CAPÍTULO 18 – EL CASTELLANO
Castillo de Blair Atholl, Perthshire (Escocia), 25 de julio de 1334.
Ayden y Neall no sabían cómo, pero se habían librado de las represalias del rey Eduardo por haber desobedecido su orden expresa de no salir de los límites de sus tierras. El dictamen había sido tajante. Si osaban contravenirlo, serían acusados de traición a la corona y perseguidos para ser ajusticiados. ¿Acaso el rey no se había enterado de su escapada a Kilmarnock y a Braigh Coire, o simplemente había preferido pasarlo por alto por esa vez?
Después de más de mes y medio de su vuelta, ningún emisario los había mandado a llamar para interesarse, o pedir explicaciones. Quizás Eduardo I de Escocia estuviera demasiado ocupado sirviendo a los ingleses su país en bandeja. Las noticias que venían de Glasgow eran poco halagüeñas al respecto y la frontera era un hervidero de sassenachs armados hasta los dientes. Si no le fallaba la intuición, Eduardo III de Inglaterra y su perrito faldero estaban preparando algo grande, algo devastador para Escocia. Desde primeros de julio y con la anuencia del rey escocés, un ejército de unos trece mil hombres, con el rey inglés a la cabeza, estaba saqueando y destruyendo los campos con la cosecha que alimentaría a las familias escocesas en el invierno. Nadie reúne un ejército sin parangón para contentarse con la frontera que le había sido regalada como muestra de gratitud y servidumbre.
El goteo de personas que pedían auxilio, trabajo, o cobijo, huyendo de la barbarie inglesa, era continuo y el panorama desolador. Las tropas se movían relativamente rápido para ser tan gran bastión, barriendo todo a su paso, como una de las plagas que asolaron el antiguo Egipto. Los Murray no dudaban que pronto llegarían a tener noticias del ejército invasor cerca de Perth. Era cuestión de días, semanas como mucho, que tuvieran que salir de allí y, después del gran acontecimiento que se traían entre manos, empezarían a empaquetar sus enseres, recoger los frutos de las cosechas y pastorear el ganado hacia las tierras de su futuro cuñado en Ayrshire. Los hermanos Murray se encontraban con las manos atadas y a un paso de ser acusados de traición. ¿Qué otra cosa podían hacer ellos más que preparar a su propio clan para el inminente exilio? La campaña de descrédito de Sir Kenion Strathbogie por fin estaba dando sus frutos y las dudas sobre la resolución de la misión, que habían llevado en Francia para interceptar los enlaces que llevaban el dinero a los insurrectos escoceses, les había llevado a una extraña cuarentena a pesar del botín incautado. Si volvían a tener la mínima sospecha de su colaboración con los rebeldes escoceses serían ajusticiados sin más y el clan podría correr la misma suerte. Tampoco los sassenachs serían indulgentes con ellos, pues no había nada más codicioso que cobrarse un Laird, un capitán, o alguien de la nobleza escocesa.
Sin embargo, en esas semanas de «tregua», el clan había preparado todo para el gran acontecimiento: la boda de Sir Symon Lockhart y Elsbeth Murray. Durante ese tiempo, no había miembro del clan que no hubiera trabajado como una mula para devolver el esplendor de antaño a cada rincón del castillo y aledaños. Poco importaba en esos momentos que quien heredara Blair Atholl, lo cuidara o lo mandara arder. El clan se guardaría, entre sus recuerdos más preciados, la imagen de esplendor de la tierra que los había visto nacer y por la que habían luchado con tanto ahínco.
Todos habían disfrutado tanto con los preparativos del esperado acontecimiento, que Leonor no había tenido mucho tiempo de pensar en la supuesta carta que habían recibido desde España y que no era de su padre. Los días se los había pasado adecentando el castillo junto a las mujeres, como en su día habían hecho para Samhuinn, para recibir como corresponde al gran número de personas que, aparte del clan, estaban invitados. Muchos de ellos serían familiares y guerreros de Sir Symon, que escoltarían después al clan a Ayrshire, para hacer el camino más fácil y seguro. Las cabañas aledañas a la fortaleza también fueron objeto de reparaciones para acoger a los Lockhart y otros invitados ilustres. Les dieron una limpieza a fondo, colocando en los suelos juncos nuevos, cepillando las paredes hasta que quedaron lustrosas y sin telarañas, además del abastecimiento básico de enseres, camastros y ropajes necesarios para pernoctar un mínimo de dos días. Nadie dedicó ni un minuto a pensar que pronto tendrían que abandonar sus tierras, sus casas, sus huertos y sus campos de cereal. Si no era ese ejército destructor e implacable de sassenachs, sería el imprevisible Sir Kenion Strathbogie. Puestos a elegir, no sabían quién odiaba más a esa tierra y a sus gentes. ¿Qué podían esperar de esa bestia? El plazo que les había dado el rey para dar una resolución al conflicto entre vecinos, por las tierras de los Murray, expiraría a primeros de agosto y nadie dudaba que Eduardo I de Escocia fallaría a favor del que había sido su mano derecha durante su campaña de coronación y había contribuido a sufragar los gastos de todo un ejército de mercenarios que los había llevado a la victoria. Si nada ni nadie lo remediaba, era cuestión de poco tiempo que Sir Kenion tomara posesión de su título como conde de Blair Atholl, incluida su tierra, aunque ninguno del clan Murray pensaba estar presente cuando eso sucediera.
Neall se encargó de que, el poco tiempo que Leonor había tenido libre en esos días, se lo dedicara por entero a él. No había estado a punto de perderla para que estuviera metida en faena de sol a sol. Habían sido unos días magníficos, cansados hasta la extenuación, pero felices. El cielo había firmado una tregua con las nubes y llevaba día y medio sin llover. Los largos días del verano se habían ido tornando de tibios a cálidos paulatinamente, por lo que podían aprovechar sus horas despiertos y gozar de la cálida temperatura a la intemperie, cuando el resto del clan estaba dormido, o refugiarse en alguna cabaña del bosque, cuando les sorprendía un chaparrón.
Leonor y Neall habían aprovechado cada minuto y cada hora juntos, al máximo, como si fuera el último, con una dependencia el uno del otro cada vez más apremiante. Realmente, parecían ellos los prometidos que estaban a punto de casarse, robándose continuamente besos por las esquinas como dos tortolitos. Neall la complacía con ardientes palabras de amor y de un futuro cercano juntos. Pero Leonor no le hacía aparentemente caso y siempre se lo tomaba a broma, o se terminaba burlando de él, a pesar de memorizar cada frase, cada recuerdo, cada gesto para guardarlo para siempre en su corazón. Como le había dicho en más de una ocasión, no confiaba en las promesas, pero ¡qué placer escucharlas en sus labios! La fecha de alejarse de Blair Atholl definitivamente se acercaba y, ahora que la guerra les pisaba los talones, ella volvería al noroeste junto al resto de hombres de Sir William Keith.
Leonor no paró quieta ni el mismo día de la boda. La joven regresaba a la torre con un cubo de agua del pozo, cuando Neall se había acercado por detrás, y la había cogido por la cintura, haciendo que del susto trastabillara y el joven capitán tuviera con una mano que sujetar el cubo y con la otra a su amada. Sus ojos verdes reflejaron la alegría de la española al verlo, mientras que los suyos se encendieron al ver la lujuria en los de él. Ella aprovechó la ocasión para sentir los latidos de su corazón y la calidez de su duro torso. La noche la habían pasado juntos en los establos. Aún recordaba con una sonrisa, la brizna de paja que Ayden le había quitado a su hermano del pelo justo antes de empezar el entrenamiento diario, ante la risa contenida de sus hombres. A él poco le importaba, solo recordar las caricias y besos que se habían prodigado y se volvía loco de deseo.
—¿A dónde vais con tanta prisa, mo aingeal? —le dijo con un susurro meloso que hizo que las rodillas de la española se convirtieran en mantequilla batida.
—A ultimar el estofado, aún está un poco dura la carne y necesitan agua para la cocción.
—¿Vos en las cocinas? ¿Están seguras las mujeres de dejaros merodear a vuestro antojo por allí en un día como este?
—Me ofendéis, mo maighstir. ¡He mejorado mucho desde la última vez!
—Eso no lo dudo… —le respondió cariñoso Neall, dándole un sentido completamente distinto a la conversación y sujetándola con deleite por la cintura con ambas manos, tras haber dejado previamente el cubo de agua en el suelo.
Neall pensó que se estaba ganando el cielo que tanto proclamaba el reverendo Patrick Lynch. No había día que, entre besos y caricias, la joven no lo llevara al límite de su contención. Se había propuesto no seducirla, al menos, no del todo. Pero no esperaría mucho más si sus planes se desbarataban. ¡No había nacido monje, por Dios! Sentir el cuerpo de Leonor entregado a los deleites carnales del sexo y arrancarle los gemidos del éxtasis, mientras decía su nombre, iba a ser la ansiada tierra prometida tras cruzar el desierto y por nada en el mundo querría salir de ella. Leonor forcejeó juguetona entre sus brazos y su voz sonó menos enfadada de lo que le hubiera gustado hacer ver:
—¡Seréis bribón! ¿Qué queréis?
Neall le dejó muy claro lo que quería con una sonrisa, pero solo le respondió algo nervioso:
—Acompañaros.
Leonor se recolocó el vestido y miró hacia los lados. No era que le importara a estas alturas los rumores que había sobre ellos, pero una cosa eran los cuchicheos y otra muy distinta las evidencias a plena luz del día. La muchacha dejó que la acompañara, incluso que llevara el cubo de agua pero, cuando llegaron cerca de las cocinas, Neall la frenó de nuevo en seco y la encaró frente a frente. Sus ojos hablaban más que su boca. Neall estaba nervioso, ¿qué le ocurría? Leonor fue a hablar, pero él la acalló con un profundo beso, empotrándola prácticamente en la pared de piedra, paseando sus manos por sus redondeces y arrancándole hondos suspiros cuando ella lo que quería era que le arrancase la ropa de una vez.
Al terminar el beso, Leonor se quedó con los ojos cerrados, con morritos, esperando que continuara. Ese hombre era el diablo encarnado, siempre la dejaba con ganas de más. Neall sonrió al verla tan entregada y le dio un cachete en las nalgas para que despertara. El joven capitán tenía un nudo en la garganta y necesitó unos segundos para decidirse a hablar por fin. El momento había llegado y no las tenía todas consigo. El cuello de la camisa parecía haberle encogido de repente y tuvo que pasarse un par de veces el dedo para aflojárselo. Seguidamente, apretó la nota oculta entre los pliegues de su plaid y le dijo a la española un «tenemos que hablar», de sopetón y con voz grave. Ella, por su parte y sin poder evitarlo, se abalanzó ávida a su cuello, aprovechando que lo tendría a su merced unos minutos más. Él se dejó hacer, sin perder la oportunidad de estar tan cerca de ella.
—Hablad —dijo ella risueña, sintiendo la boca de él mordisqueándole el lóbulo de la oreja y su aliento haciéndole cosquillas en el cuello.
—Aquí, no —replicó juguetón—, en vuestros aposentos, en una hora. No faltéis.
—¡Pero se nos hará tarde para la ceremonia! No sabéis lo difícil que es domar este pelo sola.
—Por eso no os preocupéis, Deirdre estará encantada de ayudaros.
—Pero… recibiros en mi alcoba. ¿Qué diría vuestra familia?
—Nada que no haya dicho hasta ahora —le respondió entre carcajadas.
—Pero…
—Prometo no haceros nada que no hayamos hecho antes —dijo Neall muy serio, con una mano en el corazón y la otra a modo de juramento sobre su claymore.
—¡Seréis truhán! —dijo riéndose ella, a la vez que le daba con el puño en el hombro y el joven capitán no se inmutaba siquiera.
—Os haréis daño…
Leonor le sacó la lengua, mientras se frotaba la muñeca. ¿Neall era de piedra o qué? ¡Ni siquiera había conseguido moverlo un dedo de su sitio!
—Aún así, no es nada decoroso que nos encontremos a solas, alguien podría vernos…
—Menos decorosa debe ser la situación en la que me dejáis cada vez que os beso —dijo mirando con picardía la evidentísima protuberancia que empujaba su calzón y que se sublevaba ansiosa por salir.
—¡Oh! —exclamó traviesa y pestañeando con candor—. ¿Queréis que os alivie de vuestra pesada carga? ¿Es eso? ¡No teníais más que decirlo, mo maighstir! —se carcajeó acercando peligrosamente su mano al miembro ardiente de él.
Neall chascó la lengua y ladeó la cabeza, ahogando un agónico gemido en la garganta. «Esta mujer no se anda con chiquitas» y ¡cuánto le gustaba que no lo hiciera, diablos! Sujetó la mano de Leonor justo cuando ya llegaba a rozarlo y su cuerpo se manifestó aún más ansioso, jadeante. Neall necesitó respirar hondo, haciendo un gran esfuerzo por no echársela al hombro entre risas, como había hecho en otras ocasiones, y encerrarla en su alcoba para no dejarla salir de ella hasta la mañana siguiente. «Paciencia...», le susurró una voz interior a la que últimamente no hacía mucho caso, aunque sí en esta ocasión.
—No andéis con fuego u os quemaréis, mo aingeal, por mucho menos han ardido ciudades —le susurró, sujetándole la mano a la espalda con fuerza y entreabriendo su boca con su lengua, devorándola, separándose súbitamente de ella y dejándola jadeante y desmadejada, orgulloso de devolverle en parte el estado febril que ella le hacía padecer—. En una hora, en vuestros aposentos, sin falta —le repitió, señalándole con el dedo índice cada una de las puntualizaciones para que le quedara perfectamente claro.
Leonor vio cómo se alejaba con esos andares tan varoniles y seguros que se gastaba Neall. Se relamió los labios doloridos y sonrió, mientras se los tocaba con sus dedos. Cada día que pasaba veía menos objeciones para dejarse llevar y gritarle a la cara que sí, que sería su esposa y que lo amaría siempre. ¿Se estaría volviendo loca? Desde que había llegado una nueva misiva de su padre, negando las intenciones de Don Gonzalo para con Isabel, a su mente le había dado por ponerse alas y soñar despierta un futuro juntos. En realidad, todo el clan la trataba como la prometida del joven señor, incluso Alex Mackenzie, que ya no la rehuía ni Neall se enfadaba si los veía juntos.
Desde que tuvo la certeza de no estar embarazada del condenado inglés, la melliza estuvo más tranquila y, poco a poco, fue dejando esa actitud voluble y arisca que la había hecho alejarse un poco de todos. Faltaban un par de semanas para su boda, cuando abordó a la española deseosa de saber. Leonor la comprendía demasiado bien y había estado esperando que se acercara para tener una larga charla con ella al respecto. «¿Se olvida?», le había preguntado la rubia. Leonor negó con la cabeza. «Se obvia», le contestó con una medio sonrisa y un apretón de manos. Elsbeth asintió con tristeza y ahogó un hipido, Leonor la abrazó.
—Sir Symon es un buen hombre y os ayudará a superarlo, no lo dudéis ni un momento. Solo vos podréis vencer ahora a ese inglés y ser feliz.
Tras hablar largo y tendido, Elsbeth le había rogado a Leonor que se diera la oportunidad de conocer a Leena y así lo hizo. El compromiso entre la pelirroja y Ayden seguía siendo secreto, aunque no se escondían a la hora de darse algún que otro beso o caricia. Leonor dejó de sentirla como una amenaza y, lo que había empezado como una relación fría, poco a poco se fue forjando en una sincera amistad. Las jóvenes descubrieron que tenían algunas cosas en común como el gusto por la lectura, por montar a caballo, por los niños y por los hermanos Murray. También ambas eran temperamentales y tenían un particular sentido del humor que a veces hacía sonrojar a Elsbeth. Descubrir que Leena era tan sencilla como risueña fue todo un hallazgo. El escasísimo tiempo que no estaban con sus quehaceres y sus hombres, las tres se hicieron inseparables. Durante el tiempo de entrenamientos de los guerreros, Leonor les explicaba aspectos de la técnica que hacían que las otras dos valoraran aún más el trabajo físico de «sus hombres».
Había llegado el gran día y todo parecía perfecto, Elsbeth se casaría en unas horas y sería la novia más bella que se hubiera visto en Escocia en años. El vestido le quedaba como un guante, con su corpiño dorado bordado por hilos de puro sol, mezclados con el celeste del cielo. Cuando la vio probarse el vestido esa misma mañana, Leonor pensó que Sir Symon sería incapaz de articular sus votos al verla, de eso estaba segura, porque Leena y ella habían llegado a llorar de emoción, mientras que Lady Annabella y Deirdre solo habían sido capaces de intercambiar una radiante sonrisa a modo de beneplácito.
Leonor estuvo lista antes de la hora convenida con Neall, haciendo tiempo en su alcoba tras volver de las cocinas y comprobar que todos los preparativos estaban siendo realizados según las indicaciones de Lady Annabella. El baño estaba listo, la tina de madera humeaba y se sumergió en ella unos instantes, aguantando la respiración bajo el agua. No había cosa que más le gustara que sumergirse por completo en el agua, aunque eso escandalizara siempre a la pobre Deirdre, que siempre la andaba amenazando con sacarla por los pelos. Se levantó de la tina y de su cuerpo comenzaron a caer un sinfín de gotas resbaladizas que deseaban seguir con el baño, aprovechó para escurrirse los cabellos y se colocó el lienzo seco por debajo de las axilas. Cuando hubo terminado de secarse la piel y, medianamente, los cabellos, se sentó al borde de su cama y comenzó a desenredarse su larga melena con el peine de plata y hueso, recuerdo de su madre. Se sorprendió de la longitud de sus cabellos mojados, pues le llegaban muy por debajo de la cintura, casi rozándole el trasero. Volvió a secárselos con el lienzo seco, aunque eso significase tener que volver a peinárselos después, porque aún estaban muy mojados y goteaban.
Escuchó voces en el exterior y pudo con ella la curiosidad de saber quiénes eran o de qué se trataba, se levantó y se asomó por la saetera para ver cómo Alex Mackenzie, Oissian Macpherson y otros hombres colocaban las mesas para el banquete al aire libre. ¿Habría pasado ya una hora? Nerviosa, comenzó a dar cortos paseos por la habitación y volvió a cepillarse con energía los cabellos, que empezaban a encontrarse más secos al tacto, hasta que un par de hoscos golpes de nudillos en la jamba de la puerta la alejó de su labor. El corazón comenzó a latirle tan fuerte que creyó que se le saldría por la boca cuando lo vio entrar por su puerta recién bañado, con el pelo aún húmedo y oliendo a sándalo y a romero… Se mordisqueó temblorosa el interior del labio y se refregó los dedos para que volviera a circularle la sangre por ellos. Iba vestido con el feileadh mor con el estampado típico del clan Murray en colores verdes, azules y rojos. El broche que recogía a un palmo del hombro tenía forma de halcón y por lo que una vez le había contado Lady Annabella, a cada hijo le había sido entregado uno diferente según su personalidad. ¿Por qué habría elegido su padre el halcón para Neall? Algún día se lo preguntaría.
Leonor se ajustó el lienzo al cuerpo para que no se le cayera. Le había parecido una tontería vestirse tan pronto, pues de seguro se mancharía o arrugaría el sencillo vestido de paño gris oscuro que había elegido para la ocasión. Era el que mejor le quedaba de los que habían arreglado para ella Lady Annabella y Deirdre. En esos momentos dudó de si había sido buena idea recibir al guerrero de esa guisa tan poco decorosa e inapropiada. El capitán llevaba un paquete envuelto y lo apoyó encima de la cama rápidamente, después la rodeó con sus brazos, dejando caer sus manos a la altura de sus nalgas. Leonor se ruborizó algo incómoda porque, aunque no era la primera vez que la abrazaba de esa forma, sí era la primera vez que ella solo llevaba un fino lienzo de tela como única prenda y se encontraban en un lugar tan íntimo como una habitación privada.
Neall debió leerle el pensamiento, porque se separó de ella lentamente, como si le quemara el no compartir ese instante único de intimidad como si fueran marido y mujer por más tiempo.
—¿Qué queríais decirme? —consiguió preguntar ella, al tiempo que se fijaba en el paquete envuelto en papel de estraza que había dejado sobre su cama.
Neall no le respondió, cogió las manos de Leonor entre las suyas y se las besó. Con una sonrisa, rebuscó entre uno de los pliegues del feileadh mor que llevaba sujeto al broche y cogió un pequeño saquito de terciopelo negro con un cordoncillo brillante de color gris perla. Leonor lo miró a los ojos, preguntándoles con ellos, pues su boca era incapaz de articular sonido alguno. La española lo abrió temblorosa y vació su contenido en su mano. Los ojos de Leonor se abrieron desmesurados y no supo qué decir durante unos instantes. Neall esperó ansioso una reacción que le ayudara a dar el siguiente paso, temiendo que la respuesta de ella fuera la misma que hacía tres semanas.
—¿Cuándo?
—Llegaron hace cinco días, junto a la carta de vuestro padre —tomó aire para decir de una sola vez sus intenciones—. Me-me atreví a solicitar vuestra mano y como respuesta, me envió esto y una breve nota aparte de la carta que vos misma pudisteis leer.
Seguidamente, Neall volvió a buscar entre los pliegues del feileadh mor y, cuando encontró la nota, sonrió y se la enseñó:
«Queridísima Leonor,
¡Cuánto me place saber que habéis conseguido darle una oportunidad a vuestro corazón! Que habéis conocido a un buen hombre que sepa haceros feliz. Vuestra madre querría que llevarais los aretes el día de vuestra boda, así me lo había repetido tantas veces... Perdonadme si no supe en su momento estar a la altura, me mortifico pensando que me dejé llevar por el dolor de la pérdida, sin pensar ni un segundo en lo que vos misma estaríais padeciendo. Ojalá algún día consigáis no guardarle rencor a vuestro viejo padre. Os quiero, mi pequeña salvaje, y deseo que seáis feliz. Si ese hombre es Neall, adelante. Ambos tenéis mi bendición.
Siempre vuestro,
Don Juan de Ayala».
—¿Le habéis solicitado la mano a mi padre?
—Sí, y me la ha concedido.
Leonor lo miró sin comprender. La carta estaba en castellano… ¿cómo Neall sabía su contenido? ¡Sir Symon Lockhart! Claro, debió de dársela para que se la leyera y saber su respuesta antes de confiármela a mí. Leonor se quedó en silencio, emocionada, por las letras que le había dedicado su padre. Sí, lo había perdonado e incluso había llegado a entender que, en momentos de tanto dolor, la cabeza no rige tan bien como el corazón quisiera. Neall estaba nervioso, deseoso de que le dijera su parecer, o algo al menos, pero se aventuró a decir:
—Solo falta que me hagáis el inmenso honor de ser mi esposa.
Leonor se quedó callada con una expresión en la cara indescifrable. «Solo falta que me hagáis el inmenso honor de ser mi esposa», se repitió para sus adentros. Pensaba que jamás volvería a pedírselo, después de todas las veces que le había dicho e insinuado que «no».
Neall se puso tenso ante el silencio prolongado de Leonor, temiendo que le reprochara el no haber contado con ella, o comenzara con que no tenía dote, o cualquier tontería que pudiera inventarse para salir del paso y negar su compromiso con él. Las manos comenzaron a sudarle y tuvo la sensación de que las paredes se movían. Tomando aire hasta no dejar un hueco vacío en sus pulmones, se sentó en el borde del lecho sin dejar de mirarla, de adorarla... El cabello, prácticamente seco, le caía en ondas y se caracoleaba en algunos tirabuzones. El paño sujeto al pecho, apenas le llegaba a la mitad del muslo, por lo que un pequeño tirón y quedaría totalmente expuesta ante él. Se le hizo la boca agua de solo pensar en las posibilidades y en las miles de formas que tenía pensadas de hacerle el amor. Pero él no quería conformarse con ser su amante, con implorar que no llegara otro hombre que fuera capaz de arrancarle esa oportunidad a su corazón, como decía su padre por carta. Un mohín sombrío y mustio se le reflejó en la cara sin poder evitarlo. Él la quería, ella lo quería, lo sabía, se lo había dicho. ¿Por qué no dar de una vez el paso?
Leonor miró a los ojos a Neall y comprendió lo nervioso que estaba por el tic que apareció entre su barbilla y su labio inferior. Quiso comérselo a mordisquitos para que dejara de temblar, pero antes tenía que tomar una decisión. Una que ya estaba tomada de antemano y que deseó fervientemente que saliera bien. Volvió a mirar los aretes de oro labrado de su madre, en el motivo central había dos pavos reales picoteando un jarrón y el perfil de las argollas aparecía adornado con una cadena de minúsculas bolas. Eran unos pendientes dignos de una reina y habían pasado de abuelas a madres, de madres a hijas… perdiendo la cuenta de quién había sido la primera en su familia que los había llevado. Lo único que recordaba era que la primogénita los lucía el día de su boda y que la salvaguardaba de todo mal. ¿Tendría de verdad esos poderes milagrosos que le atribuía su yaya Khalida? Ella no había conocido a su abuela de verdad, o al menos no la recordaba. Khalida había sido para ella su abuela y a la que le debía tantas cosas… Recordó que su madre había llevado los pendientes durante muchos años, quizás desde siempre si se apuraba en recordar, pero uno de los enganches se le había roto poco antes de que llegaran los escoceses a España y los había guardado en el pequeño joyero de marfil y alabastro que tenía en su habitación, a la espera de arreglarlos. Miró los aretes con detenimiento, su padre los debía de haber mandado al orfebre por ella, porque estaban tan perfectos como ella los recordaba. Intactos. Con el dedo índice acarició el perfil dentado de pequeñas bolas de uno de ellos y sonrió. Después miró a los ojos a Neall durante los tres o cuatro minutos más largos de la vida del joven capitán y le dijo: «Sí». Neall no supo reaccionar, se quedó como paralizado, estudiando cada uno de sus gestos. Leonor volvió a repetir, lanzándose a su cuello y a escasa distancia de su boca:
—Sí, sí, ¡sí! Quiero ser vuestra esposa.
Los ojos de Neall se abrieron, redondos, verdes, impactantes… levantándose de la cama como si un resorte lo hubiera accionado de repente. No podía creerse que Leonor, su aingeal, hubiera accedido por fin a ser su esposa. Leonor creyó que se desmayaría de gusto cuando a esa hermosísima expresión de sorpresa, le acompañó su inconfundible sonrisa de labios carnosos y ese pequeño hoyuelo en su mejilla izquierda. La joven se puso de puntillas para llegar bien a la cara del apuesto capitán y señaló con la punta de su lengua el hoyuelo que se le había formado en la cara al sonreír, lo que provocó que Neall riera a carcajadas, mientras la asía por la cintura y daba con ellas vueltas en el pequeño espacio de la habitación abuhardillada, totalmente emocionado por la claudicación. Leonor se aferró al lienzo al saber que lo perdería con el entusiasmo. «No es momento de ese tipo de celebraciones, ya tendremos tiempo», se instó picarona, mientras ambos caían exhaustos y jadeantes sobre la cama y apartaban el paquete de los costados de ella para que no le molestara.
—¿Qué es? —preguntó Leonor con curiosidad.
—Vuestro vestido de novia.
—¿En serio? —entornó sus dos ojos oscuros como el carbón y se mordió el labio—. ¡Seréis creído, Neall Murray de Irwyn! ¿Acaso teníais más seguridad que yo misma en que os diría que sí? Primero, escribís a mi padre pidiéndole mi mano, sin mi consentimiento —dijo poniéndole énfasis a las tres últimas palabras y señalándole con el dedo índice a modo de velado reproche—, y me buscáis un vestido de novia. ¡Falta que hayáis buscado hasta al sacerdote!
Neall volvió a sonreírle traviesamente, mientras comenzaba a darle mordisquitos por el cuello en dirección descendente. Leonor gimió de placer, pero consiguió decir, apartándose lo justo de él y apoyando las palmas de sus manos en su hercúleo pecho.
—No me digáis que tenéis sacerdote…
Neall asintió divertido y siguió a lo suyo, saboreando cada centímetro de la piel de su futura esposa, arrancándole gemidos cuando le llegó a acariciar el interior de sus muslos a la vez que dibujaba con su lengua el perfil de su pecho. Leonor estaba rendida a sus caricias cuando, de repente, abrió mucho los ojos y lo apartó de un empujón para que le prestara atención y decirle:
—¡No me lo puedo creer…! ¿Hoy? —dijo completamente sorprendida y adivinando por el gesto la encerrona que le había preparado su futuro esposo.
Neall volvió a asentir sonriente, hundiendo su nariz entre el hueco del cuello de ella, abrazándola fuertemente y bajando de nuevo su dedo índice entre sus pechos, haciendo estremecer de placer a Leonor, por segunda vez.
—¡Oh! —exclamó Leonor.
Neall la miró mientras le dedicaba unos cuantos mordisquitos aislados al lóbulo de su oreja. Leonor, en un rápido movimiento, consiguió ponerse a horcajadas encima de él. Entre risas él la apremió.
—Mo aingeal, decidme que no podréis esperar a gozar de mis encantos hasta esta noche y me haréis el hombre más feliz de la faz de la tierra —dijo teatralmente Neall y provocando la risa de Leonor por los exagerados ademanes que acompañaban al gesto—. ¡Poseedme, ca-ri-ño!
Leonor se llevó las manos a la boca para sofocar las carcajadas al escuchar a Neall hablar en castellano y dejándose caer al lado de él en la cama, con el pelo desperdigado por la almohada, después se apoyó sobre un brazo para verlo mejor. ¡Qué apuesto estaba! ¿Realmente iba a ser capaz de llegar a esa noche sin quitarle el broche y desenroscar de su cuerpo el insinuante feileadh mor? ¿Realmente iba a ser capaz? Neall la miró como solo él era capaz de mirarla, con adoración y con timidez por no saber lo que le había dicho en ese idioma suyo.
—¿Qué significa?
—¿El qué? —preguntó Leonor, mientras saboreaba el dulce momento de intimidad que estaban compartiendo en su habitación.
—Ca-ri-ño.
A Leonor le hacía tanta gracia que separara las sílabas para pronunciar «cariño» correctamente, que se inclinó sobre él y le dio un suave beso en los labios mientras le respondía «leannan».
—Uhm… Entre sueños me habéis llamado eso más de una vez, si hubiese sabido lo que significaba quizás, y solo quizás —repitió puntualizando y haciendo que Leonor volviera a reír—, me habría atrevido antes a deciros «tha gaol agam ort». ¿Cómo sería en castellano?
Leonor se sonrojó al saber que seguía hablando en sueños como hacía cuando pequeña y que había llegado a decirle «cariño», refiriéndose a Neall, en más de una ocasión. Menos mal que en sueños hablaba en castellano que si no… ¿cómo iba a poder explicarle sin ponerse como una amapola más de un sueño tórrido que le había provocado?
—Significa: te quiero.
—Te quie-ro, suena bien —dijo sonriendo, tan feliz que hasta le dolía el pecho de la emoción.
Ambos sonrieron. Neall la miró a los ojos y le acarició con suavidad la cara. Era preciosa, era su aingeal salvaje y pronto, en cuestión de horas, sería su mujer.
—¿En qué pensáis? —le preguntó Leonor algo ruborizada por la intensa mirada de él.
—En lo bellísima, valiente y apasionada que sois y lo afortunado que soy de haberos conocido. Además de que coincido con vuestro padre en el modo de calificaros.
Leonor arrugó el entrecejo y cogió la carta para releerla por tercera vez rápidamente.
—Salvaje… ¿Vos me llamáis a mí salvaje, por qué?
—¿Por qué lo hace vuestro padre? —le preguntó Neall sin responderle.
—En realidad me lo llamaba mi madre… —los ojos de Leonor se humedecieron y Neall se maldijo por lo bajo por haber arrancado de ella un triste recuerdo, aunque en realidad le era grato recordarla por ese tipo de cosas, hacía que la sintiera cercana y viva en su corazón.
El joven capitán le secó con su dedo la lágrima que se había escapado y vagaba sola por su mejilla, mientras ella se lo agradecía con una sonrisa llena de nostalgia y siguió hablando:
—Mi padre siempre había querido tener un hijo varón. Mi madre siempre se reía de él diciéndole que solo sabía engendrar hijas… —Neall sonrió al imaginarse la situación y siguió escuchándola atentamente, mientras le acariciaba con un dedo el dorso de la mano—. Yo adoraba a mi padre, para mí él era un caballero tan glorioso y valiente como El Cid. Yo quería que estuviera orgulloso de mí, que viera en mí ese hijo varón que el destino se había propuesto que no tuviera.
—¿Por eso comenzasteis a practicar el tiro con arco?
Leonor asintió, sabía por Elsbeth lo mucho que había luchado Neall por conseguir el favor y cariño de su padre. En eso, ellos se parecían mucho.
—Era una manera de pasarme las tardes con él y de evitar mis clases de cocina y bordado.
Neall se carcajeó recordando la vez que había endulzado el estofado al punto de que ni los perros quisieron dar cuenta de la comida. Leonor le leyó el pensamiento y se rio también.
—Casualmente, lo que empezó como una forma de agradar a mi padre, se convirtió después en una pasión. Cuando él no estaba, practicaba sola y el día que me regalaron la jambia mi vida cambió. Me pasaba las tardes en el monte, regresaba exhausta, sucia y con el pelo enredado hasta el punto de que no me reconocían ni los sirvientes. Mi madre comenzó a llamarme cariñosamente así, resignada a mi gusto por el aire libre y las armas.
—Mo aingeal salvaje, ¿qué voy a hacer con vos?
—¡Se me ocurren tantas cosas…!
Leonor ronroneó, se acercó mimosa y lo besó dulcemente en los labios, saboreando el sabor a vino especiado y caliente de su boca. Neall le respondió el beso y se levantó como un resorte de la cama, desentumeciendo los músculos de la espalda y deleitando sin pensarlo a Leonor con la exhibición de su vasta envergadura.
—Si seguimos así no llegaremos a la boda, ni a la de mi hermana ni a la nuestra propia. Tened piedad de mí, esta noche os prometo que os recompensaré con creces —dijo guiñándole un ojo—. Os espero en la entrada de la capilla, mo aingeal. No me hagáis esperar demasiado, por favor.
—En cuanto a eso… Yo…
—¿Sí?
Leonor fue incapaz de decirle que le parecía muy precipitado el casarse esa misma tarde, pero asintió y lo acompañó a la puerta, antes de que se fuera, le robó a Neall otro beso. Esos besos eran los que mejor sabían de sus labios, pensó con deleite, mientras dejaba paso a ese dios de bronce hecho carne y hueso.
—Te quie-ro —le dijo él con dulzura en castellano.
Pero ella solo sonrió, cerrándole la puerta como parte del juego. Si él la hacía esperar a esta noche, ella al menos lo haría esperar hasta la boda. No había hecho más que cerrar la puerta cuando un escalofrío recorrió su nuca. Era feliz, no había nada ni nadie en el mundo que pudiera estropear eso y achacó esa sensación a la corriente de aire producida al abrir y cerrar la puerta de la habitación. Leonor se apoyó unos instantes en la pesada puerta y se mordisqueó el labio, mientras sentía como le subía un sinfín de cosquillas desde los dedos de los pies para alojarse en su estómago. Sí, él le había devuelto la esperanza de creer en el amor, él le había devuelto su corazón. La alcoba le pareció a Leonor más grande ahora que se había marchado el guerrero de ella. Se sintió liviana y feliz como nunca lo había sido antes, danzó un par de pasos por la habitación y volvió a dejarse caer en la cama, mirando al techo, sumida en sus pensamientos. Debía de haber pasado un largo rato, cuando escuchó unos golpes hoscos llamando a la puerta. Miró inquieta a su alrededor. No se había vestido aún, ni siquiera había abierto el paquete primorosamente envuelto con papel y una cinta trenzada con los colores de los Murray. Rápidamente se coló la camisa de lino nueva por la cabeza, esa que llevaría bajo su vestido de novia... Sonrió.
—¿Leonor, mo chuisle, puedo ayudaros a vestiros?
—Adelante —dijo la joven, mientras quitaba la lazada, la enroscaba entre su muñeca y su mano y destapaba una de las esquinas del paquete para ver su interior—. ¡Oh, válgame Dios! ¡si está hecho con la tela de damasco que vimos en Moulin, Deirdre! Vos lo sabíais, ¿no es cierto?
Por la puerta, apareció Deirdre ataviada para la ocasión con un vestido de lino verde y ribeteado de lazos rojos y azules. La anciana estaba extrañamente pálida y callada. Un hilillo de sangre le caía por la garganta, pero Leonor seguía absorta en el vestido dorado con el corpiño en verde, tan parecido y a la vez tan diferente al de Elsbeth que no le dedicó mucha atención a la buena mujer.
—¡Es tan bonito, Deirdre! Nunca he tenido un vestido así. Aunque no me digáis nada, estoy segura que Lady Annabella y vos habéis tenido mucho que ver al respecto. ¡Confesad! —dijo la española risueña, dándole aún la espalda a la vieja tata y sosteniendo entre sus brazos el precioso vestido que debía de quedarle como un guante.
Al ver que Deirdre seguía sin responderle, Leonor se giró y dejó caer el vestido al suelo horrorizada. Tras la anciana, Don Gonzalo de Ansúrez la observaba con deleite, mientras sujetaba fuertemente con una mano a la buena mujer por el hombro y con la otra le sostenía un puñal al cuello. Instintivamente, Leonor tiró de la camisola de lino que llevaba puesta, como si esta fuera a crecer por ello, y que apenas le llegaba a mitad del muslo. Se maldijo a sí misma por no haberse dado la vuelta antes y haberle dado a ese malnacido tan buenas vistas.
—¡Cuánto tiempo, princesa! El frío de estas tierras no ha conseguido borrar ni un ápice de vuestra hermosura. Seguís siendo la misma de hace...
Deirdre no entendía el significado de lo que decía ese hombre porque hablaba en castellano. Solo sabía por la expresión y gesto de horror de Leonor que ese bellaco no debía ser otro que el antiguo prometido de la joven. Ningún hombre en su sano juicio se metería en un castillo lleno de extraños para soliviantar a una joven como Leonor. La pobre anciana sudaba, paralizada, intentando ver si podía encontrar algo a mano con lo que arremeter contra el joven caballero castellano, que como mínimo tenía la corpulencia de Ayden. En el pasillo, todo había sido muy rápido y no le había dado tiempo a reaccionar. La anciana perjuró por lo bajo al ver que no había nada cerca con lo que arrearle y salir corriendo, por no haber sido más precavida, por no haberle ofrecido resistencia, aunque eso le hubiese costado la vida... por todo, en realidad. Ese hombre no traía buenas intenciones, solo había que ver cómo la miraba para saber que no se contentaría con hablar con ella. También se maldijo por no haber sido capaz de gritar cuando se había dado cuenta de que la seguían y de haber prevenido a la joven señora, o de haber llamado a su puerta a sabiendas de lo que ocurriría. En definitiva, se maldijo por todo lo habido y por haber, como si eso pudiera cambiar su suerte. Deirdre había sacado adelante a varios hijos, era vieja, cocinera, bordadora y una experta ama de llaves, pero nada más. Ella no era valiente como la joven señora, no lo era. Lo siguiente había sido la daga al cuello y sentir el hilillo de sangre bajando hasta su escote, que la perdonara Dios.
Al ver Don Gonzalo que Leonor no le hablaba, clavó un poco más su daga en el cuello de la anciana, haciendo que la herida del cuello sangrara más y que la pobre mujer abriera los ojos mucho por ello, implorante.
—Cuatro años —dijo Leonor controlando los nervios, mientras se cubría la desnudez de sus muslos con un plaid enrollado y dejaba bien colocado sobre la cama el vestido de novia tras ella.
—Quitaos esa sucia tela escocesa de encima, desde que estoy aquí no veo más que cochambrosas franjas a cuadros.
Leonor lo hizo lentamente, no quería hacerlo enfadar, no cuando la vida de Deirdre estaba en sus manos. Volvió a quedarse con la camisa blanca, expuesta a la mirada lasciva del que fue su prometido durante un tiempo, que se le antojaba, a esas alturas, muy lejano. Don Gonzalo volvió a hablar, mientras se pasaba la manga por el labio inferior y se retiraba el pelo de los ojos.
—Sí, cuatro largos años sin saber dónde se encontraba mi prometida, removiendo cielo y tierra por encontraros. ¿Me habéis echado de menos, princesa? ¡Decidme!
Deirdre lloriqueó en silencio, lamentándose que no hubiera aprendido más concienzudamente el idioma de la joven señora. Quedándose con el significado de algunas palabras sueltas y llegando ella misma a sus propias conclusiones.
—No me llaméis princesa, Gonzalo. Dejé de serlo el día que abusasteis de mi inocencia y vuestros hombres ultrajaron y asesinaron a mi madre y mi hermana —soltó Leonor con vehemencia, sin quitarle la mirada esta vez de encima, echándole cara al hombre que le robó todo por primera vez.
—Solo puedo responder por lo que os hice, del resto... ya os encargasteis vos de mandarlos a que se confesaran en el infierno —respondió el bellaco, chascando la lengua y sonriendo maliciosamente—. Nunca pensé lo habilidosa que podíais llegar a ser con un arma… —se relamió el labio, mientras lo decía y Leonor sintió una arcada de asco infinito—, pero resultó de lo más excitante y a tener en cuenta.
Leonor volvió a templar los nervios, no podía poner en peligro a Deirdre intentando atacar a Don Gonzalo, estaba desarmada y había poco o nada con lo que se pudiera defender en esos momentos. Respiró hondamente, sopesando sus opciones, que lamentablemente eran pocas.
—¿Qué queréis de mí, Gonzalo?
—Quiero que volváis a Malaqa conmigo, nos casemos y vivamos en Sevilla como habíamos planeado. Quiero olvidar ese maldito día de una vez, Leonor. No era yo, ¡lo sabéis! Me volví loco al saber que vuestra madre era Zaahira…, venía de la batalla de la Estrella de Teba, donde habían muerto buenos hombres a manos de los musulmanes y enloquecí al saberlo. Mi propio hermano había muerto en la batalla de Ayamonte a manos de esos sarracenos. No pensé en nada más que en haceros pagar por todo aquello inmerecidamente, me dejé llevar por vuestro cuerpo siempre tan tentador y lo lamento. Lo he lamentado cada día en estos cuatro años, tenéis que creerme.
—Y os creo —dijo Leonor sosegadamente, advirtiendo que, si lo enfadaba, ambas mujeres tendrían las de perder, pues no tenía ningún arma a mano—. Pero eso ya no cambia nada, Gonzalo. Yo seguiré con la sangre mora de mi abuela en mis venas, con el dolor que me causasteis con vuestra ofensa y con la certeza de que ya no os amo. Por mucho que cambiaran las cosas, no podría casarme con vos, lo siento.
—No.
—Mi vida ya no está en España, Gonzalo. Entendedlo.
—¿Y está aquí entre estos salvajes, rodeada de apestosos bárbaros? ¿Aquí está vuestra vida? ¿Eh?
Deirdre asintió y le dijo en gaélico a Leonor que no lo enfadara, que le siguiera la corriente, que su joven capitán iría a buscarla donde fuese, porque la amaba con todo su corazón. Los ojos de Leonor brillaron temiendo que Don Gonzalo hubiera podido entender la conversación y que tomara medidas contra Neall. Gimió lastimeramente al darse cuenta de que su buena estrella se había extinguido cual llama ante un viento gélido y agonizante, que por mucho que lo intentara, su vida seguiría siendo un vacío imposible de llenar. Regresar a España con Don Gonzalo de Ansúrez se le antojaba la más grotesca de las posibilidades y pensó que, si ese era el destino que le esperaba antes de llegar a puerto, se quitaría la vida.
—¿Qué os ha dicho esta malnacida? —preguntó iracundo Don Gonzalo apretando de nuevo la daga sobre el cuello de Deirdre y haciendo que el hilo de sangre fuera más pronunciado.
—¡Soltadla, os lo ruego! Es una buena mujer, no le hagáis daño. No me ha dicho más que recoja mis cosas y me vaya con vos, si ese es mi deseo.
—Y lo es, vendréis conmigo y no se hable más. Coged lo imprescindible, ¡vamos! El barco nos espera en el puerto de Leith y Edinburgh está a algo menos de una jornada a caballo.
—Pero, necesitaré despedirme al menos con una nota, Gonzalo. Ellos han sido mi familia durante todo este tiempo, no puedo irme sin más, sin una explicación.
—¡Ja! ¿Acaso me tomáis por un loco? Ya se encargará la vieja de hacérselo saber. Si sois lista, no haréis ninguna tontería, o lo pagará con su vida, ¿entendido?
Don Gonzalo de Ansúrez nunca había sido hombre que destacara por su paciencia y no había llegado a asentir Leonor con la cabeza, cuando la asió con fuerza del brazo, mientras dejaba sin sentido a la pobre Deirdre, con un fuerte golpe en la cabeza dado con el pomo de la empuñadura de la daga. El castellano zarandeó a la anciana para comprobar que no se despertaría pasado un buen rato y la dejó caer sin miramientos al suelo. El cuerpo de la mujer hizo un ruido sordo al caer al suelo, como si de pronto se hubiera venido abajo un árbol en medio de un inmenso bosque. Leonor ahogó un grito de horror al tiempo que se arrodillaba para besar en la cabeza a Deirdre, más que para despedirse, para comprobar que siguiera viva. A riesgo de que la emprendiera con ella, apoyó la cabeza de la vieja tata en uno de los almohadones con suavidad.
Leonor en un acto reflejo colocó los pendientes encima del vestido que había terciado en la cama y lo tocó por última vez, mientras reprimía las lágrimas. No quería poner en riesgo la vida de nadie, ya habría tiempo de escapar cuando estuviera lejos si se presentaba la oportunidad, aunque lo tendría muy difícil, conociendo el celo desmedido con el que Don Gonzalo actuaba con todo siempre y lo mucho que lo había elogiado en su día su padre por ello. La joven no cogió nada más que un pequeño chal, ni siquiera le dio tiempo a ponerse las botas. El bastardo de pronto tenía mucha prisa por salir de Blair Atholl, pero antes de salir por la puerta, Don Gonzalo le advirtió:
—No dudéis que mataré a quien se cruce por mi camino, no tengo nada que perder. ¿Me habéis entendido, princesa?
Leonor asintió entre sollozos y el muy bastardo la besó a la fuerza, intentando que su lengua se introdujera en su boca, recordando cada instante de la violación con cada segundo de su aliento pegado a ella. La joven lo mordió y Don Gonzalo escupió al suelo, mientras se limpiaba de nuevo la boca con la manga de la camisa. En vez de enfadarse con ella, le sonrió con todos los dientes manchados de sangre. La imagen del castellano era estremecedora, con los ojos inyectados en lujuria, saboreando con su lengua sus dientes y sus labios manchados en sangre. Leonor palideció. Su demonio había vuelto, tras mucho tiempo evitándolo, estaba ahí, al lado de ella. El miedo a enfurecer a la bestia la atenazó, sabía de lo que era capaz, sabía que no se detendría ante nada y ante nadie. Él era cruel, no tenía corazón, o si lo tenía, era negro. Don Gonzalo volvió a cogerla por el brazo clavándole los dedos en la piel y no le dio más tiempo para dejar cualquier cosa que pudiera servir de rastro. En realidad, Leonor no quería que los siguieran, si mataba a Neall, o a cualquier otro escocés por su culpa, no se lo perdonaría nunca. La pareja dejó atrás la habitación, los pasillos, el salón principal por la zona del servicio y las cocinas del castillo, sin que nadie se percatara de su presencia.
Don Gonzalo prácticamente llevaba a rastras a Leonor por los pasillos, sollozando, incapaz de que saliera otro sonido de su garganta. Cuando llegaron al patio de armas, por la parte de atrás del castillo, el sol de media tarde la cegó. Él se quitó su fina capa y se la echó por los hombros a Leonor para no levantar más sospechas, con la daga muy cerca del costado y de la herida que casi la había llevado a la muerte semanas antes.
—Disimulad, o me llevo a todo el que se cruce por delante.
Leonor se irguió con su porte de reina, colocándose su pelo suelto de tal modo que se viera la capa de corte castellano lo menos posible. Los hombres y mujeres que se cruzaban con ellos estaban tan atareados con los preparativos de la fiesta, que solo alcanzaban a saludarla sin prestar mucha más atención a lo que llevaba ni a su acompañante. Si alguno la hubiera mirado a los ojos se habría dado cuenta de que algo pasaba, pues no era mujer que llorase ni que anduviese descalza. Tampoco iba vestida para el acontecimiento. Hoy era un día grande en Blair Atholl, hasta los perros se habían dado un baño jabonoso y se olfateaban el culo unos a otros, sin reconocerse a causa del olor a flores.
Las mesas estaban engalanadas con guirnaldas y los barriles de cuirm, cerveza y uisge-beatha se amontonaban a la sombra de la muralla, preservándolos del sol. El olor a asados de carne y frutas confitadas aromatizaban el ambiente, haciendo que las tripas rezongaran de hambre. Leonor rezó por no encontrarse con ninguno de los hombres de Neall, pues Don Gonzalo sería un bellaco, pero las armas y las artimañas eran su fuerte como buen capitán que era. Gracias a Dios solo se cruzaron con gente humilde de la villa, labriegos en su mayoría que no solían pasar mucho tiempo en el castillo y que no se percataban de detalles como la vestimenta de sus señores. No supo por qué, pero la imagen de Sir Kenion Strathbogie se le cruzó en su pensamiento. Otro demonio de corazón negro, difícil de olvidar. Recordó la imagen de la sangre en sus dientes y la forma lasciva con la que Don Gonzalo se había relamido sus labios al mirarla. Sí, definitivamente, esos dos se parecían tanto que dudó si los habrían separado al nacer. Hacía mucho que no sabían nada de ese desgraciado y mejor fuera así por mucho tiempo, ya que con Don Gonzalo tenían más que suficiente en estos momentos.
Cruzaron por el escampado que daba a los establos y llegaron a las caballerizas. La joven montó en la imponente bestia árabe de Don Gonzalo, como este le indicó sin ninguna delicadeza y con un empujón. Era un caballo joven e impulsivo, que no recibió muy bien la carga extra, hasta que Don Gonzalo se sentó justo detrás de ella, muy pegado, tanto que notaba clavada la hebilla del cinturón del castellano a la espalda. El contacto de su falo pegado a sus nalgas le repugnó e intentó separarse, pero Gonzalo la sujetó por la cintura y la pinchó suavemente en el bajo del costado con el puñal, para hacerle saber que no se andaría con tonterías. Al muy bastardo le excitaba hasta el miedo que exudaba de su piel. Tormenta relinchó furioso, desbocado, percibiendo que algo extraño le pasaba a su dueña para que ni siquiera le hubiera dedicado unas palabras. El caballo se encabritó y empezó a dar coces en un intento de zafarse del amarre, pero fue en vano. Don Gonzalo y Leonor partieron cuando las primeras campanadas comenzaron a repicar llamando a los fieles para la ceremonia. No había tiempo que perder si querían salir sin ser vistos de Blair Atholl. Era el mejor momento para ello, pues la capilla del castillo daba justo al otro lado y difícilmente alguien se percataría de la salida de la pareja.
Por un lado Leonor deseaba que los interceptaran, que se terminara de una vez la pesadilla que había nublado el que tenía que ser el día más feliz de su vida… el de su boda con el caballero de sus sueños, un hombre por el que sabía que suspiraría toda su vida y, por otro lado, no quería que nadie resultase herido ni que se cancelara la boda de Elsbeth por nada en el mundo. Ya había sufrido bastante en los últimos meses. Un derramamiento de sangre el día de su boda no podía ser buen augurio. Leonor pensó en Neall y deseó con todas sus fuerzas que no sintiera que lo había abandonado, o que no lo quería, porque maldita fuera por no haber sido capaz de decírselo aún. Te quiero, te adoro, te necesito, te amo… ¿por qué no había sido capaz de decírselo ni una sola vez en todo ese tiempo? Si no había nada más que deseara de todo corazón. Ojalá llegaran a tiempo para socorrer a Deirdre, curarle el corte del cuello y la magulladura de la sien, a tiempo para que la buena mujer les explicara que Don Gonzalo había venido a buscarla y no había tenido más opción, antes de que se quedara esperándola frente al altar durante horas, preguntándose dónde se había metido, o por qué lo había hecho. Un par de lágrimas resbalaron por sus mejillas y se las limpió con disimulo para no enfurecer a Don Gonzalo, o para no excitarlo más. Al menos este no tenía conocimiento de Neall, ni de su amor, ni nada que pudiera perjudicarlo. O eso quiso creer como pobre consuelo.
La muralla de Blair Atholl quedó a sus espaldas y tomaron camino a Perth. El caballo corría como el demonio que normalmente lo montaba, no tanto como Tormenta, pero lo suficiente para poner mucha tierra de por medio entre ellos. Leonor guardó silencio todo el camino, quieta como una piedra de río, invisible como el bosque ante la bruma del amanecer. Si alguien la hubiera visto sobre el caballo, habría pensado que era un ánima que acompañaba a un caballero a la muerte. En cambio, Don Gonzalo no dejaba de contar anécdotas que habían vivido desde que se habían conocido, como si nada hubiera cambiado entre ellos, como si se hubiesen visto recientemente. Ella sabía que el castellano estaba intentando rememorarle todo lo bueno que habían pasado juntos, pero Leonor no quería recordar nada que no fuera el por qué lo odiaba tanto y lo mucho que echaba de menos a su highlander.
A lo lejos, casi inaudibles, las campanas tañían por última vez llamando a los feligreses al gran acontecimiento. Los invitados, junto a todo el clan Murray en pleno, estarían recibiendo a los novios a la puerta de la Iglesia, donde el sacerdote daría la misa y el sagrado sacramento del matrimonio primero en escocés para todos los presentes y posteriormente en latín, en el interior de la iglesia, para los familiares y más allegados. ¿Se darían cuenta de su ausencia? No tenía ninguna duda al respecto, sollozó.
Alex Mackenzie iba vestido con sus mejores galas cuando cruzó el patio de armas en dirección a la torre de homenaje del castillo. Las muchachas que terminaban de ataviar las mesas del banquete suspiraron al verlo pasar con sus andares decididos y esa media sonrisa siempre en la cara. Se había perfilado la barba y sonreía a toda cintura de avispa que se le ponía a tiro. No tenía remedio, no se conformaba con ir de flor en flor estando en un campo rodeado de bellas flores y cualquier día podría lamentarlo si se topaba con algún padre, novio, o marido enfurecido. Neall lo había mandado para averiguar por qué se retrasaba Leonor, pues la ceremonia de Elsbeth y Sir Symon estaba a punto de comenzar y ni Leonor ni Deirdre aparecían por ningún lado. ¿Sería por causa del vestido?
Neall se frotaba las manos nervioso, revolviéndose el pelo, impaciente, sin dejar de mirar hacia donde tendría que aparecer la novia. Esperaba que no le hubiera entrado el pánico y hubiera decidido echarse atrás. Se volvió a frotar las manos con impaciencia y se recolocó por tercera vez el feileadh mor, reajustando el broche del halcón al pecho. Miró nervioso a Ayden y este le susurró un «tranquilo, bràthair, vendrá». Pero no sabía por qué, su intuición le decía lo contrario. No era normal en ella no ser puntual. No era mujer coqueta que tardase horas en arreglarse y con poco que se hiciera ya iba a parecer una diosa.
La ceremonia comenzó sin que ninguna de las dos mujeres apareciera, ni su segundo tampoco. ¿Qué diablos estaba pasando? Por respeto a su hermana y a su madre, no abandonó la ceremonia para ir en su busca. No quería parecer tan desesperado... ¿Y si realmente había decidido no casarse con él? Dios, no quería ni pensarlo siquiera, se moriría. El joven capitán intentó seguir el hilo de la ceremonia sin mucho resultado y observó a su hermana en un intento de controlar los nervios. Elsbeth estaba radiante, con su piel blanca y suave como la crema, sus ojos azules verdosos enmarcados por un sinfín de pestañas castañas, la boca dibujada en rosa, a conjunto con un suave rubor en sus mejillas. Estaba preciosa. Su mejor adorno era su sonrisa y el orgullo de llevar el vestido de esa tela maravillosa que habían descubierto en su escapadita a Moulin hacía ya casi un año, la misma tela que habían usado su madre y Deirdre para confeccionar el de Leonor, además de un velo bordado que le ocultaba parcialmente su pelo dorado y recogido con una pequeña corona desde atrás, que le daba un aire de princesa de cuento. Sir Symon Lockhart la miraba embobado y le temblaba ligeramente la mano izquierda que daba a Elsbeth, mientras que controlaba el temblor de la derecha asiendo con fuerza el pomo de la espada. El caballero estrenaba para la ocasión el modificado escudo de armas de su familia, en honor al rey Bruce, pues habían incluido un corazón con una llave encadenada para que perpetuara en el recuerdo de las futuras generaciones su labor en las cruzadas. Su feileadh mor llevaba los colores propios de su clan, que curiosamente coincidían con el de los Murray de Blair Atholl, aunque la disposición de los cuadros de su tartan fuera distinta, obviamente. Sir Symon se había perfilado su oscura barba para la ocasión y se había peinado el pelo hacia atrás, recogiéndoselo en un pequeño moño que le daba un aspecto distinguido de gran señor. A Sir Lockhart no le había pasado por alto la ausencia de Leonor y a veces conseguía quitarle la mirada de encima a su bellísima prometida para fijarse en el manojo de nervios de su cuñado. ¿Qué había pasado para que Leonor no acudiera a la boda siquiera como invitada? ¡Demonios, nadie la obligaría a casarse, si no era su gusto hacerlo!
El reverendo Patrick aprovechó la total comparecencia de feligreses para dar un largo sermón de esos que solo su monaguillo escuchaba con atención. Elsbeth aguantó con una sonrisa nerviosa toda la ceremonia de principio a fin, sujetando la mano de su flamante caballero hasta el intercambio de regalos que se hicieron los esponsales. Él le puso una cadenita de oro con un corazón, como símbolo de su amor y de la casa a la que ahora pertenecía como señora. Ella le entregó una llave a su vez, como recuerdo de su proeza y como símbolo de ser el dueño de su corazón. La ceremonia acabó entre felicitaciones y aplausos, al menos la parte escocesa de la misma. Ambos cónyugues sonrieron embobados unos segundos, comiéndose tímidamente con los ojos, mientras el sacerdote daba por terminada la ceremonia y los guerreros pedían a gritos una prueba de amor. Sin más dilación, se dieron un suave beso en los labios, hasta que Sir Symon tomó por la cintura a su esposa y prolongó el beso entre los vítores de los hombres y el extasiado deleite de las mujeres.
El reverendo entonces se dirigió a Neall. El joven capitán maldijo por lo bajo y todos lo miraron esperando a que dijera algo al ver que Leonor no se encontraba entre los presentes. Mas, ¿qué decir? No querría casarse con él y punto. Si la tristeza tuviera rostro sería la cara de Neall. Hundido, se dejó caer en su asiento, mientras ocultaba su rostro entre ambas manos, con el mundo y la felicidad caída a sus pies. Erroll apretó su hombro en señal de consuelo, mientras Ayden miró a Leena sin saber muy bien qué hacer. Elsbeth, ajena a todo, seguía recibiendo las felicitaciones por su boda antes de terminar la ceremonia dentro de la capilla, con solo los más íntimos como acompañantes, como mandaba la tradición. Un demacrado Alex Mackenzie, sin apenas resuello, se fue haciendo paso entre los lugareños para hacer partícipe a su capitán de lo ocurrido. Ayden lo interceptó antes de que llegara a su hermano, en un intento de mitigar el duro golpe que, de seguro, iba a recibir a bocajarro.
—Un hombre se la ha llevado, mo caiptean.
—¿Qué hombre y a quién se han llevado, balach? —le preguntó Ayden, que intuía la respuesta, mientras Neall lo miraba aún con la cabeza entre sus manos.
—A Leonor, mo Laird. Al llegar a los aposentos de la señora, me he encontrado a Deirdre sin sentido en el suelo con un fuerte golpe en la cabeza y una herida poco profunda en el cuello.
—Pero, ¿ella está bien? —se adelantó preocupada Lady Annabella, interesándose por el estado de su fiel amiga, a la vez que Neall se erguía sin poder creer lo que estaba escuchando. «La vieja tata herida, ¿por qué y por quién?».
Alex Mackenzie asintió, sin encontrar las palabras necesarias para templar los ánimos de los presentes, sin dejarse nada importante por decir.
—He tardado en reanimarla, mo baintighearna, pero está bien. La herida del cuello es poco profunda, aunque sangraba mucho, y la de la cabeza aún la tiene un poco aturdida, por eso no ha venido. Temía que se cayera por las escaleras y le he pedido a unas niñas que estaban correteando alrededor de las mesas que la acompañasen.
—¿Y Leonor? —fue lo único que fue capaz de articular Neall.
Alex respiró hondo y se enfrentó a la mirada inquisitiva de su adalid. Lo que iba a contarle no era plato de buen gusto para nadie y sabía que lo destrozaría. Aún así, el tiempo era vital si querían alcanzar a la española con vida.
—Mo caiptean, cuando he conseguido reanimar a Deirdre, estaba tan asustada que era incapaz de hablar. Pero ella solo ha alcanzado a decir que ese hombre era extranjero, castellano para más señas, que la señora lo conocía por cómo le hablaba. Rubio, de ojos claros… —calló lo que le había referido la anciana de que Leonor le tenía miedo, ¿de qué serviría decírselo salvo para hacerle daño? La verdad era que no se imaginaba a la española teniéndole miedo a nada ni a nadie. ¿A qué tipo de demonio se estaban enfrentando?
—Don Gonzalo de Ansúrez —sentenció Sir Symon, que se había acercado al hacerse eco de la noticia.
Los que conocían la historia de Leonor maldijeron por lo bajo. Después de cuatro años, ese malnacido no había parado hasta encontrarla, pero, ¿cuáles serían sus intenciones para con ella? Elsbeth agarraba de la mano a su madre, que a punto estaba de desmayarse del sofocón. Entre hipidos murmuraba: «mo chuisle, mo chuisle…». Neall apretó los puños con fuerza, sin decir nada, incapaz de razonar, en su mente habían pasado mil y una razones por las que Leonor hubiera decidido no acudir a la boda, pero ninguna que había sido secuestrada por su antiguo prometido. Miró a Sir Symon, reprochándose no haberla prevenido de que ese malnacido andaba cerca. No quería ni pensar que Don Gonzalo osara ponerle una mano encima y se juró a sí mismo que no dejaría ni un palmo de tierra sin buscar para encontrarla.
—¿Qué más ha dicho Deirdre? ¿Ha sido capaz de entender algo? ¿Una dirección, una fecha… algo? —replicó Sir Symon, tomando el control de la situación hasta que su cuñado consiguiera recobrarse del tremendo varapalo.
—Mo maighstir, Deirdre no dejaba de nombrar que el castellano se la llevó cuando las primeras campanas aún no habían llamado para la ceremonia…
—Hace al menos dos horas de eso, nos lleva una considerable ventaja —musitó Erroll, sin querer parecer pesimista ni mucho menos.
—¿Algo más? —le instó Sir Symon.
—Le pareció escuchar Leith en la conversación, mo maighstir —terminó diciendo el segundo.
—Tiene sentido… —dijo el recién casado, acariciándose la barba y mirando al suelo como si esperara encontrar la respuesta entre las piedras y la tierra.
—¿Qué pensáis Sir Symon? ¿Querrá coger un barco rumbo a España? —preguntó Neall, mirando hacia la muralla en dirección a Leith.
—Sin duda, bràthar-cèile, sé de buena tinta que sale un barco semanalmente rumbo al puerto de Sevilla. Son contrabandistas, saquean impunemente nuestras ciudades y revenden en el sur cualquier cosa que tenga valor. No suelen llevar pasajeros, pero no me extrañaría que se haya hecho con uno o dos pasajes por una importante suma de dinero. Si mal no recuerdo, mañana mismo por la tarde saldrá uno de esos barcos del puerto de Leith.
—Entonces, no tengo tiempo que perder —dijo Neall—, si me doy prisa quizás los encuentre antes de que lleguen a puerto. No habrá lugar que no rastree hasta encontrarla, os lo prometo.
—No lo he dudado ni por un momento, bràthar-cèile.
Sir Symon miró a Elsbeth sin saber qué hacer, apenas habían pronunciado los votos matrimoniales y quedaba formalizar la ceremonia en latín en el interior de la capilla. Por un lado, deseaba más que nada en el mundo estar con su esposa, pero jamás se perdonaría haber dejado a Leonor en manos de semejante bestia. Elsbeth entendió perfectamente el dilema de su esposo. Ella también quería a Leonor y la quería de vuelta a casa. La española no solo le había salvado la vida a su hermano y a su madre, también se la había salvado a ella y, en cierto modo, se la había salvado a todos. Desde que había llegado a Blair Atholl, no había día que no hubiese demostrado su lealtad e incansable entrega hacia su pueblo. Leonor era uno de ellos, era la «mujer» de su hermano, su hermana y su amiga. Elsbeth dio un paso adelante y alzó la voz para hacerse oír por todos los que allí se congregaban.
—Càraidean, hijos del clan, prestadme atención. Leonor es parte de nosotros. No nació en esta tierra, ni tampoco es afín a todas nuestras costumbres, pero no ha habido niño, mujer, hombre o anciano que la haya necesitado y ella no haya estado ahí.
A un murmullo de asentimiento a las palabras de la señora le siguió un silencio total para que la melliza siguiera hablando.
—Ahora es ella la que nos necesita y no dejaremos que ese malnacido castellano nos la arrebate sin más. Lucharemos, ¿no es cierto? Ella es de los nuestros y todo hombre que posea un buen caballo, será provisto de armas y acompañará a mi hermano —dirigiéndose a su hermano pequeño prosiguió—. Neall, demostrémosle a ese castellano que nadie se lleva a una hija del clan, a vuestra futura esposa, y queda impune. Murrays, demostrémosle a Leonor que es parte de nosotros y dónde está su hogar.
El clan clamó con una sola voz. Ayden miró perplejo a su hermana, menuda capitana se había perdido Escocia por el hecho de haber nacido mujer. ¡Qué énfasis, qué discurso sacado de las entrañas, de los que conmueven porque calan en lo más hondo! Lady Elsbeth Lockhart acalló a la multitud diciendo:
—El final de la ceremonia podrá esperar durante unas horas, o lo que haga falta, ¿no es cierto, reverendo Patrick?
El rechoncho sacerdote asintió temeroso y emocionado aún por el discurso de su señora, pues no se había visto en otra igual antes. Después Elsbeth se dirigió a su hermano pequeño y, agarrándose a su camisa, le suplicó entre susurros.
—Traedla de vuelta, Neall. No dejéis que ese bastardo vuelva a tocarla jamás… por favor. Ella os ama.
—Lo sé, Elsbeth —le respondió Neall con tristeza y a la vez con esperanza—. No dudéis que la traeré de vuelta. Si es preciso, dejaré mi vida en ello.
Tras esto, Lady Elsbeth se dirigió a su esposo, lo cogió del cotun para acercarlo y lo besó en los labios, uniendo unos momentos frente con frente, mientras le susurraba: «tha gaol agam ort». Sir Symon sonrió feliz, le cogió el rostro con sus manos y con sus pulgares le secó las lágrimas:
—Yo también os amo, mo ghrà.
Tras la breve despedida, Neall cogió el resto de las armas que le entregaba Alex e introdujo su espada en la funda de cuero labrado tachonado, mientras se cercioraba de que el puñal quedara bien sujeto al cinto. Asimismo, se colgó el arco a la espalda, en el lado opuesto a su claymore. Con un solo gesto, Ayden formó en filas a los guerreros y los escuderos trajeron prestos los caballos. Los hombres de Sir Symon se pusieron a las órdenes del capitán y, como había sugerido su señora, proveyeron de armas a todo aquel que con un caballo lo suficientemente rápido quisiera acompañarles. El escudero Angus Swinton, Neall y Sir Symon Lockhart fueron en la avanzadilla, junto a los rastreadores que se anticiparían al grueso del grupo, para no perder ni las huellas y ni el tiempo. No habían pasado ni quince minutos desde que habían partido, cuando más de un centenar de hombres estaban dispuestos a partir con todas sus armas, escudos y corazas. Las mujeres no lloraron como otras veces, solo decían palabras de aliento a sus hombres, apremiándolos a que volvieran pronto con la joven señora.
Encabezados por Ayden, le siguieron Erroll Flanagan, Alex Mackenzie y Sir William Brisbane. En la retaguardia, Sir Darren Stewart y Sir Ian Campbell, que había venido para la ocasión. El bien formado ejército de Blair Atholl salió todos a una en pos de la joven española, dejando en el castillo y la villa solo mujeres, ancianos y niños dentro de las murallas y con el rastrillo bajado para que nadie pudiera atacarlos durante la ausencia de los guerreros. Los rastreadores confirmaron pronto las sospechas: un solo caballo, con dos personas, en dirección a Leith. El grupo se volvió a unir bajo un solo mando con el joven capitán a la cabeza. Ayden se pasó a la retaguardia, junto a su recién estrenado cuñado Sir Symon.
Neall se sintió arropado durante todo el camino por sus hombres. No hacía falta que hubieran venido todos, al fin y al cabo, Don Gonzalo era solo un hombre. Sin embargo, el cariño que le mostraban tanto a él como a su prometida, le llenó más que todas las riquezas y sed de aventuras que alguna vez había podido llegar a desear. Siguieron la marcha todos a una, no había tiempo que perder. La noche les caería encima en cuestión de minutos y Neall tenía la intuición de que estaban muy cerca. El castellano no se había preocupado por ocultar las huellas de su paso, por lo que fue realmente fácil seguirlo durante todo el camino. La ventaja que les llevaba se fue reduciendo poco a poco y Neall apretó el ritmo deseoso de alcanzarlos cuanto antes. «Si ese bastardo le llega a poner una mano encima… lo mataré».
Al llegar a Perth, Don Gonzalo y Leonor descabalgaron durante unos minutos. El carácter del castellano se fue oscureciendo como la tarde y el malhumor, ante el silencio de ella, iba en aumento. Don Gonzalo le ató las manos a la espalda para evitar que pudiera escaparse, justo después de que se refrescaran en un riachuelo cercano, y el caballo comiera un par de manzanas como premio. Lo hizo con tal fuerza, que las manos se le pusieron moradas y tuvo que aflojar un poco el nudo, sin pedirle siquiera perdón. «Buen comienzo para querer que vuelva a ser su esposa», pensó con ironía Leonor, mientras se sacudía los pequeños guijarros que se le clavaban al andar en la planta de los pies. El castellano la dejó unos minutos para que hiciera sus necesidades, no muy lejos, donde pudiera verla y después no se conformó con que tuviera las manos a la espalda que la ató a un gran árbol cuando él quiso echar un vistazo por los alrededores. La conocía desde niña, sabía de sus habilidades. Él no era un necio al que pudiera engatusar fácilmente, si en esos años había perfeccionado su técnica, solo tendría que andarse con más ojo, nada más. Don Gonzalo de Ansúrez regresó más callado de lo usual, chascando la lengua y comprobando la seguridad de los caminos en cada cruce, antes de aventurarse a tomarlo. Sin haber dormido más que un par de horas, ya estaban otra vez montados en la mala bestia árabe, reanudando su marcha en dirección a Dunfermline.
A las afueras de la villa, la pareja ocupó una cabaña de piedra abandonada. El lugar debía llevar años sin que un alma pisara los alrededores, porque el techo estaba parcialmente derrumbado. Pero a millas a la redonda, no debía haber refugio mejor que ese. En el exterior había un pozo, pero pronto descubrieron que no tenía más que un lodo apestoso por fondo y una familia de ranas como custodios del mismo. Cuando cruzaron la puerta, el interior no estaba mucho mejor de lo que se intuía desde fuera, pues estaba tan sucio y lleno de hollín que iban dejando sus huellas a medida que pasaban. En el centro de la única habitación que tenía la cabaña, había una destartalada mesa algo coja, una silla sin respaldo, un cubo con un agujero en el fondo y, para rematar el conjunto, una tosca chimenea de piedra que no parecía tener buen tiro por lo oscuras que estaban las piedras del interior. Leonor agradeció en el alma que no fuera invierno y hubiera una temperatura agradable desde el albor. Las telarañas le conferían a la estancia un aspecto siniestro con las primeras luces y el castellano la arrastró literalmente hacia el otro lado de la habitación, donde volvió a atarla a una gruesa viga de madera que pendía del techo.
—Si os movéis, o intentáis escapar de aquí, de seguro se os desplomará todo el tejado encima. Sed lista y no hagáis nada de lo que tengáis que lamentaros después.
Su aliento apestaba a cebolla y a cecina, pero a pesar de eso, las tripas de la muchacha rugieron de hambre. Leonor se maldijo a sí misma por la debilidad de su cuerpo ante la grotesca sonrisa que le dedicó Don Gonzalo. De una de sus alforjas, cogió una de las manzanas que le iba dando de tarde en tarde al caballo y la mordió, masticó su contenido un par de veces y lo escupió a los pies de la joven a la vez que tiraba la manzana y esta rodaba por el suelo muy cerca de ella. «Hijo de puta…», pensó ella, mientras la dejaba sola en ese lugar dando un portazo. ¿Qué le pasaba? Lo mismo estaba encantador que era peor que el veneno de serpiente... Aguzó los oídos y escuchó los cascos del caballo alejarse raudo. ¿A dónde iría? ¿Acaso pensaba dejarla allí? Intentó zafarse del nudo en vano y un leve crujido de la madera la alertó de que Don Gonzalo de Ansúrez había dicho la verdad: si intentaba desatarse, cualquier movimiento terminaría sepultándola entre vigas de madera y escombros. Era la primera vez que la muchacha tenía un momento de intimidad desde que la había abandonado a su suerte y, aunque la posición era muy incómoda, lo agradeció. No quería verle la cara, aunque allí sola y atada no podría defenderse de nada que se le cruzara en su camino. Cansada de llorar y lamentarse, Leonor se quedó dormida.
Don Gonzalo quería asegurarse de que no lo seguían e hizo el camino más largo hacia la villa, y por senderos poco transitados, aun a riesgo de perderse. Más que necesitar comprar provisiones para el resto del camino, buscaba información, pues tenía la descorazonadora sensación de que los estaban siguiendo. Inquieto, compró rápidamente lo que quería en un puesto del mercado y deambuló por los alrededores, en busca de alguna noticia que le alertara sobre si ese malnacido bárbaro había ido tras ellos. A cambio de una moneda de oro, un niño le chapurreó en inglés, y entre señas, que había visto a todo un ejército a pocas millas de allí y Don Gonzalo apartó al pobre niño de su camino de un manotazo, con un humor de perros. ¿Un ejército, habría entendido bien al mocoso? Un ejército fuera o no tras ellos podría complicar mucho las cosas. Su dominio del idioma gaélico en esos cuatro años no había mejorado mucho, el inglés tampoco era su fuerte... si Leonor los engatusaba con alguna de sus artes, tendría muy difícil poder defenderse ante esos bárbaros.
El ricohombre azuzó a su caballo de guerra hasta la extenuación y, cuando llegó a la cabaña, le dio un palmetazo en el lomo para que se internara en el bosque y así hacer perder su rastro. Aún era muy de mañana cuando había llegado de la villa visiblemente enfadado, mirando por el hueco de la ventana, se había cerciorado, al menos dos veces seguidas, de que ella estaba en el interior antes de resoplar y cagarse en todo. Se había amasado hacia atrás el pelo, como hacia Neall cuando estaba preocupado y no sabía abordar un tema. Después había renegado de todos los santos habidos y por haber, mientras cruzaba de un lado para otro de la antigua pérgola, pidiendo perdón a Dios al instante e implorando que le diera una señal para seguir o no su camino. Una bandada de pájaros graznó surcando el cielo, pero ¿habría sido casualidad? Don Gonzalo entró en la cabaña, trayendo consigo un fuerte olor a whisky barato con sigilo y se quedó mirándola un rato mientras dormía. Después, un arranque de ira desesperado le hizo cogerla fuertemente por la barbilla, despertarla y obligarla a que lo mirara para que se encontraran sus ojos un par de veces y la volvió a tirar al suelo, amarrada de manos, como si fuera escoria.
La rabia de saber de antemano que había perdido la batalla podía con él, pues en los ojos de la joven no había ni rastro de amor, ni odio, ni rencor... en realidad no había nada, lo que había hecho que Don Gonzalo se desesperara aún más. ¡Nada por lo que luchar! Cuatro años alimentando el deseo de que ella lo hubiera perdonado y esperase que él la buscara para hacerla su esposa. ¡Qué iluso había sido! De seguro la muy zorra no había esperado ni un día en acostarse con todo hombre que se le hubiera puesto por delante. Si ese pequeño de la villa estaba en lo cierto, un pequeño ejército estaba pisándoles los talones y ya no había tiempo de despistarlos antes de ir a Edinburgh para coger el barco en Leith, o si lo había, prefería cubrirse las espaldas, despistarlos siguiendo una pista falsa de su caballo, o cualquier cosa que les hiciera ganar tiempo. Tendrían que esperar a que pasaran por suerte de largo y que no fueran tras ellos. Sin embargo, en el fondo de su ser esperaba lo contrario. Volvió a mirarla con oprobio y le espetó:
—No me marchare de aquí sin vos —le había dicho—, por mi honor que nos casaremos como habíamos decidido.
Leonor supo en ese momento que hablaba muy en serio y que no cedería ante otra opción porque Don Gonzalo se había vuelto loco... loco de amor por ella, justo en el momento en el que la había perdido para siempre. Tantos años persiguiendo las migajas que le daba su frío temperamento y, justo entonces, cuando no había nada a lo que aferrarse, luchaba por su, llamémosle amor, con uñas y dientes. «No es justo», pensó con tristeza Leonor. La joven clavó sus pupilas en él y se sorprendió de no sentir más que un profundo y sincero vacío. Los años le habían cicatrizado la herida y Don Gonzalo ya no era una amenaza para ella, no era más que un recuerdo de juventud. Ante su silencio, el hombre había seguido hablando.
—Viviremos en Sevilla e Isabel podrá vivir con nosotros si lo deseáis hasta que encuentre un buen marido y se case.
«Mi pequeña Isabel, ¡cuánto la echo de menos!», exclamó Leonor para sí. Solo pensar en el horror de su cara ese maldito día, cuando sujetaba de rodillas el cuerpo sin vida de su madre, le había vuelto a partir el corazón y, sacando fuerzas de donde no las tenía, desvió la barbilla con fuerza a sabiendas de lo que volvería a hacerle Don Gonzalo si se disgustase. «Las personas no cambian —le había dicho una tarde de confidencias Lady Annabella—, quizás mejoren algunos aspectos de su persona, pero no cambian». A Leonor le habían parecido muy sabias sus palabras y se apenó por lo mucho que se había equivocado con Don Gonzalo. Ella jamás consentiría que su amada hermana viviera bajo el mismo techo de un violador.
—¡No, Gonzalo! Ni me casaré con vos, ni regresaré a Sevilla —le había dicho en un ataque de locura, o de sinceridad.
—No sabéis lo que decís. Soy vuestro prometido y he tenido una paciencia infinita con esta situación. Cuatro años, cuatro malditos años buscando cualquier indicio que me dijera dónde estabais y nada.
—Habéis hecho el viaje en balde, Gonzalo. Nada nos une ya, entendedlo de una vez por todas y dejadme marchar.
—La que no lo entendéis sois vos, mi señora. Nadie volverá a dudar de mi honor. Yo os despojé de vuestra virginidad y el deber os une a mí, os guste o no, como vuestro prometido.
Haberle recordado su ultraje no facilitaba ni mucho menos el entendimiento, se lamentó Leonor con un mohín infantil, por no ser capaz de hacerle entender al ricohombre que entre ellos era imposible una reconciliación.
—No —le había respondido ella tajante, en sus trece.
Ante la nueva negativa, Don Gonzalo le había alzado la mano, pero Leonor no se había acobardado, haciéndole frente. En un rápido movimiento que la había posicionado tras la espalda de Don Gonzalo, había conseguido sacar la daga del cinto de él y colocarle el frío acero de la hoja en el cuello. Pero que la perdonara Dios, porque no había podido hacerlo, dejando caer estrepitosamente el puñal al suelo y acuclillándose en el fondo de la estancia. En el cuello de él, solo un rasguño lo suficientemente profundo como para recordarle lo cerca que había estado de la muerte.
Pasaron al menos dos horas en silencio, sentados, enfrentados cada uno en un rincón de la estancia, sin saber qué hacer ni qué decirse, con las manos cubriéndoles la cara, o agarrándose de los cabellos con la cabeza gacha. Afuera, no se escuchaba más que la quietud de ese claro del bosque, algunos trinos lejanos de pájaros, pero nada más, el mundo había enmudecido junto a ellos. Leonor tenía la sensación de que estaban siendo observados, de que alguien la esperaba fuera y tuvo el impulso de levantarse a mirar. Mas, no había nadie, con las mismas se sentó. ¿Qué estaban aguardando, acaso esperaban a alguien?
Don Gonzalo cruzó la habitación en dos zancadas y la besó, cogiéndola por la cintura, primero con violencia y después con desesperación, como si hubiera sabido que ese sería uno de sus últimos besos. Leonor recordó que se había quedado fría y rígida como una estatua de mármol. En su estómago no revolotearon mariposas, pero de igual modo tampoco la invadió el asco, solo una inmensa pena y vacío, mucho vacío. Don Gonzalo la abrazó con pasión, acunándola en su fuerte torso, pero ella no era más que una almohada de plumón carente de sentimientos hacia ese hombre. Desmadejada, le volvió a atar con fuerza las manos a la espalda, cerciorándose esta vez que la daga estaba lejos de su alcance y salió unos minutos a comprobar los alrededores. El sueño podía con ella, el cansancio, tras cuatro años huyendo de su pasado, la aplastaba como una losa inexorable.
Un relincho y un ruido seco en el exterior, despertó a Leonor de su aletargamiento. La puerta se abrió con violencia y Leonor se encogió de miedo al pronto, pues no lo reconoció al contraluz. El que fuera su prometido se sentó en silencio y la miró durante unos minutos, que a ella se le hicieron eternos. Un nuevo brillo en los ojos vidriaba sus pupilas, el brillo de un loco, de quien no teme morir. Don Gonzalo se acercó a ella y con delicadeza, le apartó un mechón del cabello de su hombro y se lo acarició con los nudillos. Leonor sintió cosquillas por el pelo y nada más. Añoró al niño y repudió al hombre que se había convertido, como si Don Gonzalo hubiera podido leerle el pensamiento, le cruzó la cara y se sentó a su lado, mientras volvía a comerse un poco de cecina seca sobre pan de centeno y un trozo de queso en silencio, sin ofrecerle siquiera un triste pedazo. Él lo había intentado de nuevo, había vuelto a acercarse y la muy puta lo había rechazado. ¡Se lo tenía merecido! Esas y doscientas más, hasta que entrara en razón de una vez por todas y comprendiera quién la quería de veras. Leonor se había llevado la mano a la cara y sentía el latido y el calor del golpe en su mano, bebiéndose sus propios hipidos para no darle la satisfacción a ese mentecato. Cuando terminó de comer, Don Gonzalo se limpió las migas que se le habían quedado pegadas a su barba y cogiéndola por el cuello de la camisa, la besó con fuerza, haciendo que trastabillara por la sorpresa del acto y colocándola prácticamente a horcajadas encima de él. Leonor abrió mucho los ojos y contuvo la lengua, sentir sus muslos alrededor de él, sin nada más que una camisa ajada que tapara su desnudez no era estar precisamente en ventaja. La joven sintió cómo su ex-prometido metía las manos por su camisola, acariciándole en sentido ascendente los muslos, rodeándole la cintura y llegando a la redondez de sus pechos. Eran caricias suaves, de enamorados... ¿Acaso la quería volver loca? Ella seguía con las manos atadas a la espalda y las opciones que tenía de poder hacerle frente eran pocas, por no decir ninguna. Leonor tragó saliva y pidió al cielo que le enviara una señal, algo que parara lo que estaba a punto de suceder.
A lo lejos, el caballo de Don Gonzalo de Ansúrez relinchó, se limpió los restos de pan de la pechera y le escupió prácticamente un «están muy cerca, ¡vamos!».
Los ojos de Leonor se abrieron, como siempre que se sorprendía, inusualmente grandes y con un delatador brillo de esperanza. La joven musitó un tembloroso «gracias, Dios mío, gracias», mientras que el caballero se la quitaba de encima con un simple giro, dejándola caer al suelo, a sus pies. Don Gonzalo la observó molesto, recolocándose su excitación de forma que no pudiera incomodarle, echándole una última mirada lasciva a los muslos y al triángulo de sedoso vello oscuro que se intuía al final de sus esbeltas piernas. Ella era suya, ¡pardiez!, siempre lo había sido y nunca dejaría de serlo por mucho que ese bárbaro se empeñara en lo contrario. Mientras la encaraba cogida por el pelo, para que lo entendiera bien, le advirtió a media voz:
—Si hacéis alguna tontería… ¡lo mataré! —le espetó con un tono de voz sibilino a la vez que comprobaba el nudo de las cuerdas que mantenían sus manos a la espalda—. O mejor aún, dejaré que ese vikingo vea como vos morís primero, para que sepa lo que se siente cuando le arrebatan a uno lo que más quieres, porque si no sois mía no lo seréis de nadie. ¿Os ha quedado claro, maldita zorra?
—No sé de qué me habláis —dijo Leonor evitando su mirada, mientras se frotaba los dedos de las manos, entumecidos aún por la fuerza de la maroma.
—No insultéis mi inteligencia, princesa. Yo no soy ninguno de vuestros amantes bárbaros, podré ser muchas cosas pero no soy necio, ¿acaso pensáis que no os he visto besaros como una furcia por las esquinas? ¡Maldita seáis, siendo aún mi prometida! —gritó de nuevo cruzándole la cara con un bofetón, rompiéndole el labio y dejándola de rodillas a sus pies.
Leonor no se lo esperaba y se tambaleó, a punto de perder el equilibrio de nuevo al intentar levantarse. El muy bellaco la había estado vigilando, ¿desde cuándo, por el amor de Dios? Estaba loco, perdidamente loco. La joven saboreó el metálico sabor de la sangre de su propia boca y le gritó envalentonada por ese «están muy cerca».
—Yo no soy vuestra prometida, Gonzalo. Dejé de serlo el día que me forzasteis en mi propia casa y dejasteis que vuestros hombres mientras tanto abusaran y asesinaran a mi familia. Vos no sois nadie para mí. Sois vos y nadie más que vos el que no lo entendéis —lo encaró armándose de valor, sin darse cuenta de que así no ganaría tiempo para que viniera Neall a rescatarla.
—Lamentaréis vuestras palabras, princesa —le susurró, con un tono escalofriante y sanguinario, mientras la cogía del pelo y la terminaba de levantar en volandas, sin apenas dar pie salvo con los dedos.
Esta vez Leonor no le respondió, pero con una mirada le dejó muy claro lo que pensaba de él. Comprendiendo tarde que eso era lo que Don Gonzalo de Ansúrez precisamente quería, enfadarla, que le gritara, que lo enfureciera para tener el pretexto idóneo para forzarla de nuevo. De ahí en adelante, dijera lo que dijera ese bastardo, hiciera lo que hiciera ese malnacido, no vería en ella otra reacción que no fuera la de asco y desprecio infinito. Ya lo había tenido suficientemente cerca como para saber que no cejaría hasta violarla de nuevo si le daba la oportunidad. Estaba loco, pero no la volvería loca a ella con sus juegos de seducción y sus exabruptos continuos. El muy cerdo la conocía muy bien, sabía lo que pensaba, sabía lo que sentía y se anticipaba a sus pensamientos como si supiera qué iba a pasar al segundo siguiente. Leonor comenzó a ponerse colorada a causa del esfuerzo y del intenso dolor que le estaba produciendo el tenerla agarrada de la cabellera sin dar pie. Con las piernas, Leonor intentaba trepar en el aire, darle una patada, ganar de alguna forma algo de espacio para poder separarse de él. El muy bastardo se carcajeó en su cara y la atrajo para sí, bajándola lentamente, restregándola, entretanto con su cuerpo.
El sol había entibiado hasta las piedras de las paredes interiores de la cabaña con los primeros rayos del día y no ayudaba al repentino calor que se había adueñado de parte de su cara y su labio. Leonor sentía en sus propias carnes cómo los minutos de espera se estaban convirtiendo en horas y sintió que la falta de alimento empezaba a pasarle factura al nublársele de vez en cuando la vista. No entendía por qué Don Gonzalo no había llamado al caballo y habían huido al galope de allí. Leith no debía quedar ya muy lejos y de seguro habrían llegado sin problemas, peor para él. Leonor lo observó callada, mientras se hacía la dormida y, por primera vez en su vida, lo notó nervioso. ¿Qué le estaba ocultando? Neall era un gran guerrero, pero Don Gonzalo no era un principiante en el uso de las armas. ¿Qué temía?
—Ya están aquí —repitió Don Gonzalo asomándose por uno de los huecos que a modo de ventana se abría en la pared—, puedo oler a esos malditos ingleses.
Leonor hizo el amago de media sonrisa y hasta eso le dolió brutalmente. Si alguno del clan Murray o cualquier otro escocés de pro hubiera escuchado que los llamaban «malditos ingleses», Don Gonzalo no exhalaría ni una bocanada de aire más en su vida. El castellano cogió con la mano izquierda la daga, bien sujeta y la acercó al costado de Leonor, en la otra llevaba una espada bastarda de las que tenían la empuñadura modificada para blandirla con ambas manos. «Todo ha terminado», pensó la joven. Leonor seguía con las manos atadas a la espalda cuando salieron de la cabaña y vieron el despliegue de más de un centenar de hombres frente a ellos.