CAPÍTULO 15 – EL ELEGIDO

 

 

Neall había sido el primer amor de Leena. El compromiso perfecto para fortalecer ambos clanes, si no fuera por el inconveniente de no ser correspondido de igual modo por ambas partes. Por aquel entonces, Neall tenía diecisiete años y ella acababa de cumplir los dieciséis. Ni que decir tiene que, habiendo pasado toda una década desde aquello, Leena seguía siendo el torbellino entusiasta que era hoy.

 

 

Castillo de Blair Atholl, Perthshire (Escocia), durante la Beltane de 1324.

 

El joven Murray había venido con Sir William Brisbane para las celebraciones de Beltane, junto a sus inseparables Erroll y Darren. La llegada del verano siempre había sido un momento especial de conmemoración para los escoceses, no solo se celebraba la llegada del buen tiempo, sino que se alababan las bondades de Bel, dios del fuego y la fertilidad. Leena Stewart había llegado a Blair Atholl un par de días antes acompañada de su hermano mayor James y pronto había visto en Elsbeth su alma gemela. Las dos habían conectado desde el primer momento y daban largos paseos por los jardines, haciéndose partícipes de sus confidencias. Ambas parecían dos bellas flores en primavera, con sus bellos vestidos ahuecados y sus alocadas risas. La Murray, rubia de ojos azul cielo, y la Stewart, pelirroja de ojos del color de la miel, vivían sin preocupaciones, amparadas por la seguridad que les ofrecía su propio clan, construyendo sus propios castillos de naipes y sin prestar atención a la solidez de los muros de sus propios sueños. Los muchachos las miraban extasiados y las seguían por donde fueran, como cipselas de diente de león en busca de echar raíces, pululando por aquí y por allá, hasta que se fundían con el horizonte. Eran tiempos de bonanza, eran tiempos de Robert Bruce. Muy lejos de guerras y traiciones a las que debieran de temer sus jóvenes corazones en años venideros.

 

La primera vez que Leena vio a Neall se le paró el corazón, así, de golpe. Eran los días previos a la Beltane, las muchachas bajaban los peldaños de la escalera de la torre de homenaje de dos en dos, mientras Sir Alastair les vociferaba entre risas que dejaran de correr como podencos o tendrían que coserle los dientes a las encías con tripas de cordero. Elsbeth y Neall siempre habían sido el ojo derecho de su padre, aunque este jamás lo reconocería ni ante Dios, ni ante los hombres. El joven pupilo de Sir William Brisbane estaba de perfil junto a ese irlandés tan risueño, sobrino del heredero de Glamis, y su hermano Darren. Los tres acababan de llegar y estaban hablando con el rubicundo Ayden, que tan buen mozo le había parecido al llegar y con el que había llegado a sentir algo más que cosquillitas en el estómago. Sin embargo, cuando le presentaron a Neall, Leena enmudeció por primera vez en su vida y todo el mundo supo que ese muchacho le gustaba, por mucho que lo negase y para desgracia del pobre Ayden, que ya bebía los vientos por ella.

Al igual que sus hermanos mayores, Neall era muy apuesto, algo más alto que el mellizo, pero menos corpulento. Uno rubio oscuro y el otro zaino. Neall, el de los ojos verdes traviesos y la risa contagiosa, la misma risa de Elsbeth. Nada que ver con el tímido y huraño carácter que su hermano James y Arthur Murray le habían vendido que tenía, nada que ver con el serio y extasiado Ayden, ni con ningún hombre que hubiera conocido antes. Leena asió del brazo a su reciente amiga y, por primera vez en muchos años, fueron ellas las que persiguieron con coquetería cada uno de los pasos de los muchachos. Los hermanos Murray estaban encantados con ser objeto de tantas atenciones, ellos y todos los jóvenes del clan que las seguían como moscas a la miel.

Leena interrogó sin piedad a su hermano Darren, que no terminaba de ver el tremendo interés que de repente tenía su hermana por sus entrenamientos con espada y arco, sus pruebas de inteligencia, sus viajes y cualquier cosa relacionada con el tiempo que había pasado fuera de casa, por nimia que fuera. Elsbeth, por su parte, comenzó a dar paseos con James, siempre acompañada muy de cerca de su tata Deirdre, o de cualquier muchacha que pudiera servirle de carabina, para no dar pie a las malas lenguas. El joven caballero era de la edad de su hermano Arthur. Siempre tan ufano, tan apuesto y con tantas historias interesantes que contar que la melliza obvió al resto del mundo teniendo ojos solo para él.

Los jóvenes compartieron unos días maravillosos. Siempre iban juntos a todas partes, salvo cuando Elsbeth y James se escabullían del grupo principal y se quedaban observando las nubes tumbados entre los trigales. Leena intentaba ir siempre cerca de Neall y Ayden siempre estaba cerca de ella. Se volvieron inseparables, para desgracia de este último.

La primavera había teñido ese año a Escocia de un verde especial, un verde brillante, realzado con el azul brumoso del cielo y el límpido de sus ríos, con el gris pedregoso de sus rocas y con el marrón cálido de su tierra. Miraran donde miraran, un centenar de puntitos de todos los colores salpicaban el verde de las colinas y de los páramos. Era tan hermoso que Leena no podía más que repetir pequeños: «Oh, oh…», a medida que se internaban en el campo de flores que coronaba los límites del río Tilt. La vereda de acceso era más angosta que la del río Garry, pero ese bordado de colores que lo delimitaba a cada una de sus orillas, lo hacía un lugar irrepetible y especial. Los jóvenes se habían levantado esa mañana muy temprano y habían preparado algunas cestas con vituallas para el almuerzo. No había nada comparable al día de las ofrendas en primavera. Bueno, sí, las hogueras de la noche de la Beltane.

Para la ceremonia de la cosecha, recogieron frutos y recolectaron flores silvestres de tallo largo para trenzarlas y poder hacer así bellas coronas de flores para sus cabellos. En la pradera no cabía ni un alfiler, todo era alegría, todo era fiesta. Ese año, se esperaba una gran cosecha y ¿qué mejor manera de celebrarlo que festejándolo a lo grande? Todos estaban engalanados con flores, bien coronas o guirnaldas, y los más pequeños corrían y jugaban con los perros, animados los últimos por el festín de sobras que se iban a dar. Cuando regresaron al castillo, la mayoría de los pequeños iban en brazos, dormidos o lasos por el cansancio de un día tan feliz como agotador. Sus madres agradecieron a los muchachos que los hubieran traído y se los quitaron de los brazos adormilados. Algunos de ellos se llevaron una buena reprimenda porque no habría forma posible de poder zurcir los sietes que se habían hecho en sus calzones. Los niños les dijeron adiós con sus manitas regordetas, mientras sus madres tiraban de ellos camino a casa, incluso uno de ellos se fue comiendo algunas de las flores de su guirnalda por el camino. No había ninguno que no tuviera unos preciosos coloretes sonrosados en sus mejillas y se prometieron volver a la pradera a la mañana siguiente.

Lady Annabella recibió a sus hijos y sus amigos agarrada del brazo de su amado esposo Alastair, con una sonrisa en la cara que la iluminaba entera. No había mujer más hermosa que ella en Escocia cuando estaba a su lado y Sir Alastair se sentía el hombre más afortunado del mundo por haber sido «su elegido». Eran muchos los años que llevaban juntos y se amaban infinitamente más que el primer día. Era una pareja ejemplar, a la que le había sonreído la madre Fortuna con muchos años felices y con cuatro hijos sanos y respetables. Eso era más de a lo que muchos podían aspirar.

—¡Vamos, vamos! —les recriminó la señora por haber llegado un poco tarde—. Tenéis el tiempo justo para asearos y acicalaros para la noche de las hogueras. Deirdre ha preparado el baño para las muchachas en la habitación de Elsbeth y no dudo que los muchachos preferirán visitar el río, antes que lavarse en una tina.

Las jóvenes se despidieron y marcharon presurosas, para que el agua del baño no se les enfriara. Los jóvenes se rieron y asintieron entre bromas. Por supuesto que ellos preferían chapotear en el río y echarse de camino unas carreras, unos largos o cualquier demostración de fuerza que les hiciera exhibir sus duros días de entrenamiento frente al resto, a meterse en un recipiente ridículo donde había siempre menos agua dentro que fuera. Además, con tal de no acarrear las tinas y los cubos de agua caliente para llenarlas, daban cualquier cosa. Sin embargo, antes de que retomaran el camino al río, la buena señora se dirigió a los hermanos Stewart y les dijo:

—Ha llegado un emisario con correspondencia de vuestros padres. Es muy probable que estén aquí dentro de dos días a lo sumo.

—Eso será magnífico, Milady. Muy agradecido —y con una esmerada genuflexión, ambos hermanos se fueron corriendo para alcanzar al resto del grupo de muchachos que habían partido como avanzadilla en dirección al río.

Con los últimos rayos de sol, el clan Murray al completo e invitados se reunieron alrededor de una gran hoguera para celebrar el rito de la fertilidad. Los más jóvenes se burlaban de las supercherías de vieja y veían este tipo de festejos como la excusa ideal para beber más uisge-beatha, o hidromiel, del normalmente permitido. La ceremonia incluía un intercambio de pequeños presentes entre hombres y mujeres. Además, los que ya habían iniciado una relación o estaban comprometidos se daban a comer mutuamente viandas frescas como fresas y moras silvestres. Otras parejas simplemente se daban arrumacos, mientras acariciaban la oronda tripa de ella a punto de parir y reían, reían todos sin descanso.

La noche se vino tan oscura por falta de luna que fueron muchas las hogueras que se encendieron en los alrededores, dispersándose el gran grupo en otros más pequeños en busca de algo más de intimidad. Los muchachos se habían puesto la ropa de las grandes celebraciones litúrgicas y se habían repeinado más de lo usual, dándole pie a las continuas burlas de Sir William Brisbane sobre su gallardía y su origen inglés. Las muchachas estaban radiantes con sus vestidos nuevos y esos preciosos tocados, que tan favorecedores les salían a Deirdre.

Tras los ritos en común y las ofrendas de frutos y flores por la buena cosecha, los jóvenes buscaron su propio espacio encendiendo una hoguera al respaldo de la muralla. Allí podían reír, beber, bailar y gritar a su antojo, sin que las miradas de los adultos los cohibieran o los martillaran con reproches sobre la decencia, la promiscuidad y la carencia de otras virtudes. Para esa ocasión, Leena había elegido un vestido con corpiño amarillo y hermosos lazos de raso rojo, que destacan brillantes con el color de su pelo y le remarcaban su fino talle. Leena era de buen carácter como Elsbeth y, cuando ambas empezaban a reír por alguna bobería, el resto era incapaz de mantenerse serio y terminaban riendo, aunque no supieran muy bien de qué, o de quién. La joven Stewart estaba en uno de esos días ingeniosos en los que de cualquier tontería se hace un doble sentido y unas chanzas. Elsbeth y ella sentían que, si no dejaban de reírse de ese modo, las mandíbulas se le terminarían desencajando inevitablemente. Cuando llegó Neall acompañado de Erroll, la joven Stewart dejó plantados a Ayden y a Elsbeth sin mediar palabra, hipnotizada por su llegada y por su porte indiferente y atormentado.

Neall acababa de discutir con su padre, sobre si seguir o no bajo el tutelaje de Sir William Brisbane, pues empezaba a ser necesaria la presencia de un Murray en sus tierras y su padre no había pensado en nadie mejor que en él para ello. ¿Debería sentirse halagado? Obviamente, no. Las peticiones de su padre eran continuos dardos envenenados, desde que no quiso plantarle cara a las infamias vertidas por Sir Kenion Strathbogie (eso sin saber el alcance real de las difamaciones de semejante bellaco y llegando al punto de decirle que no era merecedor de llevar su apellido si no se comportaba como un hombre). Neall se había respaldado en que, plantarle cara al heredero de los Strathbogie, era darle pie a que siguiera inventando más y más tonterías, apoyado siempre por su séquito de hienas. Sin embargo, ni padre ni hijo alcanzaban un acuerdo y ambos se habían mantenido en sus trece, distantes.

La noche había empezado con un «vuestros hermanos son capitanes y tienen hombres a su cargo. Vos, en cambio…». No hacía falta que repitiera una y mil veces sus duras palabras, por más que lo intentara, él siempre sería el perrito faldero de su madre, el que venía cubierto de barro y decía que se había caído en un charco, para que sus hermanos no se llevaran una paliza por haberlo tirado antes, y el niño medroso del que su padre jamás estaría orgulloso. Su madre se había callado un sollozo con el dorso de la mano y en sus ojos brillaban las lágrimas. Neall había sido tajante:

—Mientras no sea digno de llevar vuestro apellido, no hay lugar para mí aquí.

Los demonios lo atormentaban. Lo que menos tenía ganas Nealll era de celebrar la Beltane y reír sin ganas, con el corazón deshecho. La relación del benjamín con su progenitor nunca había sido fácil. Precisamente, por lo mucho que ambos se parecían no solo físicamente, sino también en lo personal. Erroll lo conocía muy bien, le pasó una jarra de uisge-beatha a su amigo y le instó a que se la bebiera de un trago, mientras por lo bajo le decía:

—Si vuestro padre quiere un hombre en casa que se quede él, no os martiricéis más con ello, que delegue sus cargos en el Parlamento y así no tendrá por qué preocuparse de las continuas idas y venidas de ese malnacido de Sir Charles Strathbogie a vuestra casa.

—No es tan fácil, Erroll. El rey lo necesita y yo no quiero pasarme la vida entre estas cuatro paredes sin conocer mundo y aguantando los reproches por todo lo que no haga bajo su ojo avizor. Pero si le pasara algo a mi madre, o a mi hermana, en su ausencia… no me lo perdonaría, caraid.

—Mala solución le veo entonces —se quedó pensando unos segundos e iluminando su rostro por la buena idea que acababa de tener—. Salvo... salvo que... convenzáis a Sir William Brisbane de trasladarse aquí o al castillo de Glamis de mi tío, que está relativamente cerca, quizás si se lo pedís vos, no objete nada ese viejo cascarrabias.

Le hizo gracia a Neall que Erroll viera a Sir William Brisbane como un viejo cascarrabias. El caballero era solo un año mayor que su padre y tenía la fortaleza de un buey. Su relación con el tutor era realmente encomiable desde que lo había tomado a su cargo con tan solo seis años, nada que ver con la que mantenía con su padre, lamentablemente. Estaba decidido. Para empezar, al día siguiente decidió que hablaría con Sir William y le expondría el caso; para terminar, cogió entre sus manos la jarra que le brindaba Erroll y se la bebió de una sentada. No era uisge-beatha, sino cuirm. ¡Maldito, Flanagan! ¿De dónde lo habría sacado? Ese líquido infernal siempre le había sabido a demonio, mas pasado un rato, ¡qué bien le sentaba en el cuerpo! A veces, la vida consigue verse de otra forma bajo los efectos del alcohol, incluso la pena más grande duele menos, aunque no solucione nada. Neall siempre había buscado el beneplácito de su padre y siempre se había dado contra un muro por ello. El joven se centró en la fiesta y en esa belleza pelirroja, que no hacía más que sonreírle con los labios del color de la fresa madura. La segunda y la tercera jarra las bebió sin ni siquiera pensarlo.

Leena se sentó al lado de Neall y le pasó unas moras, mientras hablaba nerviosa sobre cosas intrascendentes. En varias ocasiones, le dejó caer sutilmente insinuaciones pero, o el joven se estaba haciendo el interesante, o ella era su primera… «¡No puede ser que no se haya relacionado con ninguna muchacha antes!». Animada por la falta de experiencia de él y también por la jarra de hidromiel que se había bebido de golpe para infundirse valor, Leena se mordisqueó retadora sus labios, mostrando un rojo jugoso e intenso por las moras y las fresas, a juego con el rubor de sus mejillas por las horas expuestas al sol. Sus ojos miel verdosos crepitaban como las llamas de la hoguera y, cuando Neall la miró, embelesado por su coqueteo y su arrebatador descaro, la muchacha sonrió, se acercó y lo besó en la boca. Fue un beso lento, deseado, provocador... Neall se quedó sorprendido y quieto, con los ojos entrecerrados y la boca entreabierta ante su primer e inesperado beso. ¡No podía creerse que la pelirroja lo hubiera besado! Apenas le dio tiempo a pensar si era verdad lo que su alucinada entrepierna andaba aplaudiendo, cuando el muchacho sintió que la lengua de ella entreabría de nuevo con sutileza sus labios, saboreándolos, lamiéndolos y él se dejaba llevar por el ímpetu de la joven. Para Neall fue el primer beso, para Leena su primer gran amor. El muchacho no sabía cuántos habría besado antes, ni tampoco le importaba, porque lo hacía francamente bien. ¿A quién le importaría, demonios? ¡Era la joven más bella de la fiesta y se había fijado en él! Ni en Arthur, ni en Ayden, ni en Erroll… ni en ninguno de los muchachos que bebían los vientos por ella. Solo en él, y por eso era feliz.

Los allí presentes empezaron a silbar sin decoro alguno y muchas más parejas dieron rienda suelta a sus desbocados corazones juveniles. Ayden maldijo por lo bajo, sin poder creerse que Leena hubiera preferido a su hermano pequeño, cuando él se había dedicado por entero a complacerla. El joven estaba enamorado de la pizpireta Stewart desde que no era más que una mocosa de largas trenzas y la nariz salpicada de veintisiete pequitas, contadas con deleite una y otra vez a la brillante luz del sol, o bajo la tenue penumbra de una vela. El mellizo estaba triste, decepcionado, aturdido y enfadado, muy enfadado. Ayden puso una pobre excusa ante Darren y James, regresando al castillo con un humor de perros. Por el camino en cambio, la ira inicial se tornó desesperación y lloró amargamente su mala suerte. ¿Cómo podría soportar ver a la mujer que quería con su hermano? Simplemente, ¿cómo podría mirarlos y no hacer nada? Al llegar a la torre de homenaje, se cruzó con su madre sin siquiera verla. Lady Annabella mandó recado a su esposo con una sirvienta de que iría más tarde y fue tras su hijo para saber qué le pasaba. No era normal esa actitud en Ayden.

La señora llamó suavemente a la jamba de la puerta y esperó unos minutos antes de insistir. Una voz quebrada y hosca le contestó que se fuera, pero ella entró igualmente. No podía dejar a su hijo así. Cuando entró, la habitación estaba muy oscura y tuvo que acostumbrar sus ojos a los fríos rayos de luna que entraban por la ventana. Lady Annabella volvió a hablar con esa voz dulce y serena que solo las madres saben entonar para remendarte el alma, esa voz que consuela solo con escucharla, esa voz... Ayden rompió a llorar de nuevo, con los brazos a la altura de los ojos y echado boca abajo en la cama, dándole la espalda al mundo. La señora se apresuró a rodear el lecho y se arrodilló para estar a la altura de su hijo.

—¿Qué os pasa, mac?

Ayden no contestó, solo resopló y volvió a hundir el rostro aún más en la almohada. No le gustaba que su madre lo viera así. ¡Él era un hombre! ¿Por qué había entrado?

—¿Es por la joven Stewart? ¿Es eso?

Un leve movimiento de cabeza fue suficiente para que su madre supiera que el estado de su hijo se debía a la pelirroja.

—¿Os habéis declarado y ella…?

—¡No, màthair! Ella, ella… ha elegido a Neall —dijo con la voz rota y temblándole la mandíbula, jurándose a sí mismo que esas serían las últimas lágrimas que derramaría por una mujer.

—Pero, ¿cómo? No sabía que vuestro hermano anduviera interesado en Leena. ¿Qué ha pasado?

Ayden le detalló los últimos días que habían pasado juntos tras la llegada de Neall y cómo, desde el primer minuto, la muchacha se había decantado por su hermano menor. Le confesó a su madre que lo había intentado todo: ser más amable, más considerado, más simpático… pero era llegar Neall y desaparecer el resto de los presentes como por arte de magia. Lady Annabella comprendió que, precisamente, ese exceso de atenciones había hecho que el carácter caprichoso e infantil de la joven se fijara en su hijo menor. La señora reconocía que el más joven de sus hijos había heredado ese no se qué de su padre que a ella le parecía tan irresistible y que, tras tantos años, era aún incapaz de definir. Sin embargo, Ayden era también un muchacho sin par: guapo, esbelto, tonificado, ducho en armas, con un temple encomiable y con el corazón más noble y fiel de todos sus hijos. Lady Annabella sabía que el mellizo no sentiría rencor, o celos, hacia su hermano menor pasado un tiempo, que penaría callado hasta que su corazón sanase de ese primer amor que arrastraba desde la niñez, o que viviría con ello el resto de su vida como un lobo solitario.

El joven sollozó en el regazo de su madre las últimas lágrimas que le quedaban en el cuerpo, mientras ella lo consolaba acariciándole su pelo, diciéndole que no se preocupara, que el dolor pasaría pronto y conocería a otras jóvenes hermosas que lo adorarían, porque él era un muchacho apuesto y valiente y podría tener a quien quisiera a sus pies. «A todas menos a ella…», pensó Ayden con tristeza, sorbiendo un par de lágrimas, desconsolado. Esa tristeza infinita que asola el alma, como el grito lastimero de quien cree perder lo más importante en su vida y para siempre; como el aullido incesante de un lobo a la luna llena, porque sabe que jamás logrará alcanzarla. Ella ya había elegido y él se retiraría elegantemente, con el corazón hecho añicos, pensando que pronto sanaría. ¡Pobre iluso! Su madre estuvo con él gran parte de la noche, hasta que cayó rendido en un sueño inquieto, lleno de pesadillas. De fondo, todavía se oían las gaitas y la alegría de los festejos anunciando la Beltane.

Al día siguiente, a Neall le zumbaba la cabeza más que todo un enjambre de abejas asesinas. Él no estaba acostumbrado ni a trasnochar, ni a beber más de dos jarras de cuirm y, que recordara, habían sido más de cuatro. El muchacho no se acordaba más que de retazos de la noche anterior y a veces dudaba que, esa desazón que en esos momentos le oprimía con fuerza el pecho, fuese algo más que el resultado de un tórrido sueño que terminaba en polución nocturna, que de algo real. De un salto, se levantó de la cama, aireando las sábanas y dejando a un lado la piel de la ventana para que entrase la luz del sol. Estaba nublado, pero la luz que se escapaba entre las nubes era brillante y cegadora. Se vistió con cuidado, después echó agua fresca en el cubo que tenía para lavarse y se aseó. Cuando estuvo bien despierto y decente, como diría Deirdre, bajó con rapidez las escaleras en forma de caracol con mucho apetito. El ruido procedente del salón principal barruntaba que todavía quedaban ganas de seguir la fiesta de la noche anterior, aunque él personalmente se sentía exhausto y sin mucho que celebrar.

—¡Maldita cabeza! —exclamó a media voz, llevándose las manos a la sien.

Neall siguió bajando el último tramo de escaleras, con cuidado de no darse un golpe con el techo y terminar de bruces y sin testuz. Al cruzarse con un par de muchachas por el camino y saludarlas, las niñas bajaron la mirada entre risas y se taparon la boca con timidez, mientras aceleraban el paso sin contestarle. «¿Qué les pasa?», se preguntó el joven Murray, echando un último vistazo a su atuendo y repasando su peinado con los dedos, en un tímido gesto de presunción. Nada extraño en su ropa, nada extraño en su pelo, se había lavado la cara… se hizo a sí mismo un mohín de no entender nada y entró en el bullicioso salón para tomar algo de desayuno, antes de ir a los entrenamientos matutinos de Sir William.

Nada más entrar, se hizo el silencio en la sala, llegando el muchacho a mirar incluso detrás, extrañado por la reacción de los miembros del clan. ¡Ni que hubiese entrado el mismísimo rey! Habría exclamado jocoso a media voz, si no se hubiera fijado a tiempo en el gesto expectante de todos. ¿Qué ocurría que todo el mundo lo miraba como si llevara duendes agarrados al cogote? Neall sopesó acercarse a la tarima principal, donde se encontraban sus padres y hermanos, o huir hacia el patio de armas, donde no se sentiría objeto de ese escrutinio que ya empezaba a ser molesto. ¿Se trataría de alguna broma de esas que le hacían a menudo de pequeño? No, su padre jamás consentiría algo así en su presencia. A Neall le gustaban tanto las sorpresas como a su padre, en una palabra, nada. En general, le parecían inapropiadas y de mal gusto, pero algo estaban barruntando los presentes, de eso estaba seguro.

Antes de que pudiera decidirse por alguna de las opciones, que su quejosa cabeza no dejaba de especular, una radiante Leena apareció de entre las mesas, aferrándolo por la cintura y besándolo en los labios. Neall se quedó paralizado y más blanco que la propia cal. Ante la falta de reacción del muchacho, algunos hombres del clan se jactaron de su inexperiencia, entre murmuraciones y carcajadas. Neall no podía creérselo pero, ¿qué demonios había pasado anoche para que Leena hubiera reaccionado de ese modo? Rojo como un ababol, miró de soslayo a su padre y comprobó que sonreía tras su jarra de cerveza tibia, sin quitarle el ojo de encima, mientras que su madre estaba como ausente y no prestaba atención ni al contenido que tenía en su plato, pues la cuchara llegó a bosar el caldo un par de veces, antes de que se diera cuenta.

Neall miró a Leena y con una mueca, que no sonrisa, se excusó como solo los Murray sabían hacer: torpemente, llevándose al vuelo y del brazo a un sonriente Erroll a un sitio más apartado, donde el rubio irlandés pudiera decirle qué demonios estaba pasando, porque él no conseguía poner nada en pie. Cuando estuvieron fuera del alcance de miradas curiosas, el joven Murray se paseó inquieto con las manos cruzadas a la espalda, mirando el suelo y escarbando con la punta de la bota una raíz a medio salir. De vez en cuando, se echaba las manos a la cabeza, que le dolía más que si se la estuvieran golpeando con el martillo de Thor, y de la que se veía incapaz de sacar nada en claro. No sabía si preguntarle a su amigo, porque la verdad era que no las tenía todas consigo sobre cuál sería la respuesta.

Erroll se puso en plan cariñoso a ponerle morritos. «Este irlandés no tiene remedio, me temo», se dijo Neall entre risueño y preocupado por el comportamiento de todo el mundo, y en especial el de Leena. Cuando el joven Murray le confió al irlandés que solo recordaba de la noche anterior pequeños retazos, los ojos azules de Erroll se abrieron tanto que parecía un búho. «¡La madre que os parió!», pensó Neall, poniendo los ojos en blanco en respuesta al gesto cómico de su amigo.

—¿Acaso no recordáis los…? —le preguntó Erroll dando muchos besos ridículos al aire, o a una mujer imaginaria, mientras Neall negaba con la cabeza aturdido— ¿No? ¿Ni los…? —le dijo, mientras se ponía de espaldas y hacía como que le magreaba una joven—. ¿Tampoco?

—No, no y no. Solo recuerdo que estaba furioso por lo que me había dicho mi padre, que me bebí de un tirón la jarra de cuirm y que me quedé embelesado un instante en los labios de Leena, tan rojos como las mismas fresas.

—Y entonces… —El irlandés volvió a poner morros de pez.

—¡Oh! —dijo Neall, pasándose las manos por el pelo y terminando por las mejillas, como si se estuviera desollando la cara.

—¡Exacto! ¿Recordáis ahora?

—¡Oh, sí! ¡Maldita sea mi suerte! ¿Qué he hecho?

—Nada que nadie en su sano juicio hubiera dejado de hacer, caraid. La cuestión es… ¿qué vais a hacer a partir de ahora? La joven está muy ilusionada, no hay piedra ni brizna de hierba en Blair Atholl que no sepa lo que pasó ayer entre vosotros dos por su propia boca. Vuestros padres están encantados con la noticia. Rectifico, vuestro padre está encantadísimo, ¿podéis creéroslo? ¡Pensé que jamás lo verían mis ojos: Sir Alastair me ha dado hasta los buenos días esta mañana y me ha preguntado por el estado de salud de mi abuelo! Por otro lado, están los hermanos de la pelirroja, James y Darren, que os recuerdo son íntimos amigos nuestros y que no verían con buenos ojos que anduvieseis besándoos con su hermanita pequeña delante de todos sin compromiso de por medio. Sin ánimo de que os abruméis más que lo justo y necesario, os recuerdo que sus padres llegan en un par de días a Blair Atholl.

—Como amigo no tenéis precio, ¿lo sabíais? —dijo irónicamente Neall, cada vez más apesadumbrado, haciéndose una idea de la que se le caía encima.

—Lo sé —sentenció el irlandés con una sonrisa, echándole el brazo por encima de los hombros, revolviéndole el pelo con los nudillos y emprendiendo la marcha hacia donde estaban reunidos todos.

Neall no quiso desairar a Leena delante de su clan y de sus hermanos. Mucho menos decir que todo había sido un malentendido, que estaba borracho, o cualquier otra pobre excusa de las que a miles se le venían atropelladamente a la cabeza en décimas de segundos. Sobre todo, cuando a su paso, todo el clan los iban felicitando. Todos salvo Ayden, al que no pudo encontrar por ningún lado, a pesar de mirar con empeño hasta debajo de las piedras. Neall necesitaba uno de los sabios consejos que solo el mellizo sabía dar y quizás un abrazo, porque se sentía solo, solo y a punto de echar toda su vida por la borda. La verdad era que no recordaba haberlo visto durante el transcurso de la mañana y eso le extrañó.

La alianza entre Neall Murray y Leena Stewart habría sido la unión perfecta entre clanes. Además, habría sido por partida doble, pues James aprovechó la coyuntura para anunciar su bien sabido compromiso con Elsbeth a todos. Las muchachas estaban felices y no le cabían sus amplias sonrisas en el rostro, tan felices que parecía que de un momento a otro irradiarían luz. En realidad, todo el mundo estaba contento, todo el mundo salvo Ayden y Neall, claro. La unión de los jóvenes habría sido perfecta de ser verdad, pero nada más lejos de la realidad. El mundo se le había desplomado en los pies al joven Murray y la imagen de él rodeado de tiburones, o cruzando los vastos desiertos helados de las islas del norte, o un sinfín de imágenes producto de una ferviente educación basada en historias fantásticas acudían a su mente, mientras estrechaba manos, daba abrazos y sonreía sin ver a aquel que tenía delante y lo congratulaba. Neall no había sido capaz de parar al torbellino de Leena y su cálido beso a tiempo, en parte porque él era nuevo del todo en esas lides, o porque ella estaba hermosísima y se le había abalanzado sin pudor, o por la simple necesidad que tenía de afecto esa noche, o por las jarras de cuirm de más que no debería haber bebido. Pero de ahí, a que incluso se hablara de un futuro compromiso en cuestión de días… ¡Si solo tenía diecisiete años! Se asustó. Sí, Neall se asustó más que si Sir William Brisbane le hubiera dicho que al día siguiente se iba a la guerra. Adiós a sus planes de conocer mundo y de vivir aventuras antes de tener que casarse con alguien que consideraran adecuada para él. Leena, la bella. Leena, la risueña. Leena, la elegida.

—Seré un jefe menor de un clan, tendré una mujer preciosa a la que no quiero y un montón de niños correteando a mi alrededor en menos de lo que canta un gallo —le había dicho confidencialmente y con tristeza a Erroll, que tampoco quería separarse de su amigo de aventuras tan pronto.

Sir William Brisbane volvió al salón, tras escuchar casualmente a Neall hablando con su escudero. El caballero cabeceaba pensativo, dando pequeños sorbos a su cerveza y dibujando el contorno de su jarra con el dedo índice. Él y Erroll eran los únicos que lo conocían bien, los únicos que sabían que todo esto era una farsa. Si ningún cataclismo lo evitaba, Neall se juró a sí mismo que haría todo lo posible por amarla. Leena era preciosa, ¿por qué no iba a conseguir mirarla con la pasión que su padre le profesaba a su madre? Por otra parte, ver por primera vez a su padre aprobando algo que él había hecho, o no (en ese caso era lo mismo), le hizo un nudo en el estómago. ¿Iba a ser capaz de defraudarlo de nuevo? No. Asumió que el tiempo de tomar responsabilidades por el bien de su clan había llegado. Neall miró a Leena y sonrió, a pesar de que su corazón y su mente le imploraban a gritos que fuera sincero con ella.

 

 

Castillo de Blair Atholl, Perthshire (Escocia), 1327.

 

Los tres años que estuvieron comprometidos no fueron fáciles para ninguno de los dos. Ella, por estar esperando ser correspondida y recogiendo las escasas migajas que él le ofrecía, y Neall, porque no podía hacerlo por mucho que lo intentara y lo bella que fuera Leena. «Donde no hay amor, solo puede haber una bonita amistad», le había dicho un día Deirdre, cuando rehuía quedarse a solas con ella y buscaba excusas de tener que ayudar a la tata para arreglar el tejado, despiojar a los niños del clan o desollar las liebres. Cualquier cosa para evitar lo inevitable, porque a pesar de sentirse atraído por ella, pues no sería hombre si no apreciara de ese modo a la bellísima Stewart, algo dentro de él le impedía prometerle un amor que no sentía. Así se lo había dicho una tarde de verano, a solas, muy calmadamente. Con valor, mucho valor, el que no había conseguido reunir en tres largos años, pues sabía de antemano el dolor que le ocasionaría primero a ella y después a sus familias. Y Leena por fin lo entendió, muy a su pesar: Neall no era para ella. El por qué se había decidido el joven en ese momento no lo sabía y tampoco se lo quiso preguntar, incluso dudó si le importaba después de todo. Ya era demasiado difícil para ella asumir que esos tres años no habían sido más que una triste pantomima de besos fríos y arrumacos, de largas conversaciones en las que ella siempre era la que le cogía la mano, de pobres excusas para retrasar el día de su boda. ¿Por qué, por qué y por qué? ¿No era lo suficiente bonita? ¿Se habría fijado en otra? No, debía de ser algo más importante para que pusiera en tela de juicio su palabra delante de todos.

Por primera vez, fue ella la que deseó haberse fijado en alguien que la mirara con ojos de adoración, como había hecho siempre Ayden. «Pero, ¿qué estoy diciendo? ¡Si es su propio hermano!», se recriminó Leena, mientras se ponía en pie de un salto y se atusaba las largas faldas con energía. No sabía por qué, pero se sentía rara, aflorando en ella inexplicablemente dos sentimientos contradictorios: por un lado, el de tristeza y rabia y, por el otro, el de libertad y gratitud. Tristeza, porque se había acabado todo entre ellos y eso la apenaba en lo más hondo, aunque no le sorprendía en absoluto, si fuera sincera con ella misma. Rabia porque, a pesar de sentirse en cierto modo engañada, era incapaz de odiarlo, ante todo eran amigos.

Neall siempre había sido con ella un hombre respetuoso, cariñoso y leal. Por supuesto que no había sido el novio perfecto, pero de su boca nunca habían salido palabras vanas, ni promesas de amor que la encandilaran y le ofrecieran el mundo bajo sus pies. Él no la había querido nunca, no de la forma que ella deseaba que lo hiciera, pero tampoco le había mentido ni se había aprovechado de la situación. Esa conclusión hizo que, de repente, para Leena todo pareciera más sencillo y, frenándose en seco, lo abrazó mientras le susurraba un «gracias». Neall no entendía la reacción de la joven, debería estar furiosa, resentida y echando sapos por la boca. Él esperaba que le gritara, le tirara piedras e incluso le echara en cara que los rumores que Sir Kenion vertía sobre él eran ciertos. En cambio, ese «gracias» le había llegado al corazón.

Las despedidas nunca habían sido el fuerte de la pelirroja. Ella misma tendría que haber tomado esa decisión mucho antes. Neall no la quería y en el fondo de su corazón sabía que ella tampoco. Leena lloró al darse cuenta de lo cerca que habían estado de arruinar sus vidas, de la cantidad de proyectos que había dejado de hacer por estar a su lado, de lo acostumbrada que estaba a su compañía sin más. El joven la abrazó con fuerza y besó sus cabellos del color del fuego. Él también la echaría de menos. Cuando regresaron a Blair Atholl, todos pensaron que por fin habrían puesto fecha para la boda y cuál fue su sorpresa cuando los ojos enrojecidos de ella evidenciaron justo lo contrario.

A los pocos meses, el entierro de su querido hermano James los unió de nuevo por unas horas. Ver a Neall destrozado, desolado… fue atroz. La muerte de Sir Alastair les había sobrecogido a todos, a solo unos días de ellos haber roto su compromiso. Leena no se había enterado de lo sucedido por encontrarse de viaje a Francia y, cuando lo hizo, le mandó una carta de condolencias que nunca tuvo respuesta. Por su hermano Darren supo, años más tarde, que Neall la había releído entre lágrimas cientos de veces, porque se sentía culpable de que padre e hijo continuasen enfadados cuando ocurrió la desgracia. Leena hubiera dado todo lo que tenía por compartir juntos el duelo, el desgarro inhumano que se siente cuando le arrebatan a uno parte de su vida, sin previo aviso. Sin embargo, la prudencia de quien va madurando a base de golpes, la hizo quedarse quieta en su sitio, cabizbaja y aferrada a las cuentas del rosario que tenía clavado en los dedos. Cualquier cosa que contuviera las ganas irrefrenables de acercarse a darle personalmente el pésame, pues cualquier comentario habría avivado rumores infundados sobre ellos.

 

 

Castillo de Blair Atholl, Perthshire (Escocia), 2 de junio de 1334.

 

Las pocas veces que había coincidido con Ayden y Neall en esos siete años podían contarse con los dedos de una mano, pero siempre iban unidas a un buen recuerdo que guardaba como un tesoro en su corazón. Leena tardó al menos tres años en volver a las tierras de los Murray desde que se rompiera su compromiso con Neall, por miedo a que su corazón aún no lo hubiera olvidado, o quizás porque necesitaba respirar otros aires, conocer a otra gente o, simplemente, vivir. Sin embargo, por más personas que había conocido, ninguna podía equipararse a los hermanos y se preguntaba a veces qué habría sido de su vida si hubiera elegido aquella noche de la Beltane a Ayden. Esa era una de las razones por la que había postergado el objeto de su viaje a Doune y se había pasado antes por Blair Atholl, con el deseo de encontrarlos de nuevo y saber de sus vidas, de pasar los días enteros conversando al sol, o bajo un sauce llorón con su querida amiga del alma, a la que echaba infinitamente de menos.

Cuál había sido la sorpresa de Leena, cuando al llegar no encontró más que a la vieja tata y a una Lady Annabella que parecía consumirse como una vela de parafina. Deirdre la había puesto al corriente de las últimas novedades y ella no daba crédito a lo que le estaba contando, de vez en cuando miraba a Milady y esta asentía, o hacía alguna mueca para corroborar la historia de la anciana. A pesar de no haber nadie de su edad, Leena había decidido quedarse y hacer los días de angustia de ambas mujeres más llevaderos mientras llegaban noticias de los hombres. No podía dejar en manos de Deirdre la vasta tarea de llevar sola todo un castillo e incluso se ofreció para realizarle las curas de la pierna a la buena mujer. Tampoco dejó ni a sol ni a sombra a la que podía haber llegado a ser su madre política y a la que quería como si realmente lo fuera.

Al día siguiente a su llegada, Leena se había sorprendido al encontrarse al mismísimo Sir Symon Lockhart junto a un grupo de hombres en Blair Atholl. El caballero escocés era como una leyenda de carne y hueso, desde que había partido a las cruzadas con el corazón del rey Bruce junto a un numeroso grupo de guerreros y solo habían regresado unos pocos del viaje. Mucho más, cuando supo que era el prometido de Elsbeth. «¿En serio?», le había preguntado con la boca abierta a Deirdre y muy feliz por la nueva. Su amiga siempre había tenido un gusto exquisito con los hombres y ya era hora de pasar página a la muerte de su hermano. Deirdre le pidió por lo bajo que guardara silencio sobre el paradero de Elsbeth y del resto de hombres del clan y así lo hizo. El resto de la tarde la pasaron las tres ensimismadas con la historia del viaje de los highlanders a las exóticas tierras de Al-Ándalus y sus últimas misiones en tierras galas, sin darse cuenta de que era medianoche y no habían tomado más que un ligero refrigerio a media tarde. Cuando se disponían a bajar para tomar un ágape, Neall entró por la puerta principal sin que nadie le hubiera dado anuncio.

Leena contuvo la respiración al verlo. Después de todo ese tiempo, encontró al joven físicamente más apuesto y más aguerrido, ¡para qué engañarse!, pero más serio de lo que lo recordaba. Al verlo llegar tan gallardo, con el pelo revuelto y ese ímpetu indómito que lo caracterizaba, temió que su estómago le hiciera cosas raras, o se le acelerara el corazón, pero no. Sin quererlo, suspiró de alivio. Entre ellos, lo único que había era un profundo sentimiento de cariño y amistad, por lo que agradeció a todos los santos habidos y por haber la tregua a sus plegarias. No las tenía todas consigo respecto a Ayden, pues la última vez que lo había visto, había tenido que pellizcarse para no lanzar un silbido. ¡Ese hombre ganaba con cada año que pasaba sin remedio! Mas su actitud distante y formal con respecto a ella, le había sentado tan mal la última vez que habían coincidido en un evento social, que le hizo pensar sobre la raíz y naturaleza de sus sentimientos. El mellizo Murray siempre había sido el pilar donde alimentar su ego femenino, podía parecer egoísta, caprichoso, o infantil, pero era así. Leena había tenido que soportar cómo el resto de damas se lo disputaban literalmente y cómo él tenía atenciones y ojitos para todas. Eso la había puesto de malhumor y había hecho que no disfrutara nada de la fiesta. Ella quería incomprensiblemente volver a ser el centro de sus halagos… ¿Quién la entendía?

 

Neall y Leena se saludaron cortésmente y se hablaron como si hubiera sido ayer la última vez que se habían visto y no hubieran pasado por ellos siete largos años sin apenas trato. Se pusieron al día de sus correrías y bromearon incluso, sobre que había dejado de ser la locuela de por aquel entonces. Ambos se sonrieron al notar que no había más que sinceridad y aprecio en sus palabras. El retomar la amistad con Neall era la espinita que más tiempo había tardado en curar en el corazón de la joven. Lo había echado mucho de menos. Por su parte, Neall se había sorprendido al llegar y ver tanto la caballeriza como el pabellón lleno de soldados con la insignia con el Corda Serrata Pando de su futuro cuñado. Lo que no se esperaba era encontrar a Leena también con ellos cuando entró en la habitación. Saludó a Sir Symon con un abrazo y alguna broma sobre lo mal que había fingido al caerse del caballo en Francia, durante la emboscada, y cuando le llegó el turno a Leena le dedicó una esmerada reverencia, para justo después acercarse a su madre para besarla, mientras Deirdre aprovechaba para atusarle el pelo, como hacía de niño.

Neall no sabía muy bien qué le había contado su madre a Sir Symon sobre la ausencia de Elsbeth de Blair Atholl, pero comenzó diciendo que estaba de regreso a casa. Lady Annabella suspiró tranquila y cerrando los ojos, echó la cabeza atrás en el respaldo de su asiento, musitando un «gracias, Dios mío, gracias». Leena le ofreció rápidamente un vaso de agua fresca y la señora lo agradeció, bebiéndolo en pequeños sorbos, mientras dos lagrimones de alivio recorrían sus mejillas.

 

Sir Symon Lockhart no entendía nada. ¿Qué diablos…? Sin pensárselo, cogió a Neall del brazo derecho bruscamente y lo llevó afuera para saber lo que estaba pasando. Le había extrañado no encontrar ni a Elsbeth ni a Leonor en el castillo, pero no había querido importunar a Lady Annabella con demasiadas preguntas hasta no encontrarse con alguno de ellos.

—¿Qué es eso de que está bien y que viene de camino?

Desde luego su futuro cuñado no era hombre de andarse con rodeos y medias tintas. Neall le contó todo con pormenores, absolutamente todo, y esperó que lo tumbara con los puños, como él hubiera hecho en su caso. Sin embargo, la reacción de Sir Symon había sido otra muy diferente: daba paseos cortos y volvía sobre sus pasos, repasando con su mano su mandíbula y su barba de varios días. De pronto, se paraba, le miraba como para querer decir algo, le rechinaban los dientes y volvía a caminar. Cuando consiguió calmarse y digerir cada una de sus palabras, le preguntó:

—Pero, ¿está bien?

—Todo lo bien que puede estar dado el caso. Como os he contado, Leonor no llegó a tiempo de impedir que ese hijo de puta inglés la violara… pero el malnacido pagó con su vida el ultraje, por lo que me ha referido mi hermana.

El silencio fue asfixiante para ambos, solo un par de segundos, una vida entera que pasaba por delante de sus narices. Sir Symon resopló y Neall aguantó lo más estoicamente que pudo a su lado.

—¡¡¡Voto al diablo!!! Si alguna vez me echo a la cara al maldito Strathbogie, yo… —gritó mientras pegaba patadas a un poste de la armería y se dejaba caer al suelo entre sollozos, ocultándose el rostro.

Neall Murray sabía por lo que estaba pasando el caballero. Elsbeth era su hermana... ¡diablos! Las ansias de justicia no se irían por muchos años que pasasen. Muerto Siaibhin Sandwood, muerto Alexander Slater, ahora solo quedaba su vecino, una de las manos derechas del rey Eduardo I de Escocia y yerno de Lord Henry Beaumont, llegar a implicarlo en semejante atrocidad sería harina de otro costal, pero ya verían el modo de que no saliera indemne esta vez. Sin embargo, la venganza no era lo que le preocupaba precisamente al joven capitán en estos momentos.

—Sir Symon, si pensáis romper el compromiso con mi hermana por lo que ha pasado, os ruego os marchéis ahora —expresó Neall con su habitual calma y, esperando que así fuera, añadió—. Elsbeth no os espera aún y para ella será más fácil hacerse cargo de la situación si no es cara a cara.

Sir Lockhart lo miró como si hubiera visto ánimas del purgatorio en medio del bosque, ¿de qué carajo le estaba hablando su futuro cuñado? Enfadado por la insinuación de que dejaría a su prometida por semejante aberración ajena a su voluntad, el caballero quiso aclarar sus intenciones más pronto que tarde:

—¿Por quién me tomáis, Neall? ¡Yo amo a vuestra hermana! Solo maldigo no haber sido yo mismo el que hubiera puesto fin a la vida de esos bastardos… —derrumbándose en un sillón, le preguntó—. ¿Y si ella no logra superarlo? ¿Y si no logro que sea a mí a quien vea cuando…?

Ahora era Neall el gratamente sorprendido, todo había que decirlo, e intentó consolar a su cuñado como buenamente pudo. Ese hombre amaba realmente a Elsbeth y eso le hacía muy feliz, pues sabía que era correspondido por ella. Sir Symon no tardó mucho por interesarse por la española:

—¿Y Leonor? ¿Las muertes de Sandwood y Slater fueron obra suya…? —Neall asintió con un mohín de enfado, pues habría hecho cualquier cosa por haberle evitado ese mal trago a la joven—. ¡Maldita sea! Ella no tenía que haberse visto de nuevo en semejante situación, otra vez no…

—No muy bien.

Sir Symon le habló como si Neall supiera la historia de Leonor, que la sabía, pero no por el caballero escocés precisamente. Sir Lockhart estaba aún nervioso, repitiendo su última frase en una amarga letanía y temiendo que fuera a haber algo más que no le había contado.

—Entiendo —dijo bufando Sir Symon, mirando al suelo sus botas sucias por las patadas que había dado al poste y al suelo—. Después de lo de su madre y Elvira, tener que enfrentarse de nuevo a algo así… ¡Voto a Dios! Le arrancaré la piel a tiras a Sir Kenion Strathbogie, lo juro.

—Después de mí.

Ambos respiraron algo más tranquilos y se devolvieron una media sonrisa, la situación no era para menos. Elsbeth estaba viva y sí, había sido vilmente mancillada, pero podía contarlo gracias a la española. Regresaron a la torre y se sirvieron una copa antes de irse a dormir. Mañana sería un gran día, de eso estaban seguros.

—Os prometo que la haré feliz —dijo Sir Lockhart con los ojos brillantes y la voz rota, mientras brindaba con su futuro cuñado con una jarra de cerveza.

—Os prometo que haré lo mismo.

Sir Symon arqueó una ceja y entreabrió los labios en una O mayúscula. Ahora sí, sonriendo abiertamente, ambos hombres se abrazaron y palmearon la espalda.

—Viejo zorro, sabía que entre vosotros había algo, ¿desde cuándo?

—Si se deja, desde mañana mismo.

Sir Lockhart se carcajeó con ganas. ¡Menuda le esperaba a su cuñado si quería conquistar a Leonor!

—Puff… no será tarea fácil. ¿Lo sabéis, verdad? —le preguntó con prudencia, buscando el asentimiento de Neall con la mirada—. Y luego está el tema del malnacido de Don Gonzalo, su ex prometido, que por lo que sé, en las últimas nuevas que refirió Don Juan de Ayala a Sir William Keith, la sigue buscando.

—Yo pensé que…

—¿Qué dejaría de interesarse por una mujer como Leonor? No, caraid. Ese castellano estaba a tres semanas de casarse con ella cuando ocurrió todo, publicadas incluso las amonestaciones en la puerta de la Iglesia. ¿Os olvidaríais vos de una mujer como ella?

—Vos lo habéis hecho, ¿no es cierto?

—A mí nunca me dio la oportunidad de ser algo más que su amigo… Es distinto.

A Neall no le terminó de convencer la respuesta, pero entendió perfectamente lo que el caballero quería decir. Leonor era el agua del manantial que viene directamente de la montaña y que, una vez lo pruebas, no puedes vivir sin ella. Sir Symon siguió hablando, a la vez que apuraba su segunda jarra de hidromiel, animado por saber que pronto tendría a la preciosa Elsbeth entre sus brazos y temeroso por las secuelas que hubiera podido dejarle ese malnacido inglés.

—Ese maldito día a Don Gonzalo se le fue todo de las manos al enterarse de quién era la madre de Leonor. Eso es todo, y el muy cerdo no supo controlar ni su ira ni su entrepierna. No lo justifico, si me lo echara a la cara le haría lo mismo que lo que pienso hacerle al malnacido de vuestro vecino. Pero he de reconocer que ese cabrón la quería a su modo, aunque no he conocido a nadie con más odio a los sarracenos en el cuerpo. Bueno sí, al hijo de perra de Sir Kenion, que no quiere a nadie más que a sí mismo —haciendo un breve silencio, miró a los ojos a Neall, mientras se acariciaba la cuidada barba—. Mas, ¡no os preocupéis, bràthair-cèile! Hay un continente por medio. No temáis por eso, yo me preocuparía más por ella y esa fijación que tiene con no casarse.

—Tengo intención de cortejarla, por supuesto —replicó justificándose Neall, mientras evitaba por pudor la mirada del caballero.

—Eso me gustará verlo…

Leena carraspeó y ambos hombres se giraron para verla, dirigiéndose a Sir Symon, dijo solícita:

—Lady Annabella quería saber si os quedaréis para la recepción de mañana, Milord.

—Por supuesto, decidle que su futuro yerno se quedará hasta los esponsales, Milady.

Los ojos de Leena brillaron como aquella noche en la que se dieron aquel primer beso y Neall sonrió. Su hermano Ayden se moriría mañana al verla, estaba radiante como el sol y, por primera vez, se arrepintió del puñetazo que le había dado y tumbado tres días antes. No tendría el mejor aspecto para recibir a «su petirroja», como a veces la llamaba por alusión al color de su pelo y sus ansias de volar siempre lejos de él.

El día de la llegada, Leena se fijó en el tímido e iracundo nuevo carácter de Ayden, de su expresión de extrema sorpresa al verla, de sus vanos intentos de ignorarla y de las furtivas miradas cómplices que se dispensaban, algunas más locuaces de lo necesario. El mellizo se veía cansado y su mejilla aún transparentaba el amarillo verdoso de un golpe reciente. Todo había sido muy rápido, el saludo de Elsbeth, el amor incondicional confesado por Sir Lockhart a su amiga y la tensión en los minutos posteriores, cuando aquella desconocida se desmayó en brazos de Neall. ¿Acaso era ella la joven de la que tanto había oído hablar? ¡Si le había costado reconocer que no era un muchacho! Se mantuvo aferrada a la mano de Elsbeth a la espera de ver qué pasaba a continuación, pues todo le parecía una representación magistral y teatral de la extranjera. Una de esas a las que tanto le gustaba asistir en la corte y en las que siempre acababa llorando a moco tendido. Pero, por el rostro de los hombres y el silencio de todo el clan, esa joven se moría, o estaba muy cerca de hacerlo ante sus propios ojos.

Tras haber presenciado acongojada cómo habían hecho todo lo posible por salvar el cuerpo apenas sin vida de Leonor, Leena había corrido presurosa a dar consuelo a su ex-prometido en tan duro trance. Un abrazo inocente, unas palabras de ánimo, nada más. Sin embargo, el tremendo portazo que Ayden había dado al salir del salón principal de la torre, apenas unos instantes después y la rápida carrera de Erroll tras sus pasos, la hizo dudar de si había hecho lo correcto. Al pronto, Leena no había entendido la ofuscación del mellizo, quizás se echara la culpa del estado de la joven por ser el responsable del rescate, pero no, no se trataba de eso. Al darse cuenta del íntimo abrazo que estaba compartiendo con Neall en ese justo momento, lo vio todo claro. Instintivamente, la Stewart se deshizo avergonzada de la embarazosa situación que había provocado con el joven capitán, sin pensar mucho en el qué dirán. Él le susurró un «gracias», mientras acompañaba a sus palabras con un triste amago de sonrisa y le ponía un mechón de cabello tras su oreja. Los ojos de Neall estaban enrojecidos y el verde oscuro había tornado a un verde agua tan transparente como las lágrimas que se negaba a verter. Ella no lo había abrazado con otra intención que la de darle consuelo… Mas, ¿lo habría entendido su hermano? ¿y el resto? Tampoco quería poner en un aprieto a Neall. Ella ya no era una niña y debía dejar de comportarse como tal, pensó con oprobio, ni tenía edad de ir persiguiendo a su príncipe por todos los rincones de Blair Atholl, ni era la niña fantasiosa que pensaba que todo en el mundo le era dado y posible. No, debía demostrar que había cambiado, que se había convertido en una mujer fuerte e independiente, sin el sinfín de pájaros en la cabeza que todos le tachaban que tenía siempre. ¿Cómo no había pensado que, abrazar con tanto fervor a quien había sido su prometido, podría malinterpretarse? Temió que fuera la gota que bosara la copa que la separaría para siempre del mellizo y, en cuanto pudo, salió presurosa tras él. Al llegar a la puerta, Leena miró hacia el contraluz y salió para darse una oportunidad de ser feliz sin mirar atrás.

Erroll y Ayden estaban hablando al pie de la escalinata que daba al patio de armas central, pero cuando ella se acercó, ambos hombres callaron… ¿De qué o quién estarían hablando? Desde que había llegado a Escocia, dudaba de todo lo que pensaba o hacía. ¿Salir a su encuentro habría sido buena idea? En realidad, no sabía nada, su mente se había quedado en blanco y sintió el estómago revuelto de los mismos nervios. Disimuló lo mejor que pudo y se parapetó del sol con la mano para acostumbrarse a la luz. El irlandés se retiró con una sonrisa y sin mediar palabra, lo que a Leena le dio que pensar que quizás estuvieran hablando de ella, mas no quiso hacerse ilusiones al respecto. Con un suspiro, se sentó al lado de Ayden en las escaleras y ambos se quedaron en silencio durante unos minutos. El Laird se vio incapaz de mirarla, sintió que se derrumbaría… ¡Hacía tanto que quería verla! Y, sin embargo, había llegado en el peor momento. Por su parte, ella solo deseaba quitar de un plumazo la distancia que se había interpuesto entre ellos, abrirle su corazón, descubrir de una vez por todas lo que sentía y que tanto le había costado descubrir. Leena, nerviosa, le preguntó, mientras se levantaba dispuesta a irse:

—¿Creéis en las segundas oportunidades, Ayden?

Él la miró extrañado y asintió a su pesar, pues pensó que estaría hablando de Neall, otra vez. Leena volvió a sentarse al ver que su semblante se mostraba cada vez más triste y taciturno. El mellizo resopló por lo bajo al ver que no se iba y se pasó las manos por la cara. Contó hasta diez o hasta cien, no sabría ponerlo en pie si se lo preguntaran. Cualquier cosa para guardar la compostura y no abalanzarse encima de Leena. Ella siguió hablándole con voz suave, como si eso pudiera ayudarle a olvidar su estado de ánimo.

—No sabéis lo que me ha alegrado reencontrarme con vuestra familia, ver de nuevo a Elsbeth… ¡Comprometida nada más y nada menos que con Sir Symon Lockhart! ¿Quién nos lo iba a decir hace unos años, verdad?

El guerrero volvió a asentir pensativo, mirando sin ver las almenas de la muralla para evitar encontrarse con el entusiasmo en los ojos de su amada y apretando los dientes con el ánimo contenido. Leena siguió con su confidencia, más cercana a la actitud de Ayden, de lo que él mismo creería.

—Por otra parte, jamás creí que mis ojos llegaran a ver a vuestro hermano Neall loco de amor por una joven, o no al menos como mi padre diría «enamorado con todas sus letras» —dijo imitando la voz de Sir Stewart, con el dedo índice a modo de bigote.

Ayden no pudo evitar sonreír ante la gracia de la joven. El señor Stewart siempre había tenido una voz muy característica, que su hija sabía imitar a la perfección. El mellizo recordaba su poblado mostacho, en especial, cuando comía algún tipo de caldo y siempre acababa enredado algún tropezón en el vasto pelo de su barba. El capitán volvió a mirarla con embelesamiento: Leena estaba tan bonita como siempre, incluso más que siempre, pues sus rasgos ya no eran aniñados y, la serenidad que le aportaban los años, le hacía más armonioso el rostro. No quiso reparar en el resto del conjunto, aunque se adivinaban unas redondeces en el busto y las caderas, que... ¡uf! ¡Qué difícil se le hacía no imaginarlas sin más adorno que el color de su roja cabellera! Se dio cuenta de que Leena le sonreía, porque se había quedado mirándola sin ningún pudor allá donde termina el corpiño.

—Lo siento, yo… He de irme —susurró con timidez Ayden al levantarse, pero la mano de ella lo frenó.

—Os lo ruego, Ayden, no os vayáis y decidme: ¿cómo es ella? Debe ser muy especial para vestir como un muchacho y enamorar a un hombre como vuestro hermano.

El mellizo la miró largamente a los ojos. Neall, siempre acabarían hablando de él, por más que le pesase. Al principio se mantuvo en silencio, extrañado por lo directo de la pregunta, pero no advirtió ni dolor, ni resentimiento, ni otro deseo que no fuera curiosidad en sus palabras.

—¿Por qué queréis saberlo, Leena? ¿Acaso aún os importa?

—Yo… Simple curiosidad, he apreciado el afecto que le tiene todo el clan y me preguntaba…

—¿Sí?

—Me preguntaba cómo sería, eso es todo —dijo ella poniéndose en guardia y roja como las llamas de su pelo.

—Pues… Leonor es valiente como un guerrero y temerosa como una niña, en cuanto a actitud se refiere —comenzó a describirla Ayden—. Es impetuosa ante cualquier desafío y a la vez tímida ante un sencillo halago. No se detiene ante nada y es fiel hasta las últimas consecuencias. Prefiere ocultarse tras la apariencia de un muchacho, pensando que así nadie se fijará en ella como mujer, cuando el efecto es justo el contrario. ¡No hay más que verla! Es muy diestra con las armas y dulce como una madre con los niños. Es paciente…

—De acuerdo, de acuerdo… Me hago cargo de que también vos os habéis enamorado de ella. No sigáis —replicó esta vez algo molesta, mientras se miraba la puntera de los zapatos, al unirlas y separarlas, gesto que hacía ya desde pequeña.

—¿Enamorado yo de Leonor? No, pero reconozco el dechado de virtudes de mi futura cuñada —se carcajeó ante la expresión entre divertida y enfurruñada de Leena—. Pero seguro que mi hermano lograría una descripción más detallada y veraz de ella. ¿Por qué no se lo preguntáis a él? Seguro que os recibe con los brazos abiertos… —soltó sin querer a modo de pulla y con un retintín que no pasó desapercibido por la pelirroja.

Lo sabía, sabía que le había molestado…, se dijo a sí misma enfadada por su propia torpeza y a la vez triunfal por saber que no había dejado de serle indiferente.

—Lo siento, no ha sido esa mi intención, pero si tanto os molestan mis preguntas, os dejaré a solas con vuestras cavilaciones.

—No —sentenció esta vez él, frenándola y entrelazando sus dedos con los de ella.

Ella se dejó caer de nuevo en la dura piedra y, entre nerviosa y titubeante, le acarició el pómulo objeto del puñetazo, con sus dedos aún unidos a los suyos.

—Yo… yo solo pensé que os habíais peleado por…

Ayden sintió la tentación de besar sus dedos y quitarle importancia al golpe que le había dado su hermano en la mejilla y sonrió porque Leena pensara que Neall y él habrían llegado a pegarse por una mujer. No lo habían hecho en su tiempo por ella y tampoco lo harían en ese momento dado el caso. Al fin y al cabo, la dama elegiría con quien estar y santas pascuas, como siempre.

Leena sintió cómo el corazón se le aceleraba con el contacto de la mano de Ayden y se le hacía un nudo en la garganta que le impedía respirar con normalidad y mucho menos seguir hablando. Intentó zafarse de la mano de Ayden como si le quemara y a la vez deseó que la cubriera entera. Si no lo remediaba, acabaría besándolo allí mismo, pero ya no era la joven impetuosa de aquel entonces y el miedo al rechazo, o a equivocarse, fue superior a ella. Necesitaba pensar, si esta vez le valía de algo, y entender por qué, después de tanto tiempo de conocerse ambos, era justo ahora cuando su corazón se había dado cuenta de quién le importaba realmente. Pese a todo, no quería estar sola, quería estar con él, solo con él. Deseos encontrados, le llaman. Aquella misma sensación dormida de cercana intimidad la perturbó aún más cuando Ayden le susurró muy cerca, prácticamente rozando con sus labios el lóbulo de su oreja:

—Yo sigo enamorado de vos como el primer día, ¿cuándo os vais a dar cuenta, Leena?

Y con las mismas, Ayden se levantó del lugar que ocupaba en las escaleras, se recolocó el jubón sacudiéndolo de dos palmadas y se marchó en dirección a las caballerizas con una sonrisa de oreja a oreja, como el que está plenamente satisfecho por el trabajo bien hecho y por haber sido capaz de declararse de una condenada vez.

Leena no daba crédito y observó boquiabierta como se alejaba de ella con un porte liviano y feliz, como si por fin hubiera descargado una losa que había estado arrastrando durante años. ¿Realmente Ayden le había confesado que estaba enamorado de ella desde siempre y con las mismas se había marchado sin más? Aún sentía las cosquillas que le había producido su cálido aliento en su oreja, en su cuello y como reflejo en su nuca. ¡No podía ser! El cielo se había fundido con el infierno y los ángeles con trompetas celestiales caerían como moscas de las nubes ante semejante declaración. Pero no, el cielo estaba despejado y no había ni rayo, ni trueno, ni gaitas. Se lo había dicho así, de sopetón, sin esperar respuesta siquiera, y se había marchado. Miró hacia un lado y hacia otro, indignada en parte por verse allí plantada, aunque no tardó en sonreír traviesamente. Sería ahora o nunca. Se recogió las faldas y le siguió al interior de las caballerizas. El mellizo se sorprendió al encontrársela a sus espaldas y con las mejillas encendidas. Un par de mechones sueltos de su peinado caían suavemente sobre sus hombros y se enredaban en el encaje visible de su corpiño. Ella arrugó su naricilla pecosa y evitó los verdes ojos del capitán que la miraban de una forma ciertamente indecorosa, aunque no le disgustó en absoluto. Decidirse a ir tras él había sido muy fácil, pero ahora qué.

—Yo… ¿Os importa si damos un paseo, Ayden? Es… es un día espléndido y aquí, lamentablemente, no podemos hacer más. Me encantaría volver a ver los alrededores con vos. ¡Hace tanto que no visitaba estas tierras! —dijo casi de carrerilla y sin apenas tomar aire.

¿No podía haberse inventado una excusa mejor? ¿Dar un paseo? ¡Mujer, por Dios, que no tenía quince años! Al ver que el mellizo no le contestaba, Leena pestañeó nerviosa y se decidió a mirarlo a los ojos, esos ojos verdes, como el trigo en primavera, que seguían cada curva de su cuerpo y la desnudaba con solo mirarla. «¡Madre mía, mirar así debe ser indecente!», pensó la joven, mientras a su vez y sin darse cuenta, le daba el mismo repaso indecoroso a él. El corazón volvió a latirle sin freno y con los dedos tuvo que reajustarse las lazadas del corpiño para no marearse. Sentía aún las mejillas arreboladas y un cosquilleo que empezaba en sus duros pezones y terminaba en los rizos rojizos de su entrepierna. Ese hombre la estaba matando con solo mirarla, ¿a qué esperaba en contestarle? Leena se acobardó de la fuerza de sus propios sentimientos y de la reacción de su cuerpo, hacía años que no se sentía tan entregada a un hombre. En realidad, no se había llegado a sentir así nunca. Con Neall no hubo más que besos y tocamientos, él nunca había querido llegar a más y ella se había acostumbrado a terminar desahogándose sola en la intimidad de su habitación. Pero nada que ver con la, llamémosla por su nombre, lujuria que estaba en esos momentos sintiendo por Ayden. La pelirroja dio un paso atrás con intención de irse, moverse fue justo el aliciente para que él reaccionara.

Ayden no se podía creer que Leena lo hubiera seguido hasta las caballerizas después de haberle confesado que la amaba. Tan bonita, con sus mejillas tan encendidas como su pelo y esa boca suave y jugosa que lo tenía loco. Se deleitó recorriendo sus curvas y comprobando que su mirada no le era indiferente, notó como el fino vello de sus brazos se erizaba al punto que sus pezones se insinuaban prestos a través de la tela. Su cuerpo varonil no tardó en responder sin pudor a lo que su corazón le demandaba a gritos. Leena estaba a solo un paso y no quería más que besarla, acariciarla, saborearla, mordisquearla y embeberse de cada poro de su piel, de cada nota floral de su aroma a rosas, de enredarse entre su pelo hasta quemarse por el deseo contenido durante años. Ella estaba a un solo paso y esta vez no la dejaría escapar. Oyó algo de un paseo, de visitar sus tierras… pero sus ojos le decían que estaban tan hambrientos como los suyos. La devoraría allí mismo si no le importara tanto, pero cuando atisbó su miedo y ese paso receloso hacia atrás, Ayden reaccionó, pasó uno de sus brazos por la cintura y la atrajo para sí, muy cerca, tan cerca que sus corazones marcaron un único y acelerado ritmo. Sus respiraciones se volvieron agitadas y sus cuerpos se volvieron puro deseo incontrolable. Leena ahogó un gemido de sorpresa y a punto estuvo Ayden de comerle la boca allí mismo. A cada minuto que pasaba, se le hacía más difícil pensar en otra cosa que en recorrer cada palmo de su piel con la yema de los dedos para memorizarlo para siempre. Con un sencillo gesto y sin decir nada que pudiera romper la magia del instante, el mellizo subió a Leena sobre su tarpán gris plata y él tras ella, rumbo a ninguna parte.

El joven puso a Gigante al galope, cruzando veredas, campos y montes de matorral. El caballo resoplaba agradecido por salir de esas cuatro paredes y por las manzanas que le habían dado como premio. Daba igual a dónde fueran, él solo quería estar con ella y sentir su melena al viento, haciéndole cosquillas en la cara. La asió de la cintura para que no se cayera cuando comenzaron a sortear los árboles del bosque, o quizás, simplemente, para que no desapareciera de su sueño. Había capturado a una sìdhe, ¡por fin! Como había soñado que haría tantas veces, tras escuchar los cuentos de la vieja tata, pero ella no se desvanecería con los rayos de la luna, ni tampoco buscaría las profundidades de sus aguas como único reino... Leena era real. Ella puso su mano sobre la de él y la sensación de entrecruzar sus dedos alrededor de su cintura le gustó. La joven Stewart se dejó llevar por la sensación de libertad que proporciona sentir la velocidad en su cara y la agitación en sus cabellos, mientras el rostro de Ayden seguía pegado al hueco de su hombro y le susurraba los sitios por donde pasaban y las viejas leyendas unidas a ellos con su voz grave y profunda. ¿Por qué había tardado tanto en darse cuenta, por qué?

Gigante siguió por el bosque largo rato, hasta que por sí mismo empezó a aminorar el paso hasta quedarse quieto. La pareja estaba tan ensimismada, el uno con la otra y viceversa, que no se habían dado cuenta de que el tarpán gris se había parado hacía rato en un claro del bosque, al lado de una pequeña cascada y rodeado de miles de flores de colores. «Como en la Beltane…». Leena pensó que ese era el sitio más hermoso que había visto nunca y sonrió como una niña cuando Ayden la tomó por la cintura y la bajó del caballo para hacer un alto en el camino. «Es mi oportunidad de enmendar las cosas o, al menos, de no arrepentirme por no haberlo intentado», se dijo para sí.

Anduvieron entre las flores con las manos enlazadas, mientras un revuelo de mariposas tomó inesperadamente el aire que los separaba. Ayden permanecía callado, memorizando cada uno de sus movimientos, cada uno de los destellos de su pelo, del contraste del verde del bosque con las miles de flores que los rodeaban y la ensalzaban a su vez como a una deidad. Leena dejó su índice suspendido muy cerca de sus labios con una mariposa posada en su dedo, cuando el insecto echó a volar, Ayden aprovechó para besar justo en el lugar donde había estado posado y la joven rio al hacerle cosquillas el contacto de sus labios en la piel. Juguetona, buscó con el mismo dedo las cosquillas en el costado del guerrero, como hacía cuando eran niños, pero Ayden ni se inmutó. Ofuscada por el fallido intento, se humedeció los labios haciendo que Ayden se distrajera lo justo para bajar la guardia y probar un poco más abajo… El mellizo pegó un respingo y le dedicó un gesto risueño de advertencia. Leena comenzó a reírse a carcajadas en cambio, tiñendo de más color aún el ambiente con su risa.

—¿Con que esas tenemos, baintighearna?

Leena se zafó de sus dedos y echó a correr entre las flores, pero él pronto la alcanzó al agarrarla de una mano y la atrajo de nuevo para sí. Ambos se quedaron a escasos dedos de la cara del otro, estudiándose detenidamente, conteniendo la risa. Él se humedeció entonces los labios, como había hecho la muchacha minutos antes, y ella deseó tener esa lengua recorriéndole la piel, lentamente, sin dejar un recoveco... Su propio pensamiento la hizo estremecerse de placer y Ayden le devolvió las cosquillas, haciendo que su cuerpo se arqueara entre sus brazos, jadeante. El capitán no pudo contenerse más y con sus dedos recorrió su hombro y su cuello hasta llegar a su nuca, enraizándose entre sus cabellos, sosteniéndola con fuerza. La pelirroja sintió que se derretiría allí mismo entre sus brazos. Había pasado de la risa de las cosquillas al jadeo y, tras ello, al gemido al sentir los dedos recorriéndole del cuello a la nuca. Ese hombre parecía saber tocarle los puntos que le hacían ponerle febriles hasta las pupilas.

—¡Oh…!

Ayden se sintió poderoso, viril… Leena estaba a su merced, implorante con sus labios entreabiertos y él no lo dudó ni un segundo más. Tomó con deleite sus labios, anhelante, apremiado por su sabor a miel que lo incitaba a seguir bebiendo de su boca hasta sentirse lleno. Saciado de dibujar con su lengua su comisura, se adentró entre sus dientes, buscando su lengua, primero tímido, después ardiente y sintió que se correría allí mismo de gusto si no ponía remedio. ¡No podría contar jamás las veces que había soñado con besarla, con tenerla entre sus brazos como lo estaba ahora! Era un sueño hecho realidad, Leena era su sueño.

Por su parte, ella dejó que la lengua de Ayden la colmara de pasión y de necesidad, haciendo que su cuerpo anhelara más y más contacto. ¡Al Diablo con si estaba bien o no lo que hacían! Leena lo quería ahora, y punto. Demasiadas veces se había preguntado qué habría sido de su vida si no se hubiera deslumbrado ese día de Neall y se hubiera seguido fijando en su hermano. No era tiempo de lamentaciones, no se arrepentía y tampoco ahora estaba dispuesta a hacerlo. Leena lo cogió por el cuello de la camisa y demandó la boca del capitán unos minutos más. El gesto los encendió a ambos, como yescas al sol en medio de balas de paja. Sus lenguas dejaron de jugar para comerse literalmente, abandonándose por el cuello y por los hombros del otro. Entre jadeos, susurros quedos y pequeños mordiscos que seguían prendiendo el fuego que acumulaban dentro, dieron rienda suelta a sus instintos. El joven jugueteó con los dedos el lazo del corpiño, sopesando si deslizarlo suavemente, o arrancarlo de un tirón. Ella fue más rápida y le quitó de una vez la camisa de lino, dejando su curtido torso al descubierto.

—¡Oh…!

Ahora era él el sorprendido. Sonrió y miró la camisa en el suelo, brevemente, mientras le dedicaba una mirada felina que la hizo estremecer. Leena se agarró a su cuello y volvió a besarlo antes de que las dudas hicieran que alguno de ellos se arrepintiera, a la vez que bajaba por su torso desnudo, perfecto. Ayden era puro músculo, no había ángulo de su abdomen que no hubiera sido cincelado por algún dios antiguo con deleite y a conciencia, levemente húmedo por el calor del día y la excitación del encuentro. Ella gimió cuando los dedos de él se metieron por la tela de su corpiño y perfilaron la curva redondeada de su pecho. Ayden la miró a los ojos, esperando que se negara, que le pidiera volver, nada más lejos de la realidad. La pelirroja deshizo la lazada y separó los primeros cordones, dejando que sus pechos se mostraran insinuantes, apresados aún por la tela prieta, que fácilmente Ayden se encargó de quitar. Embelesado, fue retirando de sus hombros el resto del vestido, hasta deshacerse por completo de las mangas. Ante la imagen de su cuerpo, Ayden cayó de rodillas frente a la joven y besó su vientre, bajando lentamente ambas manos por su espalda hasta terminar en la redondez de sus nalgas, atrayéndola más hacia sí. El vestido se fue deslizando poco a poco por sus generosas curvas hasta caer a sus pies, dejándola completamente desnuda ante él. Ayden la admiró en todo su esplendor, sin poder aún creérselo.

—Leena…

Su nombre sonaba a música celestial y a pura lascivia en su boca. Las manos del capitán siguieron masajeándole las nalgas, mientras seguía lamiéndole el vientre en círculos, hundiendo su lengua en su ombligo, trazando una fina línea de saliva hasta sus rizos, tan rojos como su pelo. Leena cerró los ojos e intentó canalizar ese cúmulo de sensaciones que le hacían temblar hasta las pestañas. Ayden, sin decirle nada, la acercó con sus manos, abriéndola para él, e introdujo su lengua en su sexo, saboreándola de una pasada lánguida e infinita. Leena abrió mucho los ojos abrumada por su contacto en la zona más íntima de su cuerpo, con las rodillas temblorosas y con un gemido ronco en su boca que le hizo blasfemar un «¡oh, Dios mío!», varias veces. Ayden sonrió y volvió a hacerlo, dibujando en su pequeño botoncito los mismos círculos que había hecho en su vientre momentos antes, mientras con una mano sujetaba con fuerza su trasero y con la otra trazaba una línea fina y húmeda hasta sus corvas. Leena creyó que enloquecería de placer y, sin aguantar más su propio peso, se dejó caer sobre él, arrastrándose por su piel desnuda y sudorosa, hasta quedar ambos de rodillas. Ayden la recibió entre sus fuertes brazos y la encajó en la calidez de su torso. La besó con fuerza, volviendo a tomarla con una mano por la nuca, a la vez que con la otra exploraba sus pezones para dejarlos a punto para recibir su boca. Los pequeños pellizcos, que le ponían los pezones como rojas grosellas, se reflejaban palpitantes en su entrepierna. Leena se sentía húmeda, no solo por la saliva de Ayden, sino por sus propios fluidos que anticipaban el orgasmo. Al sentir de nuevo la cálida lengua de él juguetear con su pezón, tuvo que ahogar un grito entre gemidos para no llamar la atención, tapándose incluso la boca. Ayden volvió a sonreír y le susurró a su oído, justo antes de volver a meterse uno de ellos en la boca:

—No sabéis lo excitado que me pone el oíros gritar… No os reprimáis, Leena.

Al volver a escuchar su nombre de su boca, la muchacha gimió, gimió tan fuerte como le nació de las entrañas y sintió la verga excitada de él a punto de estallar el calzón. No solo ella parecía estar pidiendo a gritos que la sedujeran, pensó esbozando una sonrisa traviesa, pero cuando fue a meterle la mano en el calzón para acariciarla, Ayden la paró.

—¿Por qué? —le preguntó, poniéndole morritos sin entender que no quisiera que le devolviera todo el placer que él le estaba dando a ella.

—Porque no podré contenerme entonces, Leena.

—¿Y quién os ha pedido que lo hagáis? —le replicó con voz melosa, mientras le metía la otra mano libre y le acariciaba su verga de principio a fin—. ¡Oh! —no pudo dejar de exclamar cuando apreció la longitud y grosor entre sus dedos, comparándola risueña con el mástil mayor de un birlinn. «Este Ayden es un auténtico dechado de virtudes…».

Ayden gimió, sin poder contenerse al sentir la suave mano de ella en su hinchado miembro, sintiendo la tensión acumulada hasta en los dedos de sus pies, cuando acarició el glande. Escucharlo gemir, mientras ella acariciaba su verga y él pellizcaba con deleite sus pezones, fue el detonante para que un primer orgasmo la sacudiera sin previo aviso. El joven se colocó de nuevo el calzón, extasiado por verla deshacerse entre sus brazos, y la dejó caer sobre su camisa, comenzando a besarla por todo el cuerpo. Primero, se dedicó a los pequeñitos dedos de sus pies, chupándoselos uno a uno, mientras con el dorso de su mano le acariciaba el interior de sus tobillos a sus rodillas.

—¿Acaso pretendéis vengaros de mí matándome de placer, Ayden? —le susurró ella con la voz entrecortada y sin haberse recuperado del orgasmo del todo aún.

—¿Puedo? —le preguntó él, devolviéndole la mirada con picardía y volviendo a meterse el dedo gordo de su pie en su boca, al mismo tiempo que jugaba con él con su lengua.

Leena puso los ojos en blanco y sonrió, olvidándose que estaba desnuda ante un hombre, en medio de un campo verde lleno de flores de mil colores. Olvidándose del pudor y de la decencia, porque en todos esos años, ni lo uno ni lo otro le habían servido para sentirse tan feliz como lo era en ese instante. Olvidándose hasta de su nombre, cuando Ayden comenzó a lamerle desde la rodilla hasta su sexo.

—¡Qué bien sabéis, «petirroja»!

—¿«Petirroja»?

Ayden sonrió, pues así era como le había dado por llamarla para no tener que pronunciar su nombre durante todos esos años.

—¿Lo decís por mi pelo? ¿No os gusta?

—¡Me encanta! —exclamó, lamiéndola de nuevo en profundidad y notando como le temblaban las rodillas bajo sus manos.

—¿Y qué más os gusta? —alcanzó a decir entre gemidos, mientras echaba la cabeza atrás, dejando su níveo cuello a su alcance.

—Mejor preguntadme por lo que no me gusta, que acabaríamos antes —le dijo risueño, reptando por su cuerpo y desperdigándole besos hasta llegar a su cuello, mordiéndolo con pasión.

—¡Ah…! Ayden…, por favor…

—¿Sí?

De un grácil movimiento, la joven se colocó arriba, a horcajadas, dejando al capitán obnubilado con las vistas. «Es tan hermosa como un amanecer», pensó, mientras jugueteaba con uno de los mechones que caían sobre sus pechos. La postura no parecía impedir que el guerrero se moviera con total soltura, hasta que ella quiso tomar el mando de la situación.

—¿Qué no os gusta de mí? —le preguntó Leena con una sonrisa burlona, inclinándose hacia delante y hacíéndole cosquillas con los cabellos en el torso, al mismo tiempo que volvía a liberar su dura verga del calzón, acariciándola con fuerza, con movimientos cada vez más rápidos.

Ayden volvió a jadear entre gemidos, haciendo un duro esfuerzo de contención… Apenas era capaz de respirar y su corazón latía desbocado por la masturbación, ¡como para pensar si había algo que no le gustara de ella! Ahora era él quien estaba a su merced, pero no por mucho tiempo o al menos eso creía.

—Pequeño demonio… —le dijo, incorporándose aún con ella en brazos.

Leena no podía sentirse más excitada, sentía sus pechos pesados y suaves, rematados por un pezón que pedía a gritos que volviera a introducirlo en su boca. En realidad, toda ella pedía a gritos que la tocara por todo su cuerpo, hasta sentirse saciada y llena de él. Volvió a preguntarle para distraerlo, sabiendo que el roce con sus muslos lo volvería loco, sin cejar en sus movimientos rápidos y prietos alrededor de su falo.

—Confesad.

—¡Oh, vamos, Leena, piedad!

La Stewart rio ante la súplica y la voz agitada de él, sabiendo que si seguía así, lo llevaría al orgasmo muy pronto. Ayden aprovechó para girarse y volver a quedarse encima, sujetando ambas manos de ella por encima de su cabeza, dejando sus pechos elevados y turgentes. Sonriendo ahora él, se relamió los labios antes de meterse uno de sus pezones en la boca sin piedad.

—¡Tramposo! —exclamó Leena, gimiendo e intentando sacudir las piernas sin resultado alguno.

—En el amor y en la guerra todo vale, mi bella «petirroja» —se jactó él con el pezón de ella aún en la boca y su miembro asomando por el borde del calzón.

Leena no pudo más que sonreír por la escena, pero para que no se ofendiera, le susurró:

—¿Es esta alguna de sus batalla pendientes, mo Laird?

—Debo de afanarme más si creéis que esto es una batalla, mo baintighearna.

—¡Oh! —exclamó de nuevo al sentir el otro pezón en su boca y su mano libre explorando su sexo—. No tengo ninguna duda de sus intenciones.

—¿Y cuáles son esas si pueden saberse? —preguntó intrigado, mientras subía lentamente por su cuello, rozando su torso con los pechos de ella.

—Las mismas que las mías, o eso espero, mo Laird —le contestó ella, siguiéndole el juego.

Ayden la miró a los ojos, no sabiendo si había entendido bien lo que quería decir y dejando las manos de Leena libres. La muchacha notó la indecisión de él y temió que se arrepintiera de haber llegado tan lejos, pero ella lo que menos quería era parar ahora y volver a Blair Atholl para tratarse de nuevo como extraños, así que, tomando la decisión más importante de su vida, le dijo:

—Ayden, quiero saber qué se siente cuando se ama sin reservas, quiero sentir el temblor de vuestro orgasmo en mi boca mientras pronunciáis mi nombre, quiero que seáis el primer hombre…

El capitán la silenció poniendo un dedo entre sus labios. No necesitaba escuchar nada más. Él la quería, la amaba... ¡Diablos! No quería seducirla en medio de un bosque y que luego lo maldijera por ello, no quería ser un capricho pasajero y acabar como un lobo solitario aferrado a un sueño. La había estado esperando durante tanto tiempo... Se apartó lo justo y se quedó muy quieto al lado de ella. Leena lo tomó por la barbilla para que la mirara a los ojos y volvió a besarlo en la boca. Él volvió a apartarse. Leena cogió sus mejillas con ambas manos y puso nariz con nariz mientras le susurraba:

—Sé lo que quiero.

El mellizo sintió un escalofrío por la espalda, le costaba creer que ella finalmente se decidiera por él después de todo. ¿Qué había cambiado? Una leve arruga en el entrecejo hizo que ella se explicara mejor:

—Quiero que vos seáis ese hombre, Ayden.

¿Y a quién le importaba qué había cambiado? Sin pensárselo un minuto más, la tomó entre sus brazos, acercándola a él, sintiendo su piel contra su piel, recorriéndola con la certeza de que no era un simple juego. El corazón no le cabía en el pecho. Sujetándola por la nuca y sin dejar de comérsela a besos ni un instante, fue desanudándose la lazada del calzón… Él sería ese hombre, él quería ser el único.