CAPÍTULO 11 – LA PROMESA

 

Castillo de Blair Atholl, Perthshire (Escocia), 5 de mayo de 1334.

 

Neall estaba fusioso.

—¡Demonios! Solo teníais que acompañarla a donde fuese lejos de estas paredes… ¡Tan difícil era eso, maldita sea! —rugió Neall, sin darse cuenta de lo injusto que estaba siendo reprochándole a Leonor que Elsbeth se hubiera tomado la creciente ola de asaltos tan a la ligera y ella no lo hubiera previsto.

En el fondo sabía que ni él mismo hubiera podido evitar que su hermana hubiera salido a hurtadillas del castillo con la única compañía de un joven e imberbe escudero como Lorcan Mackinnon. Elsbeth siempre había sido un espíritu libre, capaz de liar hasta a su fallecido padre. ¿Qué sentido tenía buscar culpables cuando su hermana había desaparecido? Ni en la villa, ni en los alrededores sabían dar razón de la joven señora ni del escudero. El muchacho solo había dicho a sus padres que ese día acompañaría a la señora a un recado de suma importancia, pero no había referido ni el qué ni a dónde.

Lady Annabella se colocó delante de Leonor, como una madre que lucha por su cachorro más débil, defendiéndola de los gritos y ataques de su hijo menor, pues Sir William Brisbane se había quedado demudado, sin saber qué decisión tomar. Tal vez fuera una tontería el revuelo que estaban todos montando. Elsbeth y Lorcan podían llegar en cualquier momento como si tal cosa y todo quedaría en un pequeño susto. Nada más. Aunque algo en el interior del veterano se revelaba diciéndole que no se engañara, que Elsbeth estaba en peligro. Sin embargo, Neall no entendía nada y mucho menos la actitud de su madre. ¿No era él su hijo? ¿No debería ponerse de su parte y darle la razón? ¿Acaso no era su hija Elsbeth la que se encontraba en paradero desconocido desde hacía más de medio día? El mundo se había vuelto loco, definitivamente.

—¡No volváis a gritar así a Leonor, Neall! Pues ha estado tres días con sus tres noches cuidando a Deirdre de las fiebres, sin descanso. Si hay alguien responsable de que vuestra hermana se haya escapado sin permiso, soy yo misma.

—Pero, màthair

Leonor se sentó a los pies de la mesa de los señores. Estaba cabizbaja, furiosa y desorientada. Tres días, tres malditos días sin subir al castillo y Elsbeth había desaparecido sin dejar rastro fiable de a dónde había ido. No sabía ya dónde buscarla, ni qué camino seguir. Había perdido sus huellas en la ribera del río y solo Dios sabía dónde estarían Elsbeth y Lorcan en esos momentos. Sir William Brisbane estaba tan callado como ella, se acariciaba la barba y dejaba la mirada perdida en las llamas de la chimenea, como si pudiera encontrar las respuestas entre las lenguas voraces de la lumbre. Un par de veces quiso interrumpir, ni él ni Leonor querían que Lady Annabella asumiera la culpa ante su hijo.

Era la primera vez que Leonor no llevaba a término una misión y se sentía morir. Le había defraudado, precisamente a él, a Neall. ¡Maldita sea! Meses esperando noticias suyas y, cuando por fin lo tenía enfrente, no podía decirle otra cosa que su hermana había desaparecido. La congoja le atenazaba el pecho al punto de la asfixia y su mente se negaba a pensar con claridad. No sabía si coger el caballo de nuevo y seguir preguntando por los alrededores, o directamente cabalgar a Moulin, como destino más probable de la escapada. Pero, ¿por qué Elsbeth no la había esperado o confiado en ella? Había algo que se le escapaba de toda lógica.

Se miró las manos, vacías, temblorosas… No podía hacer más de lo que hacía, solo podía intentar poner remedio a la situación. Nada más. Esa misma mañana, Leonor había mandado recado con el hijo menor del herrero al castillo para avisar que llegaría más tarde, al menos hasta que el frío de la noche cediera a la tibieza del sol. La fiebre de Deirdre había empeorado tras dos días a base de remedios para bajarla, y ya no sabía qué hacer. No podía dejar a la buena mujer bañada en sudor, débil y sola. Además, por más tisanas de ulmaria, sauce o cártamo que le había dado, no bajaba un ápice la fiebre... deliraba. Tampoco podía demorar más su regreso a Blair Atholl y ocuparse de sus quehaceres, si no mejoraba, Deirdre sería trasladada al castillo para poder atenderla mejor.

Esa mañana la española había salido muy temprano a cazar para poder hacerle un caldo de ave con lo que evitar la creciente desnutrición de la anciana. En pocos meses, su cuerpo orondo empezaba a marcar cada uno de sus huesos bajo la fina piel… ¿a qué se debía esa fiebre y por qué la buena mujer no mejoraba? Algo debía haber pasado por alto, pero... ¿qué era? Alternando paños calientes con fríos, comenzó a recorrer el cuerpo de la anciana hasta que llegó a un profundo arañazo en el muslo, estaba infectado y supuraba un pus blanquecino y espeso. Al comparar una pierna con otra, vio que la del arañazo doblaba el grosor. ¡Pardiez! ¿Cómo no se había dado cuenta antes?¿Habría llegado tarde? Se entretuvo limpiando con sumo cuidado la herida y un churrete de pútrido pus le salpicó la cara, aguantó estoica el tirón y se limpió los restos con el dorso de la mano. Si no sajaba el resto de la postilla pútrida y la desinfectaba a conciencia, corría el riesgo de que se gangrenara la pierna. No había forma de saberlo, pero apostaba su brazo derecho a que ese debía de ser el origen de la fiebre. No regresó al castillo hasta haberse asegurado de que la anciana sanaría y no corría riesgo de perder la extremidad.

Leonor ocultó su rostro tras sus manos un breve instante, la angustia no la dejaba pensar con claridad. Sabía que no tenía excusa por haberse ausentado de su deber, ni alcanzaría su perdón si a Elsbeth le pasaba algo, pero que alguien la entendiera... ¡Dios bendito! Esa mañana no podía dejar que Deirdre se muriera sin más. ¿Cómo diablos podía saber ella que Elsbeth se iría prácticamente sola sin decir a dónde?

Sir William Brisbane comenzó a dar cortos paseos frente a la chimenea, con las manos enlazadas a la espalda y el entrecejo tan apretado que debía dolerle incluso. No le gustaba que nadie fuera cabeza de turco de la situación. Lo importante era traer de vuelta a Elsbeth lo antes posible y no estar echándose cosas en cara. Tenían que centrarse y tenían que hacerlo pronto. Todos los hombres que había mandado a la villa, a los campos y al río habían vuelto sin ninguna pista del paradero de la melliza. El hombre miró por fin a Leonor, que a duras penas controlaba el llanto al pie de la tarima. Él, mejor que nadie, sabía lo mucho que se había esforzado esos meses por complacer y ayudar a todos. No se merecía ese trato y así se lo haría saber a Neall en cuanto tuviera ocasión y a solas. Fue eso, un simple cruce de miradas, lo que desembocó que el rostro de la española se deshiciera en lágrimas. «Mucho ha aguantado», pensó Sir William Brisbane, que no había conocido mujer más fuerte que ella.

Leonor se dirigió hacia la puerta principal, sin saber muy bien a dónde ir. La coraza que tanto le había costado levantar se desplomaba por segundos. Odió esa tierra y se odió a sí misma. No era infalible, no era más que una mujer y estaba sola, cada vez más sola. Entendía la postura de Neall, su enfado y que no quisiera volver a mirarla a la cara, pero ella enmendaría su error, aunque fuera lo último que hiciera en esta vida. No habría piedra en Escocia que no levantara en busca de su amiga, de su casi hermana, así lo había decidido: por Elsbeth, por Lady Annabella, por Sir Symon y por él, siempre por él. Al salir por la puerta de la torre de homenaje, Leonor tropezó con un recién llegado Ayden, con Erroll y un desconocido caballero que, alarmados por las voces, habían dirigido sus pasos hacia el interior del castillo, seguidos por unos cuantos hombres. Ayden asió por la cintura a Leonor para evitar que cayera al suelo y, al verla llorando, se inquietó. Ella salió de todos modos hacia el exterior, zafándose a trompicones del abrazo.

—¿Qué ocurre aquí? —bramó el mellizo, sin saber a qué venían esas caras tan largas. «¡Menuda bienvenida después de tantos meses!», había pensado nada más llegar y ver que nadie salía a su encuentro, ni siquiera su madre o su hermana.

—Elsbeth se ha marchado de madrugada a solo Dios sabe dónde, con ni más ni menos que Lorcan Mackinnon como única escolta y aún no han vuelto. Creemos que han podido ir a Moulin y, aunque sea ese el destino más probable, después de haber comprobado los alrededores, ni siquiera es seguro —le espetó contrariado Neall con amargura y con toda la calma de la que pudo echar mano.

Ayden miró a su madre para averiguar si lo que decía su hermano era cierto, o estaban tratando de gastarle algún tipo de broma. Su madre asintió.

Màthair, ¿cómo habéis consentido que cometa tal locura? ¡Deberíais haberlo impedido!

—¡A nadie le dijo lo que pensaba hacer esta vez! —aseguró acongojada Lady Annabella, sin querer que pareciera una pobre excusa—. Desde las dos últimas misivas de Neall, estaba muy nerviosa y temía por vuestra integridad. Justamente, la noche anterior acababa de irse vuestro tío William camino a sus tierras, nada hacía sospechar que…

—¿Qué dos misivas? —la interrumpió Ayden sin cortapisas y con un enojo creciente. Se acercó a su madre y la cogió por el antebrazo, sin mayor ánimo que el de enterarse adecuadamente—. Ruego que os expliquéis mejor, màthair, porque, aunque nos reprendáis por no haberos mandado nuevas en estos seis meses, ni mi hermano Neall ni yo os hemos escrito desde París o desde Londres.

—Las cartas que… —Lady Annabella se asió al brazo de Neall, algo mareada.

El joven Murray le sirvió una copa con agua. Ambos hermanos hicieron un rápido cruce de miradas, mientras Ayden comenzó a decir:

Màthair, el rey Eduardo nos encomendó una misión especial en tierras galas a la que no nos pudimos negar. Desde la batalla de Halidon, nos tiene en su punto de mira y cualquier carta, mensaje o simple nota podría haber sido malinterpretada como un intento camuflado de poner en sobre-aviso a los insurrectos del norte o a sus simpatizantes en la corte escocesa en el exilio. Sabemos que Sir Kenion Strathbogie tiene hombres apostados y vigilando Blair Atholl, no habría perdido la oportunidad de calificarnos como traidores con o sin pruebas. De todos modos, no creo que tarde en argüirlas de alguna manera el muy malnacido.

Finalmente, Lady Annabella tuvo que sentarse con el rostro lívido como la leche.

—Ayden, mac, no puede ser. Yo misma vi el lacre del clan. No podía ser de otro que vuestro. De la familia, solo saben leer Elsbeth y Leonor. Sir William Brisbane prefirió dar intimidad a lo que podríais llegar a decirle a vuestra hermana, pues, al fin y al cabo, no iban dirigidas a mi persona ninguna de las dos misivas.

—¿Alguien más ha visto esas cartas? ¿Leonor, quizás? —quiso saber Neall, interrumpiendo el diálogo de Ayden con su madre.

—No lo creo. Con la llegada de la primera misiva, ambas mantuvieron una acalorada discusión. Leonor prefería no saber… —al darse cuenta de la presencia del joven Stewart, la señora dejó la conversación a medias para saludarlo—. ¡Oh, Sir Darren, querido! No me había dado cuenta de vuestra presencia. Excusadme, por favor.

Sir Darren Stewart saludó besando la mano de Lady Annabella Irwyn. La familia Stewart siempre sería muy bien recibida por los Murray, casi habían sido familia, ya que Elsbeth había estado prometida con el hermano mayor del joven caballero, Sir James. El guerrero era un año mayor que Neall y tenía el mismo rostro de no enterarse de nada de Erroll. Ambos no daban crédito a la historia, pues parecía sacada de la imaginación de un bardo macabro. Sir Darren tardó unos minutos en encajar lo que estaban hablando: la que prácticamente había sido su cuñada… ¿desaparecida?

Neall se puso en guardia, entendiendo perfectamente lo que su madre había querido decir y obviar, observando distraído la breve conversación de bienvenida hacia su amigo de la adolescencia Darren. Era una suerte haberlo encontrado camino a Edinburgh, pues hacía poco más de dos años que no sabía nada ni de él ni de su hermana Leena. Muchas noches, durante esos seis meses fuera del hogar, había recordado los viejos tiempos, cuando Sir Darren, Erroll y él estaban bajo la tutela de Sir William Brisbane. Tiempos tan felices como duros, difíciles de olvidar. «Leonor prefería no saber…». La voz de su madre volvió a él como un hachazo mal dado por no haber sido definitivo. «Leonor prefería no saber... nada de él», concluyó sintiendo un dolor fino y profundo que le atravesaba el corazón.

Durante las semanas siguientes a Samhuinn, la española lo había dejado muy claro con su negativa a seguir viviendo dentro del castillo, con los turnos que había elaborado para custodiar a Elsbeth y los quiebros que hacía cada vez que se cruzaban en el salón o en los pasillos. Neall maldijo para sí. Él nunca había querido complicarse la vida con mujeres y ahí estaba, bebiendo los vientos por ella sin remedio y doliéndole la indiferencia de Leonor más que nada en el mundo. ¿No era eso lo que ambos habían acordado? Pese a todo, el corazón se le encogió de solo pensarlo… olvidarla… Él no lo había conseguido. A pesar de todo el tiempo que había pasado sin verla, su cuerpo seguía sin responderle a las órdenes que le dictaba la razón cuando ella estaba cerca. Para colmo, nada más llegar, la había visto corriendo de un lado para otro por el patio de armas, con su hermoso pelo ondeando al viento, aún más bella que la última vez que la había visto meses antes, como si eso fuera posible. Sin embargo, recordó que sus gestos le habían parecido desesperados y titubeantes, como si realmente no supiera a dónde acudir primero y eso lo había desconcertado. Esa actitud no era propia de ella.

Por otro lado, nadie había dado aviso de su llegada desde las almenas. ¿Cómo era posible? ¿Acaso Sir William Brisbane no había establecido turnos de guardia para custodiar el castillo? Imposible, seguramente se debía a la inexperiencia de los muchachos a su cargo, prácticamente niños, que se habrían ausentado de sus puestos de guardia. Jóvenes u hombres, eso no podía tolerarse. El castillo jamás podía quedarse sin custodia, de ello dependía su salvaguarda, como Laird, Ayden tendría que tener unas palabras con ellos más tarde. Apenas habían pasado todos los guerreros por la puerta del rastrillo, cuando Neall se percató de la figura de Sir William Brisbane saliendo de los establos con las herramientas propias de herrar un caballo y visiblemente fatigado. El que había sido su tutor durante tantos años parecía cansado y ceñudo, dando órdenes a unos muchachos que venían agotados de la carrera desde la villa y pasándose las manos por el rostro con desesperación al recibir la negativa rotunda de sus cabezas sudorosas. Algo grave tenía en ascuas a su maestro, podía intuirlo... pero, ¿el qué?

Fue entonces cuando los ojos de la española se fundieron con los de Neall por unos segundos, uno de esos segundos mágicos por los que darías tu vida para que el reloj de arena de Cronos no siguiera corriendo inexorable. El joven capitán pudo apreciar el terror y a la vez el alivio en ellos al verlo, sin importar nada ni nadie más, Leonor corrió hacia él y se puso a los pies de Rayo. El caballo, al reconocerla, le dio un bufido en la cara que hizo que le apartara el pelo hacia atrás, respondiéndole ella con una palmadita cariñosa en el hocico y una media sonrisa. Su caballo de guerra convertido en un tierno corderito... ¡quién se lo hubiera dicho! Neall notó como la joven temblaba y titubeaba ganando tiempo, como si temiera enfrentarse a su mirada esta vez. Tuvo el impulso de subirla a la grupa y huir con ella tan lejos como pudiera, sin mirar atrás para tranquilizarla de aquello que la tuviera tan fuera de sí, pero se contuvo y la observó desde lo alto de Rayo. «Algo va mal», pensó Neall, sin descabalgar todavía y con un angustia creciente. «¿Qué ocurre?», le preguntó en silencio, mirándola hipnotizado por sus seductores rasgos. Seis meses no habían sido suficientes para olvidarla, desde luego. ¿Cómo conseguiría quitarse esa aprehensión de las entrañas?

Leonor comenzó a hablarle atropelladamente, muy nerviosa... pero, ¿qué le decía? Algo sobre su hermana… Neall se obligó a sí mismo a escucharla con atención, mas cuando llegó a entenderla, su cuerpo reaccionó muy distinto a como su mente habría querido. Se bajó de un salto de Rayo, haciendo que Leonor tuviera que apartarse para no caer al suelo, la cogió de los hombros y la zarandeó con crudeza. ¿Qué estaba diciendo? No podía ser verdad. La fulminó con la mirada, mientras entreabría la boca desesperado por besarla y sus dedos se clavaban en su piel como si quisieran echar raíces en ella… el contacto suave y aromático de la española le invadió en una oleada de lujuria jamás sentida anteriormente, ni siquiera en la cascada o en el río. ¡Maldición si era momento para esto! Su erección le hacía temblar como a un imberbe en su primer contacto con una mujer y se sintió estúpido por su reacción básica y primitiva. Se apartó de ella con brusquedad, asqueado, intentando encontrar la compostura. También se echó hacia atrás el cabello, desesperado, mientras buscaba cualquier cosa que alejara a Leonor de su pensamiento. ¡Nada! Neall respiró hondo entre cortos jadeos, haciendo tiempo para no gritar angustiado por todo y nada en particular.

—¿Cómo que mi hermana ha desaparecido?

 

Así había empezado todo esa maldita mañana, lo que debía haber sido una grata sorpresa se había convertido en un infame desasosiego.

Uno de sus hombres llegó corriendo a su lado y le susurró, sacándolo de su ensimismamiento:

—Lorcan, caiptean.

—¿Dónde?

—En el patio, mo caiptean.

—¿Y Elsbeth?

El hombre negó con la cabeza y Neall, desesperado, hizo a un lado a su amigo Sir Darren y salió a grandes zancadas del salón. Lo siguieron todos. Ayden seguía sondeando a Sir William Brisbane para ver si había algo que se les pudiera haber pasado por alto.

En el patio de armas, Leonor interrogaba a Lorcan, mientras le ayudaba a bajarse del caballo o más bien lo bajaba como si se tratase de un saco de harina. El muchacho tenía la cara destrozada a golpes y el cuerpo lleno de moratones. «Pobre niño, ¿qué salvaje le ha podido hacer esto?», pensaba la joven temiendo por la integridad de su amiga. Leonor recordó la cara de Cathasaigh y sintió cómo se le desgarraban el alma por dentro.

—¿Dónde está Milady, Lorcan? ¡Decídmelo por Dios!

Pero el muchacho apenas podía abrir la boca hinchada por los golpes. Neall llegó a su altura, apartó sin miramientos a Leonor y cogió al escudero, pero al ver su lamentable estado lo soltó de sopetón. No era más que un niño, quien le hubiera hecho eso, podría haberle hecho cualquier cosa a su hermana. El reverendo Patrick no hacía más que santiguarse y echar agua bendita al pequeño grupo allí reunido, regañando a Neall por los exabruptos que echaba por la boca. Una sola mirada del joven capitán hizo callar al cura, que se fue rezando por lo bajo a los pies de la muralla, seguido de su fiel monaguillo. ¡Maldita sea! Lorcan estaba a punto de desmayarse y él andaba como un manojo de nervios, dando continuos y repetidos paseos cortos de vez en cuando, a los que acompañaba con gruñidos y aspavientos de desesperación. ¿Qué iban a hacer? ¿Por dónde iban a empezar? ¡Una pista, demonios!

Ayden se hizo un hueco al lado de Leonor, se arrodilló ante Lorcan y ayudó a la española a darle un poco de agua. Cuanto menos se acercara el desbocado temperamento de Neall al escudero por ahora, mejor que mejor.

—Por favor, Lorcan, ¿dónde está la señora Elsbeth?

—Se-se… la han lle-lleva-vado.

Neall se acercó a una distancia prudente, con los brazos cruzados frente al pecho y los labios formando una dura línea cerrada para evitar interrumpirlos.

—¿Quién se la ha llevado, Lorcan? —preguntó Ayden con el mismo tono sosegado de Leonor.

—Sir Ke-keni-on, mo-mo Laird.

—¡Mac na galla16! —soltó Neall sin poder contenerse y apretando los puños con tal fuerza que perdieron el color, crujiéndoles cada una de sus articulaciones.

—¿A dónde se la ha llevado, Lorcan? —repitió Leonor, mientras le pasaba un paño húmedo por las magulladuras de las sienes y para quitarle los restos de sangre reseca de la comisura de la boca.

Los ojos de Lorcan miraron a Leonor aterrorizados.

—Ya-ya no la-la tie-ne.

Leonor clavó las rodillas en el suelo, las puntas de sus cabellos rozaban el suelo y la barbilla se apretaba contra su esternón mientras tensaba la mandíbula y agarrotaba los dedos por la tensión en sus muslos. Su rostro marcaba los churretes dejados por las lágrimas ya secas y le temblaba el mentón, a la vez que expiraba fuertemente por la nariz. Todos se temieron lo peor y solo la joven pudo dar voz al pensamiento.

—¿Cómo es eso, Lorcan? —le preguntó Leonor con un hálito, apenas un audible susurro.

—Lo-lo vi irse con-con sus hombres de Moulin. No-no llevaba a la-la señora ya con él.

Ella se levantó desesperanzada y buscó la reacción de Lady Annabella. Ese sin duda era un duro golpe que no sabía cómo podría soportar. Los labios de Milady eran una fina línea dura como la del menor de sus hijos y sus ojos no le cabían en las órbitas del puro horror. Asimismo, se llevaba fuertemente la mano a la garganta como si le faltara el aire y Leonor corrió hacia ella cuando previó que iba a desfallecer.

—¡Neall! ¡Neall! —exclamó gritándole Leonor, mientras sujetaba el cuerpo yerto de su madre.

Neall la cogió de los brazos de la joven y la miró por primera vez en ese día con preocupación, no con lujuria o deseo, ni con reprobación u odio, solo con preocupación. La cara de Leonor mostraba el cansancio de los pasados días, pero ahí permanecía, estoica como el mástil mayor de un birlinn.

Ayden dio unas cuantas órdenes a sus hombres para prepararse y partir de inmediato, mientras Neall llevaba a su madre a su habitación en el interior de la torre. Deirdre acababa de llegar montada en un poni al saber de la terrible noticia y tuvo una breve discusión con Leonor, que le pedía fervientemente que regresara a su cabaña y descansara, mientras comprobaba aliviada que no tenía nada de fiebre y que el color había vuelto a las mejillas de la anciana. Su sobrino Oissian la ayudó a bajar del poni, cojeando, pero visiblemente mejor. No sin esfuerzo, se dirigió al interior del castillo apoyada en la española. Quizás no fuera descabellado que Milady y ella se hicieran mutua compañía, pensó la muchacha al despedirse con un beso y dejarla en la puerta de la habitación de Milady, corriendo hacia el patio de armas de nuevo. Ambas mujeres podrían consolarse y reconfortarse juntas.

Al verla entrar en la habitación cojeando, Neall se acercó a la anciana y le acarició la cara con ternura, mientras la ayudaba a sentarse en un mullido sillón cerca de la cama de su madre. Por primera vez en años, ninguno de los dos sabía muy bien qué decir, pero se obligó a ser él quien rompiera esa pared de hielo que se había levantado entre ellos. Acomodó los almohadones de su madre y le preguntó un «¿estáis bien?».

—Gracias a Leonor sigo viva, mo maighstir, y lo siento.

—No digáis eso, Deirdre…

—Si no se hubiera entretenido en curarme estos días, y en especial hoy, se habría encontrado en el camino con Elsbeth y…

—Y quizá en este momento estaríamos lamentando algo más que la desaparición de mi hermana.

Lady Annabella seguía sin abrir los ojos, como muerta. Deirdre la cogió de la mano y asintió a Neall, a la vez que daba un hondo hipido y se echaba a llorar con amargura. Sir Kenion Strathbogie era la reencarnación del demonio. Se persignó. Neall nunca había visto llorar a la vieja tata y le conmovió tanto que la abrazó con fuerza. Cuando se cercioró que ambas mujeres estaban bien, regresó al patio de armas, donde un grupo numeroso de hombres estaba a caballo y, entre ellos, se encontraba montada Leonor sobre Tormenta. Neall no quería que Leonor les acompañara, no porque aún anduviera resentido con ella, que lo estaba, sino porque no sabía lo que se encontrarían al llegar a Moulin o si encontrarían algo siquiera. Se acercó a ella y le espetó:

—Bajad del caballo Leonor, no venís.

—No.

—No me desafiéis, caileag. Os quedaréis aquí y no hay nada más que hablar.

Antes de que volviera a protestar, Ayden se acercó a ella con su enorme caballo y, por lo bajo, le habló con temple, montura con montura. Leonor agachó la cabeza, apretó los labios y dos grandes lágrimas surcaron sus mejillas, se tapó la cara con ambas manos y sollozó. Sin mirar a ninguno de los hombres por más tiempo y enjugándose las lágrimas, bajó de Tormenta de un salto y lo guio por las riendas al establo sin mirar atrás.

Neall no daba crédito a lo que estaba viendo, los demás guerreros tampoco. Una Leonor sumisa y derrotada se alejaba del grupo sin rechistar. ¿Se había vuelto el mundo loco, o simplemente se había vuelto todo del revés? ¿Dónde estaba el ímpetu que la caracterizaba? Estos meses no solo le habían pasado factura a él, pero deseaba fervientemente poder cambiar la mala relación que había germinado como la mala hierba entre ellos. Aunque todo hubiera empezado condenadamente mal, había llegado decidido a enmendar la situación. Sentimientos encontrados lo asolaron por dentro, por un lado, no quería que desafiara una orden suya delante de sus hombres y, por otro, no reconocía a la muchacha que había bajado del caballo con la cabeza gacha. Si algo le ponía a mil de Leonor, además de lo que a simple vista podían apreciar todos, eran los continuos dimes y diretes que se traían entre manos. Añoraba tener una conversación distendida y sin reproches con ella más que nada en el mundo. En esos seis meses la había extrañado como si ya fuese parte de su vida y de su alma. Mas la vida de Elsbeth corría peligro, no había tiempo para pensar en ellos. «Elsbeth os he fallado. Aguantad, leannan», susurró al montarse en Rayo. Hasta que no dejaron atrás la muralla, no le preguntó a su hermano algo ofendido, a la par que sorprendido:

—¿Puedo saber qué le habéis dicho a Leonor para que se quedara en el castillo, Ayden?

—Que es la única persona a la que le confiaría el bienestar de nuestra madre.

Ayden sabía que esa respuesta escocería a su hermano más que si le hubieran echado sal en una herida abierta, pero era del todo necesario que se diera cuenta del mal talante con el que había afrontado el rapto de Elsbeth. ¿De verdad creía que las jóvenes hubieran tenido alguna opción ante semejante sátiro? Si Sir Kenion Strathbogie había decidido vengarse de alguna manera de las continuas negativas de su hermana a ser su esposa, ni siquiera ellos habrían podido impedirlo. No podían tenerla custodiada día y noche. Leonor no podía hacer más de lo que ya había hecho por su familia, por su clan.

—Entiendo —respondió Neall con tristeza y, tomando las riendas del caballo.

El joven capitán se alineó en el flanco izquierdo, mientras maldecía que no se le hubiera ocurrido a él el uso del chantaje emocional y no el del ataque directo, que tan malos resultados le daba siempre. Ayden le había dado a Leonor la seguridad que él le había quitado. En el fondo de su corazón sabía que Leonor no habría podido hacer nada ante la intención de marcharse de su hermana, que la joven había recurrido a él, y solo a él, nada más llegar para contarle lo que había sucedido, e incluso, que fue su nombre el que brotó de su boca, cuando se desmayó su madre. Sabía que tenía que enfrentarse a lo que su corazón demandaba y deseó que no fuera demasiado tarde. El desasosiego lo acompañó todo el camino a medida que se acercaban a la villa y ni siquiera Erroll consiguió una palabra suya, por más que intentaba iniciar una conversación que paliara la creciente tensión.

Llegaron a Moulin a media tarde, la villa estaba prácticamente desierta y los pocos lugareños con los que se cruzaban, se metían rápidamente en sus hogares y atrancaban las puertas. Realmente debían de dar muy mala impresión con sus estandartes y armados hasta los dientes, con sus largas barbas, sus ojos inyectados en sangre y sus corazones implorando justicia.

Lorcan señaló el lugar donde había visto por última vez a Sir Kenion Strathbogie. Gracias a Dios, los secuaces del malnacido debían haber dado por muerto al escudero, de ahí que nadie se hubiera cerciorado de que el cuerpo del muchacho ya no estaba donde lo habían apaleado y que, con un esfuerzo sobrehumano, había sido capaz de reconstruir a la inversa los pasos al callejón. Alex Mackenzie abrió de una patada la portezuela de la casona señalada por un aldeano que aseguraba haber visto a una joven con esa descripción, pero ya no había nadie. Los restos de haber habitado recientemente el lugar eran visibles a simple vista y el hedor echó para atrás a más de un hombre a cargo de la inspección del sitio. Elsbeth no estaba allí, pero mientras no hallaran su cuerpo, ni Ayden ni Neall perderían la esperanza de encontrarla con vida. Por mucho que preguntaron entre los habitantes de Moulin, nadie pudo dar más información fiable sobre el paradero de Sir Strathbogie ni de sus secuaces, ni tan siquiera de las personas que habían morado en esa casa. Era como si hubieran huido a Inglaterra, o se los hubiera tragado la tierra, así sin más. Tal suerte no tendrían.

Preguntando ya por los alrededores, consiguieron que unos aldeanos les dieran varias pistas sobre los forasteros que habían vivido en esa casa y el camino que habían tomado al marchar. Cada una pintaba peor que la anterior, pues todo apuntaba a unos piratas de las islas del norte que estaban haciéndose de una inmensa fortuna gracias a la extorsión, secuestro de vírgenes y subastas ilegales de mujeres. Derrotados, pero con una remota esperanza de encontrarla aún viva, volvieron a Blair Atholl. Esos malnacidos les llevaban un día de ventaja, pero los alcanzarían, hasta Dios podía darlo por hecho.

Las monturas tendrían que descansar durante la noche si querían partir a la mañana siguiente camino a Kilmarnock. Hacía frío bien entrada la tarde y una extraña neblina baja adornaba todo. Cuando los guerreros cruzaron el portón principal de Blair Atholl, Leonor bajó los escalones de las almenas contiguas al minarete del rastrillo de tres en tres para recibirlos en el patio de armas. Observó con preocupación cómo pasaban uno a uno todos los guerreros con sus caballos por la puerta, pero en ninguno de ellos iba Elsbeth. Los hombres estaban exhaustos, derrotados y hundidos. Neall se había quedado el último, como solía hacer siempre, cuidando la retaguardia y sin sorprenderse de verla allí de pie. La joven tenía la mirada perdida, con el pelo ondeando como un estandarte y ataviada con un vestido verde oscuro casi negro, que le confería un aire siniestro de bean sìth. Sir Darren Stewart bajó del caballo y se acercó a ella, apenas la conocía en persona, pero Erroll le había puesto al día de los pormenores de vuelta a las tierras de los Murray. Cuando la tuvo frente a sí, se dio cuenta de que Leonor tenía los ojos aún llorosos y se abrazaba a la cintura con fuerza, como si eso impidiera que cayese en la esponjosa bruma de alrededor. El caballero le habló, con la misma dulzura con la que siempre había hablado a su hermana Leena, y la joven fijó sus enormes ojos pardos en él, a la vez que apretaba los labios conteniendo un mohín lastimero.

Mo baintighearna, no ha habido suerte…

Leonor gimió como un perrillo al que acaban de darle una patada para que se apartase de su camino, llevándose la mano a la boca en un intento fallido de ahogarlo. La muchacha se dio la vuelta y, sin dejarlo terminar de hablar, se dirigió hacia el interior del castillo. Erroll pasó al lado de Sir Darren y le comentó:

—No se lo toméis en cuenta. No conoceréis mujer como ella, creedme.

—De eso estoy seguro —dijo el caballero, dándole inevitablemente un repaso al redondeado trasero de la joven mientras se alejaba.

Neall no supo si debería intervenir en la conversación. Al fin y al cabo, lo que había dicho Erroll era un cumplido hacia Leonor, nada de bagatelas, lo que podría calificarse como una verdad como un templo. Leonor era una entre un millón y él la había visto primero. No pasó por alto la mirada carnal de Sir Darren, por lo que deseó con más ahínco aún, coger a Leonor por la cintura y hacerles ver a todos a quién pertenecía. ¿Y a quién pertenecía? Porque en realidad, Leonor había dejado claro en más de una ocasión, que seguiría libre de ataduras y que jamás sería de ningún hombre, además, después de todo lo que había pasado entre ellos… ¡diablos! Lo que hubiera dado por haber sido lo suficientemente valiente la noche de Samhuinn para haberle dicho lo hermosa que estaba y lo mucho que le apetecía que compartieran el lecho hasta el fin de sus días. También lo necio que había sido llevado por los celos y el sinsentido por una carta de la que ni siquiera sabía el remitente. Cuando al cabo de unos días había llegado a sus oídos por casualidad que, la carta que le había llegado a Leonor, era de su padre, se sintió morir. «Tonto, tonto, más que tonto», se había gritado a sí mismo mientras se destrozaba los nudillos en la pared de piedra. Pero por más que lo intentó durante semanas, Leonor no se dignó a oír sus ruegos y Neall tuvo que marcharse a la llamada del rey sin poder aclarar la situación con ella. Seis meses, seis largos meses sin tener noticias de Leonor, habría consumido a cualquiera.

Aun sin ganas, los guerreros fueron entrando para la cena. Tenían que reponer fuerzas para el largo viaje que les esperaba a la mañana siguiente. De haber podido, habrían elegido ir a la guerra en vez de a una misión de rescate de la señora, al menos sabrían realmente a quiénes se estarían enfrentando.

 

Lady Annabella estaba más repuesta del vahído del día anterior. La señora quiso asistir y sentirse arropada por los suyos en momentos tan difíciles. Deirdre la vigilaba de cerca, por si volvía a encontrarse indispuesta, o necesitaba sus sales. La vieja tata estaba sentada a su lado en la mesa principal, algo incómoda por no estar metida en faena sirviendo mesas como siempre, pero descansada porque así la pierna no le dolía lo más mínimo. La anciana le confesó a Ayden en voz baja que Leonor le había dado una infusión a Milady para templar los nervios y que consiguiera descansar unas horas al menos. Ayden miró de reojo a la joven, que no conversaba con nadie y no había tomado bocado, pues su plato permanecía intacto.

—Sin embargo, a mí me preocupa ella —dijo ladeando un poco la cabeza en dirección a Leonor— y por ende mi hermano, Deirdre. Si algo le pasara a Elsbeth…

—No penséis en eso, mo Laird. Llegaréis a tiempo y pronto volveré a tener a ese rayo de sol dando luz en esta estancia y a ese malnacido de Sir Kenion pagando por su eterna maldad.

La vieja tata se levantó con cuidado y retiró su bandeja. La herida parecía cicatrizar bien, pero la hacía cojear en el momento que ponía el pie izquierdo en el suelo. Reinaba un murmullo apagado en el gran salón, una desoladora tristeza que inevitablemente recordaba a la trágica muerte del señor Alastair Murray cinco años atrás. Los hombres preferían no hablar del tema por respeto a Milady y a sus capitanes, pero había muchas posibilidades de que no volvieran a ver a la joven señora y eso les entristecía profundamente. Erroll cogió su plato seguido de Sir Darren y se sentaron a cada lado de Leonor, pero la muchacha no se inmutó.

Desde el estrado, Ayden y Neall habían comenzado a debatir sobre la mejor ruta a seguir hacia Kilmarnock, mientras Lady Annabella removía incesante el caldo que le había puesto hacía una hora Deirdre sin apenas probarlo. Neall miraba a Leonor de soslayo y se sentía confuso ante la nueva actitud de la joven, pues no reconocía al espectro sin vida en el que se había convertido. ¿Y si era por su culpa? ¡Demonios! Los remordimientos no dejaban que Neall se concentrara al cien por cien en lo que le decía su hermano. Era demasiado evidente que la española se apagaba en cuestión de minutos, como si la candente parafina estuviera consumiendo la mecha de una vela al rodearla.

Leonor no prestaba atención a nada de lo que le comentaban a su alrededor y, de repente, como impulsada por un resorte invisible, se puso en pie con los puños apoyados en la mesa y la mirada perdida en el tapiz de enfrente. Erroll envolvió con su mano el puño de la joven y le acarició con el dedo pulgar su pequeña mano que, en comparación con la del guerrero irlandés, parecía la de una muñeca. Leonor, al sentir el contacto, miró al joven y apuesto guerrero rubio a la vez que se mordía el labio inferior con fuerza. Sus ojos se volvieron vidriosos e intentó decir algo, pero las palabras se ahogaron en su garganta.

—Yo…

—Habéis cuidado muy bien del castillo y de Elsbeth, Leonor. Sir William Brisbane nos ha relatado vuestra encomiable labor y no tenéis nada que reprocharos, bancharaid. Ni nosotros mismos podríamos siquiera insinuarlo, sin faltar a la verdad. Elsbeth no estaba prisionera en Blair Atholl, ni había confiado a nadie las amenazas de Sir Kenion Strathbogie —aludiendo a la nota que habían encontrado bajo la almohada de la melliza esa misma tarde al buscar alguna pista en su habitación—. No podíais saber nada, Leonor. ¿Lo entendéis? Sir Strathbogie es un viejo zorro, la tenía amenazada y ha jugado con los buenos sentimientos de Milady para perpetrar su horrible acción. Si hubierais estado allí… solo Dios sabe qué suerte habríais corrido también. No nos habéis defraudado, mo baintighearna, de verdad.

Leonor instintivamente miró a Neall y sus miradas se encontraron. Él se inquietó ante su mirada de reproche, desde su lugar en la mesa principal no podía oír lo que hablaban, pero el gesto de Erroll y la actitud de ella le perturbaban más de lo que quería reconocer. La familiaridad de su amigo con la mujer que amaba le disgustó por el hecho de no ser él quien le brindara ese consuelo. Sus grandes ojos oscuros parecían estar leyéndole el alma, pero el alma nunca ha sido tan trasparente y la muchacha terminó por desviar la mirada como si le quemara por dentro.

—Temo deciros que hay alguien que no está de acuerdo con lo que decís, caraid —dijo ella, clavando los ojos por un momento en la mesa, a la vez que retiraba lentamente su taburete para abrirse paso y salir hacia el patio central.

Erroll fulminó a Neall, solo hizo falta una mirada para decirle que saliera afuera a enmendar su error. ¡Ahora! Y él, sin dudarlo, dejó a su hermano con la palabra en la boca y abandonó el salón a grandes pasos y tras los de ella. Ayden lo llamó contrariado por el desaire, pero Neall ni lo escuchó, ni se paró a interesarse siquiera. El mellizo miró entonces a Erroll y a Sir Darren en busca de respuestas. El primero asintió para que se calmara y le diera tiempo a su hermano pequeño, el segundo le hizo un gesto para que compartieran juntos mesa y así poder contarle los pormenores. Ayden dejó a su madre en compañía de Sir William Brisbane y se acercó a la mesa de sus amigos para saber más. Cogió el taburete, que hasta ese momento había sido de Leonor, y ocupó su lugar en la mesa, entre los hombres leales a su hermano.

—Leonor se siente culpable por lo que ha pasado, Ayden. No la conozco lo suficiente como para predecir qué va a hacer, pero temo que haga una locura si vuestro hermano no es capaz de hacerla entrar en razón —templó Erroll, mientras jugueteaba con el cuchillo y una pieza de fruta.

—¿A qué os referís?

—No lo sé, tengo una corazonada. Cuando al llegar mencionamos la posibilidad de que vuestra hermana hubiera sido vendida a una caravana de mujeres, su expresión cambió del odio al miedo en segundos.

—Sí, es cierto. Yo también me di cuenta. Me temo que Sir Symon Lockhart y Sir William Keith no nos terminaron de contar del todo la historia, o al menos la parte más confidencial de la misma —Y la única que la sabía, aparte de la interesada, era su hermana... ¡demonios!

—Lo siento, càraidean —interrumpió Sir Darren—, pero no me estoy enterando de nada.

Ayden y Erroll le resumieron cómo y por qué Leonor había llegado a Escocia y su particular relación con Sir Symon Lockhart, sin entrar en demasiados detalles. Sir Darren no cabía en sí del asombro.

 

La noche era un manto negro tildado de estrellas y coronado por la tímida sonrisa de la luna. Las antorchas reflejaban siluetas fantasmagóricas sobre la muralla y la armería. No había ni un alma, al menos viva, que rondara el patio de armas. El guardia preguntó un «¿quién va?» desde las almenas y Neall respondió con el gañido del halcón. El soldado siguió su ronda sin hacer más preguntas. A su vez el capitán buscó a Leonor, pero no sabía dónde podía haberse metido hasta que descubrió su silueta agazapada en las almenas de la muralla, justo en el lugar donde la había conocido su madre por primera vez. Se aproximó con sigilo hacia el lugar, pues no quería darle tiempo a que saliera huyendo y la engullera ni la neblina ni las perturbadoras sombras antes de darle alcance. Leonor estaba sentada en la U de la almena güelfa, con los brazos aferrados a sus piernas y la cara hundida en ellas. No lo había oído llegar y a Neall le pareció que sollozaba. En el momento que notó su presencia, la española se limpió las lágrimas con el dorso de la mano disimuladamente y se puso en pie frente a él, esperando la perorata con la cabeza gacha.

—Quería disculparme por mi reacción de esta mañana… —comenzó a decir titubeante Neall, al que le fastidiaba sobremanera estar prácticamente a oscuras, con la vaga iluminación de un par de antorchas situadas a bastante distancia.

—No tenéis por qué. Sé muy bien que os he fallado a vos y también a Sir Symon —intentó decir Leonor con el mayor aplomo posible y aguantando un hipido de haber llorado.

—No, no es cierto… esta mañana hablé sin pensar. Es algo que me ocurre con demasiada frecuencia cuando estáis cerca —confesó con un leve tono de ironía en la voz, mientras se apoyaba en la almena con ambas manos y le daba parcialmente la espalda.

—No entiendo qué queréis decir, mo maighstir.

Ni él mismo lo sabía... ¡como para poder explicárselo! ¿Qué podía decirle? ¿Qué la amaba desde el día que tuvo que correr como un loco por el bosque tras ella hasta las Bullers de Buchan? La había echado tanto de menos esos seis meses que le dolía recordarlo. Sus pensamientos se iban con ella, su cuerpo se excitaba solo con cerrar los ojos y verla.... si eso no era el amor al que le cantaban los bardos, se le parecía mucho. Neall sintió pavor al darse cuenta de la razón que tenían su hermano y Erroll. Si ella hubiera acompañado a Elsbeth en su locura, lo más probable era que hubieran sido vendidas las dos a los piratas, o que Leonor hubiera luchado hasta el final antes que rendirse. Creyó morir, ante tal angustia, la atrajo hacia su pecho y la abrazó para fundirla en su piel. Si Leonor se sorprendió por el gesto, no dijo nada, más bien se dejó hacer, necesitada más que nunca de su confortable abrazo. La joven acopló su rostro entre los duros pectorales del capitán durante unos minutos, en silencio, porque en ese momento no importaba otra cosa más que escuchar el acelerado latido de su corazón.

Neall se fue relajando poco a poco con la ternura de tenerla entre sus brazos. No había olvidado su exótico olor a flores y le acarició con mimo el pelo, mientras el otro brazo la seguía aferrando a él desde los hombros a la cintura en diagonal. De vez en cuando, a Leonor se le seguía escapando algún pequeño hipido de haber llorado, mezclado con un suspiro de entre los labios. La muchacha pensó que había recibido muchos abrazos en su vida, pero que ninguno podía compararse con ese. Era el abrazo por definición, el que cualquier persona desearía tener cuando uno se siente completamente roto por dentro. Podía escuchar el rápido latido del corazón de Neall, su respiración, su cuerpo acerado, su... ¡que Dios la ayudara si volvía a pensar en eso! La boca de Leonor se le secó, sus pechos se volvieron más firmes y pesados, como si el mero roce del cuerpo del hombre la sedujera. «Piensa en alguien feo, seboso y decrépito, piensa en el reverendo Patrick Lynch, por ejemplo», se reprendía a sí misma Leonor, mientras crecía la sensación de humedad entre sus piernas y su corazón volvía a latir, vivo, tras horas, días y meses de letargo. En sus brazos, Leonor se sentía segura, como cuando era pequeña y su padre la acunaba. Hubiera deseado poder ver con más claridad el rostro de Neall, recrearse en sus facciones tan perfectas y masculinas… pero reconocía que la intimidad que le daba la práctica carencia de luz, les envolvía en un halo romántico y atemporal. «Ojalá este momento no acabe nunca», pensó, mientras oían acercarse los cascos de una cuadrilla de caballos por la vereda que une la villa con el castillo.

—¿Quién va? —volvió a preguntar el centinela desde la ronda de guardia.

El ulular del mochuelo siseó el silencio de la noche como una flecha.

«Amigo. Si no recuerdo mal, no puede ser otro que Sir Ian Campbell», pensó Neall, mientras relajaba de nuevo el cuerpo y apoyaba su barbilla en la coronilla de la cabeza de Leonor. El capitán volvió a inspirar el aroma de su pelo y la besó.

¿Neall la había besado en el pelo? Leonor dejó el cálido contacto de su pecho para mirarlo, pero la luna esa noche se lo había puesto bastante difícil. La joven intentó descubrir algo en la expresión de su cara, pero lo único que consiguió fue acercarse peligrosamente a escasos dedos de su boca y notar su aliento a carne asada e hidromiel en sus labios. Neall la cogió por la nuca y la apretó aún más si cabe a su cuerpo con la intención de besarla, cuando los interrumpió Alex Mackenzie con un carraspeo, haciendo más visible la proximidad de la pareja con el pequeño candil que portaba:

Mo caiptean, siento interrumpir, pero vuestro hermano Ayden reclama vuestra inmediata presencia en el salón.

—¿De qué se trata, Alex? —preguntó Neall a su segundo, sin querer soltar a Leonor, ni separarse de ella ni un momento, deleitándose en cada uno de sus rasgos ahora que la luz del candil se lo permitía.

No obstante, la magia se había ido como la letanía de un campanario lejano con la llegada de Alex. Fuera por la falta de luz, que le había ayudado a ser ellos mismos sin pensar en otra cosa que sentir en el estado más puro de la palabra; fuera por la necesidad que tenían de ese silencio sin reproches, o el deseo de aunar los latidos de sus corazones en un solo paso… Fuera lo que fuera, se había marchado junto a la intimidad de la oscuridad de esa luna carente de una radiante sonrisa, imponiéndose de nuevo la claridad de la razón entre ellos. El segundo de Neall no supo qué contestarle sobre la cita en cuestión.

Leonor se reprochó en silencio haberse dejado llevar por la necesidad imperiosa y creciente de sentirse amada entre sus brazos, por la necesidad de consuelo y amor de Neall... pero era incapaz de dejar de pensar en esa cariñosa muestra de afecto recibida, ese beso entre sus cabellos que le había llegado al alma como los suaves acordes de un arpa y en cómo su cuerpo había reaccionado primero temblando y después encendiéndose tras su leve contacto. «Le quiero —pensó—, y por mucho que lo reprima, este hombre siempre consigue bajar mis defensas». Y con miedo por la certeza de sentirse herida ante un amor imposible, intentó alejarse de los dos hombres y volver al resguardo de su cabaña o de la torre.

Neall sintió que Leonor se había tensado entre sus brazos y mostraba una leve resistencia como si quisiera zafarse, pero él no estaba dispuesto a soltarla, no después de haber estado tan cerca de volver a sentir el calor de sus labios. Asimismo, lo único que había conseguido con el leve forcejeo por liberarse de él, era que se le encendiera aún más la sangre y la sed de ella. Leonor sintió a su vez cómo, al revolverse para escapar de sus propios sentimientos, su cuerpo respondía contradictoriamente y se sublevaba. «Esto tiene que acabar —pensó apremiándose a sí misma—. Neall no es hombre para mí por mucho que lo desee. Algún día será jefe de un clan y necesitará la alianza con otro más fuerte. Eso solo lo conseguirá a través de un matrimonio concertado. Yo no soy nadie». Como un torrente vívido y cristalino, recordó las viejas historias que le había contado el bueno de Sir James Douglas en Malaqa sobre la necesidad de fortalecer los clanes a partir de ciertas uniones, algunas dadas desde la fecha de nacimiento incluso y sin necesidad de ser noble. Ella misma había presenciado gran cantidad de ejemplos a lo largo de esos años en Escocia y tampoco era muy distinto a los contratos matrimoniales que se venían haciendo en su país natal.

—Alex, ¿podría hablar con vos a solas, por favor? —preguntó la muchacha desesperadamente y sabiendo cuáles serían las consecuencias.

Neall se separó lo justo para escrutarla. Leonor seguía sin poder verlo más de lo que lo que dejaba entrever la penumbra de la noche y la tenue luz que dejaba el pequeño candil de Alex, pero notó cómo apretaba la mandíbula tras intentar decir algo y se ponía rígido y frío como el granito. Tristemente, lo había conseguido. Neall no dijo nada y poco a poco se separó de ella, dándole espacio, visiblemente contrariado. Leonor sintió el amargo sabor del triunfo en sus labios. ¡Pardiez, qué previsibles podían llegar a ser los hombres!

Alex Mackenzie se había quedado como un pelele sin poder de acción ni reacción. Primero, el joven no se esperaba encontrarse con semejante e íntima escena entre su capitán y Leonor, que siempre estaban distanciados o en plena gresca y, mucho menos, que de buenas a primeras la española requiriera hablar a solas con él. ¿De qué? No quería problemas con su capitán, le había costado mucho que volviera al trato distendido del que habían gozado siempre. Neall era impulsivo y visceral y Alex temía su reacción si se quedaba a solas con ella. Lo había notado más que furioso por la invitación, a pesar de que había intentado disimular sus sentimientos, él lo conocía bien… La última vez que había estado cerca de ella, y aún estando rodeados por mil ojos, Alex había acabado violentamente en el suelo con su orgullo zapateado. Si aquella vez, a plena luz y en un triste intento de escarceo, había acabado en el suelo, no quería imaginárselo tras un encuentro a solas y en noche tan oscura.

Leonor le gustaba y mucho, ¿a qué hombre en su sano juicio no le gustaría una mujer así? «Valiente, hermosa y cálida como una noche de verano», así la había descrito su capitán el día previo a esa misión suicida en tierras galas, desesperado tras el duro sinvivir al que se veía expuesto a las órdenes de Lord Henry Beaumont y Sir Kenion Strathbogie continuamente y sintiéndose un cobarde por no haber luchado más por ella. «Quizás no vuelva a verla, Alex —le había confesado con alguna jarra de cuirm de más— y no he sido capaz de decirle cuánto la amo». Su segundo ese día no dijo nada, calló por prudencia, por respeto, o porque realmente no sabía qué demonios decirle, nunca había visto a Neall tan abatido, nunca tan al borde de las lágrimas.

Mackenzie jamás había sentido algo parecido por una mujer, para él eran hermosos pasatiempos que calentaban su cama y su hombría cuando le apetecía, pero nada más. Para Alex, Leonor era el dulce caramelo de la feria que todos desean y que nadie tiene suficiente dinero para comprar. No había que ser muy listo para darse cuenta que la española bebía los vientos por el capitán, por así decirlo. ¿Para qué complicarse? Que esos dos se entendieran, era solo cuestión de tiempo. Justo antes de enfrentarse a sus compatriotas en tierras galas, en esas horas previas en las que se jugaban todo a una carta del destino, recordó que había rezado porque volvieran sanos y salvos a casa, también porque el corazón obligara a su entrepierna a ver a la extranjera como a su señora de una vez por todas. «Es solo un capricho, nada más. ¡Olvídate de ella, diablos!», se había repetido en numerosas ocasiones. No porque un encabritado Neall se lo hubiera ordenado unos meses antes, sino más bien, porque era obvio que Leonor ya había hecho su elección. Alex Mackenzie había llegado a la conclusión de que no hay mejor retirada que la que se hace a tiempo y esa noche, más que nunca, estaba seguro de haber hecho lo correcto.El segundo apretó los dientes y se irguió, mostrándose lo más firme y distante que pudo.

—Si mi capitán no requiere de mi presencia… Maighstir.

Neall parecía no decidirse si dejarlos a solas, pero finalmente se fue a buen paso hacia la torre de homenaje, sin gesticular ni una palabra de aprobación o reprobación. Alex suspiró medianamente aliviado por ello.

Por el camino, Neall revivió con claridad la cercanía que había sentido al tenerla entre sus brazos, como si una parte incompleta de él por fin hubiera encontrado la pieza que le faltaba. Había percibido que ella sentía lo mismo que él y eso le había enorgullecido más que todas las alabanzas recibidas tras una cruenta y victoriosa batalla. Mas la inoportuna llegada de Alex, justo cuando iba a besarla... ¡diablos, lo había arruinado todo con su interrupción! No había sabido disculparse con palabras, lo que sí había conseguido expresar con su pasional abrazo, pero era insuficiente y él lo sabía mejor que nadie. Quería demostrárselo, volviendo a hacer caso del consejo de su hermano, Neall tendría paciencia y la reconquistaría poco a poco, desde lo carnal a lo racional. Esta vez lo haría bien, le daría su confianza, por mucho que le costara, su entera confianza, aunque le doliese en el alma como ahora. Pues para colmo de males, ella era la que le había pedido a Alex el mujeriego, a Alex el encantador de damiselas, a Alex el de la endiablada labia y eterna sonrisa, hablar a solas con él. Una mujer pidiendo estar a solas con un hombre... ¿en qué estaba pensando para exponerse de ese modo a las malas lenguas?

Pese a todo, ya sabía él y todo el clan Murray lo que pensaba ella sobre las malas lenguas y las difamaciones. ¿Acaso no lo había dejado muy claro en la discusión que mantuvo a gritos con Sir Symon Lockhart el día de su regreso a Blair Atholl, tras la batalla de Halidon Hill? Confiaba en ella y confiaba en su hombre, sabía que la última vez, a Alex le había quedado claro que Leonor era intocable. Era suya, suya al menos hasta que ella dijese abiertamente lo contrario. Sabía que la respetaría y cuidaría como a su señora. Un sentimiento profundo de pertenencia y posesión lo dominó y restalló en él como un látigo. Al cruzar el umbral solo y volver al salón principal, todos los hombres dejaron lo que estaban haciendo para mirarlo, incluso más de uno ocultó una sonrisa con un inesperado ataque de tos. Algún guardia habría venido ya con el cuento de que estaban abrazados en las almenas, Neall no entendía cómo a sus aguerridos hombres les gustaba tanto un chisme, pero así era. Sonrió, le daba igual lo que pensaran, él estaba decidido a recuperar a su hermana y a declararse a Leonor, había esperado demasiado tiempo para tenerla y nadie, ni siquiera Sir Symon Lockhart, impediría que la convirtiera en su esposa. Convencerla, ya sería otra cuestión. Sabía que no hacía muchos meses, el deseo y el sentimiento era recíproco. Ahora, no tenía todas las de ganar después de lo que había pasado entre ellos, pero lo intuía al menos, pues su forma de mirarlo era muy parecida a cómo la miraba él.

Mientras tanto en las almenas, apenas vio que Neall se alejaba, Leonor cogió un instante la mano de Alex Mackenzie, la apretó y se la soltó mientras le decía previo a marcharse:

—Gracias, Alex. Os debo una.

Alex resopló como si le hubieran quitado un peso enorme de encima. Se sentía utilizado, pero al menos no se vería en un aprieto con su capitán, no entendía por qué la muchacha lo había citado a solas realmente para no decirle nada en realidad, ya que solo le había dado las gracias y que le asparan si sabía por qué.

—¡Mujeres! ¿Quién las entiende? —susurró el joven sonriendo para sí.

Cuando Alex Mackenzie había llegado con la orden de Ayden, los había encontrado abrazados y compartiendo un momento muy íntimo. El segundo se había sentido fuera de lugar y se achantó ante su capitán cuando percibió, por su gesto, lo mucho que le había molestado la interrupción. ¿Se habría asustado Leonor de dar un nuevo paso con él? Alex esperaba que no, por el bien de todos los hombres que estaban a su mando. Soportar el carácter amargado e iracundo de Neall durante los pasados meses no había sido precisamente plato de buen gusto para ninguno de ellos, ni siquiera para él. Se iba solo a menudo para evitar pagar su mal humor con sus hombres y volvía bien tarde con varias piezas de caza, mientras aguantaba las impertinencias de Sir Kenion Strathbogie o de Lord Henry Beaumont. Todos habían sufrido vejaciones a manos de esos dos tiranos durante largos meses hasta que fueron destinados a una peliaguda misión en tierras francesas de la que había escasas posibilidades de salir con vida.

Tras un tortuoso viaje hasta Calais y dejar atrás la amable acogida de Bernard VIII, habían tenido que interceptar un cargamento de oro destinado a sufragar los gastos de la resistencia a Eduardo I de Escocia en el norte, en la corte del niño-rey David. Mackenzie sabía lo que se jugaban desde un principio. Lo más difícil había sido que los hombres de Balliol que los acompañaban se hubieran creído la emboscada para que no destaparan el doble juego de los Murray. Si alguno de esos hombres sospechaba y se iba de la lengua, estarían todos muertos, incluidas sus familias. Solo recordar lo cerca que habían estado de ser apresados y ajusticiados por traición y se le ponía la carne de gallina. Tenían como orden soterrada enfrentarse al grupo de norteños y herirlos si era preciso para no descubrirse ante los suyos, pero la cosa se complicó cuando comprobaron que el grupo al que se enfrentaban no era otro que el comandado por Sir Symon Lockhart. Gracias a Dios, Sir Arthur no estaba entre ellos. Cuando la pantomima parecía estar saliendo según lo previsto, vinieron refuerzos de Balliol, teniendo que tomar la dura decisión de acabar con la vida de algunos de los que, hasta hacían solo unas horas, habían sido sus compañeros. Alex resopló mirando al cielo, justificándose con pesar y musitando un «eran ellos o nosotros». A otros consiguieron noquearlos a tiempo de que no vieran nada y así contentar al rey. Pero ahora tenían que centrarse en rescatar a la joven señora. Dios proveerá, pensó mientras se dirigía con celeridad a la torre de homenaje.

Esa noche se unieron a la cena el veterano Sir Ian Campbell y su primo lejano Ewin Boyd, los recién llegados. La providencia parecía haber oído alguna de sus plegarias, pues precisamente eran parientes lejanos de una de las familias más influyentes de la zona de Kilmarnock.

—Saldremos al despuntar el alba —estaba diciendo Ayden, cuando Alex Mackenzie se unió a la conversación—. Nos llevan un buen trecho de ventaja, pero creo que llegaremos con tiempo suficiente para alcanzarlos… Por lo que nos cuentan nuestros informadores, de Glasgow han partido hacia Saltcoats y estarán allí unos días para buscar postores, lo que nos facilitaría mucho si llegáramos a emboscarlos antes de llegar a su destino…

Neall miró a su segundo afablemente y Alex suspiró aliviado, lo que menos quería en esos momentos era un enfrentamiento directo con su capitán por una nimiedad, pues no habían pasado ni un par de minutos desde la entrada de ambos.

Los guerreros se fueron a dormir pronto, quedaban un par de jornadas intensas a caballo antes de llegar a su destino y querían estar lo más descansados posible después de un día lleno de lúgubres emociones. Neall acompañó a los invitados a sus respectivas habitaciones y aprovechó el camino para subir a las almenas, respirar el aire fresco de la noche le vendría bien. El joven tenía las manos apoyadas en la piedra y oteaba el horizonte, sin ver más que siniestras sombras por la escasez de luz. Al poco rato se le unió Ayden y le puso su gran mano sobre el hombro izquierdo, reconfortándolo. «Hemos heredado todos los Murray la costumbre de los Irwyn de subirnos a las almenas», pensó con ironía Neall. Ayden estuvo un rato en silencio, a su lado, escudriñando el aterciopelado cielo como si las estrellas tuvieran la respuesta, o quizás encomendándose a su padre o a Dios. El mellizo siempre había sido el más devoto de los hermanos. Neall, sin embargo, se fiaba más de las tradiciones ancestrales de su tierra que de los castigos divinos de un Dios al que nadie había visto. Ayden rompió el silencio que compartían con un susurro lleno de esperanza y a la vez de amargura:

—La encontraremos, bràthair.

—Eso no lo dudo, Ayden, pero espero que no sea demasiado tarde —expresó en voz alta Neall, que no las tenía todas consigo.

Ambos se dirigieron juntos a sus respectivas alcobas. Al pasar por la puerta de su madre, vieron que estaba entreabierta y que había luz en su interior, decidieron pasar a despedirse de Lady Annabella. Charlaron de todo y de nada, sin nombrar a Elsbeth, en un intento de calmar los apesadumbrados ánimos de la señora. Era como si de golpe la buena mujer hubiera envejecido diez años y temieron que, después de este varapalo, tuviera una recaída. Si la desgracia volvía a cebarse con los Murray, ni siquiera la española sería capaz de devolverla de las tinieblas, porque ella misma acompañaría a la señora si no hacían algo pronto.

A la mañana siguiente, cuando aún las estrellas coronaban el cielo, Leonor se encaminó al castillo. Había preparado todo lo necesario para el viaje: armas, comida, ropa de recambio… en realidad, llevaba con ella todas sus posesiones en las alforjas de Tormenta. Se había vestido como aquel día en Aberdeen, como un sencillo campesino. Deirdre le había recogido el pelo en finas trenzas, que luego había entrelazado en otras mayores, despejándole el pelo de la nuca, para preservar su identidad en la medida de lo posible. Con cuidado se vendó los pechos, como había venido haciendo durante años antes de instalarse en Blair Atholl, y se anudó la daga al muslo izquierdo. Asimismo, sujetó la jambia al cinturón de metal y cuero labrado, regalo de su padre. Tanto ella como la vieja tata se habían pasado toda la noche en vela, hablando, contándose la vida, despidiéndose…

Deirdre no aprobaba que «su Leonor» fuera a semejante misión, pero sabía que no cejaría hasta encontrar a Elsbeth. Las jóvenes parecían más hermanas que amigas, entre ellas se había forjado un afecto verdadero que traspasaba lo convencional. Durante ese año de prueba, que le habían impuesto a Sir Symon Lockhart para que pudiera pretender la mano de Elsbeth Murray, las muchachas habían sido inseparables, incluso, en los momentos en los que Leonor había forzado un mayor distanciamiento, no había llegado una noche sin que ambas consiguieran limar asperezas y dejar los problemas que hubieran surgido zanjados o resueltos. Todos salvo a lo que Neall concierne. Para Deirdre, ambas eran sus niñas… Elsbeth era su señora, a la que había criado desde pequeñita, pero Leonor le había robado el corazón en poco tiempo, siempre desviviéndose por el bien del clan Murray y le había salvado de vivir tullida, o de morir de gangrena.

La anciana se tocó el muslo y se alegró al comprobar que ya estaban ambas prácticamente iguales en grosor. También echaría de menos su temperamento y disposición, pues no había habido día que no estuviera a las órdenes de Sir William Brisbane y que hubiera ayudado a los más necesitados, sobre todo a las viudas con pequeños, o las mujeres que se encontraban solas por tener a su marido sirviendo al rey. En realidad, no había nadie en el clan que no le tuviera verdadero afecto, la muchacha era una especie de ángel caído del cielo para ellos. Su dedicación y voluntad, por hacerse un hueco en esa gran familia, había comenzado a dar sus frutos. Por eso, Deirdre no intentó disuadirla, a pesar de lo peligroso que era rescatar a la señora de esos malnacidos piratas, sabía lo importante que era para Leonor participar en su salvamento.

—¿Preparada? —le había preguntado antes de dejarla partir hacia el castillo en plena oscuridad.

—Sí —reafirmó asintiendo Leonor.

—¿Lo lleváis todo? —insistió, como queriendo arañar unos segundos la inevitable despedida.

—No me dejo nada más bien, querida Deirdre —intentó burlarse Leonor para quitar hierro al asunto.

—Prometedme, mo chuisle, que volveréis.

—Volveremos… las dos volveremos. Os lo juro, Deirdre.

Y con esas palabras, Leonor se marchó al castillo. Cuando llegó al patio de armas, los hombres habían comenzado a ensillar los caballos y llenar sus alforjas. Reinaba un silencio tenso. Entre los guerreros, distinguió a Neall con facilidad, pues su altura y porte no lo igualaba nadie. Encaminó a Tormenta para abordarlo y desmontó de un salto al llegar a su altura. Neall, en un primer momento, no la reconoció con el sombrero encajado hasta las cejas y habría seguido a lo suyo de no haber sido por el aroma a la flor exótica que desprendía siempre Leonor. Al mirarla de frente, el recuerdo de John, el arquero, cayendo por el precipicio de las Bullers de Buchan lo fulminó como un rayo. Sus ojos se encontraron como en ese día y pasaron unos instantes leyendo en el interior de sus respectivas almas, en silencio.

Leonor esperaba una negativa rotunda a que los acompañara, como había pasado el día anterior, incluso había estudiado unas cuantas respuestas para intentar convencerle de lo contrario. Neall era un hueso duro de roer, pero no podía negarle la oportunidad de que enmendara su error. Con o sin su aprobación, ella iría, pero prefería la primera opción, por supuesto.

—¿Estáis lista?

Leonor no cabía en sí de asombro, su boca hizo una gran O como sus ojos y Neall no pudo menos que sonreír ante su expresividad. El capitán arqueó las cejas al ver que la respuesta de ella se demoraba e insistió:

—¿Y bien?

—Sí, mo maightir.

—Solo os ruego que no interfiráis en nada que no se os solicite previamente y no desafiéis nada de lo que os diga. ¿De acuerdo? Na-da. Porque os juro por lo más sagrado que no me importará dejaros amarrada a un árbol hasta que estemos de vuelta. Iréis bajo mi custodia y la de mis hombres. Yo seré vuestro capitán, ¿entendido?

—Sí, mo maightir —volvió a repetir Leonor, subiéndose a Tormenta y alineando el caballo por detrás del de Alex Mackenzie.

El segundo del capitán se acercó a Neall extrañado y tanteó el terreno sin que pareciera que estaba desafiando o poniendo en duda una orden de su superior:

—¿Acaso nos acompaña la señora por alguna razón en especial, mo caiptean?

—Su deber y el mío era el de proteger a mi hermana. No discutiré con ella porque quiera enmendar la situación. Eso es todo.

—Pero, mo maightir, el rescate podría ser peligroso y ella no deja de ser una mujer, por muy valiente y diestra que sea con las armas.

—Vos lo habéis dicho, Alex. No sabemos exactamente a quiénes nos enfrentamos y necesitaremos de todos los efectivos posibles para llevar a cabo la misión. Podría sernos útil —dijo, a la vez que le daba la espalda y terminaba de ajustar la hebilla de su alforja. Al ver que su segundo aún no se había marchado, le apremió—. Volved a vuestro puesto, Mackenzie. No me gustaría hacer esperar a mi hermano.

Alex discrepaba de las razones que le había dado, pero la mirada de Neall le hizo ver que estaba todo decidido. Resoplando, el joven guerrero se marchó hacia su caballo de guerra castaño rojizo y miró con disgusto a Leonor. La muchacha no le mostró ninguna reacción, ni siquiera un mohín burlón que le diera pie a sublevarse, lo que le enfadó aún más. ¿En qué estaría pensando su capitán? ¿No se daba cuenta de lo peligroso que era un enfrentamiento con los piratas? ¡Esos hombres no eran guerreros convencionales, por Dios! Eran ruines y siempre tenían un as en la manga. Esa gentuza no se pensaba el hacerse un collar con los dientes de un torturado, o un buen estofado con las tripas de sus víctimas... eran peor que alimañas. Con ellos no valía ser valiente, había que ser tremendamente audaz. Hombres gloriosos criaban rechonchos gusanos bajo tierra por no haber sido lo suficientemente astutos, haberles dado la espalda, o no ser lo bastante rápidos. El segundo capitán negó enfadado con la cabeza y se colocó en la formación en paralelo con Leonor. Ellos cerraban la retaguardia al mando de Neall. El joven se sentía como una niñera, aunque cuando la joven espoleó a Tormenta, supo que iba a ser mucho más difícil que eso. Le hubiera gustado tenerla lejos, tener tiempo de retozar con alguna bella mujer para quitársela de la cabeza, pero ahí estarían, codo con codo durante varios días, bajo la mirada avizora de su capitán. «¡Voto a…!», se calló antes de maldecir su mala suerte, «¡qué cruces me manda el Señor!».

A Ayden tampoco le pareció lo más adecuado que la muchacha los acompañara, sobre todo, porque sabía de los fuertes sentimientos que Neall arrastraba y se negaba a afrontar, pero no osó contradecir a su hermano. Para evitar el tema, hizo todo el camino junto a Erroll y Sir Darren, interesándose por su hermana Leena cada vez que tenía ocasión.

El grupo de cuarenta y tres hombres y Leonor llegaron sin incidentes a Crieff a mediodía, dejando a un lado los rebaños de reses y la hilera de carromatos de pieles que acudían al mercado de la villa. Después siguieron un camino alejado de Stirling, para evitar encontrarse con destacamentos ingleses, o con hombres de Eduardo Balliol. Alex miraba de soslayo a Leonor de vez en cuando, pero la muchacha mostraba el mismo aire orgulloso de primera hora de la mañana, sin una queja, ni expresión de desagrado en su rostro. Los guerreros se habían sorprendido al verla partir con ellos y echaban miradas furtivas a su capitán, como si así fueran a recibir incomprensibles respuestas.

Sir William Brisbane puso el caballo en paralelo con el de Ayden y le expuso la difícil situación del clan, prácticamente insostenible durante aquellos meses. A la falta de hombres en edad de trabajar, había que sumarle la subida de impuestos al rey y el diezmo a los Strathbogie en concepto de ocupación de la tierra. Habían sobrevivido de la nada, aprovechando y compartiendo los recursos hasta el límite de la recreación del milagro de los panes y los peces. El invierno había sido despiadado y se había llevado por delante, cabañas, rediles y parte de la muralla del castillo, había anegado los campos y enlodado el pozo, había dificultado la siembra y traído las fiebres a muchas personas debido a la estancada humedad. Nadie, ni el más pequeño o anciano, se había librado de realizar tareas acordes a sus posibilidades. Era eso o morir y ellos eran supervivientes, eran los hijos del clan.

Junto a Leonor habían dirigido y trabajado en las tareas de reconstrucción, procurando que la siembra no se echara a perder para la próxima temporada, ya que eso significaría la muerte de la mayoría de las familias. Elsbeth, Lady Annabella y un grupo de costureras habían contribuido confeccionando ropa para los más necesitados con la tela de cortinas, mantas… todo lo que pudiera aprovecharse y que sirviera para prevenir el frío, pues cada vez eran más las viudas y niños abandonados que se acercaban a la villa, o al castillo, a pedir un sitio donde vivir y guarecerse del crudo invierno. Por mandato de Milady, los guardias de las murallas habían adecentado las mazmorras, el almacén inferior y el gran salón principal para que sirviera de refugio a los que el temporal había ido dejando sin casas y para todos en general en las noches de tormenta.

El incremento de desahuciados por Sir Kenion Strathbogie era notable, emigrando de las tierras vecinas por ser incapaces de pagar el diezmo extra en busca de amparo y trabajo. La precaria salud, que algunos de ellos arrastraban con anterioridad, había propiciado que aparecieran nuevas enfermedades en el clan Murray. Sin embargo, las fiebres no habían logrado causar los aciagos estragos de otras veces, gracias a las tisanas y preparados de hierbas de Leonor. Deirdre se había dedicado por entero al cuidado de los enfermos y Leonor le había enseñado el poder curativo de ciertas hierbas a todo el que había necesitado de su atención.

Caileag, valéis tanto para un roto como para un descosido —recordó Sir William Brisbane que le había dicho a la joven, bajo la atenta mirada de la anciana—. Y ella se había echado a reír por mi ocurrencia.

Ayden asintió pensativo. Le hubiera gustado dejarle más hombres a cargo al caballero, pero el edicto de Eduardo I de Escocia había sido tajante al respecto: todos los hombres del clan Murray, mayores de catorce años, debían de presentarse ante el rey. También entendía la actitud de desasosiego de la muchacha y que se reprochara a sí misma que, de haber estado pendiente del creciente empeoramiento de la vieja tata, quizás no hubiese enfermado de fiebres y Elsbeth estaría ahora con ellos… Pero, como le repetía incansable Sir William Brisbane, nada más se habría podido hacer que no se hubiera hecho. Todos lo sabían y no dudaban del buen hacer de los que habían salvado de la hambruna y el frío a sus familias. Allí estaban, camino a Kilmarnock y no había tiempo de lamentaciones. La encontrarían, Ayden se juró que la encontrarían, tenían que encontrarla… con vida. En todos los guerreros Murray comenzaba a anidar un sentimiento de orgullo y devoción hacia Leonor, hecho que no había cambiado un ápice por el secuestro de su señora, hermana y melliza.

El destacamento de hombres no paró durante todo el día ni para comer y, bien entrada la noche, acamparon a las afueras de Glasgow, a orillas del río Clyde. El lugar era hermoso y agreste, un bosque frondoso cubierto de arbustos altos los flanqueaba y guarecía de ataques imprevistos. La luna dejaba entrever más matices de grises y resplandecía como un arañazo brillante sobre la superficie chismosa del río. Esa noche tuvieron suerte y, en vez de cecina, cenaron pescado asado, variando el habitual menú para placer de muchos.

Leonor sacó de sus alforjas su plaid del clan Douglas, el que siempre había utilizado desde que llegó a Escocia, y lo puso sobre la tierra. Algunos hombres la miraron con curiosidad y otros fruncieron levemente los labios con disgusto. El que llevara el tartan con los colores de los Douglas entre sus posesiones no les gustaba, ya que la consideraban una más del clan Murray. Si no le habían dicho a esas alturas nada era solo por superstición y respeto a su anterior dueño, el legendario Sir James Douglas el Bueno. Sin embargo, uno de los veteranos llamado Oissian Macpherson se acercó y le cedió el suyo propio. El espíritu de un grande como Sir James no podía ofenderse porque la joven fuera querida como una hija más entre los Murray, al contrario, conociéndolo, seguro que se hubiera sentido en paz y tranquilo. Leonor intentó rehusar, no entendiendo de primeras el gesto, pero al ver la insistencia del buen hombre, lo aceptó con una sonrisa que le iluminó la cara. Durante su estancia en el castillo, solía usar el de ambos clanes pero, cuando volvió a la cabaña, no se había llevado nada que no fuera estrictamente suyo. Oissian era sobrino de Deirdre y, desde que había vuelto de servir al rey, no paraba de tener atenciones con ella por lo bien que se había portado con su familia durante sus meses de ausencia, y en especial con su tía, a la que había salvado la vida con sus cuidados y extraños brebajes de hierbas.

Leonor se puso sobre los hombros el tartan con los colores Murray y el murmullo de los guerreros tornó en un profundo silencio alrededor de la fogata de los hombres de Neall. Era la primera vez que vestía los colores del clan tras Samhuinn y eso les henchía de orgullo. Más de uno no pudo evitar sonreír abiertamente. Alex Mackenzie se mordisqueó nervioso los labios y siguió con la mirada la silueta sinuosa de Leonor sin el menor reparo. Los hombres de Ayden miraron con curiosidad hacia la otra hoguera, sin saber qué había provocado tal silencio y, al verla con sus colores, se sumaron a la misma reacción de admiración del resto. Erroll le dio un codazo a Sir Darren para que echara un vistazo hacia donde apuntaban todas las miradas, carraspeando para que Neall y Ayden dejaran el plano y le prestaran atención. Neall se irguió y, al ver a Leonor envuelta en sus colores, se le encogió el corazón, se le erizó el vello de los brazos y le costó salivar. Estaba tan hermosa que hasta le dolía, incluso vestida de muchacho, Leonor era preciosa. ¡Diablos!

Ella parecía estar ajena a todo el revuelo que se había montado a su alrededor y, de cuclillas, atizaba los rescoldos para que el fuego aguantase toda la noche. Llevaba las trenzas más gruesas recogidas en un moño bajo y prácticamente deshecho por el trajín del viaje, mientras las trencitas pequeñas le caían en cascada a su alrededor y por encima del plaid. El brillo dorado de las llamas le acariciaba sus bellas facciones, como lamiéndolas. Neall aguzó la vista para no perder detalle a la vez que se humedecía los labios y los mordisqueaba nervioso. Cada vez le costaba más disimular sus propios sentimientos, la quería, cada día lo tenía más claro. No obstante, ¿qué pensaría ella al respecto? Se sentía un cobarde por no ser capaz de decírselo claramente, pero en ese momento, lo primordial era rescatar a Elsbeth.

Como tantas veces, la española sintió esa inexplicable conexión que hacía que sus miradas se cruzaran cuando uno estaba pensando en el otro y viceversa. Leonor sintió la lujuria y el deseo en sus ojos, pero no apartó la mirada. Durante un breve espacio de tiempo, unos segundos de más quizás, la joven se dejó llevar por esa sensación mutua, frotándose seguidamente las manos con nerviosismo y aferrándose al tartan para ajustarlo más a su cuerpo. Sin embargo, tras esa pequeña cesión inicial y contenida, la cohibición le veló de rubor las mejillas y retiró la mirada con un cadente y nervioso aleteo de pestañas.

Ayden, Erroll y Sir Darren tuvieron que mirar hacia otro lado para ocultarle a Neall lo fácil que ambos habían dejado entrever lo que sentían el uno por el otro. No entendían por qué su amigo y hermano tenía que esperar cualquier desenlace para decirle lo que sentía, solo eso al menos. Quizás el que Elsbeth no estuviera entre ellos fuera una barrera infranqueable que vencer en un futuro. «No, Elsbeth está bien, tiene que estar bien. Paciencia, Neall, paciencia», se animó a sí mismo el joven capitán, mientras los hombres se disponían a ocupar sus sitios para dormir y afrontar los diferentes turnos de guardia.

Neall sorteó a los hombres de su hermano y se sentó junto al fuego el tiempo necesario para no correr hacia Leonor y cometer alguna locura de la que arrepentirse después. La joven observaba tras sus largas pestañas cómo atizaba Neall el fuego, embelesada con su figura entrecortada por las llamas. El contraste agachado de su formidable silueta dándole parcialmente la espalda, el fuerte degradado del amarillo al negro sin luz, el control de sus fuertes músculos era todo un espectáculo. La española cerró los ojos y supo que esa noche soñaría con él, como tantas otras, y sonrió.

A su vez, él no era capaz de dejar de mirarla o de admirarla más bien. Pasó al menos una hora embobado viendo cómo dormía serenamente, cómo su pecho se henchía y dejaba salir el aire de sus labios… Esos jugosos labios que él había probado y necesitaba más que respirar. La hinchazón de su entrepierna apenas podía disimularla con el calzón largo y el jubón. ¡Menos mal que la mayoría de los hombres estaban ya en brazos de Morfeo! El imperioso deseo de tenerla cerca le impulsó a coger sus pertenencias y acurrucarse tras ella. Sin importarle lo que pensaran los que aún estaban despiertos, colocó su manta con mucho cuidado a la espalda de Leonor. Necesitaba sentirla cerca, como aquella vez que lo había salvado de la muerte y al despertar se había visto abrazando a un ángel, de eso hacía ya mucho tiempo, demasiado.

«El cielo a veces está tan cerca de nosotros que solo necesitamos alzar las manos y llevárnoslas al pecho», le había dicho una vez Deirdre de pequeño, cuando llegó llorando porque no era capaz de ir al ritmo de sus hermanos mayores. Desde ese día, la vida de Neall había sido una constante lucha y superación de sí mismo. Él quería alcanzar el cielo, quería alcanzar la gloria como los héroes de la antigüedad. «El cielo no es eso, Neall», le decía la buena mujer entre risas. Años le había costado entender a la vieja tata, hasta que se dio cuenta por sí mismo de que el cielo lo lleva cada uno en el corazón. «El cielo es lo que a cada uno le hace feliz en la vida». De niño, su cielo había sido ser tan rápido como Arthur y tan valiente como Ayden; de mayor, su cielo se había reducido a la supervivencia, desmotivado por no encontrar nada que lo llenara por dentro, castigándose siempre por no conseguir ser el hijo que su padre esperaba que fuera… hasta que la descubrió a los pies del acantilado. Leonor era el sol que calentaba su corazón, la que reconciliaba su mente y su alma, alejando de él las pesadillas y a ese demonio que lo tenía cogido por las pelotas, aquel que le impedía ser feliz por querer siempre ser alguien que en realidad no era. Con ella, él no sentía la necesidad imperiosa de demostrar nada, era Neall, solo Neall.

Leonor sintió el movimiento pausado a su espalda de quien se acerca con mucho tiento para no despertarla y el calor que emana su piel. La muchacha estaba adormilada pero, el inconfundible olor a romero y sándalo, no daba lugar a dudas de quién era él. Adoraba que siguiera utilizando el aroma que ella misma había elegido para él meses atrás. Un aroma almizclado, tan sutil, penetrante y afrodisiaco que la hizo tragar saliva. Adormilada y buscando el calor de su cuerpo, Leonor se echó un poquito hacia atrás, hasta topar con su culo respingón la endurecida parte del deseo de él, donde se acomodó. Un suave gemido casi inaudible se les escapó a ambos de lo más profundo de su ser, entreabriendo sus labios.

Neall se quedó completamente quieto, aguantando la respiración, por si cualquier pequeño movimiento pudiera romper ese mágico instante entre ellos. El capitán creyó morir de gusto al acoplar su cuerpo al de ella y sintió el repiqueteo del glande en su abdomen, en un intento fallido de salir por encima del calzón. Apoyado sobre uno de sus brazos, no perdía detalle de la reacción de ella, tan bonita, tan cálida, tan suya… Sus largas pestañas de mariposa luchaban por batirse y terminar de despertarse, pero el cansancio podía más que ellas. El cuerpo medio dormido aún de Leonor se rezongó como un gatito en medio del ronroneo y se encajó perfectamente a esa fuerza cálida que la parapetaba. Ese era sin duda el tormento más crudo al que Neall se había visto sometido nunca. Ni punzones, ni látigos, ni utensilios con desgarradoras púas que laceraban la piel a tiras… nada era comparable a tener a la mujer que lo volvía loco al alcance y no poder poseerla allí mismo.

Neall siguió con el dedo el perfil del cuello de la española, bajando por su hombro, enroscándose en su cintura, izándose victorioso por su ondulante cadera para terminar en esas nalgas que buscaban su propio hueco en él. ¡Que Dios se apiadara de su alma! Prefería arder en el infierno a pasar más tiempo lejos de Leonor. Dejó de pensar y volvió a sentir, a vivir y a disfrutar cada instante junto a ella. «Paciencia, Neall, paciencia. Las grandes batallas no se ganan en un día». Finalmente, se echó muy quieto a su lado, pasándole el brazo por encima de su cintura para evitar que se marchara ese instante de extrema felicidad. Con sus dedos, ensortijó los rebeldes mechones caracoleados que se habían escapado de las trenzas y se los llevó a la nariz. Olía al paraíso, nunca se había atrevido a preguntarle el nombre de esa extraña flor con la que perfumaba su jabón y que a él lo volvía loco. Enredado entre su pelo y abrazado a su cintura, Neall se quedó profundamente dormido hasta la mañana siguiente.