y Leonor se sorprendió de la confidencia—. Había algo distinto y fascinante en vos que me volvió loco, no lo sé. Hasta de hombre me fijé en vos… ¡por Dios! ¡Debo estar enfermo! Si me escuchara el padre Patrick Lynch me excomulgaría en el acto.

Neall hablaba muy rápido, algo nervioso y hasta podría decirse que un poco avergonzado por exponer sus pensamientos tan abiertamente. Dudó si seguir haciéndolo, pero finalmente se envalentonó con la intención de explicarse, ante el gesto entre divertido y escandalizado de Leonor:

—Después me quedé aliviado, por así decirlo, al descubrir lo hermosa que sois y me dije: «¡Vaya! No me ha fallado el instinto, pues esta joven tiene de todo de lo que carece un chico…» —rio a carcajadas ante el rubor de la española, en realidad, ambos rieron como si se conocieran de toda la vida. Sin embargo, su tono se volvió serio y su mirada se perdió en el fondo oscuro del pozo—. Pero cuando os perdí entre las aguas del acantilado de las Bullers de Buchan… —hizo un prolongado silencio que aprovechó para mirarla directamente a los ojos —, creí morir.

—Como dijo Deirdre…

—¿Qué dijo la vieja tata? —preguntó totalmente intrigado.

Leonor quedó en silencio. Los pensamientos se le agolpaban sin terminar de hilvanarse. Pensó en su madre y en lo que ella siempre le decía de aprovechar el momento y en lo feliz que había sido hasta el momento de su muerte junto al hombre que quería. Pensó también en Deirdre y en sus sabias palabras sobre que dejase hablar a su corazón y no pensó más, como en su día le dijo Lady Annabella. Cerró los ojos, se puso de puntillas y lo besó.

—Dijo que os había devuelto a la vida, no solo en cuerpo sino también en alma.

Neall quedó en silencio, quieto, como un halcón que tiene visualizada su presa y está a punto de darle caza. Se relamió los labios, saboreando la frescura de ese beso inesperado, intentando controlar el corazón que, totalmente desbocado, no le daba tregua a seguir un minuto más bombeando, si no era unido al de ella. Entreabrió los labios, aún húmedos, como para decir algo, pero luego los cerró por miedo a romper ese instante mágico en el que no había más que zambullirse en sus ojos y dejarse llevar. Dio un paso hacia ella, Leonor no retrocedió.

La joven pensó que todo el castillo podría percibir cómo temblaba si en algún momento parase la frenética actividad en la que estaba metido. Temió la reacción de él, que hasta ese momento era: ¡Ninguna! Recordó hacía dos días, cuando le había hecho lo mismo y al final se había abalanzado a ella como un lobo hambriento, cómo si no llega a ser por el ruido de los cascos de los caballos que llegaban, lo habrían hecho allí mismo. Se mordisqueó el labio nerviosa, incapaz de mirarlo abiertamente… Neall la tomó por la cintura e hizo que olvidara todos y cada uno de sus miedos. Se olvidó hasta de su nombre, por así decirlo. Dejando que sus bocas se abrasaran en un cálido beso que no daba lugar a dudas de los sentimientos del uno por el otro. El joven comenzó por auparla hasta encajar sus torneadas piernas alrededor de su cintura, mientras su lengua exploraba cada recoveco de su interior, húmedo, entre los dientes… abandonando sus grandes manos al final de la espalda de ella, presionándole el trasero, masajeándoselo. El gemido de ella pasó a su boca, entre sus besos, lo engulló. Deseaba más que nada en el mundo devorarla, tatuársela en la piel.

Por su parte, Leonor le rodeó el cuello con sus brazos y ensortijó sus cortos rizos con sus dedos, sin dejar de comerle los labios salvo para recorrer con avidez su mandíbula, mordisquear el lóbulo de su oreja y dibujar con la punta de su lengua su interior. Neall ahogó el gemido en la boca de ella esta vez y supo que si no paraba en ese instante se correría allí mismo. Sentándose contra la pared del pozo, con ella aún suspendida en sus brazos, tomó resuello y puso frente con frente, respirando, devolviendo la calma a su desbocado corazón. Poco a poco, la fue bajando en una angustiosa fricción por su cuerpo. El joven capitán agradeció al cielo que no hubiera nadie en los alrededores del patio de armas y suspiró tan fuerte, que parecía que su alma se escaparía trémula, para jamás volver.

—Me volvéis loco, mo aingeal. Soy incapaz de pensar otra cosa que en llevaros a los establos, al prado, o a mis aposentos y terminar lo que hemos empezado aquí.

Leonor se desembarazó poco a poco de su abrazo, tocando con los pies el suelo. Estaban a plena luz del día y sería muy difícil justificarse ante cualquiera que pudiera pasar por allí. Se recolocó la camisa y suspiró, imitando a Neall, mirándolo de soslayo, sin una pizca de vergüenza.

—Quizás en otra ocasión, mo seabhag.

El joven capitán se quedó boquiabierto. Era la primera vez que se refería a él con un apelativo cariñoso en gaélico. De sus labios, la palabra «halcón» adquiría un significado distinto y se sintió orgulloso. Se despidió de ella con un rápido beso y se fue camino a las caballerizas canturreando una canción. Feliz, muy feliz.

Leonor sonrió al recordar el arrebato del pozo de hacía unos días, mientras llevaba la colada de los cortinajes al río. La tarde se presentaba cálida, a pesar de que el cielo mostraba a las nubes corriendo a buen ritmo en dirección al sur. Era la última tarea del día y quería hacerla lo antes posible para ir en busca de «su halcón». Estaba cambiando de lado el cesto y apoyándoselo en la otra cadera, cuando sintió un cosquilleo en la nuca. Al darse la vuelta, justo para ponerle la jambia a la altura de la nuez, se dio cuenta de que era Neall.

—Menudo recibimiento, mo aingeal.

—Lo siento, yo…

—No tenéis que sentir nada, Leonor. Me encanta que no seáis una cándida mujer, en constantes apuros. Me deja más libertad para… —le decía, dejando a un lado el gran cesto y sujetándola desde atrás, por la cintura, para terminar girándola sobre sí y lamerle, con exangüe deleite la comisura de los labios.

La española se estremeció entre sus brazos e incluso notó cómo las rodillas apenas la sostenían. El vello de los brazos y la nuca se le había erizado en respuesta a la delicada caricia. Neall sonrió con picardía, sabiéndose triunfador y orgulloso del efecto que también lograba causar en ella.

—¿Para qué, mo seabhag?

Era escuchar ese apelativo de su boca y excitarse. Años de entretenimiento al traste con solo dos palabras dulcemente pronunciadas de sus labios. ¿Sería así siempre? ¡Dios, lo que daría porque así fuera! Leonor era ajena al magnetismo que despertaba en él. Le había respondido con un mohín mezcla de reproche y coquetería, pasando sus manos enlazadas en la nuca, como hacía siempre que lo tenía frente a frente y ensortijando sus dedos en sus cortos rizos zainos, que se le ondulaban a la altura de la oreja. Neall le había sonreído al verla hacer esos morritos y la había atraído un poco más, haciendo que ambos exhalaran un gemido de placer al contacto de sus torsos.

Desde que se habían comprometido y posteriormente habían sellado su intención con aquel primer beso al lado del pozo, no había día que no se hubieran buscado por cualquier lugar para arrancarse besos y gemidos a partes iguales. Siempre había algo que los interrumpía en sus furtivos e indecorosos encuentros: el sonido de pasos que se acercaban, la llamada de Milady para la cena, algún pequeño hurto en la armería o en las cocinas… Habían surgido muchos instantes efímeros y apasionados en esos tres días, cada uno más hábil, más diestro y más intenso que el anterior. Cada uno menos controlable y más ferviente.

Los latidos de ambos corazones se hicieron uno solo, rítmicos, a galope tendido. El tiempo los apremiaba, el deseo los engullía y necesitaban más, querían más, ansiaban más. La pareja dejó que la pasión se adueñara de sus bocas y sus manos buscaran ávidas el consuelo que tanto pedían a gritos. Lo que primero fueron solo besos, se convirtió en una necesidad dolorosa de unir sus cuerpos por encima de cualquier razonamiento. Sus lenguas se fundieron en un baile desesperado por seguir explorándose por dentro y Neall comenzó a recorrer el cuello de Leonor con su lengua, suavemente, hasta llegar a la lazada del corpiño que ocultaba decorosamente sus senos. La deshizo con suavidad, insinuándolos altivos, deseables… Neall los amasó por encima de la camisola, a manos llenas, en un intento de satisfacerse solo con ese contacto, pero no bastó más que para enardecer sus sentidos hasta la locura. Cualquier roce, era una victoria, un premio, la batalla más difícil por fin ganada. Los pezones de la joven se volvieron duros y dolorosos al instante, deseando que los pellizcara, que los succionara, que los absorbiera dentro de él. Estaban tan sensibles, turgentes y pesados al tacto, que temió perder la razón y gritarle que no dejara de lamerlos nunca. Gimió. Gimieron.

Leonor a su vez metió las manos bajo su camisa y se sorprendió del calor que emanaba su cuerpo a la altura del duro y hercúleo abdomen. Sus respiraciones se entrecortaban ansiosas, a cada paso que conquistaban la piel del otro. Sus finos dedos dibujaron cada una de las líneas del torso de él por debajo del lino, estremeciéndose, dando alas a su imaginación, soñando despierta. Los suspiros de él se mezclaron con los gemidos de ella cuando Neall pellizcó entre sus dedos el pezón izquierdo, hasta convertirlo en una baya dulce, comestible. Los dos se dedicaron caricias hasta caer extenuados de rodillas, amándose, con el pelo de ella enrollado en su mano, mientras le sujetaba la nuca para que el beso fuese más y más intenso, embriagador. Neall fue deslizándose con Leonor hasta quedar de rodillas sobre la colada de cortinas, que había quedado desperdigada a sus pies y paseó su mano por los contornos voluptuosos de sus pechos, descubriéndolos en parte. Los saboreó, mientras a la vez descubría sus caderas, provocando que el cuerpo de la joven se arqueara y sacudiera. La estaba matando lentamente. Sus piernas temblaban y cedían con su peso. No tenía frío, ¡cómo para tenerlo! La propia expectación de un deseo que por fin se cumplía podía más que el peligro de ser descubiertos por alguien que se alejara un poco del camino principal.

El capitán siguió bajando con su boca por los senos, deleitándose en mojar con sus suaves mordiscos la tela a la altura de los pezones, mientras que con su mano desataba las calzas de ella, lo justo para que cupiera su mano. Neall se humedeció los dedos en la boca de Leonor, parándose en su labio inferior, con sensualidad, antes de recorrer de la barbilla al final del cuello. Volvió a humedecérselos en su boca, antes de trazar con su mano izquierda una línea serpenteante desde el escote al ombligo con un ligero círculo y adentrándose en el pantaloncillo desatado de Leonor, enredándose en los cortos rizos de ella.

Leonor cerró los ojos, con su boca aún entreabierta e hinchada por los besos de él y gimió, arqueándose de nuevo al notar cómo Neall introducía lentamente el dedo corazón en su humedad, tras haber acariciado previamente sus pliegues, húmedos, y tocar un botoncito que a punto la había llevado a perder el conocimiento. El cielo y la tierra podían fundirse, que no habría nada que hiciera que se separase de él. Era la primera vez que estaba haciendo el amor con un hombre, con su hombre, con Neall. Atrás quedaban las inseguridades, los miedos y el recuerdo del bastardo que le había cercenado por unos años la vida. Leonor dejó su mente en blanco para recibir cada sonido, cada olor, cada apasionada caricia de Neall.

—Neall… —dijo entre jadeos.

—¿Sí, Leonor? —extasiado por la sensualidad y la sexualidad de sus gemidos.

—Si seguís martirizándome de este modo no sabré deciros que paréis, querré que seáis mío de una vez y ni Dios, ni los Ángeles, ni los Santos Apóstoles podrán impedirlo.

Neall se rio por la ocurrencia irreverente de la joven en semejante situación, justo cuando pensaba llevarla al éxtasis y dejar que estallara en un orgasmo como una pompa de jabón. Descubrir lo mucho que lo deseaba, le había dado el aliciente suficiente para olvidarse de sus buenas intenciones. Su humedad lo absorbía y lo llamaba como un jugo de fruta madura, después de años en el desierto. Le comió con apremio la boca para engullir todos los jadeos que su dedo le arrancaba de lo más profundo de su ser y el orgasmo le llegó, como un torrente de agua fresca al deshielo de la montaña. Lentamente, Neall bajó hasta las piernas aún temblorosas de ellas, de un tirón se deshizo de las calzas hasta sus rodillas y de todo aquello que pudiera estorbarle para embeberse de su dulce humedad, provocándole nuevas oleadas de placer a ella y una erección extraordinaria en él. Con su lengua recorrió su sexo, sin dejar un hueco por explorar, como había hecho con su boca.

Leonor al principio intentó protestar avergonzada, por lo íntimo del envite de la lengua de Neall, por sentirse expuesta y desnuda en medio del bosque, pero la maestría con la que la lamía y succionaba le hizo olvidar cualquier recato y su cuerpo comenzó a convulsionar en un estallido aún mayor que el anterior en poco tiempo. Arqueando la espalda y dejando entreabiertos los labios, sus gemidos se confundían con la respiración agitada y excitada de Neall. Por ese tipo de cosas, sí que estaba dispuesta a arder en el infierno eternamente. La lengua de él lo mismo se entretenía entre sus pliegues, que sus labios succionaban su botón, que volvía a introducir la lengua en su hinchado y hambriento sexo. Cuando le llegó el intenso orgasmo, sin poder o querer evitarlo, gritó el nombre de él entre jadeos, tan alto que una bandada de piquituertos huyó de la comodidad de los árboles vecinos, para surcar el cielo, espantados. El cuerpo de la española era incapaz de sostenerse ni un minuto más por sí solo y se fue deslizando poco a poco al suelo, mientras Neall aprovechaba para saborear en sentido ascendente cada palmo de su piel hasta llegar a su rostro. Las pupilas dilatadas y negras, como ónices pulidos, le mostraban su interior. Neall miró extasiado cómo, poco a poco, Leonor iba dejando laxo el cuerpo encima del improvisado lecho de cortinas. Realmente era una diosa salvaje caída del cielo… su diosa.

Leonor cerró los ojos un segundo y luego los volvió a abrir, algo mareada por la intensidad, mientras creía que el alma se le escaparía del pecho y pensaba que moriría por ello. Sus ojos se encontraron de nuevo con los de Neall, que la observaban tan divertidos como seductores. Suspiró o gimió, o quizás fuera la mezcla de ambos. Tumbados sobre los cortinajes, ella se incorporó lánguidamente y avanzó hacia él de rodillas, temblorosa, con la melena alborotada y dejada caer del lado derecho; exhibiendo y bamboleando sus magníficos pechos a través de la camisa que, aflojada por el cordoncillo, mostraba sus curvas e incluso su ombligo. La diosa se había vuelto gata, felina, salvaje… y a cada paso que se acercaba a él, emitía un suave ronroneo que hizo que a Neall se le resecara la garganta y se mantuviera duro como una escultura de piedra. El capitán tragó con dificultad, estaba a su merced, con la mente en blanco para guardar cada movimiento, cada gesto, cada suspiro en su pensamiento, por siempre. El halcón se había convertido en un ratoncillo y Leonor podría engullirlo si quisiera de un zarpazo. Y quería, claro que quería.

La joven colocó sus manos sobre los hombros de él y dejó caer su peso para que él cediera sobre su espalda, mientras le quitaba la camisa prácticamente de un tirón. Neall estaba obnubilado por el deseo, sus pupilas estaban tan dilatadas como las de ella justo después del orgasmo y sus ojos verdes se habían oscurecido y vuelto tan negros como los ojos de ella. Leonor pasó los dedos índice y corazón por los labios de su hombre y los humedeció con su lengua con deliberada lascivia.

Las recién casadas eran más pudorosas a la hora de narrar los deleites del sexo, pero las más mayores contaban todo tipo de detalles, sin ningún pudor. Todo ese tipo de confidencias le parecía un desatino, pues creaba en las más jóvenes a veces unas expectativas que no se cumplían con sus esposos barrigudos y viejos o tan jóvenes e inexpertos que eran incapaces de hacerlo siquiera con luz.

Leonor nunca había hecho nada por el estilo anteriormente, ni había pensado que fuera alguna vez a hacerlo, pero se sentía poderosa y envalentonada tras esos dos increíbles orgasmos. ¿Qué tenía que perder? Nada. La sola idea de llevar a «su halcón» al límite volvió a humedecerle las piernas. Le acarició el pequeño pezón con los dedos húmedos y este se irguió ávido. Neall soltó un gruñido de placer que reverberó en su entrepierna de manera acuciante y eso la animó aún más a seguir con su juego.

Los piquituertos sobrevolaban indecisos de volver o no a la paz de sus nidos en el cielo, haciendo su particular manto de estrellas móvil a la luz del día. ¿Pero para qué entretenerse en el cielo si tenía frente a sí al más espléndido de los dioses? Un Perseo hecho carne y ella su preciada Andrómeda… Leonor se sentó a horcajadas sobre el musculoso bajo vientre de Neall. En sus nalgas, notaba perfectamente su verga dura y caliente. Con premeditada lentitud, Leonor recorrió con sus dedos húmedos su ondulado y magro torso. El fino vello de él se erizó a su contacto y el deseo de ella por emborracharlo en su propio deleite la azuzó a seguir bajando por la línea de vello más oscuro, internándose por debajo del calzón hasta llegar a los primeros rizos del pubis.

—No —susurró Neall en un quejido ronco y jadeante, pues sabía que si cruzaba la línea, sería incapaz de contenerse y la haría suya allí mismo.

—Es hora de soñar realidades y hacer realidad sueños, Neall.

El joven capitán intentó protestar débilmente, ante la poética proposición de su diosa, cuando se aferró a su hinchada verga desde fuera del calzón, entre sordos gemidos de placer. Neall puso los ojos en blanco, sin saber qué decir, tragando con dificultad el aire, porque en su boca ya no había atisbo de saliva. Ella continuó hablando en susurros.

—Os dije que si seguíais, seríais mío, mo seabhag. Y no quisisteis hacer caso… —le susurró con una traviesa sonrisa, por si antes no había sido lo suficientemente clara en sus intenciones y, mordiéndose el labio, siguió acariciando sus rizos y la base excitada de su pene desde el exterior.

No sabía si lo estaría haciendo bien o mal y no perdía detalle de cada una de las reacciones que conseguía con uno u otro movimiento.

—¡Oh!...

Leonor palpó sobre el calzón la longitud del miembro, arrastrando una caricia de principio a fin y Neall no pudo más que sofocar un gemido, abriendo mucho los ojos.

—Sois vengativa…

—No sabéis aún cuánto, mo seabhag —le susurró Leonor sonriente, deshaciendo el nudo de las calzas de él e introduciendo su mano libremente para abarcar la aterciopelada y caliente virilidad entre sus dedos.

Neall se aferró a los cortinajes y ahogó en su garganta un gutural gruñido. La muchacha comprobó asombrada su textura suave y a la vez firme como el acero, acariciando la cabeza húmeda del glande. Ni qué decir tiene que lo que más le sorprendió fue el grosor y la longitud de la misma, hecho que en cierto modo la inquietó, pues se le antojó imposible que pudiera deslizarse hasta su interior sin partirla en dos o hacerle, como aquella vez, daño. Neall, como si hubiera adivinado lo que pensaba, la tranquilizó con una suave caricia entre sus muslos y su clítoris empezó a palpitar de nuevo ávido de sus caricias. El corazón de él era un torrente rabioso, el de ella no era menos.

Leonor paseó la yema de su pulgar por todo el pene, mientras lo tenía bien asido, explorando cómo poder devolverle todo el placer que él le había proporcionado. El capitán, viendo su inocencia en el tema, puso su mano por encima de la de ella, envolviéndola y le enseñó cómo hacerlo primero con suaves movimientos, que se iban volviendo más y más rápidos, hasta llevarlo prácticamente al límite del orgasmo. Pero ella paró y soltando una risa traviesa, se colocó a la altura de sus rodillas y echándose el cabello hacia un lado, lamió la húmeda cabeza del glande.

—¡Dios! —exclamó a voz en grito Neall, provocando que una nueva desbandada de piquituertos motearan el cielo.

El joven capitán no se esperaba que se atreviera a tanto. Ella le miró con temor de hacerle daño, pero él solo le susurró un apremiante: «seguid». La lengua de ella se deslizó como había hecho anteriormente con el pulgar, de la base hacia la punta, introduciendo lentamente su boca de jugosos y gruesos labios hasta la mitad de la longitud de su verga. Ella pensó que era cálida, palpitante y tenía un sabor diferente a cualquiera conocido, el sabor de la excitación de un hombre. Leonor quiso seguir explorando con su lengua los recovecos de la férrea empuñadura de principio a fin. Neall le sujetó el pelo, mientras marcaba un ritmo lento con sus caderas para no agobiarla, incapaz de blasfemar, con jadeos cortos y cada vez más profundos. Sus ojos eran dos carbones y sus labios temblaban, mientras que todo su torso parecía un escudo de perfecto acero. Saciada su curiosidad, Leonor sacó el miembro viril de su boca y lo miró, sin moverse un ápice de su sitio, para ver la reacción de él y sonrió con candor, a la vez que le daba un tímido mordisquito en la punta que lo hizo volver a gemir, desatando el lado más salvaje de él. Húmedo por su boca y por el líquido preseminal, un leve giro de muñeca le bastó a Neall para dejarla a su merced, quedando de nuevo ella echada sobre el cortinaje. Indómito, no dejó ni un hueco por lamer de ella en cuestión de segundos. Si quisiera la devoraría allí mismo como un lobo hambriento. La deseaba tanto que le dolía hasta en lo más profundo de su ser. Su verga se levantaba como un mástil, mientras conseguía arrancar en ella los más prometedores jadeos y gemidos.

Leonor se dejó llevar por la pasión y terminó de hacer desaparecer las calzas de sus rodillas por los pies y, al sentirse libre, volvió a desestabilizar con un movimiento a «su halcón» por el brazo, haciendo que fuera él quien volviera a estar bajo sus piernas. Neall jadeaba, con la verga dolorosamente hinchada, deleitándose en cada palmo de su piel, llenando sus manos con los pechos de ella por encima de la camisa, pellizcándole los pezones… en puro estado de necesidad. La española se deshizo de la tela de su camisola, que aún los separaba y se enrollaba en su cintura en un arranque carente de pundonor, y Neall entreabrió los labios, excitado, por la belleza de su piel canela clara, los suaves contornos de sus generosos pechos y la firmeza delicada de su vientre. El capitán sintió que se correría allí mismo solo con mirarla, pero Leonor tenía otro tipo de venganza dispuesta para él. La humedad de entre sus piernas la invitaba con una pulsación constante y latente que dejara calmar el fuego que él había empezado… en él. Y sin pensarlo más, acarició con el glande los labios de su sexo. Ambos cerraron los ojos por la suavidad y fuerza del roce de su piel más sensible. Ambos gimieron y se buscaron con los ojos para comerse con ellos a dentelladas. Leonor contoneó las caderas de nuevo en busca de tan exquisita fricción y jadeó al notar la caricia del glande en su botón más sensible. «¡Oh…!», exclamó incapaz de añadir nada más, con los pezones erguidos y una gota de sudor deslizándose cristalina entre sus pechos.

—Ca-ri-ño… —jadeó Neall con ese deje escocés en el momento que introdujo lentamente la cabeza de su pene en su interior—. Estáis tan caliente, tan húmeda y a la vez tan prieta que no sé si podré aguantar lo suficiente para…

El calor invadía por oleadas el interior de Leonor, sentía como las mejillas le ardían y hasta las pestañas las encontraba pesadas. A pesar de lo mucho que lo deseaba, el cuerpo de la joven se negaba a avanzar, temeroso de no ser capaz de albergar su hinchado miembro. Él le acarició con un dedo la columna, sudorosa, y la espalda de ella se arqueó, gimiendo. Neall colocó su mano al final de la espalda, dirigiendo el ritmo de sus nalgas, empujando con sutileza hasta el punto en el que las paredes de su sexo le acogieron un poco más. Leonor jadeó, abriendo mucho los ojos.

—¿Queréis que pare? —le preguntó Neall al ver su expresión de profundo temor, aunque no las tenía todas consigo de poder hacerlo.

Leonor negó con la cabeza. Le dolía, sí, pero no quería que parara por nada en el mundo. Hubo un momento en el que sus caderas parecían que se romperían en un montón de trozos y un sollozo que terminó en gemido afloró de su garganta. Poco a poco, su cuerpo se fue adaptando a la invasión de él, colmándola en todos los sentidos. A pesar de estar ella encima, Neall era el que marcaba el ritmo a través de sus manos, a la vez que seguía susurrándole lo hermosa que era, con esa voz ronca y rota que llega con el deseo, llevándola a un éxtasis cada vez mayor. Pasado el temor inicial, volvió a sentirse más segura, libre y conocedora de su cuerpo. No se sentía dolorida como al principio, a pesar de que a veces echaba una ojeada al tema en cuestión y ahogaba en su mente mil y una blasfemias. Llegando un momento que, en vez de asustarse por el tamaño, se excitaba aún más. Todo en él era perfecto, pensó, mientras volvía a pasear las manos por su hercúleo torso. De repente, Leonor tuvo el irrefrenable deseo de saborear de nuevo su boca, aumentando el ritmo en cada embestida de ella sobre él, comiéndose cada uno de los jadeos y gruñidos que le arrancaba de su garganta.

Él, sin embargo, frenó su ímpetu, pues no quería que a la mañana siguiente no fuese capaz de bajarse del lecho siquiera. No dejó de acariciarla con sus amplias manos, dejando huellas cálidas e invisibles por todo su cuerpo. Un pensamiento travieso se fue enraizando en la joven, pues, en cierto modo, hacer el amor con Neall era como cabalgar a galope tendido sobre Tormenta, solo que el deseo era tan acuciante y profundo que no sabía cómo parar. No deseaba parar. Se sentía en un limbo de saciedad e irrealidad inconmensurable. Lo quería todo, él le daba todo.

Leonor lo cabalgaba despacio, tras el par de ocasiones que había aumentado el ritmo y él la había parado con un «fierecilla…». Si se hubiera puesto sobre ella no habría podido evitar descargar todo el ímpetu que llevaba dentro. Ya habría tiempo para eso. Estaba deseando hacerle el amor de mil maneras, de todas las que había imaginado en todo el tiempo que se conocían. Sin embargo, las vistas eran tan lujuriosas que, aún cerrando los ojos, podía verla vívidamente. Ella fue aflojando el ritmo y ganando en profundidad. Neall reprimió las ganas de introducírsela hasta el fondo y agarró el cortinaje con fuerza, a punto de hacerlo jirones entre sus dedos. Leonor se inclinó sobre él. Sus duros pezones tocaron el ardiente pecho de «su halcón» y sintió el hormigueo precedente al orgasmo anidarse en su interior. Inquieta por la sensación que se avecinaba, buscó frotar sus pechos con los de él, a la vez que subía por el cuello del guerrero, dándole pequeños mordisquitos. La fricción incesante hacía que el orgasmo estuviera cada vez más cerca, desesperado por liberarse. Neall atrapó entre sus dientes uno de los pezones de ella y lo succionó. Por sus jadeos, sabía que «su aingeal» estaba cerca del orgasmo y se encomió a no dejar liberar su propio placer hasta no haber sentido en su interior el de ella. Sus movimientos se volvieron acompasados, sus cuerpos se habían convertido en uno solo, como si de un monstruo de dos cabezas se tratase.

Neall volvió a colocar la palma abierta de su mano derecha en el final de la espalda de Leonor, con su dedo índice entre las nalgas, y la ayudó a marcar un ritmo creciente. El capitán se incorporó lo justo sobre el brazo izquierdo, para dejar que las piernas de ellas se enroscaran alrededor de su cintura. Las embestidas eran más profundas y Neall sonrió al ver cómo ella dejaba caer su cabeza hacia atrás, dejándose guiar por él. Neall aprovechó el momento para tomar entre sus labios el bamboleante y atrevido pezón, suspendido cerca de su boca. Ante la succión ávida del pecho, la joven se irguió. Era Leonor en el estado más puro. Frente a frente, se vio incapaz de centrarse en otra cosa que no fuera dejarse ir en una espiral de placer, mientras Neall le susurraba que no parara, que él seguiría haciéndola suya a la vez que repetía su nombre una y otra vez. El orgasmo fue adueñándose de su cuerpo, colmándolo durante un tiempo que se le antojó eterno y del que pensaba que no podría recuperarse jamás. La fricción seguía y su cuerpo parecía no querer abandonarse del todo. Sus sentidos estaban alerta, impacientes, sin querer dejar de experimentar ese placer que lo envolvía y lanzaba al abismo una y otra vez en cada envite. Hasta que un nuevo éxtasis, muy diferente al anterior, le hizo gritar el nombre de Neall y clavarle las uñas en los hombros. Apenas podía respirar…

Al escucharla y sentir en su cuerpo la culminación de ella, Neall no pudo contenerse más y dio rienda a su propio orgasmo, devastador por sí solo, que lo dejó durante unos minutos abotagado, con una Leonor desmadejada sobre su pecho. La melena de ella le hacía cosquillas sobre el brazo, pero que lo mataran allí mismo si deseaba que se moviera lo más mínimo. ¡Ese instante era perfecto! Que se acabara el mundo porque él era feliz, pensó hundiendo su rostro en el cuello de ella. Las palabras se ahogaron en la garganta de Neall, aunque hubiese querido desde un principio parar, no habría podido. El notar su mano alrededor de su excitación había sido superior a cualquier acto de razón. ¡Dios sabía que había intentado contenerse durante mucho tiempo! Amar de esa manera no podía ser pecado… era tocar el cielo envuelto en llamas, era abarcar el sol. Nada comparable a cualquiera de las relaciones que hubiera podido tener antes con otras mujeres. Esos encuentros esporádicos no habían sido más que un desahogo y eso era… amor. Amor con mayúsculas, del que daba igual que murieras en ese momento porque sabría que les acompañaría por el resto de la eternidad, por siempre y para siempre.

Tras unos minutos de resuello, ambos se miraron jadeantes, sudorosos y oliendo al salvaje perfume del sexo que habían compartido. Leonor se colocó la camisa y volvió a apoyarse sobre el pecho de él, mientras escuchaba normalizarse los latidos de su corazón con una sonrisa en los labios. Neall comenzó a incorporarse poco a poco y alcanzó su propia camisa, que estaba hecha un revoltillo a sus pies, pasando primero los brazos por las mangas y luego el resto por la cabeza. También se colocó los calzones y se apretó el cinto de mala gana. Leonor no perdía detalle, sentada sobre el montón de cortinas que aún quedaba por lavar y que había servido de improvisado lecho en medio del bosque, a escasa distancia del camino principal, y percibió cómo el gesto de él se enturbiaba con un mohín infantil que denotaba enfado.

—¿Qué ocurre, Neall?

Pero Neall no contestó, siguió con su gesto hosco y malhumorado y se puso en pie. Leonor así lo hizo, como impulsada por un resorte, ataviada con solo una camisola que apenas le llegaba a ras de las nalgas.

—¿Os he hecho daño? ¿No os ha gustado? —preguntó nerviosa ante la actitud de él, sin entender absolutamente nada.

Neall bufó y se frotó la cara con ambas manos, para terminar llevándose la derecha hacia atrás del pelo a la altura de la nuca, en ese gesto tan suyo y que tanto le gustaba a la joven. El joven capitán siguió calzándose las botas en silencio, hasta que al intuir que iba a marcharse, Leonor lo paró en seco, poniendo su mano sobre su fuerte brazo. El guerrero la miró y vaciló si contestarle o no, pero le debía una explicación por su cambio de actitud, lo quisiera o no. No quería que hubiera malos entendidos entre ellos, no quería hacerle daño con sus palabras…

—¿Cómo dudáis siquiera si me ha gustado o no, mo aingeal?

—¿Entonces? ¿A qué se debe este… este cambio repentino de actitud?

—No quería que nuestra primera vez fuera así. Eso es todo.

—¿Así? —preguntó Leonor que, o el sexo de repente la había dejado obtusa, o Neall no se explicaba como debía.

—Quería que fuera especial, quería que significara algo realmente para ambos… y… y siempre pensé que estaríamos casados cuando llegara el momento, que os habría escuchado pronunciar los votos ante Dios y seríais por siempre mi mujer. No quiero ser alguien más en vuestra vida Leonor, quiero ser el único. Ya os lo dije… ¡diablos!

Leonor se quedó callada y se sacudió una pelusa invisible de la manga de su camisa, como hacía siempre que le costaba afrontar una conversación difícil. Ahora era ella la que guardó silencio, cogió sus calzones y se los colocó. Entretanto, meneaba la cabeza como si no entendiera y fruncía sus labios para no decir nada que pudiera ensombrecer el momento más feliz de su vida. Cuando terminó de remeterse la camisa y calzarse las botas, no pudo más y lo miró a los ojos. Neall le mantuvo la mirada y ella chascó la lengua, mientras dejaba sus brazos en jarra, mirando en dirección al río y jugueteando con las piedrecillas del suelo nerviosamente. Había llegado el temido momento de sincerarse, de abrirse en canal y dejar libres los sentimientos. Había llegado y no sabía si sería capaz de hilvanar las palabras que se atropellaban por salir de sus labios.

—Yo siento que ha sido especial, mo seabhag… —comenzó ella a decir con una exasperante parsimonia, intentando que las musas la inspiraran y le dieran la capacidad de expresar todo el amor que llevaba dentro.

Leonor dio un paso hacia él, le cogió las manos y lo miró a sus ojos verdes color del bosque. Se humedeció los labios y los mordisqueó nerviosa antes de seguir hablando.

—Tan especial que siento que ha sido realmente mi primera vez. Tan especial que siento que pertenezco a alguien esté donde esté, que por vos, mo seabhag, mo Neall, juraría ante los hombres y ante el cielo lo mucho que os amo y lo feliz que sería de que me hicierais vuestra esposa.

Neall la miró alucinado, intentando digerir todas y cada una de sus palabras, de sus gestos, del tono de su voz, de su aroma a esa flor exótica y el dulce aroma de su sexo. Lo memorizó todo, hasta su respuesta, la que pensaba escuchar ante Dios y ante su clan antes de marcharse de su amada tierra para siempre:

—Sí, quiero.