CAPÍTULO 02 – EL DOBLE JUEGO
Roxburgh, Escocia, 23 de Noviembre, 1332.
Hacía casi dos meses desde que Neall había visto a un ángel correr como un gamo entre los matorrales y surcar los cielos hasta perderse en la espuma del rompiente de las Bullers de Buchan. Hacía casi dos meses que soñaba prácticamente a diario con ella, aunque no sabía de su persona más que el nombre con el que se había registrado en el torneo de arco, «John», y que su cuerpo no lo había devuelto el mar. Sus ojos oscuros lo habían acompañado por donde quiera que fuese durante ese tiempo y una angustiosa sensación de pertenencia le había hecho despertarse sobresaltado y sudoroso, a pesar de la cruda estación invernal, día tras día. Esa noche era una como tantas otras en las que se había puesto prácticamente en pie del camastro, clavándose los juncos secos y quebradizos en la planta de los pies. El coro de ronquidos y otros sonidos irreproducibles y muy varoniles ambientaban la cabaña donde los Murray y sus hombres aguardaban los designios del nuevo rey. Neall se refregó con fuerza las mejillas y los ojos, aún aletargados por el sueño, antes de recordar dónde estaba. Maldijo por lo bajo, aún sudoroso, y con las mismas se volvió a echar en el jergón. Con un brazo flexionado bajo la nuca y la mirada fija al techo denso y pajizo, deseó que amaneciera pronto para centrarse en el trabajo y poder así borrarla de su mente por unas horas. Suspiró.
Un mes antes...
Ayden, sus hombres y Neall habían sido llamados a servir a los «desheredados». Neall notó cómo un nudo le aprisionaba la garganta, sintiendo unas fuertes manos invisibles alrededor de su cuello, que instintivamente se sacudió a pesar de su inexistencia. ¿Qué diría su padre si les viera del lado de sus enemigos más acérrimos? Resopló. Mejor no pensarlo, o se cortaría la yugular allí mismo.
Los ojos se le volvían vidriosos cada vez que evocaba el recuerdo de su padre. El joven capitán recordó cómo, poco antes de las fiestas de Samhuinn, un emisario real había llegado al castillo de los Murray en Blair Atholl llamando a filas a todos los guerreros y hombres en edad de empuñar un arma para prestar servicio a Eduardo I de Escocia. Solo se eximía por familia y clan a un pequeño grupo para la salvaguarda y cuidado de las tierras, pero nunca estos podían ser los Laird, ni sus hermanos varones de los clanes, caballeros de pro de los que el rey quería la lealtad total. En caso contrario, los caballeros serían tachados de insurrectos y acusados de traición, poniendo precio a sus cabezas y llevados a la horca o ajusticiados sin más delante de todos.
La situación era delicada. Su hermano mayor, Arthur, era la mano derecha de su primo Sir Andrew Murray, uno de los líderes indiscutibles y fieles a la causa del niño-rey David II Bruce. Tras la acusación de traición y ausencia del primogénito, el mellizo de los Murray había pasado a ser el Laird de Blair Atholl. Sin embargo, pese a lo que se exponían (exilio o mendicidad, en el mejor de los casos), tanto Ayden y Neall como el resto de sus hombres comenzaron un doble juego que estaba penado con algo peor que la muerte: el deshonor. Su corazón estaba con Escocia y preferían morir a dejarse pisar impunemente.
Eran tiempos convulsos, pensó el joven con amargura, mientras masticaba una hebra seca de cecina. Nada de los tiempos gloriosos que le habían tocado vivir a su padre. Como los ingleses no habían podido invadir Escocia por el río Tweed, puesto que se habría visto como un ultraje directo de la monarquía inglesa al pacto de Northampton de 1328, la invasión se había llevado a cabo por mar. A los malnacidos les había dado tiempo suficiente para cruzar el estuario del Humber hasta la ciudad de Fife y coger por sorpresa a un recién estrenado conde de Mar.
Ayden y Neall en ese momento se encontraban en Aberdeen, por lo que nadie había podido dudar de su neutralidad o ideales políticos. Su hermano Arthur les había relatado cómo, durante la batalla de Dupplin Moor en el pasado agosto y a pesar de que el ejército escocés había sido muy superior en número al inglés, la técnica de llevar a los caballeros a pie en el centro flanqueados por los arqueros había hecho que los escoceses no hubieran alcanzado prácticamente las filas enemigas. Ni él mismo sabía cómo había sido capaz de escapar de esa barbarie. El mayor de los Murray se había despedido de ellos poco antes de que se marcharan de Aberdeen con un afectuoso abrazo, llevándose el puño cerrado a la altura del corazón. Quién sabía si esa sería la última vez que lo verían con vida. Sir Arthur Murray sabía que dejaba en una situación difícil a su familia y a su clan, pero en su mente no cabía otra forma de luchar contra el enemigo y servir a su legítimo rey David. Ayden y Neall se quedaron mirando con nostalgia la estela de polvo que había dejado el caballo de su hermano en el horizonte y rumbo al noroeste, a Inverness. Para ellos, Arthur era un héroe.
Repasando lo que su hermano les había confiado aquella tarde, Neall no tenía dudas de que la mano derecha de Eduardo Balliol, Lord Henry Beaumont, carecía de parangón como estratega. Los lanceros escoceses no habían tenido nada que hacer frente a la ingente cantidad de flechas inglesas que caían en torrente por doquier y mucho menos cuando no eran respaldados por la caballería o sus propios arqueros, incapaces de avanzar. Ese maldito sassenach era listo y astuto como un zorro. Los Murray hacían muy bien cuidándose las espaldas los unos a los otros si querían salir de allí con vida.
El conde de Mar no había sabido prever que ese tipo de formación los llevaría a una muerte segura y habían caído como moscas en un trozo de melaza. Cuando Lord Robert Bruce, hijo ilegítimo del fallecido monarca, había intentado hacer frente a la debacle ya había sido demasiado tarde. En vez de seguir las tácticas de guerrilla de asestar el golpe y batirse en retirada, como habría hecho su padre, había cargado de frente a campo abierto contra el ejército inglés, siendo su fin táctico. ¿Cómo había podido llevar al suicidio a tantos hombres? Neall resopló de nuevo, cabeceando sin ser capaz de dar una respuesta a su propia pregunta, mientras por unos instantes se quedaba embelesado en el titilar de la única vela que aún permanecía encendida en el barracón.
Desde tiempos de William Wallace y de su padre, era por todos sabido que en campo abierto esos malditos sassenachs no conocían rival. No había que ser muy listo para saber que el monarca inglés estaba detrás de todo eso. Era obvio que si los «desheredados» fracasaban se les confiscarían las tierras y Eduardo III de Inglaterra se desmarcaría totalmente de la ofensiva, sin que pudiera haber nada ni nadie que lo vinculara al intento de derrocar al niño-rey David II Bruce, pero si no... El monarca inglés ganaría un aliado, un fiel lacayo a sus pies que dejaba Escocia con el yugo inglés como en otros tiempos. «¡Voto a Dios!», maldijo por lo bajo Neall. «¡Qué desesperados deben haber estado para embestir contra su enemigo sabiendo que hallarían la muerte segura!», exclamó casi en un susurro inaudible, recriminándose a sí mismo no poder hacer más de lo que hacían. Ese Lord Beaumont, con cara de mal agüero, era bueno, muy bueno, pero ofrecía sus servicios al lado equivocado. El lado en el que ellos estaban, por cierto, y no había noche que Neall no se lamentara por ello. Después del descalabro escocés en Dupplin Moor, el reino de Escocia había quedado en manos de Eduardo Balliol. El monarca se había alzado victorioso como jefe de los «desheredados» y había sido coronado en Scone el 24 de septiembre de ese mismo año, como manda la tradición escocesa.
Eduardo I de Escocia, rodeado de los nobles escoceses disidentes del legado de Bruce y que habían visto en Balliol la oportunidad perfecta de recuperar sus títulos, tierras y honor mancillados, había saboreado por unos meses la victoria de Dupplin Moor como el que cree tener el mundo a sus pies y lo pisa con aplomo cual alfombra mullida. Con Lord Henry Beaumont al frente, los «desheredados» habían comenzado a buscar guerreros escoceses que siguieran su causa por las villas desde entonces, escoceses de pro que les dieran el tono patriótico que la gente sencilla necesitaba para adorar al nuevo monarca. No obstante, pronto vieron que pocos eran los que querían sumarse motu proprio a ella y pasaron a buscar un plan alternativo que les afianzara en el inestable trono escocés. Las heridas de la guerra civil estaban demasiado recientes como para ser sanadas y el recuerdo de que había sido ganada gracias a los arqueros sassenachs no facilitaba en nada su labor.
Los escoceses veían en Balliol un normando educado por los ingleses y, a diferencia de Robert I Bruce que también era normando de nacimiento, fiel a los principios soberanistas ingleses. Mientras los «desheredados» intentaban afanosamente sumar adeptos a su causa, Lord Henry Beaumont pedía consejo sobre los diferentes clanes a Sir Kenion Strathbogie. Al fin y al cabo, el joven capitán conocía mejor que ningún otro esas tierras, aunque si por el sanguinario capitán hubiera sido, en vez de un ejército de guerreros que lucharan bajo su mando hubiera plantado de Edinburgh a la Isla de Skye un sinfín de ajusticiados. El perfil carnicero de Sir Strathbogie podía serles muy útil en la guerra, pero en tiempos de paz había que andarse con cuidado de que no se extralimitara en sus funciones o tendrían graves problemas. Lord Henry Beaumont, conde de Buchan por estar desposado con la sobrina y heredera de John Comyn, Alice Comyn, pensó que debía seguir a Sir Kenion muy de cerca si quería que alguna vez formara parte de su familia. El mismo Lord le hizo saber de sus planes a Balliol, que acogió la noticia con total beneplácito.
Aunque no era la mejor de las estrategias, los «desheredados» terminaron por servirse del chantaje a los clanes más débiles para hacerse con un pequeño ejército escocés. Sir Kenion Strathbogie no perdió la oportunidad de poner contra las cuerdas a sus vecinos, los Murray, con los que tenía pendiente algo más que un asunto de pasos, lindes y tierras. Como botín de guerra, Sir Strathbogie había solicitado las tierras de Sir Arthur Murray. Según él, le pertenecían por derecho al haber sido declarado el heredero de los Murray un traidor y encontrarse en paradero desconocido. Pero Eduardo Balliol, rey de Escocia, vio en los hermanos de Blair Atholl los adalides que atraerían a sus filas a una nueva generación de escoceses valientes, fieles y acérrimos caballeros, dejando la decisión de darle tal recompensa para más adelante. Al menos hasta que los hermanos pudieran demostrarle su lealtad. Ayden y Neall representaban la nueva sangre escocesa y Balliol los quería bajo su mando o lejos de Escocia a toda costa.
En una reunión en el mismísimo salón principal del castillo de Blair Atholl, cuando Sir Kenion Strathbogie pensaba que Eduardo Balliol echaría a patadas al clan Murray de las que creía ya sus tierras, el rey dijo que se mostraría piadoso con aquellos que le mostraran su lealtad. A pesar de que los Murray habían sido fieles seguidores de Bruce, aludiendo al pasado de Sir Alastair y al presente de Sir Arthur, el rey había proclamado solemnemente a los presentes que si Ayden y Neall les juraban fidelidad, el clan podría quedarse en sus tierras como hasta ahora, salvo por un diezmo que tendrían que darle anualmente a Sir Strathbogie por la renta de las mismas. Neall apretó el puño e iba a golpear la mesa en gesto de desaprobación, pero su tío Sir William de Irwyn contuvo el ímpetu del muchacho. Los Murray se retiraron con sus guerreros más fieles para deliberar qué hacer. Neall recordó, como si lo estuviera viviendo en esos instantes, el silencio que teñía de odio y temor los rostros de sus buenos hombres hacía tan solo un mes. Su tío William de Irwyn había proclamado a los guerreros en un intento de calmar los caldeados ánimos:
—Es eso o la muerte —Ante la ira contenida de su sobrino más pequeño, añadió—. No les deis una razón a Sir Strathbogie para quitaros de en medio con total impunidad, Neall. Ese asesino no cejará en su empeño hasta conseguir Blair Atholl y tiene el consentimiento del rey. ¿No os dais cuenta? —exclamó mirando la pesadumbre del resto, incluida la de su sobrino Ayden, y apelando al corazón de los hombres—. Ha venido con un pequeño ejército; antes de que alcancemos nuestras espadas, no habrá mujer o niño vivo por el que luchar.
Neall asintió. No les quedaba otra, al menos de momento. Con la mandíbula apretada hasta el punto de hacerse sangre en las encías, rememoró que había bebido como pudo vino especiado para borrar del gusto el sabor metálico a sangre. Como bien decía su tío, no había muchas opciones: el destierro, morir o ser leales a un rey que, por lo que se preveía, tenía a todas luces las de ganar ante el niño-rey David. Si los Murray se negaban a jurar lealtad al nuevo monarca, el clan se vería obligado a ceder de inmediato sus tierras a Sir Kenion Strathbogie. Para un clan, la tierra significaba la vida de muchas familias. Derrotado, Neall dejó que Ayden decidiera el futuro de su familia y sus hombres a falta de su hermano mayor. Él acataría su decisión fuera cual fuera.
Tras discutirlo arduamente con Sir William de Irwyn durante varias horas, los hermanos Murray terminaron por tomar la más difícil de las decisiones: servirían al nuevo rey. Ayden tuvo la responsabilidad de dirigirse a sus hombres como Laird y capitán de su ejército, haciéndoles saber la nueva situación en la que se encontraban. Neall asumió ser su capitán adjunto, aunque ya dirigía a cuarenta hombres independientemente con sus respectivas familias, y apoyó a pies juntillas la decisión de su hermano. Muchos veteranos del clan hicieron saber su desaprobación, malhumorados por la situación en la que se encontraban, instando a Ayden a que se levantara en armas contra el malnacido.
Los primeros reproches de los hombres del clan pasaron pronto a ser cabizbajas resignaciones murmuradas entre dientes. Todos sabían que no tenían otra alternativa. Era eso o ser acusados de traición, asesinados o desterrados. De esa forma, ya no volverían a tener más ocasión para luchar por la tierra que los vio nacer y alimentaba a sus familias. Neall alzó clara su voz para alentar a sus hombres en esta difícil prueba que Dios le había preparado, hincando la rodilla al suelo y llevándose la mano derecha al pecho, proclamó que seguiría a su hermano Ayden a ciegas donde dispusiera. Los guerreros Murray se sumaron al gesto en un clamor general que hizo que Blair Atholl fuera una sola voz, un solo hombre, un solo corazón.
¡¡¡Por Escocia y por Blair!!! El espíritu de todo un clan en lo que parecía la voz de un solo hombre hizo que hasta las bestias se inquietaran en las caballerizas.
Sir Kenion disfrutó por la encrucijada moral a la que habían sometido a sus vecinos, sabiendo de antemano que el castillo de Blair Atholl y las tierras del clan Murray tarde o temprano pasarían a formar parte de las suyas como pago a su inestimable ayuda económica y a los efectivos en la cruzada por Balliol. Sir Kenion se lo había jugado todo a una carta y había ganado, poco le importaba a ese bellaco la derrota si con ello hacía morder el polvo al clan que desde pequeño le había robado la vida, o al menos eso creía él. El día que Elsbeth Murray había declinado su petición matrimonial para terminar prometida con Sir James Stewart, ese día Sir Kenion había enterrado su buen corazón de joven enamorado y lo había cambiado por una piedra de filo dentado. Él no consentiría acabar como su padre por el amor de una mujer y juró a Dios que la haría llorar sangre por ello. Desde entonces, no había habido día que no hubiera intentado hacerle la vida a los Murray más difícil: había dirigido saqueos, incendios, violaciones… todo desde la sombra y con total impunidad, puesto que nadie osaría testificar contra su persona después del caso de Sir James. Pero Sir Kenion Strathbogie no había sido capaz de saciar su sed de sangre y su mente retorcida siempre andaba elucubrando nuevas maldades que recrearan sus instintos más sádicos. La muerte de Sir James Stewart no había sido más que el acicate para desatar su mezquindad y una idea turbia hacía meses que había empezado a tomar forma en su cabeza enferma.
Desde entonces y ante la falta de opciones, Ayden, Neall y su ejército de guerreros leales habían puesto sus espadas al servicio del monarca Eduardo I de Escocia y pronto habían sido llamados a filas, dejando a las mujeres a cargo de los campos y algunos guerreros para custodiar el castillo y la villa. La despedida había sido dolorosa. Neall recordó cómo su madre Annabella los había abrazado como si realmente marcharan a un destino del que creía que jamás volverían, bebiéndose sus lágrimas. La evocación era aún tan vívida que se llevó la mano al corazón, angustiado. La pobre señora había soportado entre hipidos que sus hijos varones se fueran, mientras su estado nervioso y depresivo empeoraba inevitablemente. Deirdre, la vieja tata, se había colocado al lado de la señora para estar cerca de ella en caso de que se desmayara. Neall le había acariciado la mejilla a la anciana con sincero afecto. Era como si los años no hubieran pasado por ella después de todo. Deirdre era de esas personas que parecen mayores desde siempre y, a medida que pasa el tiempo, rejuvenecen sin remedio.
Lady Annabella Murray había cogido la mano de su hijo y la había acariciado mientras le caían las lágrimas, nublándole la visión y el entendimiento. La señora había sido incapaz de soportar el dolor por la pérdida de su marido; su hijo mayor estaba siendo perseguido y se encontraba en paradero desconocido; Ayden, el mellizo, estaba siendo obligado a traicionar la memoria de su padre a favor de su clan y Neall, vivo reflejo de su esposo Alastair, con un corazón lleno de buenas intenciones pero incapaz de pensar en sí mismo antes que en los demás, era en definitiva el que más le preocupaba. «Mac, mo mac…», le había susurrado con desgarro desde las entrañas. Él se había zafado de las manos de su madre con un nudo en el corazón y la había abrazado con fuerza en un intento de transmitirle algo más que ánimo. Cuando consiguió separarse de ella, su hermana Elsbeth había agarrado a su madre, sabiendo que de otro modo desfallecería como una Piedad ante su Cristo muerto. Lady Annabella terminó las pocas lágrimas que le quedaban en el hombro de su hija y Deirdre ayudó a la joven señora a llevar a Milady al interior de la torre. Neall les había dedicado a las tres mujeres una larga y triste mirada de adiós. Si cerraba los ojos aún podía ver las tres siluetas pasando el dintel de la torre. Los últimos jinetes cruzaron el rastrillo y el silencio se adueñó de Blair Atholl.
El trayecto a caballo a donde quiera que fuesen se había hecho lento, pues a medida que pasaban por las villas, se iban alistando al verlos pasar un pequeño pero constante goteo de personas. A Ayden le hubiera gustado decirles que no lo hicieran, que estaban locos si dejaban sus casas, sus campos y sus familias por un rey que jamás los antepondría ante los intereses de sus vecinos ingleses, pero estaba obligado a fingir y callar, empleando la mejor de sus sonrisas a los recién llegados. Su mente se rebelaba pensando en cambio y se imaginaba diciendo cual clérigo en el sermón del domingo: «Bienvenidos, olvidad vuestros sueños de ser libres y acudid como borregos a que os esquilen. Todo sea por agradar al nuevo monarca».
Erroll y Neall asentían a las nuevas incorporaciones sin pestañear ni mover un solo músculo, en una actitud de alerta, casi de vigía, pues no querían que se sumaran a la comitiva personas totalmente desconocidas, proscritos o de dudosa reputación. El pequeño ejército que había salido de Blair Atholl con unos ciento cincuenta hombres pronto llegó al medio millar.
En octubre de ese mismo año, Eduardo Balliol había firmado una tregua con Sir Archibald Douglas, hermano del fallecido Sir James Douglas, recientemente nombrado Guardián de Escocia tras la debacle de Dupplin Moor, para que fuera el Parlamento el que decidiese sobre quién debería ser el monarca del reino. Eduardo I de Escocia se deshizo de la mayoría de su ejército de arqueros ingleses y mercenarios buscando el favor de su recién estrenado pueblo, reclutando a los nobles escoceses que, por diferentes motivos, se habían mantenido neutrales en la última guerra o que no tenían otro remedio que acudir a la llamada del nuevo rey por temor a perder sus tierras o verse en una posición delicada.
Los Murray empezaron a respirar tranquilos porque la falta de noticias sobre Sir Arthur entre los seguidores de Balliol significaba precisamente que estaba vivo y que no habían logrado apresarlo de camino a Inverness. Escocia se tambaleaba agonizante ante el varapalo dado al ejército del niño-rey David y la falta de un líder que uniera las fuerzas escocesas contra el invasor. La suerte de la resistencia a Balliol, tras las últimas escaramuzas fallidas contra los «desheredados», y la toma de posesión del recién nombrado Guardián de Escocia eran toda una incógnita y parecía que se los hubiera tragado la tierra como a los miles de fallecidos en la batalla por momentos.
A pesar de los dos meses que prácticamente habían pasado y lo trascendentales que eran los acontecimientos que estaban ocurriendo para el futuro de su carrera militar en particular y de Escocia en general, a Neall no había noche que no le atormentaran extrañas pesadillas sobre aquel aciago día en los acantilados de las Bullers de Buchan, mezclados con los sentimientos encontrados que le inspiraba su «amigo» de la infancia. El profundo desprecio que mostraba el primogénito de los Strathbogie a los Murray, especialmente a Neall, era tan descarado y sin fundamento, que hasta sus propios hombres comenzaban a sentirse incómodos por las salidas de tono de su adalid ante otros altos mandos. No había mucho tiempo de asueto, pues el monarca cambiaba constantemente de campamento militar por miedo a que los seguidores del niño-rey los sorprendiesen en una emboscada. Muy pocos sabían de los planes de Eduardo I de Escocia, aunque se rumoreaba entre los guerreros que habría un encuentro con Eduardo III de Inglaterra muy pronto.
Como tantas otras veces, los Murray emprendieron la marcha hacia un lugar desconocido sin más explicación que la barbilla altiva de Lord Beaumont y un leve rictus en los labios semiocultos por la barba. Los cascos de los caballos aplastaban la hierba mojada y se ensuciaban de barro a medida que iban pasando el terreno pantanoso anexo al valle. La comitiva iba en silencio, había poco que decir, la mayoría de los presentes preferirían estar en su hogar y rodeado de los suyos en vez de estar acompañando a un rey que no sentían suyo. Desgraciadamente, Eduardo Balliol había dejado pocas opciones al respecto: «O estáis conmigo o estáis contra mí». No era momento de heroicidades, pensó Neall, su clan los necesitaba más que nunca. Ellos eran la roca que los sustentaba. No había tiempo para marcharse a otro lugar sin ser perseguidos y sin evitar un derramamiento de sangre inocente. No podían pensar en ellos, eran guerreros y sabían defenderse, tenían que pensar como hijos, hermanos, padres… Las caras de visible disgusto de los hombres mostraban su falta de entusiasmo por la causa, y la lluvia intensa que los acompañaba desde hacía días no ayudaba precisamente a mejorar los ánimos.
Tras dejar Edinburgh y durante el camino hacia la frontera con Inglaterra, Lord Henry Beaumont dio varios discursos para alentar a sus hombres ante la inminente batalla. Los «desheredados» lo escuchaban embelesados, con el gesto contenido entre venganza y victoria, mientras que la insistencia del discurso fue calando poco a poco en el pequeño ejército escocés que había formado a lo largo del país, surgiendo nuevos adeptos entusiastas y seguidores acérrimos a la causa Balliol. El barón Beaumont apeló al deber inexcusable que tenían sus hombres de probar que descendían de caballeros honorables y justos, no de desarrapados ingleses, como había hecho ver el fallecido rey Robert I Bruce, increpando que recuperarían sus tierras por derecho propio y si era necesario se derramaría sangre por el honor y la legitimidad de sus familias, con el beneplácito de Dios. De igual modo, por y gracias al rey Eduardo I de Escocia, requisarían lo que era suyo con los intereses añadidos por la afrenta, encomiándolos a luchar por todo o nada y alegando que él mismo preferiría antes la muerte que volver a pasar por la vergüenza de verse de nuevo privado de lo que consideraba suyo. El clamor general se hizo una sola voz férrea, contundente y triunfal. Ayden, Erroll, Sir William de Irwyn y Neall se miraron entre ellos, gesticulando sin participar en el grito, asombrados del rápido giro que estaban tomando sus vidas y la historia de su amado país. Los exaltados siguieron unos minutos vitoreando al monarca y a su líder, Lord Henry Beaumont.
Terminado el grandilocuente discurso, Sir William de Irwyn comenzó a maldecir por lo bajo su mala suerte, mientras Lord Henry Beaumont se paseaba glorioso con su bestia de guerra por delante de él y le dedicaba una socarrona sonrisa de agravio. Le hubiera encantado ponerle un ojo morado al muy cretino o escupirle a la cara por tergiversar la historia a su antojo. Después de tantos años de leal servicio a Robert I Bruce, Sir William de Irwyn, Laird de Tambor, se sentía como un traidor. Ataviado con su escudo de armas de tres ramas de acebo en honor al día que comenzó a ser guardia personal de Bruce, Sir William de Irwyn devolvió impasible la mirada jocosa al barón. Las tierras que Lord Henry reclamaba con tanto empeño eran las suyas propias: las de Aberdeen, el Real Bosque de Robles y el Castillo de Tambor, además de diez mil hectáreas de tierra que le habían sido concedidas a Sir William por sus leales servicios al rey Robert. Estas habían pertenecido anteriormente a John Comyn y Lord Henry Beaumont era su heredero por haberse casado con su sobrina Alice Comyn. Sir William de Irwyn ni siquiera era capaz de contar las veces que se había enfrentado a ese desalmado y lo había vencido… y ahora, en cambio, le debía respeto como comandante del ejército de disidentes al régimen establecido. El tío de los Murray se sentía mayor para estas lides, pero le había prometido a su hermana que velaría por sus sobrinos. Mirándolos con cariño, recapacitó: «No los puedo dejar solos, ahora me necesitan más que nunca, pues seré sus ojos en la nuca mientras que la larga sombra de Sir Kenion los aceche».
Los Murray no habían tenido otra opción, mucho menos estando en el punto de mira del condenado Sir Strathbogie. ¡Cuántas veces había oído a su cuñado Alastair que debían alejarse de esa familia y no le habían hecho caso! Los Irwyn no habían querido enemistarse porque conocían las peculiaridades de Sir Charles Strathbogie desde siempre. No era mala persona, quizás algo obsesivo, pero nada más. Tampoco habían querido romper la amistad por la servidumbre de paso que alejaba media jornada del río los rebaños del clan Murray, teniendo ahora libre acceso, un sinfín de pequeñas excusas que ahora se le antojaban insalvables al ver el carácter déspota del vástago de Sir Charles. ¿Por qué no le habrían hecho caso a su cuñado? Lo único que esperaba era no tener que lamentar en un futuro el haber actuado antes contra él, pues ahora Sir Kenion era un intocable, una de las manos derechas del nuevo monarca y su voz era ley. ¡Al diablo con el muchacho maleducado y consentido! Él temía por el destino de sus sobrinos, notables guerreros que muy pronto serían grandes jefes de un clan, de eso no le cabía duda.
Sir William de Irwyn volvió a mirar a Lord Beaumont mientras este daba instrucciones del lugar idóneo para cruzar el río, comprobando que el barón había mejorado notablemente sus dotes de mando. También tenía que reconocer y lamentar que, como estratega, había sabido muy bien llevar a la victoria a un ejército con una ventaja de más de cinco hombres contra uno en Dupplin Moor. Esa manera de disponer a los arqueros, de replegarse al centro, era del todo novedosa, efectiva y encomiable… ¡Maldito fuera, bien se podía haber caído del caballo y haberse roto la crisma con una piedra! El muy ingrato siempre iba dándoselas de importante, tan estirado que parecía que le habían insertado un palo como a un venado a punto de ser asado. Lord Henry Beaumont se cuidaba de no ir solo, siempre le acompañaban Sir Gilbert de Umfraville y Sir Thomas Wake o algún fiel escudero que le cubriera las espaldas. Iba y venía buscando constantemente el beneplácito del rey, aunque por los gestos que hacía el monarca lo dejaba todo en sus experimentadas manos.
Sin un ejército fuerte leal al niño-rey tras la batalla de Dupplin Moor, los seguidores de Bruce tenían las siguientes opciones: jurarles lealtad a los desheredados, el destierro o la muerte. Sir William de Irwyn era un hombre práctico, ¿le serviría a su familia muerto? No. La fiera lucha de Sir Andrew y Sir Arthur Murray era conocida por todos, su oposición al desheredado era clara, valiente y pasional… pero no era para ellos. Sus sobrinos menores y él mismo ya estaban en el punto de mira del nuevo monarca. No era momento de tomar posiciones intrépidas y dejar a las mujeres a merced de esos sabuesos sin que nadie las protegiera. No podían dejarlas en la estacada por seguir unos ideales, de eso no se vivía. Ellos lucharían por la tierra de sus ancestros, Blair Atholl, y por el bienestar de su familia hasta el final, aunque ese final estuviera cerca.
El sendero cada vez se iba haciendo más angosto y algunos caballos tenían barro hasta la punta del corvejón. Sir Kenion iba y venía dando bandazos, haciéndose notar, riendo y hablando muy alto para no pasar desapercibido. En una de sus idas, su caballo resbaló sobre terreno pantanoso y cayó aparatosamente al suelo. De un salto, el Sir se puso en pie y comenzó a sacudirse malhumorado el barro del cotun. Uno de los escuderos de Lord Henry Beaumont se acercó a ayudarle y fue recibido con empujones e insultos, hasta el punto de tirar el malnacido al muchacho al suelo y pisotearlo sin piedad. Neall, sin poder contenerse ante tal injusticia bajó de un salto de Rayo y, sin mediar palabra con Sir Strathbogie, lo hizo a un lado, ayudando al pobre escudero a ponerse en pie. El temeroso joven musitó un «gracias» y salió despavorido de la escena, por si recibía como mínimo una reprimenda por su imprudencia. Sir Kenion, rojo de la ira, no era capaz de controlar su odio hacia Murray. Justo cuando iba a derribar a Neall y comenzar una descomunal y ansiada pelea, Lord Henry Beaumont lo hizo llamar para que se presentara inmediatamente ante él. Con un gesto de total desaire, Sir Strathbogie le dio un par de palmaditas en la mejilla al joven Murray, limpiándose su mano enguantada y llena de barro sobre el cotun del capitán. Neall escupió al suelo las ganas de estrangular al malnacido de su vecino y apretó los puños, con intención de ser él quien esta vez comenzara la pelea. Estaba harto. Erroll descabalgó presto de Tizón para interponerse entre ambos, gesto que Sir Kenion aprovechó para espetarles con desdén mientras les daba la espalda:
—Veo que aún seguís necesitando a alguien que os defienda, Murray. No hay manera de hacer de vos un hombre.
Los hombres de Sir Kenion Strathbogie rompieron en sonoras carcajadas, riéndole la gracia a su señor como si les fuera la vida en ello. En cambio, el monarca y Lord Henry Beaumont se mantuvieron serios en sus monturas, sin dar más pie a las bromas entre sus hombres. Neall miró a su hermano Ayden y este, con un gesto, le ordenó que lo dejara pasar y montara a Rayo sin responder a la provocación. En eso, desgraciadamente, Neall empezaba a ser experto. No era la primera vez ni sería la última que, en un intento de descalificar al joven Murray ante el mismísimo rey Eduardo I de Escocia, había rebatido lo impensable en cuanto a tácticas, disposición de arqueros o abastecimiento de suministros. Toda idea de Neall era rechazada por Sir Kenion sin apenas ser pronunciada y, aunque Lord Henry Beaumont hubiera preferido cortarse la mano antes que darle la razón a un hijo de Sir Alastair Murray, las razones caían demoledoras por su propio peso. Ese joven era un gran estratega y harían bien con tenerlo siempre en su bando. En una de sus frecuentes charlas privadas con el rey, Lord Beaumont hizo notar el inconfundible valor a tener en cuenta de los hermanos Murray, y Eduardo I de Escocia asintió convencido, porque su viejo compañero de armas era de juicioso conocimiento.
Quedaba un trecho largo para llegar a Annan, donde pasarían unos días hasta que el rey dispusiera marchar de nuevo. No se quedaban durante mucho tiempo en un lugar por temor a ataques imprevistos de la resistencia leal al niño-rey David.
Ya en dicha ciudad, tras haber organizado y guarecido el campamento militar, Eduardo I de Escocia se reunió con su mano derecha, Lord Henry Beaumont, Sir Kenion Strathbogie, Sir Thomas Wake y Sir Gilbert de Umfraville, el grupo de «desheredados» leales que le habían motivado a regresar a Escocia a reivindicar la corona que le pertenecía por derecho. Eduardo I no se anduvo con medias tintas. Si todo salía como tenía previsto, quedaría poco tiempo para ultimar los detalles del inminente viaje que pensaba hacer a la frontera inglesa.
—Es mi deseo partir a Roxburgh en un día, a lo sumo en dos—dijo Balliol, sin dar más opciones a sus comandantes y ante el asombro de Sir Strathbogie, Sir Wake y Sir Umfraville que no estaban al corriente de los planes del rey—. Eduardo III de Inglaterra tendrá a bien forjar una alianza con Escocia, juntos tendremos más posibilidades de derrocar a los insurrectos. No es mi deseo que me acompañen más de veinte hombres para evitar cualquier tipo de sospecha. Además de vosotros y vuestros hombres más fieles, quiero a mi lado a los hermanos Murray. El resto del campamento se quedará aquí, en Annan, como si nada ni nadie hubiera salido del mismo.
Lord Henry Beaumont asintió complacido, pues el rey había confirmado a pies juntillas todo lo que él le había sugerido. El barón prefería tener cerca a los Murray, pues no se terminaba de fiar de ellos y así se lo había dicho al rey en la reunión previa que había mantenido con él a solas. Sabía que no serían capaces de traicionarlos sin poner en serio riesgo la vida de su familia, de su clan, pero había algo en la actitud de los Murray que no encajaba, aunque no sabía a ciencia cierta el qué. Lo que sí sabía era que no le temblaría la mano a la hora de quitarlos de en medio sin ningún tipo de remordimiento.
No obstante, Sir Kenion resopló indignado. Le llevaban los demonios al ver que el rey confiaba tanto en sus vecinos y anteriormente casi hermanos, le indignaba que los creyera tan capaces como para hacerlos capitanes de su ejército y, sobre todo, le enfurecía que les diera un trato preferente a los muy traidores. Si por él hubiera sido, todo el clan habría pasado por la horca como escarmiento público, con la sola justificación de tener en el seno de su familia un traidor a la corona como Sir Arthur y Sir Andrew Murray. Nadie habría osado apelar la sentencia. Su rostro comenzó a tornar en diferentes colores, a cual más púrpura.
—Pero…
—¿Algo que objetarle a tu rey, Sir Strathbogie? —le espetó Eduardo Balliol con evidente cara de enfado por la maleducada interrupción del joven caballero.
Dando rienda a su ira, Sir Kenion Strathbogie se atrevió a contestar ante el asombro de los presentes al rey, gesticulando en demasía y mostrando su falta de dominio y templanza.
—¡Alteza, no sé cómo podéis pedir que os acompañen a relaciones diplomáticas a quienes hasta hace unos meses luchaban contra vos!
—¡¡¡Porque ellos son leales a Escocia, Sir Kenion!!! —exclamó Lord Henry, interviniendo en un intento de apaciguar los ánimos del rey—. Ellos son la unión que nos falta con el pueblo escocés, son sus ojos y sus oídos. Es preferible tenerlos cerca y saber lo que piensan, que darles la espalda y que Su Majestad se vea totalmente ajena a sus vasallos. ¿Tan difícil es de entender? ¡¡¡Ellos son Escocia!!! Dad gracias a que os estimo y no os mando a azotar por vuestra insolencia.
Sir Kenion Strathbogie asintió de mala gana, no muy convencido. Abochornado, bajó por un momento la cabeza hacia el mapa con las posiciones y el camino a Roxburgh. Lord Henry Beaumont miró al monarca, sin saber muy bien qué estaría pensando sobre la desobediencia mostrada, pero Balliol lo apaciguó con un gesto. Después pidió a los otros tres hombres que lo dejaran a solas con Sir Kenion y estos salieron en silencio de la estancia. Eduardo I se acercó con aplomo y las manos a la espalda a la ventana de la estancia. Hacía un día plomizo e invernal que auguraba una buena tormenta en breve, el olor a lluvia y humedad casi se podía masticar, dejando la habitación con un ambiente lúgubre como una cueva. Sir Kenion se quedó fijo mirando el mapa sin saber muy bien qué hacer y qué decir, esperando que fuera el propio Eduardo quien rompiera el tenso silencio creado entre ellos. Eduardo Balliol no se hizo de rogar y habló con la pausa y serenidad de un hombre experimentado:
—Aprecio mucho el valor y la lealtad que mostrasteis hacia mi persona en la batalla de Dupplin Moor, y por ello saldé mi deuda restaurando vuestro título y tierras. Pero no volváis a osar decirme en quién debo o no confiar. En realidad, no os dirijáis a mi persona si no os lo pido expresamente. Soy vuestro rey y como tal me debéis respeto, lealtad y pleitesía. Las rencillas de tierras y faldas las manejaréis fuera de estos muros si ese es vuestro gusto. ¿Entendido?
—Sí, Su Majestad.
—Espero no volver a tener este tipo de diferencias con vos, Sir Kenion. Los Murray, a día de hoy, son intocables. Si habiendo jurado lealtad a mi persona algo les pasara, se vería como una afrenta por todos los partidarios que se han unido a nuestras filas gracias a ellos.
—Sí, Su Majestad.
—Nunca subestiméis al enemigo, Sir Strathbogie. Corren tiempos difíciles y cualquier imprudencia puede costaros la vida. Lord Henry Beaumont tiene grandes expectativas puestas en vos en estos momentos y es por él, por quién dejaré pasar esta insolencia sin un escarmiento. No nos defraudéis.
—No, Su Majestad.
—Marchad con Dios entonces y retiraos.
Eduardo Balliol se quedó pensativo mirando por la ventana. Si alguien le hubiera dicho hacía unos meses que la incursión en Escocia sería tan fácil no se lo habría creído. Se llevó la mano a la barba y se la acarició con suavidad mientras se obligaba a recordar que no todo el camino estaba hecho. «Estos escoceses son hoscos y siempre os considerarán un maldito normando. No tenéis el temperamento de Bruce, pero tenéis el beneplácito de Eduardo III de Inglaterra, algo es algo». La algarabía del exterior le hizo despertar de su ensueño y enseguida pensó: «Maldito Sir Strathbogie, ¿qué habréis hecho ahora?». Si no fuera por la cuantiosa suma de dinero y hombres y la beligerancia con la que luchaba por su causa, Eduardo I se habría deshecho de él hacía tiempo. Pero Lord Henry Beaumont tenía planes para Sir Kenion, planes que pasaban por atarlo en corto haciéndolo su yerno en breve. Quizás eso consiguiera asentarle esa cabeza llena de pájaros que tenía el joven Laird. Llamó a su lacayo para que le proporcionara el abrigo de pieles para salir al exterior. El día era frío y no convenía caer enfermo en un momento tan crucial en su vida.
Tras la reprimenda del rey, Sir Kenion Strathbogie había salido al patio de armas donde entrenaban los hombres con un humor de perros. «Si se piensa el rey que va a poder tratarme como a un niño pequeño, anda muy equivocado…», no hacía más que decirse a sí mismo. Lord Henry Beaumont le sonrió con sobrada condescendencia al verlo acercarse como si estuviera en un campo de boñigas, lo que le enfureció mucho más, teniendo el barón que reprimir las carcajadas a su paso. Sir Kenion Strathbogie, abochornado y pensando que todos estaban al corriente de lo que había ocurrido en su audiencia con el rey, cogió una daga baselard de uno de sus escuderos y jugueteó con ella entre los dedos con pasmosa agilidad. Después, la lanzó al aire haciendo círculos con ella, captando la atención de muchos de los hombres que estaban aún en medio de los ejercicios de espada. Sir Kenion quería sangre… y por sus muertos y todos los santos que la tendría.
Neall seguía su entrenamiento con Ayden, ajeno a lo que pasaba en el otro lado del patio de armas. Los hermanos intentaban alejarse de cualquier conflicto y ocupaban con sus hombres un lugar cercano a la armería y las caballerizas. No era el mejor sitio por tener cierta pendiente, pero no tenían que compartir espacio con esa pandilla de indeseables. El joven Murray había perfeccionado sus destrezas con la espada desde que se entrenaba con Ayden, pues la técnica de su hermano era demoledora e infalible. Aún no era tan preciso como el mellizo, pero destacaba notablemente sobre el resto. Su fuerte seguía siendo el tiro con arco y su presumible poder de anticipación a peligros imprevistos, como todos podrían confirmar en breves momentos. Esa cualidad le había salvado ya en un par de ocasiones la vida y todos lo miraban a veces como si fuera algo sobrenatural.
Neall estaba de cara a la armería y dando la espalda a la torre de homenaje, cuando sintió un extraño hormigueo en la nuca, removiéndose incómodo sobre el sitio. No podía descuidarse si no quería acabar en el suelo y con la afilada hoja de la claymore de Ayden presionándole el cuello. El tiempo pareció pararse de repente. El joven no pudo ver cómo Sir Kenion le lanzaba el arma sin miramientos por la espalda sin darle siquiera aviso. Los ojos de Ayden se abrieron súbita y desmesuradamente, intentando derribar a su hermano sin conseguirlo para evitarle la puñalada. En un rápido acto reflejo, Neall se agachó y esquivó el arma sin saber realmente qué objeto era el que le habían tirado, solo por la expresión de advertencia de su hermano mayor. Hasta que levantó lo suficiente la barbilla y vio cimbrear la empuñadura de la daga baselard clavada en el travesaño de madera frente a sus ojos durante unos instantes, no supo realmente lo cerca que había estado de perder la vida. Un nudo de angustia, odio y rencor comenzó a formársele en el estómago como la más iracunda de las tormentas. Neall tragó saliva con dificultad y a punto estuvo de vomitar la bilis que se le agolpaba en la boca. El joven capitán jadeó sin poder creerse que aún estuviera vivo y clavó sus verdes ojos de bosque en su hermano esperando respuestas. La cara de Ayden pasó del blanco al carmesí en cuestión de segundos y Neall, previendo que esta vez su hermano Ayden no sería capaz de dominarse, le agarró del brazo aún tembloroso.
«¡Demonios! Algún día habrá que no le acompañe la suerte», pensó malhumorado Sir Kenion Strathbogie, cuya intención había sido más que clara y que hubiera dado todo lo que tenía por haberse quitado a un Murray de en medio. Los guerreros presentes se habían quedado perplejos, tanto por la osadía de Sir Kenion Strathbogie como por la habilidad de Murray. Neall se giró para ver quién le había lanzado semejante puñal, aunque sabía perfectamente de quién se trataba. En un intento de enmendar su imprudencia y ante la contrariedad reflejada en los hombres, el malnacido rubio comenzó lentamente a aplaudir mientras se acercaba a Neall y, asiéndole por los hombros, le dijo para que lo oyeran todos:
—Buenos reflejos, nàbaidh. Algún día puede que incluso os salven la vida.
Unos aplausos rompieron la tensión cortante y funesta que había invadido el patio de armas. Lord Henry Beaumont paró de seco con una mano en el pecho a un enfurecido Ayden, que ya iba a pedir algo más que explicaciones a Sir Kenion Strathbogie por la tropelía. El rey bajó los escasos cinco escalones que separaban la puerta principal del terreno de entrenamiento y se acercó a Neall, que no se había movido de su sitio e intentaba mostrarse impasible y tenso como la cuerda de un arco. El leve temblor en sus manos delataba su nerviosismo.
—Ha sido realmente asombroso, Murray. Esa habilidad de anticipación es realmente envidiable y os hará muy temido en el campo de batalla si conseguís hacerla parte de la lucha cuerpo a cuerpo.
—Gracias… Su Majestad —respondió Neall, sin apartar la mirada de Sir Kenion.
—Y Sir Strathbogie —dijo el monarca dirigiéndose a Sir Kenion—, sería bueno que practicarais más con vuestros juguetes. No querréis que piensen nuestros hombres que su adalid es un rastrero que va dando puñaladas por la espalda… ¿Verdad? Recordad lo que os he dicho hace apenas unos minutos e id a comprobar que los caballos estarán listos para partir en la fecha acordada.
—Pero, señor… yo… —ante la implacable mirada de reprobación que le echó el rey, Sir Kenion Strathbogie bajó la mirada y finalmente asintió—. Como gustéis, Su Majestad.
Eduardo I notificó a los veinte elegidos que se prepararan para ir a Roxburgh a la mañana siguiente, advirtiendo al resto que actuara con total normalidad y que reforzaran las defensas por si se perpetraba algún ataque en su ausencia. Ayden miró de nuevo a su hermano pequeño y comprobó el estado de nervios que aún tenía y, agarrándolo por el brazo disimuladamente, cruzó el patio de armas camino a la zona de descanso de los militares. Al resguardo del barracón, Neall se desahogó con un gran suspiro, dejándose caer en lo que podría llamarse un colchón si hubiera estado relleno de lana o paja en vez de nudosos juncos. Sir William de Irwyn se cercioró de que no había nadie en los alrededores antes de empezar a blasfemar por el desafío abierto de Sir Kenion Strathbogie hacia Neall y cómo le gustaría darle la azotaina que su padre le tenía que haber dado hacía mucho tiempo para encauzarle ese carácter despótico y cruel de niño al que se le ha dado todo hecho en esta vida. Ayden Murray estaba callado, en cambio, acariciándose con una mano la barba lentamente, sin perder detalle de las reacciones de Neall que, sin dejar de mirar el techo de adobe, seguía como ido. De repente, cuando Sir William de Irwyn hizo referencia a la inminente marcha a la frontera a la mañana siguiente, Neall se levantó de un salto con los puños apretados, faltándole solo echar espumarajos por la boca como un perro rabioso.
—¡Al cuerno! —vociferó Neall dando un portazo y encajando de un golpe el portalón desde dentro para evitar que nadie pudiera entrar en el barracón estando ellos dentro—. ¡Que me libre Dios de querer agradar a ningún rey que vende su alma a los ingleses! No tengo culpa de que tenga atenciones para con mi persona, intento hacer mi trabajo, eso es todo —dijo Neall derrumbándose de nuevo en el jergón, sentado y con las rodillas apoyando la cabeza sobre las manos, lamentándose como si de él hubiera salido la idea de acompañar al monarca junto a un pequeño séquito.
—Lo sabemos, mac-bràthair. ¡Tranquilizaos! Pues eso es lo que quiere Sir Kenion Strathbogie, la excusa para machacaros por la espalda. Tened cuidado, mac, con lo que decís en voz alta. Una cosa es hablar de un protegido del rey, cosa que puede valernos la horca, y otra muy distinta hablar sobre el propio monarca. Pensad en vuestra madre, en vuestra hermana y en vuestro clan…
—No hay día que no piense en ellos por encima de mí mismo, bràthair-màthar.
Sir William de Irwyn le pidió encarecidamente prudencia, pues sabía del temperamento voluble de Eduardo I y de las pocas simpatías que gozaba el hijo de un traidor entre los «desheredados». Muchas menos si el joven en cuestión podía hacerles sombra por su simpatía o destreza ante el rey. Sir Alastair Murray había formado parte de la élite de hombres que capitaneaban el ejército de Bruce y era además primo hermano de Sir Andrew Murray, fiel a Wallace.
Ayden resopló, pues entendía ambas posturas: la de su hermano y la de su tío. Sus vidas estaban pendientes de un hilo más que nunca. Cualquier fallo, cualquier mísero fallo y los Murray desaparecerían de la faz de la tierra con el consentimiento de Lord Beaumont y del mismísimo rey. El mellizo Murray era tan prudente como impetuoso Neall, pero ¡que lo asparan si no se merecía la muerte el infame bellaco de Sir Strathbogie! Ambos hermanos simpatizaban por la causa de Bruce, su héroe desde que de pequeños les había regalado sus primeras espadas de madera al hacer un alto en el castillo de Blair Atholl, tras una de sus victorias frente a los ingleses. Neall y él a veces recordaban su rostro carismático de ojos brillantes, aunque sus rasgos se le antojaban difusos, debido a que ellos eran muy pequeños cuando lo vieron por primera y única vez; su voz de mando era poderosa, como un torrente pausado y a la vez exigente, con la capacidad de motivar a los hombres hasta una lealtad ciega con solo hacer uso de la palabra. No era que Eduardo I fuera un pésimo monarca, tampoco había tenido tiempo para serlo, pero se bajaba constantemente los calzones ante los malditos ingleses y jamás se ganaría la simpatía de los escoceses si seguía haciéndolo.
A pesar de que era sabido por todos que los Murray eran afines a la causa del niño-rey David, el carácter indómito y honesto de Neall había atraído al monarca que, siempre rodeado de personas que no cuestionaban nunca nada, había visto en el joven un buen referente para no caer en errores tácticos y para no subestimar al enemigo. A los cincuenta y un años de Eduardo Balliol, las objeciones que le planteaba el bravo joven le hacían reír y hasta modificar el discurso final. Ese muchacho era avispado, competente, leal y buen estratega, tenía algo especial y lo quería a su lado el mayor tiempo posible. Le recordaba a Lord Henry Beaumont de joven, pero sin ese odio enquistado por haberse visto privado de sus títulos y tierras que lo hacía tan letal. Sabía que no era del todo partidario a su causa, mas intentaría como fuera retenerlo en su bando a toda costa. Así lo había decidido.
Y al día siguiente allí estaba Neall a lomos de Rayo, junto a su hermano Ayden, su fiel amigo irlandés Erroll Flanagan, su tío y menos de una veintena de nobles escoceses, acompañando al monarca a un encuentro con su homónimo inglés al alba y de camino a Roxburgh. En un día gris de bruma baja, donde la humedad calaba hasta el jubón acolchado y el suelo no era más que un inmenso lodazal.
Al llegar al lugar de encuentro, los escoceses observaron hastiados al acomodado grupo inglés, mientras el servicio no paraba de entrar y salir del pabellón donde se celebraría posteriormente el banquete principal. Realmente era una labor de gran pericia, ya que las enormes bandejas con asado de caza impedían ver por dónde se caminaba. Había viandas tan bien guarnecidas que Neall pensó que en vez de una comida para cien hombres parecía la de todo un ejército. Ni en los mejores años del reinado de Bruce, había visto tal opulencia de menaje: vajilla de porcelana, jarras de oro y vasos adornados con piedras preciosas... Siempre había escuchado que los monarcas ingleses no se movían sin todo el utillaje de palacio al completo y siempre había creído que eran chismes de viejas. Pero ahí estaban, en medio de la nada, como si hubiera descubierto el mayor de los tesoros de un galeón pirata, mirando con el ceño fruncido todo el dispendio de comida cuando el pueblo escocés estaba pasando el invierno más precario de su vida tras la quema de los campos en la guerra civil. El rostro demacrado de los sirvientes escoceses, contratados de una villa cercana para el evento, contrastaban con los sonrosados y bien vestidos sassenachs que guardaban un escrupuloso protocolo al servicio de Eduardo III de Inglaterra. Cada vez que pasaban al lado de los temidos guerreros escoceses, algunos incluso se mostraban altivos y jocosos, mientras que otros hundían la mirada en el barro y huían prestos, no fueran a ser objeto de su ira.
La ceremonia no llegó a durar en exceso, el tiempo justo para haberle terminado de revolver para siempre las tripas a Neall que, asqueado por haber visto a Eduardo Balliol otorgar el poder de decisión en asuntos particulares de Escocia a través de un pleito homenaje feudal a Eduardo III de Inglaterra, había sacado su peor carácter y se había escabullido de allí sin haber terminado la ceremonia y durante el sermón del obispo. Las dos cartas, que acababan de ser hechas públicas, otorgaban además numerosas tierras de la frontera escocesa, incluyendo la zona de Berwick-upon-Tweed, además de una servidumbre de por vida. ¿Cómo no había pensado Eduardo I que este vasallaje llevaría de nuevo a Escocia a una cruenta guerra civil comandada por los sassenachs? Pero claro, si él mismo era un normando criado por ingleses, ¿qué podían esperar los amantes de una Escocia unida e independiente más que el nuevo sometimiento a sus vecinos fronterizos? ¿Cómo asumirían que todo por lo que habían luchado sus compatriotas durante tantos años iba a quedar devaluado a la nada?
Neall se había marchado hecho un auténtico basilisco de la capilla, aprovechando que estaba sentado en los bancos de las últimas filas y que todo el mundo estaba pendiente de la ceremonia y capitulación durante el salmo responsorial. El joven Murray esperó fuera a que terminara el oficio bajo una suave y constante lluvia. De repente, tuvo la necesidad de tomar grandes bocanadas de aire fresco, mientras sus ojos se volvían vidriosos recordando a su padre. Olía a humedad, a musgo y a lodo. Suspiró apesadumbrado y deseando tiempos mejores para su amada Escocia, dándose cuenta de que difícilmente sus ojos verían el esplendor de antaño. Las gotas de lluvia corrían veloces por su rostro y las relamió, confundiéndolas con sus propias lágrimas. Tuvo la sensación de que un aguijón le atravesaba profundamente el corazón, incrementando hasta tal punto su malestar que se llevó las manos al estómago y vomitó todo el mal que le mortificaba dentro. Escuchó los cantos gregorianos de los monjes dando por finalizado el acto y volvió al banco de la capilla, donde Erroll lo aguardaba, intranquilo por la tardanza.
—Me teníais preocupado, ¿dónde os habíais metido?
Ante el silencio de Neall, Erroll siguió con su sarta de preguntas a la espera de alguna respuesta.
—¡Estáis empapado! ¿Estáis bien?
—Sí.
—¡Maldita sea, Neall! Vuestro hermano no ha dejado de preguntar por vos. ¿Es que queréis que nos pongan un perro faldero de Sir Strathbogie para que siga todos nuestros pasos?
—Por supuesto que no, Erroll. Dejad de comportaros como mi nodriza, ¡diablos! Necesitaba tomar el aire, eso es todo. No me encuentro muy bien.
Neall hubiera dado cualquier cosa por no quedarse a los festejos posteriores a la ceremonia, organizados para agasajar a Eduardo III de Inglaterra. Pero allí estaría junto a los demás congregados, la mayoría ingleses, para dar buena cuenta del festín de interminables y laboriosos platos entre litros de cerveza, uisge-beatha, hidromiel y cuirm. Los Murray, además de Erroll Flanagan, ocuparon los bancos más cercanos a la puerta del refectorio, en el ala izquierda del salón principal y junto a otros cuatro nobles escoceses que se habían visto obligados a acudir a la llamada del rey Eduardo I de Escocia. Se sentían prisioneros de una parafernalia que detestaban, pero hacían bien en disimular su repugnancia si querían llegar con vida a ver un nuevo amanecer. En su mesa reinaba un exasperante silencio en comparación con el griterío bullicioso y desenfadado de las mesas colindantes. Neall se mostraba inquieto en el sitio, teniendo que advertirle Sir William de Irwyn un par de veces que se sosegara o terminaría cayéndose del banco.
Los ricos platos repletos de manjares comenzaron a desfilar delante de sus ojos y a llenar las mesas hasta que apenas se veía un hueco libre. Los hombres reían, bebían, comían y eructaban sin dejar pausa entre broma y broma. Sin embargo, en los primeros bocados del magnífico refectorio, Neall se vio incapaz de seguir comiendo o bebiendo. Erroll intentaba distraerlo con sus típicas y oportunas gansadas, rompiendo el silencio reinante en la mesa, pero el nudo que le había aflorado en el estómago al joven Murray iba subiendo poco a poco a la garganta, empezando a resultarle asfixiante. No se encontraba bien, pidiendo excusarse del festín y volver al barracón. Necesitaba estar solo, desahogar su alma atormentada, recapacitar o simplemente tomar el aire. Ayden pretendió que se quedara un rato más, diciéndole por lo bajo que podría levantar sospechas si se marchaba ahora. No había hombre leal a Balliol que no estuviera pendiente de cada uno de los gestos de los hombres que estaban en su mesa. Erroll confirmó sus palabras mientras miraba a los hombres de Sir Strathbogie y les tiraba un trozo de pan duro para que se preocuparan más de sus platos que de su conversación.
El tiempo pasaba tan lentamente que los minutos los comenzó a sentir horas y el malestar no hacía más que volverse de una crudeza demoledora. Finalmente, y viendo que Neall empeoraba de aspecto por momentos, Ayden permitió que su hermano se levantara, pidiéndole que hiciera el esfuerzo de acercarse a la mesa donde ambos monarcas se carcajeaban sonoramente entre platos de venado y perdices confitadas. Neall asintió con los labios apretados, mientras sentía que deshonraba la memoria de su padre. Se levantó titubeante de la mesa, despidiéndose de los allí presentes con un gesto cortés de cabeza. El guerrero necesitaba salir de allí o se asfixiaría sin remedio y, apretando con un gesto tranquilizador el hombro a Ayden, se acercó a la mesa principal con todo el aplomo que pudo sacar de sus alterados nervios.
En dicha mesa, Lord Henry Beaumont estaba sentado a la derecha de Balliol y se mostraba risueño, pero más comedido en los gestos que ambos monarcas, que parecían tratarse con una especial camaradería como si se conocieran de toda la vida. Sir Kenion Strathbogie, que ocupaba a su vez el flanco izquierdo del barón, no les quitaba su sucia mirada de encima a los Murray entre jarra y jarra de vino especiado. Neall Murray rindió pleitesía a los dos Eduardo con una esmerada genuflexión, mientras excusaba su presencia por encontrarse a ojos vista indispuesto. Eduardo Balliol lo miró preocupado por su aspecto unos segundos y asintió a la vez que, con un gesto de la mano, lo dejaba marchar mientras le susurraba alguna impertinencia a Eduardo III de Inglaterra y este reía hasta echar vino por la nariz. Sir Kenion se removió furioso en su silla, enojado por haber perdido la oportunidad de humillar a su contrincante en tan buena compañía. La fiesta llegaba al punto de reírse por cualquier cosa, por muy dolorosa y vilipendiosa que fuera. Escocia se había sometido a Inglaterra: ¡¡¡Dios salve al rey!!!
Neall consiguió salir airoso del salón de celebraciones pero, nada más salir al exterior, volvió a dejar su cuerpo vacío por dentro. La lluvia había cesado entre nubes abullonadas y amenazantes, negras como tizones. Recorrió renqueante el camino que los separaba de los barracones, echando una ojeada a la impoluta guardia inglesa, clavada como un poste en sus lugares correspondientes. Se apresuró en el último tramo, temiendo que le cogiera un auténtico diluvio ahora que empezaba a no tener la ropa húmeda y agradeció que solo hubiera unos cuantos centinelas preocupados por la seguridad de la puerta y del foso para no tener que estar dando explicaciones. Cuanto más lejos estuviera de esos sassenachs, mejor.
El barracón estaba oscuro y frío, por lo que Neall se retiró a dormir pronto, deseando que el cansancio le dejara tener un sueño tranquilo por una vez en varios meses. Agotado, el joven capitán se sentó en el duro jergón compartido durante esos días por su familia y por Erroll, mientras se acariciaba los rizados cabellos que caían en grandes bucles húmedos sobre su frente. Haciendo un gran esfuerzo, se quitó perezosamente las botas, dejándolas a un lado de un puntapié, y se masajeó los dedos de los pies para que entraran en calor. Cuando, desentrañando la oscuridad de la habitación, se cercioró de que estaba solo, volvió a tumbarse mirando al techo mientras se dejaba vencer por la nostalgia.
El verse obligado a participar en la capitulación de Escocia había removido muchos sentimientos del pasado que creía superados, trayendo el recuerdo del inesperado fallecimiento de su padre como un mazazo del propio Thor. Además, desde la subida al trono del niño-rey, Neall solo había visto a su hermano mayor una vez y lo echaba de menos. Junto a su primo Sir Andrew Murray, Sir Arthur lideraba la resistencia que luchaba por mantener una Escocia unida e independiente del opresor inglés. Tras la muerte de Robert I Bruce y las aspiraciones de Eduardo Balliol por el trono escocés, el revivir una Escocia con tales características se antojaba cada vez más difícil, hechos que habían trastocado inevitablemente al clan Murray desde hacía cinco años y de los que tristemente no podía vivir ajeno por mucho que lo intentara, hechos que habían hecho que viera la vida de otra forma, especialmente a Neall que siempre había sido una especie de oveja negra en una familia llena de ideales románticos y valientes. Para el joven, la guerra no era más que el tedioso camino para llegar a un fin y, si podía ahorrársela tomando algún atajo, bien le valía intentarlo.
La falta de entusiasmo del más joven de los Murray por demostrar constantemente sus extraordinarias aptitudes bélicas había sido uno de los problemas más cruciales en la relación que había mantenido con su padre. Sir Alastair no había llegado a entender que el menor de sus hijos no hiciera valer su honra por encima de cualquier murmuración o desagravio. De nada le habían servido al patriarca los años que Neall había pasado al servicio de Sir William Brisbane y sus continuas alabanzas, siempre había algo que criticar en la conducta de su hijo o su modo de ver las cosas. No obstante, a veces eran tan parecidos que asustaban. Lo que nunca llegó a saber el joven guerrero era la predilección que sentía su padre por su persona, que jamás había sabido demostrarle ni con palabras ni con hechos. No solo el gran parecido físico unía a Neall a la figura de su progenitor. Los que habían conocido de joven a Sir Alastair, lo reconocían en el menor de sus hijos como el reflejo que te devuelve la faz en el agua en calma. Quizás precisamente por ello, había sido tan duro con él desde pequeño. No quería que cometiera sus mismos errores, sin darse cuenta que las personas aprenden de ellos necesariamente. Ahora se antojaba demasiado tarde para echar la vista atrás y decirse ese sinfín de buenas anécdotas que nunca se dijeron. La honda pena por la pronta pérdida de su padre había dejado una profunda huella en el corazón de Neall.
—¿De qué me hubiera valido estar en continua lucha con el maldito Strathbogie, athair? —murmuró en voz baja y volvió a repetirse una y otra vez en silencio. Su conciencia no le dejaba conciliar el sueño a pesar del profundo cansancio—. Sir James Stewart quiso limpiar su nombre de las infamias vertidas por el malnacido y acabó muerto en mis brazos por la espalda. Decidme, athair: ¿acaso no es más valiente la actitud de sacrificio de Ayden y, si me apuráis, la mía propia, que luchamos por tener unido y a salvo a nuestro clan?
No, su padre jamás habría aprobado que sus hijos bajaran la cabeza por muy noble que fuera la causa, hubiera luchado heroicamente en las murallas de Blair Atholl, recibiendo glorioso a la muerte. Pero con la muerte no se ganaba nada, como bien les había aconsejado su tío Sir William de Irwyn, solo el sufrimiento de los seres queridos.
Su madre Annabella, sumida en una profunda pena por la muerte de su esposo y las continuas ausencias de su hijo mayor Arthur en pos de instaurar la paz tras la muerte de Bruce, había tenido que mandar a llamar a su bien amado hermano William en más de una ocasión, pues se veía incapaz de hacerse cargo de las tierras y de salvaguardar el notable patrimonio familiar. La muerte de su padre había sido una auténtica conmoción para todos. Nadie daba crédito a que el gran Sir Alastair Murray hubiera podido perder el control de su bestia de guerra durante una cacería y hubiera caído al suelo, siendo arrastrado por los caminos con un pie sujeto a las riendas. ¡Si hasta las viejas aseguraban que había nacido pegado a un caballo! Cuando llevaron el cuerpo de Sir Alastair a Blair Atholl era prácticamente irreconocible de lo destrozado que estaba. Los hijos no dejaron que Milady lo viera para no mortificarla aún más.
Sir Arthur comenzó a indagar entre los participantes de la montería para esclarecer qué había pasado, pero no había persona capaz de poner en pie las últimas horas del fallecido. Muchos eran los que coincidían en que la última vez que lo habían visto estaba en compañía de Sir Charles Strathbogie, padre de Sir Kenion, y que ambos mantenían una acalorada discusión. La ira del nuevo Laird de Blair Atholl iba en aumento.
Al día siguiente a la tragedia y aún con su difunto padre de cuerpo presente, Sir Charles llegó junto a su hijo para forjar una alianza entre clanes a través de un doble matrimonio en vez de dar el pésame a la familia. Las sospechas de que no hubiera sido todo un mero accidente no se hicieron esperar. Sin embargo, sin un testigo de lo ocurrido, los Murray difícilmente podrían pedir justicia ante el rey, por muy amigo que fuera del fallecido.
Ante las propuestas de matrimonio, Sir Arthur hizo que los Strathbogie salieran de sus tierras a patadas, con la orden de no dejarlos entrar en lo sucesivo. Ayden y Neall estaban en el salón principal recibiendo a los lugareños que se acercaban a rendir homenaje a su Laird cuando, al oír los gritos de su hermano mayor, subieron de tres en tres los escalones de la torre para ver qué pasaba. Al llegar a los aposentos de Elsbeth, no daban crédito a lo que les contaban Deirdre y un furibundo Sir Arthur entre los sollozos desmedidos de su madre.
Por más que las mujeres intentaron quitar hierro al asunto diciendo que todo había sido producto de una temporal enajenación o de una tremenda confusión, Sir Arthur estaba decidido a hacer cumplir su palabra y perjuraba que solo le impedía batirse en duelo con los Strathbogie el delicado estado emocional de Lady Annabella. Neall no lo olvidaría jamás: el dolor que se respiraba en esa habitación era asfixiante y, quizás, al volver esa mañana a tener la misma sensación de agobio, lo había puesto todo de nuevo en pie. Los recuerdos se sucedían unos tras otros, como tantas otras veces, y siempre terminaba por llegar a la misma conclusión: era imposible que Sir Charles Strathbogie no hubiera presenciado la caída del caballo de su padre cuando todos los testigos lo habían visto toda la tarde junto a él como habían dicho. ¿Por qué no dio rápidamente aviso del accidente? ¿Acaso no había sido fortuito? Por todos era conocido el enfermizo amor que sentía por Lady Annabella y la aversión que sentía hacia Sir Alastair por haberse casado con ella. «Ese hombre está loco», le había escuchado decir a su padre en innumerables ocasiones. Estaba loco y lo habían subestimado.
Tras la muerte de Sir James Stewart, Deirdre le contó a Neall la historia de los Strathbogie temiendo que el asesinato impune del joven caballero llevara a Neall a cometer una locura. En la soledad del barracón y sin otra cosa mejor que hacer que irse dejando abrazar por Morfeo, Neall rememoró lo que la vieja tata le había narrado aquella tarde cenicienta de finales de diciembre:
—El tiempo no había hecho más que empeorar la paranoia de Sir Charles Strathbogie por Lady Annabella. Por orden de su padre, Sir Charles se había casado con una joven aristócrata inglesa a la que jamás llamó por su nombre, Joanna, sino por el de «Bella», como llamaba a Lady Murray cada vez que la veía. «Bella…, Bella» y se le iluminaban los ojos de loco enfermo… Las visitas a Blair Atholl eran tan frecuentes que el pequeño Arthur llamaba «tío» a Sir Charles y este le obsequiaba con pequeños dulces respondiéndole por «hijo» en ausencia de vuestro padre. Milady le reprendía y le pedía que no confundiera al niño, pero a Sir Charles no parecía importarle y le hacía ver que no había nada de malo en ello. Los mellizos eran tan solo dos bebés de pecho a los que colmaba de atenciones y carísimos regalos. No había día que faltara el patriarca del clan que no se acercara a Blair Atholl para disfrutar de la familia. Lady Annabella era incapaz de mostrarse grosera y, aunque jamás le había dado ningún tipo de esperanzas, Sir Charles se conformaba con verla y disfrutar de su compañía. Lady Annabella intentaba por todos los medios no quedarse nunca a solas con Sir Charles, por lo que yo siempre la acompañaba a todos lados.
—Deirdre, yo…
—Dejadme seguir, mo balach, es importante.
Neall no quiso interrumpirla más y la vieja tata continuó diciendo:
—Cuando Sir Alastair volvía al hogar y los sirvientes le informábamos de las continuas visitas del vecino, intentaba mostrarse como el hombre paciente y seguro de sí mismo que era. Jamás dudó de vuestra madre, pues confiaba ciegamente en su mujer. Pero en más de una ocasión, Sir Charles Strathbogie había conseguido sacarlo de sus casillas y había terminado echándolo de sus propiedades. Si intentaban hacer la vista gorda a su absurda fijación por «Bella» era en gran parte porque las tierras del clan Murray tenían una servidumbre al río que pasaban por las tierras de los Strathbogie. Una enemistad con Sir Charles supondría doblar el esfuerzo de los lugareños del clan para dar de beber al ganado. Por las buenas, Sir Strathbogie era muy considerado, pero por las malas un tirano… doy fe.
Neall recordó cómo Deirdre había tomado un pequeño sorbo de agua para seguir hablando, como si el nudo del recuerdo del pasado fuera así más fácil de tragar.
—El tercer embarazo de Milady coincidió prácticamente en el tiempo con el primero de Lady Joanna. Eso dio un respiro a vuestra familia, ya que los Strathbogie estuvieron todo el año en Brymooestonnin, Inglaterra, ciudad natal de la mujer de Sir Charles. Cuando aún faltaba mes y medio para salir de cuentas, vuestra madre recibió noticias por carta sobre el parto de la joven que, a pesar de ser primeriza, no había tenido ninguna complicación. Milady se alegró enormemente por ella, aunque temió la pronta vuelta de los Strathbogie a tierras escocesas. Esa misma tarde, cuando vuestra madre intentaba dar alcance al pequeño Ayden con una llorona Elsbeth agarrada a sus faldas para darles un baño…
Neall había sonreído al imaginarse a sus hermanos de pequeños tan traviesos como llorones y Deirdre le había devuelto la sonrisa con una mueca dulce y una leve caricia en el mentón.
—Vuestra madre sintió un pinchazo en el bajo vientre que la paralizó, seguido de otros tantos cada vez más fuertes que la hicieron retorcerse. Elsbeth dejó de llorar y preguntaba: «¿Màthair?». Yo entraba en ese momento en el salón con la colada limpia y almidonada, pero al verla tan pálida y con el vestido manchado de sangre, dejé la carga olvidada en la mitad de la estancia y corrí hacia su encuentro. ¿Qué os ocurre, Milady?, le pregunté. Lady Annabella miró asustada sus manos llenas de sangre y me las enseñó. Yo…
Deirdre había vuelto a detenerse para tomar aliento, con las manos temblorosas enlazadas en el regazo y los ojos vidriosos. Recordó Neall haberla mirado con preocupación y cómo la buena mujer había continuado para relajar la tensión que había creado al pararse en semejante punto de la historia:
—Mo balach, no era momento de hacerse las valientes y mandé llamar a otras mujeres para que me ayudaran con Milady. La más joven de ellas se encargó de los pequeños. Los mellizos dejaron la estancia a rastras, gimoteando y sollozando. A mí no me salían las cuentas, ¡era demasiado pronto para que nacierais! Mucho me temía que se hubieran presentado complicaciones y que vinierais al revés o incluso estuvierais muerto —Deirdre se había santiguado al decirlo y volvió a hablar con algo más de aplomo en el tono de voz—. Mandé un emisario que avisara a vuestro padre para que regresara cuanto antes al hogar, rezando porque el hombre lo encontrara pronto y nuestro Laird llegara aún más veloz. Entre tanto, Lady Annabella se retorcía entre dolores cuando consiguieron tumbarla en la cama matrimonial y se dispuso todo para el parto. Las mujeres se santiguaban y rezaban por lo bajo, mientras esperaban la llegada de la vieja Elly, la curandera. Que los perdonara Dios, la matrona del clan había muerto sin descendencia y ellas no sabían qué hacer cuando un parto se presentaba con complicaciones. Recuerdo cómo los hombres esperaban ansiosos mientras se frotaban las manos y montaban guardia en pequeños turnos por si los necesitaran para algo. También temíamos la llegada del sacerdote, pues no vería con buenos ojos que Elly asistiera a la señora. Vuestro padre no se encontraba en el hogar y todos sabíamos que Milady no saldría con vida esa noche sin ayuda.
Deirdre rememoró en silencio el parto, mientras que Neall aguardó en silencio a que la tata dijera algo más, entendiendo lo difícil que debía haber sido.
Entre velas y emplastos de aromáticas hierbas, la curandera se había arremangado y había puesto un palo en la boca de la parturienta, mientras cantaba en una lengua extraña a la diosa Brigid e invocaba a su vez a todos los santos cristianos habidos y por haber. Algunos de ellos incluso inventados, rumió la tata con angustia. Con una habilidad pasmosa y entre gritos de dolor de Lady Annabella, la curandera había introducido su mano derecha hasta la mitad del antebrazo en el interior de Milady, que aferró las sábanas hasta hacerlas auténticos jirones mientras dos mujeres le sujetaban cada una de sus piernas ensangrentadas y flexionadas para que no se moviera. Elly miró a Deirdre con un gesto de preocupación y chascó la lengua. «El niño viene al revés», había pensado la tata mientras le cambiaba con una mano el paño húmedo de la frente a su señora y con la otra le sujetaba el hombro para que no se moviera.
—Mi señora es fuerte y saldrá de esta… Ya lo veréis. Habéis tenido partos peores, ¿lo recordáis? Y todo salió bien. No os preocupéis, mo baintighearna, y haced todo lo que le diga Elly.
Lady Annabella asintió. La curandera puso en los labios de la señora unas gotas de salvia y belladona mezclada con otras hierbas para mitigar el dolor, mientras volvía a introducir su mano en el interior de la mujer. No había tiempo que perder, cada minuto que pasaba corría el riesgo de ser el último para Milady y el bebé. Elly giró la mano en el interior de Milady y la barriga, voluminosa e hinchada, vibró con el movimiento. Como si estuviera vaciando un odre de aceite, la curandera asió el cuerpo resbaladizo del pequeño y lo guió sin soltarlo por el dilatado canal del parto. Los gritos desgarradores de la joven señora al pronto se confundieron con los lloros de vida del recién nacido y las mujeres soltaron las piernas de Milady con las manos entumecidas por el esfuerzo. Algunas de ellas aún continuaban con la plegaria, temerosas por la cantidad de sangre que había perdido Milady en el proceso, pero alegres por recibir al nuevo miembro del clan. Erais un niño precioso.
Neall recordó cómo Deirdre le había cogido de la mano emocionada y se había enjugado las lágrimas antes de seguir contándole sus duros comienzos en la vida, en un intento de que entendiera más al hombre a través del niño.
—Con cuidado —continuó diciendo la buena mujer—, cortaron con una daga al rojo vivo el cordón umbilical que os unía a vuestra madre y anudaron el extremo mientras tiraban al fuego los restos. Yo misma os limpié la mucosidad sanguinolenta del interior de la boca con un paño de lino limpio —sonrió y volvió a callar, ahorrando decirle más detalles mientras su mente se los devolvía vívidamente.
Milady había hecho un último esfuerzo y terminó de expulsar la placenta. La curandera había asido la membrana esponjosa y la había observado cuidadosamente a la luz de la vela, después se había santiguado y la había tirado al fuego también. Con esmero, la anciana había limpiado con agua de lavanda y rosas el cuerpo de Milady, cubriéndola con una camisola limpia y colocando unos paños limpios para los loquios. Asimismo, le dio a beber una tisana para evitar que se desangrara y había masajeado el vientre fláccido en busca de que no quedara en su interior ningún mal.
Después de las atenciones de la vieja curandera, Lady Annabella había mirado temblorosa al pequeño que Deirdre sostenía en brazos. Desfallecida, había observado cómo la tata lo recostaba sobre su antebrazo y comprobaba que no le faltaran dedos, que moviera piernas y brazos. Una vez listo el pequeño examen al recién nacido, lo había depositado sobre el pecho de la madre, exhausta y sudorosa, pero deseosa de sentir el pedazo de su carne cerca de ella. El pequeño no tardó en buscarle el pezón con avidez, con una necesidad imperiosa de aferrarse al mundo al que acababa de llegar antes de tiempo. Milady había hecho una mueca de sorpresa ante el ansia de mamar de su retoño y le acercó la pequeña boca para guiarlo y que succionara las primeras gotas translúcidas del calostro. Solo fueron unos minutos antes de que viniera la nodriza y se llevara al retoño. «Los mejores de mi vida como madre», le había confesado Lady Annabella hacía poco a la vieja tata.
La curandera mandó al resto de mujeres que salieran un momento de la habitación y convino con Deirdre que se cercioraran de que no quedaba mal alguno en el cuerpo de la señora. Le enseñó a la tata cómo hacer una infusión que aminorara la pérdida de sangre y lo que debía de hacer en caso de que esta comenzara a ser más abundante de lo normal si no conseguían localizarla. Lady Annabella buscó enlazar sus manos entre las de la vieja curandera y le susurró un «Gracias, le debo la vida», a lo que la mujer le respondió con una franca y desdentada sonrisa.
—Erais un niño sano y fuerte, en honor al hombre en el que os habéis convertido.
—¿Y qué tiene que ver todo esto con los Strathbogie?
—Sano, fuerte e impaciente, me temo. A pesar de su reciente paternidad, Sir Charles vino al castillo de Blair Atholl tan rápido como se enteró de vuestro nacimiento y con las manos repletas de obsequios y agasajos para todos. Sir Alastair llegó dos días después, tras la celebración con Robert I Bruce de la victoria escocesa en la batalla de Loudoun, ajeno a que su esposa se hubiera puesto de parto y las complicaciones surgidas en el mismo. El mensajero no había conseguido localizarlo y había vuelto al castillo sin noticias. ¡Cuál fue su sorpresa al encontrar a Sir Charles con su niño en brazos, increpándole que hubiera dejado a su esposa en un momento tan delicado! En esos momentos, fue la gota que colmó su paciencia. Vuestro padre lo echó de su casa a gritos sin atender los ruegos de Lady Annabella para que entrara en razón y recordara por qué debían ser corteses con el impertinente vecino. Cuando por fin pudo ver vuestra carita, sonrió a su esposa y la besó en la frente. «Se llamará Neall», exclamó a todos, «porque es todo un campeón que ha conseguido burlar a la muerte». Vuestra madre sonrió complacida porque no podía gustarle más el nombre elegido para vos. Esa misma tarde os bautizaron.
—¡Vaya! —había exclamado sorprendido, sin pretender interrumpir más a la tata.
—Los años pasaron y la infancia de Sir Kenion estuvo marcada por un padre borracho, déspota y amargado… y una madre consumida por la depresión y la repulsa de su marido. Lady Annabella se compadecía de la mujer y evitaba quedarse a solas con Sir Charles siempre que podía, pero Lady Joanna abandonó el hogar en extrañas circunstancias cuando su primogénito contaba con poco más de tres años. Todo empeoró para los Strathbogie cuando Sir Charles se rebeló contra Robert I Bruce tomando partido por los rebeldes ingleses a finales de junio de 1314. La victoria de los escoceses en la batalla de Bannockburn fue un hito trascendental en su reinado. Todos aquellos que habían simpatizado y ayudado a los sassenachs fueron desterrados, perdiendo Sir Charles su cargo, su título y sus tierras en Escocia. A cambio, recibió tres señoríos en Norfolk como compensación.
Neall era muy pequeño para recordar todo aquello, pero a su mente venían imágenes inconexas de la época.
—El odio de Sir Strathbogie a la causa de Bruce y todo lo relacionado con ella se enquistó en lo más profundo de su ser. Sin embargo, vuestro padre respiró tranquilo al ver cómo el molesto vecino dejaba por fin en paz a la familia. A pesar del destierro, Sir Charles aprovechaba cualquier excusa para viajar en innumerables ocasiones al castillo de Blair Atholl para visitaros. Sir Alastair jamás lo denunció, aunque no le faltaban ganas de hacerlo a menudo. Habían pasado más de veinte años. Pero su amor por «Bella» seguía siendo enfermizo. Sir Kenion se parece en muchas cosas a su padre, pero no es su padre. Mo balach, no subestiméis a un enfermo, pero no olvidéis nunca que lo es.
Las palabras de la vieja tata resonaban en su mente como si acabara de pronunciarlas. Palabras sabias de quien ha vivido y sobrevivido mucho. Creía haber dejado atrás la época más negra y funesta de su vida, de esas que crean heridas abiertas y sangrantes en el corazón, de las que difícilmente te recuperas por mucho que quieras.
Tras el fallecimiento de Sir Alastair y la partida de Sir Arthur para comandar los ejércitos del niño-rey, Sir Charles se había presentado de visita a la hora del té día tras día. Elsbeth transmitía su pesar por no poder recibirlo adecuadamente al encontrarse cuidando la delicada salud de Lady Murray, pero el empeño del hombre era encomiable a la par que irritante. Ayden y Neall habían hecho auténticos esfuerzos por mostrarse como auténticos caballeros como su madre les había pedido encarecidamente. Si no hubiera sido por el dolor adicional que les ocasionaría, hubieran echado a patadas a Sir Charles inmediatamente.
Pasada una semana de la tragedia, llegaron noticias del tío Sir William de Irwyn, que había arribado al puerto de Cairnryan, a tan solo un par de días a caballo. Gracias a su tío, la tremenda desgracia no se llevó por delante a su madre, ya que era el único que parecía conseguir arrancarle de esa ensoñación en la que vivía sumida. Todo le recordaba a Sir Alastair, cada rincón, cada frase, cada gesto de Neall... el vivo retrato de su padre. Él no soportaba recordarle a su difunto esposo constantemente, tampoco podía ver cómo su madre se apagaba como una vela que titilaba en la palmatoria sus últimas pulgadas de mecha. Cinco largos años y cada día igual que el anterior.
Neall apartó su mirada de la vela, la única que había encendida en el barracón, y sus pupilas se contrajeron ante el intenso contraste de luz. Tantas veces le había contado la historia de su nacimiento la vieja tata que se la sabía de memoria. La llama seguía consumiendo a lengüetazos la parafina que se derramaba y desbordaba de la palmatoria como si quisiera escapar de su calor. Exhausto por revivir tantos recuerdos y el malestar del presente, se quedó profundamente dormido con sueños inquietos.
En ellos, un deformado y diabólico rostro de Sir Kenion se acercaba a un Neall niño, solo, asustado, bajo una mesa... el cuerpo de Sir Strathbogie era el de un viscoso monstruo marino parecido a un pulpo gigante de enormes y viscosos tentáculos. El monstruo le perseguía, siempre le perseguía y, por más que corría, siempre estaba a un paso de darle alcance. Primero por el interior del inacabado castillo de Blair Atholl, alrededor de la gran torre de homenaje y su gemela principal, saltando como un gamo entre las torretas y almenas, con la respiración hedionda del monstruo en el cogote. «¡Corre Neall, corre!». Y de pronto, quedaba engullido por la robustez de las blancas paredes de piedra de la edificación y expulsado violentamente hacia los verdes jardines oscurecidos por la sombra del temible Sir Kenion. Los bisontes y ciervos salían despedidos por los aires al toparse con la bestia marina a medida que trataba de darle alcance, pero él corría y corría sin mirar atrás. Los árboles eran arrancados de cuajo a su paso, deforestando páramos de bosques enteros. Las casas de los labradores quedaban destrozadas de un solo toque de sus tentáculos y la devastación parecía no tener fin entre lenguas de fuego espeso que teñía de carbón todo lo que tocaba.
¿Por qué siempre el mismo sueño? ¿Por qué desataría Sir Kenion el infierno en Blair Atholl? ¿Qué significaba? Los ojos de Neall se abrieron unos instantes, resplandeciendo vidriosos mientras el sudor bañaba su frente. Entre sacudidas y espasmos, volvió a sumirse en el agitado y recurrente sueño. El pequeño Neall seguía corriendo sin parar hasta llegar al abismo del acantilado de las Bullers de Buchan. Ese maldito acantilado de la tierra de Longhaven, tan lejos, que pasaría meses hasta llegar a ellos desde Blair Atholl. Pero ahí estaba él, de niño, a solo un paso de caer a una de las gargantas más espectaculares de Escocia, en uno de esos saltos espacio-temporales que solo los sueños pueden dar. Sin mirar atrás, Neall sintió a su espalda cómo el aliento cálido y fétido del monstruo se acercaba hasta tocarlo y el niño saltaba al vacío sintiéndose libre, lejos del alcance de la bestia, con los brazos en cruz primero para terminar la inmersión de cabeza, sin miedo a la libertad que le daba tocar el cielo con las manos hasta que las gélidas aguas punzaban dolorosamente sus sienes.
Incomprensiblemente, el monstruo marino no se lanzaba al agua tras él, sino que berreaba tremendos alaridos que nublarían hasta la razón más cuerda. Tras unos minutos a flote en la gran olla rocosa, el pequeño Neall buscó guarecerse de la corriente. En un intento de separarse del rompiente de olas, el niño buceó entre los frenéticos torbellinos, mientras la marea alta engullía y escupía espuma de sal hacia el acantilado. Las algas se le enredaban a Neall en los brazos y en la ropa, abrazándolo, ebrias de atraerlo hacia el fondo. Al volver a abrir los ojos, el niño se sorprendió al ver a la mujer salvaje entre las turbulentas aguas, como una sirena de piel canela clara, con el sedoso pelo ceniza acariciando las algas, entre estrellas y corales, con sus suaves curvas invitándole a acercarse. Pero el pequeño Neall dudaba un instante, siempre dudaba en su maldito sueño, y lo que era cristalino comenzaba a teñirse del color de la sangre que emanaba furiosa de su corazón yerto. Neall braceaba angustiado, intentando llevar a la joven a la superficie, pero sus dedos se le escapaban fríos y el fondo la absorbía como una vasta boca de arena pedregosa. El niño finalmente emergía a la superficie del mar abierto, ante una orilla serena y cálida, con la desazón rompiéndolo por dentro. El pequeño Neall lloraba y lloraba con la piel desgarrada, solo, muy solo…
—¡Neall! ¡Neall, despierta!
La voz de su hermano era como un lejano canto en esa playa vacía, pero sus ojos se aferraban a no despertar y, tras tomar otra bocanada de aire, el niño volvía a zambullirse de nuevo en el agua con la esperanza de encontrar algún rastro de ella.
—¡Neall! ¡¡¡Despierta, bràthair!!!
Sobresaltado, sudoroso y avergonzado por lo que hubiera podido decir en sueños, Neall se incorporó en el jergón, retirándose un mechón de pelo mojado de la cara y evitando la mirada preocupada de su hermano.
—Neall, ¿otra vez la misma pesadilla?
El joven Murray no sabía qué decir. No quería preocupar más a Ayden con pesadillas de imberbes pero, ante el gesto serio de su hermano, asintió. En un ataque de sinceridad, le había contado tiempo atrás sus enrevesados sueños, pensando que el decirlo en voz alta haría que desaparecieran de una vez, pero se había equivocado.
—Yo... —volvió a asentir, avergonzado ante la reacción de Ayden.
Neall no quiso seguir hablando sobre el tema, quitando gravedad al asunto con una de sus subidas de hombros condescendiente y su extraordinaria sonrisa con hoyuelo incluido. Sin embargo, al apoyar los pies en el suelo de guijarros del barracón y notar en la planta de los pies la humedad del cuerpo y de la piedra, el guerrero sintió que le faltaba el aire, inspirando con determinación una bocanada de aire fresco, a la vez que sacudía la cabeza para terminar de despejarse. ¿Qué demonios le pasaba? La opresión del pecho, lejos de disiparse, parecía ir en aumento. Ayden se acuclilló frente a su hermano pequeño, colocando sus callosas manos en los hombros, esos que parecían haberle dicho hacía un momento que no se preocupara, que estaba todo bien, aunque no fuera así. Si en ese instante alguien hubiera dicho que Neall era dos años menor que Ayden, nadie lo hubiera creído, pues las ojeras le oscurecían al muchacho el semblante, dándole un aspecto de demacrado anciano de piel tersa. Apretando los labios con fuerza, tuvo el coraje que otorga la rabia de mirar a Ayden a los ojos, brevemente al menos. La respiración era la de un animal bravo en un pequeño redil, pues le faltaba ir soltando bufidos.
—¡Olvídalo, Neall! Vos no pudisteis hacer nada, ni Erroll, ni yo mismo. ¡Diablos! Sir Strathbogie le disparó y cayó al rompiente de la olla… Aunque hubiéramos llegado a ella, dudo mucho que hubiéramos podido salvarle la vida. Pero os juro, bràthair, por la memoria de nuestro padre, que ese bastardo lo pagará algún día, por Sir James, por esa mujer y por tantas otras... —Su voz parecía afectada, pero se recompuso mientras se ponía en pie—. Y ahora, preparaos, partimos mañana y no nos han querido notificar dónde. No sé en qué acabará toda esta parafernalia, pero no pinta nada bien. Tendremos que estar sobre aviso.
Ayden giró sobre sus pasos y se perdió en el resplandor del contraluz, no muy convencido de dejar a Neall. Sabía que necesitaba estar solo durante unos minutos antes de que el barracón se llenara de soldados. Neall volvió a quedarse solo, apesadumbrado y mirando al techo. Su hermano tenía razón, él lo sabía, todos lo sabían. El rencor por el impune asesinato de Sir James y de la joven salvaje por parte de Sir Kenion Strathbogie se le había enquistado muy hondo. Tenía que mirar al frente, luchar por sobrevivir como él le pedía insistentemente a su madre, no podía seguir vegetando entre pesadillas pues, tarde o temprano, tendría que enfrentarse a Sir Strathbogie o arrancarlo de su vida para siempre.
Los soldados comenzaron a ocupar sus jergones entre jocosas risas y empujones, claramente ebrios. La noche se aventuraba larga y se dispuso a descansar el cuerpo, aunque más difícil sería que lo hiciera el alma.
Al amanecer, Ayden cepillaba con fuerza a Gigante, mientras Neall terminaba de colocar la montura y ajustaba las cinchas a Rayo. Ayden no le quitaba ojo a su hermano menor, seguía preocupado por esa falta de descanso que visiblemente estaba agriando su carácter risueño. Él nunca había sido dado a reír, su temperamento era más parecido al de su hermano mayor Sir Arthur y siempre había envidiado la complicidad y buen humor entre su melliza y el menor de sus hermanos. Verlo tan alicaído lo destrozaba y no comprendía la obsesión por Sir Kenion y por la joven arquera. ¿Había algo que no le había contado?
Cuando consiguieron alcanzar a los hombres de Sir Strathbogie a los pies del precipicio de las Bullers de Buchan, no había rastro de la muchacha. Por el rostro sombrío de Neall, supo que no había llegado a tiempo y prefirió no preguntar. Jamás lo había visto tan enfadado con Sir Kenion Strathbogie, ni siquiera cuando de pequeño lo dejó todo un día amarrado a un árbol embadurnado en estiércol de vaca o cuando de mayor dudó de su hombría delante de los demás jóvenes por haber evitado el linchamiento del amanerado de la aldea… Solo comparable con la desolación que había visto en su rostro al traer entre sus brazos el cuerpo sin vida de Sir James Stewart, buen hombre y mejor amigo.
El campamento terminó de levantarse al mediodía y partieron tras el rey sin hacer más preguntas. Solo presidían la comitiva de veinte hombres al salir de Roxburgh un quedo silencio y el frío brillo del sol de invierno, pues ni un alma se asomó a despedir ni agasajar a su rey. El rechazo por el feudo al pueblo inglés no había hecho más que empezar y ellos estaban en el bando ganador, el bando al que no quería pertenecer nadie que sintiera la sangre escocesa correr por sus venas. «Quizás regresar a casa durante unos meses sea lo mejor para todos», pensó Ayden intentando mostrarse positivo ante la inminente vuelta a Blair Atholl. Los Murray necesitaban prepararse para los nuevos cambios que se avecinaban y para los que se pudieran propiciar después. Las voces contrarias a la política de vasallaje a la monarquía inglesa no tardarían en reaccionar a lo que allí se había pactado en el día de ayer. Eso lo tenía tan claro como el agua. Que Dios les diera fuerzas para luchar contra el mismísimo rey.