CAPÍTULO 16 – LA MALEDUCADA

 

Castillo de Blair Atholl, Perthshire (Escocia), 19 de junio de 1334.

 

Leena aguantaba la risa y miraba de soslayo a Elsbeth, que asentía ante el rapapolvo de su hermano menor como buenamente podía, como si los años hubieran pasado para ella en balde. Cuando Neall se hubo marchado por el pasillo con más agua milagrosa y ropa de cama limpia, la pelirroja no cabía en sí con lo que acababa de ver y escuchar:

—¡Oh, válgame el cielo! Está terriblemente enamorado de esa joven extranjera. ¡Nunca creí que mis ojos pudieran ver a Neall loco de amor por alguien! —dijo entre risas y con las manos en la boca para no terminar riéndose a carcajadas.

Elsbeth la miró por un instante y asintió pensativa. La melliza deseaba de todo corazón que Leonor se recuperara cuanto antes, o se llevaría a Neall y a su buen carácter con ella a la tumba, pero temió que su hermano se estuviera haciendo demasiadas ilusiones al respecto. Al fin y al cabo, entre ellos no había un compromiso que los definiera como pareja y ya eran muchos los que lo daban por hecho. ¿Cómo se tomaría su joven amiga los desvelos de su hermano? Vida por vida, ya no se debían nada realmente. Elsbeth tomó la mano de la pelirroja entre la suya y la apretó levemente, acompañando el gesto con un mohín de «no seáis malvada» y sonrió. Las muchachas bajaron presurosas las escaleras de dos en dos y se fueron al exterior a disfrutar del sol, felices de que Leonor comenzara a mostrar los primeros signos de mejoría después de tanto tiempo.

En el patio de armas, los hombres estaban terminando el entrenamiento diario y Leena tuvo que reprimir un gemido al ver el torso descubierto de Ayden, brillante por el sudor y el esfuerzo de la espada. Ajeno a la llegada de la pelirroja, el Laird se refrescaba con un cubo de agua del pozo y hablaba distraído con el segundo de su hermano. Su pelo rubio se veía oscuro al estar mojado y su piel, levemente dorada por el sol, le daba un aspecto radiante. «Solo le falta el carro para surcar los cielos como Apolo», susurró la fantasiosa Leena, humedeciéndose los labios, a la vez que le daba un repaso al perfil musculado de su «prometido». Entre ellos, las promesas de amor sobraban. Leena no quería aún hablar de compromiso, aunque cada día que pasaba, estaba más convencida de que Ayden era su hombre. Elsbeth no hizo ni comentario ni observación que pudiera poner sobre aviso a su amiga de lo poco discretos que estaban siendo a veces. La melliza era consciente de los tejemanejes de su querida amiga con Ayden, pero por respeto a ellos y por darle el tiempo suficiente a Leena para que se sincerara con ella como lo hacía antes, sonrió simplemente.

Por su parte, el capitán Murray no quería presionarla, feliz de tener la oportunidad de demostrarle que él era ese hombre que ella anhelaba, de verse en el reflejo de los ojos de ella cada día y de las noches que se pasaban haciéndose el amor, sin importarle más que dejarle tatuado sus besos y caricias en su piel. En definitiva, feliz de cada uno de los momentos que pasaba con su «petirroja». No se hacía ilusiones, el tiempo que le permitiera estar con ella lo disfrutaría y aprovecharía como si fuera el último. Si algo le había enseñado la vida era que uno no puede aferrarse a los sueños y esperar a que sucedan, o sean para siempre sin más. Mas él estaba acostumbrado a luchar con uñas y dientes por lo que quería y esta vez no la dejaría escapar fácilmente. Así llevaban casi tres semanas, las casi tres semanas que Leonor había estado luchando por su vida en un estado de semiconsciencia, con sueños que iban y venían y se entrelazaban con sus pesadillas de tiempos pasados. Las casi tres semanas que su hermano Neall la había acompañado día y noche, sin importarle qué dirían su madre, sus hombres, su clan, o el mismísimo diablo.

Ayden apoyaba a Neall, ya era muy mayor para saber qué quería hacer con su vida y con quién quería pasarla. El mellizo recibió feliz la noticia sobre la mejoría de la que consideraba su cuñada por boca de Elsbeth, mientras daba un descarado repaso a las curvas de la Stewart, que en esos momentos ayudaba a Deirdre a enrollar unas alfombras.

—¡Pero bueno, bràthair, que os la terminaréis comiendo con los ojos! —se jactó Elsbeth en su cara, sorprendida por su recién estrenado atrevimiento—. ¿Por qué no le decís algo de una vez y así os dejáis de exudar amor por vuestros poros? ¡Terminaremos danzando entre arcoíris y nubes de colores!

Ayden abrió mucho los ojos y se carcajeó con ganas. Ese tipo de comentarios eran propios de Leonor, pero en su hermana…

—¿Y qué me decís de vos, piuthar? ¿Tenéis algo que ver con que a Sir Symon Lockhart se le hayan pegado hoy las sábanas?

El comentario le cayó como un jarro de agua fría a Elsbeth, que se sonrojó, marchándose ofendida y sin respuesta. Por su expresión, Ayden dedujo que había errado en su apreciación y bien. ¿Acaso habían reñido entre ellos? Tendría que hablar con el caballero en cuestión para saberlo, después de todo lo que le había pasado recientemente a su melliza, lo prefería sin lugar a dudas. Estaba lo mismo arisca e irritable que risueña y bromista, ¿qué debía hacer en estos casos? Si le preguntaba a diario por su estado de salud y de ánimo podría agobiarla o, al menos, no ayudarla a rehacer su vida lo antes posible. En cambio, desde el desvanecimiento de Leonor y la comprensible y loable preocupación de Sir Symon por ella, habían discutido en numerosas ocasiones, como si un velo infranqueable hubiera surgido entre ellos. ¿Estaría su hermana celosa de la española? No, no era propio de su melliza tener celos.

Neall fue al pozo a por otro cubo de agua fresca con el fin de dejar la piedra milagrosa de Sir Lockhart el tiempo suficiente en el recipiente para la próxima vez que la necesitara. El joven no tenía buen aspecto después de la noche en vela, la barba la tenía descuidada y unas profundas ojeras se le marcaban bajo los ojos. Ayden se acercó, preocupado por el aspecto de su hermano y, con su habitual temple y mano izquierda, le felicitó por la mejoría de Leonor al tiempo que le pedía que se fuera a descansar. Cada día se lo había dicho y cada día su propuesta había caído en saco roto.

—Quiero estar con ella cuando despierte, Ayden.

—¿Y queréis que se desmaye de nuevo al veros con ese semblante? ¡Bendito Dios! Pronto os confundirán con un oso...

—¿Qué queréis decir? —preguntó Neall, pasándose instintivamente la mano por la barba rasposa y viendo su reflejo en el agua del cubo—. ¡Vaya!

—Sí, ¡vaya! Mal asunto empezar un cortejo teniendo aspecto de bárbaro pendenciero, ¿no creéis?

Neall lo miró y se quedó en silencio, pensando y sabiendo que su hermano tenía razón.

—Pero…

—Ella estará bien, os lo prometo. Daos un baño y descansad. Madre, Elsbeth y Deirdre se relevarán por turnos en su alcoba, incluso Leena se ofrecerá a hacerlo. No os preocupéis por nada, se hará todo según vuestras indicaciones, ¿de acuerdo? Confiemos en que esa mujer supiera lo que hacía y seamos positivos. Lleva dos días sin fiebre, es cuestión de tiempo que despierte, ya vereis. Además, si hubiera cualquier cambio significativo, yo mismo os lo haré saber.

—Gracias, bràthair —le respondió Neall, abrazándolo.

Ayden le palmeó la espalda para infundirle ánimo, susurrándole un «lo peor ha pasado, Neall y ella os necesita bien ahora más que nunca». El joven capitán asintió y agradeció sus palabras, mientras le pedía a Alex Mackenzie que le trajera jabón y la navaja de afeitar. El segundo sonrió y se fue presto al recado, sin esperar a que se lo tuvieran que repetir dos veces. Alex Mackenzie aún se sentía responsable del débil estado de «su señora». Neall no le había reprochado nada en absoluto, pero él prefería mantener las distancias con su capitán hasta que se sintiese digno de ser su hombre de confianza de nuevo. Para ello, había asumido el liderazgo de los guerreros con total maestría y había ayudado a Ayden en las tareas de fortificación de la parte trasera de la muralla. Además, para terminar de quitarse a la española de la cabeza, había optado por la vía rápida, yendo a entretenerse con algunas muchachas del pueblo, en un intento desesperado por poner en claro sus sentimientos cuanto antes y no tener problemas, graves e innecesarios problemas, si quería seguir viviendo en Blair Atholl. Los hombres de Neall se acercaron a su capitán y se congratularon de las nuevas, sin embargo, él se mostraba cauto con la bajada de fiebre de la joven. Mientras tanto, Ayden fue a poner al tanto a Elsbeth para que dispusiera cuanto antes el primer turno de relevo, como le había prometido a su hermano.

 

Desde ese fatídico día que había creído perderla en sus brazos, Neall no había permitido que nadie cuidara a Leonor, pudiendo hacerlo él. Durante tres semanas, no se había separado de la española más que lo imprescindible y en su estancia solo habían entrado Lady Annabella y Deirdre para algo más que una simple visita. Al cuerno con que el honor le obligaría a casarse con ella, pues no habría cosa en el mundo que más quisiera que hacerlo. Pero él quería cortejarla como debía y así se lo había hecho ver a los presentes. Nadie, absolutamente nadie, diría nada al respecto de sus planes, bajo amenaza de perder algo más que el hígado. La familia y los amigos habían asentido obedientes y lo más serios que habían podido a la enérgica petición del joven capitán. Neall no quería presionarla, ni que se sintiera de algún modo obligada por gratitud, quería hacer las cosas a su modo, que la decisión fuera tomada libremente y no forzada por las circunstancias.

También había velado por la salud y el bienestar de la joven, encargándose de que se sintiera cómoda en su propia alcoba, vigilando su sueño, aireando la estancia por las mañanas y sacudiendo con energía los almohadones y colchón por las noches para desapelmazar las plumas, antes de volver a acomodarla en el lecho. Junto a ella, se pasaba las horas leyéndole «El cantar de los Nibelungos» y otros libros de su colección privada, incluso de la de Sir William Brisbane, o de la de su madre, mientras Deirdre repasaba los vestidos de las señoras para tenerlos a punto para los días más templados del estío en el sillón del fondo. La joven había permanecido inconsciente la mayor parte del tiempo, entre delirios y escasos momentos de lucidez, pero él le había puesto todo el entusiasmo que podía a la lectura de las diferentes obras, que tantos buenos ratos habían hecho pasar al clan.

La vieja tata sonreía encantada de ver cómo su muchacho se desvivía en atenciones con Leonor, colocándole las pieles, dándole caldo de ave con un cucharón pequeño y desenredándole los cabellos con el peine de hueso de su madre... Solo abandonaba la habitación cuando ella y Lady Annabella la aseaban, momento que él aprovechaba para ir a refrescarse al río y dar breves instrucciones a sus hombres. Por las noches, se había quedado a solas con Leonor, dormido en el sillón que normalmente ocupaba Deirdre durante el día, pendiente de cualquier remoto cambio, hasta de si el cri-cri de los grillos podía turbar su débil sueño.

Al tercer día de convalecencia, la piel de la española se volvió el mismísimo infierno en cuestión de horas. Poco había que hacer salvo esperar a que se le bajara la fiebre a base de alternar paños calientes y fríos, tisanas de hierbas para que no se deshidratara y vigilar la evolución de la herida del costado. Todos se temieron lo peor, incluso Neall. Los delirios de Leonor lo retuvieron a su lado durante más de dos semanas, sin querer salir de la alcoba apenas unos minutos diarios, temiendo el peor de los desenlaces a cada instante. Sir Symon la visitaba todos los días, por las mañanas y ya anochecido, siempre haciendo el mismo ritual. Con dos dedos, le tocaba el cuello y verificaba el ritmo débil, pero constante, de sus latidos, comprobaba la temperatura de su frente y le abría los ojos, para observar la reacción de sus pupilas a la luz de la vela. Neall lo dejaba hacer sin decir nada, al otro lado de la cama que ocupaba la joven, erguido y con los brazos entrecruzados frente a su pecho. Sir Symon terminaba acariciándole la mejilla a la española, con un gesto que iba desde la tristeza al disgusto y se levantaba y se iba sin más, día tras día. A veces le susurraba un «luchad, sois fuerte, no dejéis que os venza un simple rasguño... luchad». Sin embargo, en vez de mejorar, Leonor se debilitaba cada día más a causa de las fiebres y a pesar de que la herida parecía tener mejor aspecto. Deirdre pidió permiso a la señora para mandar a llamar a Elly, la vieja curandera, no tenían mucho tiempo si querían salvar a Leonor.

—¿Aún vive? —preguntó asombrada Milady, que desde el parto de Neall no la había vuelto a ver por esas tierras.

Deirdre asintió. La bruja no era santo de su devoción, pues algunas personas aseguraban que, con tal de salirse con la suya, hasta había sido capaz de invocar al demonio. Temerosa por nombrarlo en sus pensamientos, la vieja tata se persignó. Ella no creía que realmente se dedicara a esas cosas, pero cuando recientemente la había visto merodeando por la villa, con el mismo aspecto que hacía veinticinco años, no pudo por menos que pensar que algún pacto con los Santos o con el Maligno tendría que haber hecho. Se santiguó otra vez. Las mujeres mandaron recado para que la trajeran al castillo y dejaron paso a Sir Symon para que entrara en la habitación, extrañadas de que al caballero lo acompañara el revendo Patrick Lynch.

—Pero, ¿se puede saber qué hace él aquí? —preguntó Neall enojado, cuando a petición de Sir Symon tuvo que abandonar la estancia seguido de Deirdre, de su madre y Ayden, mientras el caballero y el reverendo se acercaban al lecho donde yacía Leonor—. Quiero estar presente, Sir Lockhart.

—No es cuestión de lo que queráis, sino de lo preparado que estéis en estos momentos para afrontar que puede…

—No lo digáis siquiera, ella va a vivir.

Sir Symon Lockhart asintió con tristeza y los ojos visiblemente enrojecidos.

—Ese es nuestro mayor deseo —dijo el sacerdote, a la vez que le hacía a Neall la cruz de Cristo a la altura del corazón y le pedía que la dejara en manos de Dios.

El joven capitán fue a protestar, pero el caballero lo echó fuera y cerró la puerta. Ayden lo abrazó con fuerza y Neall se derrumbó, entre sollozos. Se sentó al pie de la puerta, con las piernas flexionadas, los puños apretados a la altura de la boca y la cabeza gacha, esperando a que Sir Symon o el reverendo terminaran de una vez lo que estuvieran haciendo. No sabía cuánto tiempo llevaba en tal menester, cuando por el pasillo apareció Erroll y Alex flanqueando a una vieja enjuta que le resultaba familiar, a pesar de que juraría que jamás antes la había visto. Deirdre saludó con prudencia a la bruja y Lady Annabella le besó las manos a la mujer mientras le decía: «gracias por venir, Elly». La mujer murmuró algo en lengua antigua y, sin llamar a la puerta de la alcoba, entró seguida de Deirdre.

En el interior de la estancia hubo una breve discusión y, al poco tiempo, salió el reverendo hecho un basilisco y con un evidente humor de perros.

—¡Si sobrevive a mañana, serán los óleos de Dios y no las plegarias de una bruja las que hayan salvado su cuerpo de visitar el averno! —exclamó, rociando agua bendita por las paredes del pasillo a medida que se iba.

Ayden miró de reojo a Neall y después a Erroll, en otras circunstancias, a los tres les habría dado por reírse sin lugar a dudas. Sir Symon salió de la habitación y volvió a cerrar la puerta tras él, intercambió una mirada de preocupación con Elsbeth, pero la melliza la desvió hacia su hermano con rapidez.

—El reverendo acababa de darle los óleos sagrados cuando han entrado las mujeres…

Neall resopló y se pasó las manos por la cara, quedándose con la mirada perdida en el techo. Dios no podía ser tan cruel.

Mientras tanto y en el interior de la habitación, Deirdre comenzó a rezar por su alma, pues no era el cuerpo lo que había que salvar en esos momentos.

—Aún tenéis mucho por lo que vivir, mo chuisle. No os rindáis a la muerte, por muy placentera que ahora os parezca —le susurraba, a la vez que le refrescaba la piel con el agua milagrosa y esencias de flores.

Lady Annabella ayudó a la curandera a desnudar a Leonor. La joven tiritaba a pesar del calor que emanaba su propia piel y el ambiente cargado de la estancia. Elly mandó a Deirdre destapar las pieles de la ventana y una apacible brisa nocturna erizó el vello de Leonor.

—Mucho mejor —murmuró la anciana entre dientes—. Dejad de rezar, Deirdre. Mucho me temo que sea algún tipo de veneno el que le hace hervir la sangre y necesito saber a qué me estoy enfrentando. Vamos, leannan, reunidme todas las pertenencias de la muchacha, cualquier cosa que haya llevado, o tocado, en sus últimos días antes de caer con fiebres.

Deirdre miró a Lady Annabella y la señora asintió. La vieja tata fue a buscar las alforjas de Leonor y cualquier objeto que hubiera podido ser utilizado en los primeros días y que no se hubiese lavado aún con las prisas.

Elly cogió unas hierbas de otro saquito de tela y lo echó al fuego de la chimenea, las hierbas aromáticas pronto dulcificaron el ambiente, mientras la anciana aspiraba su perfume y hacía gestos con sus manos que guiaban el humo oloroso hacia Leonor. Lady Annabella observó en silencio cómo la anciana, seca como un trozo de madera, se subía ágilmente a la cama y situaba sus piernas a cada lado de la joven, le frotaba las manos con avidez y hacía masajes desde los hombros hasta la punta de los dedos en círculos, primero un brazo, después otro, incorporándose y dedicándose con afán desde las caderas a los pies. La anciana volvió a bajarse del lecho murmurando frases ininteligibles, que Lady Annabella parecía entender sin embargo, o de las que no temía ningún mal por ser saberes antiguos. Elly la miró con ojos vivarachos y le sonrió, como si supiera qué estaba pensando en ese instante. En un cuenco vacío, vertió un combinado de hierbas y raíces, lo desmenuzó con sus dedos y lo mezcló con aceite, cuando consiguió la textura deseada, dibujó una serie de símbolos en el cuerpo de la española. La piel de la joven brillaba al paso de sus enjutas manos como si la hubieran cubierto con polvo de estrellas y oro.

La vieja tata regresó con las pertenencias de Leonor y la curandera registró cada enser y cada prenda con sumo cuidado. Deirdre vio los dibujos en el cuerpo de la muchacha y volvió a santiguarse, relajándose al ver que Milady estaba sumamente tranquila. Cuando la curandera descubrió el camafeo prendido a ese vestido extraño, supo que había encontrado lo que buscaba. Con manos temblorosas, Deirdre la ayudó a abrirlo. Elly se lo llevó a la nariz y olió el menjunje, después tomó una pizca y lo probó, recitando para sus adentros los ingredientes y arrugando el ceño a conciencia. Sin duda, el potente veneno había perdido parte de sus propiedades, pero una larga exposición podría ser letal. Si su intuición no le fallaba, la herida solo había hecho que se adelantara el proceso, quizás sin ella, cualquier día se la hubieran encontrado muerta sin más. No había tiempo que perder. Elly rebuscó entre los refajos de sus ropas diferentes saquitos de tela y pidió a Lady Annabella un cuenco limpio, un almirez y un poco más de ese agua milagrosa, de la que llevaba semanas oyendo hablar.

La señora asintió y rauda trajo lo que le pedía en cuestión de minutos. Fuera de la habitación, ya solo quedaba Neall sentado en el suelo, con los puños apretados y ocultándose la cara. Lady Annabella cruzó el pasillo como un ánima, sin querer alertar ni interrumpir la plegaria de su hijo con su presencia. Elly la recibió con una sonrisa, mientras masticaba con sus pocos dientes sanos unas hojas de menta. Con el mortero, hizo polvo la raíz de un cardo de san Pelegrín y lo mezcló con otras hierbas. Sin dilación, preparó un brebaje de color indefinible con el agua milagrosa, añadiéndole unas gotas ambarinas que ni ella ni Deirdre fueron capaces de reconocer.

—Deirdre, traed un cubo vacío. Vamos a sacarle el mal del cuerpo y vos, mo baintighearna, traiga un plato de caldo de ave, o algo líquido con consistencia, para recuperarle el estómago después.

Ambas mujeres hicieron lo que le pedían y al volver, se encontraron a Elly dando de beber el brebaje a Leonor. No sabían cómo, una mujer tan enjuta como ella había sido capaz de incorporar a la muchacha, con solo agarrarla de la nuca. Leonor parecía estar en trance, frente con frente con la curandera, hasta que se tomó la última gota de la copa y Elly la dejó descansando unos minutos sobre el almohadón.

—Atrancad la puerta y que no entre nadie, estad preparadas para sujetarle una las piernas y la otra la frente. Ahora sí que es hora de rezar, baintighearnan.

Tras más de una hora ayudando a Leonor a que se desintoxicara del veneno del camafeo, Elly se despejó el mechón cano del cabello de la frente con el antebrazo y se lavó las manos en una jofaina con agua limpia. Lady Annabella y Deirdre resoplaron exhaustas y la curandera cabeceó murmurando algo sobre la juventud. En silencio, recogió sus cosas, le dio un beso en la frente a Leonor y le musitó un «os pondréis bien». Deirdre respiró tranquila, se santiguó y acompañó a Elly a la villa con permiso de Lady Annabella.

—Descansad, nosotros nos encargaremos de todo —sentenció Milady, despidiéndose de ambas mujeres y dándole una moneda de oro a la curandera, que guardó en un pequeño zurrón.

—Dios os guarde muchos años, mo baintighearna.

—Quiera Dios —le respondió Lady Annabella a la bruja y, dirigiéndose a Deirdre con un dedo amenazante, le dijo—. No os quiero ver aquí hasta el mediodía, ¿entendido?

Al salir por la puerta, Deirdre acarició el cabello de Neall y él se incorporó entumecido por las largas horas de espera. Aún era de noche, pero pronto amanecería. El joven capitán tuvo intención de preguntar, mas las palabras no llegaban a su garganta por el temor de escuchar su sentencia de muerte. Fue Elly la que se anticipó y habló por Deirdre:

—Vuestra prometida se pondrá bien.

Neall suspiró de alivio y, cuando fue a sacar del error a la anciana, la curandera le respondió riendo:

—Vamos, vamos… que ella os espera.

Fue la primera sonrisa que sus labios dibujaron en semanas y, sin perder más tiempo, entró en la habitación. Se acercó al lecho y la encontró dormida plácidamente. Olía a rosas y, aunque no era el aroma al que normalmente lo tenía acostumbrado, sonrió, por segunda vez en todos esos días. Le tocó la frente y comprobó que no tenía fiebre y su corazón latía fuerte y acompasado. Agradeció a Dios la oportunidad que les había dado y juró que no la desaprovecharía. Se sentó junto al cabecero y releyó un par de pasajes del libro de gestas de Leonor, agotado, se quedó dormido al lado de ella, sonriendo, por tercera vez en esa noche.

El amanecer despertó con hambre a Neall. Sobre el baúl, alguien había dejado varias rodajas de queso, cecina y pan moreno, también una jarra de hidromiel. Neall dio gracias por las atenciones de su madre y tomó unos bocados. Al volver al lecho, comprobó que las mejillas de la joven tenían un rubor saludable, seguía por tercer día consecutivo sin fiebre e, inevitablemente, sonrió feliz. Su hermano tenía razón, que despertara era cuestión de tiempo. Aún era muy temprano para despertar a nadie con las nuevas, por lo que se recostó de nuevo, descansando semitumbado en la cama y perdiendo la noción del paso del tiempo. Volvió a despertarse cuando sintió que la joven se acomodaba en su pecho y le rodeaba con el brazo la cintura. Tan sorprendido como encantado, le apartó un mechón de la cara para observarla mejor: estaba preciosa, con sus largas pestañas luchando por despertarse entre sueños. Leonor respondió a las cosquillas que le hizo el pelo con un suave ronroneo y sus labios volvieron a pronunciar esa palabra que tanto le había gustado la primera vez que se la escuchó y que no entendía, «cariño». ¿A quién le podía preguntar por su significado… a Sir Symon? ¿Y si no era algo agradable? Tendría que arriesgarse, o esperar, no había otra.

Cerró los ojos y se deleitó con la sensación de tenerla apoyada sobre él, notando su respiración, su calidez y su vida en el pecho. Ni Deirdre ni su madre aparecieron durante las primeras horas de la mañana. Recordó fugazmente la noche en la que vino esa extraña mujer y se revolvió el pelo, alejando de él los malos pensamientos. También quiso separarse con cuidado para evitar que se despertara y se asustara, pero Leonor se aferró más a su pecho y de repente se incorporó un poco, mirándole un tanto extrañada... ¡por fin!

Cuando la española se dio cuenta de la situación tan comprometida en la que se encontraban, el color que antes solo le pincelaba las mejillas, se volvió de un vivo carmesí. Se encontraba en camisa interior, echada sobre el férreo cuerpo del capitán… ¡y qué cuerpo! Por otra parte, ella estaba con el pelo desmadejado, cayéndole por los hombros y con el corazón latiéndole tan fuerte que iba a salírsele por la boca. No recordaba nada de los últimos días, pero reconoció rápidamente la alcoba de Neall. ¿Habían pasado la noche juntos? Sus ojos almendrados se abrieron despampanantes sin poder creérselo, pero el contacto de la excitación de él palpitando cerca de su pierna le dio a entender que… se mordisqueó nerviosamente su labio inferior, con miedo a preguntarle abiertamente lo que tenía en mente. Leonor intentó levantarse, pero un fuerte pinchazo en el costado le recordó por qué debía permanecer allí.

—¡Aish! —exclamó, sin poder remediarlo, aunque odiaba compadecerse delante de nadie.

El dolor la hizo tumbarse sobre la espalda y taparse avergonzada hasta la frente. Neall sonrío divertido por el sinfín de gestos que había presenciado en la joven, desde la pasión al estupor, todo había tenido lugar en breves segundos. Estaba despierta… ¡por fin estaba despierta y estaba bien! Con ganas de comérsela a besos, bajó lentamente la sábana de lino de su cara, descubriendo sus cejas, sus ojos, su nariz y el rosa de sus labios. La caricia de la tela hizo que Leonor se estremeciera de gusto y que la respiración volviera a tornársele irregular y agitada. ¿Y si…? No, ¡por Dios!, me acordaría... ¡claro que me acordaría!, se dijo a sí misma. Con los labios entreabiertos, Leonor se quedó unos instantes mirándolo a los ojos, preguntándole sin palabras, extasiada con lo que veía en ellos. Neall sintió que se moriría allí mismo si no la besaba y, sin saber por qué, repitió las palabras de la joven con un leve tono de pregunta:

—¿Ca-ri-ño?

Leonor sonrió por el soniquete de erres que le había dado a la palabra. ¿Dónde había escuchado él eso? No le contestó. Lo miró primero a un ojo y después al otro, tenía diferentes estrellas de color bajo ese verde oscuro de bosque invernal; en uno de ellos, el izquierdo, ¡además tenía motitas doradas! Paseó su dedo índice por su perfil y su mandíbula, lentamente, con deleite. Sería por los efectos de acabar de despertarse tras mucho tiempo, pero no le importaba que no oliera a romero y sándalo como siempre, ni que su calor envolvente la hiciera sudar, ni que la unión de sus piernas se pusiera húmeda con solo mirar sus facciones esculpidas por algún dios… Acto seguido, entrecerró sus ojos y, acercándose al rostro del capitán, lo besó en los labios. Neall se dejó llevar por el impulso de ella, aunque no quería asustarla… dejaría que ella llevara el ritmo o, al menos, lo intentaría.

Se besaron primero suavemente durante unos minutos. Después la lengua de Neall perfiló el contorno de sus labios antes de introducirse salvajemente en su boca. Los ojos de Leonor se abrieron por un momento al contacto de sus lenguas y se dejó llevar por la sensación de embriaguez y falta de aire, cerrándolos de nuevo. «Si esto no es el paraíso, se le debe parecer demasiado», pensaron Leonor y Neall casi al mismo tiempo. Se mordisquearon los labios con pasión y volvieron a danzar sus lenguas hasta no quedar ni un recoveco por descubrir en ellas. Él la aupó por la cintura y la sentó en su regazo, mientras jugaba con las puntas de su cabello al final de su espalda.

Leonor sentía su cuerpo extrañamente cansado y muy excitado. En cambio, el de Neall estaba más ágil y vigoroso que nunca, tan feliz que temía despertarse y encontrarse en el frío pasillo, a la espera que el reverendo Patrick Lynch saliera de la alcoba, seguido de un compungido Sir Symon Lockhart. Pero no, era real, ella era real. Podía apreciar el rubor de su piel, enredar su lengua entre sus dientes, comprobar cómo le deleitaba que le susurraran al oído, a la vez que le hacía cosquillas… Se dejaron llevar por la pasión sin pensar nada más, pues habían esperado en exceso como para poder contenerse. Neall colocó su mano izquierda justo al final de la espalda y la atrajo de nuevo para sí, abarcando por entero su voluptuosidad, mientras seguía devorándole la boca entre jadeos. Leonor, como respuesta, le rodeó el cuello con sus brazos y le ensortijaba los cabellos con los dedos.

Tan afanados estaban, que no se dieron cuenta, que Lady Annabella y Deirdre habían entrado en la habitación. Las mujeres se sorprendieron tanto que tuvieron que taparse la boca para no comenzar a gritar de alegría como locas. Leonor no solo estaba despierta, estaba muy despierta. Sonrieron. Llevándose el dedo índice a los labios, Lady Annabella le pidió a Deirdre que guardaran silencio y salieran sin hacer el menor ruido. Se fueron a hurtadillas y cerraron la puerta con sigilo, ahogándose entre risas, sin poder guardar del todo la compostura e intentando coger el aire que les había faltado ahí dentro.

—Creo que los métodos de siempre siguen siendo los más efectivos para estos casos.

—Eso parece, Milady…

—¿Llamamos? —le preguntó la señora a Deirdre, cuando consiguió dejarse de reír por un instante.

—Quizás sea mejor que ayudemos a Elsbeth y a Leena con el bordado, mo baintighearna. No querría interrumpir la recuperación de Leonor, encontrándose como está, en tan buenas manos. ¿No os parece?

Lady Annabella asintió, sonrió y cogiendo del brazo a la vieja tata, se dirigieron entre risas cómplices a las habitaciones de su hija y amiga en la planta de abajo. Ya habría tiempo de anunciar en la cena, la milagrosa recuperación de la joven. La señora se llevó la mano al corazón y pronunció un sentido «gracias», invocando donde quisiera que estuviera a Elly, la curandera.

Leonor se separó un minuto de Neall, a la vez que intentaba recuperar el aliento de nuevo. Había creído escuchar un murmullo, pero seguían los dos solos en la habitación de él y no se escuchaba nada. Neall seguía besándola en las mejillas, en la barbilla, desde el inicio del cuello hasta las clavículas, cuando notó que ella se había quedado quieta, muy quieta… observándole. El capitán sonrió traviesamente y volvió a besarla en los labios con ternura, arrancando un gemido del fondo de su alma. Pero cuando más tranquilos estaban, un repiqueteo en la puerta les hizo recomponer sus ropas, su pelo y ocupar, una la cama y el otro el sillón, convenientemente distantes.

Elsbeth entró como un torbellino en la alcoba, seguida de una muchacha pelirroja muy bonita que no conocía, de Ayden, Sir Symon, Erroll y Sir William Brisbane. La estancia se quedó pequeña de pronto. Lady Annabella no había podido disimular por mucho tiempo su alegría y todos habían subido en tropel a ver a la española. Milady se fue abriendo paso con una bandeja llena de manjares y, pasados unos minutos corteses, echó a todos los presentes fuera, incluido a su hijo menor, pues Leonor tenía que comer y descansar. Neall se despidió de la joven con una sonrisa y un guiño.

A Leonor se le habría hecho muy cuesta arriba el estar encerrada entre esas cuatro paredes los dos días siguientes, si Neall no la hubiera visitado continuamente, aunque siempre acompañado por alguien desgraciadamente. Cada día se encontraba mejor, más fuerte, con unas ganas inmensas de volver a tensar el arco y de hablar a solas un rato con Neall. Sin embargo, el joven capitán no había hecho más que llegar con Elsbeth a la estancia ese día, cuando una algarabía apabullante comenzó a sonar en el exterior, cerca de la muralla. Neall se asomó rápidamente por la ventana, sin apenas haberla saludado más que con un beso en la frente. Elsbeth se sentó a un lado del lecho y le cogió la mano a la espera de noticias. Desde allí, el joven Murray solo podía ver parte del patio de armas y el adarve. Los hombres que custodiaban la muralla comenzaron a posicionarse esperando órdenes. Los arcos estaban tensos y las manos prestas a empuñar las espadas. Entre la gente, distinguió a su hermano caminando con paso enérgico hacia el rastrillo. El mensajero no era más que un aldeano tiznado por entero y consumido por la carrera, que se dejó caer de rodillas ante Ayden diciendo:

Mo Laird, ¡nos atacan! —exclamó el hombre, cayendo sin resuello al suelo y con una flecha clavada a la espalda.

Neall se dirigió desde la ventana a Alex Mackenzie, sin dejar de mirar la escena con preocupación. Leonor se incorporó de la cama con cuidado y con solo la camisa, que apenas cubría la mitad de sus muslos, se acercó a él para ver lo que pasaba. De puntillas, logró ver al campesino muerto a los pies de Ayden:

—¡Oh, Dios mío! —logró decir, mientras las piernas no le respondían y cedían ante el peso del cuerpo debilitado aún por los días en cama.

Neall la cogió en brazos y volvió a dejarla en el lecho, arropándola con cariño, a la vez que le susurraba entre su oído y su boca, sin importarle que su hermana estuviera delante:

—Debéis descansar y recuperaros totalmente, habéis estado muy cerca de no contarlo. Además, vos y yo tenemos una conversación pendiente, mo baintighearna —le dijo, mientras le guiñaba un ojo con diablura y le robaba un rápido beso—. Ahora he de irme.

Como si se diera cuenta de repente que Elsbeth estaba en la habitación, sonrió tímidamente y besó a su hermana en la mejilla.

—Avisad a Deirdre o a madre para que os acompañen en mi ausencia. No dejéis que se levante antes de tiempo, piuthar.

—Claro que no, Neall, la cuidaré como si fuerais vos mismo.

El joven capitán dudaba que su hermana pudiera cuidar a la española como él mismo haría, si le dejaran un rato sin acompañante, claro.

—Neall…

Adoraba escuchar pronunciar su nombre en sus labios y sentir su mano entrelazando sus dedos.

—¿Sí, Leonor?

—Lo siento mucho.

—No tenéis nada que sentir. Os prometo que estaré pronto de vuelta —le dijo mirándola extrañado, sin entender muy bien a qué se refería.

Y rápidamente, el capitán se dirigió a la puerta, apoyó una mano en el quicio y volvió a mirarla, memorizándola en su alcoba, como siempre le gustaría encontrarla desde ese momento en adelante. Sonrió y se marchó a poner a sus hombres y a él mismo bajo el mando de su hermano.

Camino al patio, Neall se encontró con Deirdre y le contó que había dejado a Leonor con Elsbeth. La vieja tata se tomó la licencia de masajearle los dos carrillos con sus arrugadas manos, como hacía cuando era niño, antes de preguntarle a qué venía tanto alboroto. Él enrojeció avergonzado al darse cuenta de que sus hombres disimulaban a duras penas las carcajadas y no supo qué contestar, pues ni él mismo lo sabía con certeza hasta que hablara con su hermano. La anciana lo despidió con un cachete en el trasero incluido, pero no había dado siquiera unos pasos, cuando llegaron más aldeanos al patio de armas. Si no hubiera sido la situación tan extrema como se evidenciaba, las burlas de los guerreros habrían durado meses, pero pronto las atenciones de Deirdre con su capitán cayeron en el olvido en cuanto se les llamó a formación. La vieja tata lo siguió de cerca alarmada por los acontecimientos. Al llegar a la altura del difunto, a la pobre mujer se le demudó el rostro, pues según le dijo, conocía a la familia del fallecido. Cogiendo con la mano el antebrazo del capitán, les pidió que tuvieran muchísimo cuidado. Sin perder más tiempo, se dirigió a los aldeanos recién llegados y les pidió que la siguieran para darles algo de comida, ropa, o lo que necesitasen.

Junto al pozo, Ayden señalaba un pergamino en varios puntos, mientras daba instrucciones a Sir William Brisbane, Sir Symon Lockhart, Sir Darren, Alex y Erroll. Todos asentían sin poner una objeción. Neall se sumó al grupo desde atrás y los siete hombres lo miraron extrañados.

—Deduzco que Leonor está mejor, o no estaríais aquí obsequiándonos con vuestra presencia —dijo Sir Symon con ganas de saber más sobre la española de lo que dejaba entrever.

—Sí, se encuentra en compañía de vuestra prometida. Deirdre y mi madre la relevarán después porque aún está muy débil para levantarse y caminar sola.

—¿Y cómo se tomó despertarse en vuestra habitación, en vuestra cama y con vos pegado a ella como una lapa mañana y noche? —preguntó Sir Darren muerto de risa, haciendo eco de los rumores de la creciente intimidad surgida entre ellos.

—Pues… —Neall se sonrojó y titubeó por no saber qué decir. ¿Quién diablos les habría ido con el cuento?

Ayden salió en auxilio de su hermano y le dedicó una mirada airada a Sir Darren, reprendiéndolo por su indiscreción. No le gustaría que Neall se enfadara con su madre por un comentario simple e inocente.

—Vamos, vamos, hay temas más importantes que atender que la vida amorosa de mi hermano. Sigamos. Como os venía diciendo, los hombres de Neall se mantendrán en paralelo flanqueando el grueso de mis hombres, en el lado izquierdo: Neall y Erroll, en el lado derecho Sir Symon y Sir Darren. Yo mismo iré a la cabeza y Sir William Brisbane con Mackenzie en la retaguardia, ¿de acuerdo?

Mo Laird —comenzó a decir Sir William Brisbane, preocupado porque el mellizo asumiera tan arriesgada posición él solo—. Sería imprudente que marchaseis solo al frente de los hombres. Os ruego reconsideréis dejar en el flanco izquierdo a Alex Mackenzie por vuestro hermano y que él os acompañe al mando. Yo me basto solo para cubrir la retaguardia.

—Bien, podría ser… ¿estáis de acuerdo, Neall?

—Será un honor, bráthair.

—Decidido, no hay nada más que hablar. Partimos en diez minutos, avisad y despedíos de vuestras mujeres.

Ellas andaban afanadas en las cocinas preparando guarniciones extras para lo que se les venía encima. Habían recibido con estupor las noticias sobre los ataques a las tierras al norte, justo en Beein ‘Ghlò. Un pulmón de brezales y multicolores plantas alpinas, zona de montañas de granito blanco. Era un terreno agreste, ideal para los rebaños de cabras, además de otras bestias con las que cualquier hombre temería encontrarse, si no fuera diestro con el arco. Una de las niñas que habían estado jugando en el patio entró como una corriente de aire fresco en medio del bochorno de la lumbre, anunciando que los guerreros se estaban preparando para partir en breve. Lady Annabella cogió un trozo de lienzo limpio y se secó las manos. Las historias traídas por los supervivientes eran funestas: tres aldeas habían sucumbido ante las llamas y sus habitantes habían sido masacrados sin piedad, solo las cabañas más alejadas habían corrido mejor suerte. Deidre abrazó a su señora, infundiéndole ánimo y templanza. No se sabía lo que sus hombres se encontrarían al llegar allí, si se encontraban algo.

Los despidieron con el corazón encogido, mientras no dejaban de pedir refugio familias enteras venidas de los flancos escarpados de la zona. Por lo que consiguieron sonsacar a esa pobre gente, todo un ejército había arrasado desde Braigh Coire, que era el pico central de la cadena montañosa de Beein, hasta el lago Valigan. Ninguno había podido decirle el número aproximado de hombres, a los que todos ellos llamaban «ejército», y deseó fervientemente que fueran las exageraciones de quien lo pierde todo salvo la vida. Sin embargo, todos coincidían en el carácter sanguinario de su acción, pues el ganado había sido robado, las tierras quemadas y no habían tenido piedad con mujeres, niños y ancianos. A todo el que se le había cruzado en su camino, le habían dado muerte pasándolos por la espada.

Lady Annabella se llevó la mano al pecho, entretanto tomaba resuello y se sentaba en las almenas para ver ocultarse el sol como cada día. ¿A qué demonios tendrían que enfrentarse ahora sus hijos? ¿Acaso su clan no había sufrido ya bastante? Pensó en Sir Alastair, su amado esposo y en voz baja le pidió, al tiempo que se disipaba el último rayo de sol en el horizonte:

—En vuestras manos los dejo, mo ghrà. Devolvédmelos sanos y salvos, os lo ruego.

 

 

Castillo de Blair Atholl, 26 de junio de 1334.

 

Sir Alastair cumplió su palabra. Al menos eso fue lo que pensó Lady Annabella cuando vio entrar a Ayden, Neall y al resto de los guerreros de una pieza. No había habido bajas entre los suyos y los cuatreros habían sido perseguidos y ajusticiados por los crímenes cometidos. Gracias a Dios el temido ejército apenas llegaba al centenar, pero habían aprovechado sus ropas oscuras y máscaras con rostros de animales salvajes, para infundir el temor a esa pobre gente. Esos desgraciados habían destrozado muchas vidas como para tener piedad o consideración y Lady Annabella no objetó nada al respecto pues, aunque odiaba la violencia con la que los hombres manejaban ciertas acciones, el inmenso dolor transmitido por los supervivientes de la carnicería, le llevó a desear durante días un castigo mayor del infligido incluso. Mujeres violadas, ancianos y niños tullidos… vidas sesgadas por un puñado de reses, o por no querer trabajar la tierra, quemándola, destrozándola, arrasándola sin piedad. La mano del diablo tenía que estar detrás de todo aquello. Unos simples cuatreros no osarían jamás cometer semejante ultraje. Lady Annabella deseó que alguno de esos malnacidos hubiera quedado con vida para interrogarlo, pero no habían hecho prisioneros. Los guerreros no solían hacerlos, salvo que fueran de noble cuna, o tuvieran un alto interés estratégico. Los prisioneros eran problemáticos en la mayoría de los casos y de un sablazo: ¡Zas! Un enemigo menos que les complicase la vida, alguien por el que ya no tendrían que preocuparse, si tuvieran que darle la espalda.

Los hombres venían cansados, había sido una semana intensa a la intemperie, sofocando el fuego de los campos, persiguiendo a los forajidos por las montañas escarpadas de Beein hasta el pronunciado valle del lago Valigan, auxiliando a los heridos y enterrando a los muertos para evitar la peste. Un dolor innecesario en medio de una tregua cogida con pinzas.

 

Al día siguiente de la partida de los guerreros, Leonor se había levantado, se había vestido y, por mucho que había insistido Deirdre en que no debía hacer ningún esfuerzo que pudiera empeorar el estado de la herida, se había ofrecido a ayudar como una más. La española era imprescindible pues, a falta de hombres, ella mejor que nadie podría salvaguardar el castillo, o frenar el ataque hasta pedir refuerzos. Como un resorte, la muchacha había olvidado su propio dolor y estado de reposo para dedicarse a ayudar en todo lo que dispusiera Lady Annabella. Cuando no estaba disponiendo a los escuderos en el adarve, se pasaba horas preparando ungüentos para las quemaduras o tisanas para curar la infección. La mala mano que tenía para el bordado contrastaba con la habilidad extrema que tenía con la aguja para coser heridas incomprensiblemente, siendo muy útil también para entablillar brazos y piernas. Leonor tenía un don especial con los niños y la perseguían agarrados a sus calzones y camisola sin una sola queja. Hasta al niño más triste conseguía arrancarle una sonrisa y pronto tuvo un pequeño ejército de fieles ayudantes dispuestos a hacer todo lo que estuviera en sus pequeñas manos por su màmag.

Leonor fue presentada a Leena como la protegida de Sir Symon Lockhart y de Sir William Keith de Galston, cosa que extrañó a la joven sobremanera, pero claro, ¿qué era si no eso para el clan Murray? Ambas muchachas se sorprendieron más de una vez mirándose, a lo que Leonor bajaba la mirada como muestra de respeto, o se excusaba saliendo de la estancia en cuanto tenía ocasión de hacerlo. Leena le inquietaba, no sabía por qué, pero lo hacía.

Elsbeth poco a poco fue recuperando la confianza en sí misma. La ausencia de Sir Symon le estaba dando un respiro para pensar, renovar fuerzas y, sobre todo, echarlo de menos. Si él había jurado que la quería pese a su desgracia, ¿quién era ella para dudar de su palabra? En todo ese tiempo había sido extremadamente cauto y paciente, había soportado constantes cambios de humor y duras palabras dirigidas hacia él por nimiedades, pero que tenían como base el profundo terror que le daba acercarse a un hombre. Sin embargo, esos días estaba tan radiante que nadie diría el calvario que había pasado hacía menos de un mes. Había comprendido que tenía dos opciones: morirse en vida o, simplemente, vivir. Estaba viva y se lo debía a Leonor, no hacía más que repetirlo día y noche. Leonor le quitaba importancia y se sonrojaba ante tanto cumplido. Se sentía fuera de lugar por primera vez en Blair Atholl y esa sensación le incomodaba, o quizás lo que realmente le incomodaba era el escrupuloso interés que tenía Leena por saber más sobre ella, sobre sus orígenes y su familia. La perseguía con mil preguntas y, en cierto modo, se sentía observada cual pájaro enjaulado. De ahí, que pasara poco tiempo con las muchachas de su edad y se dedicara con ahínco a las tareas que surgían fuera de las estancias del castillo, junto a la siempre afectuosa Lady Annabella. Decir que la sentía como una segunda madre era poco. La señora y Deirdre eran sus dos pilares fundamentales para no salir huyendo de allí tan rauda como Rayo, pero a lomos de Tormenta.

—¿Estáis bien, nighean? —le preguntó Lady Annabella cuando se percató de que la joven se había ensimismado a mitad de un vendaje y se le comenzaba a destensar.

—Sí, si disculpadme —replicó pidiendo perdón, mientras terminaba con presteza el vendaje de la pierna tras aplicarle ungüento con mimo.

—No se lo toméis a mal, no desea importunaros con su excesiva curiosidad, forma parte de su naturaleza —expresó Milady como si entendiera la preocupación de la joven española.

—¿De quién me habláis, mo baintighearna?

—Os hablo de Leena. Siempre ha sentido mucho aprecio por Neall, estuvieron a punto de fijar fecha para la boda cuando eran muy jóvenes… —dijo intentando suavizar de algún modo los sentimientos no correspondidos de la muchacha por su hijo—, y, como todos nos llenamos la boca con maravillas hacia vuestra persona, es normal que quiera conoceros mejor simplemente.

Leonor asintió, pero no dijo nada. Sonrió al herido y le dio una palmadita en el hombro a modo de despedida cuando hubo acabado. El anciano agradeció con una sonrisa desdentada los cuidados de la joven y se inclinó ante su señora. Ella repitió el gesto y el hombre se marchó.

—¡Vamos, Leonor! Este ha sido el último por hoy —exclamó con sencillez la señora, entretanto se incorporaba y se frotaba las entumecidas rodillas—. Id con Elsbeth y Leena y disfrutad de vuestra juventud, descansad, montad a caballo… cualquier cosa que os quite ese triste mohín de la cara. Mi hijo regresará pronto, ya lo veréis.

—Lady Annabella, yo…

—No digáis más, los años me dan el poder de anticiparme a cosas que los jóvenes aún parecéis no querer ver. No me neguéis lo evidente, puedo ver en cada gesto lo enamorada que estáis de él y no sabéis lo mucho que me complace. Vamos, marchaos antes de que esa pandilla de devotos seguidores y granujillas que tenéis a vuestro cargo comiencen a salir hasta de debajo de las piedras.

Leonor sonrió ante la idea de que los chiquillos comenzaran a salir como duendes de entre los arbustos y piedras, incluso montados a lomos de las ardillas rojas, tan abundantes en la zona en cualquier época del año. Respecto a Neall, no quería hacerse ilusiones, solo dejaba que fuera dueño de sus pensamientos cuando se disponía a irse a dormir. Entonces, irremediablemente, ocupaba cada fibra de su piel el recuerdo de sus apasionados besos, sintiéndose más viva que nunca entre sus brazos. «Vos y yo tenemos una conversación pendiente, mo baintighearna». Se lo había repetido tantas veces a sí misma abrazada al almohadón, que podría haberse quedado grabado en la tela de lino. No, no podía hacerse ilusiones. Nada había cambiado salvo el beso y la certeza de que la atracción sexual que había entre ellos era real y mutua. Nada más. Ella seguía siendo una desterrada don nadie por las circunstancias y él encontraría en cualquier otra mujer mil y una razones más convenientes que unirse a ella. Lo suyo era como el sol y la luna, por mucho que quisieran, en raras ocasiones coincidirían. Sin embargo y a pesar de ello, estaba feliz por las palabras de Lady Annabella, ese voto de confianza le abría una ventana, cuando ella veía cerradas todas las puertas.

La española se apresuró a asearse y se dio un largo baño en el río. El agua estaba fresca y lo agradeció. Cuando terminó, se desenredó los cabellos junto a la orilla y se los dejó secar al aire, formándose rápidamente en ellos caracoles serpenteantes. También se colocó una túnica sencilla de las que había arreglado Elsbeth expresamente de su madre para ella y se sintió por un instante una más, como si acabara de cruzar la puerta del zaguán y ante sí se encontrara en el vasto patio de luces de su casa de Malaqa y no en la agreste y húmeda Escocia. Se dirigió a los aposentos de las muchachas con el sentimiento de nostalgia agarrado al pecho. Seguro que estarían bordando a esas horas previas a la cena, tras el intenso día de remiendos y elaboración de los caldos y la salazón del pescado. Muy cerca de la alcoba de Elsbeth, escuchó un murmullo y risas. La voz de la pelirroja le llamó la atención por haber pronunciado repetidas veces su nombre. Se acercó a la puerta, pero temió entrar. Leena de pronto le comentó a Elsbeth que tenía que contarle un secreto e, instintivamente, Leonor en vez de entrar a la estancia pidiendo permiso o cualquier otra cosa por el estilo, aguardó y escuchó tras la puerta.

—Vuestro hermano se declaró poco antes de marchar.

—¿En serio? —exclamó Elsbeth, lanzando un gritito ahogado de júbilo entre risas.

—Chist… y la verdad es... que no sé qué hacer.

—¿Él… él os gusta?

Leena asintió, por lo que Leonor no pudo saber la respuesta de la joven, aunque lo dedujo por las muestras de alegría de Elsbeth.

—¡Oh, Dios mío! Al fin seréis mi hermana después de tanto tiempo. ¡No puedo creerlo! ¿Hablaréis con vuestro hermano Darren cuando vuelva?

—¿No es demasiado precipitado? Me gustaría, no sé, que me cortejara y me hiciera sentir mil mariposas por dentro, antes de hablar de un compromiso en firme con vuestra madre y mi hermano.

—Claro, claro… ¡Estoy tan emocionada que no sé qué decir!

Leonor tampoco, se sentía mareada, le faltaba el aire y eso contando con que el vestido carecía de corsé. Se deslizó apoyada en la pared, hasta quedar sentada en el suelo, de espalda a la puerta. En el interior de la estancia se oían risas y confidencias, pero ella no escuchaba nada, no oía nada y la habitación le daba vueltas, mientras la boca del infierno se abría a sus pies. Neall se le había declarado antes de marchar. A Leena. No podía creerlo o simplemente su mente se negaba a que hubiera sucedido tan pronto. Apenas un atisbo de felicidad y la cruel realidad se había impuesto con un mazazo. ¿Cómo podía besarla a ella mientras se comprometía con la otra? No podía ser, no. No, Neall no era así. ¿O sí? A fin de cuentas, ¿de qué lo conocía? Las lágrimas resbalaron por las mejillas de Leonor una tras otra sin poder pararlas, la angustia se apoderó de su pecho y las piernas no le respondían por más que se masajeaba las rodillas. Asiéndose como pudo a los salientes de las piedras de la pared, consiguió auparse a duras penas y tambaleándose, cruzó el pasillo, se agarró al pasamano de madera de la escalera de caracol y descendió como pudo.

El frescor del anochecer le dio un respiro y por fin pudo llenar los pulmones de aire y exhalar congoja. Un hipido precedió a otro torrente de lágrimas. Sin rumbo, vagó y se topó con las caballerizas, había llegado a ellas sin pretenderlo siquiera. Tormenta relinchó al verla y Leonor acarició con mimo las crines del caballo. Apoyando la cabeza en el amplio pecho de la bestia, musitó algo parecido a una plegaria y se montó sobre la bestia con cuidado.

—Vámonos, bonito, muy lejos, hasta donde pueda tocar el sol.

Dirigió a Tormenta a paso ligero fuera de las murallas y, poco a poco, el caballo fue cogiendo más velocidad. Un par de lugareños se hicieron a un lado para no ser arrollados por la joven. Las lágrimas enturbiaban su visión y deseó desaparecer para siempre y buscar a Sir William Keith, o aventurarse a volver a España a visitar a Isabel y a su padre, incluso. Marcharon hacia el horizonte saltando vallas, cruzando cercados y aspaventando a un grupo de gordas ocas que cacarearon, mientras iban anadeando hacia el otro lado del camino. Galopó y galopó, hasta que las lágrimas se le secaron en los ojos y no hubo un rayo de luz en el horizonte, apreciando que su cuerpo empezaba a responderle tan bien como antes.

Esa noche no apareció por el castillo, durmió a la intemperie con no más mantas que el vasto cielo de estrellas, en una de las orillas arenosas del río Garry. Tormenta no se alejó mucho de la joven, bebía y pastaba, mirándola de reojo como si por arte de magia pudiera esfumarse. Leonor soñó con Neall y sus besos, con el calor de su cuerpo y con un definitivo adiós. Comprendió que era el momento de claudicar si no quería encontrarse con el corazón hecho trizas en menos que cantaba un gallo. Él ya había decidido, pero ella no tendría por qué quedarse a verlo.

No había amanecido cuando los cascos de varios caballos la despertaron. Se incorporó e intentó esconderse, pero la descampada orilla dejaba pocos lugares para ello. De pronto, se vio rodeada por un pequeño grupo de hombres, rufianes, por las pintas que llevaban.

—Vaya, vaya… ¿Qué tenemos aquí? —preguntó uno con cara de cerdo con jactancia, reafirmándose como bufón del grupo y colocándose bien los calzones.

El cerdo se pasó el dorso de la mano por su mugrienta cara y la miró como si fuera un rico estofado que fuera a comerse tras meses hambriento. A Leonor se le revolvió el estómago solo de pensar las intenciones de esos majaderos, porque si algo pudo discernir sin esfuerzo era que los muy cabrones iban todos a una. «Ni arco, ni jambia… piensa, Leonor, piensa». Eran seis y no tenía nada con lo que defenderse aparentemente. Solo tendría una oportunidad de escapar. Con sopesada calma, se hizo la inocente y asustada, aunque bien mirado, era prácticamente ambas cosas. Envalentonados por lo fácil que sería hacerla suya, se bajaron de los caballos y fueron cerrando el cerco alrededor de ella. En el momento que el hedor del aliento de uno de ellos le llegó a provocar arcadas, se llevó las manos a los labios y silbó con toda la fuerza que sus pulmones le permitieron.

De la nada, salió un encabritado Tormenta que arremetió contra los sorprendidos hombres, por lo que Leonor aprovechó para coger las riendas al vuelo y montarse sobre él. Los cuatreros intentaron parar el endemoniado caballo y tirarla al suelo, pero ella consiguió zafarse desde lo alto. El corcoveo encabritado de Tormenta parecía estar ayudando a desasirse de los insistentes hombres. De un brinco, la bestia consiguió el espacio suficiente para echarse a galopar y alejarse. A medida que tomaba distancia, pudo empezar a pensar con claridad. Había sido muy imprudente al quedarse dormida al raso, sin un arma con la que protegerse y ahora podría estar muerta. Escuchó los cascos de los caballos a lo lejos, pero sabía que jamás los alcanzarían, pues Tormenta era muy superior en la cabalgada a cualquiera de esos jamelgos.

Siguió volando perseguida por tres de los seis bellacos. ¿Dónde se habrían metido los otros tres? Dudaba mucho que hubieran cejado en su empeño. No por ella, claro está, sino por Tormenta. Un caballo así se vendería por un altísimo precio en cualquier mercado, era un caballo de guerra árabe, poco común en esas tierras. Era joven, de buena planta y a todas luces, enseñado. Un caballo digno de un rey y que, aunque consiguieran alcanzarla, jamás dejaría que lo montara alguien que no fuera su legítima dueña. No había terminado de enumerar las virtudes de su amigo cuando, de la nada, salieron los otros tres. El mugriento con cara de cerdo a la luz del día era aún más feo de lo que lo recordaba y espumaba más baba que el propio caballo que montaba, un buen alazán, posiblemente robado a algún noble. Los otros dos estaban cerca y a los tres últimos ni los veía de lo lejos que estaban.

Leonor espoleó a Tormenta y viró hacia la villa, consiguiendo sacar a sus perseguidores más ventaja. Los aldeanos la reconocieron y fueron a saludarla. Cuando se dieron cuenta de la apurada situación, sus rostros se demudaron y comenzaron a gritar: «¡¡¡Auxilio, auxilio!!!», mientras los más pequeños lanzaban piedras al paso de los malhechores. La algarabía los siguió hasta el castillo y pronto acorralaron a los instigadores. Los tres rezagados se quedaron a lo lejos, sopesando el panorama, pero no tardaron en salir despavoridos en retirada en cuanto vieron a los labriegos armados con azadones y hondas. Los tres cuatreros, que habían sido rodeados, intentaron apartar a los aldeanos de su camino, pero estos se mantuvieron firmes. El más peligroso, el mugriento con cara de cerdo, consiguió hacerse paso echando el caballo encima de un anciano, al que derribó dejándolo aturdido en el suelo.

La española cogió el arco de uno de sus compinches, pero había tanta gente alrededor, que temió poder herir a un inocente. Se acercó a la cabeza de Tormenta y le susurró un: «Estaos quieto amigo» y le gratificó con una palmadita, por ser tan bueno siempre con ella. El caballo relinchó a modo de respuesta, muy quieto. Ella se aupó de rodillas primero y se levantó erguida sobre el lomo de la bestia después, guardando el equilibrio. Hacia al menos siete años que no se subía así en un caballo y no era tan alto como Tormenta, por lo que dudó por un momento que pudiera caerse. Afianzando los pies, volvió a tensar el arco y apuntó al mugriento, como en su mente le había apodado desde el primer instante que lo vio, disparó la saeta y dio en el blanco. Todas las miradas fueron primero desde Leonor montada de pie sobre Tormenta y, luego, al cuatrero que caía del caballo con una flecha clavada en la nuca. Una exclamación de asombro y animosidad acabó en clamor general y los dos cuatreros se arrodillaron pidiendo clemencia. Leonor se apoyó en sus muslos y se volvió a sentar sobre el caballo. Esas muestras de devoción por parte del populacho la ruborizaban. Eran gente humilde y fácilmente impresionables, si no hubiera sido porque el cara de cerdo se escapaba, no hubiera alardeado de destreza ante los del clan. Eso lo tenía más que claro, cristalino.

Los apresados fueron conducidos al castillo de Blair Atholl entre el griterío de los niños y el murmullo de la proeza de Leonor en boca de los mayores. Ella cabalgaba cabizbaja, intentando llegar lo más tarde posible a su destino y sonriendo a medias cuando algún aldeano se dirigía a ella y le hacía como que disparaba con el arco. Todos la siguieron: Jon Farlie, el panadero; Margie McGregor, la lechera; William Erskine, el nuevo herrero... Todos y todas, incluida Malen, a la que no había vuelto a ver prácticamente desde el baile.

Leonor se bajó del caballo, a medida que se acercaba al castillo, sentía que le faltaba el aire. Sabía que todo formaba parte de su imaginación, que realmente no había nada que le impidiera seguir respirando con normalidad, que solo se trataba del miedo mordisqueándole las entrañas...

Malen se acercó a ella. Era la primera vez, después del baile de Samhuinn, que la mujer se dignaba si quiera a mirarla. No obstante, ¿no debería de haber sido al contrario? No, ninguna tenía derecho a reprocharse nada realmente. En todos esos meses que había estado trabajando para el clan, Malen nunca le devolvió un saludo o una sonrisa. Simplemente la ignoraba y seguía su camino. A Leonor le daba igual a qué dedicara su tiempo, profesionalmente hablando, ella no era de juzgar al prójimo, aunque le sorprendió que hubiera sido la acompañante de Neall para la fiesta y que entre ellos hubiera tanta... tanta cercanía, por así decirlo.

—Ha sido un tiro magnífico, Milady.

—Gracias, mas habría preferido no tener que hacerlo.

—No sois mujer de halagos, os sonrojáis como una doncella por nada —le dijo sonriendo Malen.

¿A qué venía tanta amabilidad? No era que desconfiara de sus intenciones, pero le sorprendía sobremanera ese cambio de actitud. Su cara debía estar reflejando cada uno de sus pensamientos porque la rubia dijo en voz baja:

—No pretendía incomodaros, Milady.

—¿Puedo preguntaos algo? —Asintió—. ¿Por qué ahora?

—Confío en el criterio y buen gusto de mi señor.

Leonor hizo una inevitable mueca de no entender de qué le estaba hablando y Malen comenzó a reírse a carcajadas.

—No me puedo creer que seáis tan inocente… ¿De qué árbol os habéis caído?

Leonor fue a protestar por el comentario, pero solo consiguió abrir la boca y sonrojarse aún más, por lo que la mujer volvió a reírse con ganas.

—Simplemente, no comparto vuestra opinión —consiguió decir o más bien balbucir.

—¿En serio?

¡Pero qué mujer tan desvergonzada!

—Por supuesto, Ayden siempre...

—¡No me refiero a Ayden sino a Neall!

Leonor lo había entendido a la primera, pero no quería descubrir todas sus cartas ante una mujer tan... hábil.

—Quizás si hablarais sobre Lady Stewart compartiría vuestra opinión.

La desarmó y colocó justo donde quería. Leonor se felicitó a sí misma por haber conseguido parecer convincente y decir la frase de un tirón. Malen la miró intrigada y por fin le respondió con una traviesa sonrisa:

—¿Y por qué tendría que hablar de ella si puede saberse?

—¿Quizás porque es su prometida?

—¿Su prometida? ¡Ja!

Esta mujer descarada no tenía cura, pero ciertamente podría decirse que hasta se estaría divirtiendo de no ser porque le estaba recordando que pronto Neall sería de otra y que ella no podría evitarlo.

—Es cierto. Yo misma escuché como se lo decía Leena a Lady Elsbeth.

—Lo siento, mo baintighearna. Pero tiene que haber un error, ¿por qué iba a comprometerse con ella ahora que está enamorado de vos, cuando la rechazó en su día?

—Él no...

—¡¡Baintighearna, baintighearna...!!! —las interrumpió uno de los mocosillos que iban siempre pegados a sus perneras—. ¡Los hombres han vuelto!

Malen desapareció entre la muchedumbre y por más que la buscó para que le aclarara lo que le había dicho o para justificarse ella al menos, no consiguió distinguirla entre el gentío.

Las murallas se impusieron a sus pies. No se había percatado de lo cerca que estaban con la conversación y el mocosillo seguía agarrado a su camisola, mientras se metía el pulgar de la otra manita en la boca. A Leonor le hizo gracia el gesto despreocupado del niño y lo cogió divertida en brazos, apoyándolo en su cadera. Se olvidó de Leena, de la conversación con Malen, de todo, de todos menos de Neall, al que descubrió mirándola con una devastadora intensidad. Comenzaron a temblarle las piernas y tuvo que dejar al pequeño en el suelo. Hubiera deseado correr y abrazarlo fuertemente, sentir de nuevo su acerado pecho y el latido de su corazón, pero se contuvo. Él ya había hecho su elección, la más acertada para su clan: Leena era hermosa, de buena familia y pronto se ganaría a todos con su simpatía, su belleza o simplemente por ser la esposa de su señor, si no lo había hecho ya. Ella no tenía nada que ofrecer y lo sabía.

Como había hecho hacía un momento Malen, intentó escabullirse y pasar desapercibida entre la masa de gente. Lo que menos le apetecía en ese momento era escuchar que sus besos habían sido un tremendo error y que estaba enamorado de otra, porque ella sí estaba enamorada de él, desde que escuchó su risa en Aberdeen y sintió el loco deseo de perseguirlo durante toda la festividad de San Miguel, hasta el campo de tiro con arco. Ese día Cupido debió comerse su corazón bien asadito y ensartado en la flecha de Sir Kenion Strathbogie, pensó con amargura, porque desde entonces, su alma le pertenecía, le pertenecería para siempre.

Neall intentó seguirla en paralelo, para no perderla de vista, pero salió su madre al paso y no pudo continuar. «¡Diablos, diablos, diablos!», pensó el joven capitán visiblemente contrariado.

Leonor había estado una semana cosiendo heridas, dando ungüentos y sustanciosos caldos y tisanas que revitalizaran los cuerpos de los desamparados. Siete sofocantes días sin tener noticias de «su hombre», cruzando los dedos porque no fuera una burda patraña para tomar el castillo, bajo en esos momentos de defensas. Para llegar el día de su regreso y no ser capaz de enfrentárselo a la cara. «Cobarde…». Una semana sin verla, sin besarla, sin impregnarse del olor de sus cabellos y ahora se le escabullía como el humo. Su madre vio la impaciencia por buscar a la joven y lo dejó que siguiera su camino. Ella ya tendría una charla con la muchacha más tarde. No se le olvidaría fácilmente el susto que le había dado no encontrarla ni en sus aposentos, ni en la cabaña que a veces ocupaba en la villa.

 

Leonor se escondió en las caballerizas, se escondió literalmente para que no la encontrara Neall. Temblaba como si se hubiera bañado en pleno invierno en el lago y no fuera a secarse nunca. Se acuclilló y sollozó como una niña desvalida, con las manos sobre los ojos, tapándose parcialmente la cara. ¡Neall estaba comprometido…! Suspiró. Parecía un dios hercúleo sacado de los relatos griegos, un Alejandro Magno deseoso de alcanzar el Olimpo con sus gestas. Tormenta la había seguido y le daba con la cabeza sobre su pelo, como si quisiera consolarla... tarea difícil, descubrir la intensidad con la que la miraba le había hecho el cuerpo agua. «Cálmate, Leonor, cálmate…», se decía en vano. «Cuando la rechazó en su día…». No se cansaba de repetir las palabras de Malen. Así la encontró al rato Ayden al dejar su caballo, aunque la muchacha consiguió disimular rápidamente dedicándose a revisar las herraduras de Tormenta.

—¿Leonor? ¿Qué hacéis aquí? Neall os anda buscando —le dijo, mientras sacaba las alforjas de su caballo tordo y le aflojaba las cinchas—. Todo el mundo anda como loco contando vuestra proeza sobre Tormenta. ¡Menudo tiro! ¿No? Me hubiese encantado verlo. Levantarse sobre semejante caballo y atinar a tal distancia y ¡justo en el cuello! Incluso los otros dos cuatreros lo andaban contando maravillados...

Leonor siguió callada y él prosiguió en el arrebato más grandilocuente que habían tenido desde que se conocían.

—Nunca dejaréis de sorprendernos... está claro. Nosotros nos pasamos una semana persiguiendo a esos granujas, que gracias a Dios no era un grupo de más de cien hombres, bien entrenados, eso sí y resulta que el jefecillo de los mentecatos se nos escapa y topa con Leonor, la Justiciera. Pobre...

—Sí, pobre —repitió Leonor que no estaba al hilo de la conversación y miraba constantemente la puerta del establo por si venía Neall.

—Pero si he de seros sincero, yo me preocuparía más por cómo se va a tomar Neall que hayáis salido durante toda la noche, tan lejos y sola —dijo, haciendo mucho énfasis en la última palabra—. ¿En qué estabais pensando, mo baintighearna? Mi madre y mi hermana estaban preocupadísimas y Deirdre echa un auténtico basilisco cuando vio que tampoco habíais pernoctado en la villa...Tampoco creo que a Sir Symon le haga mucha gracia, la verdad.

—Sé cuidarme sola, Ayden. Al único hombre al que tengo que darle explicaciones de mi conducta está tan lejos que no creo que ni recuerde que tiene una hija.

Enfadada salió del establo ante un Ayden atónito. ¿Qué se había perdido? Cuando había hablado con su hermano le había contado, evidentemente sin mucho detalle, sus escarceos con la joven. Las pinceladas de lo que le había referido y la sonrisa eterna de su hermano esa semana no daba a pensar otra opción: si no estaban ya comprometidos, lo estarían muy pronto. Intentó recapitular toda la conversación o más bien el monologo que había mantenido. Nada. Nada que le pudiera haber ofendido o eso, al menos, pensaba él.

—¡Mujeres, no hay quien las entienda! —masculló sin más, resoplando.

Gesto que Gigante imitó a la perfección.

Ayden salió de las caballerizas y se encontró con Leena, su bellísima y resplandeciente Leena que, «¡oh, válgame Dios!», parecía que lo estaba buscando. Su pecho se hinchó cual ave que inicia el cortejo y sus ojos verdes chispearon con alegría. La muchacha lo abrazó y se dejó caer lánguida entre sus brazos, mientras le rodeaba el cuello. Ayden comenzó a tartamudear inexplicablemente. Ni en la batalla de Halidon Hill, cuando todo estaba en contra del que era realmente su bando, su cuerpo había reaccionado de semejante manera. Leena sonrió, con unas de esas sonrisas que dejaban ver hasta las muelas, y lo calló con un beso. Ayden frunció el entrecejo un par de segundos, los justos para reaccionar y comerle la boca con el deseo incontrolado de once años de espera. Con un brazo sujetó sus hombros y con el otro la elevó por las caderas, clavándola muy cerca de su apremiante erección.

—¡Oh! —alcanzó a susurrar ella con los ojos entornados y la boquita como un piñón.

Pero Ayden no quería seguir hablando, tanto tiempo se le había negado por prudencia el acercarse a Leena que, ahora que la tenía a su alcance, no desaprovecharía ni un pestañeo por beber de su boca su dulce miel. Leena le respondió el beso con fervor y los hombres de Ayden que se iban acercando a dejar los caballos, se codeaban atónitos ante la escena y alguno de ellos silbó, atrayendo la mirada del resto.

Neall miró desde lejos a su hermano y sonrió, pasándose la mano por la mandíbula. ¿Dónde demonios estaría Leonor? Se moría de ganas de estrecharla en sus brazos y sentir el calor húmedo de su piel. Todo el día estuvo buscándola y todo el día estuvo sin encontrarla. Leonor no era de las que dejaban rastro al que aferrarse, al menos no un rastro que pudiera seguirse sobre el terreno, otra cosa era en el corazón. La había añorado, había pensado constantemente en ella y en su breve y ardiente encuentro. La deseaba como nunca había deseado a ninguna mujer y el sentimiento de posesión y pertenencia cada día se arraigaba más en él. Una semana, una larga y tediosa semana sin ella, pensando en las palabras adecuadas que la hicieran al menos sopesar la posibilidad de ser su esposa. Preguntó a todo el que se cruzaba sí la había visto, pero siempre hallaba la misma respuesta: «No».

¿Dónde se había metido? ¿Acaso no quería verle? Maldijo por lo bajo por no haber dado opción a esa posibilidad antes. ¡Diablos! ¡Pero si no le había negado en ningún momento el beso, incluso juraría ante la Biblia que había sido ella la que había tomado la iniciativa! Tan seguro había estado de la fortísima conexión, casi magnética, que habían sentido... Sí, habían, en plural, pues algo así era imposible de ocultar y mucho menos de fingir. Tan seguro estaba...

Mo caiptean, Lady Elsbeth me ha mandado a buscaros, ruega vuestra presencia en el salón —dijo Alex a la vez que se cuadraba.

—Ahora iré, gracias.

Mo maighstir, si me lo permite...

—Hablad sin pudor lo que tengáis que decidme.

—Solo quería… yo solo… Tened paciencia, mo maighstir. Leonor es como un ruiseñor, dejaría de cantar al verse en una jaula de oro.

—¡No es mi intención encerrarla...! —exclamó entre atónito y divertido Neall por el lenguaje utilizado por su segundo. Esta Leonor los convertiría a todos en bardos con un solo pestañeo.

—Lo sé —dijo azorado por no haberse explicado con suficiente claridad.

—No os preocupéis Mackenzie. Os he entendido perfectamente —sonrió—, pero os repito que no es mi intención presionarla, ni obligarla a hacer nada en contra de su voluntad... —suspirando, ante lo obvio, le preguntó a Alex Mackenzie, sin saber muy bien si quería saber la respuesta—. ¿La queréis?

—¿Quién no podría quererla? ¡Es un ángel!—y con las mismas, se marchó, un poco enfadado consigo mismo por haber mostrado sus sentimientos a sabiendas de lo que sentía su capitán por Leonor y Leonor por su capitán.

Neall se quedó pensativo… «¿Quién no podría quererla?».

Mirando a través de las almenas cómo se empezaba a ocultar el sol, el joven capitán no se percató de que había llegado su madre, como hacía cada día al atardecer, a despedirse de su amado esposo. Siempre le dedicaba unos minutos a contarle el día y se reía con las anécdotas pasadas, no era que Lady Annabella se hubiera vuelto loca, era que lo añoraba mucho y era la única forma que había encontrado para sobrevivir al duelo. Eso, las largas conversaciones con Sir William Brisbane y las historias que le contaba Leonor y que la divertían tanto.

—No esperaba encontraos solo aquí, mac. ¿Estáis bien?

—Todo lo bien que se puede estar, màthair.

—¿Aún no la habéis visto?

—No, màthair —negó, dando por sentado de que hablaban de Leonor, bajando los ojos y mordiendo el labio inferior con rabia mientras apoyaba las manos en la almena y estiraba los músculos de las piernas.

Lady Annabella dudó si decir lo siguiente, pero creyó que lo más conveniente era poner a su hijo al tanto de sus sospechas:

—Creo que la presencia de Leena estos días ha podido tener algo que ver con su actual comportamiento.

Neall la miró en silencio y después habló:

—¿Por qué lo decís? —dijo, obviando el horizonte y prestando interés a lo que decía su madre.

—Ayer por la tarde estaba muy callada. No es normal verla últimamente sin sonreír —Neall arqueó una ceja como si lo dudara—. Conmigo siempre se muestra serena, divertida y muy habladora. Como os decía, ayer algo le preocupaba, de eso estoy segura. Le pedí que pasara un tiempo con tu hermana y Leena. Al principio rehusó, pero como insistí, fue. Parecía que la había convencido porque llegó a ir a los aposentos de tu hermana... —Neall escuchaba con sumo interés la historia que le relataba su madre, intentando entender por qué le rehuía Leonor—. Desde aquí, la vi salir como un relámpago con Tormenta, pero por más que grité no me escuchó. No podría asegurártelo, pero me pareció que lloraba. Por eso, cuando llegó la noche y vi que no había regresado ni al castillo, ni a la cabaña que a veces ocupa en la villa... Me preocupé y mucho. Debéis hablar con vuestra hermana. No lo dejéis pasar, Neall, y tened paciencia si amáis a Leonor, pues ha sufrido mucho.

¿Por qué todo el mundo le pedía que tuviera paciencia? ¿Era un ogro o algo por el estilo? Neall miró los azules ojos de su madre. Era realmente hermosa, como una flor de primavera que perdura lozana hasta el otoño. Su madre sabía la historia de la joven. Seguramente, Leonor se había sincerado con ella desde el principio y le satisfizo sobremanera que no le importara lo más mínimo, porque a él no le importaba más que el daño que le habían hecho. Jamás renunciaría a casarse por amor después de haberla conocido. Neall se despidió de su madre con un cálido beso.

Lady Annabella sonrió. «¡Se parece tanto a su padre!» Esa dulce muestra de afecto la llevó a tiempos felices y pasados, tiempos en los que nada más importaba, si estaba él con sus niños en los brazos o contándoles un cuento, mientras ella bordaba al calor de la chimenea. A veces se separaba lo justo de la labor como para ver que todos se habían quedado dormidos, incluido Sir Alastair, y ella llamaba a Deirdre para que la ayudara a acostar a los niños. Eran tiempos felices, otros tiempos.

Siguió los pasos de su hijo y se encaminó al salón. Había una gran fiesta de bienvenida. El almuerzo había sido sobrio, pues los hombres estaban cansados y deseosos de volver al hogar, pero ya recuperadas las fuerzas, el buen ambiente, las risas y las continuas jarras de cuirm, hidromiel y uisge-beatha ayudaban a olvidar las labores de reconstrucción que comenzarían a la semana siguiente. Neall se sentó al lado izquierdo de su madre, en la mesa principal. Ayden ocupaba el lado derecho, el del Laird, junto a Leena y Sir Darren. Al lado de Neall, se sentaron Elsbeth y Sir Symon. Erroll se sentó en la mesa del centro del salón, junto a los hombres de Neall y compartían confidencias, mientras atacaban los platos de asado con voracidad.

Y de pronto apareció ella y Neall dejó de respirar. Apareció con un sencillo vestido de paño fino rojo sangre, el pelo recogido en un moño, con la peineta que le había visto llevar por primera vez en Rowallan. Estaba hermosa, muy hermosa... tanto que se sintió mareado. Leonor se sentó entre Erroll y Alex, enfrente. Sir William Brisbane hacía gestos muy grandilocuentes, posiblemente, porque ya llevaba más de cinco jarras de cuirm en el cuerpo, y se levantó e hizo como si tirara con el arco entre risas. Debían de estar recordando la anécdota del día, de cómo había derribado al cuatrero con una flecha y de pie a lomos de Tormenta. Ella se rio ante las ocurrencias del viejo Sir William Brisbane y se sonrojó un par de ocasiones, llevándose las manos a la boca y poniendo los ojos en blanco.

El joven capitán consiguió volver a respirar y se espetó para sus adentros que debía mantener el control. Leonor miró al estrado fugazmente y se sorprendió del orden en el que estaban sentados los comensales, pero no dijo nada. Su expresión de leve entrecejo fruncido no pasó inadvertida para Neall, que se negaba a dejar de mirarla siquiera un segundo, por miedo a que se desvaneciera como por obra de las banshee. Neall clavó el tenedor en la mesa, sin perder detalle, y sin darse cuenta, lo dobló. Quería estar junto a ella, reírse con ella, sentirla a su lado, observar de primera mano cómo se sonrojaba y como le temblaba el labio inferior cuando estaba cerca o la candorosa y seductora bajada de pestañas para evitar cruzarse con su mirada y que lo ponía frenéticamente erecto. Ese poder tenía Leonor, con un susurro, un beso o una caricia y polucionaría como un adolescente.

Elsbeth, dejó por un momento de hacerle carantoñas a un embobado Sir Symon y captó la atención de su hermano pequeño, preguntándole por qué no se reunía con sus hombres. Allí se aburría, era evidente. No era que lo echara, se dijo Elsbeth, temiendo que su hermano la malinterpretara. Era que la muchacha de sus desvelos estaba ahí, a tiro de piedra. O la raptaba como hacían sus ancestros isleños o terminaría con la cubertería de todo el castillo. Neall la miró por un instante y recordó la conversación con su madre en las almenas.

—Elsbeth, ayer… ¿No os dijo Leonor a dónde iba cuando fue a veros?

—Ya se lo he dicho a madre. No sé a dónde iría cuando entró en la torre de homenaje, pero no fue a nuestros aposentos. Os lo aseguro. Al menos, no entró, ni llamó. Leena y yo estuvimos toda la tarde bordando el ajuar y poniéndonos al día.

—¿Y desde cuándo estos dos...?

—Ya veis, bràthair. Ayer me confesó que le gustaba, que se había decidido, que la vida era para vivirla y yo lloré de emoción. ¡Son tantos años los que lleva Ayden suspirando por su amor...! ¿No es lo más romántico del mundo? —miró a Neall con vergüenza y se disculpó— ¡Oh Neall, no me he dado cuenta de que...!

—No pasa nada —murmuró, enterrando sus pensamientos en el tenedor engurruñado.

—¿No habéis hablado aún con Leonor?

—No, Elsbeth. Me rehúye y madre me ha dado a entender que podía ser debido a que Leena estuviera aquí, pues ayer la vio salir llorando del castillo, poco después de que dijera que iba a veros.

—¿Sobre qué hora dice madre que vino?

—Faltaría poco para anochecer... —comenzó a decir Neall.

—¿Pensáis que pudo escuchar parte de la confesión de Leena y rumiar que se trataba de Neall y no de Ayden? —expuso rápidamente Sir Lockhart, que se había mantenido discretamente en un segundo plano.

El caballero aprovechó para devolverle una caricia en la mejilla a su prometida de camino y ésta le respondió con un divertido guiño. Sir Symon suspiró aliviado, desde aquel ardiente beso al pie de la escalinata, Elsbeth se había cerrado en banda a él y estas eran las primeras muestras de cariño que le profesaba, en dos palabras: «era feliz».

—Puede ser, mo ghrà, porque justo antes habíamos estado hablando de vosotros y cuando me habló de Ayden, ella… Ella no lo nombró específicamente.

—Estáis tardando en sacarla de su error, Neall. Ha debido escuchar en la villa que habíais estado prometidos antaño y ha atado cabos con cuerdas equivocadas —se carcajeó Sir Lockhart, mientras se echaba atrás en la silla y apuraba su tercera copa de uisge-beatha.

Neall pensó que podría tener sentido todo lo que decían. El que hubiera salido con prisas del castillo, sin decir dónde iba ni dar explicaciones, podría ser por un ¿ataque de celos? ¿Sería tan afortunado como para pensar que Leonor lo amaba tanto como para ello? Al menos era una ventana abierta en un cuchitril sin puertas. Tenía que intentarlo, tenía que quitarse de una vez la incertidumbre que le desasosegaba el cuerpo. Se levantó y se dirigió a la mesa de sus hombres, donde Leonor reía arropada por las dos grandes moles de músculos que tenía a los lados y por las continuas tonterías que hacia Sir William Brisbane. «¿Desde cuándo su tutor era gracioso?», pensó Neall, hasta eso debía ser parte del influjo de la joven española.

Cuando se acercó, Leonor dejó de reír de golpe y se ruborizó. Al verlo, lo primero que pensó fue en lo bien que le sentaba el feileadh mor; después, en que a los dioses griegos y romanos debería estarle prohibido pavonearse entre los mortales, para evitar que estos cayeran rendidos a sus pies sin remedio. Leonor tragó saliva, pues sintió la boca de esparto cuando sus verdes ojos de bosque de invierno se posaron en ella, recorriendo cada palmo de su piel. ¡Uf! Tembló. ¿La temperatura había subido considerablemente en el salón, o era esa su sensación? Qué Dios la protegiera, porque aunque estuviera prometido a otra mujer, ella solo pensaba en yacer entre sus brazos una y otra vez. ¡Si Don Quintín, el cura, la escuchara blasfemar de aquella manera se moriría de nuevo, pero esta vez de síncope! Leonor se humedeció los labios instintivamente e intentó no seguir perdiéndose en sus ojos en vano.

Neall se apoyó sobre uno de sus musculosos brazos, justo en frente de Leonor, con la manga de la camisa arremangada a media altura y esa expresión traviesa que le dibujaba un hoyuelo en la mejilla izquierda. Leonor resopló, abanicándose con la mano, y pensó que se desmayaría si la seguía provocando de esa manera, por lo que exhaló un suspiro que hizo que Erroll sonriera. Odiaba ser tan expresiva, era como ser un libro abierto, o asomarse a las cristalinas aguas del lago.

—Os voy a privar de la señora —intervino Neall, tendiéndole la mano libre que hasta entonces descansaba en la espalda—, ¿me permitís?

Tanto Erroll como Sir William Brisbane asintieron. A Alex le costó más reaccionar, pero al final dejó hueco suficiente para facilitar que ella se levantara fácilmente.

—Claro, si me disculpan…

Leonor se levantó con parsimonia, mientras se mordía el labio con fuerza con sus dientes pequeñitos y blancos. Inhaló de nuevo profundamente, en un intento de recuperar la compostura, y evitar que notara lo mucho que le temblaban las manos. Neall le sonrió abiertamente e hizo una pequeña inclinación de cabeza cuando ella posó su mano sobre la de él. Leonor titubeó al salir del banco en el que estaba sentada y retiró la vista con timidez, fijándose sin querer en la coba que se daban Ayden y Leena. Los ojos de Leonor se abrieron sin disimulo y de su boca nació un «¡oh!», esclarecedor y Neall no pudo por menos que sonreír al comprender que sus sospechas no habían sido infundadas. Leonor intercambió una significativa mirada con Neall y puso su mano sin dudarlo en la de él. ¡Por fin! Algo inexplicable los unió en el momento en el que se entrelazaron sus dedos, una especie de corriente mágica, de conexión irracional que marcaba un antes y después en su relación de altibajos, de quieros y no puedo.

La noche clara los recibió y una suave brisa hizo ondear la hermosa mata de pelo castaño ceniza. Neall captó algunos rizos sueltos y se los apartó del rostro, otros los enredó en su dedo índice y jugueteó con ellos. Anduvieron hasta la muralla y pasearon en silencio hasta el río. El bosque los engullía entre sombras, pero ambos se sentían tan bien que no importaba que caminaran en la oscuridad y por intuición. El sonido rítmico del agua puso el fondo melódico en la escena. Todo era tan romántico que parecía sacado de un cuento, de esas bellas historias que leía en los libros de gestas.

Leonor estaba en una nube, andaba sin andar, absorta en cada movimiento de Neall. Él, en cambio, no se perdía un detalle, memorizando cada paso, cada sonido, cada curva de ella. Siguieron callados hasta llegar a la orilla, con las manos entrelazadas, como un par de enamorados que buscan su propia intimidad. Se sentaron en la hierba, bajo un gran roble, de cara a la orilla bulliciosa del río Tilt. Leonor apartó la mano con timidez, mientras devolvía un mechón de pelo tras la oreja. Neall la miró como siempre la miraba, con el corazón en la mano y la mente preñada hasta el tuétano.

La luz de la luna acariciaba su rostro y hacía brillar el pelo sedoso de Leonor. Neall evitaba pestañear, por si se desvanecía. Le tocó el rostro para hacerla más real. La tocó, no pudo resistirse, y le deshizo una a una las trenzas de su pelo.