CAPÍTULO 03 – HALIDON HILL

 

Halidon Hill, Berwick-upon-Tweed (Escocia), 19 de Julio, 1333.

 

El rey Balliol había estado a punto de ser capturado en diciembre del pasado año, 1332. A las primeras luces de aquel día, Sir Archibald Douglas, Sir John Randolph y Sir Patrick V, conde de Dunbar y guardián conjunto a la corona desde la muerte del anterior regente, habían comandado con destreza una de esas operaciones de «golpear al enemigo y salir corriendo», que tan buenos resultados le habían dado a Robert I Bruce en otros tiempos. Gracias a ella, los hombres de Balliol habían sido sorprendidos en Annan, burgo real de Dumfries al suroeste de Escocia, resultando la mayoría dispersos o muertos. El monarca había conseguido huir medio desnudo a través del hueco de una pared en un caballo sin montura y con solo unos pocos hombres leales camino a Inglaterra. Los Murray habían tenido suerte después de todo, aunque algunos de los suyos habían sido baja en la refriega inevitablemente.

Ayden había notificado los puntos débiles del acuartelamiento un par de días antes y el ataque no se había hecho esperar. Nadie les había avisado del cómo ni del cuándo se llevaría a cabo la acción y, a pesar de estar prevenidos, los escoceses habían caído durante la noche sobre ellos como moscas. Para las tropas escocesas había sido una victoria agridulce, de esas que anticipan el triunfo o la debacle, pues en vez de aprovechar con contundencia el momentáneo declive de Eduardo I de Escocia, habían vagado desde entonces sin ton ni son, sin una dirección férrea que les hiciera salvaguardar fortines, afianzar la frontera y echar a los disidentes insurrectos del país. En realidad, no había servido más que para humillar al rey y cocer una venganza a fuego muy lento.

Por primera vez desde que empezó la conquista del trono, Eduardo Balliol había temido por su vida. El duro revés que había recibido en Dumfries le había dejado muy claro que no se trataba de un juego. La humillación de tener que regresar a Inglaterra, prácticamente con el culo al aire, no la olvidaría jamás. Él nunca había pretendido el trono de Escocia y a veces se sentía el títere de hombres como Lord Henry Beaumont y el mismísimo Eduardo III de Inglaterra. Lamentablemente, ya no había marcha atrás y el gusanillo del poder había corrompido su orgullo y había dado alas a su vanidad. Los nobles fieles a David II de Escocia, heredero de Robert I Bruce, le habían cogido tan desprevenido en Annan que había tenido que huir con lo puesto a Inglaterra. Balliol juró que Sir Archibald Douglas y los desleales a su causa iban a pagar muy cara la afrenta. La guerra estaba servida y el caballo se posicionaba en jaque para pedir la cabeza del Guardián de Escocia y del niño-rey. Eduardo III de Inglaterra aprovechó el bochorno de Balliol para pedir como pago numerosos condados fronterizos del sureste por abandonar la neutralidad de su país en la pretensión al trono escocés, requisitos que Eduardo I aceptó sin pensar en las consecuencias que esto acarrearía en su propio reino.

 

A principios de 1333 Inglaterra había comenzado a prepararse para la guerra, olvidando su neutralidad en la lucha por el trono escocés. La batalla de Dupplin Moor había dado el empuje necesario al monarca inglés para desmarcarse y apoyar abiertamente la causa de Balliol. A cambio de su ayuda, los condados escoceses de Lothian y Edinburgh quedarían a manos inglesas, entre otros. A pesar del desafortunado incidente acaecido a finales del pasado año, ya no había una figura fuerte que presentara cara a la invasión inglesa. Los escoceses estaban diezmados y divididos, el aspirante al trono estaba de su parte y su oponente no era más que un niño… No habría mejor oportunidad para hacerles doblar la rodilla bajo sus pies. Era un ahora o nunca. Eduardo III se anexionaría burgos importantes a su reino y su homónimo lo complacería sin rechistar. Tener el máximo poder de decisión en la política del país vecino era mucho más de lo que había aspirado a tener, al menos, tan pronto. Eduardo III de Inglaterra no iba a dejar pasar la ocasión de volver a someter a Escocia bajo el yugo inglés, como había hecho su padre y anteriormente su abuelo. No ahora, que había saboreado el poder y lo había tenido al alcance de las manos.

Había pasado el invierno sin que la suerte acompañara al bando de Bruce. La maniobra de distracción no había salido como esperaban y se saldó con la captura en primavera de 1333 de Sir Andrew que, a pesar del origen normando de su familia, sentía Escocia como suya propia. Sir Andrew era hijo del legendario, íntimo y fiel amigo de William Wallace, Sir Andrew Murray, señor de Bothwell y Avoch, con el que no solo compartía el nombre sino también lealtad al pueblo escocés. Además, el joven caballero estaba emparentado con el niño-rey David al haberse casado con la hermana de Robert I Bruce.

Para los seguidores de Balliol, capturar al recientemente nombrado Guardián de Escocia, era un gran éxito y el mejor revés que podían asestar, puesto que, bajo el mando de tan formidable guerrero, los escoceses partidarios del niño-rey David habían conseguido sofocar un levantamiento en la única parte de Escocia que apoyaba abiertamente a Eduardo I de Escocia: Galloway. La falta de fortuna de Sir Andrew o quizás el haber subestimado al enemigo le había hecho caer posteriormente en las fauces del lobo. Su primo Sir Arthur había logrado escapar milagrosamente de la afrenta, aunque sin apenas poder sostenerse encima del caballo, y Sir Andrew rezaba a Dios porque no lo apresaran y salvara la vida. El Guardián había sido encarcelado en el castillo de Durham para que se rindiera al rey inglés Eduardo III, sin éxito, pero dejando mortalmente herida su causa.

Aprovechando que tenían a tan famoso rehén, el ejército inglés pasó a sitiar el burgo de Berwick-upon-Tweed después de varios intentos fallidos por mar en pos del saqueo. Berwick era un enclave magnífico, con un próspero puerto comercial que trataba con Escocia, Inglaterra y ciudades del Mar del Norte. Al mismo tiempo, también poseía una excelente ubicación para controlar el camino costero a la capital de Escocia, Edinburgh. El fuerte de la villa era el mercadeo de lana y sus vastos graneros de trigo y cebada, por lo que el burgo se había replegado sobre sí mismo, esperando ser rescatado pronto del asedio.

Ninguna de las argucias de Sir Archibald Douglas, y no habían sido pocas, había conseguido persuadir a Eduardo III de Inglaterra de levantar el cerco a Berwick y la situación comenzaba a ser altamente preocupante. Sir Alexander Seton había sido enviado para defender el importante bastión fronterizo y hacer acopio de suministros y armas, pero desde el 10 de marzo de ese mismo año tenía a sus puertas al ejército comandado por Eduardo Balliol y en mayo, por si fuera poco, se le sumó el ejército inglés con el mismísimo Eduardo III de Inglaterra al frente. El cerco dejaba cortada cualquier vía de suministro posible al burgo por tierra y mar.

Sir Alexander Seton había luchado con bravura y fortaleza los continuos envites ingleses, mientras esperaba que Sir Archibald Douglas fuera en su ayuda. Pero habían pasado los meses y el ejército de liberación escocés no llegaba. La situación era desesperada para los habitantes. Eduardo III de Inglaterra demostró ser un gran estratega y afianzó su posición con trincheras en los alrededores. También cortó el suministro de agua de la villa, como le habían aconsejado sus asesores, dejando prácticamente incomunicada Berwick-upon-Tweed. Las constantes incursiones inglesas por tierra y por mar dejaron muy pocas posibilidades de maniobra a Sir Alexander Seton. Los guerreros estaban a turnos de doce horas y la falta de descanso y alimentos frescos comenzaba a ser un verdadero problema. Si seguían así por mucho más tiempo terminarían volviéndose locos y comiéndose los unos a los otros. Ya no recordaban el tiempo que hacía que no bebían más de un vaso de agua al día y los niños vagabundeaban por las calles famélicos, buscando algún resto de comida que llevarse a la boca. El atrincheramiento minaba las voluntades de los habitantes de Berwick hasta el punto de preferir el asedio antes que dejar morir de inanición a cientos de personas.

El esperado ejército de salvación escocés no llegaba y la ciudad estaba al límite de la extenuación. Sir Seton, completamente perdido, se vio obligado a acordar una breve tregua con los asaltantes ante la precariedad en la que se encontraban, para ganar tiempo al menos. Las condiciones que planteó Eduardo III de Inglaterra fueron duras a la par que despiadadas. Como garantía, el monarca inglés exigía que los hijos mayor y menor del Laird, Sir Thomas y Sir William Seton, junto a otros nobles escoceses pasaran a ser rehenes como muestra de buena voluntad hasta que se rindiera el burgo el 20 de julio de 1333 como fecha límite.

El séquito de despedida fue triste. No había persona en la ciudad que no llorara amargamente el incierto destino que les esperaba a los valerosos caballeros que tanto habían aportado a Berwick-upon-Tweed durante el asedio. Los cuervos sobrevolaban graznando entre las murallas y los escoceses se persignaban ante el fatídico augurio que eso suponía. «De esta no salimos vivos, que Dios nos guarde en su Gloria», pensó Sir Thomas Seton mientras abrazaba a su padre sabiendo que quizás esta vez fuera la última. El sacerdote impuso las manos sobre los futuros rehenes mientras los bendecía y los encomendaba al Santísimo. Sir Alexander Seton contuvo a duras penas las lágrimas con un nudo de inquina en el pecho y, con una afectuosa palmada en la espalda, vio cómo sus leales hombres y sus amados hijos se abrían paso por la gran puerta principal. Al bajar el rastrillo, su corazón, antes henchido y valeroso, se encogió y lloró amarga y desconsoladamente mientras enviaba una carta desesperada a Sir William Keith de Galston para que los socorriera. Su antiguo compañero de batallas y fiel amigo era su última oportunidad.

Justo un mes antes, en el campamento de las tropas escocesas, Sir William Keith había esperado la inminente llegada de Sir Archibald Douglas, principal Guardián de Escocia, para ultimar los detalles del asalto de su próximo objetivo: Berwick-upon-Tweed. Los hombres estaban tensos, hasta las bestias esperaban impacientes por entrar en acción. Leonor había hecho un desafortunado comentario que no había sido bien recibido por un crispadísimo Sir William:

—¿Cómo puede tener Escocia dos reyes legítimos? —preguntó la joven española sin terminar de entender la situación política, mientras limpiaba de su daga los restos de sangre de la liebre que acababa de despellejar.

Llevaba casi tres años en Escocia, pero las idas y venidas de la monarquía la dejaban totalmente indiferente. No era su guerra. Leonor luchaba por las personas, no por un legado, unas tierras, un título o la figura de un niño al que ni siquiera había tenido el gusto de ver.

—¡¡¡Eduardo no es mi rey!!! Jamás lo será. ¡Voto a Dios! Si volvéis a decir algo parecido os dejaré en cualquier camino que lleve a España sin dudarlo siquiera, ¿me habéis entendido bien?—vociferó con beligerancia Sir William Keith de Galston, mientras cepillaba por segunda vez en el día su caballo de guerra y la señalaba con un dedo amenazante.

Leonor se sorprendió de la respuesta y del tono de su amigo. Nunca le había hablado así. La situación debía ser mucho más peliaguda que otras veces y temió haber abierto una brecha insondable entre ellos. Con toda la dignidad y prudencia que pudo encontrar, la española calló. La joven sabía que la guerra civil no acabaría hasta que uno de los bandos quedara mortalmente tocado o con un líder indiscutible. Si David era solo un niño y Eduardo necesitaba siempre apoyos externos para salir airoso, la contienda podría durar años. El problema no era realmente quién regía, sino las personas que rodeaban a la figura del monarca y que lo asesoraban. Esos eran los verdaderos gobernantes, los que decidían si el pueblo comía, si los campos baldíos se cultivaban o si se llevaban a todos los hombres para guerrear en contiendas extranjeras o se dedicaban a cuidar tanto sus fronteras como sus casas. No había que ser muy lista para darse cuenta que a Inglaterra no le interesaba la causa de Bruce, que proclamaba una Escocia completamente independiente, y que muy pronto los ingleses se sumarían a las fuerzas de Balliol si no lo habían hecho ya desde hacía tiempo. Pero el espíritu idealista de Sir William Keith y Sir Symon Lockhart se aferraba a que ellos solos se bastaban para poder derrotarlos, que podrían volver a conseguir que Escocia preservara su libertad frente a los sassenach, como ellos llamaban a los ingleses y a cualquiera que no fuera oriundo de esas tierras. Y lucharían por ello hasta la muerte.

«Pobres ilusos», pensó Leonor mientras miraba al mermado ejército escocés y el sinfín de personas que lo acompañaba: mujeres, ancianos y niños incapaces en su mayoría de sostener una daga. Personas valientes y de buen corazón, pero sin los recursos suficientes para hacer frente a un ejército de mercenarios. Sin embargo, la muchacha albergaba serias dudas sobre las verdaderas posibilidades que tenían de ganar esa contienda, pues el niño-rey no era un guerrero experimentado como su padre y tantos años de lucha estaban pasando factura al ánimo del pueblo. Lo que sí sabía era que lucharía hasta el final por sus amigos, porque ellos eran la única familia que tenía.

Los guerreros comenzaron a discutir sobre el plano las posiciones enemigas y dónde deberían realizar su próximo ataque para mermar al ejército Balliol-Plantagenet. Los meses pasaban y el desánimo se adueñaba de los escoceses, pues conseguían pequeñas victorias frente a rotundas derrotas que inclinaban la balanza a favor de los «desheredados». Leonor evitaba entrar en discusión con ellos, siempre creían tener la razón y veían con desagrado que los cuestionara y se inmiscuyera en política cuando era mujer y extranjera. «Cosa de hombres», le repetían sin cesar una y otra vez. Por más que los acompañaba en sus escaramuzas, solo olvidaban su género en plena lucha, cuando los igualaba en destreza frente al enemigo. En el campo de batalla era un igual, era letal, pero de nada servía hablar ante un mapa, obcecados en su género, en su juventud y en su desconocimiento del terreno. Sin embargo, la maestría con el arco de la española seguía sin tener parangón con nadie conocido.

Leonor se había recuperado del flechazo bien, aunque al principio pensó que sería incapaz de volver a tensar el arco y mucho menos de levantar una espada. Su tesón día tras día le hizo mantener la esperanza, pese a los intensos dolores que sufría en los primeros meses. Desde el hombro a la mano, desde la punta de los dedos hasta el pecho, a veces el dolor era tan fuerte que la joven española necesitaba de infusiones de dormidera para poder conciliar el sueño. Sin embargo, las heridas del cuerpo tarde o temprano se curan, más difíciles son de aliviar las del alma. A Leonor le había quedado el recuerdo del cambio de tiempo sobre la piel y presentía que iba a llover mucho antes que ocurriera, gracias al hormigueo de la pequeña cicatriz en forma de estrella que tenía justo debajo del hombro y tres dedos por encima del corazón. Ese día, a pesar de ser mediados de julio, previó un chaparrón veraniego y puso todas las provisiones a resguardo ante la mirada de sorpresa de los guerreros.

Los niños correteaban alrededor de la joven y la ayudaban a llevar pequeños fardos de grano a una especie de gruta donde guardaban los víveres perecederos. Las mujeres seguían mirándola con curiosidad y susurraban al verla pasar siempre vestida de muchacho, aunque habían dejado de evitarla. No entendían por qué siempre se relacionaba con hombres y guerreaba como ellos, algunas incluso se persignaban al verla pasar como si de una banshee se tratase. Los ancianos apuntaban con sus varas de apoyo al cielo y asentían, convencidos de que la muchacha española tenía razón. El cielo estaba despejado pero, en menos de una hora, un auténtico diluvio tronó dejando a todos empapados, a todos salvo a los ancianos, a los niños y a Leonor.

No muy lejos, tras el intenso aguacero, Sir William Keith de Galston había ido al encuentro de Sir Archibald Douglas. El primero había tomado el mando de las tropas junto a Sir Archibald, que había pasado a ser regente y Guardián de Escocia a finales de marzo del mismo año en ausencia de Sir Andrew Murray. Sir William Keith no terminaba de ponerse de acuerdo con su Guardián en el modo de levantar el sitio a la fortaleza. Hacía semanas que tenían que haber liberado la ciudad de Berwick-upon-Tweed y cada día que pasaba hacía más insostenible la supervivencia de los sitiados, que ya pasaban bastante escasez de alimento y agua tras más de tres meses de bloqueo inglés. Uno pensaba que lo mejor sería hacerle frente a Eduardo III, mientras que Sir Archibald y Sir Patrick V abogaban por saquear la frontera inglesa para obligar a Eduardo de Inglaterra a retirarse. Los guerreros estuvieron largas horas discutiendo, o más bien topando contra una pared inamovible de granito. Ninguno quería ponerse en el pellejo del otro ni atendía sus demandas y razones. La testarudez escocesa siempre ha sido bien conocida por todos. Lamentablemente para los sitiados de Berwick-upon-Tweed, Sir Keith tuvo que ceder al imperativo del Guardián bien entrada la tarde. En la tienda solo quedaban él y Sir Symon Lockhart con un visible disgusto por el acuerdo alcanzado.

—Estamos igual que antes, Sir William. El Plantagenet no va a dejar Berwick-upon-Tweed si no es por salvar Londres. Todas estas escaramuzas hacen que perdamos un tiempo valioso, mientras nuestros hombres se mueren de hambre.

—¿Creéis que no lo sé, Sir Symon? ¡¡¡Voto a Dios y a los Eduardo, bien se los podía llevar de una vez a su Gloria!!!

La española esperó a que terminara la reunión sentada bajo un centenario roble y emplumando nuevas flechas para su nutrido carcaj. La tormenta de verano había dejado unas cuantas nubes dispersas que moteaban el cielo y un brillante doble arco iris se asomaba a ratos tímidos entre los rayos del sol. Sin embargo, un cosquilleo en la nuca hizo alertar a Leonor de que algo no iba bien, lo presentía. La brisa terminó de deshacer su moño y el pelo le cayó destrenzado hasta su cintura. El aire se respiraba denso e incluso parecía haber desaparecido cualquier trino del bosque. «Mal augurio», le decía su vieja niñera cuando la nuca se le erizaba como la piel de una gallina desplumada. «Mal augurio».

Leonor había estado escuchando el tono airado de la conversación y cómo el acuerdo alcanzado realmente no gustaba a ninguna de las partes. Cuando Sir Archibald Douglas salió de la tienda lo observó detenidamente mientras hablaba con Sir Patrick V. Por lo que sabía, el Guardián había sido su segundo hasta hace bien poco, pero por azares del destino, ahora se encontraba al mando de los ejércitos y del destino de Escocia. Poco se parecía a su medio hermano Sir James Douglas, quizás en los ojos, en el color del cabello… pero en poco más. No era reflexivo, ni templado como aquel, sino impetuoso y soberbio, aunque esto puede que solo fueran características propias de la edad, de la responsabilidad y de la inexperiencia.

Ella siguió con la mirada cómo los guerreros se montaban en sus caballos de guerra y se marchaban a galope junto a unos pocos hombres, todos embozados en largos plaids para evitar ser reconocidos por el camino. La joven esperó prudentemente que pasaran unos minutos antes de decidirse a entrar en la tienda donde había tenido lugar la importante reunión, sobre todo tras a oír cómo blasfemaba Sir William sin ningún reparo a pesar de ser un hombre bastante piadoso. El murmullo más sosegado de sus compañeros hizo que se decidiera a entrar por fin, pero prefirió no decir nada por miedo a volver a desatar la ira de Sir William Keith con algún comentario inapropiado. No soportaba estar disgustada con ellos y menos por una tontería como quién era el rey de Escocia. ¡Como si estuviera en su mano!

Leonor esperó que fuera uno de los hombres el que se dirigiera a ella para hacerle saber a qué se enfrentarían próximamente. La muchacha no se había terminado de servir una copa de vino especiado cuando un emisario, ajeno al campamento, sacó a Sir William Keith y a Sir Symon Lockhart de sus pensamientos. Leonor no supo qué hacer de repente, no sabía si debía irse o quedarse y el emisario comenzó a hablar, totalmente exhausto del largo viaje a caballo y sin descanso:

—Señor, traigo noticias de Sir Alexander…

El hombre apenas conseguía mantener el resuello, incapaz de continuar sin transmitir el grito de desesperación de su capitán Sir Alexander Seton. Sir William Keith de Galston supo que las noticias debían ser poco halagüeñas por el gesto contrariado del mensajero. También maldijo que el mensajero no hubiera llegado un par de horas antes, cuando la balanza se había inclinado a favor del Guardián y su absurda estrategia de alejar al monarca inglés de Berwick-upon-Tweed a base de escaramuzas en su frontera. El Sir hizo un ademán al hombre para que contara lo que sabía. Leonor dejó la copa encima de la mesa de roble y se dispuso a salir, pero la frenó la fuerte mano de Sir Symon en su antebrazo.

—Hablad, fear. Aquí todos somos de confianza —susurró el joven caballero, mientras le acercaba una silla al hombre y le hacía un gesto a Leonor para que se sentara a su lado.

La joven dio un respingo, no se esperaba tanta consideración después de lo ocurrido por la mañana entre ellos. Se sentó con cuidado y evitó mirar al mensajero a los ojos, concentrándose en el borde de su copa, mientras escuchaba atentamente lo que el recién llegado tenía que decirles.

—Quedaos, Leonor. Al fin y al cabo, vos participáis también de todo esto —dijo Sir William Keith con una sonrisa que no ocultaba en absoluto su preocupación por lo que el mensajero iba a empezar a relatar.

Era la primera vez que Sir Symon se acercaba con cierta familiaridad a Leonor desde el incidente que casi le había costado la vida a la joven en Aberdeen unos meses atrás. La muchacha solo mantenía relación fluida con Sir William Keith y el escudero Cathasaigh, pues Sir Symon Lockhart evitaba quedarse a solas con ella siempre que podía. La española sentía que un muro se había instalado entre ellos desde aquel día y echaba de menos el carácter risueño y las continuas atenciones del caballero hacia ella. Era lo más parecido a un amigo que jamás había tenido, era muy culto y le encantaba pasarse las horas en su compañía por la cantidad de historias y anécdotas que sabía y le contaba. Cierto era que él la había seguido mirando de una forma diferente a como lo hacía el resto de los hombres. No era admiración, ni curiosidad… sino una especie de deseo contenido que solo antes había visto en Don Gonzalo, su prometido. Quizás eso sí la inquietaba pues, por desgracia, sentía que su corazón le pertenecía a otro hombre, uno al que solo había visto una vez y con el que no había llegado a cruzar unas palabras siquiera, que solo conocía realmente en sus sueños... No necesitaba nada más. Un recuerdo no podía romperle el corazón, no pide nada, pero tampoco lo da.

Leonor pensaba que Sir Symon seguía enfadado por haberle desobedecido y haberlos puesto a todos en peligro por haberse quedado y participado en las justas, pero en realidad, lo que Sir Lockhart intentaba por todos los medios era olvidar los sentimientos cada vez más fuertes que sentía por la muchacha y que, hoy por hoy, no eran correspondidos.

La imagen de Don Gonzalo apareció vívida en su recuerdo. Terminó la copa de vino de un trago ante la atenta mirada de Sir Symon Lockhart, que jamás antes la había visto saciar su sed con tanto apremio. Leonor no sabía cómo alejar de sus pensamientos la imagen del castellano, solo recordar su nombre le producía un devastador dolor en el pecho y una sensación de angustia se le anudaba con fuerza en el estómago. Resopló. Cada cual tiene sus propios demonios, unos los llaman duendes, otros brujas, otros parca… pero nada comparable a los de carne y hueso. Leonor tembló y se terminó de echar una segunda copa. Con un forzado mohín de «no pasa nada» dirigido a un anonadado Sir Symon, tomó asiento sin prestar mucha atención a su alrededor, recordando el rostro del arquero Murray para olvidar el del otro. Leonor sonrió abiertamente dejando ver sus dientes brillantes como estrellas. Siempre sonreía cuando evocaba la maestría con la que él tensaba el arco, era un guerrero magnífico. Ojalá pudiera competir en más ocasiones con él, solo por el placer de verle coger el arco y apuntar a cualquier objetivo sin dilación. A Sir Kenion Strathbogie, a pesar de su pericia, prefería no dedicarle ni un pensamiento, no fuera a aparecer el demonio de tanto nombrarlo. Sir Kenion era la versión escocesa, malvada y despótica de Don Gonzalo.

Para evitar que se malinterpretara el gesto, Leonor sorbió otro trago largo de vino que le supo a rayos por lo fuerte que estaba y que la obligó a toser un par de veces. «Estoy bien. Estoy bien, gracias», y volvió a la ensoñación de sus recuerdos. Neall era su medio recurrente para no caer en el vacío de la soledad. Era el hombre más atractivo que jamás había visto y sus sueños románticos de niña le llenaban el vientre de nuevos aleteos de mariposa. Con él no importaría ser la damisela en apuros rescatada siempre por el valiente caballero. Leonor se sentía protegida en sus sueños, acunada en una especie de vientre materno que la salvaba tanto de peligros como de seguir viviendo. Siempre que «estaba» con el arquero, era una fresca y clara noche de luna roja como una gran cereza, en la que la unión de sus cuerpos se le antojaba más febril que el cálido interior de un dragón. Eso era vivir y lo demás eran cuentos de amor cortés.

Sir William Keith se dirigió a ella y Leonor asintió, no muy convencida de haber escuchado realmente la pregunta. Se preocupó por prestar más atención a lo que se decía, o decía el afectado mensajero. Al fin y al cabo, difícilmente el destino le daría de nuevo la oportunidad de volver a ver al caballero de sus sueños.

La española volvió a sentarse muy erguida y con las manos enlazadas sobre los muslos como si de una gran dama se tratase. Sintió la tensión en el ambiente y un nudo incipiente en el estómago le retorció hasta la garganta, como al recordar a Don Gonzalo unos momentos antes. Ella pensando en príncipes azules y todo un pueblo al borde de la extenuación. Leonor se sintió mal por no haber sido capaz de ponerse en el pellejo de esos pobres infelices y por el inusitado calor que empezaba a subírsele a las mejillas a causa del licor. Si estaban escuchando al emisario de Sir Seton era porque intuía que iban a desacatar todo lo que habían acordado los comandantes esa tarde. Deseó no estar allí, que fuera uno de esos días de asumir las órdenes como cualquier guerrero más sin tener la responsabilidad de unos centenares de vidas en sus manos, de respirar el aire puro tras la tormenta de verano… Cualquier lugar sería más agradable que estar en esa tienda de campaña, cualquiera.

El emisario contó cómo Sir Alexander Seton se había visto obligado a firmar la tregua exponiendo a sus propios hijos, además de a nobles caballeros del burgo a los designios del rey Eduardo III de Inglaterra. También le relató las penurias que estaban pasando los villanos por la escasez de agua y víveres, en parte causadas por el inexplicable retraso de Sir Archibald Douglas. Leonor mantuvo la compostura lo mejor que pudo cuando el mensajero explicó cómo empezaban a deshacerse de los cadáveres para que no los asolara la peste. No ahorró en detalles, algunos de ellos tan vívidos que Leonor sintió náuseas.

—¡Maldita sea! —lo interrumpió Sir William Keith que se sentía un títere en manos de Sir Archibald en esos momentos—. No es esta la situación de la ciudad que nos ha relatado hace unas horas el Guardián. ¡Esto es ciertamente insostenible! ¿Por qué no habremos ido nosotros mismos a levantar el asedio, como yo mismo le he indicado cientos de veces? ¿Para qué queremos un ejército tan numeroso y tan poco formado para la guerra, cuando el enemigo se hace fuerte y aumenta sus defensas día a día en Berwick-upon-Tweed? ¿Es que vamos a seguir luchando por otras plazas de la frontera, mientras nuestras mujeres, niños y valerosos compatriotas mueren a la espera de nuestro auxilio? —se cuestionó en voz alta, sin darse cuenta de que el emisario aún estaba presente.

—Retiraos, fear —le pidió Sir Symon al mensajero, en un intento de que el hombre no oyera más de lo necesario—. Procurad descansar unas horas, partiréis en breve con la respuesta a vuestras plegarias.

Estaba siendo una noche larga, tan larga que Leonor se quedó dormida sin darse cuenta mientras Sir William y Sir Symon seguían discutiendo los pormenores del viaje. No esperarían que Sir Archibald Douglas decidiera ir a recuperar personalmente Berwick-upon-Tweed si las cosas estaban tan mal como les había relatado el mensajero. Ni todo el oro del mundo haría que Eduardo III de Inglaterra cejara en su empeño de sitiar el burgo, y toda la estrategia, que tan efusivamente había planteado hacía unas horas el Guardián, no era más que agua de borrajas. Era obvio que se habían equivocado y subestimado al enemigo. Sir William le echó el plaid del clan Douglas por encima a la joven y sonrió ante el gesto preocupado de Sir Symon.

—¡Vamos, Sir Lockhart! No es el tipo de acción que estábamos esperando, pero al menos nos ayudará a desentumecer los músculos.

—No sé cómo podéis bromear ante semejante situación. Sir Alexander Seton nos necesita desde hace meses y hemos estado todo este tiempo de brazos cruzados.

—Quizás intente no dramatizar porque me voy haciendo viejo. A veces con arañar un mañana más al destino me doy por satisfecho, mac. Si con ello consigo llevarme de camino a unos cuantos sassenachs… Bienvenido sea. ¿No?

—¿Y Leonor? ¿Qué haremos con ella? Esta incursión no tiene pinta de ser una escaramuza más, temo por ella si entramos en una guerra cuerpo a cuerpo.

—¿Acaso os creéis tan bravo como para decirle que se quede aquí?

Ambos se miraron y se rieron a carcajadas, lo que hizo que Leonor levantara aturdida la cabeza totalmente desubicada y adormecida. ¿De qué se estaban riendo? «Hombres…», pensó la joven y con la misma volvió a quedarse dormida. Sir William se llevó el dedo índice a la boca y, aún sonriendo, le musitó silencio a Sir Lockhart.

—En cinco horas partimos, Sir Symon. Sería de agradecer que la llevarais a sus «aposentos», si no es mucha molestia. Uno ya anda viejo para echarse al hombro bellas damas —dijo guiñándole el ojo Sir William Keith, con una vitalidad impropia tras tan dura jornada.

Sir Lockhart tuvo que volver a aguantarse las ganas de reír y le tiró a Sir William con lo primero que estuvo en su mano: un corruco de pan. El caballero lo esquivó y le volvió a señalar amenazante con el mismo dedo con el que le había pedido silencio apenas un instante antes mientras se iba a descansar, riendo por lo bajo. Sir Symon cogió con facilidad a Leonor y la echó sobre su pecho. Instintivamente su cuerpo reaccionó tenso, viril, como siempre hacía cuando la tenía así de cerca. Le acarició la mejilla con el dorso de sus dedos y a punto estuvo de besarla en los labios. ¡Diablos! Hacía meses que la había tenido también en sus brazos, a punto de perder la vida, pero ahora su respiración era serena y acompasada, su cuerpo era cálido y no desprendía olor a sal. La aferró con fuerza contra su cuerpo e inhaló el olor a limpio de su pelo, mientras reposaba unos minutos su mejilla contra la suya. El capitán sabía que tenía que olvidarse de ella, que ese espíritu libre no le pertenecía, pero le costaba alejarla de él de lo mucho que la quería. Quizás si volviera a proponérselo… No, ya se lo había dejado muy claro aquella vez y no quería perderla completamente de nuevo. Respiró por última vez su pelo y el olor a jazmín que se confundía con el de su propia piel, con los ojos amenazando en llenarse de lágrimas. La dejó sobre el jergón de su tienda y se fue junto al resto de hombres para evitar caer en la tentación al tenerla tan cerca.

A la mañana siguiente partieron al galope hacia Berwick-upon-Tweed. Leonor iba con ellos. Tal y como había predicho Sir William Keith, ninguno de los guerreros había sido capaz de insinuarle que se quedara ajena a la misión. El pequeño grupo de apenas veinte hombres voló por los caminos y veredas como si de un ejército fantasma se tratase, sin dar descanso ni a jinetes ni a bestias. Desde lo alto de la colina, vieron de lejos la precaria situación del burgo y convinieron aguardar a la noche para cruzar el río por la zona del puente viejo. Era la mejor forma de llegar hasta la otra orilla del río Tweed y atravesar las puertas de la villa sin ser interceptados por el bando inglés. Como sigilosas flechas, cruzaron el páramo al galope en mitad de la noche y entraron en el burgo sin haber tenido que presentar batalla y sin que nadie hubiera alcanzado a darles el alto siquiera. Una algarabía sin igual alentó a los lugareños al ver cómo Sir William Keith había sido capaz de cruzar el río aledaño a la muralla junto a un puñado de guerreros y pasando entre el ejército enemigo como si nada. Hasta el amanecer se estuvo vitoreando su nombre y haciendo que la pesadumbre de las últimas horas diera paso a la esperanza de que se terminara pronto el sitio de la villa. Para cuando el ejército escocés aliado de Balliol o los ingleses habían querido darse cuenta de la incursión, el último de los caballeros de Sir William Keith ya había cruzado el rastrillo y la ciudad volvía a clausurarse a cal y canto. Leonor no se rindió al aparente éxito. Había sido muy fácil entrar, cierto. Pero otra cosa muy distinta era enfrentarse a los nueve mil hombres que más o menos sumaban los ejércitos de ambos Eduardo ahí fuera.

Por su parte, Sir Archibald Douglas sometió a la pequeña ciudad de Tweedmouth, en un inútil intento de alejar a Eduardo III de Inglaterra de la frontera escocesa para auxiliar a su propio pueblo. Pero, ¿qué era un pequeño burgo inglés frente a hacer agachar la cabeza a toda una nación? Eduardo I de Escocia le había dado a probar las mieles del éxito, había tenido al país vecino al alcance de su mano y no cejaría en someter a esos bárbaros con la ayuda de Dios, fuera el que fuera, incluso se bastaba él mismo. Cuando Sir Archibald Douglas supo de la proeza de la entrada de Sir William Keith a la ciudad de Berwick-upon-Tweed, se mostró primero contrariado porque su comandante no había seguido los planes que habían acordado, pero después sonrió satisfecho por el varapalo que había conseguido darle al soberbio monarca inglés.

Al ver que ni su escaramuza en Tweedmouth ni la heroica entrada de sus hombres a la ciudad de Berwick-upon-Tweed terminaban por levantar el asedio, Sir Douglas envió un rotundo mensaje al rey inglés sobre su intención de devastar el sur de Inglaterra si no deponía en su actitud y se retiraba de la ciudad escocesa. El ejército hostigador inglés no se movió.

La nobleza escocesa siempre había valorado las incursiones exitosas llevadas a cabo por el nuevo guardián de Escocia en Annan, en la Cumbria y en la frontera, pero esta vez habría deseado que le hubiera hecho frente antes a los Eduardo en vez de seguir guerreando y poniendo en una situación de precariedad extrema a Berwick-upon-Tweed. Aún sin el apoyo moral de sus compatriotas y en un alarde de cumplir su palabra, Sir Archibald Douglas marchó hacia el sur en dirección a Bamburgh. Sin equipo de asedio, el burgo difícilmente caería y no tenían tiempo para asediar la villa como habían hecho los Eduardo con Berwick-upon-Tweed.

A pesar de tener escondida en la fortaleza de Bamburgh a su esposa Felipa, el rey de Inglaterra no solo no cedió al chantaje del Guardián de Escocia, sino que instó a la rendición de Berwick-upon-Tweed anunciando que empezaría a colgar a los rehenes nobles escoceses, empezando por Sir Thomas Seton. El dolor por el vil ahorcamiento de su hijo mayor no hizo más que fortalecer el ánimo de un contenido Sir Alexander Seton, que se aferró a la esperanza de que Sir Archibald Douglas llegara a tiempo y dejara las incursiones en tierras inglesas y amenazas a Eduardo III para otro momento en el que no estuvieran en juego tantas vidas inocentes.

El talón de Aquiles de Sir Alexander Seton era el amor a sus hijos, y el honorable caballero procuró otra tregua hasta el lunes 20 de julio de 1333 con el rey inglés para evitar que fueran ahorcados dos rehenes escoceses en los días sucesivos hasta que la guarnición decidiera capitular. Todavía le quedaba el joven Sir William Seton con vida y lucharía hasta el final para que saliera indemne del maldito inglés. No había tiempo que perder. Era el justo y necesario para que Sir Archibald Douglas capitaneara por fin las tropas escocesas hacia Berwick-upon-Tweed y luchara por la liberación de su pueblo.

El Guardián de Escocia comprendió que nada haría cambiar de posición a Eduardo III de Inglaterra y que todos sus intentos habían fracasado estrepitosamente. Por primera vez temió que fuera demasiado tarde para el rescate de la villa fronteriza y de tan valerosos guerreros y amigos. Se lo había jugado todo a una carta y él se había jugado ya varias figuras importantes. Si no era capaz de ganar en la batalla, no solo perderían la ciudad de Berwick-upon-Tweed, perderían también la guerra.

Avisado el rey inglés de los avances de Sir Archibald Douglas, condujo a gran parte de su ejército y al de Balliol al noroeste de la ciudad, mientras que un amplio contingente se quedaba guardando el cerco de Berwick-upon-Tweed. Leonor miraba los movimientos de las tropas desde las almenas y lamentaba la lucidez estratégica que estaba demostrando el monarca inglés. El haber estado tanto tiempo de asedio le había permitido valorar sobre el terreno, las mejores posiciones para recibir al ejército escocés, lo que le daría una gran y mortífera ventaja frente al enemigo, que no solo vendría cansado del viaje si no que sería recibido en un campo de batalla totalmente abierto y siguiendo los dictámenes ingleses, algo que favorecía al ejército de los Eduardo por ser más disciplinado y acostumbrado a ese tipo de lucha.

Cuando Sir Douglas llegó a las inmediaciones de Berwick-upon-Tweed, dispuso el ejército escocés de trece mil hombres en tres grandes bloques de piqueros para frenar a la caballería enemiga, capitaneados por Sir Robert Stewart en el centro, el conde de Moray a la derecha y él mismo a la izquierda. Sin embargo, muy pronto se dieron cuenta de que tenían todas las de perder en un terreno fangoso y con la suficiente pendiente como para tener que hacer un sobre esfuerzo que inevitablemente se traduciría en multitud de bajas. Ante los hombres, el Guardián de Escocia apeló por el honor, la valentía y la libertad de su pueblo. El clamor de un ejército salvaje y teñido de los colores de la patria no se hizo esperar. Ante los hombres, el Guardián mostró fortaleza, aunque su corazón sabía que difícilmente cobrarían el agravio hecho por el ejército Balliol-Plantagenet, primero a la villa de Berwick-upon-Tweed y después a Escocia.

En lo alto de la colina de Halidon el ejército inglés esperaba atrincherado, expectante, deseoso de acabar con una gran victoria sobre los bárbaros del norte. Los Eduardo levantaron al unísono la mano derecha y mantuvieron en vilo a sus hombres a la espera de la señal que iniciara el ataque. El ejército escocés tuvo que subir la fuerte pendiente Witches Knowes, dejando a la infantería llegar extenuada antes de esquivar una zona pantanosa. Los soldados ingleses los esperaban descansados y limpios en las trincheras, construidas tras un terraplén lo suficientemente alto como para retardar la escalada y ser un blanco perfecto inglés.

Cuando tuvieron a tiro al ejército escocés, los Eduardo bajaron la mano y un aluvión de flechas inglesas recibió a los recién llegados comandados por Sir Archibald Douglas, que no previeron lo que les esperaba en la cima. Sin dejarles tiempo para reaccionar siquiera, la caballería inglesa se arrojó sobre los diezmados grupos de piqueros escoceses que habían caído sin más armas que su lanza, su casco y una pequeña cota de malla. Nada que una flecha tirada por un longbow inglés no pudiera traspasar sin aparente esfuerzo. El ejército inglés se dividió a su vez en tres grandes grupos, el de la izquierda era capitaneado por Eduardo I Escocia, el de la derecha por el conde de Norfolk y el del centro por Eduardo III de Inglaterra, que estrenaba su primera gran batalla sin llegar a tener los veintiún años.

Con la colina a sus pies, los ingleses se abalanzaron al trote con la caballería sobre unos desorientados escoceses que no alcanzaban a anticiparse al siguiente golpe. Los primeros cruces de espadas entre los hombres de la infantería se saldaron con el dominio escocés, más ducho en el cuerpo a cuerpo, pero en el momento en el que intervino la caballería inglesa la ventaja de los sassenachs fue brutal.

Lord Henry Beaumont comandaba la retaguardia de la caballería en el flanco de Balliol e iba seccionando miembros patrios con odio contenido sin dejar alma viva en pie. Por su parte, Sir Kenion Strathbogie dio alas a sus instintos más sádicos en la lucha, haciendo honor y doblete a la estela que iba dejando su futuro suegro. El ruido de las espadas solo era amortiguado por los gritos de terror de los moribundos que pedían al cielo, entre inmensos charcos de sangre, que su agonía terminara pronto. A la orden de «arqueros, en posición», la infantería escocesa se persignó ante el nuevo aluvión de mortíferas flechas. La caballería inglesa se parapetaba con los escudos y no resultaba ninguna baja, frente a los cientos de escoceses que caían muertos ante cada anunciada horda de sibilantes flechas. Las bajas escocesas pronto pasaron a ser millares. La batalla estaba sentenciada.

El ejército de los Eduardo era mucho menor en número, pero su posición era difícilmente franqueable en lo alto de la colina. Aún seguían manteniendo su bastión rodeado por más de un centenar de arqueros. Sir Archibald Douglas comprendió que habían perdido la batalla desde que llegaron al pie de Halidon, pero su honor le impedía no morir en el intento. «Luchar o morir, como buen highlander». No había otra opción posible. A pesar de tener todo en contra, el destacamento del conde de Moray fue el primero en alcanzar la cumbre de la colina, enfrentándose a las tropas lideradas por Balliol, junto al apoyo de sus hermanos Symon y Santiago, además del Laird Andrew Fraser.

Los escoceses luchaban con la bravura y arrojo que la experiencia de tantas victorias les había dado desde tiempos de William Wallace, pero a esas alturas todo era insuficiente para inclinar la balanza a su favor. Los hombres luchaban al límite de sus fuerzas, sudorosos, exangües, febriles… hasta el punto de no ser capaces de saber si quien tenían frente a sí era amigo o enemigo, si no fuera por la insignia del pecho o el bordado de la capa. No había tiempo para la reflexión, ni para respirar siquiera, era eso o morir.

En un mano a mano con sus propios vecinos, Sir Arthur Murray se distinguía sobre el resto de combatientes por su singular arrojo con la espada. De pronto, el joven guerrero escocés se vio rodeado de tantos sassenachs que temió que ese fuera el fin. Sintió cómo alguien amortiguaba con un cruce de espadas una estocada que venía dirigida a él por la espalda y que le hubiera partido en dos. Si no hubiera prestado atención a la expresión de asombro y extrañeza de su oponente, hubiera pensado «por fin refuerzos», pero no, la cara de ese caballero inglés denotaba que había algo más. En un principio, suspiró aliviado y especuló que uno de sus hombres le había salvado la vida, pero al girarse solo pudo ver los colores del enemigo. «¿De qué demonios va todo esto?», pensó Sir Arthur Murray sin dar crédito a lo que veían sus ojos. El rostro de su salvador le resultaba extrañamente familiar. Bajo el casco, unos ojos verde bosque lo observaban con profunda admiración.

—¡Diablos, Neall, bràthair! —exclamó sentenciando la vida de su oponente, mientras seguían despachando en el cuerpo a cuerpo y cubriéndose los flancos de las estocadas de los ingleses.

A tan solo unos metros en cambio, unos ojos azules, glaciales e inquisidores habían presenciado la escena y rezumaban odio y rabia a partes iguales. Sir Kenion Strathbogie había visto cómo Neall soltaba de pronto el arco y saltaba la empalizada claymore en mano hacia un objetivo fijo. La curiosidad había podido con él y de un tajo en el cuello había acabado con la vida de su contrincante y lo había seguido, sorteando los cuerpos de los escoceses caídos en la batalla. Cuando al principio vio que le salvaba la vida a un escocés, Sir Kenion Strathbogie pensó que no se podía ser más imbécil. Nadie en su sano juicio se arriesgaría a que le acusasen de traición por un miserable más, pero cuando reconoció a Sir Arthur Murray como al miserable en cuestión, lo entendió todo. A quien había salvado de morir era a su hermano, el infame que había osado echar a patadas a su padre y a él de Blair Atholl cinco años atrás. No solo había impedido una mortal estocada si no que había ayudado a abrir el cerco que había rodeado al caballero escocés y que lo habría llevado tarde o temprano a una muerte segura. Sir Kenion se jactó de que esa sería su oportunidad para deshacerse del joven Murray, la oportunidad que tanto tiempo había estado esperando, el as que siempre tendría guardado en la manga para derrocar a Neall en caso de no sentenciarlo esa misma tarde.

La batalla no daba tregua y Sir Arthur Murray le gritó a su hermano pequeño, mientras se alejaba para cubrir otra posición, que su lugar estaba junto al clan y no sirviendo a los ingleses. Como si eso fuera posible. ¡Diablos! ¿Acaso no había leído las cartas enviadas por Ayden? ¿No sabía del doble papel que estaban jugando junto a Balliol? Al menos Sir Arthur no parecía estar enfadado por verlo en el bando enemigo y eso le reconfortó. No había quedado en pie ninguno de los sassenachs que habían atacado a su hermano. Neall se frotó la muñeca, pues no estaba acostumbrado a manejar la claymore en un cuerpo a cuerpo a muerte durante tanto tiempo. Por un momento, el joven guerrero escocés se sintió en medio de los dos bandos sin saber muy bien por dónde seguir. De entre los muertos, consiguió un escudo a tiempo para evitar un aluvión de nuevas flechas inglesas. Desolado, miró el campo de batalla minado de escudos patrios y se le encogió inevitablemente el corazón. Escocia había perdido, poco había por lo que luchar ya.

Los arqueros ingleses siguieron causando muchas bajas, consiguiendo romper la formación del conde de Moray. Por más que intentó el encomiable caballero que sus tropas no se dispersaran, muchos de ellos acabaron huyendo colina abajo. Los escoceses seguían retrocediendo ante la lluvia de flechas y las escasas bajas que eran capaces de causarle al enemigo, bien atrincherado en sus cómodas posiciones. La moral de los escoceses caía aplastada, como moscas bajo un hábil manotazo y pronto el flanco izquierdo de Sir Archibald Douglas emprendió también la retirada.

Hughs IV, conde de Ross, cubrió la retirada también junto a un grupo de highlanders montañeses,que se habían quedado aislados entre combatientes ingleses. Sin embargo, el asedio se hizo de repente tan brutal que el conde de Ross fue rodeado y asesinado sin piedad junto a todos sus hombres. Apenas sin retaguardia que frenase a la caballería inglesa, los escoceses defensores del niño-rey David fueron perseguidos en la huida colina abajo y masacrados por los caballos. Si una cosa estaba quedando clara era que el ejército Balliol-Plantagenet no quería rehenes y parecía querer cobrarse la vida de cuantos más nobles y caballeros escoceses pudiese. Para Eduardo III de Inglaterra, cada caballero escocés muerto significaba un líder y una posible descendencia de clan menos por la que preocuparse en un futuro.

Desde la muralla y con una doble lente, Leonor observaba con el corazón encogido cómo iban cayendo rostros conocidos: el conde de Lennox, Sir Symon Fraser, el conde de Sutherland, Sir John Campbell, Sir Alain Stuart Dreghorn, el conde de Carrick, Sir James y Sir John Stuart… hasta el mismísimo Sir Archibald Douglas, regente de Escocia, parecía haber caído herido mortalmente. Desde allí, la española estaba viendo la masacre sin poder hacer nada, impotente y con los nervios crispados, observando cómo los ingleses que seguían custodiando la ciudad vitoreaban la aplastante victoria inglesa. Respiró por un instante tranquila al ver que Sir Symon Lockhart y Sir William Keith seguían con vida tras unirse al grupo principal en un inútil intento de paliar la tragedia, pero la angustia no hacía más que ir in crescendo.

Sin darse cuenta, la muchacha se vio maldiciendo y perjurando por no poder ser de más ayuda, con los dedos hincados en la piedra del muro. No podía ver cómo las personas con las que había compartido dos años de su vida morían y ella se quedaba al resguardo del muro para verlo. Sin querer seguir siendo un mero objeto de decoración, Leonor comprobó con un vistazo que la puerta principal estaba abierta, con el rastrillo levantado a media altura para acoger a los primeros heridos. Sin pensarlo más, llamó de un silbido a su jaca árabe Tormenta y se ajustó el carcaj a la espalda. Desobedeciendo las estrictas órdenes de Sir Symon Lockhart y de Sir William Keith, que le habían prohibido expresamente que se uniera a la batalla campal, Leonor voló sin impedimentos a contracorriente entre la muchedumbre de destrozados combatientes con el arco al hombro y más de un centenar de flechas.

La española se sintió libre como el viento a lomos de su caballo y pasó como un rayo entre las huestes inglesas sin que nadie se lo impidiera. De pequeña, su madre Zaahira le había enseñado a montar a caballo con desenvoltura, y cuando aprendió el manejo del arco con su padre, perfeccionó su dominio subida a la grupa. El galope de su caballo árabe era infernal. Desde lo alto, tensó el arco a la altura de los ojos y con destreza soltó la flecha. Blanco. Cogió otra y apuntó al cuello de uno de los caballos enemigos que hostigaban a los escoceses. El caballo se encabritó al recibir la saeta y cayó encima de su jinete aplastándolo. A ojos de los soldados ingleses, el mismísimo demonio se había reencarnado y la seguían con la mirada, temerosos, sin dejar de correr. Algunos incluso se persignaban pensando que un jinete de la Apocalipsis había bajado del cielo para comandar el Juicio Final.

Sin embargo, los escoceses la miraron como si hubiera bajado del mismísimo cielo, una especie de arcángel San Miguel venido para protegerlos del diablo inglés en la hora de su muerte. Al paso de Leonor, no eran pocos los que se santiguaban, mientras el pelo de la muchacha se iba destrenzando y flotaba vaporoso durante la galopada. Cuando llegó a la altura de los caballeros escoceses, solo pudo dar un respiro a Sir Stewart y a Sir Arthur Murray, pues Sir Archibald Douglas estaba herido mortalmente como había podido ver desde la muralla. Los hombres aprobaron su imprudencia y valoraron su osadía, mientras le decían en qué lugar debía de situarse para garantizar que la retirada se cobrara el menor número de vidas escocesas posible. Tras una larga hora cubriendo su posición, se fijó en que Sir Archibald Douglas aún respiraba e intentó acercarse al Guardián.

La española bajó de su caballo de un salto e intentó acercarse al herido pero, justo cuando estaba a escasos metros de él, un guerrero del bando inglés interpuso su caballo impidiéndole el paso. «Esa cruel mirada me resulta tan familiar…», pensó la muchacha ante la inesperada llegada del inglés, que cogiendo como una pluma al Guardián de Escocia, lo encaramó al caballo y se marchó presto lejos de la batalla. Cuando reconoció al supuesto inglés, el cuerpo de Leonor se rebeló temeroso ante la presencia de ese malnacido, que no era otro que Sir Kenion Strathbogie. Leonor se sintió mareada, incapaz de respirar o de gritarle incluso que dejara al Guardián en paz. ¿Para qué había recogido al moribundo pudiendo haberlo matado allí mismo? ¿Acaso buscaba una recompensa o algo parecido?

Leonor se bebió las lágrimas, negándose a creer que se hubiera quedado paralizada ante el bastardo de Sir Strathbogie, que de tan cerca que lo había tenido hasta a cerdo le olía. En un último intento, echó mano al arco, pero Sir Kenion ya no estaba a tiro y maldijo su mala suerte con pequeñas coces en el suelo como hacía cuando era una niña. Tormenta salió en ese momento al trote y Leonor se vio sola entre miles de cuerpos tirados por el suelo, algunos de ellos aún moribundos. Las aves de rapiña graznaban desde el cielo, esperando el momento propicio para dar cuenta de su botín. Pocos eran los que quedaban en el campo de batalla que fueran capaces de volver al burgo por sí mismos. La brisa del mar cesó sus lastimeros aullidos de repente. El silencio del campo fue tan atronador que Leonor tuvo la reacción de llevarse las manos a los oídos, presa del pánico. Estar metida viva en un ataúd no debía ser mucho menos angustioso que aquello. Pasaron unos segundos antes de que se diera cuenta de que una mano amiga le brindaba auparla a la grupa de su caballo. El hombre se dirigió a ella en gaélico y ella asintió con desgana, con sus enormes ojos mostrando una tristeza infinita por haber perdido la oportunidad de quitarse de en medio a Sir Kenion. El buen hombre volvió a hablarle, tranquilizándola y la ayudó a subir al caballo. Ella reconoció bajo al casco a Sir Robert Stewart y comenzó a excusarse.

—No he podido…

—Lo sé —dijo mirando en la dirección por la que había escapado Sir Strathbogie—. Habéis sido muy valiente, mo baintighearna. Lo que habéis hecho hoy por Escocia…. Os quedo agradecido.

—Era mi deber, maighstir.

La amarga derrota asolaba Berwick-upon-Tweed. El burgo se rindió en pocas horas. Eduardo III de Inglaterra se pavoneaba victorioso supervisando los detalles de la contienda y la rendición de los escoceses. Los cuerpos sin vida de los rehenes ahorcados se balanceaban desde las almenas para que sirvieran como escarmiento público. No había mujer, niño o anciano que no tuviera el rastro de las lágrimas y la desesperación en su cara. Sir Robert Stewart dejó a recaudo a Leonor al pie de la colina y lejos de las hordas triunfales inglesas a petición de la joven. Él hubiera preferido que la acompañara, pero Leonor no dio su brazo a torcer. Había algo que la inquietaba y, hasta que no descubriera qué era, no se marcharía de allí. El caballero se unió presuroso a un grupo de highlanders hacia el bosque y se despidió de ella haciendo un gesto con la mano a modo de reverencia. Los pocos nobles caballeros escoceses que habían sobrevivido a la debacle de Halidon tenían mucho que sopesar a partir de ese día. Cuanto antes se reunieran, antes podrían hacer frente a las batidas de ingleses que mandarían tras ellos. La mayoría de los grandes clanes de Escocia, que apoyaban la causa del niño-rey, veían cómo uno o más de sus miembros varones habían perecido en la batalla. A bote pronto, más de sesenta barones y cuatrocientos caballeros escoceses habían muerto en Halidon, sin contar con los miles de piqueros y arqueros. El resultado era asolador.

Los cuervos volvieron a graznar desde el cielo, planeando como buitres sobre la carroña tras ese breve intervalo de tiempo en el que el mundo se había parado. Leonor miró a su alrededor y volvió a tener la misma sensación de desamparo de antes. Si seguía por el sendero, llegaría a la ciudad de Berwick-upon-Tweed, pero nada la ataba allí. Estaba segura de que Sir Symon Lockhart y Sir William Keith, de haber sobrevivido a la contienda, habrían marchado hacia el bosque como Sir Robert Stewart. Era muy común que el bando ganador tomara represalias y «botines de guerra» a pesar de la rendición de la ciudad. Si finalmente se decidía a ir al bosque andando, lo más probable era que se encontrase con pequeñas batidas inglesas en busca de insurrectos. Leonor observó su atuendo de muchacho desastrado y armado, si se encontraba con algún inglés tendría que dar demasiadas explicaciones si no la encerraban en una mazmorra antes. Lo mejor que hacía era buscar a Tormenta, que no debía estar muy lejos.

La muchacha volvió sobre sus pasos. Ante sí se abría un auténtico camposanto lleno de útiles desprovistos de dueños que los reclamaran. «Fácil elección si quiero sobrevivir hasta volver a reunirme con los míos», dijo para sí. La muchacha se llevó el dedo pulgar e índice a los labios y silbó con fuerza para hacer volver a Tormenta a su lado, pero la bestia debía encontrarse bastante lejos, porque no acudió a su llamada. Tras esperar que el caballo apareciera durante unos minutos, la joven desistió y, sujetándose el carcaj y apretando la jambia al cinto, volvió al campo de batalla ahora desierto.

La brisa le trajo olor a sal y la tierra, a muerto: aciago contraste que a Leonor le encogió el corazón, por rememorar recuerdos funestos de los últimos días en su casa. Las lágrimas amenazaron al borde de las pestañas, pero consiguió contenerlas todas a tiempo prácticamente. Mirara donde mirara, solo había sueños sesgados, esperanzas vanas y heridas abiertas. Leonor comenzó a andar entre los muertos, buscando cualquier cosa que le pudiera ser útil o que pudiera vender después por un buen puñado de peniques. Con una capa se hizo un hatillo y se lo echó al hombro izquierdo, ya que en el derecho llevaba el carcaj vacío y el arco. Fue recogiendo flechas que estaban superficialmente clavadas y que podían ser útiles. Esos malditos ingleses las usaban de buena calidad y no habían escatimado en la cantidad de ellas, por lo que las pudo recoger en perfecto estado. En menos de media hora, tenía el carcaj a rebosar, sin que le cupiera ninguna más. Solo la vasta cantidad de flechas orientaba a cualquiera que no hubiera vivido la magnitud de la batalla.

Leonor no vio acercarse a Cathasaigh, ensimismada en rebuscar buenas dagas, broches o cualquier insignia de valor. Sin embargo, un relincho de Tormenta la alertó a la vez que le daba un susto tremendo. El fiel escudero de Sir Symon Lockhart venía a pie con su manso palafrén a su lado, mientras hacía grandes esfuerzos por sujetar las riendas de un encabritado Tormenta. La joven los recibió en jarras, como siempre hacía, y con una enorme sonrisa por verlo sano y salvo. Cuando llegó el pobre muchacho jadeante a su altura, la joven le estaba quitando una daga a un muerto escocés y el escudero la miraba espantado como si fuera la reencarnación de un demonio en vez de Leonor. Ante el demacrado rostro del joven, la muchacha dejó de sonreír y miró cómo Cathasaigh era incapaz de quedarse quieto mientras murmuraba oraciones por lo bajo.

—¿Tenéis nuevas de vuestro señor o de Sir William Keith?

—No, mo baintighearna. Pero algunos dicen que los han visto tomar el camino del bosque. Al no encontraros en el castillo, quise asegurarme de que no había cometido la imprudencia de venir al campo de batalla.

Desde luego si alguien la conocía bien, ese era Cathasaigh. Leonor le devolvió una sonrisa con la intención de calmarle el estado de ánimo. Para ser escudero, era un muchacho muy mojigato y demasiado temeroso de Dios. Limpió la sangre medio seca de la daga que acababa de coger en un trozo de paño y la guardó en el hatillo con el resto de objetos que había ido rescatando entre los cadáveres. Quedaba poco para alcanzar la cima de la colina de Halidon y si no se daban prisa, «otros» vendrían pronto. En tres horas aproximadamente anochecería y no había tiempo que perder. No era un lugar muy halagüeño en el que recibir la noche, pese a que ninguno de los que allí había les pudiera hacer daño. Leonor evitó hacer ningún tipo de broma al respecto, tampoco tenía ganas ante semejante panorama. Aquello era sobrevivir y muchos de esos objetos darían consuelo a muchas familias. Intentó darse prisa, pues preveía que al escudero iba a darle un ataque de pánico en breve por verse rodeado de fantasmas, hadas y duendes celtas.

—Uhm… ¿No seréis vos el hijo de un hada que ha sustituido a mi verdadero escudero? ¿Sois real, Cathasaigh? —dijo medio en broma Leonor, mientras le pellizcaba un brazo.

El joven se quejó llevándose la mano contraria al lugar donde le había pellizcado y se frotó con fuerza para aliviar el dolor. Con un poco de más sangre en el cuerpo, el muchacho observó cómo Leonor rebuscaba en otro cadáver mientras valoraba la flexibilidad del cinto que acababa de quitarle al fallecido. Leonor, al sentirse observada, le dijo un poco molesta al escudero:

—¡Vamos, demonios! Recoged todo lo que pueda sernos útil, a ellos de nada les sirve ya.

—Pe-pero… mo-mo baintighearna, ¿y si su-su alma se enfada y nos persigue? —preguntó tartamudeando temeroso Cathasaigh, mirando a su alrededor con aire funesto.

La muchacha respiró profundamente mientras observaba la quietud de la devastada y maltrecha colina. «Pero bueno, ¿acaso este muchacho todavía cree en los cuentos de viejas?». Lo observó durante unos minutos y tuvo que aguantarse las ganas de echarse a reír a carcajadas cuando vio cómo movía con su fino mandoble los ropajes de un caballero para registrarlo sin tener que tocarlo.

—¡Ay, Cathasaigh! ¿Conseguiré algún día hacer de vos un hombre de provecho?

El escudero se irguió muy ofendido por el comentario y, con el paso más firme que pudo tener entre el amasijo de cadáveres, se alejó un poco de Leonor colina arriba acompañado de su manso corcel, que lo seguía como un perrillo faldero a todos lados. Cathasaigh siguió con su rutina de tocar lo menos posible a los muertos, por si se enfadaban con él por coger lo que tristemente no usarían ya en la otra vida. Los cuerpos se desperdigaban como las flores al principio de la primavera; las briznas de hierba, pisoteadas por la lucha y los caballos, se perdían entre los charcos de barro. Al cabo de un rato, ambos llevaban una buena bolsa llena de objetos variados y que podrían reutilizar e incluso vender por comida. Unos cuantos más e irían al bosque o a lo que quedara de su campamento.

Ese día habían perdido a muchos buenos hombres, guerreros de pro. Cada cadáver reconocido era un nudo más en una larga y delgada cuerda que Leonor llevaba atada a la cintura. Los nudos pronto doblaron las cuentas de un rosario y el dolor era cada vez más grande. Malditas guerras… En cada rostro temía ver la cara de Sir Symon Lockhart o de Sir William Keith, a pesar de las noticias que había traído el escudero. La mayoría de los grandes nobles y caudillos escoceses habían perecido. Los pocos que habían logrado sobrevivir tardarían tiempo en poder enfrentarse de nuevo a las huestes inglesas. Era el fin de un sueño. Hoy la suerte les había dado su cara más amarga, mientras el sol del atardecer se teñía de la sangre derramada. Leonor atisbó que no quedaba más de hora y media de sol sobre el horizonte y pensó que ya iba siendo hora de buscar un refugio que los protegiera de indeseables y de la noche. «Nunca subestiméis al enemigo», recordó que le había dicho su padre a Leonor cuando su hermana pequeña Isabel le tiraba de las trenzas y se escabullía veloz debajo de las mesas. «Nunca lo subestiméis».

Un ejército de casi catorce mil escoceses había sucumbido frente a poco más de nueve mil. No tenía sentido. Pero la improvisación, la falta de trincheras, el apremio por salvar la villa cuando el ejército inglés los esperaba en campo abierto… El maldito honor que hace perecer con gloria y da de comer a los gusanos hambrientos los había llevado a la derrota. El enemigo había tenido meses para estudiar cada valle, cada remonte, cada pequeño lodazal… el burgo de Berwick-upon-Tweed estaba condenado desde hacía tiempo.

Los dedos de Leonor apenas respondían de la frenética actividad de hacía tan solo unas horas, los tenía doloridos y agarrotados, magullados de la cantidad de flechas que habían disparado. «No han sido suficientes», se lamentó, aunque había cubierto sobradamente la retirada de los últimos highlanders. No había visto entre los muertos ni a Sir William Keith ni a Sir Symon Lockhart… ¿Habrían conseguido sobrevivir realmente como le habían dicho a Cathasaigh? Así lo deseaba de todo corazón.

El escudero consiguió apartar del todo uno de los cadáveres al ver una claymore con la empuñadura labrada. Se arrodilló ante el cuerpo, propinándole un puntapié en el costado mientras intentaba coger la espada. Sin embargo, el muerto se lo impidió, sujetándola con una mano y emitiendo un leve quejido. El muchacho se puso tan lívido como el color de la nieve de la montaña en invierno, tan blanco que el muerto parecía vivo y el vivo muerto. Leonor miró al escudero con condescendencia mientras le quitaba a uno de los pocos muertos ingleses un prendedor de oro de la capa y con las mismas soltó con cuidado el cuerpo sobre el suelo y le cerró los párpados. Se interesó por Cathasaigh, que había tropezado de espaldas y no podía abrir más los ojos y la boca de asombro. Parecía que algo había llegado a asustarle realmente y no dejaba de volver la cara insistentemente a la española, como intentando decirle algo que llamara su atención, pero las palabras no parecían querer acompañar al pobre escudero. A media voz, Leonor se dirigió al muchacho y le espetó en tono jocoso mientras comenzaba a rebuscar en su siguiente objetivo:

—¡No os preocupéis, Cathasaigh, si nos persigue es que no está realmente muerto!

Pero la falta de respuesta, queja o bufido por parte del escudero hizo que Leonor se acercara a Cathasaigh para ver qué pasaba. ¡Rayos, si no demudaba la expresión de espanto del rostro! ¿Qué le había hecho volverse del color de la cal? ¡Por Dios! Leonor sorteó varios cuerpos y se acercó con el sol de frente al muchacho, llevándose la mano a modo de parapeto a los ojos para poder ver qué era lo que le había provocado tal consternación y le dio una palmada suave en el lomo al corcel del escudero, inseparable siempre de su amo.

Mo-mo baintighearna, aquí a-a-alguien vi-vive —dijo con el alma fuera del cuerpo.

—¿En serio? —preguntó Leonor, sorprendida por el hallazgo e intentando en vano que sus ojos se adaptaran pronto al contraluz.

El joven señaló al guerrero que tenía a sus pies y añadió con algo más de aplomo en su cuerpo:

—Lleva la insignia de los ingleses, pero también lleva el broche del clan Murray y la cruz de San Andrés.

—¿Jugando a dos bandos? Me resulta extraño, no sé de nadie tan loco como para jugarse la vida doblemente por esta maldita causa.

Cathasaigh apretó los labios disgustado por la opinión de la señora, pues él veía muy lícito morir por reinstaurar en la monarquía al hijo de Robert I Bruce. ¿Qué sabía ella de política y de honor caballeresco? Era solo una mujer, excepcional, eso sí, pero una mujer al fin y al cabo. De todos modos, era su señora y debía velar por su seguridad con su vida si era preciso, tragándose su orgullo y las ganas de contestarle con algún improperio por lo que había dicho, sentenció:

—Parece escocés… Su cara me resulta familiar… creo que es uno de los hijos de Sir Alastair Murray, pero está muy malherido. Lo más seguro es que no pasen un par de horas sin que haya muerto. ¿Aliviamos su sufrimiento, mo baintighearna?

—No es nuestra labor —dijo Leonor, apartando al escudero del gran guerrero que le daba la espalda e intrigada por quién pudiera ser. La española dudó por un instante con una extraña e inexplicable sensación en el cuerpo—. Dejadme ver, por favor.

Su amigo a veces conseguía sorprenderla con esos arranques de valentía que tan poco le definían normalmente. Tantas explicaciones le habían despertado la curiosidad. ¿Quién era ese Sir Alastair Murray? ¿Y si era un Murray quizás fuera un familiar de…? Con cuidado, le asió al herido la cabeza por la cabellera y, como si hubiera sido ella la que había visto ahora un fantasma, se le demudó el color del rostro.

—¿Neall? —consiguió balbucir Leonor.

El moribundo entreabrió los ojos con mucho esfuerzo e intentó no deslumbrarse con la luz. ¿Quién lo llamaba? Llevaba mucho tiempo esperando que llegara su hora y ahí estaba, era el ansiado momento. Abandonado por muerto en el campo de batalla tras perder el conocimiento, ya no quedaba otra que esperar su final, sin apenas fuerzas para levantarse a causa de la gran pérdida de sangre. Entre sueños, la imagen de su madre, de su hermana y de Deirdre el día de la despedida había cobrado tanta fuerza esas últimas horas en su mente que había intentado inútilmente llamar su atención, besarlas y decirles adiós. Neall probó a abrir de nuevo los ojos. La luz era aún cegadora e impedía que viera con claridad a quien tenía en frente, aunque poco a poco su mente renunciaba a saber de quién era la voz. «Estoy muerto», pensó el joven Murray viendo ante sí la silueta de medio cuerpo de un ángel. «La muerte es mucho más bella que como nos la pintan los sacerdotes y las viejas, es tan hermosa como la mujer salvaje». En su delirio, consiguió sonreír al recordarla tan ágil, tan grácil… los párpados le pesaban y a duras penas conseguía permanecer despierto unos segundos.

El capitán tenía los labios secos y sentía la garganta áspera por la sed. Tampoco era capaz de moverse sin que un intenso dolor en la parte posterior de la cabeza y el costado lo atenazara, dibujando en su rostro una mueca de intenso dolor. La mente de Neall hablaba todo lo que sus labios se veían incapaces de pronunciar y a ratos perdía la noción de la realidad, viéndose atrapado en un rocambolesco sueño donde su padre le cerraba las puertas, mientras Sir Kenion se reía a carcajadas y le clavaba por la espalda un puñal en el costado. De pronto esa voz, esa hermosa voz celestial lo llamaba de nuevo y le pedía entre susurros que luchara, que se quedara con ella...

La congoja que sintió la española al ver al guerrero en brazos de la muerte fue sobrecogedora. Una angustia solo comparable con la que sintió aquel aciago día que perdió a su madre y su hermana asesinadas vilmente. Dios no podía ser tan cruel de arrebatárselo cuando por fin había vuelto a verlo o tan bondadoso como para que dejara que se despidiera de él antes de entregárselo a la muerte. No, no lo consentiría. Aún estaba vivo y lucharía porque sobreviviera. El escudero la apremió con su discurso a que dejaran al moribundo y se fueran prestos en busca de su señor al bosque:

—Sí, baintighearna. Sin duda es Neall Murray. Pero no sé cómo ha podido deshonrar así la memoria de su padre Sir Alastair y de su hermano Sir Arthur, que tan valerosamente ha luchado hoy por la libertad de Escocia—dijo echando a un lado el blasón de los Eduardo con total desprecio—. Si yo afrentara así a mi padre, seguro que vendría de donde los muertos a aporrearme con la vara o con el cinturón de puntas.

Leonor hubiera reído ante la ocurrencia del escudero en otra situación, pero en estos momentos no había lugar para chácharas, la vida de Neall estaba en juego. Cathasaigh era un gran conversador, de eso no tenía dudas, pero tendría que esperar para contar sus batallitas.

—Tenemos que salvarlo —dijo con premura Leonor—. Traedme agua y los ungüentos que hay en las alforjas de mi caballo, caraid. No hay tiempo que perder.

—Pero mo baintighearna… Es un hombre de Balliol. Al Sir no le va a gustar… —dijo Cathasaigh meneando la cabeza con actitud de desaprobación.

—No me importa en absoluto lo que opine vuestro Sir, ¿me habéis entendido? Ya habrá tiempo de que me arranque la piel a tiras si es que me dejo coger antes. Este hombre necesita nuestra ayuda y nadie me impedirá dársela. ¿O vos, escudero, lo vais a hacer? —dijo enfrentándose a él en jarras bastante enfadada por la falta de sangre de su amigo.

—No, pero yo… Ni siquiera deberíamos estar aquí —siguió rumiando mientras obedecía a la joven, pues en lo último que pensaba era en contradecirla tras haberle salvado más de una vez el pellejo.

Leonor comenzó a palparle la ropa a Neall Murray en busca de la herida que tan cerca lo tenía de llevarlo a la muerte, descubrió el rasgado del cotun y abrió los enganches con premura para ver a lo que se enfrentaba. Con cuidado y bastante esfuerzo, la joven echó el cuerpo del guerrero sobre el suyo propio para poder ver mejor la herida: el tajo era profundo, posiblemente hecho con una daga, de corte limpio, a la altura de las costillas bajo el hombro derecho… Sin embargo, lo que más le preocupaba era que había perdido mucha sangre por lo empapadas que tenía sus ropas.

Neall dormitaba a ratos mientras su mente le decía que había muerto y una voz lo llamaba para que dejara de una vez el mundo de los vivos. También confundía a la joven con una especie de arcángel San Miguel que luchaba y vencía al dragón para redimir las almas de sus pecados antes de que se lo llevara la muerte.

Entre tanto, Leonor pidió al cielo que le diera la serenidad suficiente para comenzar la cura. Con delicadeza, la joven puso un paño húmedo en los labios del moribundo para darle de beber, se los enjuagó y exprimió dejando caer nuevas gotas en el interior de la boca, lentamente, con temor de que se atragantara. Leonor, sin darse cuenta, comenzó a canturrear una vieja coplilla de su tierra, mientras le pedía a Dios que lo salvase y a Neall que no dejara de luchar con todas sus fuerzas. Inexplicablemente, el joven guerrero sintió que el cielo o el infierno no serían tan malos destinos si con ello seguía escuchando esa voz celestial por toda la eternidad, sintiendo la humedad en sus labios como maná caído del cielo. Pero la voz se empezó a mostrarse insistente y su tono se volvía agresivo al punto que lloroso cuando se dejaba vencer por el sueño. Neall no entendía por qué el ángel se enojaba con él y le zarandeaba con apremio como si en realidad quisiera despertarle de ese letargo en el que se encontraba sumido. ¿Cuánto había pasado? ¿Minutos, horas, días…? Neall Murray había perdido la noción del tiempo.

El intenso golpe que había recibido en la cabeza lo había postrado en un estado de semiinconsciencia, haciendo que la herida del costado lo fuera desangrando lentamente rodeado de muertos, pareciendo uno de ellos y a poco de serlo. Tras el golpe en la nuca, el guerrero había sentido cómo su cabeza parecía haber dejado de estar unida a su cuerpo y una punzada de dolor le había cruzado la sien como un latigazo. ¿Dónde estaba? ¿De quién era esa melodiosa voz que lo abrazaba y luchaba porque no se durmiera? Los pensamientos se entrelazaban difusos y ante él se mezclaba la imagen de su hermano Arthur, la de la joven salvaje, la del bastardo de Sir Kenion con un puñal en la mano… Y la voz seguía reclamándolo insistentemente, aunque a veces le hablaba a una especie de niño temeroso que no hacía más que decir cosas ininteligibles respecto a él. ¿Quién era aquel ser? ¿Otro ángel? Sacando acopio de sus fuerzas, Neall sintió la necesidad de volver a ver a su salvador y abrió los ojos, algo más recuperado tras beber agua y sus primeros cuidados. Cuál fue su sorpresa cuando reconoció a la mujer salvaje, aquella que le había robado los sueños durante casi un año, la mujer más bella que jamás habían visto sus ojos. «Ella. Ella es el ángel que ha bajado del cielo para ajusticiarme por aferrarme a la vida con uñas y dientes. Ella es el ángel, mi ángel…». Con las mismas y por el esfuerzo, el joven guerrero se desmayó.

Leonor tumbó a Neall sobre el costado izquierdo con ayuda del escudero, encima del plaid que le había traído Cathasaigh. Ahora que se había desmayado, Leonor pensó que sería el mejor momento para suturar la herida. Se arrodilló junto al herido y le terminó de quitar el cotun tachonado con destreza, rasgándole la camisa para dejar completamente visible la lesión. Neall había perdido mucha sangre, pero, a ojos vista, la herida era menos profunda de lo que un principio se había imaginado. Leonor le pidió a Cathasaigh que sujetara con todas sus fuerzas a Neall y palpó lentamente con un par de dedos el tajo. El guerrero se estremeció de dolor con tal ímpetu que el escudero salió despedido de espaldas. Rápidamente, Leonor puso un trozo de lino seco haciendo presión sobre la herida y recostó a Neall boca arriba mientras terminaba de preparar los útiles para desinfectarlo y coserlo.

La joven pasó inconscientemente los dedos por el duro abdomen del guerrero y sintió aún el calor de su piel. Era perfecto. «Un Adonis entre los hombres», pensó con tristeza Leonor. Le apartó los mechones de pelo mojado de la cara y cogió el pellejo de piel de cabra que le tendía sin mucho afán el escudero, que, después de haberse visto despedido como un vulgar gusarapo, miraba con cierta precaución a Neall. Leonor le volvió a mojar los labios, esta vez agua con esencia de dormidera, y le escurrió algunas gotas en el interior de la boca. El guerrero las tragó con dificultad y se relamió los restos de la boca inconscientemente, como si cada gota fuera un tesoro. La española sintió cómo su cuerpo reaccionaba ante la humedad de los labios de Neall y deseó besarlo. Cathasaigh dio una pequeña patada a una piedra que había cerca y Leonor lo miró con cierto reproche.

—Aquí no tenéis nada que hacer, Cathasaigh. Si seguís mirando la sangre seguramente os desmayaréis y ya tengo bastante tarea. Si os necesito, os llamaré. Lo prometo. Podéis ocupar vuestro tiempo revisando aquel montón de allí y, para cuando terminéis, le habré cosido y podremos irnos. Os doy mi palabra de que os recompensaré con un dulce de miel y almendras de esos que tanto os gustan cuando lleguemos al campamento.

Cathasaigh era un hombre, pero ante todo era un goloso, y la sola expectativa de comerse uno de esos maravillosos dulces que solo la señora sabía hacer, hizo que sus ojos bailaran con chiribitas.

—De acuerdo —dijo el escudero asintiendo con fervor, mientras se marchaba al lugar que le había señalado la joven.

Leonor volvió a colocar al joven guerrero echado sobre sus piernas y presionó suavemente con los dedos el tajo que había dejado la daga en Neall, para impedir que siguiera perdiendo sangre. Acto seguido, limpió la herida de la nuca con un ungüento de hierbas maceradas en aceite que siempre llevaba en las alforjas de Tormenta. Poco a poco, el empasto fue cogiendo consistencia y se solidificó. Dejó de brotar sangre de la herida. La joven enhebró entonces con pericia la aguja con un hilo largo y agradeció que hubiera aún suficiente luz para coser la carne abierta del costado. Faltaba una hora para que el sol se ocultara en el horizonte y respiró hondo antes de comenzar la labor.

Era la segunda vez que sentía esa tierra como suya. La primera vez fue en Aberdeen, meses atrás. La española suspiró y miró el rostro del apuesto joven. Eran muchas las noches que había soñado con el magnífico arquero, con su risa, con su voz… y ahora lo tenía entre sus brazos. Una lágrima bajó por la mejilla de la muchacha y un leve gemido le encogió el corazón. Le limpió la herida abierta con cuirm, a falta de otra cosa y comenzó a coserle, rogándole a la Virgen de la Luz las fuerzas necesarias para salvarle la vida. Ella no era muy devota de rezos, pero reconocía que la letanía de la oración le templaba los nervios y ahora era justo lo que necesitaba. Con el mimo de una madre, comenzó las primeras puntadas que iban uniendo la carne. Una arruga de dolor marcó el entrecejo de Neall, mas siguió su labor con aplomo hasta dejarle cosido completamente el tajo del costado.

—No es para tanto, caraid. Seguro que os habéis visto en peores circunstancias, ¿verdad? —le susurró Leonor como si el capitán fuera a contestarle.

Seguidamente, Leonor cogió el mismo bálsamo que había utilizado anteriormente para la nuca y añadió un ungüento a base de sombrererablo de otro frasco más pequeño para sedar la zona y ayudar a que cicatrizara antes. La española removió bien la mezcla y se mojó dos dedos en ella, remarcando la línea de la costura y verificando los puntos. Sacó de su camisa el suficiente trozo de lino de un jirón para vendarle el costado y evitar que la herida rozase con el cotun manchado de sangre. Cuando el vendaje estuvo lo suficientemente firme, le hizo un nudo y lo reforzó con otra lazada. Leonor sonrió traviesa ante el trabajo bien hecho. Si su vieja yaya Khalida hubiera podido verla estaría muy orgullosa de ella. Por último, la muchacha se pasó el dorso de su mano por la frente y luego por la de Neall, comprobando que no hubiera fiebre. No, no la había. Gracias a Dios.

—¡Cathasaigh, venid con vuestro caballo! —gritó Leonor al escudero mientras se levantaba con cuidado, pues los músculos se le habían quedado entumecidos. Mientras tanto, terminó de guardar en las alforjas los utensilios de la cura—. Ya he acabado.

Cathasaigh cogió las riendas de su dócil palafrén y se acercó. Ante la presencia del otro caballo, Tormenta coceó majestuoso, marcando su espacio, y Leonor le palmeó el lomo para que se tranquilizara mientras añadía un: «Quieto bonito, mi Tormenta… Necesito que os echéis, bonito». El majestuoso caballo árabe pareció entenderla y, tras un sonoro relincho de aprobación, se arrodilló ante su dueña. «Así, precioso, magnífico», le dijo la muchacha con una voz muy dulce y acariciando la cabeza del indómito animal, dócil ahora como un corderito.

—Ayudadme, Cathasaigh, por favor.

Entre la joven y el escudero consiguieron con bastante esfuerzo subir a la grupa a Neall. Leonor no recordaba que fuera tan alto y corpulento. ¡Madre de Dios! Cuando consiguieron que se mantuviera el tiempo justo para no caerse antes de que ella pudiera soltarlo un momento, se subió tras él y tomó los correajes, haciendo de parapeto con su cuerpo. Si por mala fortuna el caballero se caía, no tendría fuerzas para pararle, pues era mucho más fornido de lo que había calculado en un principio. Leonor casi no llegaba a asir con firmeza las riendas y temió que en algún giro del caballo, la arrastrara con él al suelo. Con mucho cuidado, le dijo a la bestia árabe que se pusiera en pie y, con la delicadeza de una pluma, Tormenta se levantó. Leonor suspiró y recuperó el resuello, enjugándose el sudor de la frente por el esfuerzo. Aunque siempre intentaba mostrar seguridad, esta vez no las tenía todas consigo. Lo peor ya había pasado, era cierto. Sin embargo, emprender el camino sorteando miles de muertos y en dirección a un bosque plagado de contratiempos no era el mejor de los destinos, dadas las circunstancias. Eso contando con no tener que salir al galope ante el encontronazo con cualquier partida inglesa que hubiera salido de batida en busca de rehenes escoceses…

Cathasaigh se subió a su corcel con los hatillos del botín y se echó una capa fina de lino negro con el emblema inglés por encima. Si se encontraban a alguien del bando vencedor por el camino, quizás consiguieran hacerle creer que eran seguidores de Balliol. Había sido bastante difícil encontrar una capa que sirviera, no solo porque una de aspecto ajado y sucio hubiera llamado mucho la atención, sino porque habían sido bastante pocos los ingleses caídos en comparación con los escoceses. Cualquier precaución que tomaran por el camino era poca. No podían correr el riesgo de poner en peligro a los pocos barones y caballeros escoceses que habían conseguido salir con vida de Halidon. El escudero miró a Leonor y cabeceó al ver lo difícil que debía resultarle mantenerse encima del caballo y aguantar a un guerrero tan imponente como Neall sin caerse. ¿Cómo podía ser tan testaruda? El muchacho sabía que era incapaz de dar su brazo a torcer y casi con toda seguridad el guerrero no pasaría con vida esa noche. Entonces, ¿para qué tanto esfuerzo? El palafrén de Cathasaigh era demasiado escuálido como para soportar el peso de los dos hombres y Tormenta jamás dejaría que lo montara otro que no fuera su dueña. Él no tenía intención de probarlo, al menos. No desde aquella vez que lo había coceado cuando se había acercado demasiado a la bestia.

El atardecer se volvió cálido y tan rojo como la sangre derramada en el campo de batalla. Las nubes atravesaban el cielo a jirones naranjas como lenguas de fuego. Leonor echó una última ojeada al silencioso campo de batalla antes de tomar el sendero al bosque. Si desolador era ver la masacre al pie de la colina, extenuante sería comprobar los que habían conseguido sobrevivir a la matanza inglesa. Pronto se haría de noche y la media luna quizás no fuera suficiente para que los orientara por el camino. Deberían seguir el rastro de los caballos mientras pudieran, por lo que Cathasaigh emprendió el camino de vuelta al campamento con Tormenta pisándole los talones a escasa distancia.

El caballo árabe fue con un cuidado inusual por el improvisado sendero que los llevaba colina abajo. Cathasaigh se santiguaba cada vez que su caballo pisaba algún cadáver, serpenteados por el camino de huida, pero que habían encontrado su fin antes de lo esperado. Leonor no pudo evitar sonreír por lo supersticioso que era el joven escudero y sujetó bien a Neall por la cintura. Cuando dejaron atrás el olor a muerte, respiraron tranquilos. La brisa del mar dejó paso al olor a musgo. El corazón de la joven dejó de tener ese pellizco que lo unía al estómago en una amarga congoja. Tormenta siguió a buen paso al palafrén del escudero, como si hubiera entendido el temor de su dueña, evitando ramajos bajos o pedregales. El peor trecho del camino ya lo habían pasado al conseguir dejar a sus espaldas una colina de Halidon llena de muertos. Leonor le susurraba palabras dulces de aprobación a la bestia y Tormenta asentía la cabeza con orgullo mientras la joven le acariciaba y revolvía las crines con la punta de los dedos.

La noche iba avanzando y apenas atisbaban más allá de la distancia de sus propios caballos. La luna no era más que una simple mancha blanca a veces, oronda e intermitente entre los frondosos árboles. A Cathasaigh no había sombra que no lo asustara a medida que se iba adentrando en el bosque. Mucho más cuando Neall comenzaba una retahíla ininteligible sin previo aviso. El guerrero deliraba nombrando el cielo, un ángel salvaje y a la mismísima Venus cada vez más a menudo. Leonor se mordía el labio prudentemente para no reírse ante las disparatadas blasfemias que salían de la boca del escocés, pero le preocupaba que fueran los síntomas de un rápido empeoramiento. Lo tenía asido como buenamente podía desde atrás, echado sobre ella, con su cabeza descansando cerca de su hombro y cuello.

Leonor se obligó a memorizar cada rasgo y cada gesto de Neall como en su día había hecho con sus amigos escoceses cuando marcharon a la batalla de Teba. Cuanto más miraba a Neall, más difícil le resultaba apartar la vista del guerrero. Era aún más atractivo de lo que lo recordaba y su corazón comenzó a latir mucho más fuerte cuando sus ojos se posaron en sus tupidas pestañas negras, el perfil de su nariz y las pronunciadas curvas de sus labios. Sin poder evitarlo, pasó la yema de su dedo pulgar por la boca entreabierta de él, dibujando el contorno hasta llegar a su barbilla rasposa, por la incipiente barba y partida en dos. El joven emitió un suspiro, que, de haber podido, lo hubiera guardado entero. No pudo más que darle gracias al cielo por haber llegado a tiempo, pues cada minuto junto a él era un regalo. El trote tranquilo de Tormenta y el aroma que le llegaba de su piel le hizo preguntarse cómo era posible que tras la dura batalla aún se apreciara en él el fresco olor a mirto y romero.

Aunque el peso del guerrero dificultaba enormemente dirigir a Tormenta, Leonor jamás se había sentido más feliz. Rodear entre sus frágiles brazos la robustez de su amplio pecho era la tortura más exquisita y deseable que su mente podía soñar. Su calidez traspasaba el tartan y la camisa de lino que la abrigaban y, de pronto, comenzó a sentirse extrañamente sudorosa y sofocada. Un suave hormigueo le recorría el pecho y se instalaba en sus rodillas. No se trataba del entumecimiento propio de cabalgar y no poder moverse con libertad, sino más bien una sensación nueva e inquietante que hacía que su cuerpo reaccionara húmedo, lánguido, tenso. Leonor se removió inquieta sobre el caballo, pues le incomodaba no poder controlar las reacciones de su cuerpo ante el caballero.

La media luna comenzó a brillar en el cielo azul anaranjado, media sonrisa para los vencedores, sonrisa amarga para los vencidos. Muchos eran los mutilados que iban dejando atrás en el camino, desesperanzados, abatidos, sin otra cosa que regresar a casa con vida, como el mejor de los regalos. Los ojos de Leonor volvieron a quedarse ensimismados en los labios gruesos de Neall… totalmente hechizada. ¿Qué le pasaba con este hombre al que apenas conocía? ¿Y si fuera realmente un traidor como temía Cathasaigh? No, él no era un traidor… «Daría mi vida por sentirme amada por un hombre como él», pensó con la nostalgia de quien aun siendo valorada y querida se siente sola, e instintivamente sujetó a Neall con más fuerza para evitar que se cayera de la grupa, respondiendo el joven con un lastimero quejido de dolor.

—Lo siento… —titubeó la joven a modo de disculpa por haberle asido bruscamente cerca de la herida y del vendaje.

—¿De qué se tendría que disculpar un ángel? —susurró Neall con una voz suave y rota, entreabriendo los ojos por primera vez en horas y dedicándole una débil sonrisa que hizo que el corazón de ella se encogiera de puro placer.

—No soy un ángel… —rio Leonor con una coquetería desconocida para ella hasta entonces.

Pero su risa así se lo confirmó a Neall: ella era un ángel, su ángel.