CAPÍTULO 21 – LA HUIDA

 

Castillo de Blair Atholl, 15 de agosto de 1334.

 

La mañana del sábado había comenzado con el olor a tierra mojada y a hierba fresca tras la tormenta nocturna. Leonor se asomó a la ventana e inhaló el aroma a fresco del amanecer. Se recolocó el plaid al sentir cómo le castañeteaban los dientes. Habían sufrido una calima propia de Al-Ándalus hacía tres días, mas el día de su boda amanecía con Thor blandiendo su espada y cortando el cielo en pedazos. Sin embargo, respiró tranquila al comprobar que las nubes corrían demasiado rápido como para pararse a descargar la negra tromba encima de Blair Atholl. El panorama era tan bello como escalofriante. Los rayos se sucedían con los truenos y estos con el siguiente resplandor, tan seguidos que la española había perdido la cuenta.

Era un magnífico espectáculo para ver cualquier otro día, pero no ese, no el día de su boda. Quizás a media tarde, la lluvia fina y constante que acompañaba a las nubes diese una tregua, si bien, a decir verdad, no las tenía todas consigo. Un nuevo rayo dibujó un zigzag en el horizonte, haciendo resplandecer hasta el más oscuro rincón del paisaje. Como si el cielo hubiera recibido un cruel latigazo, crepitó en un sonoro y desgarrador trueno a los pocos segundos, que hizo estremecer a la española. Apenas había podido conciliar el sueño en toda la noche, no por la tormenta… claro, aunque también por ella, sopesó. No estaba acostumbrada a que en pleno verano cayera el diluvio bíblico, ni siquiera en esos cuatro años y en pleno invierno, había oído caer la lluvia tan virulentamente.

«Esto no puede ser bueno para los campos…», pensó, mientras se tapaba los oídos y contaba hasta tres. Pero, ¿qué importaba? Todo estaba preparado para partir al día siguiente. Sir Kenion Strathbogie, conde de Atholl, no era hombre de esperar y el plazo para que desalojaran sus tierras cumplía en unos días. Si la fruta aún colgaba a medio madurar de los árboles y se veía seriamente dañada a la hora de la recolecta, por culpa de la tormenta, ya no era preocupación del clan Murray… lamentablemente. Nadie quería pensar cuál sería el destino de tantos años de trabajo y esfuerzo. Tal era el odio que Sir Strathbogie sentía por los Murray, que nadie dudada que Blair Atholl sufriría una devastadora e inigualable transformación.

Volvió a la cama y se colocó el plaid del clan Douglas a sus pies, como siempre hacía en las estaciones más húmedas. Sobre una colcha fina de verano, con la espalda apoyada en el gran cojín de plumón, abrazó sus rodillas y se meció en un nervioso vaivén. Se frotó las pantorrillas, sintiendo algo de frío, a pesar del abrigo de la camisola y la manta. Ya no había postura que no hubiera probado para conciliar el sueño, pero este se resistía indudablemente. Leonor suspiró y observó la habitación casi vacía con nostalgia, pues había sido su primer hogar, después de mucho tiempo de vagabundear y hospedarse en pequeñas posadas en el mejor de los casos o ante la inclemencia de la intemperie. Un nuevo resplandor iluminó por entero la estancia y, hecha un ovillo, comenzó a contar mentalmente hasta que el trueno rugió. Siete. La tormenta se iba alejando por fin. «Ya iba siendo hora», masculló entre dientes, con una mueca de fastidio. Le había costado un par de horas decidirse a abandonar las tierras de los Murray. A ellos, en cambio, les costaría mucho más que eso.

La verdad era que le habría gustado prestar más atención a los presagios de su casi abuela Khalida, cuando le hablaba de las infinitas supersticiones que regían el destino y la vida de los hombres. A veces, las enseñanzas que se transmitían durante generaciones de padres a hijos, eran las más sabias y acertadas. Años de sabiduría popular, como el conocimiento del poder curativo de las plantas, que ningún estudioso era capaz de rebatir por la solvencia de sus resultados, pero que algunos pocos comenzaban a tachar de brujería y malos propósitos ante la Santa Madre Iglesia. ¿Acaso aliviar los síntomas de una enfermedad era jugar a ser Dios? No, se negaba a creer que un Jesucristo, que lavó los pies a sus discípulos y que dio de comer a los hambrientos, consintiera tal sufrimiento. Si Dios le había dado ese poder a las plantas, ¿por qué no utilizarlo? No obstante, sabiendo del poder de los clérigos, jamás osaba contradecir el dogma de la fe, por mucho que especulara que multiplicar panes y peces tenía más de magia que curar un dolor de cabeza con una infusión de hierbas. «Que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda», decía San Mateo, y así hacía. Si algo había aprendido a conciencia de su madre era a callar ciertas opiniones delante de los hombres. «Cuanto menos sepan de tu inteligencia, mejor. Los hombres no están acostumbrados a que una mujer piense con voz propia y mucho menos que no les dé la razón en todo». Las palabras de Zaahira resonaron en las piedras como si estuviesen vivas. Las lágrimas rodaron por sus mejillas sin poder evitarlo. ¡Qué distinta había sido desde pequeña al resto de sus hermanas! Siempre con algo que decir por esa boca, a sabiendas de lo que luego podía esperarle…

Se limpió las lágrimas y miró el horizonte aún purpúreo y brumoso desde la ventana. Definitivamente, a Leonor le habría gustado recordar si el que llueva el día de tu boda significaba buenaventura o no. Se estremeció, ella no creía en esas cosas en realidad. Pero, ¿quién en su vida no había llegado a pensar en el destino y en la existencia de hadas, duendes y sapos que se convierten en príncipes valientes y bellos como el sol? Sonrió al imaginarse a Neall como a Sigfredo, o San Jorge, luchando contra dragones y temibles ejércitos... También lo cerca que había estado una vez de no contarlo. Se puso de pie y se paseó por la habitación con los nervios agarrados al estómago. Sentía a Neall tan dentro que, a veces, le costaba respirar y pensar en rehacer su vida sin él.

Las horas pasaron con una pasmosa lentitud, como si se hubieran confabulado para hacer esa noche interminable. La joven torció el gesto al sopesar lo mucho que habían tenido que sufrir Lady Annabella y su propio padre ante la muerte de su ser más querido. Si ella estaba solo separada de él unas horas y se le antojaban la peor de las torturas. Resopló, inmediatamente después de fruncir los labios. Era la primera vez que caía en la cuenta de que, tal vez, había sido injusta con su progenitor. Al fin y al cabo, cada uno lleva el duelo de la pérdida lo mejor que sabe o puede. A ella le había dado por la ira y las ansias de libertad, a su padre por la consternación y la resignación. Ambas actitudes tenían que haber sido respetadas por ser los sentimientos propios que mostraba el alma. Una pérdida tan atroz y violenta, como la que habían sufrido los Ayala, no era fácil de asimilar y mucho menos de asumir.

Leonor se asomó por la ventana y vio nacer el día entre las borrascosas nubes de un horizonte rojo como el fuego. Inspiró la frescura del ambiente y cerró los ojos para sentir la suave brisa en su cara. Más de una vez se había arrepentido durante la noche de haber rechazado la invitación de Isabel de irse a dormir con ella, pues habrían aprovechado para seguir hablando sobre mil y una vivencias. ¡Aún tenían tanto que saber la una de la otra! Solo Dios sabía lo mucho que la había echado de menos y lo agradecida que estaba por esos días. La vida las había separado cuando Isabel no era más que una niña y se la había devuelto hecha toda una mujer. El saber detalles sobre su educación, sus amigos en España, la nueva casa a orillas del mar, sus primeros coqueteos… la habían llevado a sentir de nuevo el sol de su tierra en el corazón. Sin embargo, ambas tenían que descansar, no tenían más remedio. Después, había comenzado la tormenta y había tenido que contener el propio arrebato de no ir a las estancias de Neall a arrebujarse entre sus brazos. Lo echaba de menos. Siempre se había hecho la valiente delante de todos, era lo que se esperaba de ella. Mas, las tormentas y la española nunca se habían llevado demasiado bien. Cuando pequeña, siempre aparecía con el almohadón fuertemente asido, húmedo por las lágrimas, y debajo de la cama. Ya de mayor lograba controlar ese tipo de impulsos, lo que no quitaba que deseara perderse entre los juncos del suelo y el resguardo de los maderos, bajo el jergón y con las mantas de la cama resguardándola con todas sus fuerzas. En conclusión, había sido una noche larga, en la que había dormitado, que no dormido, en medio de sueños más reales que imaginarios. En ellos, había recordado vívidamente el encuentro cerca del sendero camino al río, despertando totalmente jadeante y envuelta en un fino y perlado sudor, húmeda y caliente, como si acabara de estar con Neall. Gimió. Solo pensar en él y su cuerpo respondía atraído como una polilla a una antorcha… Volvió a rendirse al sueño y revivió su llegada al castillo de Blair Atholl.

 

 

 

 

Tres días antes…

 

Neall la acompañó al río con el pesado cesto de cortinas y se prestó a ayudarla a hacer la colada para que no le dieran las tantas y recuperar el tiempo que habían dedicado a otros menesteres. Estuvieron frotando, enjuagando y escurriendo las telas que le habían servido de lecho horas antes, mientras Leonor se reía de su forma de frotar la tela con el jabón y él se vengaba salpicándola con agua. Ambos acabaron empapados, compartiendo miradas, risas y besos, sin importarles que pudieran ser descubiertos. El mundo estaba a sus pies.

Más mojado que seco, el capitán aprovechó para bañarse, se quitó la ropa y la puso al sol, mientras Leonor se quedaba boquiabierta al verlo en todo su esplendor y con más detenimiento. ¡Oh, Dios, lo que estaba disfrutando Leonor de cada una de las vistas que le estaba ofreciendo! Y, sin aguantar más el repentino calor que le había entrado de momento, la joven se quitó la camisola, las botas y las calzas, se introdujo en el agua y buceó hasta él, sorprendiéndose de que la estuviera esperando. Neall la tomó por la cintura, sin decirle nada, y la besó sediento. Ella enredó a su vez las piernas a su alrededor, mientras la mano de él fue bajando lentamente hacia sus nalgas, apretándola aún más contra él.

Leonor abrió mucho los ojos al notar su virilidad, dura y palpitante, invitándose entre sus piernas. No sabía que en el agua, pudiese alcanzar semejante tamaño. En su escasa experiencia, las veces que había visto a un hombre dándose un baño, sus partes pudendas habían quedado empequeñecidas y arrugadas al contacto con el agua o lasas como una tripa de cordero. Tampoco sabía que un hombre pudiera volver a desear a una mujer de esa forma tan pronto. Pero, ¿quién era ella para juzgar si eran o no normales dichas habilidades en «su hombre»? Solo pensar en volver a sentirlo en su interior y su cuerpo se estremecía de placer. Neall sonrió ante sus expresiones y, aupándola un poquito, le mordisqueó desde la barbilla a la clavícula, haciendo que Leonor gimiera.

—¿Os ha gustado?

Ella asintió, volviendo a exponer su cuello de tal forma para que lo hiciera de nuevo.

—Uhm… ¿Y qué me daréis vos a cambio?

Leonor titubeó, dudaba que pudiera hacerle muchas cosas en el agua. Las gotas recorrían las cejas y las mejillas de Neall y tuvo una idea. Sin decirle nada, se acercó a su rostro y fue capturando a besos las gotas, sin saber que la cercanía y la presión de sus pechos mojados sobre su torso, lo estaba matando. Cuando terminó, ella volvió a separarse y Neall suspiró, siguiéndole el juego. Le tocó el turno a él. Con su propia barbilla, le levantó el mentón a Leonor y comenzó a mordisquearla, siguiendo fielmente el mismo recorrido convenido, pero sin pararse hasta llegar a su pezón, succionándolo con avidez, sin dejar de recorrer con pasión su cuerpo con las manos. La española gimió, temblando de placer, hasta el punto de aflojársele las piernas. Ella intentó protestar. Mas, ¿qué iba a decirle salvo que siguiera, cuando no dejaba de sonreírle pícaramente, con ese hoyuelo en la mejilla y lamiéndole el otro pezón?

La respiración se le volvió agitada y se sintió abrumada por las sensaciones que estaba despertando de nuevo en ella. Consiguió separarse de él y darle la espalda, llevándose las manos al corazón, tomando resuello. Neall se acopló a su espalda, colocando su cabeza sobre su hombro, muy cerca de su cara. Con cuidado, el capitán apartó la melena mojada de ella y volvió a lamerle el cuello, mientras llenaba su mano derecha con un pecho y la otra bajaba peligrosamente hasta meterse en su interior. Leonor arqueó la espalda, sin poder evitar querer más. Él siguió con su juego, sin dejar de acariciar sus labios, ni darle tregua a su botón más sensible. Quiso gritar, pero los gemidos le ahogaban cualquier intento. Notaba sus nalgas pegadas a su excitación, pero no tenía miedo. Ella volvió a arquearse un poco más, desesperada por la gloriosa fricción de sus dedos, llevándose la mano al otro pecho, masajeándolo, mientras agarraba instintivamente la nuca de él y le acariciaba con las uñas el pelo.

Neall gimió al ver el bamboleo de sus pechos y al percibir su orgasmo cerca, seducido por las curvas de su aingeal, hambriento por clavarse en su carne. Ella estaba cerca… la giró sobre sí y la besó. Sus pechos subían y bajaban agitados por el movimiento, embebiéndose de sus suspiros, recorriendo con su boca cada palmo de la piel. Ella era su presa y se juró a sí mismo que no la dejaría escapar. Los jadeos eran cada vez más apremiantes, la cogió de las nalgas y se hundió en ella lentamente. Leonor contuvo la respiración y se agarró a sus hombros con fuerza, mientras el agua volvía a deslizarse por su cuerpo. El capitán la cogió por el pelo, a la altura de la nuca, y la atrajo de nuevo a su boca, mientras terminaba de introducirse en ella por completo. Leonor temblaba. Tras la primera embestida, fueron llegando más, cada vez más voraces, más apremiantes, más desesperadas… Ella susurraba su nombre entre gemidos, agarrada fuertemente a él para no caerse, o por la simple necesidad de no separarse de él nunca. Sentía las caderas y la ingle doloridas, pero que se terminara el mundo si quería parar. Sus sentidos estaban henchidos de placer y se veía incapaz de otra cosa que no fuera dejarse llevar por su depredador.

El capitán le mordisqueó el lóbulo de la oreja y volvió a sujetarle las nalgas, clavándosela hasta el fondo. Ella gritó de gusto y perdió por unos segundos la noción del espacio y del tiempo. Eran incapaces de parar, debido a un celo salvaje y contenido por mucho tiempo. Fue creciendo en ambos un cosquilleo cada vez más grande en el bajo vientre. Entre jadeos, él le susurró todo lo que pensaba hacerle en su noche de bodas y ella se mordisqueó el labio, expectante, deseada, seducida por su voz ronca… El orgasmo les llegó entre dentelladas y besos desesperados, enardecidos por las palabras del halcón. Desmadejada, la llevó a la orilla en brazos y la acunó durante unos minutos hasta que consiguió recuperarse. Ella lo miró enamorada y él la besó con ternura, abrazándola más fuerte.

Tras su ardiente encuentro y con las cortinas limpias, pero visiblemente más arrugadas de cómo fueron, regresaron a Blair Atholl. De camino al castillo, Neall portaba el gran cesto bajo el brazo derecho con las telas ya secas, mientras le daba con la mano libre pequeños pellizquitos y cosquillas que la hacían reír. Con el pelo aún mojado y con esas ondas rebeldes que le caían sobre los ojos estaba condenadamente apuesto. Neall llevaba grabado en su cara ese aire de satisfacción viril por haber conseguido seducirla y por saberse él a su vez seducido.

Cuando pasaron el rastrillo, ambos reían de alguna de las ocurrencias de él, mientras con la mano libre iban jugueteando con los dedos enlazados. El paseo de vuelta se les había hecho tan corto que no se dieron cuenta de que habían llegado al patio de armas y que todos los allí presentes los miraban descaradamente, en silencio, como alelados y con una gran sonrisa en los labios. Cuando ambos se dieron cuenta de la intimidad de la situación, de los más de veinte ojos que los miraban sin perder detalle y de la mirada medio enfadada y medio en burla de su padre, la joven se sonrojó.

 

Leonor sonrió al recordar cómo su padre había carraspeado nada más verlos. La española volvió a girarse arrebujándose entre las mantas, entre sueños, dejando un pie fuera del lecho sin darse cuenta, que rápidamente tornó al calorcito tibio del plaid. El frío repentino que había sentido en los dedos le había hecho fruncir primero el ceño, para justo después cubrirse y volver a un estado de liviana gratitud. Siguió inmersa en el sueño, intranquila, como si lo estuviera reviviendo todo de nuevo. Se volvió a girar adormilada en la cama y agarró con desesperación el almohadón.

—Padre… —comenzó a decir Leonor, temiendo que pudiera enfadarse, pero sin retirar los dedos entrelazados de los de Neall.

—Decidme, hija —le respondió su padre divertido, por haberlos pillado de lleno haciendo manitas.

Leonor soltó los dedos del capitán y Neall se cuadró, como si su futuro suegro fuera un comandante. Ella reprimió en sus labios una risotada y, al mirar a su padre, se recriminó el haberse tomado a la ligera una situación tan embarazosa.

Don Juan de Ayala, aunque se había mantenido serio durante todo ese tiempo, con los robustos brazos cruzados sobre el pecho y las piernas en tensión y separadas, dándole, por así decirlo, un carácter formal a la conversación, tenía en su semblante una inevitable media sonrisa en la cara. En cambio, Leonor no parecía terminar de decidirse a hablar después de su brevísima introducción. Con la garganta seca y sin poder tragar saliva, se había quedado sin palabras. ¡Ella sin palabras! Eso sí que era una novedad.

—Yo, nosotros...

El joven capitán vio la oportunidad para poner fin a la incertidumbre de un largo compromiso. Tomó su mano con fuerza, sujetándola entre las suyas, mientras le acariciaba con el pulgar el dorso para tranquilizarla. Miró a su prometida durante unos segundos y sonrió como si quisiera pedirle disculpas. Si bien el tono de su voz había comenzado siendo firme y pausado, se fue atropellando a medida que hablaba de los puros nervios.

—Don Juan, hemos decidido casarnos en tres días.

¡¡¡¿Qué?!!! Un enjambre de avispas había debido de enredarse en los cabellos de Leonor, porque sus oídos no le dejaban más que cimbrar ante las palabras de Neall. El joven siguió hablando tras una breve pausa, sin querer mirarla ahora a los ojos, sabiendo que estarían lanzando más llamas que las fauces de un dragón.

—Si os place, por supuesto, y tiene a bien honrarnos y ser nuestro padrino —le dijo Neall de carrerilla, como si con eso se hubiese quitado de encima cualquier tipo de interrupción por parte de ella.

Leonor sintió que el infierno la engullía. Ella no sabía nada de los planes de Neall. Se había quedado anonadada, anticipándose a las mil y una respuestas que pudiera dar su padre, para solo saber articular un «¡oh!», tan suave que el joven Murray dudó haberlo oído. ¿Cómo se había atrevido Neall a plantearle a Don Juan semejante cuestión delante de todos? ¿Y si a su padre le parecía mal? ¿Y si muerto Don Gonzalo, él tenía otros planes para ella? Cabía la posibilidad, ¿no? Pero sí así fuera, era mejor desafiar a un padre sin tantos testigos de por medio. ¡Dios bendito! ¿Se le había ido el juicio?

—¿Que si me place? —preguntó retóricamente su padre, atusándose la barba y avanzando hacia Neall y abrazándolo con esas palmadas tan masculinas de ánimo o congratulación—. Claro que me place, hijo.

Leonor miró a los dos hombres algo incrédula y hasta se pellizcó en el brazo para saber si estaba imaginándoselo. ¿Le había llamado hijo a Neall? ¿Se casaba en tres días? ¿Cuándo habían decidido que fuera la boda? ¡¿Tres días?! ¡¡¡Tres!!! ¿Tan pronto? ¿O tan tarde según se mire? Sintió un ligero vértigo y el abrazo lloroso de su hermana Isabel impidió que cayera al suelo, mientras le susurraba cosas sobre lo feliz que era, lo feliz que sería y lo afortunados que llegarían a ser después de todo lo que habían pasado. Feliz, era feliz, tanto que temía que un rayo la fulminara en cualquier momento por haber osado cambiar su destino. Casi al instante, comenzaron las felicitaciones de todos y cada uno de los presentes y de los que se iban enterando y que también venían a congratular a la pareja. Leonor asentía automáticamente, mientras la besaban y pellizcaban los cachetes, sintiéndose como una mera espectadora, como si su alma hubiera abandonado su cuerpo y se hubiera convertido en una muñeca de trapo.

—Anda que no os habéis hecho de rogar, mo baintighearna —le decían unos.

—¡Menuda hembra os lleváis! —le decían a Neall, entre ruidosas palmadas en el hombro y abrazos.

Al cabo de un rato, Lady Annabella salió de la torre de homenaje seguida por sus hijos mellizos y por Erroll. Ante el alboroto, se acercaron a ver qué pasaba y, al darles la noticia, todos recibieron con júbilo las nuevas y la señora se apresuró a besarla con lágrimas en los ojos y darle un abrazo que le llegó al alma. «Nighean, nighean», no dejó de repetir feliz.

 

 

Castillo de Blair Atholl, 20 de agosto de 1334.

 

Después de toda la noche en vela, Leonor se quedó profundamente dormida con las primeras luces del día. Tras breves horas de sueño, unos golpes en la puerta hicieron que se despertara a media mañana. Pudo notar el sabor a sal de sus propias lágrimas en la comisura de los labios y recordó la terrible tormenta con un escalofrío. Se recostó de lado en la cama, sin ninguna intención de levantarse, aún embotada por el sueño. No había ningún mueble, salvo la cama y un baúl. El resto viajaba en carretas con destino a las tierras de Sir Symon Lockhart en Ayrshire.

—Adelante —dijo con voz trémula, sin despegar el rostro de la almohada.

Isabel apareció con su carita de ángel por la puerta. Su tez era blanca como la de su hermana Elvira, pero su melena rizada era de un negro azulado que brillaba como una noche estrellada. «Es preciosa, la más hermosa de las tres… y ya toda una mujer», pensó Leonor llena de orgullo, con nostalgia al recordar a su madre, a su hermana Elvira y a su vieja yaya. Tras su carita de no romper un plato, Isabel había estudiado el trabajoso arte de la zalamería y no había persona capaz de resistirse a sus encantos, ni a una petición que pronunciaran sus labios. Medio clan estaba rendido a sus pies y el otro medio metido en sus bolsillos. Leonor siempre había envidiado la facilidad de su hermana para caer bien a la gente. Con ese don se nace, como con estrella, e Isabel había nacido con una bien grande. Abrió un ojo somnolienta y le tiró un cojín a la cara a la menor por haberla despertado. Isabel lo cogió al vuelo, risueña.

—¿Todavía estáis así, Leonor? Ahora mismo pediré que os suban la tina grande y agua caliente para daros un baño. No está bien visto que una novia haga esperar más de lo necesario a su futuro esposo —dijo la pequeña de los Ayala, mientras volvía a desaparecer por la puerta de la habitación.

Leonor no se cansaba de dar gracias al cielo por los días que estaban pasando juntas. Era un sueño hecho realidad. ¡Se habían contado tantas cosas! Como apenas había coincidido con Neall, Isabel había pasado los días enteros con ella, recordando su infancia y escuchando muy atenta esos cuatro años que habían tenido que vivir separadas por las circunstancias. Ninguna había nombrado ese maldito día, aunque el nombre de su madre y de su hermana Elvira salía constantemente a colación. Isabel le había confesado entre risas que había llegado a plantearse lo de tomar los hábitos, porque se había enamorado del sacerdote que les impartía misa en el convento. Leonor la miró escandalizada e Isabel tuvo que ingeniárselas para abanicar a su hermana y esperar que tomara el aire. La más joven de las Ayala la tranquilizó diciendo que entre ellos no había pasado absolutamente nada. Leonor suspiró. Además, en el momento en el que mandaron al novicio a otra parroquia, llamó a su padre y volvió a casa sin mirar atrás. Leonor se carcajeó al imaginarse la situación y se quedó observándola, demudando seguidamente el gesto al darse cuenta de que pronto se separarían de nuevo y deseando fervientemente que no fuera para siempre. Junto a su padre, era la única familia que tenía, ellos eran el único vínculo vivo con sus raíces.

No habían pasado ni cinco minutos cuando dos sirvientes subieron la bañera de madera y los cubos de agua humeante, seguidos de Deirdre y de Isabel. ¡¿Esas dos no pensaban dejarla sola ni un minuto?! Sonrió. Seguro que rumiaban que se escaparía por la ventana muerta de miedo… Pero, ¿desde un tercer piso? Podría, pero no quería hacerlo, ¡pardiez! Si su madre la oyera blasfemando, aunque fuera para sus adentros… Además, ¿quién en su sano juicio querría volver a perderse a Neall ataviado con su feileadh mor de fiesta?

—¡Vamos, mo chuisle! Dejad de poner ojitos tiernos y de pensar en vuestro hombre…

¡Maldita bruja! ¿Cómo lo había adivinado? A Leonor le ardían las orejas y se había puesto roja como una amapola. Esa vieja deslenguada… ¿No se daba cuenta de que había una niña delante? Isabel se echó a reír, mientras Deirdre volvía a la carga mascullando:

—No querréis llegar tarde el día de vuestra boda, ¿verdad?

«Y dale… ¡pero si hasta dicen las mismas cosas, por el amor de Dios!», pensó enfurruñada Leonor, mientras la vieja tata seguía diciendo:

—Los highlanders tienen de todo menos paciencia y si no queréis que Neall suba hasta aquí y os eche al hombro como sus ancestros, será mejor que estéis lista a la hora convenida. No creo que mo balach sea capaz de esperaros ni un minuto después de la última vez.

Leonor sonrió ante la idea de verse cargada al hombro de Neall, incluso le pareció totalmente excitante… Un extraño cosquilleo le ascendió por las rodillas y le contrajo el bajo vientre. Solo pensar en sus poderosos músculos rodeándola y oprimiéndole con alevosía el trasero… Uhm… Se recriminó el entretenerse con ese tipo de pensamientos a esas horas tan tempranas, pero desde que había catado las mieles de ese hombre, «su hombre», no pensaba en otra cosa y que Dios la perdonara. Mas calló por prudencia y porque no quería escandalizar a la vieja tata, y mucho menos a Isabel. Deirdre no era dada a los chismorreos y Leonor agradecía que no le llenara la cabeza de pajarillos, como hacían el resto de mujeres del servicio. ¡Uf! ¡Qué lentas parecían pasar las horas cuando no estaba «su halcón» a su lado!

Era curioso cómo la compañía de Neall se había hecho imprescindible en su vida y no la concebía de otro modo. Tras el compromiso público, apenas había podido verlo. Si no era que a él lo habían retenido con mil y un quehaceres para el consiguiente desalojo del castillo, era ella la que había dedicado todo ese tiempo a ayudar a que todas las familias empaquetaran sus escasos enseres y recogieran todo aquello que del campo pudieran llevarse. No recordaba los carros que habían partido de Blair Atholl rumbo al nuevo hogar del clan. Ella había perdido la cuenta a partir de la veintena. El viaje sería largo, no había caballos y lugar en las carretas para todos, después de haber enviado muchos de ellos con los muebles y el menaje. Tendrían muchas jornadas por delante antes de llegar a su destino. Destino que, por cierto, aún no habían decidido juntos, a pesar de que el menaje iba camino a las tierras de Sir Symon. ¿Se marcharían con Lady Annabella a Aberdeen, a las tierras de su tío Sir William de Irwyn? ¿O en cambio preferirían ir a las tierras de Sir Symon Lockhart en Ayrshire, junto a la mayoría del clan?

Leonor despidió a su hermana y a Deirdre y se deshizo del camisón en un periquete. Tras comprobar la temperatura del agua, se sumergió en la bañera por completo. El agua estaba lo suficientemente caliente como para dejarle la piel relajada y suave. Sonrió al apreciar el aroma a jazmín y dama de noche. Isabel debía haber añadido unas gotas de esta última esencia. Desde bien pequeña, su hermana siempre la había usado, como su madre. Nada más sumergirse bajo el agua, sintió cómo dos personas volvían a entrar en la habitación. De seguro, que Isabel y Deirdre habían vuelto con cualquier excusa para meterle prisa. Pero, ¡pardiez!, se sentía tan bien dentro del agua que contuvo la respiración durante un par de minutos más. Deirdre se impacientó y comenzó a llamarla. La anciana odiaba el agua más que un gato, pensó riéndose Leonor y dejando escapar en burbujas el poco aire que le quedaba ya en los pulmones. Isabel también habló, pero la distorsión del agua le impidió entenderla. Por fin, salió del fondo de la tina y la acompañó la expresión asombrada de la vieja tata:

—¡Jesús, María y José! ¡Creía que os convertiríais en un pez! He estado a punto de agarraros por el pelo, pero vuestra hermana me ha convencido de que no corríais peligro alguno por ello.

Las hermanas se miraron y se rieron a carcajadas. Esta Deirdre, ¡qué cosas tenía! Isabel le pasó el lienzo a Leonor para que se secara. Se colocó a su lado fuera de la tina y esperó a saliera para escurrirle y desenredarle los cabellos. Como hasta entonces, siempre había visto a su hermana mayor con el pelo recogido en trenzas sobre trenzas, o complicados moños, no había podido apreciar lo larguísimo que lo tenía.

—A madre le habría encantado ver lo bien que os la apañáis sola con unos cabellos tan largos… —susurró con nostalgia y sin pensar, mientras le pasaba el peine y se lo dejaba completamente desenredado—. ¡Con lo que os gustaba despotricar nada más se acercaba la pobre a peinaros!

Leonor se quedó callada, mirando con los ojos tan turbios como el fondo enjabonado de la tina. Había sido un comentario sin mala intención, lo sabía, pero el recuerdo de las veces que madre e hija habían perdido el tiempo discutiendo por sandeces le pesó como una losa. ¡Cuánto la echaba de menos! Deirdre le puso una mano en el hombro para consolarla, pero la española la rechazó con dulzura con un mohín de «no pasa nada, estoy bien». Pero no, no lo estaba y, para intentar arrancar la tristeza de su corazón, se obligó a pensar en cualquier otra cosa.

—¡Tengo una idea! —musitó Isabel, que no se había dado cuenta de los sentimientos que había evocado con su comentario, dando pequeños saltitos y palmadas, soberanamente feliz—. ¿Recordáis el peinado que me enseñó la yaya?

Leonor hizo un ademán de no saber a cuál de ellos se refería. Cuando no estaba con ella enseñándole a hacer «pócimas», como de pequeña le llamaba a las tisanas de hierbas y ungüentos, pasaba las tardes de lluvia con Isabel, haciéndole peinados enrevesados a Elvira, mientras bordaba. Imposible saber cuál era sin alguna pista más.

—Sí, ese que comenzaba con una trenza espigada a cada lado de la sien, despejando el rostro y terminaba con un cruzado de trenzas atrás a modo de casquete. Recuerdo que dijisteis que Elvira parecía con él una princesa de cuento.

—Y que yo la salvaría de cualquier dragón —replicó Leonor mecánicamente con tristeza.

—Sí —afirmó Isabel, haciendo el mismo mohín que su hermana.

Tras un incómodo e inevitable silencio, las de Ayala se abrazaron y Leonor reprimió un sollozo.

—No pudisteis hacer más, Leonor. No os martiricéis por ello. Vos habéis sido la que habéis pagado el precio más alto de nosotros. Además, yo siento que madre y Elvira me acompañan siempre, ¿no lo sentís vos?

Leonor asintió. Al principio de llegar a Escocia estaba tan rota y llena de dolor que no sentía más que odio y un vacío tan grande que parecía ella la que hubiese muerto. Pasado el tiempo, la amargura fue poco a poco convirtiéndose en calma, las lágrimas se secaron y el corazón dejó de sangrar. Sin embargo, no notó la presencia de su madre hasta que no se hundió en el fondo abisal de las Bullers de Buchan, cuando dejó de luchar por salir a la superficie y tocó fondo. Entre algas y corrientes, recordó que había escuchado a alguien que le decía que no había llegado su hora. Era la voz de su madre y juraría que no era otra que su hermana la que la había impulsado con fuerza hacia arriba, como si eso fuera de algún modo posible. Sí, desde ese día no había día que las hubiera llevado en el corazón.

Isabel le había dado unas indicaciones a Deirdre para que buscara en su baúl, mientras ella seguía hablando del peinado. Era el día de la boda de Leonor y por todos los santos que no volvería a ver triste a su hermana.

—Leonor —dijo, llamándole la atención de sus pensamientos—, podríamos poneros un velo que cayera desde atrás del casquete trenzado, con la peineta que os regaló madre sujetándolo y dejar vuestro hermoso pelo rizado suelto sobre la espalda. ¿Qué os parece?

¡Por fin podría darle un uso adecuado a la peineta! Aunque no se arrepentía del que le había dado anteriormente, pues les había salvado la vida.

—¿Sabríais hacerlo?

—Si me ayuda Deirdre a tensar los mechones del trenzado del casquete… ¡Por supuesto!

—Pero velo… —Leonor se acercó al baúl y sacó el vestido árabe que usó para rescatar a Elsbeth y que había pertenecido a su madre—. Me temo que el velo de madre quedó completamente inservible tras mi visita a Rowallan. Por mucho empeño que he puesto al lavarlo, las manchas de sangre seca no han salido, Isabel. Lo he estropeado —musitó Leonor con lágrimas en los ojos.

—¡Ah, no! Nada de llorar en el día de vuestra boda. Madre estaría muy orgullosa de saber que su vestido os ayudó a salvar a Lady Elsbeth de ese canalla inglés. Siempre habéis sido la más valiente, sería incomprensible que a estas alturas de la vida lloréis por una bagatela. Como os diría la yaya: «Una novia debe estar radiante y no con la nariz roja como una grosella» —le dijo con reproche, mientras imitaba la voz de Khalida.

Deirdre se acercó con el paquetito, que le había pedido buscar en el fondo del baúl minutos antes.

—¡Aquí está! Estaba segura que llegaría a tiempo para que lo lucieseis el día de vuestra boda —dijo solemnemente Isabel.

Deirdre le puso el pequeño paquete envuelto en seda en las manos y tembló al reconocerlo.

—¡No, no puedo! Elvira…

—¡Elvira iba a regalároslo como regalo de bodas, Leonor! Ese era su deseo y así me lo había hecho saber.

Los dedos de Leonor lucharon con la lazada hasta que por fin consiguieron deshacerla. Desplegó su contenido con mucho tiento, como si fuese a evaporarse, o hubiese sido tejido de rayos de sol. A la luz, el velo resplandecía tanto como lo recordaba. La seda era blanca, con finas urdimbres entretejidas en oro, casi transparente y tan brillante como la luna llena. La primera vez que vio la vaporosa seda, en los tenderetes que ponían los mercaderes camino al puerto, se enamoró de ella y pensó en estrellas. Recordó los ojos de asombro de Elvira al tocarlo con total fascinación. Ambas lo acariciaron entre los dedos y siguieron su paseo por los tenderetes del mercado camino a la playa.

Leonor supo que Elvira había debido comprarlo avanzada la tarde, cuando se había retirado a su alcoba con la excusa de una jaqueca. Seguramente, cuando estuviera a punto de irse el vendedor, para que fuera totalmente un secreto. Hasta pasados unos días, Leonor no la había descubierto, regañándola por su imprudencia, aunque entendía que la pieza merecía la pena el responso. Se había gastado todos sus ahorros para el vestido de temporada, pero Elvira era muy hábil con la costura y conseguiría sacar partido a alguno de sus impecables vestidos del año anterior. ¿Quién era ella para recriminarle que quisiera estar preciosa el día de su boda? ¡Si hasta ella misma se había quedado anonadada al verlo!

Ella no había sido nunca de fijarse en esos detalles banales, en realidad solo lo había hecho dos veces en su vida. Isabel había sabido desde el principio el destino de la tela, pues había ayudado a hilvanar y descoser los pespuntes. Al contrario que Leonor, las hermanas pequeñas eran muy habilidosas con las agujas de coser; la mayor lo era, pero en cuanto a zurcidos en el cuerpo. Recordó cómo se había afanado durante semanas a la luz de la vela, bordándole tres estrellas de ocho puntas con un fino hilo de oro y plata en cada uno de los vértices del pentágono en el que había sido cortada la seda. Le había parecido un bordado muy hermoso y cada vez que se lo ensalzaba, Elvira le sonreía y le repetía con candidez:

—¿Realmente os gusta?

—Es lo más bonito que he visto nunca. Tenéis las manos de un ángel. ¡Qué diablos! Sois un ángel.

—Shh… no blasfeméis, o madre se enfadará con vos —le replicaba a la vez que se olvidaba de su existencia y se afanaba de nuevo en su labor.

Isabel le había confesado a Leonor que, tras la desgracia y llevado por las circunstancias, Don Juan la había recluido en el Convento de las Hermanas Clarisas hasta que el asunto de las muertes de los cuatro castellanos quedó resuelto. No había querido exponerla a represalias y especulaciones del juicio, era demasiado joven. Le había contado que, las veces que había ido su padre a visitarla al convento, estaba como ido, malhumorado y solo le hablaba de su bienestar. No nombraba a Leonor, ni de las intenciones del rey de perdonarle la vida a cambio de que se marchara lo más lejos posible, a Escocia, como habían sugerido Sir William Keith y Sir Symon Lockhart. Para cuando Isabel había vuelto a casa, Leonor hacía un par de semanas que había zarpado camino al norte. La pequeña se quedó rota por el dolor, recordando que había corrido escaleras arriba hasta la habitación que compartía con Elvira y había encontrado en el fondo de un cajón de la cómoda el regalo de bodas que con tanto mimo le habían bordado. Al escucharla llorar, su padre había subido presto para ver si le pasaba algo y se la encontró sollozando con el velo aferrado entre los dedos. Ambos lloraron hasta quedarse dormidos, pero al despertar, su padre le hizo jurar que no nombraría a Leonor en esa casa y así lo hizo, por respeto.

 

Casi cuatro años hacía que no había visto ni a Isabel, ni a su padre, cuatro largos años lejos de su vida. ¿Qué quedaba de aquella joven que iba a casarse en apenas tres semanas con un loado ricohombre de Castilla? Nada, pero no lo lamentaba. Escocia la había hecho más fuerte y le había dado la oportunidad de conocer el verdadero amor. Leonor olió la seda y sonrió con amargura, seguía teniendo aroma a nuevo, a azahar, a dama de noche y a jazmín. Olía a ella y a sus hermanas.

—Elvira querría que lo llevarais el día de vuestra boda. Ese era su deseo —repitió Isabel y Leonor asintió.

Deirdre sonrió y comenzaron manos a la obra con el casquete, separando cuidadosamente el pelo aún húmedo en largos mechones. Mucho era lo que quedaba por hacer si querían conseguir dejar boquiabierto al highlander y el tiempo apremiaba.

 

Entre los nubarrones que amenazaban de nuevo con hacer desaparecer cualquier atisbo de cielo azul, aparecieron unos tímidos rayos de sol en forma de haces luminosos que daban vida a ciertos detalles de la fachada de la ermita, del castillo, de una sencilla flor, o de un arbusto. Los pequeños charcos de lluvia formaban espejos brillantes en el suelo, cegadores, si les prestabas atención más de unos segundos. Las finas hebras de matojos parecían haber sido decoradas con multitud de finas perlas de cristal vibrantes. Las gaitas resonaron rompiendo la paz del valle con una melodía que parecía nacer de la tierra y evaporarse entre las enormes nubes grises, ahuyentándolas.

Neall estaba al pie de la iglesia, aparentemente tranquilo, si no fuera por el tic nervioso de la pierna, que no dejaba su vaivén talón-punta, talón-punta, delatando su verdadero estado de ánimo. Tenía el pelo húmedo, pues había aprovechado el chaparrón para darse un baño en la parte más profunda del río Tilt, ondulado y peinado de forma desenfadada, por las continuas pasadas de sus manos para atusar la ondas más rebeldes. Llevaba un feileadh mor muy parecido al del día que se casó Elsbeth con Sir Symon, sin embargo este era de un color verde musgo a juego con sus ojos, ribeteado con un fino hilo rojo en la urdimbre de la tela y otro azul serpenteado en la trama de la misma. Estaba espléndido, como no podía ser de otra manera, y las muchachas más jóvenes del clan se arremolinaban para verlo más de cerca, mientras se le escapaban suspiros tristes de resignación, por no ser ellas las elegidas por el joven señor.

El acontecimiento había retrasado la partida de Lady Annabella un par de días para asistir a la ceremonia del menor de sus hijos. La señora estaba exultante y feliz como si fuera el día de su propia boda. Junto a Deirdre, Lady Elsbeth y la propia Leena habían organizado, con lo poco que no había sido enviado a los próximos destinos, un magnífico ágape con mesas improvisadas y pequeños jarros con flores silvestres. Todo era sencillo, humilde y a la vez encerraba tanto esfuerzo y encanto que muchos eran los que la felicitaban por el exquisito resultado conseguido con tan poco. También los niños habían participado en la recogida de frutos secos y frutos rojos, sintiéndose orgullosos por haber colaborado en la celebración de su joven benefactora y aguardándola todos con una flor de caléndula en sus manos, para que le sirviera de improvisado ramo de novia. Todo el mundo iba con sus mejores galas, hasta los niños más traviesos habían sido enjabonados, espulgados y aseados con esmero, luciendo unas perfiladas rayas al lado en sus pequeñas cabezas llenas de bultos y sus ropas de fiesta.

Las campanas repicaron fundiéndose con su tañido al de las gaitas y fueron muchos los que miraron, por si aparecía la novia agarrada del padrino, por el arco de rosas blancas, diminutas. Deirdre e Isabel ocuparon los bancos de la última fila, con sonrisas, diciendo por lo bajo: «Ya viene, ya viene». Isabel iba preciosa, con un típico traje de corte castellano de color carmín, con puntilla de encaje en el corpiño y un lazo dorado prendido a su cintura. El adorno le caía acentuándole la finura del talle hasta el suelo. Las mangas eran abotonadas desde el codo a la muñeca y destacaban su esbeltez. Alex Mackenzie se quedó embobado al verla y, al cruzarse sus miradas, Isabel se sonrojó y sonrió con candidez.

Neall se encontraba solo ante el altar, junto al sacerdote, mientras miraba de soslayo a sus familiares y amigos. La espera de esos diez eternos minutos le había dado tiempo para observar con detenimiento a los presentes. Todos los hombres iban espléndidos y se sintió orgulloso, pues habían sido días agotadores y de duro trasiego. Las mujeres, como siempre, hermosas, con unos recogidos más elaborados de lo habitual. Fijarse en los demás le ayudaba a contenerse y a no salir corriendo en busca de Leonor. Desde su posición, Neall observaba divertido las descaradas y constantes insinuaciones de la «petirroja», como la llamaban desde pequeña a la Stewart a su hermano. Sin embargo, Ayden debía estar jugando a hacerse el duro, o estaba ciego como una marmota en invierno, pues a su futura cuñada lo único que le faltaba era gritar y hacer aspavientos para que le prestara atención. Neall tuvo que contener la risa al fijarse en los morritos y ojitos que le dedicaba al mellizo y las llamadas al decoro que les dedicaba el Laird cuando al fin le hizo caso. ¡Menuda era!

Su hermana Elsbeth y Sir Symon no dejaban de hacerse carantoñas y juguetear con los dedos, mientras se susurraban cosas al oído, cosas picantes, apostaría el brazo izquierdo, por lo colorada que se ponía ella y la sonrisa traviesa de él a su escote. Cada día eran más felices, suspiró tranquilo, hasta Ayden habría podido darse cuenta de eso, si no estuviera ocupado aflojándose el cordón de la camisa para respirar mejor. Sonrió.

Erroll se mantenía en su sitio, se veía tan seguro de sí mismo que rayaba lo arrogante, pero su mirada estaba perdida como su pensamiento, a leguas de allí. Alex Mackenzie parecía nervioso y no dejaba de mirar hacia atrás. Neall creyó en un principio que era porque aún no había asumido lo de Leonor. Aunque, cambio rápidamente de opinión al interceptar un par de significativas miradas entre Isabel y él. Después de un par de sonrisas, Alex volvía a mirar al frente, erguido y sacando musculatura, mientras que ella se abanicaba con un pañuelo de encaje y le hacía unas confidencias a Leena. ¡Maldito bribón! ¡Por eso había tardado tanto en acicalarse esa tarde! Si algo tenía que reconocerle a su segundo capitán, era el buen gusto que tenía por las mujeres. Su cuñada era una jovencita sin par.

Neall estaba sumido en esos pensamientos, cuando un solo de gaita acalló los murmullos de los presentes, y todas las cabezas se giraron para ver cómo se acercaba la novia con paso decididamente lento. La mujer más hermosa que jamás habían visto los ojos del joven Murray: una diosa, su diosa. El capitán se quedó sin respiración. La veía aproximarse y no podía creerse lo afortunado que era. Se pellizcó. La garganta la tenía tan seca que hubiera necesitado todo un manantial para él solo y el corazón comenzó a latirle tan deprisa que pensó que no resistiría de haber sido más largo el camino que lo separaba de ella. Le temblaban las manos… ¡diablos! Un guerrero como él no podía estar más nervioso el día de su boda que antes de comenzar una batalla, pero lo estaba, y mucho. Temía que Leonor en el último momento se lo pensase mejor y saliese huyendo despavorida. Apenas había podido verla en esos tres días y se martirizaba por no haberse disculpado por haber decidido el día de su boda sin contar siquiera con su beneplácito. Había sido una encerrona, pero no soportaba la idea de que se marcharan de Blair Atholl sin hacerla su esposa. «Llamadme sentimental», le había dicho a Erroll, que no dejaba de reírse por la situación rocambolesca de la pedida de mano a Don Juan a la vista de todos. Él quería hacerla su esposa y… ¿qué mejor sitio que entre sus montañas, sus valles y su tierra, la de los Murray de Blair Atholl? Allí estaba ella, por fin. Tan hermosa, tan radiante, camino de unir sus vidas para siempre. Sus mejillas tenían un fino rubor de ruán que la hacía aún más adorable. Siseó y se colocó adecuadamente el broche de la cabeza de halcón que le prendía el feileadh mor.

Don Juan de Ayala cogió a su primogénita del brazo a su paso por el arco de rosas diminutas, orgullo de Lady Elsbeth, que las cuidaba con mimo a diario. El colorido de las pequeñas rosas y el verdor de las hojas los coronaba dándoles un halo de majestuosidad. El castellano estaba visiblemente emocionado y orgulloso a partes iguales, pues todos habían quedado enmudecidos al verla. Solo la gaita parecía marcar el paso de la flagrante novia. Leonor andaba liviana, con ese porte orgulloso que la caracterizaba. El pelo le quedaba despejado de la cara por el enjambre trenzado del casquete y rematado por la peina, el velo y un sinfín de bucles oscuros como la tierra mojada. Los aretes de oro brillaban tanto como sus ojos y aportaban una calidez extra al conjunto.

El vestido de novia se le ajustaba a sus formas redondeadas de manera que dejaba entrever parte de sus hombros y un generoso escote, rematado en una delicada puntilla blanca. Lady Annabella debía haberse vuelto loca al realizar los cortes, porque desde donde Neall alcanzaba a ver, si no hubiera colocado el encaje habría distinguido el filo canela de las areolas, ahogó un gemido muy varonil en su garganta y su verga respondió impasible y con vida propia a la llamada del cuerpo de ella. ¡Diablos! ¡Que Dios lo perdonara, pero no podía ser pecado desear de esa forma a su futura esposa! El joven capitán se acomodó de nuevo las prendas, nervioso porque alguien pudiera percatarse de su… peculiar estado de ánimo. Pero no había ojos que no la miraran embobados, menos mal. Después, tendría unas palabras con su madre y Deirdre sobre la escasez de la tela en el corpiño, por la que daba gracias por el recreo de la vista, de él y de todo el clan, todo sea dicho. «¡Válgame Dios, cómo se le ciñe la maldita tela al cuerpo!», resopló. ¡Qué largo se le estaba haciendo el camino al altar!

La tela de damasco era la misma que la del traje de su hermana. Lady Annabella y Deirdre habían conseguido darle un corte distinto, que hacía del vestido uno completamente diferente, a juego con el feileadh mor de Neall. El capitán volvió a tragar saliva al percatarse cómo el vestido le rodeaba la cintura y caía sin ningún tipo de enagua o miriñaque, dibujando perfectamente el contorno de sus caderas. Era espléndido, lo mirara por donde lo mirara. Resopló de nuevo y miró instintivamente a Erroll, que miraba pasmado a Leonor, como el resto de los hombres del clan. No podía recriminárselo, tenían ojos en la cara… y Leonor era una diosa, un ángel caído del cielo. Y sería suya, suya para siempre.

Neall carraspeó por lo bajo y se echó el pelo hacia atrás con dedos temblorosos. Aún faltaban unos pasos para tenerla frente a frente. Miró de nuevo a Leonor como un halcón que acabara de divisar su presa. La joven competía con el sol con su radiante sonrisa y el brillo de sus ojos eran dos perlas de rocío. No estaba hermosa, era hermosa, sin más. Sus mejillas estaban teñidas por un ligero rubor, acentuado por la vergüenza y candidez, por saberse objeto de todas las miradas. Esa timidez que la hacía aún más arrebatadora. En sus labios debía llevar una fina capa de miel, pues se veían jugosos y brillantes, haciéndolos irresistibles a la vista, ni qué decir cómo serían al gusto... El joven capitán abrió mucho los ojos y entreabrió la boca, intentando mantener la compostura en vano cuando vio cómo ella saboreaba inocentemente sus labios. Lo mataba, lo estaba matando. ¡Sería malvada! Suspiró. Por primera vez en su vida dio gracias por ser tan alto y no haber perdido ningún detalle, ni ningún gesto de su camino al altar.

Al llegar a las primeras filas de invitados, Leonor pudo distinguir a Neall y le sonrió abrumada por verse el centro de atención. Estaba tan apuesto que temió dejar plantado a su padre y echarse a correr hacia él hasta rendirse en sus brazos. Dios solo sabía las ganas que tenía de perderse en su boca y recabar todos los suspiros que pudiera arrancarle. Esos tres días habían sido una cruel tortura, que había caldeado aún más el magnetismo que siempre irradiaba entre ambos. Estaba majestuoso, con su pelo zaino ondulado y despeinado, sus agrestes ojos fijos en ella con un desbocado deseo, sus labios gruesos con ese toque sugerente que les daba las infantiles muecas de impaciencia y ese hoyuelo que se le formaba en la mejilla izquierda al devolverle la sonrisa. Amaba todo de él desde aquel día en el desfiladero, quizás incluso antes, cuando descubrió su risa en mitad del valle, de una frescura y franqueza inimaginable, que le había hecho olvidar que estaba peleada con el mundo. Suspiró. Ese hombre tenía un cuerpo de pecado y sería suyo. ¡Suyo! Recordó cuando sus ojos se encontraron por primera vez, justo antes de saltar a la olla del infierno de las Bullers de Buchan, era saltar o morir... y saltó, llevándose con ella el brillo de los ojos de Neall y su risa como una temible banshee.

El corazón del novio dejó de latir un instante, el tiempo justo entre esa sonrisa celestial y un cruce de miradas llenas de todo tipo de pensamientos impropios, ante un lugar consagrado al altísimo. Don Juan de Ayala cedió por fin la mano de su hija al joven y dejó a la pareja sola frente al altar, frente al reverendo Lynch y frente a Dios, regresando con premura y silencio al lado de Lady Annabella, que soportaba los sollozos agarrada al brazo de Sir William Brisbane y se secaba el lagrimal con el borde del pañuelo.

Leonor miró con total serenidad a Neall, sonriéndole sin mostrar sus blancos y perfectos dientes. Le tendió su mano derecha, mientras con la izquierda sostenía el ramillete de caléndulas, que había ido recolectando por el camino. No parecía estar nerviosa, reflejando una dulce paz interior. Consiguió el efecto contrario al que pretendía, ya que Neall se maldijo por lo bajo, por seguir hecho un manojo de nervios. Ella, sin perder la calma, lo tranquilizó acariciando con su pulgar la palma de la mano de él. Neall sintió un escalofrío que le erizó hasta el cabello de la nuca y agradeció el haberse puesto el feileadh mor holgado, porque no le cabía el alma en el pecho.

Poco a poco, «su halcón» se fue serenando y volvió a tomar el control de la situación. Leonor era tanto su bálsamo como su acicate para todo. La repasó de nuevo con la mirada, con tal intensidad que el reverendo Patrick Lynch carraspeó para seguir con la ceremonia, en un cuidado dialecto escocés. La pareja se lanzó una mirada traviesa de oprobio e intentaron seguir el sermón. Tras la lectura de la carta de arras y el intercambio de las mismas, Neall copió el cariñoso gesto hecho con el dedo y ambos compartieron un suspiro, se miraron un instante y sonrieron.

Mo maighstir, el regalo —carraspeó el sacerdote un par de veces antes de que Neall asumiera que era a él a quién se estaba dirigiendo.

—Sí, claro.

Erroll se acercó con paso seguro y abrió una bolsita de terciopelo negro, dejando caer un exquisito anillo de plata labrada en la palma de la mano de su amigo, aprovechando la cercanía para sonreírle pícaramente a él y guiñarle un ojo a Leonor. Neall se mordisqueó el labio inferior, al tiempo que dejaba unos instantes los ojos en blanco, por la ocurrencia del irlandés. ¿Qué mujer hará madurar a este bribón? Con dulzura y un ligero temblor en su mano derecha, Neall cogió la mano de Leonor entre las suyas, cubriéndolas con un tacto suave, casi una caricia, que la hizo estremecer. Sin dejar de mirarla a los ojos, fue deslizando el anillo en su dedo anular mientras decía:

—Yo, Neall Murray de Irwyn os tomo a vos, Leonor de Ayala, como legítima esposa y prometo seros fiel por siempre jamás, porque vos sois el ángel que me ha hecho renacer de las cenizas, porque vos seréis la tierra en la que echaré mis raíces hasta el fin de mis días. Mo aingeal, mo ghrà.

Leonor se quedó perpleja ante la declaración de intenciones de Neall. Miró la joya, acariciando las dos finas franjas achatadas y enlazadas del dibujo, símbolo de dos caminos distintos unidos entre sí, sin principio y sin fin. La joven sintió el férreo dedo pulgar de él darle un pequeño toque entre impaciente y nervioso. Se dio cuenta de que se había quedado en silencio más tiempo del necesario y, mirando a su padre, este le brindó una funda de cuero labrado tan típico de su tierra. Neall miró primero a su suegro y después a Leonor. Ella asintió. Neall abrió la funda y sus ojos resplandecieron complacidos al ver la rica daga de plata de doble filo curvado y la empuñadura de cuero trenzado. Erroll se adelantó para guardar el presente y admiró la hoja y los dibujos grabados en ella. Dado el regalo, Leonor tomó sus manos y decidió corresponder sus palabras abriendo su corazón, emulando prácticamente los votos de su prometido:

—Yo, Leonor de Ayala os tomo a vos, Neall Murray de Irwyn, como legítimo esposo y prometo seros fiel por siempre jamás, porque vos sois la risa que me ha hecho olvidar mis días de destierro, porque vos seréis la simiente que me hará florecer hasta el fin de mis días. Mo seabhag, mo ghrà —dijo ella, conteniendo las lágrimas de la emoción.

El reverendo unió las manos de los jóvenes con el lazo matrimonial al tiempo que los bendecía. Neall sintió la inquietud de Leonor y le susurró preocupado al verla con los ojos húmedos.

Mo ghrà, ¿lloráis?

—Son lágrimas de felicidad, mo seabhag. No puedo ser más feliz —susurró la española secándose una lágrima e intentando sonreír al reverendo para que prosiguiera con la ceremonia.

Neall asintió, aún confuso por verla llorar, pero confiando en su palabra. Con la mano izquierda seguía tomándole la mano del anillo, con la derecha le rodeó la cintura, dándole un necesario punto de apoyo para seguir en pie por la emoción. El sol se iba haciendo hueco entre el cielo algodonoso y las miles de perladas gotas de lluvia brillaban como centellas a la luz. Leonor dibujó con el pulgar el relieve del anillo y sonrió sin poder creérselo aún. Lo que quedaba de ceremonia pasó fugazmente, entre miradas cómplices, susurros indecorosos y tímidas o vivarachas sonrisas. Neall y Leonor, con las manos aún enlazadas por la bella cinta que los anudaba como casados, se dieron un ansiado y pasional beso en cuanto el reverendo pronunció el esperado: «podéis besar a la novia». Ambos sonrieron embelesados, mientras el clan vitoreaba y el sacerdote se sonrojaba por el entusiasmo de los jóvenes, llamando al orden a los allí congregados.

El ramillete de caléndulas se deslizó entre los dedos de la joven y habría caído al suelo sino llega a ser por la rápida intervención de Leena que, acercándose a los novios, consiguió cogerlo en el último momento, sonriendo feliz por haber impedido que se malograra en el barro. Un magnífico arcoíris coronó el cielo durante unos minutos, y los presentes felicitaron al reciente matrimonio con tres vítores, antes de pasar al interior de la capilla a confirmar los votos matrimoniales en latín, ante la única presencia de Dios, el sacerdote y dos testigos. Isabel se acercó a su hermana emocionada y la abrazó con fuerza, después hizo lo mismo con su cuñado y le susurró un «hacedla muy feliz, os lo ruego». Neall sonrió nervioso por no saber qué hacer en estos casos. ¿Debía corresponder a su abrazo, besarle la mano cortésmente, o hacerle una reverencia? El capitán sencillamente sonrió y aferró por la cintura a su esposa, dándole un beso cariñoso en la sien. El reverendo volvió a entrometerse y carraspeó un «Dios nos espera». Isabel se disculpó y dio un paso atrás, tropezándose con un extasiado Mackenzie, que le sonrió encantado de tenerla un instante entre sus brazos.

—Yo… yo he de irme junto a mi padre.

—Lo comprendo, mo baintighearna. Solo espero el día que vuelva a verla.

Isabel se sonrojó y fue donde la aguardaba Don Juan y Sir William Keith.

En esta ocasión, los testigos fueron Sir Symon Lockhart y Elsbeth. El caballero escocés cedió el paso al reverendo y entró con su señora cogida del brazo. Los cinco pasaron al interior de la capilla para no demorar por más tiempo la fiesta. La misa en la capilla fue breve y emotiva, ya que poco más había que añadir. Cuando el monaguillo desanudó la cinta que enlazaban las manos de los contrayentes, el reverendo Patrick concluyó:

Ego conjungo vos in matrimonium in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen.

Finalizada la ceremonia, Neall y Leonor salieron de la capilla con la felicidad tatuada en sus rostros. El resto del clan se había ido a la zona de celebración y había comenzando a servirse las primeras rondas de cuirm, hidromiel y uisge-beatha reservados para la ocasión, mientras felicitaban a los familiares más cercanos. De buena gana, Neall habría llevado a su esposa a un lugar más intimo donde dar rienda suelta a su pasión, como en su día había hecho Sir Symon con su hermana, pero esperarían a la bendición del lecho, como mandaba la tradición. Todos los esperaban para la feis y estaba seguro de que, si no hacían acto de presencia en el convite, se pasarían el resto de la noche cantando borrachos y a gritos bajo su ventana.

El breve paseo hasta el patio de armas estuvo lleno de miradas cómplices y besos robados de uno y de otro. Los dos eran la imagen viva de la felicidad y del deseo, pues a cada minuto que pasaba, sus miradas se iban volviendo cada vez más voraces y exigentes. Un redoble de tambores y una melodía de gaitas los recibió cuando tomaron sus respectivos asientos en la tarima presencial, donde los aguardaba la familia. La velada se pasó entre risas, una suculenta comida, bebida y muchos consejos jocosos y lascivos dirigidos a la joven pareja de contrayentes. Leonor se sonrojó más de una vez, aprovechando el capitán lo bonita que se ponía para deslizar su mano en sentido ascendente del muslo de ella a…

—¡Por Dios, Neall, conteneos! —susurró Leonor con el rubor tiñéndole hasta las pestañas, mientras intentaba controlar cómo la mano de su recién estrenado esposo se perdía entre los húmedos pliegues de su sexo.

—¿Por?

—¡Podrían vernos!

—Creo que más bien podrían escucharos, pues nos tapa esto… —dijo con la voz oscura por el deseo y señalando el mantel.

—¡Oh!... me las pagaréis sois… —gemido—. Sois cruel.

Neall aguantó la risa como pudo, mientras se deleitaba con la candorosa expresión de deleite de su esposa, desde el instante en el que sus dedos se habían adentrado en su humedad.

—¿Qué os parece si continuamos nuestra fiesta en otro sitio? —le susurró con picardía al encontrarla tan dispuesta—. ¡Deseo tanto volver a haceros mía de nuevo y que os rindáis en mis brazos! Os diré que pienso haceros el amor tan lentamente, saboreando cada palmo de vuestro cuerpo con tanta convicción, que me suplicaréis que os tome salvajemente hasta haceros enloquecer de amor.

—¡Seréis presuntuoso…!

Leonor nunca pensó que Neall, su valiente Neall, su apuesto, gallardo, indómito y a veces esquivo Neall, fuera capaz de decir palabras de amor tales que la hicieran estremecer sin siquiera tocarla. Pero en este caso lo hacía y… «¡Oh, oh…!», la dejaba sin palabras. ¡Maldita locura! Ella no estaba acostumbrada a beber cuirm y prácticamente se había bebido sola una jarra. Envalentonada, Leonor cogió el rostro de su esposo entre sus manos y le robó un beso. Neall la miró como un lobo hambriento, mientras le mascullaba un «no seáis bruja, mo ghrà, u os llevaré adentro». Ella también lo deseaba con todas sus fuerzas, si no salían de allí pronto, estallaría, o gritaría, o... de tanto anhelarlo, se derretiría. Quizás todas las opciones anteriores a la vez, pues sus calientes palabras aún resonaban en sus oídos y se tatuaban en su piel sensible y anhelante de la promesa vertida. Lo deseaba y, puestos a ello, haría que también enloqueciera de amor por ella. ¡Pardiez! Tres días sin verlo habían dado para muchos y pecaminosos pensamientos. No solo él había pensado en mil y una formas de hacerle el amor. Lo quería, lo deseaba, lo necesitaba… lo amaba. Y llegaría a adorarlo como a un dios. No obstante, ella también sabía cómo atormentarlo y, como si de un resorte se tratase, se levantó de un brinco del taburete ante la mirada sorprendida de él, le tendió su mano, hizo una reverencia digna del más alto mandatario de la corte y le preguntó muy dignamente:

—¿Bailáis?

Neall la miró divertido, entornó los ojos, cabeceó un par de veces con esa sonrisa traviesa que le helaba y le hervía la sangre a partes iguales y asintió. Leonor había practicado mucho con Elsbeth y Leena a escondidas, para no tener que volver a quedarse sentada mientras el resto de personas bailaban. Había mejorado mucho, tanto que ya no pisaba a su acompañante… «Perfecto». La descarga de sensaciones al unir sus manos fue brutal.

En el patio de armas, los comensales reían, bebían y comían hasta hartarse. Una nueva vida les esperaba a partir de entonces lejos del lugar que les vio nacer, pero nada importaba si se encontraban unidos. Algunas parejas bailaban en el centro al ritmo de las gaitas, flautas y chirimías. Un trovador tañía un laúd, mientras un niño pequeño le acompañaba haciendo tocar una sonaja. El ambiente era mágico y la pareja de recién casados pasó a ser el centro de atención en cuanto se pusieron a bailar. Incluso los amantes que se refugiaban entre los recovecos de las murallas para magrearse con mayor o menor descaro, dejaron un momento de hacerlo con tal de ver al joven señor bailar con su esposa. Parecían sacados de un cuento, o de esas turbulentas historias con final feliz que tanto le gustaba narrar a la española y que todos escuchaban extasiados.

El sol arrancaba destellos castaños y dorados del oscuro pelo de Leonor. Ella se colocó frente a él, cogió uno de los bordes del vestido y con una perfecta genuflexión adornada con un bamboleo del traje, le sonrió. ¡Dios, qué hermosa estaba! ¿Por qué lo martirizaba con un baile, cuando lo que quería era tenerla entre los varales de su cama y retorciéndose de gusto entre sus sábanas? Neall estaba como hipnotizado con el negro brillo de sus ojos de gata, con la comisura de su boca, con el escote sugerente de su corpiño... Sintió que el calor se concentraba en su virilidad y que, si se descuidaba, se correría allí mismo sin haberla tocado siquiera. No había nada en el mundo que hiciera que apartara la vista de ella. Nada. Leonor sintió el deseo en él y se sintió poderosa, también sintió como le quemaba la mano en su cintura, abrasándola… y se pegó más a su fornido cuerpo, notando como la dura prueba de su deseo se clavaba en sus caderas. Calor, deseo... Neall ahogó un gemido y entornó de nuevo los ojos.

—¡Seréis mala! —musitó.

Como respuesta, ella volvió a rozarse con coquetería y velada inocencia. Una simple mueca, que remató con un pestañeo provocador, dejando entrever el khol que perfilaban sus ojos oscuros, irresistibles… provocadores. Si creía que a ese juego solo sabría jugar él, había dado en hueso. El compás hizo que, en un momento de la pieza, Neall tuviera que sujetar con firmeza su brazo a la altura del hombro, mientras daban varios círculos sobre un eje invisible. En uno de los giros, le rozó levemente el pecho y los pezones de ella respondieron duros como perlas. Neall tragó saliva con dificultad, incapaz de apartar la vista del bamboleo de sus senos, agitados por la respiración y el baile. Leonor jugueteó con el ribete de la camisa de él con un dedo, bajándolo después sutilmente por su musculado torso. Estaba caliente, muy caliente... Notó cómo un escalofrío recorrió el cuerpo de «su halcón» y le sonrió traviesa, mordiéndose el labio inferior, mientras volvía a rozar sin compasión su atormentada virilidad.

—¡Al cuerno! —blasfemó Neall, sin querer mostrarse indiferente ante semejante tortura.

Con un limpio gesto, la cogió por la cintura y la elevó por encima de su cuerpo, cargándola al hombro. Todo el mundo se quedó en silencio unos segundos, mientras se escuchaban las protestas de Leonor y presenciaban los inútiles esfuerzos de zafarse de tan vergonzosa situación. Sin prestar atención a las quejas de su esposa, le sujetó con firmeza las piernas y le dio una palmada cariñosa en el trasero para que se calmara, aunque para ser del todo honestos, provocó el efecto contrario. Don Juan se quedó boquiabierto y a Isabel le dio la risa, pero al ver que Alex la miraba, se achantó y disimuló. El resto rieron de buena gana y Don Juan sonrió finalmente, mientras cabeceaba y apuraba su copa. Con una leve inclinación de cabeza y muy dignamente, Neall se despidió de los allí presentes y se encaminó a grandes pasos hacia la torre de homenaje con ella cargada. Se sentía feliz por haber sido capaz de poner punto y final a semejante martirio y poder comenzar así su particular fiesta con Leonor.

En cuanto hubo cruzado el umbral de la puerta de la torre de homenaje y, alejados de cualquier mirada, la bajó, no dejando ni un palmo de piel sin fricción y sin dejar de asirla por la cintura. Tampoco le dio tiempo a que protestara siquiera, pues la empotró contra la pared de piedra con un beso devastador, exigente, salvaje y profundo. Un beso que los llevó a una espiral desenfrenada de lujuria, mientras a duras penas, los amantes conseguían ir subiendo por las escaleras en forma de caracol, apoyándose en cada esquina, cada resquicio o saliente, donde poder sofocar con premura sus ansias de contacto.

Leonor pensó que no recordaría a la mañana siguiente cómo habían conseguido llegar a los aposentos de Neall con la ropa aún puesta. La puerta de la alcoba había cedido con un puntapié, haciendo que oscilara en un violento vaivén hasta cerrarse, mientras ellos habían seguido comiéndose la boca como si no existiese un mañana. Neall apoyó a la joven en la cama y la tensión sexual cambió con la malévola sonrisa de él.

—Pienso haceros mía durante toda la noche y quizás al alba seáis vos, mo fiàin àlainn, la que me pidáis hacerlo.

—¡Oh…! —Leonor no sabía qué decir, deseaba tanto que se cumplieran sus promesas, que obvió reírse de lo de «bella salvaje», por si rompía la mágica conexión que había entre ellos. Con valentía y picardía le susurró, a la altura del lóbulo de la oreja del capitán, transmitiéndole su aliento cálido—. No dudéis ni un segundo que os buscaré, mo seabhag, y os haré pagar el haberme secuestrado de mi propia fiesta.

—¿Y cómo me lo haréis pagar si puede saberse? —le preguntó Neall, con la voz ronca y cargada de deseo, mientras con sus fuertes brazos a cada lado, impedía cualquier evasión de la joven del borde de la cama.

Leonor intentó desviar su atención percatándose de una pelusa invisible del plaid, que con mucho afán quitó, acariciando después con uno de sus dedos el dorso de la mano del guerrero, para rematar con una media sonrisa cargada de sensualidad. Neall sintió cada movimiento como un latigazo en su desesperada entrepierna. No quería apresurarse, quería hacerlo «bien» y se había prometido a sí mismo tomarse el tiempo necesario para seducirla como es debido. Ella volvió a mirarlo a los ojos y pestañeó con la intención de distraerlo y trastabillarle un brazo.

—¡Demonios! —exclamó Neall al verse rendido entre sus piernas, con la espalda sobre la cama.

Leonor dejó su posición de ventaja y se bajó del lecho sin dejar de mirarlo. Neall se iba a incorporar cuando ella con la cabeza se negó. Con curiosidad, él se quedó quieto, apoyado sobre sus codos y deleitándose con las vistas. La muchacha se puso de espaldas a su hombre y comenzó un suave contoneo de caderas que le hizo recordar a aquella noche en Rowallan. «¡Oh…!». La garganta de Neall era incapaz de producir otro sonido y la sonrisa se esfumó de su boca, abriendo mucho los ojos. No era el mismo tipo de música, ni siquiera eran los mismos instrumentos… pero serviría, pensó Leonor. Ajustándose al ritmo de la gaita que amenizaba la fiesta, desató un pequeño velo con campanitas que hasta entonces había quedado oculto entre las capas del corpiño y las pequeñas piezas metálicas titilaron con el movimiento. El joven capitán se obligó a respirar, pero lo hacía con dificultad. Se agarró con fuerza al plaid para evitar abalanzarse y devorarla, que era lo que realmente le apetecía. Leonor siguió con su baile insinuante… Lo tenía hipnotizado con ese movimiento de caderas. «Realmente se está vengando y terminará volviéndome loco», pensó él. Las manos de ellas bailaban describiendo olas, primero con un brazo y después con el otro, sin dejar de moverse en ningún momento, a la vez que aflojaba los cordones traseros del corpiño. Neall seguía sus manos y cómo el vestido iba cayéndole lentamente por los hombros. Un sudor fino le cubrió la sien y se lo limpió con el dorso de su mano.

—Leonor…

—¿Sí? —le respondió coqueta y sin terminar de girarse, solo lo justo, para que apreciara como el corpiño comenzaba a ceder también a la altura de los senos.

—¡Cielo santo! ¿Es qué queréis matarme?

Leonor rio y, volviendo a mirarlo, le guiñó un ojo, dejando que el vestido le cayera hasta la cintura. Era verano, hacía el calor propio tras un día de tormenta y Neall resopló sin reparo, mientras cabeceaba.

—¡Me las pagaréis!

—¿Haciéndome vuestra durante toda la noche y, quizás al alba, siendo yo la que os pida, mi Perseo, que volváis a hacerlo una y otra vez? —le preguntó, mientras se deshacía del último nudo y el vestido caía al suelo.

Neall se dio cuenta de que había tomado prestadas sus palabras y sonrió por el añadido de otras. «¡Oh, sí! Eso haré… una y otra vez, leannan». El cuerpo desnudo de la joven seguía bailando esa exótica, seductora e hipnótica danza y, sin que él tuviera que pedirlo, se giró. Neall no pudo contener un grave gruñido de satisfacción y se humedeció los labios. Leonor avanzó los escasos cinco pasos que los separaban. Neall la abarcó por la cintura y la atrajo aún más hacia sí. El capitán tenía sus hermosos pechos a la altura de su boca y sin dudarlo los tomó, chupándolos, succionándolos, tomando prestado sus pezones entre los dientes. Leonor gimió y arqueó su cuerpo dejando caer su melena hacia atrás y haciéndole cosquillas en el antebrazo. Él colocó una de sus manos de forma que con el dedo meñique le acariciaba la hendidura del coxis. La apretó contra él, sumergiéndose entre sus generosos pechos de nuevo y dibujando con su lengua una línea húmeda de pezón a pezón, acabando en su ombligo y deslizándose hasta los íntimos rizos del pubis.

Leonor lo miró con ojos turbios por el deseo y los labios entreabiertos por el placer, dejando que cumpliera cada una de sus promesas de hacerla suya esa noche. Estaba a su merced y se derretía con cada paso de su lengua, desde el cuello a los dedos de los pies, sintiéndose cada vez más húmeda y atrevida, deseosa de adorar cada poro de su piel. En un descuido del halcón, volvió a colocarse a horcajadas encima de él, desinhibida y deseosa de emborracharse de su cuerpo. Su duro miembro palpitó bruscamente en los calzones, mientras ella lo liberaba de sus ataduras. Lo asió suavemente entre sus dedos, sin poder abarcarlo por completo, se inclinó y lo lamió. El sabor de su excitación la llevó a introducir su boca lentamente, mientras él se aferraba a las sábanas y encogía los dedos de los pies. Los ojos de Neall se abrieron y centellearon, no pudiendo soportar más el dulce juego, tendió a Leonor sobre el plaid y la volvió a devorar desde el carnoso lóbulo de su oreja, sus pezones, la oquedad de su ombligo, los pliegues de su sexo, la zona interna de las rodillas y sus finos dedos de los pies. Chupó con deleite el pulgar de uno de ellos, mientras Leonor gemía e intentaba no pegar un brinco cada dos por tres. El orgasmo le llegó primero como un cosquilleo intenso cuando él la estaba explorando con sus hábiles dedos en su sexo, a la vez que mordisqueaba con deleite las areolas de sus pechos y le lamía un pezón, para terminar gritando lo mucho que lo amaba en todos los idiomas que conocía.

Neall sonrió y se sentó a su lado, muy quieto, memorizando las facciones de ella y dejando que tomara algo de resuello. Sin embargo, se lo pensó mejor y, sin querer darle más tregua, dibujó una línea húmeda con su lengua que rodeó sus rodillas y se internó por sus muslos, hasta llegar a su palpitante sexo, bebiéndose la humedad de su orgasmo. Leonor quiso protestar, pero no pudo, aún embriagada por el éxtasis. Él la sujetó de las manos, cubriendo sus pequeños puños cerrados para inmovilizarla y que se dejara hacer. Le sonrió travieso y ella se mordisqueó el labio, expectante. Con lentitud, pasó su lengua entre los pliegues de su sexo y este se abrió como una flor en primavera. Lo succionó, se deleitó, hasta volver a llevarla a gritar su nombre. «Sois malvado», le susurró jadeante, mientras él le dejaba las manos libres y se relamía los labios. Sentir el orgasmo en su boca había sido devastador. ¡Cuánto le gustaba ese sabor agridulce aromatizado por el olor a sexo, a…!

—Leonor.

—¿Sí? —contestó con apenas un hilo de voz entre los jadeos.

Neall se arrodilló entre sus piernas y jugueteó con la yema del pulgar con el botoncito de su avispado clítoris, que estaba completamente húmedo y receptivo.

—Siempre me he preguntado por ese aroma vuestro que me vuelve loco… ¿De qué flor se trata?

—Jazmín —le respondió complacida al saber que le gustaba, pero deseosa de que siguiera con lo que tenía entre manos.

—Jazmín —se repitió Neall para memorizarlo y, acercando su nariz, la paseó por la delicada cintura de ella absorbiendo su penetrante aroma, haciéndole cosquillas que hicieron que se retorciera de placer y el corazón se le desbocara—. Interesante…

—Parad, ¡parad! Por favor, Neall.

—¡Jamás! —dijo, abordándole con crudeza la boca y saboreando hasta el perfil de sus dientes.

Leonor notó su propio sabor en la boca de él y se excitó. Todo de él lo extasiaba, pero necesitaba verlo desnudo, rozar sus pezones con el fino vello de su torso, sentir su dura verga en su interior… Comenzó a desatarle la camisa con premura y de un tirón se la sacó por la cabeza. Neall le sonrió y musitó un «salvaje». Eso la calentó aún más y se apoderó de su trasero, a la vez que lo atraía más hacia ella, reclamándolo.

—Con que esas tenemos…

De un tirón, se terminó de quitar las calzas y la penetró de un empellón. Leonor dio un respingo y después su cuerpo se acopló, sintiéndose llena, caliente, excitada… con un cosquilleo creciente entre sus piernas y en el bajo vientre. Había sido una entrada dura, necesitada, pero en ningún momento dolorosa. Lo deseaba, la deseaba y sucumbieron al placer. ¿Cómo su cuerpo podía seguir reclamando más? ¿Acaso no se saciaría de él nunca? Las manos dejaron de ser manos y los pies se afianzaron a las caderas, a los muslos, al cuello… En un torbellino de lujuria, pasearon sus lenguas por el cuerpo del otro, sin dejar un palmo de piel por recorrer. No hubo piedra del muro que no fuera testigo de sus besos, de sus jadeos y de sus embestidas. No hubo retazo de sábana que no transpirara su lujuria ni su irrefrenable deseo. Ambos llegaron al orgasmo en más de una ocasión, pero siguieron amándose, deleitándose entre besos apasionados e inocentes besos. Las caricias más exigentes dieron paso a otras más acompasadas, más profundas… hasta conseguir que, hasta los gemidos, quedaran tatuados en su piel.

—Neall…

—¿Sí, mo aingeal?

—Os quiero.

—Yo también os quiero, ca-ri-ño —se esforzó en pronunciar Neall en castellano, mientras volvía a comérsela a besos—. Yo…

—Os necesito —siguió diciéndole a Neall, mientras reclamaba su atención sujetándole la cara con las manos y buscaba su mirada—. Os amo.

Neall tembló, nunca se había sentido tan feliz. Siempre pensó que el amor estaba destinado a otros, porque hasta que la conoció, nunca había querido ni pensado pertenecer a alguien.

—Tuyo.

—Sí, mío.

 

A la mañana siguiente, cuando aún no había despuntado el día, llegó a Blair Atholl un mensajero de Sir William Keith para advertirles que, a poco más de un par de días a caballo, un ejército de quinientos hombres venía dispuesto a prender como traidores a los hermanos Murray, acusados de alta traición al rey. Sir Symon Lockhart había entrado acompañado del mensajero minutos antes al gran y vacío salón, donde sabría que encontraría a su familia política, aún soñolientos por la celebración. El mensajero era un buen hombre, al que conocía desde hacía tiempo de otras campañas militares. Sir William Keith no se fiaba de que dejaran marchar tan ricamente al clan Murray y había apostado a varias millas a la redonda a algunos de sus hombres. Sus informadores le habían puesto al tanto de los continuos salteadores que se apostaban en los caminos y de los pequeños grupos de ingleses ávidos de adjudicarse la medalla por haber hecho pisar el polvo a un noble escocés. Así se lo había comunicado la última vez que había estado en las tierras y, gracias a su suspicacia, podrían adelantarse a la jugada de esos malnacidos.

Ayden no daba crédito a lo que estaba escuchando y el mensajero tuvo que repetírselo un par de veces antes de poder digerir la nefasta noticia. Si no salían de inmediato, tendrían pocas posibilidades de poner distancia a ese escuadrón. Lady Annabella se llevó la mano a la boca, conteniendo un grito de angustia y Leena corrió presta a colocarle una silla, para que no se desmayara ante la gravedad de la noticia. ¿Cómo era eso posible? ¿Traición? Ellos no habían hecho nada… salvo salir en un par de ocasiones de Blair Atholl, cuando la orden expresa del rey los obligaba a no hacerlo bajo ningún concepto de sus tierras. ¡Maldita sea! ¿Acaso tenía Sir Kenion Strathbogie hombres montando guardia mañana, tarde y noche siguiendo sus pasos?

Fuera lo que fuera, no había tiempo que perder. Tenían que avisar a Neall y rápido. Había pocas opciones si querían evitar una auténtica masacre. Ninguno esperaba que semejante ejército se limitara a tomar la tierra y nada más. Cualquier mínima afrenta, cualquier intento de defenderse por parte de sus hombres, y los pasarían a cuchillo delante de sus familias. No podían arriesgar la vida de su gente. Por lo que decidieron que los guerreros casados, mujeres solteras, niños y ancianos marcharan de inmediato junto a Sir Symon Lockhart y Lady Elsbeth a Ayrshire, donde el caballero era dueño y señor de las tierras. Lady Annabella y Deirdre marcharían con su hermano, Sir William de Irwyn, a sus tierras de Aberdeen, bajo la protección de Sir William Brisbane como tenían previsto. El resto partirían a Irlanda, o al norte en cuanto hubieran perdido de vista a esos malnacidos.

Ayden y Neall marcharían al norte. Si la información que les había proporcionado el mensajero, era cierta e iban con ellos, pondrían al Laird Lockhart en el punto de mira del rey innecesariamente y el clan Murray se vería en un serio aprieto. Si los alcanzaban… Ayden se mordió el labio con inquietud, mientras sopesaba si interrumpir, o no, la noche de bodas de su hermano. La noticia era alarmante y no había escalón que le pesara menos que el anterior camino a los aposentos de Neall.

Al llegar a la habitación, finalmente se decidió por llamar con los nudillos. Al cabo de unos minutos apareció un sonriente Neall por la puerta, más despeinado y feliz que de costumbre. La felicidad se definía en su rostro y en esos hoyuelos que Ayden había envidiado siempre.

—¡Qué demonios, Ayden! Apenas ha amanecido… —le dijo a su hermano, sin percatarse del gesto lívido del mellizo.

—Es importante, Neall —musitó, evitando mirarlo a los ojos, sopesando el modo de decirle el maldito mensaje.

Neall vio su preocupación y pasó su mano por la incipiente barba, de soslayo, miró el hermoso cuerpo desnudo de su mujer, que lo esperaba dormida en la cama, y cerró tras de sí la puerta, con el mayor de los cuidados para no despertarla. Entre susurros, musitó, con visible enojo:

—Debe ser muy importante para que me abordéis en mi noche de bodas, apenas ha amanecido —le repitió, frunciendo el ceño.

—Lo es.

La cara de sorpresa de Neall no se hizo esperar.

—¿Qué ocurre? Hablad, me estáis poniendo de los nervios con tanta ceremonia. ¿Es madre?

Ayden negó con la cabeza, respiró hondo y, ahorrándose las explicaciones, le tendió el pergamino enrollado. Neall lo abrió. Carecía de lacre y la letra era temblorosa, pero no había duda de que era de Sir William Keith.

—No puede ser. ¿Traición? ¿por qué?

—No lo dice, quizás porque salimos sin permiso expreso del rey de Blair Atholl, o cualquier otra pobre excusa que se haya inventado. No creo que sepan nada de nuestra intervención en Francia, aunque todo podría ser a estas alturas. Pero podéis estar seguros de que no esperaremos a preguntárselo a Sir Kenion Strathbogie.

—¿A cuánto dice el mensajero que están acampados?

—A unas millas, cerca de las viejas piedras ancestrales de Perth. Son unos quinientos, aunque es difícil ser más exactos al estar acampados junto a los ingleses que dirigen la fortificación de la ciudad. Sir Kenion Strathbogie estaba entre ellos.

—Entiendo. No tenéis por qué venir con nosotros, Ayden. Al fin y al cabo, es a mí a quien quiere. Seguro que con justificar el por qué de nuestra salida ante el rey, lo entendería todo.

—Ni hablar. Marcharemos juntos y no hay más que hablar. No me fío de sus intenciones, cualquier Murray puede ser objeto de su mano negra, ahora que se habrá enterado de que Elsbeth ha resultado salva de su tropelía y se ha desposado. Cualquiera que pueda restarle legitimidad, o asegurar que él está detrás del secuestro de nuestra hermana es hombre muerto. Por otra parte, no seré yo quien le dé explicaciones al rey de lo que le ha ocurrido a Elsbeth, no confío en su discreción. Nuestra hermana necesita la oportunidad de estar limpia de cualquier rumor, o sospecha, para ser feliz.

Guardaron unos minutos tensos de silencio. Neall estudió el papel en busca de alguna pista más que pudiera delatar alguna vía de escape, pero nada, se sentía abrumado por las noticias, incapacitado para reaccionar convenientemente.

—¿Y el clan? —preguntó Neall con las manos temblorosas—. Son muchos y no podemos exponerlos a su suerte.

—Se irán con Sir Symon Lockhart y Elsbeth. Está todo preparado, no tardarán en partir.

—¿Y… y nosotros?

—No tenemos tiempo de gestionarnos los pasajes a Irlanda, tendremos que ir primero al norte. Vuestro segundo ha propuesto ir a Ross-shire, donde su familia, si os parece bien. Sé lo difícil que le habrá resultado a Alex el sugerirlo siquiera, después de todo lo que le ha hecho pasar ese medio hermano que tiene. Pero son tierras seguras y su clan, a pesar de haber luchado del lado de Bruce, se ha mantenido imparcial en la actual lucha de reyes.

—Es una buena opción, sin duda —manifestó, agradeciendo el gesto de su segundo de pedir asilo en las tierras de los Mackenzie, después de haber sido repudiado por su condición de hijo ilegítimo.

—Marcharemos en media hora, Neall. No más. Será mejor que despertéis a vuestra esposa. No hay tiempo que perder.

Ayden se despidió de su hermano y, cuando iba a bajar las escaleras del torreón, se topó con la pelirroja Stewart que las subía a medio camino. Tomándola por la cintura, la puso contra la pared de piedra, cerca de la saetera para poder verla mejor. ¡Dios, cuánto la quería! Leena miró a Ayden con preocupación. Ayden miró a Leena con una tristeza infinita. No quería separarse de ella, ahora no, pero no podía hacer otra cosa que despedirse. No podía exponerla a algo así, ¡que Dios lo perdonara! No, sin estar comprometidos formalmente. ¿Cómo podía pedirle que dejara su casa, sus comodidades, su familia para ser una proscrita sin tierras? Un nudo en la garganta le hizo soltar un bufido, mientras con una mano se apretaba el tabique de la nariz en un intento de no llorar delante de ella. Leena le quitó con suavidad la mano, le cogió el rostro entre las suyas y lo miró a los ojos. Como si le hubiera leído el pensamiento, le dijo con dulzura:

—Haced lo que tengáis que hacer, mo caiptean, pero seguid vivo. Os prometo que os esperaré el tiempo que haga falta.

Ayden la besó con pasión, abrazado a ella, acariciándose como amantes, sin dejar guardada en su alma ninguna palabra de amor para su amada «petirroja». En silencio, se quitó el broche que le había regalado en su día su padre, abrió la mano de Leena y se la cerró con él dentro, a la vez que le susurraba un «así me llevaréis con vos, siempre».

Con el corazón en un puño y una fuerte aprehensión en el pecho, el Laird la despidió junto a su hermano y amigo Sir Darren, que no dudaba que entre su hermana y el mellizo Murray finalmente había algo más que unos simples besos y abrazos, aunque prefirió callar y ser discreto. Se despidió con un «tened cuidado» y le dio un cachete en los cuartos traseros del caballo de Leena, para que emprendieran el viaje hacia el castillo de Doune. Ayden bufó ante el revés que le había dado la vida de nuevo. A partir de ese momento, sería mucho más difícil acostumbrarse a vivir sin ella. Sus palabras le llenarían de consuelo, cuando la desesperación lo llevara al límite, pues se temía que tendría que aguardar mucho tiempo antes de volver a verla. Como había hecho siempre, la llevaría en su mente y en su corazón. Observó cómo jinete y amazona se perdían al galope en el horizonte y deseó con fervor que tuvieran buen viaje.

Cuando Neall volvió a entrar en la habitación, Leonor lo esperaba despierta, recostada sobre un almohadón y con la sábana cubriendo parte de su desnudez. Su diosa apreció su gesto preocupado y fue a su encuentro, arrastrando unos pasos la sábana con ella hasta llegar desnuda hasta él. El capitán la abrazó con ternura y hundió su frente en el hueco de su cuello, susurrándole las nefastas noticias. Leonor contuvo el aliento y se obligó a no derramar ni una lágrima, mientras acariciaba la nuca de Neall y le decía a su vez que lo importante era que estuvieran juntos. Él tomó su rostro entre sus manos y la besó, agradeciendo el sacrificio que hacía su aingeal al alejarla tan pronto de su familia, de sus amigos y de sus pocas pertenencias. No tenían mucho tiempo, tenían que partir.

En cuanto se vistieron, se dirigieron al patio, donde ya los estaban esperando. Tormenta bufó y coceó el suelo inquieto, mientras Don Juan le sujetaba de las riendas. Leonor se acercó a su padre con toda la entereza que sus nervios le permitían y lo abrazó con fuerza. Él le pidió que fuera fuerte, como siempre había sido, y muy feliz. En sus ojos, las lágrimas también se contenían a duras penas. Cuando ya se separaba para darle paso a una Isabel llorosa, le dijo con templanza y un dedo acusador: «Y quiero nietos, ¿entendido?». Leonor se sonrojó por la osadía de su padre y asintió sonriendo, al ver que Don Juan solo intentaba que Isabel dejara de llorar como un alma en pena. La menor de los Ayala se fundió en ella, como si esa fuera la solución para no volver a separarse.

Cuando su padre la apremió para que se fuera junto a su esposo, Leonor sintió un vacío desgarrador. Los hombres no podían seguir esperándola por más tiempo. Montada ya en Tormenta, Leonor levantó la mano y se despidió tirándoles un beso. Isabel lo cogió y se lo llevó al corazón. La joven vio un rápido cruce de miradas entre su hermana y Alex Mackenzie y lamentó no haber tenido más tiempo para preguntarle siquiera, pues los había visto bailando muy juntos esa noche, antes de que la «raptara» Neall.

A la hora prevista, el pequeño grupo de catorce hombres encabezado por Ayden y Neall emprendió la marcha dejando atrás los muros y las murallas de Blair Atholl. Neall no pudo evitar volverse y echar un último vistazo a la fortaleza. Leonor se puso en paralelo y le acarició la mano, brindándole una dulce sonrisa de apoyo para restarle preocupación, aunque su corazón lloraba por dentro por su padre y por su hermana. Ellos irían con Sir Symon y, desde las tierras de los Lockhart, buscarían dos pasajes de regreso a España.

El grupo cabalgó durante días sin descanso con el ejército pegado a los talones. A lo lejos, aún podían verse los jirones negros del humo del incendio en el cielo. Ayden pensó que Sir Kenion no sería tan tonto como para prenderle fuego al castillo. Ese malnacido era ahora conde de Atholl y dudaba mucho que quisiera ser el conde de las cenizas de sus propias tierras. Seguramente, habría mandado a quemar alguno de los campos y cabañas para atemorizar a los pocos vasallos que se habían quedado allí. Solo deseaba que no hubiera hecho lo mismo con la villa, aunque del muy bastardo, después de todo lo que le había hecho a su familia, ya no esperaban nada bueno.

A medida que avanzaban rumbo al norte, hacia el castillo de Eilean Donan, el camino se hacía cada vez más intransitable. Los matorrales habían alcanzado la altura de un hombre en el mejor de los casos y el pequeño grupo tenía que estar improvisando constantemente atajos para evitar emboscadas. Esto los retrasaba, dando a sus adversarios cada vez más ventaja. El rastro que inevitablemente iban dejando era tan fácil de seguir que, si no hacían algo pronto, acabarían a manos de Sir Kenion, o de cualquiera que estuviese comandando a ese ejército, antes de llegar a la tierra de los Mackenzie. ¿Tanto valían sus cabezas para mandar semejante escuadrón tras ellos? De seguro, y por voluntad propia, no pararían a preguntárselo. Ayden dio voz a las incertidumbres de su hermano y tuvo una discusión tremenda con Neall, mientras los caballos abrevaban en el paso del río Shiel, pasado el lago Cluanie. Ninguno de los catorce hombres que los acompañaban quiso interferir entre los hermanos y Leonor escuchó las voces con el corazón encogido. La española sabía que Ayden tenía razón, pero entendía que Neall se negara en rotundo a la idea de que su hermano y algunos hombres sirvieran de cobaya para despistar el rastro del resto.

—¡No podéis estar hablando en serio, Ayden! ¡Pensad en vos, pensad en Leena y por Dios, pensad en madre! ¿Cómo sería capaz de mirarla a la cara si supiera que os ha pasado algo?

Ayden resopló, sabiendo que era cuestión de horas que tuviesen al ejército encima. Ya habían tenido que encargarse de tres rastreadores y no dejarían de mandar más para verificar su ubicación exacta. El mellizo estaba seguro de que, si no se separaban, esos bastardos se alegrarían de matar a dos pájaros de una vez.

—Haréis lo que os digo. ¡Maldita sea! Soy vuestro hermano mayor, vuestro capitán y vuestro Laird.

—¡No, no y no!

—No oséis contradecirme, bràthair… porque os juro por padre que os lo haré pagar.

Neall tuvo que morderse la lengua para no volver a negarse de nuevo. Si algo le debía a Ayden era respeto y lealtad, como Laird, como capitán y como hermano. Asintió, mientras seguía blasfemando por lo bajo, con lágrimas en los ojos. Neall estaba seguro de que Sir Kenion Strathbogie iba a por él y no quería arriesgar la vida de su hermano y de sus hombres innecesariamente. Con un abrazo y una promesa, los hermanos se dijeron adiós. Después le tocó el turno a Erroll, que besó la mano a Leonor con su galantería innata. El irlandés le dijo, guiñándole un ojo:

—Sed paciente con él. Os lleváis una auténtica joya… en bruto.

Leonor rio y le dio un abrazo. Neall por su parte puso los ojos en blanco, hizo una mueca de niño ofendido y le dio con el puño cerrado en el hombro. El irlandés se tambaleó de la montura entre risas y se hizo la víctima por el golpe. Jamás podría pagarle a su amigo que acompañara a su hermano a la boca del lobo, con él, Ayden tendría una oportunidad más de salir vivo de esta, pues nadie osaría asesinar al sobrino del heredero de Glamis, sin cavar su propia tumba.

El pequeño grupo se dividió y se despidieron deseando volver a verse pronto. Aunque era del todo improbable, al menos a corto plazo. La joven sintió una fuerte aprensión en el pecho y un escalofrío, del que no quiso hacer partícipe a su recién estrenado esposo, al ver marchar a su valiente cuñado y al mejor amigo de Neall a una muerte casi segura. Pidió al cielo que fallara por una vez su maldita intuición y que los salvara, dedicándole una sencilla oración para que les diera suerte.

En la confluencia de tres rías, a un lado del lago Duich, se alzaba majestuoso el castillo de Eilean Donan, uno de los bastiones de los Mackenzie. El recibimiento no fue frío, pero tampoco podía decirse que los esperaran con los brazos abiertos. Aunque la confrontación no era abierta, Leonor se dio cuenta con solo un par de frases, de que la sutileza no era precisamente el fuerte del medio hermano de Alex. La hostilidad del Laird Mackenzie podría verla hasta un ciego. La situación era bastante delicada y el segundo se tragó el orgullo por el bien de su capitán y su esposa.

A los pocos días, llegaron noticias sobre la suerte del grupo liderado por Ayden. Las peores que pudieran esperar y que se fijaron como un hierro candente en su piel y en sus corazones. El grupo había sido apresado y reducido en un intento de despistar al numeroso ejército liderado por Sir Kenion Strathbogie. Solo habían dejado dos supervivientes: Ayden y Erroll, pero los rumores del maltrecho estado de los prisioneros no era muy halagüeño. Neall, Leonor y Alex habían conseguido escapar a costa de entregar a su suerte a una docena de los suyos. Neall se sintió morir y se marchó solo, durante dos días completos, para congoja de Leonor, que esperaba desesperada que no cometiera ninguna locura. No era el momento de hacer algo por ellos, no ahora que no tenían con qué luchar. ¡Sería un suicidio, Santo Cielo! Ella no era muy religiosa, pero mantuvo los nervios rezando día y noche. Al tercer día se presentó Neall en la cabaña que compartían con Alex, sin excusarse y sin prácticamente hablar. La pena y la culpa ensombrecían el buen carácter y el semblante de su esposo irremediablemente.

Camino al castillo, el joven capitán se apoyó en el puente y se quedó pensativo, mirando el reflejo de las nubes en el lago. Leonor se acercó por detrás y lo rodeó por la cintura. Tomó aire y le dijo con toda la templanza y optimismo que pudo:

—Tranquilo, Neall. Les salvaremos.

—¿Lo creéis posible, mo aingeal? —preguntó como si tuviera miedo de la respuesta.

—Todo es posible, mo ghrà. Todo es posible.