CAPÍTULO 12 – AMISTADES PELIGROSAS
Saltcoast, North Ayrshire (Escocia), 7 de Mayo, 1334.
Leonor despertó en los brazos de Neall con los primeros rayos del día, luego era cierto… habían dormido juntos toda la noche. Su corazón floreció como la primavera a principios de marzo. Sonrió, curvando ligeramente la comisura de los labios, con miedo a que cualquier movimiento alertara al capitán y lo desvelara. ¡Era tan feliz! Habría deseado no tener que separarse nunca de ese cálido abrazo, de sentir por siempre esa sensación de sosiego y felicidad que le producía el amanecer junto a él, pero el resto de los highlanders tardarían poco en ir levantando el campamento, el haberlos encontrado juntos y en semejante situación daría más que hablar.
Durante unos segundos, Leonor cerró los ojos y memorizó cada brizna de hierba, cada olor que destilaba el monte, cada caricia de su aliento, cada roce... y con todo el dolor de su corazón, se levantó con cuidado de no despertar a Neall, apartándole un mechón de cabello que caía rebelde sobre su frente. Apuesto a rabiar era quedarse corta, muy, pero que muy corta, pensó Leonor embelesada, recordando sus apasionados besos en el río Garry con nostalgia y un gracioso mohín de puchero. Neall rumió un «aingeal» por lo bajo al contacto de la caricia y volvió a quedarse profundamente dormido. ¡Aish! Ella adoraba cuando le dedicaba esas dulces e inconscientes palabras, eran los únicos momentos en los que sentía que entre ellos todo era posible y los guardaba como valiosos tesoros que no olvidaría en la vida, nunca… ¡jamás!
En silencio, y con una sonrisa en los labios, la muchacha saludó con la mano a los dos escuderos que hacían la última guardia, mientras terminaba de ajustarse el cinturón y sacudirse la hojarasca. Después se fue a la orilla del río a lavarse un poco y desentumecer las piernas. Amanecía, el sol se abría paso escarbando el horizonte negro azulado hasta hacerle sangre, para terminar fundiéndose en un vívido azul cada vez más claro. La bruma baja iba alejándose de los matorrales, dejándolos bañados en perlas de rocío. Leonor respiró hasta llenar sus pulmones con el último y fresco estertor de la noche, no queriendo pensar en los motivos que habían llevado a Neall a dormir a su vera, no queriendo rememorar su silueta perfilada por el fuego, ni el olor a sándalo y romero de su piel. Ese día, su mente no podía centrarse en otra cosa que no fuera rescatar a Elsbeth, su vida dependía de ello, de ellos. Suspiró.
A solas, estuvo trenzándose el cabello que se había desmadejado del trote del caballo del día anterior. Era algo laborioso, que la ayudaba a dejar su mente en blanco, o a discernir el siguiente paso a dar. No podía dejar que se enraizaran las dudas y la desesperanza, no podía dar cabida a la posibilidad de que, quizás, fuera demasiado tarde para su amiga, casi hermana. No, Elsbeth era una luchadora, los esperaría, tenía que hacerlo, como fuera. Siguió trenzándose los cabellos para poder recogerse la melena finalmente en un moño. No le disgustaba hacerlo precisamente, pues eran los únicos momentos en los que se preocupaba por su aspecto y en los que se sentía femenina, a pesar de terminar con el aspecto de un muchacho.
Neall se despertó esa mañana con el canto de una pareja de piquituertos, con una erección de caballo y más solo que la una. La mayoría de los hombres habían desayunado ya y algunos guardaban sus pocas pertenencias en las alforjas. Aturdido, por lo mucho que había dormido y que nadie lo hubiera despertado, recorrió rápidamente de un vistazo el campamento para localizar a la causante de su azorada situación. Le habría gustado despertarse antes que ella, poder gozar de esos minutos previos y deleitarse a la luz del alba de sus insinuantes formas, pero el cansancio acumulado en esos meses había podido con él. Eso y que nunca dormía tan bien, despreocupado y profundamente como cuando ella se encontraba cerca. El joven capitán se levantó de un salto y se dirigió al río, ocultando con el plaid sus propias circunstancias.
En la orilla del río, Neall se lavó la cara, cuello y brazos con ahínco. Necesitaba despejarse y pronto (ojalá le hubiera dado tiempo para darse un chapuzón rápido o nadar, pues era lo que más le apetecía, pero no quería hacerse esperar). De todas formas, esa parte del río posiblemente fuera poco profundo en ese tramo y partirían en breve. Su ropa aún olía a su aroma… Uhm…, inspiró embriagado, ¿qué tenía esa mujer que le atraía tanto? Se sorprendió al darse cuenta de que en realidad no lo sabía, era todo y nada en particular a la vez. Nunca había anhelado encontrar el amor, no al menos con la intensidad que lo habían vivido sus padres, ese tipo de sentimiento tan puro, tan profundo, tan leal… era uno entre cien generaciones. Su destino siempre lo había visto abocado a un casamiento por conveniencia, con una mujer buena, incluso hermosa, con tierras que dieran a su clan el futuro que les había negado los Strathbogie. Algo sencillo, que no diera muchos quebraderos de cabeza, porque realmente no le llena a uno por dentro. Sin embargo, si en algo le beneficiaba a Neall las continuas usurpaciones de tierras de los distintos reyes era que su deber principal había pasado a ser el de mantener unido al clan, a sus hombres con sus familias, sin importar el lugar. Ya buscarían dónde echar raíces, si tenían que ceder finalmente las tierras de Blair Atholl al maldito Sir Kenion Strathbogie.
Tras años de guerra civil, a golpe de espada entre familiares y traidores a la patria, lo único que Neall había aprendido a valorar era a las personas, daba igual dónde durmieran esa noche si estaba al amparo de los que más quería. Quizás, el ser el más pequeño de los cuatro hermanos le daba la posibilidad de pensar así, o simplemente las circunstancias lo habían llevado a hacerlo.
Al regresar al campamento, desayunó algo rápido, mientras recogía sus pertenencias, y pidió el informe de incidencias a su segundo capitán antes de partir. Cuando se dispusieron a retomar el viaje, los guerreros formaron cuatro filas como el día anterior. A la cabeza iban Ayden Murray, Erroll Flanagan, Sir Darren Stewart y Neall; mientras que la retaguardia la cerraban Sir Ian Campbell, Sir William Brisbane, Alex Mackenzie y Leonor. De vez en cuando, Neall se giraba en su montura e intercambiaba miradas con la joven española y ella se sonrojaba si la miradita se hacía más larga o más intensa de lo esperado. Erroll, siempre al quite, interceptaba estos cruces de miradas y advertía con un leve gesto de cabeza a Ayden. El mellizo le respondía sonriendo abiertamente y poniendo los ojos en blanco. Hubiera pasado lo que hubiera pasado esa noche al cobijo del plaid del clan, parecía que comenzaban a entenderse de nuevo entre ellos o, al menos, habían firmado una tregua. Se alegró por su hermano, aunque el mellizo temió de repente que en él fuera tan evidente lo fascinado que estaba con Leena. Sin embargo, se obligó a centrarse en lo importante: en rescatar a su hermana de esos rufianes. Ese día no estaban para chanzas y Erroll permaneció más callado que de costumbre durante el resto del trayecto. ¿Estaría Elsbeth en Saltcoast? Y lo más importante, ¿cómo conseguirían arrebatársela a los piratas?
Llegaron a la villa a media mañana. Su playa de arena dorada invitaba a sumergirse en el primer baño prolongado de la temporada en el vasto mar. El olor a sal era fuerte, impregnándose en las fosas nasales y velando con motitas la piel. Los ánimos de los guerreros Murray comenzaron a caldearse cuando un pregonero empezó a anunciar una venta de exquisita mercancía traída de todos los puntos del país. ¿Se estarían refiriendo a...? Las calles del puerto marítimo de Saltcoast estaban atestadas de gente distinguida por su caro atuendo y por malhechores de la peor calaña. No había término medio. La gente humilde y trabajadora de bien parecía haberse evaporado junto al agua en las salinas.
Desmontaron a las afueras y solo un grupo de quince hombres con Leonor se adentraron en el tumultuoso callejero de la villa, más les valía no levantar ningún tipo de sospecha. Alex Mackenzie junto a Angus Swinton, su escudero, se hicieron cargo de los caballos y los mantenían listos, por si tenían que huir con precipitación.
A medida que paseaban por las calles de Saltcoats, el grupo encabezado por Ayden se dio cuenta de que prácticamente no había mujeres en las calles y Leonor agradeció haberle dedicado el tiempo suficiente a ocultar sus largos cabellos esa misma mañana. El sombrero de paja, encasquetado hasta las orejas, también ayudaba a que pareciera un muchacho más. Ante los desconocidos, Leonor volvió a ser «John». Los highlanders del clan la llamaban «pequeño John» por su tamaño, lo hacían con camaradería y jocosidad y, en definitiva, para burlarse de ella como de cualquier otro. Ella sonreía bajo el sombrero, sin dar más pie, porque sabía que eso significaba que la consideraban una igual. ¡Lo orgulloso que estaría su padre si la viera! No le había perdonado del todo que no hubiera confiado en ella, aún no, pero, ¡cuánto lo echaba de menos a él y a su hermana Isabel!
Por fin llegaron a la zona del embarcadero abriéndose paso entre la gente. El olor de las salinas empezaba a ser asfixiante, mezclándose con el hedor de los desechos de la villa. No era una ciudad limpia precisamente. A Leonor le repugnaba irse quedando pegada al suelo en cada pisada que daba y le costaba horrores no ir dando pequeños saltos para sortear la indescifrable inmundicia. Había muchas personas que mendigaban entre los escombros putrefactos en busca de algo que llevarse a la boca... ¡por Dios! En contraste, un grupo de trajeados ingleses se arremolinaban en la entrada de lo que parecía una fortificación amurallada de altísimos postes de madera, una especie de castillo que no debía llevar construido allí más que unos meses por la frescura de la madera y lo limpio que estaba en contraste con el resto del pueblo. La zona más baja del edificio daba al mar y estaba fuertemente custodiada por dos colosos negros como tizones. Los escoceses los rehuían como demonios salidos de las profundidades, no solo por su tremendo tamaño, sino por los modos con los que trataban a los curiosos que intentaban entrar al fortín sin ser invitados.
A Leonor un escalofrío le recorrió desde la nuca a los dedos de los pies, comenzando a castañetearle los dientes como si hiciera un frío intenso. La joven observó a sus compañeros de viaje, pero ninguno parecía haber sentido esa ráfaga de aire gélido ni nada que se le pareciese. ¡Si incluso algunos de ellos estaban remangados y tenían la frente perlada en sudor! Leonor se mordisqueó el labio inferior nerviosa y se llevó la mano derecha al corazón, pues con la otra sujetaba el arco. Ese escalofrío solo podía ser la anticipación de que algo muy malo podría acontecer… hacía tiempo que no le ocurría algo así, no al menos de una forma tan intensa, tan apremiante que llegara a paralizarle hasta el alma. La española sintió pavor. Su yaya siempre le decía de niña que era una pequeña al-Kāhina que conversaba con el futuro, lo cierto era que, aparte de los incomprensibles poderes mágicos que les atribuían por su conocimiento de las hierbas y a los que Leonor no prestaba mayor atención, percibía el peligro de forma innata y su instinto solo le había fallado una vez, una maldita vez, hasta ese día. La joven se hizo paso entre los hombres, colocándose entre Ayden y Sir Darren, que no terminaban de decidir por dónde empezar a buscar.
—Está ahí dentro —dijo Leonor señalando la empalizada con rotundidad.
—Podría ser… —replicó Ayden un poco disgustado por la interrupción sin miramientos de la muchacha—. Pero, ¿cómo podéis estar tan segura de ello? Tendríamos que entrar para comprobarlo y, por lo que vemos a simple vista, no será tarea fácil. Juraría que esos dos tizones gigantes no están por la labor de invitarnos a pasar exactamente…
—Lorcan y yo podríamos subirnos a ese tejado —sugirió ella, haciendo partícipe al escudero y señalando una techumbre a media altura cercana a la fortificación—. Desde allí, la tapia de madera dejará ver el interior del patio, si no están a cubierto, claro. Por lo menos, sabríamos a qué atenernos antes de entrar.
Ayden estaba indeciso. Era obvio que tendrían una gran ventaja si sabían a qué se enfrentaban de antemano. El escudero hizo un amago de sonrisa a la muchacha por haber contado con él, que le llegó al alma. Aún tenía la cara hinchada y amoratada, pero se había negado rotundamente a quedarse en Blair Atholl a la espera de noticias, según sus propias palabras: él rescataría a la señora. Leonor tenía razón, sería un suicidio entrar sin saber a qué, o a quiénes, se enfrentaban y, lo peor de todo, pondrían la misión en un serio e innecesario aprieto. Lorcan y Leonor podrían pasar por muchachos curiosos, sin levantar mayor sospecha, pero Ayden no quería tomar la decisión solo y buscó el apoyo de su hermano.
—¿Neall? —preguntó el mellizo buscando su aprobación, aunque él estuviera al mando de los hombres.
El joven capitán asintió preocupado, hasta él mismo parecía un pelele al lado de los dos gigantes que custodiaban la puerta. Por allí sería muy difícil acceder al fortín, pues todo el que entraba en el interior del recinto era cacheado concienzudamente y desprovisto de cualquier arma. La misión se complicaba por momentos y, aunque no le hacía ni pizca de gracia que Leonor y Lorcan se expusieran a ser vistos, no tenían muchas más alternativas. Volvió a asentir con más convicción y apretó los labios para reprimir decir algo que lo pusiera en evidencia ante Leonor, pero estaba preocupado por su seguridad. El tejado de esa casucha no era lugar para repeler una lluvia de flechas y tenía pinta de desplomarse en cualquier instante debido a su evidente estado de abandono. Si él mismo hubiera podido pasar desapercibido encima del tejado, lo habría hecho, pero no había que ser muy inteligente para darse cuenta que desde allí, su corpulencia sería un blanco fácil y que la instalación no soportaría su peso, ni el de ninguno de los hombres que lo acompañaban, salvo el del escudero.
Los highlanders miraron de soslayo cómo Lorcan y Leonor se encaramaban sin dificultad a la techumbre de lo que parecía en realidad un antiguo gallinero y andaban con cuidado entre las viejas tejas por si cedían a sus pies. Tenían que disimular, si alguien apreciaba a un grupo de aguerridos escoceses mirando hacia un lugar en concreto pondrían en sobre aviso a los centinelas y a no se sabía cuántos hombres más.
Lorcan y Leonor tropezaron un par de veces con algunas tejas que se hicieron añicos por el peso, la falta de reparación durante años y por la intemperie. Los dos «muchachos» se aproximaron con tiento al lugar más propicio para poder ver el interior de la empalizada y, cuando estuvieron relativamente cerca, se agazaparon para no ser descubiertos por los guardias que estaban apostados en las inmediaciones. No hizo falta que pasaran más que unos minutos para haber visto demasiado. Ni a Neall ni a Ayden se le escaparon las miradas alarmadas que Lorcan dirigía hacia ellos, ni tampoco la expresión de horror de Leonor, o el gesto de llevarse la mano a la empuñadura de su jambia. Ya habían visto suficiente y los dos se dispusieron a bajar.
—¿Qué demonios…? —exclamó Neall nervioso y dando una patada al aire, enfurecido.
Ambos hermanos apretaron los puños hasta hacerse daño, conteniéndose, con la bilis subiéndole por la garganta. Solo la voz templada de Erroll los apaciguó:
—Sabíamos que no sería fácil, caraidean, pero Elsbeth está ahí dentro y nos necesita en plenas facultades físicas y mentales, así que os ruego a ambos que os calméis.
Neall asintió y Ayden blasfemó por lo bajo. Los guerreros estaban inquietos, no era propio de Ayden perder los nervios. De pronto, un par de flechas silbaron en el aire y Leonor empujó justo a tiempo a Lorcan para que no lo ensartaran como a un faisán. El muchacho se puso blanco como la cal, pues no esperaba el envite de Leonor, y perdió pie, rodando por la techumbre hasta el alerón, donde consiguió estabilizarse como pudo. Tras columpiarse un par de veces, dio un salto limpio hasta el suelo y se acercó al grupo principal con la cara totalmente descompuesta y lívida como un muerto.
Leonor pasó acuclillada el resto de tejado y bajó con la misma facilidad que había subido. Su paso era lento y le temblaban las manos y los labios a simple vista. Su rostro era todo ojos, pero nadie habría podido leer en ellos qué decían, ni siquiera Neall. El joven capitán tuvo la imperiosa necesidad de protegerla, de estrecharla en sus brazos… ¡parecía tan frágil! ¿Qué había visto para que hubiera reaccionado así? Recordó la misma expresión en su rostro cuando le notificaron que Elsbeth había sido secuestrada por unos piratas norteños y enrolada en una caravana de mujeres.
Lorcan Mackinnon parecía haber enmudecido y su color era más cetrino, casi verde, a cada paso que daba para acercarse al grupo. Apenas le dio tiempo al joven escudero para hacerse a un lado y vomitar todo lo que su estómago guardaba dentro, ante semejante escena, los guerreros miraron a Leonor ávidos de saber, desconcertados por la reacción del muchacho. Al ver que la entereza de Leonor también se desmoronaba como un castillo de naipes por momentos, se temieron lo peor. Ayden se acercó a la española, que a punto estaba de echarse a llorar, mientras sorbía una única lágrima y resoplaba de manera poco femenina.
—Nos tenéis en vilo, Leonor, ¿tan malo es que sois incapaz de hablar?
—Lo siento, maighstir, yo…
Ayden la tomó de la barbilla en busca de respuestas, pero ella miró primero de reojo a Neall antes de volver a enfrentarse al mellizo. Después cerró los ojos brevemente, tomó aire y lo exhaló con parsimonia antes de seguir hablando y describir lo que había presenciado.
—Son al menos noventa hombres armados, sin contar los que están en el frontal que limitaba nuestra visión. Tres custodian a cada mujer, que es expuesta maniatada en una especie de cadalso. Elsbeth está entre ellas —volvió a tomar aire y suspiró, clavando los ojos en el suelo, ahora que Ayden había dejado de sujetarla con fuerza—. Eran quince mujeres, pero esperando a subir a la tarima había un grupo más como mínimo.
—¡Maldición! ¿Y está bien? —preguntó Ayden ansioso, zarandeando a Leonor por los hombros y con un leve temblor en la voz.
Neall dio un paso al frente, en silencio, y Ayden la soltó. Leonor no supo qué contestar, estaba tan nerviosa que no se fijó en la reacción de ambos hermanos respecto a ella. Elsbeth no estaba bien, pero... ¿cómo se lo diría? El recuerdo de la violación de su hermana Elvira le nubló la visión largos e interminables segundos. Volvió a mirar a Ayden con ojos suplicantes para que no la obligara a decir en voz alta lo que había visto: Elsbeth era asida por ambos brazos por dos sansones mulatos con grandes brazaletes de oro y cadenas del mismo metal que iban de la nariz a las orejas. Los telamones iban rapados y vestidos solo con un pantalón y un pequeño chalequillo que casi no ocultaba sus hercúleos pectorales. El contraste con el níveo color de piel de la joven Murray destacaba aún más junto a ellos. A la melliza le habían rasgado las vestiduras sin pudor y la joven lloraba avergonzada sin poder taparse al tener las manos atadas a la espalda. Su cabeza de largos cabellos dorados caía sumisa sobre el pecho. Le habían pegado, feos moratones ensombrecían sus brazos y sus piernas. Era un espectáculo horripilante, pues ni el ganado se mostraba con tal crudeza y salvajismo, todo aderezado con los gestos y palabras soeces de los soplagaitas que esperaban, con los bolsillos llenos de monedas, su oportunidad.
Lorcan y ella habían presenciado cómo uno de esos mastodontes le había cruzado la cara a la Murray, con tal violencia, que la había hecho caer al suelo. Lo más probable era que no fuera el primer bofetón que le propinaban para que se exhibiera sin armar jaleo, ante la mirada lujuriosa de aquellos bastardos… Solo de recordarlo, la ira le preñó las entrañas a Leonor, apretando los puños y los labios hasta que se transformaron en una dura línea. A su vez, sus pupilas se ensombrecieron hasta convertir sus ojos en el fondo de un pozo negro, oscuro y temible. Ante el bofetón, Lorcan no había podido reprimirse y había mirado al grupo que esperaba ansioso en el exterior, alertando seguramente con el movimiento a algún guardia más avispado. Se habían salvado por poco del aluvión de flechas y de ser descubiertos merodeando el recinto. Sin embargo, si algo realmente los había salvado era que los habrían confundido con unos adolescentes curiosos por ver a muchachas en paños menores y no se habían molestado en seguirlos por ello.
—Quien allí entra… no sale, mo maighstir —comenzó Lorcan a hablar por fin como por obra del Espíritu Santo y, tras recuperarse de la impresión de ver a su señora en tal vicisitud, con el temor aún en el cuerpo.
—Es cierto, de ahí no hay escapatoria —asintió Leonor con pesar.
En esa fortificación, no había más salida que la principal. Una auténtica ratonera demasiado bien custodiada para llegar todos a buen fin. De llegar a entrar, había pocas posibilidades de salir de allí con vida. Leonor solo esperaba que las subastas que solían hacer en estos casos no se dieran en el mismo lugar y que tuvieran la posibilidad de rescatarla en el traslado, ayudados por el factor sorpresa. En este caso, el enemigo era más numeroso, estaba mejor armado y, en definitiva, estaba compuesto por una pandilla de rufianes sin nada que perder y mucho que ganar. Tendrían que buscar otra forma de rescatar a Elsbeth sin echarse encima a esos malnacidos, o la joven no llegaría a saber que habían llegado hasta allí por ella. Los ánimos estaban caldeados y Ayden se había echado mano a la barba, frotándosela más que acariciándosela, completamente nervioso. Él estaba al mando, él tenía la última palabra, y sabía Dios que ninguno de ellos se cambiaría por su pellejo en ese momento.
—Está en una situación difícil, pero vuestra hermana sigue viva —dijo Leonor, buscando las palabras adecuadas, mientras reprendía con la mirada a Lorcan para que no se fuera de la lengua con lo que había visto.
El escudero asintió, aún andaba con el cuerpo algo descompuesto, pero entendía muy bien que debían sosegar los ánimos de los guerreros si querían rescatar a la señora. Precipitarse, locos por lo que habían visto, era cavarse una tumba bien profunda.
—No hay más salida que la que veis—siguió hablando Leonor, señalándola con la barbilla—. Deberemos aguardar a que la trasladen a cualquier otro lugar. Si entramos ahora, lo más probable sea que no lleguemos a ella siquiera. Hay que buscar otro modo, mo maighstir.
—¡Maldita sea! El tiempo es demasiado valioso para estar esperando a que se les ocurra trasladarla o deshacerse de ella. ¡Demonios! ¿en serio creéis que no hay otra solución? —le preguntó Neall desesperado.
Leonor asintió, apretando los labios de nuevo en una dura línea y evitando mirarlo directamente a los ojos, pues que le pidiera tan abiertamente su opinión, sobre algo de tan suma importancia, era más de lo que habría deseado nunca. No quería equivocarse, la responsabilidad de una mala decisión podía llevar al traste el rescate de Elsbeth. Ayden, el hasta entonces moderado Ayden, se frotaba las manos con nerviosismo y daba pequeños paseos en círculo, desesperado por recuperar a su melliza y por tomar cuanto antes la elección adecuada.
—Vamos a entrar —susurró Ayden, totalmente resuelto.
¿Se había vuelto loco y quería llevarlos al suicidio? ¿Qué ganaría la señora si todos sucumbían en el intento? Leonor se echó prácticamente en sus brazos y procuró con todas sus fuerzas pararle, pero solo consiguió frenarlo a duras penas. Viendo que sus ruegos eran inútiles, se dirigió a Neall y cayó de rodillas a sus pies, sollozando. Neall estaba desconcertado, tanto por la decisión irracional de su hermano mayor como por la actitud desesperada de Leonor, que no hacía más que suplicar, con los ojos anegados en lágrimas. Ella era una mujer valiente… ¿qué había visto ahí dentro? Lorcan puso su mano en el robusto antebrazo de su capitán y le susurró:
—Maighstir, si morimos todos… ¿quién rescatará a la señora? Lo que dice Leonor tiene sentido, debemos esperar a que sean vulnerables. Si esos piratas se dan cuenta de que estamos al acecho, no dudarán en matarla.
Ayden lo miró y maldijo por lo bajo, también a voz en grito, hasta un niño mostraba más prudencia que él. «Volvamos al campamento», añadió resuelto, dirigiéndose a su hermano pequeño y al resto de los hombres cuando se hubo calmado un poco. Aún así, el mellizo se fue dando patadas a todos los postes que había desde allí hasta el lugar donde habían dejado atados los caballos, custodiados por Alex Mackenzie, su escudero y el resto del grupo que no los habían acompañado. A Leonor nunca le habían resultado más parecidos ambos hermanos Murray que en ese preciso instante, los dos gozaban de un temperamento a veces difícilmente soportable. Cuando llegaron, Alex Mackenzie y Sir William Brisbane se quedaron atónitos con el malhumor de Ayden. Elsbeth no venía entre ellos y por el rostro de los que habían vuelto con el Laird Murray, algo iba francamente mal. Sir William prefirió no preguntar, pero la juventud e inexperiencia de Mackenzie hizo que se acercara a su capitán para interesarse por lo acontecido.
—¿Qué…?
Ante la mirada ofuscada y el resoplido de Neall, Alex reculó su caballo hasta su posición en la retaguardia, sin añadir nada más. Leonor estaba en silencio y con la mirada ausente, tampoco podría preguntarle a ella, en fin, ya se enteraría al llegar al campamento. Pero cuando ya habían cabalgado un trecho, Ayden frenó de repente su caballo y todos lo imitaron.
—Neall y Erroll, será mejor que vosotros volváis a la villa y consigáis la información necesaria para poder entrar a rescatarla. Cueste lo que cueste, no volváis sin esa información, ¿me oís? Más pronto que tarde.
—Así sea —dijeron a su vez ambos, sin cuestionar la orden de su hermano y amigo, volviendo a galope sobre sus pasos.
Pasaron dos largos días con la única información de que el traslado se había efectuado a través de un misterioso túnel que unía la fortaleza con un embarcadero privado. Las prisioneras habían sido llevadas en birlinn durante un largo trecho y el resto del viaje se había realizado a caballo hasta el castillo de Rowallan. Adiós emboscada sorpresa por el camino. El destino a veces no se pone de parte de los justos y esta era una de esas malditas veces. Describirlo como situación sumamente peliaguda, no era faltar a la verdad. Las posibilidades se escapaban de las manos como granos de arena ante una arreciada brisa. Los nervios estaban crispados en el campamento y los guerreros discutían por cualquier cosa. ¿Cómo iban a volver a casa sin la señora? En sus mentes no cabía tal idea, había que trazar un nuevo plan, pero... ¿cuál? Ya habían dejado a quince hombres en Saltcoats capitaneados por Sir Darren por si volvían a trasladar a las mujeres al fortín. Pero, viendo que habían desmantelado cualquier infraestructura relacionada con la subasta en esa villa, habían vuelto a reunirse con el grupo principal esa misma mañana.
Erroll y Neall también habían averiguado que solo tendrían acceso al castillo de Rowallan bajo invitación personal de alguno de los participantes de la subasta. ¡Maldita fuera su suerte! Pues, en esos dos largos días, ni uno ni otro habían conseguido ningún contacto que dijera lo más mínimo de la puja y muchos eran a los que habían emborrachado ya hasta perder el conocimiento. El perímetro del castillo estaba fuertemente custodiado por forajidos y piratas armados hasta los dientes.
«Piensa, Leonor, piensa…», se decía la joven buscando una respuesta, pero nada. Sin ganas de seguir presenciando trifulcas entre sus compañeros de armas y de viaje, fue a refrescarse la cara al riachuelo y, de pronto, lo tuvo claro al ver su reflejo en el agua. Ella, ella era la única que podría entrar en el castillo de Rowallan y acercarse a Elsbeth sin levantar sospechas. ¿Cómo no se le había ocurrido antes, pardiez?
Sin más demora, corrió hacia Ayden como alma que lleva el diablo para hacerle partícipe de su intención. Tendría que escucharla, por muy arriesgado que fuese, lo haría. Pero prefería sentirse respaldada por su consentimiento, ya que de seguro no tendría el de Neall. Apenas se habían visto en ese par de días, estaba tenso y malhumorado, aunque no se lo reprochaba, la situación no era para menos. Ayden era el adalid, Ayden tenía que escucharla. No podían seguir esperando a que Erroll y Neall consiguieran una invitación para entrar en Rowallan y cada vez tenían menos tiempo. Además, solo serían dos frente a ese centenar de piratas. El mellizo negaba con la cabeza a medida que Leonor le exponía su plan.
—No, no y no. Es demasiado peligroso. Es una auténtica locura, Leonor… ¡Mi hermano me mataría si os lo permitiera!
—¡Oh, vamos, dejad de decir sandeces por Dios bendito! Estamos hablando de vuestra hermana, cada día que pasa entre esos piratas, es un riesgo añadido para encontrarla sana y salva. Y Neall jamás revocaría vuestra decisión, ¿acaso os impediría disponer de cualquiera de sus hombres si fuera necesario?
A Ayden nunca antes le había hablado alguien así en su vida y mucho menos una mujer. Ella no era uno de los hombres de su hermano, ella era LA MUJER que su hermano quería. Pero si Neall aún no le había dicho lo importante que era en su vida, quién era él para decírselo. Pasó por alto el temperamento con el que se había dirigido a él al verla tan entregada a la causa y, en cierto modo, porque ese temperamento le recordaba a Leena y eso lo excitaba sin poder remediarlo. El capitán no era capaz de pensar en la propuesta de Leonor con claridad, los inconvenientes eran muchos, quizás demasiados para barajar la opción siquiera… pero, por otra parte, ¿qué otra elección tenían?
—Tiene que haber otra solución, Leonor. No puedo exponeros de la forma que me pedís, lo siento.
Ayden Murray, Sir Darren Stewart, Sir Ian Campbell y Sir William Brisbane siguieron hablando de rodear el castillo de Rowallan, cambiarse por algunos guardias y demás, mientras hacían a un lado a Leonor y sus protestas. Decían ideas sin pensar, atropelladamente, como si realmente alguna de esas locuras pudiera tomar cuerpo y dejaran de ser descabelladas por el mero hecho de nombrarlas en voz alta. Pero esos piratas no eran unos tipos cualquiera, la mayoría de los guardias eran mastodontes inhumanos, que hacían que la piel de Leonor fuera blanca como la nieve. ¿Acaso pensaban teñirse con brea? Ellos eran blancos y de porte distinguido, por mucho que lo intentaran, nadie se tragaría que eran forajidos desalmados. ¡Pardiez! Era tan obvio, que Leonor se reconcomía por dentro y varias veces estuvo dispuesta a volver a objetar. ¡No había forma de sustituir a uno de esos infames sin que se dieran cuenta! Los piratas vikingos eran otro cantar, eran escasos en número y se conocían muy bien entre ellos, según los informadores de Sir Darren, así que, ¿cómo pensaban hacerse pasar por alguno sin ser rápidamente interceptados? Esa gentuza se las sabía todas y llevaban muchos cadáveres a sus espaldas como para tomárselo a la ligera. Leonor negaba con la cabeza el sinsentido que estaba llevando la conversación, mientras se paseaba con las manos a la espalda muy cerca de ellos. Alex Mackenzie contaba los segundos que tardaría en volver a insistir ante su adalid, no tuvo que contar mucho, como era de esperar.
—¡Ayden, soy la única opción que tenéis! Como vuestro hermano dijo: «el tiempo es demasiado valioso para seguir esperando…»— exclamó Leonor con voz rota y afectada, intentando no perder la paciencia. Ese highlander era un hueso más duro de roer aún que su hermano, si eso era de algún modo posible.
El grupo de hombres le abrió paso, dejándolos cara a cara: Ayden frente a Leonor, Leonor frente a Ayden. La muchacha había aprendido a reprimir su temperamento frente a los hombres, más cuando estos eran tan grandes, tan bárbaros y tan testarudos. No obstante, en esos momentos, era todo o nada. Allí, era un igual y no había lugar para miramientos. No cabía la opción de asaltar Rowallan cuando se enfrentaban a un ejército de alimañas que los superaban veinte a uno, tenían que ser más astutos que ellos, en eso estaban todos de acuerdo.
Los escoceses que Leonor había conocido debían ser de una raza especial, montañas de músculo y acero, pero no por ello le daban miedo. Pocos hombres no superaban con creces la estatura de la joven y, los que no lo hacían, no dejaban de ser por eso consumados trabajadores y valientes compañeros. Con ellos, Leonor se sentía protegida, una más dentro de un clan al que no la unía más que una misión, una promesa y un querer imposible. Desde pequeña, se había encontrado siempre más cómoda jugando con niños a ser hidalgos caballeros en busca de dragones y aventuras, que ayudando a su madre a llevar la casa. Zaahira siempre le había reprendido por su actitud de mozalbete y cada vez que la había pillado en calzas, con arcos, tirachinas, o espadas de madera y con barro hasta las orejas, se había puesto con los brazos en jarras y le había recordado el quehacer de una jovencita.
Un escalofrío recorrió su nuca y el vello se le erizó, lo que daría por volver a escuchar alguna de las peroratas de su madre y las risas de sus hermanas al verla llegar con alguna pieza de caza... «Madre, ayúdeme», imploró al cielo Leonor. ¿Sería ella capaz de llegar hasta Elsbeth? ¿y si fracasaba?
—Pero, Leonor, atended a razones. ¡Por Dios! ahí dentro no podremos protegerla —se atrevió a decir Sir William Brisbane, intercediendo ante el creciente disgusto del mellizo por la insistencia de la muchacha.
«Flecha Bris», como así llamaba Leonor a Sir William Brisbane, era un hombre de sencillas palabras. Por muy alterado que lo hubiera podido ver durante los seis meses que habían convivido mano a mano, jamás le había alzado una voz más alta que otra a la muchacha y esa osadía a la hora de intervenir había sorprendido al resto de hombres. Él era un experimentado guerrero, él mejor que nadie sabía que, por muy arriesgado que fuera, no había mejor opción que ella para entrar en el castillo sin sospechas. Leonor le había cogido mucho cariño durante ese tiempo, pues guardaba cierto parecido a su padre. Ambos eran hombres íntegros, leales y demasiado prudentes, para su gusto. El viejo Windham MacLarens, el más veterano de los highlanders del grupo, murmuraba por lo bajo una retahíla de maldiciones.
Leonor estaba acostumbrada a hablar con hombres, a sus reacciones y a su extremado celo por cuidarla, desde siempre, por el simple hecho de ser mujer. Sin embargo, desde Samhuinn, evitaba al máximo cualquier tipo de conversación que pudiera provocar comentarios inapropiados sobre su persona, Leonor había tenido que lidiar con demasiados rumores sobre Neall y ella durante esos meses, demasiados silencios vacíos cuando ella entraba sin aviso en alguna estancia y demasiadas esperanzas rotas para seguir luchando por un amor como el suyo. Aquella no era su tierra, no era su gente, no era «su hombre» por mucho que lo deseara.
Escocia le había dado una segunda oportunidad y no la desaprovecharía por nada en el mundo. Durante ese tiempo, la joven había prescindido de cualquier tipo de intimidad masculina para que no pudiera ser malinterpretada por nadie, repitiéndose hasta la saciedad a sí misma que debía preservar el poco honor que pudiera quedarle a una muchacha mancillada como ella. Leonor prefería comportarse y vestirse como un muchacho para evitar que la miraran y la trataran como una mujer. «Si actúo como un igual, me verán como a un igual», había pensado, y en cierto modo no se equivocaba. Aunque ese miedo a intimar más profundamente con los hombres quizás tuviera una base más oscura que su propia deshonra, un miedo cargado de temor al rechazo, de dolor incluso, por no ser lo suficientemente buena, o por el simple hecho de ser distinta al resto de mujeres. Cada vez que un hombre se había acercado a Leonor con intención de pedir su mano, la mente de la muchacha se había bloqueado y traído pensamientos funestos sobre aquel sanguinolento día con Don Gonzalo. Aparte de Sir Symon, solo había conseguido ver a Neall como pareja, mas el carácter sobreprotector del primero en esos últimos meses le había recordado tanto a su anterior prometido, que a punto había estado de acabar incluso con su amistad. Lo echaba de menos, mucho, pero no de la forma que una mujer debe añorar a su hombre. Sir Lockhart sería su amigo, su fiel protector, y lo sería siempre.
Su mente solo se atrevía a soñar despierta cuando estaba cerca de Neall Murray, con él, no había dudas, ni pensamientos que no fueran carnalmente impuros…y eso le daba miedo. Ese hombre hacía que deseara cruzar un desierto si él era el único oasis, uniéndolos una especie de conexión que se le escapaba de la razón. Entre ambos, había un tira y afloja de encuentros y desencuentros difícilmente sobrellevables desde que se había recuperado de la profunda herida que casi le cuesta la vida en Halidon; desde aquellos besos en el río Garry que, incluso a veces, creía haberlos soñado; del abrazo de aquella noche en las almenas, o de la vez que se había quedado dormido tras ella hacía tan solo unos días... Era solo verlo y se sentía volar. Todos esos sentimientos eran nuevos para Leonor, ¡tan distintos de cualquier otro que hubiera sentido antes! Su mente y su voz se aturrullaban nada más ver al joven capitán y un intenso rubor teñía sus mejillas. Sus pezones se inflamaban y su cuerpo se volvía pesado y tenso a la vez. Un cosquilleo le empujaba el bajo vientre y se sentía húmeda, mucho. Pero, ¿a quién podría pedirle consejo sobre esas sensaciones? Estaba sola… ¿y qué más daba si lo suyo no iba a ninguna parte? Durante todo su noviazgo, no había sentido nada por el estilo por Don Gonzalo y mucho menos aquel maldito día que prefería no volver a nombrar. No podía explicarlo, pero sentía que pertenecía a Neall y no quería ni pensar en ningún otro. Quería ser suya, solo suya, aunque jamás tuviera oportunidad de serlo.
Dejando atrás sus ensoñaciones, Leonor se mantuvo firme en su decisión, mientras Ayden hacía un gesto para que se acercaran, además de los caballeros, el escudero Ewin Boyd, el viejo Windham MacLarens y Alex Mackenzie. Leonor se armó de valor, dio otro paso al frente y asió por el antebrazo a Ayden, en un intento de que no se fuera junto al grupo de hombres, anticipándose a la exclusión que tenía orquestada el mellizo, pues sabía de antemano que iban a rechazar su propuesta sin considerarla siquiera y que seguirían hablando de cruzar fosos y meterse en las fauces del león. Los recién llegados la miraron sorprendidos. El mellizo sintió su mano como si le abrasara con un hierro candente. No quería escucharla, aunque en su fuero interno sabía que no había otra alternativa mejor que la de ella. El pecho del Laird Murray se endureció ante el contacto suave de la mano de ella y su mandíbula se puso tan fuertemente apretada que se podían oír rechinar sus dientes a distancia. Un silencioso pesar asoló la cara de los hombres allí reunidos, cabizbajos, no sabían cómo hacer frente a semejante misión de rescate, por más que quisieran obviarlo, Leonor era el único as que tenían. El capitán sabía que la española tenía razón, pero no quería poner a nadie más en peligro. Sacudió la cabeza con energía, como si quisiera quitarse el problema de encima.
—No, debe de haber otro modo... podremos entrar en Rowallan de otra forma, estoy seguro —se convenció a sí mismo en voz alta, mirándola y buscando su comprensión.
No podía estar pidiéndole que la dejara en la boca del lobo. Si algo salía mal, Neall jamás se lo perdonaría. El mellizo no sabía muy bien qué extraña relación había entre su hermano y Leonor pero algo había, podía apostar su brazo derecho sin perderlo. La otra noche se había despertado y había comprobado personalmente el cambio de guardia, al volver a acostarse, observó cómo Neall dormía plácidamente tras ella agarrado a su cintura y con el plaid de los Murray echado por encima. Su hermano tenía una expresión feliz, nunca lo había visto tan sereno y condenadamente feliz como cuando estaba con ella. Lo conocía como a la palma de su mano y esa joven extranjera le había devuelto la paz perdida tras la muerte de su padre. Asimismo, hasta un ciego podía ver que los ojos de ella resplandecían cuando el joven Murray estaba cerca. Todo era cuestión de tiempo.
—¡Y para cuándo encontréis otro modo, vuestra hermana puede estar muerta o fuera del país, maldita sea! —gritó Leonor sin lograr contenerse esta vez y haciendo un aspaviento de desesperación con las manos, acompañado de un bufido.
Leonor no iba a consentir que Elsbeth sufriera lo que ella había sentido en sus propias carnes, si estaba en su mano evitarlo. Ella era su amiga, casi su hermana. La ayudaran o no, estaba resuelta a hacerlo. Elsbeth era la única a la que Sir William Keith de Galston le había confiado absolutamente todo lo ocurrido en la casa de los Ayala y cómo había convenido darle una oportunidad a la joven trayéndola a Escocia. A la joven señora no le importó que ella sola hubiera matado a cuatro hidalgos castellanos porque, como así se lo había hecho saber, había sido luchando por los suyos y en defensa propia. También había comprendido que, si Leonor se hubiera quedado en Malaqa, ni siquiera su padre habría podido salvarla de una muerte segura, pues la sangre sarracena de su abuela materna no sería más que motivo suficiente para que no se hiciera justicia.
La española esperaba un rechazo que nunca llegó a producirse al saber que la melliza conocía su pasado, ni por tener que esperar un año a que el hombre que le dedicaba palabras de amor se olvidara definitivamente de la joven morena, ni tampoco por su deshonra. Elsbeth la había mirado con dulzura y no con pena desde el primer momento, la había abrazado fuertemente y dado el pésame por su madre y por sus familiares muertos. La había consolado con dulzura y dicho que no se preocupara por nada más, porque le encantaba la idea de tener la compañía de una mujer joven con quien charlar como hermanas. «Hermanas», le había dicho en más de una ocasión y Leonor, desde ese mismo instante, la había querido como tal. La familia Murray la había acogido como parte de su clan, le había dado una oportunidad y no los defraudaría, esta vez no. No le importaba lo difícil que fuera meterse en el castillo de Rowallan… lo haría. Aunque tuviera que hacerse pasar por doncella o por prostituta, lo haría. Aunque tuviera que matar a un cerdo esclavista o a cien, lo haría, pues si con su vida le había dado una oportunidad a esa buena mujer, no le importaba.
Entre tanto, el mellizo Murray no sabía cómo hacerla desistir y que buscara entretenimiento en otra cosa. «¡Qué tozuda puede ser esta mujer, diablos!», pensó Ayden, intentando hacer tiempo como si eso consiguiera que su decisión fuera más fácil por ello. Jamás había topado con una muchacha tan bonita y con una boca tan sucia, bueno sí, con unas cuantas cortesanas, pero esa extranjera no tenía nada que ver con ellas por mucho que lo intentara con su lenguaje. ¿Y cómo se atrevía a hablarle de ese modo delante de sus hombres? ¡Ni que fuera su hermana la que estaba a punto de ser vendida a un maldito inglés, o francés, o quien quiera que fuera el que pagara por tener una esclava a estas alturas!
«Este plan está abocado al fracaso… ¿o no?», intentaba dilucidar Ayden en la decisión más difícil que había tenido que tomar en su vida. Si la miraba bien, Leonor no era tan diferente a su melliza, cierto que físicamente no tenían nada que ver, pero ambas eran valientes, orgullosas y con una endiablada sonrisa que hacían estremecer al guerrero más diestro. Tenían el poder innato de la seducción, de eso no cabía duda. Elsbeth lo utilizaba desde pequeña en su provecho, sabía cómo camelarse a cualquiera con un batir de pestañas, o un leve lloriqueo, y cuando se fue haciendo mayor, sus suaves contoneos al pasar junto a los entrenamientos de espada habían provocado más de una herida en los embelesados aspirantes y escuderos. Leonor, sin embargo, exudaba esa atracción sin proponérselo, por mucho que intentara esconder sus redondeces, ese pantalón de cuero le quedaba como un guante y, aunque al principio consiguió engañarles con unos esmerados vendajes, presentía que debía tener un pecho de lo más generoso. Lo que más le llamaba la atención de la muchacha eran sus gruesos y perfilados labios que, como diría el fallecido deán MacCoinnich a modo de sermón: «Mac, esa boca ha sido creada para el pecado...».
Incluso él había pensado cómo sería tener esos labios por todo su cuerpo, ¡que Dios y su hermano lo perdonaran y que le asparan si seguía pensándolo! Elsbeth estaba secuestrada en uno de los castillos más infranqueables de toda Escocia, lleno de piratas, sanguijuelas e ingleses y él pensando en cómo sería disfrutar de los favores de la joven morena que, por otra parte, prácticamente era la prometida de su hermano. No, eso no era posible. Jamás intentaría nada con ella, lo suyo no era más que curiosidad, no albergaba sentimientos por nadie que no fuera Leena. Necesitaba pensar en otra solución... «¡Mierda! Céntrate, Ayden, ¡por Dios! ¿Qué haría Arthur? ¿Qué haría padre?... ¿Y dónde se encuentra el condenado Neall?», se preguntó el mellizo mirando en dirección al camino, mientras se rascaba la nuca e intentaba pensar con claridad.
A estas alturas ya debería estar aquí junto a Erroll, ¿les habría pasado algo? No, esos dos sabían protegerse muy bien las espaldas el uno del otro, pero si la española se ponía farruca, necesitaría de las habilidades de su hermano para hacerla entrar en razón. No podía permitirle meterse en la boca del lobo, ¿verdad? ¡Nada más y nada menos que en una subasta clandestina de mujeres con la mismísima aprobación del rey Eduardo! No había forma de entrar delante de las narices de todos esos lujuriosos hombres, sin correr el riesgo de que también quisieran pujar por ella, solo había que echarle una simple ojeada para saber que alcanzaría un alto precio… «¿Otra vez rumiando tonterías, Ayden? ¡Quitadle los ojos de encima que la condenada está aún más hermosa enfadada!». Los pensamientos iban y venían de la cabeza del Laird como una tromba de agua en mitad de una tormenta eléctrica. Todo esto era una locura. Mil veces prefería ser él quien arriesgara su vida a mandar al matadero a Leonor y sentenciar con ello a Elsbeth. Además, la española tendría que buscar a su hermana por todo el castillo y salir ambas sin ser vistas, ¿cómo pensaba hacerlo y por dónde escaparían? Estaba loca de remate si pensaba que la iba a dejar correr tantos riesgos, demasiada improvisación… ¡Maldita fuera! y sin embargo tenía razón: era la única que podría entrar en el castillo sin que, de primeras, hubiera derramamiento de sangre.
Ayden apenas podía creer que todas esas desgracias que Sir Keith le había contado a su hermana pudieran ser ciertas. Había escuchado parte de la conversación por casualidad, cuando se había acercado sin previo aviso a saludar al caballero para obtener noticias recientes de su hermano Arthur y de su primo Andrew. ¡Que le partiera un rayo si entendía a Leonor, debería de estar corriendo como una loca en dirección opuesta después de todo lo que le había hecho padecer la vida! Debería estar casada a estas alturas y amamantando a uno o dos hijos, desposada con un buen hombre que la tratara como una reina y la respetara... pero, no. «Las personas tendemos siempre a complicarlo todo y para muestra un botón», masculló Ayden por lo bajo. De pronto, lo entendió todo. Elsbeth y Leonor habían congeniado muy bien, una vivaracha y resuelta, la otra taciturna y escurridiza, polos opuestos que habían ensamblado a la perfección. Para Leonor, Elsbeth se había convertido en su hermana Elvira, solo que esta vez tenía la oportunidad de llegar a rescatarla a tiempo.
El plan era sumamente arriesgado: la española tendría que camuflarse con el resto de prisioneras para poder buscar a Elsbeth y tener al menos una posibilidad de escapar, una única posibilidad, no disponían de más. Lamentó en lo más profundo tener que darle la razón a esa preciosa y testaruda morena, pero tenía que aferrarse a un clavo ardiendo y ese clavo era Leonor. «Neall me va a matar», asumió Ayden, «si yo fuera él, lo haría sin pensármelo dos veces». Pero lo había decidido, asumiría el riesgo. Si la mitad de lo que le había contado Sir William Keith a Elsbeth era cierto, su hermana tendría una oportunidad. Él la había visto tirar al arco, Sir William Brisbane la había entrenado a la espada… sabría defenderse dado el caso. No había otra, que su hermano Neall le arrancara los huevos de cuajo era lo que menos le importaba ahora. Él estaba al mando de los hombres, Neall no estaba y era suya la decisión. Ayden enfrentó a Leonor y cruzó sus fuertes brazos a la altura del pecho, por su parte, ella le respondió poniéndose en jarras y apoyada ligeramente en una cadera. Pasaron unos minutos callados, estudiándose el uno a la otra, muy quietos, al punto de contener la respiración. La cara de la muchacha advertía una mueca de disgusto por tanta espera, cuando era obvio que ninguno de ellos podría introducirse sin llamar la atención salvo ella. No habían pasado ni un par de minutos de elucubraciones, pero a ambos les había parecido una eternidad.
—De acuerdo.
Leonor enmudeció. ¿Le había dicho de acuerdo? ¿de verdad? La española sonrió ante el cambio de actitud del highlander, no podía creerse que hubiera accedido a su demanda sin tener que arrastrarse bajo sus pies por todo el campamento. Sus ojos se abrieron despampanantes y su boca se entreabrió como para decir algo, pero esta vez se contuvo. De un salto, la muchacha se echó a sus brazos y le susurró un «gracias por confiar en mí de nuevo, mo maighstir». Ayden se sonrojó de la cabeza a los pies y se apartó lentamente de ella, algo azorado. No estaba acostumbrado a esas efusivas muestras de cariño por parte de las féminas, ni a los agradecimientos por llevar a cabo su deber por parte de sus hombres. «Neall es muy afortunado», estuvo a punto de contestarle, pero se calló.
Los guerreros se reunieron alrededor de ella y Leonor les explicó el plan: se dejaría ver en el mercado de la villa acompañada de Ewin, el escudero. El muchacho era lo suficientemente joven y fuerte como para no levantar sospechas entre los piratas, pues se comportaría como el escolta de una joven extranjera de bien, que cuidaba de su señora mientras esta hacía unas compras. Leonor comentó que intentaría llamar la atención de alguno de los hombres que había visto en el puerto esa mañana en Saltcoats para que se fijaran en ella. ¡Como si hiciera falta!, pensaron los hombres al unísono, aunque ninguno quiso dar voz a sus pensamientos. Alex Mackenzie apretaba los labios y resoplaba, pasándose repetidamente la mano por la barba y revolviéndose el pelo. A cada frase que iba relatando Leonor, se ponía de peor humor y dejaba los ojos en blanco. Él no podía desafiar a Ayden, no después de que los hermanos Murray lo acogieran tras haber sido repudiado por su propia familia, pero no quería ni pensar la reacción de Neall cuando volviera. Leonor seguía hablando e intentó prestarle atención:
—De seguro, habrá unos cuantos hospedados en la villa esperando que empiece la subasta y buscando nuevos postores.
Ayden, Sir Ian Campbell, Sir Darren y Sir William Brisbane asintieron no muy convencidos. Todo lo que había dicho era tan cierto como que el agua es agua. El resto de los hombres prefirió no opinar, lo que sus superiores decidieran, sería acatado sin más. Sin embargo, Alex Mackenzie se fue maldiciendo y renegando de todo lo nacido de madre. Los hombres de Neall callaron por respeto a Ayden, pero ninguno quería exponer a la muchacha como señuelo, antes preferían enfrentarse cuerpo a cuerpo con la muerte que cargar en su conciencia con el sacrificio de la española.
—Ya veréis cuando venga vuestro hermano, ya veréis… —mascullaba Alex Mackenzie entre maldición y maldición, pero ante el dedo amenazador de Ayden, contuvo la lengua.
Dentro del castillo de Rowallan, Leonor tendría que llegar a Elsbeth lo antes posible. No tendría armas, no al menos una de las convencionales, pero calmó a los hombres diciendo que se haría de cualquier otra cosa con la que poder defenderse allí dentro. Sir William Brisbane no dudaba que lo haría, la muchacha era muy hábil y suplía la falta de fuerza con otras destrezas. El caballero hizo el amago de sonreír, no le gustaba en absoluto que su mejor pupila desde Neall se expusiera de esa manera, pero confiaba en las cualidades de la muchacha y en el concienzudo entrenamiento que esos meses habían llevado juntos a cabo.
Leonor había salvado el escollo de Ayden, pero no las tenía todas consigo. A los hombres se lo había vendido todo mucho más fácil de lo que en realidad sería entrar en un castillo lleno de piratas mercenarios y esclavistas. Había aprendido algunos trucos de Elsbeth para engatusarlos, buscar su aprobación y que no le pusieran demasiados impedimentos, pero ahora quedaba lo peor. El castillo de Rowallan era un fortín concienzudamente custodiado y con una muralla perimetral sin ningún flanco frágil. Sin haber realizado una batida previa de reconocimiento, la fortaleza se presentaba como una trampa de difícil escapatoria. Allí dentro, Leonor tendría que improvisarlo todo y eso nunca podía ser bueno. El mejor momento para acercarse a la melliza sería justo antes de la subasta, ya que, a medianoche y con toda seguridad, estarían borrachos un gran número de los caballeros asistentes y sería más fácil escabullirse que a plena luz del día. No les dijo cómo pensaba hacerlo, en realidad, ni ella misma lo sabía... pero una idea empezó a hacerse cada vez más poderosa y más fuerte en su pensamiento. «Solo espero que aún funcione… Khalida, mi buena tata Khalida, guíame con tu sabiduría». Leonor resopló, cuanto menos supieran o supusieran los escoceses, mejor que mejor. Nunca había hecho nada parecido hasta ese día y, quizás, se sintiera incapaz de hacerlo si lo pensaba detenidamente. Lo único que la tranquilizaba era la idea de que ellos las esperarían ocultos al otro lado de la orilla del río Carmel, a tan solo unas millas de distancia a caballo.
«Alea iacta est17», se acordó de las palabras que le decía su abuelo Sancho de Ayala cada vez que jugaba con ella a los dados. El anciano tardaba en levantar el cubilete de la mesa para crear mayor expectación, mientras una Leonor regordeta y subida a su regazo le apremiaba aplaudiéndolo, ávida por saber el resultado. Los recuerdos de su infancia se solapaban con el presente de una forma caótica. ¡Cuánto echaba de menos su casa, su familia, las largas charlas con su padre…! No había marcha atrás. El haber visto a Elsbeth Murray expuesta semidesnuda en ese patíbulo improvisado, como si de ganado en venta se tratase, había sido peor de lo que podía recordar. Gracias a Dios, Lorcan había sido lo suficientemente discreto pues, cuando vio que empezaba a vomitar tras bajarse del tejado, temió que dijera con pelos y señales todo lo que había visto. Pero no, había entendido que eso hubiera llevado a Ayden y a Neall a cometer una locura de la que todos formarían parte. Suspirando, Leonor comenzó a prepararse para su misión. Disponía de poco tiempo, Erroll y Neall llegarían en un par de horas como mucho, si aparecían antes de que ella se hubiera ido con Ewin: adiós al plan… no quería ni pensarlo, aunque lamentaba no despedirse de ellos. Si las cosas se complicaban, Neall estaría a salvo de culpas y remordimientos, porque solo ella sería la responsable, nadie más que ella.
Los ojos de la muchacha se volvieron turbios al recordar que no tendría ocasión de decirle tantas cosas... y un hipido lastimero se escapó de su garganta. «No lo va a entender, no lo va a entender», se repetía una y otra vez. «Sé fuerte, Leonor, por Neall, por vos misma y por Elsbeth, sobre todo por Elsbeth», se instó. La imagen de su hermana Elvira, violada y apuñalada hacía ya cuatro años le abofeteó la cara. «No, a Elsbeth no, por favor». Las lágrimas vinieron a sus ojos como un volcán a punto de la erupción, sin poder contenerlas, lloró. La rabia le tensó la mandíbula y la irguió como si la hubieran ensartado con una vara por dentro, mientras los dedos se le quedaban níveos, coronando sus puños fuertemente apretados.
La imagen de Don Gonzalo huyendo por la puerta de atrás le conmocionaba al recordarla en la actualidad más que en aquel preciso momento. Ese maldito castellano había engatusado a su padre con bellas palabras para que accediera al noviazgo y ella se había dejado hacer inocentemente. Si algo se reprochaba a sí misma era no haber sabido ver antes que era un hombre sin atisbo de honor en su sangre. Jamás se perdonaría el haber accedido a ser parte de un compromiso que no había deseado en un principio, solo porque habían sido amigos de la infancia y se había convertido en un buen hombre de provecho, por hacer feliz a su padre y sentir que con eso lo haría sentirse orgulloso de ella de una vez. Para cuando había querido darse cuenta, ya era demasiado tarde para salvar a su familia de la desgracia. «Algún día lo pagarás, Gonzalo, lo juro por mi madre, por mi hermana Elvira y por mí misma». De su propia violación solo recordaba realmente un par de imágenes, como si su mente hubiera querido borrar de un plumazo el recuerdo de ese cretino poseyéndola violentamente sobre aquella mesa. Sin embargo, su olor a almizcle rancio y a sudor lo tenía metido dentro, en las entrañas, como si nunca pudiera desprenderse de él por más que lo intentara. ¡Cabrón, que el diablo se lo llevara al infierno por haberla hecho obviar la mirada lasciva de los otros malnacidos que lo acompañaban dirigida a su hermosa madre y a su hermana adolescente! Como en un infierno se había convertido su vida desde aquella mañana de septiembre salvo por... No, no quería pensar en Neall, ni en lo bien que se sentía en esa tierra tan desconocida aún. Eso no era para ella, no era su destino el ser feliz después de todo lo que había pasado. Ella ni era doncella, ni mujer que cualquier hombre deseara tener como esposa. Era respondona, terca e independiente. Neall jamás se fijaría en alguien como ella para casarse.
Una lágrima cayó sin poder evitarlo por su rostro, acompañada por un dulce mohín. Se la limpió rápidamente con la manga de la camisola y se aseguró con un vistazo de que nadie la hubiera visto. «No es momento de lamentaciones, es momento de luchar y de demostrar todo lo que has aprendido en estos años». Leonor se dirigió al río para asearse y vestirse para la ocasión.
Tras un corto baño, la española olía a jazmín. Esa fragancia le evocaba a su infancia y a los olores propios de su tierra natal en verano. Recordó el viejo arbusto que había en el jardín de su casa, era frondoso y sus ramas se entretejían con las florecillas de la dama de noche. Durante el día, el jazmín dulcificaba el ambiente y la frondosa dama lo acompañaba embriagando toda la calle con su intenso olor por la noche.
Ewin llamó a Leonor impaciente por llegar pronto a la villa y hacer su cometido bien. El joven se había quedado a una distancia prudente, para que la joven pudiera asearse en el río y prepararse adecuadamente para aparentar ser una dama distinguida. Sonrió, no era que la conociera mucho, pero no se imaginaba a la española vestida de otro modo que no fuera de muchacho, mas pronto saldría de su error, lamentablemente. Inquieto y encaramado a una piedra, se asomaba de vez en cuando hacia el sendero por donde Leonor se había marchado para asearse. No hacía ni una hora que se habían separado del resto del grupo, pero la espera lo ponía nervioso. Entre tanto y para hacer tiempo, el joven escudero se entretuvo afilando su daga con una pequeña cheira que guardaba en el bolsillo. «Si en cinco minutos no está aquí iré a buscarla», se dijo muy seguro de sí mismo. Él no veía bien meter a una mujer en esto, pero no era nadie para rebatir la orden de un superior y Sir Ian Campbell también parecía estar de acuerdo. ¡Se habían vuelto todos locos! No podía ser de otra forma. El muchacho se levantó y se sacudió del calzón la hojarasca y restos de tierra, mientras volvía a llamar a la joven. Ewin estaba inquieto, se jugaban demasiado como para que a la primera el plan ya saliese mal. Leonor se apresuró con los últimos retoques antes de silbar imitando el gañido de un halcón. «¿Esa no es la respuesta del joven de los Murray?», pensó risueño Ewin Boyd, rascándose la incipiente barba del mentón.
La muchacha terminó de vestirse apresuradamente con un sencillo y delicado traje de seda verde agua de su madre. Era lo único femenino que tenía a mano y tendría que valer. La prenda se le ajustaba al talle exquisitamente y a todas luces se veía que la confección no era de las islas. «Perfecto». Se ocultó la exuberante redondez de sus senos con una gasa turquesa sujeta con un camafeo a una de las tirantas del hombro. Zaahira siempre le había dicho que para seducir a un hombre: era mejor insinuar que enseñar y, por otra parte, ya se sentía suficientemente expuesta, como para añadir un generoso escote a su avergonzado temple. Se arregló el pelo con un par de trenzas en espigas que partían de la sien hasta desembocar en una mayor a su espalda, se colocó también la peineta de marfil y oro con sumo cuidado, una joya cuyo extremo era rematado con una afilada punta de metal que podría ensartar a un hombre si quisiera. Como siempre llevaba el pelo en un moño, no recordaba que lo tuviera tan largo y le costó ocultar la joya adecuadamente para que nadie advirtiera su doble función. Se echó un poco de polvo de mica para iluminar la tersura de su piel, se perfiló los ojos con un ungüento oscuro, hecho de almendras tostadas maceradas y aceites para realzar el negro de sus ojos, y se pellizcó las mejillas, como siempre le hacía Deirdre antes de salir al patio de armas. Se mordisqueó los labios de forma nerviosa, ansiosa por ver el resultado. Ella no tenía tantos potingues como Elsbeth, pero tendría que bastar. Expectante, se asomó para ver su propio reflejo en esa especie de espejo cristalino que le devolvía el río y, por un momento, se sintió hermosa.
Sin querer demorarse más, fue subiendo la colina al encuentro del escudero. El leve tintineo que dejaba el vestido de seda al andar la ponía nerviosa. Las pequeñas moneditas de cobre cosidas a su cinturilla invitaban a ir tirando de las gasas que caían hasta los tobillos a modo de falda y que se ajustaban a unos zapatos forrados y brillantes como un rayo de sol. Leonor estaba acostumbrada a pasar desapercibida y ese traje parecía que estuviera llamando a gritos a todo bicho viviente a mil pasos a la redonda. Se acercó a Ewin Boyd, el escudero que Sir Ian Campbell había adoptado recientemente como pupilo y que la acompañaría a dar un paseo por la zona del mercado, pues era de los pocos que conocían bien la zona. Así que, por segunda vez en el día: «perfecto». «Quizás tengamos suerte y se fijen pronto en mí», susurró Leonor, sin medir las consecuencias de lo que implicaba que se cumpliera su deseo, pero la joven no quería ser negativa y pensar que algo no pudiera salir bien. El formar pronto parte de las mujeres de la subasta facilitaría mucho las cosas, pues cuanto más tiempo dispusiera para encontrar a Elsbeth, mucho mejor. Si no era capaz de introducirse en el castillo de Rowallan sin levantar sospechas, la misión se complicaría y mucho.
Ewin Boyd era un muchacho moreno, de ojos claros, con los rasgos afilados y sonrisa cautivadora. Podría decirse que era un joven apuesto, al que le faltaban un par de añitos para dejar a todas las mozuelas rendidas a sus pies, o al menos eso era lo que Leonor pensaba de él. El escudero acababa de cumplir los diecisiete años, aún no tenía la complexión de los demás guerreros del grupo, salvo si lo comparábamos con Lorcan Mackinnon, pero tenía un indiscutible don de gentes que dejaba boquiabierto al más pintiparado. Era ideal para pasar desapercibido haciendo de acompañante de una dama extranjera por su hábil manejo de la espada.
Ewin estaba intranquilo, deseando que esa situación tan absurda pasara y pronto. Era su primera misión en solitario y no quería fallarle a su capitán. Además, la vida de la melliza Murray estaba en juego y desempeñaría su papel de la mejor forma posible. Cuando vio subir por la colina a Leonor, tuvo que frotarse varias veces los ojos, porque creyó estar viendo a la mismísima reina. La frente se le humedeció con un fino velo de sudor, las pupilas se le dilataron hasta dejar sus ojos azules prácticamente negros, el corazón se le aceleró y la entrepierna le rugió como un león hambriento. ¡Demonios! Nunca se había sentido tan atraído ante una mujer y mucho menos con una que conocía y llevaba normalmente calzones como él. Leonor sonrió y disimuló ante la reacción del muchacho para no avergonzarlo más, le asió el brazo y se compadeció del joven en silencio, aunque ella estaba más feliz que unas castañuelas de haber conseguido azorarlo. Ewin empezó a temblar como una hoja ante una ráfaga de viento invernal, hasta ese instante no había caído en la cuenta de a lo que iba a enfrentarse la joven. Pese a todo, Leonor intentó calmar al escudero con dulzura.
—Todo saldrá bien. No os preocupéis, caraid, conseguiremos encontrar a Elsbeth a tiempo —le susurró con voz calmada y cariñosa.
—Sí, sí… baint-baintighearna.
—Entonces, vamos.
Neall y Erroll habían estado toda la mañana haciendo «amigos» sin éxito alguno. Cuando ya volvían sin resultados y convencidos de tener que acometer el asalto al castillo, pasó una joven dama rubia muy hermosa acompañada por su doncella. Sin atisbo alguno de educación, Erroll se giró sobre sus talones, silbó y exclamó con el tono más soez que pudo:
—¡Voto a Dios! Daría mi fortuna por tener a esta zorrita entre mis piernas, aunque fuera solo una noche. ¡Menudo par de…!
Neall le dio un codazo para que se callara, ¿se había vuelto loco o qué? Un grupo de hombres se echó a reír ante semejante declaración de amor. ¿Qué demonios le ocurría a Erroll? Si el irlandés era lo más parecido al perfecto caballero: adulador, afectuoso, galán… ¡Si hasta se había llevado la mano a la entrepierna por el amor de Dios!
—¿Se puede saber qué hacéis? —musitó Neall entre dientes, encarándolo y simulando una sonrisa deslumbrante.
—Chist… seguidme la corriente y lo entenderéis, caraid.
Neall se sintió estúpido porque no alcanzaba a entender lo que tramaba Erroll, pero no tenían nada que perder. Esos cinco ingleses no tenían pinta de ofrecer mucha batalla, o puede que sí, que al menos uno de ellos fuera un rival decente. Las jóvenes habían huido despavoridas y rojas como guindas. El más joven de los risueños caballeros, que tendría más o menos de su edad, se acercó y le hizo una exagerada reverencia a Erroll. «Está algo borracho», pensó Neall al ver que le costaba mantenerse erguido. En inglés, el joven caballero les habló:
—Tenéis un gusto exquisito —sentenció mirando la dirección que habían tomado las jóvenes y con una voz jocosa les espetó—, pero la joven que os gustaría follaros es mi hermana.
Los amigos del Lord inglés rompieron en vítores y carcajadas. Inaudito, esos tipos carecían de pundonor, vergüenza y cualquier tipo de educación. Neall se llevó instintivamente la mano a la empuñadura de su claymore. La cosa pintaba fea. Miró con severidad a Erroll, que parecía ajeno a sus miradas de «mantened la boca cerrada a la voz de ya».
—¿Y cómo lo hacéis para convivir con semejante preciosidad? A todas luces, pide a gritos que la violen por todas las esquinas.
¿Erroll se había vuelto loco? ¡Se había quedado corto! Catalogarlo loco de remate era más apropiado en esta ocasión. Lo que menos necesitaban en ese momento era un enfrentamiento con ese estúpido inglés, sus amigos, ni con los hombres que tuvieran para cubrirse las espaldas esa pandilla de señoritingos ingleses. El sassenach, tras un momento en silencio, miró a sus rezagados camaradas y empezó a reírse a carcajadas de nuevo. «¡Que me aspen si entiendo algo!», pensó Neall poniendo unos instantes los ojos en blanco, si un hombre hubiera hecho semejante comentario sobre su hermana, ya no estaría vivo para contarlo, pero el maldito inglés le tendió la mano a Erroll y se presentó:
—Soy Peter Pulteney, Lord Peter Pulteney, aunque mis amigos me llaman Pet. Siento deciros que la jovencita está prometida, pero que a donde vamos esta noche mis amigos y yo encontraríais muchas del estilo de mi hermana… por un módico precio, claro —dijo bajando la voz al terminar la frase.
—Milord —respondió Erroll con otra reverencia—. Mi nombre es Erroll Flanagan y el caballero que me acompaña es Neall… Campbell, somos nuevos por aquí y nos gustaría ciertamente algo de diversión. Este lugar es un cementerio de huesos ambulantes. Sin embargo, lo que comentáis, estaría francamente bien. ¿No es cierto, Neall, caraid?
—Claro —dijo Neall a regañadientes.
—¿En serio? No he visto a vuestro amigo muy dispuesto…
—Es de gustos exquisitos —masculló y, haciendo el amago de estar confiándole un secreto, le dijo guiñándole un ojo—. A él le motivan más las mujeres exóticas.
¿Por qué había dicho Erroll eso? Neall lo miró como si quisiera descuartizarlo e intentó seguirle la corriente, mientras que el gesto del escocés provocó en su amigo una sonrisa de oreja a oreja.
—Mi amigo es un poco tímido con los desconocidos. Su familia no es muy querida por aquí... No se lo toméis en cuenta, Milord —añadió Flanagan a un sorprendido Pet, que no podía sonreír más sin temer que la cara se le cayera a pedazos—. Pero siente auténtica perdición por las morenitas salvajes.
Neall volvió a mirar a Erroll y sonrió abiertamente por primera vez. «Maldito irlandés, veréis cuando os pille…».
—¿Quién lo diría? Al pronto me pareció el típico escocés incapaz de divertirse. ¡Sois una auténtica caja de sorpresas, caraid! —exclamó el Lord, palmeándole la espalda a Neall e imitando el apelativo gaélico utilizado anteriormente por Erroll.
—Todos tenemos nuestro lado oscuro, ¿verdad? —dijo el irlandés, alzando las cejas provocativamente y dándole con el codo en el costado con complicidad a Neall.
—Sí, sin duda... como os decía, esta noche mis amigos y yo vamos a una subasta clandestina de mujeres.
—¿Esa que se anunciaba en el puerto de Saltcoats hace tres mañanas?
—La misma, ¿vais a asistir?
Erroll sabía jugar muy bien sus bazas, podía ser el arrogante más bellaco de todos si se lo proponía y su astucia para argüir triquiñuelas sobre la marcha no tenían parangón. Más de una vez se habían visto en la adolescencia en un problema bien gordo ante su mentor Sir William Brisbane por ello. Sir Darren y el irlandés eran de naturaleza dada a las aventuras, por decirlo de alguna manera. Neall dejó en manos de Erroll la pantomima y se obligó a sí mismo a intervenir lo justo para no meter la pata y poco más. Él no sabía tratar con ese tipo de personas sin que le traicionaran sus emociones y se le reflejaran en cada poro de la piel. Erroll aprovechó la oportunidad con lo que más le gustaba jugar: un farol.
—La verdad es que pensábamos que formaba parte de algún divertimiento de aquella villa para atraer comercio. No que fuera nada serio, ¿cómo podrían autorizarlo entonces? En Escocia no suelen divertirse mucho que digamos, como vos mismo habéis apuntado, no están acostumbrados a este tipo de actividades lúdicas —dramatizó con cara de lástima y añadió como estoque final a modo de confidencia de nuevo—. Algunas de ellas eran auténticas beldades, ciertamente, pero no nos interesan las putas.
—¡Ay, mi querido Erroll! —le dijo el Lord inglés echándole con confianza el brazo por encima y atrayéndolo hacia sí—. Esas muñecas que visteis no son meretrices.
—¡Ah! ¿No? —exclamó haciéndose el sorprendido.
—No, son traídas de todos los rincones de las islas y del continente, para el disfrute privado de quien quiera pagar su precio.
—¿De verdad? —repitió con el mismo tono que había utilizado Lord Pet minutos antes—. Esto se ha puesto realmente interesante.
—Sí.
—¡Vaya! A pesar de tener una obvia preferencia por las pelirrojas, hubo una mujer rubia que me llamó mucho la atención... ¡Tenía el porte de una reina!
—Jajaja. Querido amigo, sé cuál decís. Tengo entendido que es una noble escocesa, muchos son los caballeros que pujarán por esa traidora a la corona inglesa y le enseñarán así a su familia a saber elegir mejor el bando donde luchar la próxima vez. Es el plato estrella, según tengo entendido.
Neall tuvo que contar todo lo habido y por haber para no noquear de un golpe a ese maldito bastardo inglés y solo Dios sabía cómo estaba pudiendo contenerse para no hacerlo.
—¿Y qué hay que hacer para dejar mi fortuna por ese par de tetas? —siguió preguntando Erroll metido en su papel y echando de vez en cuando una miradita a Neall de «paciencia, bràthair, paciencia».
—Ser mi amigo, tener dinero y estar aquí al caer el sol.
Erroll reprimió su entusiasmo y con una floritura muy parecida a la reverencia inicial de Lord Pet al presentarse, le dijo:
—Queridísimo amigo, aquí estaremos: trato hecho.
Chocando afectuosamente las manos como si fueran amigos de toda la vida y con una leve inclinación dirigida a Neall, Lord Peter Pulteney se marchó divertido junto al primer grupo de caballeros ingleses por las calles del mercado. Cuando quedaron a solas, Neall asió por las tachuelas del jubón al irlandés, obviamente nervioso aún por lo sucedido, y le amenazó:
—¡Maldito seáis, Erroll! He estado a punto de rebanaros el pescuezo un millón de veces a vos, al bastardo inglés y a los estúpidos de sus amigos.
—¡Oh, vamos! Lo hemos conseguido. ¡Animaos, Neall! ¿No es lo que queríais? ¿Lo que queríamos todos? La liberación de vuestra hermana está más cerca que nunca. Esos sassenachs nos darán la coartada perfecta para entrar en el castillo de Rowallan sin problemas. ¡Vamos! No hay tiempo que perder, nos esperan.
El joven Murray asintió de mala gana, emprendiendo la marcha hacía el claro donde estaban su hermano Ayden y el resto de los hombres. Antes de llegar, Neall sujetó por el antebrazo a su amigo para preguntarle algo que llevaba rondándole por la cabeza todo el camino.
—Erroll , ¿cómo os disteis cuenta de que ellos…?
—¿Irían a la subasta?
—Sí.
—Uhm… estáis perdiendo facultades, caraid. ¿Niños ricos ingleses que no dejaban pasar una mujer sin mirarlas como si fueran ganado? Obvio, ¿no creéis?
Neall se pasó la mano por el cabello, no dejó entrever su gesto preocupado a su buen amigo Flanagan. Estaba distraído y falto de concentración sin duda. Si de algo se caracterizaba Sir William Brisbane, además de tirar flechas como el mejor de los MacGregor, era de los duros entrenamientos a los que sometía a los escuderos que tomaba a su cargo. Si los físicos eran crudos, no quería recordar los psicológicos. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Él había sido un niño blando en comparación con sus dos hermanos mayores, «el bardo de la familia», como así lo llamaban para mofarse de él. Pero Sir William Brisbane había hecho un hombre de él. Según muchos, Neall había sido su mejor pupilo con creces, aunque él no era de congraciarse con halagos, sino de demostrarlos día a día.
Neall Murray recordaba bastante bien el día que conoció a Sir William Brisbane. Él no contaba aún con siete años e iba corriendo tras una enorme gallina clueca que se había escapado del gallinero de estacas como si le persiguiera el diablo. Eso sí, la endemoniada gallina debía haber intuido que su final era la olla, porque corría tanto como él. Por fin, tras una carrera sin cuartel, lleno de barro y con los calzones necesitados de un buen zurcido, consiguió tirarle una piedra certera y aturdirla lo justo para asirla de un ala. Al darse la vuelta victorioso con su trofeo aún espantado y dando picotazos, tropezó con un muro de puro granito que lo hizo caer de espaldas. La maldita gallina intentó salir despavorida de entre sus menudos brazos, pero esa montaña andante le retorció de un simple gesto el cuello y se la dio muerta. Neall miró aterrado al animal y después fue subiendo la mirada por las rodillas, la cintura y finalmente la cara de semejante hombre-montaña. Sir William le echó un largo vistazo con severidad, pero Neall supo mantener la mirada con aplomo. Cogiendo el animal muerto, se levantó de un salto y, asintiendo rápidamente, murmuró un «gracias, maighstir» y se fue otra vez con el diablo pisándole los talones. Así recordaba la primera vez que vio al que había sido el mejor amigo de su padre, su mentor.
A su vez, Sir William Brisbane observó cómo se alejaba el niño tan rápido como había venido y con la gallina cogida por las alas y cabeceando. El guerrero había mantenido larga correspondencia con Sir Alastair Murray en referencia a la educación de sus hijos. El mayor de ellos, Arthur, había marchado hacía tres años con su primo Sir Andrew Murray y ya era un escudero muy aventajado y conocido por todos. Le tocaba el turno de salir del nido al segundo de ellos, Ayden, que por lo visto era muy diestro en el manejo de la espada y no eran pocos los que querían tutelarlo. El más encarecido de ellos, Sir Ian Campbell. La espada no le entusiasmaba precisamente a Sir William Brisbane, pero como guerrero sin par, dominaba todas las artes de la guerra.
En aquella época, era muy común en Escocia dejar a cargo de otros guerreros la educación púgil de los hijos. Esa mañana se había acercado al castillo de Blair Atholl para conocer al joven Ayden Murray, pero ese niño no tenía nada que ver con la descripción de su amigo, le recordaba a Sir Alastair de joven... ¡diantres! Si había tenido que mirarlo dos veces antes de pensar que había vuelto al pasado por arte de brujería. Ese joven debía de tratarse del tercero de los hijos de su amigo: Neall. Al verlo correr tras la despavorida gallina, supo que era el jovencito que andaba buscando. La determinación, agilidad y puntería de ese chico le habían impresionado. Si su intuición no le fallaba… ese muchacho prometía, y mucho.
Sir William Brisbane necesitaba un pupilo, no un escudero. Alguien en quien depositar todos sus conocimientos, a quien querer como al hijo que la desgracia le había arrebatado al nacer. A su cargo ya tenía al sobrino del heredero de Glamis, un rubicundo irlandés de carácter dicharachero llamado Erroll, y a Darren, el segundo hijo de los Stewart, muy apegado a las faldas de su madre. Aunque fantásticos muchachos, Sir William andaba más pendiente de sus diabluras que de otra cosa. Hablaría con su amigo Sir Alastair, Neall era su elegido y no había más que hablar.
Toda la familia Murray se quedó perpleja ante la elección de Sir William Brisbane. El que más, el propio Neall, que no sabía si echarse a reír o a llorar. Sir Ian Campbell se sentó rezongón en el asiento con una abierta sonrisa en los labios, pues la elección de Sir William por el más enclenque de los hermanos le daba campo abierto para tomar a Ayden de escudero, como siempre había querido. Desde esa misma noche, Neall pasó a ser pupilo de Sir William Brisbane. ¡Y que lo asparan si no había conseguido que el viejo Brisbane se sintiera orgulloso de él! De eso hacía casi veinte años pero, en ese momento, le pareció estar viviéndolo de nuevo.
Cuando Neall y Erroll llegaron al campamento al mediodía, había un pequeño grupo de hombres reunido alrededor de su hermano Ayden. Windham, el más veterano, atendía a los caballos junto a Alex Mackenzie, mientras conversaban en voz queda. Guerreros aquí y allá, en grupos de dos o tres, no más, pero ni rastro de Leonor. Una punzada cercana al corazón paralizó a Neall y el nudo que sintió en el estómago le agarrotó hasta la garganta. En silencio, se acercaron a la altura del pequeño grupo principal compuesto por Sir William Brisbane, Sir Ian Campbel, el viejo Angus MacLarens y Ayden. Estaban discutiendo sobre el lugar idóneo para esperar con los caballos en caso de que Leonor consiguiese encontrar y sacar a Elsbeth del castillo de Rowallan. Neall creyó que sus oídos le estaban jugando una mala pasada y sintió que la tierra se abría a sus pies como si fuera la mismísima boca del infierno. Sin saludar siquiera, abordó a Ayden con gesto hosco y preocupado.
—¿Dónde están?
—No sé de qué me habláis, Neall —le replicó Ayden, con el semblante serio e intentando retrasar lo inevitable—. Lleváis desaparecidos más de un día, ya era hora de que asomarais vuestra bonita cara por aquí. Estábamos preocupados.
—No me hagáis perder la paciencia, bràthair. Hablo de Ewin Boyd y Leonor, bien lo sabéis. ¿Dónde están?
—Han ido al pueblo.
—¿Para qué? —preguntó Neall, encarándolo y alzando el tono de voz.
Los hombres esquivaron la mirada y Erroll resopló, llevándose las manos a la cara para arrastrarlas de la sien a la barbilla y girándose para no empeorar las cosas. Neall comenzó a temblar de la cabeza a los pies. La ira le estaba llenando de bilis hasta la garganta. Ayden se separó un palmo de su hermano, con las mismas puso los brazos en jarras, las piernas algo separadas y el pie derecho ligeramente adelantado. Por la forma de ponerse en guardia del mellizo, Neall entendió perfectamente a qué habían ido la joven y el escudero. Erroll masculló por lo bajo en irlandés e intentó sujetar a su amigo, pero el puño estalló en la mejilla de Ayden, dejándolo de bruces en el suelo, medio inconsciente.
—¡Go hifreann leat18!
No hacía más que repetir Neall, perjurando sin cesar por las pocas luces de su hermano. Dejarla ir sola… ¿estaba loco? Ahora tendrían que ir a rescatarlas a las dos. ¡Maldita sea y maldito fuera! Lo primero que harían esos bastardos sería quitarle cualquier arma y… ¡diablos! ¡Leonor, «su Leonor», en manos de esos malnacidos piratas! Se lanzó a pegar de nuevo a Ayden con más furia que antes, pero esta vez, Erroll, Sir Darren y Alex Mackenzie consiguieron a duras penas contenerlo. Neall era un hombre herido, destrozado, desgarrado por el dolor, que no escuchaba a nadie. «Su Leonor…». Neall estaba fuera de sí. Sir William Brisbane se acercó a Sir Ian Campbell y entre ambos levantaron como pudieron a un aturdido y noqueado Ayden, les hubiera gustado alabar el certero golpe del joven capitán, pero no estaba el horno para bollos.
—¿Se puede saber qué os pasa? —objetó Ayden, encajándose la mandíbula con expresión furibunda, sin ser capaz de acercarse a su hermano.
—¿Hace cuánto que han partido? —le gritó Neall sin contestar a su pregunta y forcejeando para que lo soltaran como un perro rabioso—. Quizás aún podamos alcanzarlos… ¡Soltadme, malditos seáis!
Erroll hizo un gesto a sus compañeros de armas para que hicieran lo que pedían. Sir Darren, Alex y él mismo dejaron a Neall con suficiente tiento como para no ser objeto de la ira del joven Murray. Este se sacudió el polvo del cotun y se acercó a su hermano con los brazos cruzados frente a su rotundo pecho, como signo de buena voluntad a Ayden y de no quererle, por más que lo deseara, destrozarle de un golpe la nariz.
—¿Cómo habéis podido dejarla sola con la compañía de un joven escudero inexperto? ¿Cómo habéis podido, Ayden? Jamás os lo perdonaré, ¡jamás! Yo mismo iré a buscarla antes de…
—Dudo que la encuentre, mo maighstir. Siento decirle que ya está hecho —sentenció Ewin Boyd, mientras se acercaba sigiloso al presenciar toda la pelea entre los hermanos.
—¿Ya está hecho? —preguntó mirando brevemente al escudero y luego centrando toda su atención en su hermano—. ¿Qué está hecho, Ayden? ¡Voto al diablo! —exclamó lleno de ira, prácticamente sollozando y cogiéndolo por la camisa de nuevo, mientras se derrumbaba a sus pies.
Ayden lo abrazó con fuerza entendiendo su dolor, le importaba muy poco que volviera a golpearlo, si con ello cambiaba esa expresión desencajada de la cara. Neall se sentía morir y se separó bruscamente de Ayden, no quería su compasión, quería una explicación y que fuera lo suficientemente convincente como para poder perdonarle algún día. Erroll se acercó y ocupó con mayor acierto el lugar que había dejado Ayden. Él conocía a su amigo como la palma de su mano y le tranquilizó con frases cortas, alentadoras, pausadas… «Ellas nos necesitan, Neall. No podemos fallarles ahora».
Ewin había regresado de la villa con un contundente golpe en la cabeza y sin ella. El viejo Oissian se dispuso a limpiarle y vendarle la herida al muchacho, mientras el escudero contaba con todo detalle lo que había ocurrido esa mañana.
Tres horas habían pasado sin que hubieran conseguido apaciguar los ánimos de Neall. Ayden seguía siendo incapaz de mirarlo a la cara y parecía estar librando una cruel batalla interior. El mellizo se tocó la mejilla dolorida, aunque le dolía hasta el mentón. Se lo tenía merecido, ese y otros cien puñetazos más como ese. Si su hermano hubiera expuesto de esa manera a Leena, él lo habría matado sin pensarlo. Pero Ayden no había tenido elección, Leonor era su única baza segura de llegar a Elsbeth con vida y esperaba que tarde o temprano su hermano lo entendiera.
Lo que había relatado Erroll, con su singular gracia natural, eran buenas noticias para el grupo de highlanders pero, aunque había sido una decisión tremendamente difícil de tomar, todos apoyaban a su adalid. Por más que les pesara, que Neall y Erroll formaran parte de la subasta privada y pudieran entrar en el recinto de Rowallan no significaba que pudieran tener fácil acceso a donde estaban cautivas las mujeres. Sin embargo, Leonor tendría un apoyo desde dentro para llegar a Elsbeth y eso era mucho más de lo que tenían en un principio. Un infiltrado, en este caso una infiltrada, era la mejor opción para andar libremente por el fortificado castillo de Rowallan.
—Bien —dijo Ayden al grupo de hombres—. Esto es lo que haremos.