CAPÍTULO 08 – EL SEÑOR DE LA OSCURIDAD

 

Castillo de Blair Atholl, Perthshire (Escocia), 31 de octubre de 1333.

 

La habitación de la torre estaba en penumbra gracias a la luz de la luna que entraba por la saetera. Leonor estaba despierta, con la mirada perdida en las sombras de las piedras de la pared y en las tallas de los muebles. Cerró los ojos en un intento de dormir, pero al poco tiempo los abrió inquieta, mientras acariciaba la suave superficie de plumón. Nada que ver con el duro jergón de su cabaña en la villa, o de la manta con los colores del clan Douglas, la que la había acompañado durante años, evitando la humedad del frío suelo. Sin embargo, pese a todas las comodidades, no había postura que hubiera probado, ni infusión que la llevara a los brazos de Morfeo. Cada vez que cerraba los ojos dispuesta a dormirse, aparecía la imagen de Neall medio desnudo y cubierto de mil gotitas cayéndole por la frente, la mandíbula y el pecho. Tener ese cuerpo debería de ser motivo suficiente para llegar a ser Arcángel, o el peor de los seres maléficos, porque algo tan divino no podía ser real. Leonor se estremeció ante el recuerdo del contraste del agua del río Garry y el calor abrasador de la piel de él abrazándola con posesión. Sintió su piel húmeda y tragó saliva. Cuando quiso darse cuenta, estaba abrazada a sí misma, cruzando ambas manos por la cintura, supliendo de algún modo la soledad que tanto tiempo la había acompañado. Apretó los labios y se mordisqueó el inferior por dentro, nerviosa.

A lo lejos, unas campanas empezaron a llamar a maitines, pero no se veía un alma desde su ventana. Leonor se imaginó al monaguillo dando saltos con la maroma, remeciéndose y dejándose colgar muy alto. Sonrió. Pasados unos minutos, las campanas seguían con su frenético repicar, como si la vida les fuera en ello. Eran los únicos momentos de asueto que se daba ese niño, siempre perrillo faldero del cura, siempre con el dedo acusica y rezando con las cuentas del rosario, mientras bajo su mirada podrían caer fulminadas ciudades enteras. Si el monaguillo o el sacerdote Patrick pudieran leer el pensamiento, la mayoría de las mujeres del clan Murray habrían quedado excomulgadas en el acto. ¡Qué cantidad de hombres apuestos! Jamás había visto un grupo tan variopinto de hombres espléndidos.

Durante los dos años anteriores, ella solo había tenido ojos para Sir Symon, el resto o bien no era cercano a su edad, o la definición de atractivo no se ajustaba precisamente a su cara o al conjunto en sí. Era curioso, últimamente Sir Lockhart se cruzaba de forma permanente en su pensamiento, aunque estaba segura de haber hecho la elección adecuada. Él se merecía una mujer que bebiera los vientos por él y ella no era esa persona. Desde que había conocido a Neall, estaba segura de ello. Suspiró y sonrió al recordar la cara del sacerdote el día anterior, mientras se santiguaba cientos de veces y se rociaba el cuerpo de agua bendita al advertir cómo las mujeres se quedaban embobadas con sus canastos en brazos, viendo cómo sus hombres hacían los ejercicios propios de la guerra. Leonor nunca había conocido a nadie tan temeroso de Dios o de los hombres como el reverendo Patrick Lynch. Segura estaba que esa noche bañaría hasta a los animales en agua bendita con tal de cristianar la fiesta… ¡Menudo era!

Leonor se recostó de nuevo en el colchón, con la mirada perdida en el techo de piedra, experimentando un súbito calor entre las piernas y el corazón sofocado. Las mantas se le antojaron innecesarias hasta el extremo de dejarlas caer a los pies de la cama. Sus manos comenzaron a recorrer el interior de sus muslos, ávidas de alcanzar consuelo, y se sobrecogió por la intensidad de sus propias caricias. Cerrando los ojos e imaginándose que era Neall quien la tocaba, sus manos se volvieron cada vez más atrevidas, acompasadas por su respiración profunda y anhelante, acompañada de gemidos quedos y otros más apremiantes ahogados en la propia almohada, a la que agarraba con fuerza o en la que hundía a veces el rostro para no llegar a gritar, mientras se pasaba con suavidad los dedos por su boca jadeante, entre abierta, y recorría la línea de su cuello, de sus senos, de su abdomen... hasta perderse en los rizos de su monte de Venus. La yema de sus dedos encontraron su piel suave y resbaladiza, receptiva a cualquier caricia, a cualquier roce, por minúsculo que fuera. Gimió. Leonor cerró los ojos e instintivamente arqueó la espalda, a la vez que con la otra mano se masajeaba el pecho. Jadeó al introducir lentamente sus dedos en su interior, con su boca entreabierta, borracha por las sensaciones que conseguía arrancar de cada una de las fibras de su cuerpo con solo evocar su imagen.

Tal era el torbellino de estas, que al principio se asustó de los propios espasmos que comenzaban a azotarle sus temblorosas piernas. Las caricias se fueron haciendo más apremiantes, más profundas, más húmedas hasta el punto de resultar plácidamente doloroso. Una energía vibrante y liberadora se fue formando en crecientes oleadas desde su húmedo interior hasta cualquier extremidad de su cuerpo, llegando al punto de nublársele la vista por instantes. Ese escocés conseguía que el control férreo que tenía sobre sus emociones se hiciera añicos con solo respirar. «Neall…». Y el orgasmo rompió salvaje y electrizante cuando aún no había terminado de pronunciar su nombre, como una noche de tormenta entre sus piernas, devastándola emocionalmente y dejándola lánguida en cada uno de los poros de su piel, sin respiración… impregnada de ese rubor y exudado en la piel, característicos del placer extremo. Leonor nunca había sentido nada igual, ni pensaba que lo que contaban algunas mujeres pudiera llegar a ser cierto. Había sentido repugnancia y dolor en su única experiencia con Don Gonzalo, un dolor infinito que le había acompañado durante todo ese tiempo.

La muchacha se asustó por el nuevo vínculo que la había unido a Neall, más íntimo incluso que el propio acto del coito. Él ocupaba su pensamiento. No tenía dudas de que sería así siempre. ¿Y qué iba a ser de ella entonces? ¿Qué haría cuando, pasado un año, tuviera que marcharse? No podía negar por más tiempo la atracción que sentía por el capitán. Desde el primer día que se prendó de su risa en aquel valle, no había habido otro hombre que captara su atención como él. Por saborear un minuto más el brillo agreste de sus ojos, había demorado el sumergirse en los abismos de las Bullers de Buchan y casi le había costado la vida. No obstante, por algún extraño motivo que se le escapaba de la razón, las runas lo habían vuelto a poner en su camino, como diría Deirdre.

Neall sonreía raramente, pues siempre andaba ceñudo si ella estaba cerca. Pero, cuando lo hacía, era como tener el mismísimo sol entre las manos… Esos instantes valían reinos y barcos a rebosar de tesoros. La curiosidad por saber qué le atormentaba, le atraía incomprensiblemente tanto como el resto de su persona. Sin embargo, su labor era acompañar a Elsbeth y no desvivirse por los huesos de su hermano. Todo le atraía de él, incluso cuando ambos se jactaban en público de lo indiferentes que eran el uno de la otra y viceversa. Leonor se giró sobre el colchón, asiendo con fuerza la almohada y cubriéndose en parte con el plaid de los Murray, a pesar de no tener precisamente frío. A los pies, el del clan Douglas, regalo de Sir James justo antes de partir a la batalla de Teba, con el que jugueteó con cierta nostalgia con los dedos. La respiración de Leonor fue volviendo a la normalidad poco a poco y el cosquilleo, que había perdurado entre sus muslos, fue remitiendo a su vez hasta dar paso a una serena satisfacción.

Justo cuando volvió a escuchar las campanas llamando a laudes, la luz de la luna había prácticamente desaparecido entre los árboles del bosque. La piel que forraba la ventana principal se levantó levemente con la brisa de la noche, lo justo para hacer que la llama de la vela oscilase como loca durante unos segundos sin llegar a apagarse. Si no se daba prisa en apurar unas pocas horas de sueño, al día siguiente Leonor no sería más que una sombra errante pegada a Elsbeth. La muchacha apagó la vela de la palmatoria, a oscuras, no quedaba otra que dormir. Soñó con él, como no podía ser de otra manera. Ardería en el infierno por ello y por tantas otras noches.

Unos suaves toques en la jamba de la puerta la despertaron. Si las campanas habían dado la hora prima, ella ni las había escuchado. Elsbeth entró con la energía arrolladora que la caracterizaba, siempre seguida por su madre, más comedida y prudente en sus formas.

—Pero, ¿qué hora es? —dijo Leonor levantándose de un salto de la cama y dejando caer el plaid al suelo.

Elsbeth sonrió ante el gesto contrariado de la muchacha y recogió la manta familiar, colocándola con cuidado encima del baúl de madera. Leonor tenía el pelo enmarañado y marcas en la cara de no haber dormido muy bien. Otra vez. Parecía que no terminaba de acostumbrarse a las comodidades del castillo o como diría la española si le preguntaran: «el estar tan cerca de cierto caballero me hace imposible conciliar el sueño». Se pasó la melena hacia el otro lado en un intento de domar los rizos sueltos, pero parecía que iba a ser tarea difícil mantenerlos a raya a los muy díscolos.

—Tranquilizaos, Leonor, es temprano. En realidad, acaban de llamar a prima y pensamos que andaríais despierta, pero si queremos ir a Moulin para comprar algunos paños, jabones y velas….

—Cierto, cierto, se me había olvidado completamente —dijo Leonor apresurándose en ponerse la camisa, las calzas y las botas.

—Como os decía —haciendo hincapié en la interrupción de la sureña, mientras veía cómo esta terminaba de colocarse el cinturón con la jambia y se colocaba esos raros palos en el cabello a modo de moño después de haberlos desenredado con ayuda de Milady—, si no queremos más compañía, deberíamos salir ya. Madre está de acuerdo, los hombres solo nos ralentizarían las compras y con nadie más estaré tan segura como con vos. Quizás podríamos coger la ribera del Garry para no tener que ir campo a través. El camino es más largo, pero hay menos posibilidades de emboscadas ni de vagabundos por el camino. ¿Qué os parece?

Leonor hiló rápidamente la conversación y miró a Lady Annabella en busca de su aprobación. Cuando lo comentó el día anterior la melliza, Leonor pensó que no le darían permiso para ausentarse y mucho menos solas, como habían planeado. Una escapada de la rutina siempre venía bien y le ayudaría a sacar a Neall de sus pensamientos por un rato. De camino, compraría algunos potingues que le hacían falta.

—Por mí, perfecto. Pero, ¿qué han dicho vuestros hermanos?

Lady Annabella puso los ojos en blanco, pensando en qué dirían Ayden y Neall si se enteraban de los planes de las muchachas de ir solas a la villa de Moulin. Basiliscos serían los seres más mansos de la tierra en comparación con ellos. Pero no había capricho que hubiera podido negarle alguna vez a su hija, así que ahí estaba ella, a su edad y de tapadera de las jóvenes, para apaciguar los ánimos de sus hijos.

—Leonor, ellos no saben nada —hizo una pausa Elsbeth y comenzó a justificarse como lo hacía ante su madre, lo que provocó la risa en Leonor—. ¡Oh, vamos! No nos dejarían ir sin medio castillo de escolta y no llegaríamos a media tarde con tiempo para vestirnos para la celebración —replicó Elsbeth con aspavientos, mientras le quitaba los dos palitos tallados que le sujetaban el moño y dejaba caer de nuevo los rizos en cascada.

—¿Por qué…?

—Ya veréis como de este modo, no os terminará doliendo la cabeza al final del día, debido al peso de vuestros cabellos.

Elsbeth le dividió con rapidez la cabeza en mechones y los trenzó en espiga, hasta llevarse la mayor parte del pelo a la nuca. Era realmente habilidosa con los peinados y Leonor se dejó hacer encantada. Cuando lo tuvo recogido, adornó el sobrante acaracolado con una peina de hueso tallado con forma de flores y lunas crecientes. Realmente el resultado era espectacular.

—Bellísima, ¿verdad, màthair? Para esta noche tengo algo pensado…

—¿Cómo podré algún día agradecéroslo? —la interrumpió.

—¿Qué tal ahora dándonos prisa?

Ambas se miraron y se aguantaron las ganas de reír más alto, tapándose la boca con las manos, como seguramente hacían de pequeñas. A Milady el gesto la enterneció, pero después se atusó las faldas y declaró a las muchachas con dulzura y apremio:

—Creo que podré entretener a los caballeros hasta después del desayuno y apaciguarlos cuando sepan de vuestra travesura. Pero debéis salir ya, si no queréis encontraros a todos los hombres en el patio de armas, saliendo de los barracones. Solo una cosa…

—Decidme, màthair.

—Necesitaría que comprarais cintas para el pelo con los colores del clan.

—¿De los tres colores, baintighearna? —preguntó Leonor para cerciorarse de que no se equivocaba.

—Sí. Rojas, azules y verdes. Me gustaría que ambas las lucierais en el peinado que llevéis esta noche.

Leonor y Elsbeth volvieron a mirarse y sonrieron complacidas. Se abalanzaron sobre Lady Annabella y la rodearon con un cariñoso y largo abrazo. Las tres mujeres estuvieron así durante unos instantes. Después, entre susurros y risitas, salieron de la habitación de Leonor.

Las muchachas se deslizaron con sigilo por las escaleras de la gran torre de homenaje y, cuando llegaron al último descansillo de la escalera, se despidieron con un guiño y un apretón de manos. Lady Annabella se recolocó las faldas de su vestido, les musitó un «tened cuidado, mis niñas» y, con el arrojo de una reina, entró en el gran salón donde los hombres la recibieron levantándose ante su presencia. Ese era el momento perfecto y acordado que aprovecharían las jóvenes para escaparse por la galería contigua al salón sin ser vistas. Desde allí, cruzarían por las cocinas y llegarían a la puerta de atrás, la más próxima a los establos, donde ya tendrían preparados los caballos, según Elsbeth. Leonor montó de un salto en Tormenta, como de costumbre, y Elsbeth en una yegua castaña llamada Runag.

Alex Mackenzie acababa de dar por finiquitado su turno de guardia y se sorprendió al verlas cruzar el patio tan temprano. Las dos iban ataviadas con las capas de viaje, lo que hizo que las siguiera con sigilo y con curiosidad. ¿Qué tramaban si podía saberse? ¿No pensarían salir solas del castillo? Cuando las muchachas entraron en las caballerizas, Alex se escondió tras las grandes balas de heno y observó cómo las jóvenes cinchaban sus caballos, montaban y se marchaban al trote por la puerta principal, ordenando al guardia bajar el rastrillo tras su paso. ¿A dónde irán?, pensó el joven, dispuesto a contarle a su capitán lo que había visto con premura.

Desde el incidente del día del lago, a Alex Mackenzie le había quedado una cosa clara: había demasiadas mujeres interesadas en sus favores como para encandilarse con la mujer que cortejaba su señor, por muy bella y valiente que esta fuera. En un futuro, incluso podría llegar a ser su señora y no quería complicaciones. Ninguna. Desde aquel nefasto día, Leonor había pasado a ser «su señora» y su bienestar era parte de su leal servicio a Neall Murray, al que le debía la vida. Se dirigió rápidamente al salón principal para avisar de la sospechosa salida de las muchachas.

Lady Annabella se tensó al ver cruzar por la puerta principal a Alex Mackenzie, remeciendo ligeramente su asiento con nerviosismo. Seguramente, se habría encontrado con Elsbeth y Leonor en el patio y vendría a darle la información a su capitán. Sus ojos no mentían, la chispa de la labor bien hecha los prendían como ascuas al rojo vivo, dándoles un brillo especial. Sin embargo, el rostro de Neall perdió el color en cuanto Alex le explicó lo que había visto hacía unos minutos en el exterior. Aunque no había terminado de tomar la jarra de cerveza y el par de tortas de avena del desayuno, perdió completamente el apetito. Otra vez habían conseguido darle esquinazo. Otra vez, porque para su hermana parecía haberse convertido en un juego o en una venganza desde lo ocurrido aquel día en el campo de tiro y que le había fastidiado el día en el lago con su nueva e inseparable amiga. Pero esta vez no se iba a salir con la suya, las alcanzaría e iría con ellas como había jurado hacer mientras estuviera en Blair Atholl. Neall se acercó a su hermano mayor y le susurró al oído la «fuga» de las jóvenes. El rugido de Ayden acalló cualquier atisbo de conversación que hubiera en la sala.

—¿Cómo? ¿Qué han salido? ¿Hacia dónde? —dijo cogiendo por la camisa a Alex con la clara intención de interrogarlo, pero viendo que el joven no tenía más información que la que transmitía, buscó con la mirada a Lady Annabella—. ¡Màthair! ¿Sabíais algo de esto?

Lady Annabella asintió y siguió comiendo y conversando con Sir William Brisbane, como si el creciente enfado de su hijo no tuviera ninguna razón de ser. Ayden no daba crédito al desplante de su madre. ¿Las estaba encubriendo? ¿Acaso no sabía lo peligrosos que eran los caminos en las festividades y, especialmente, en la de ese día? Se acercó a grandes zancadas a su sitio y se encaró con ella. A pesar de ser su madre, le debía una explicación como jefe en funciones del clan.

—¿Hacia dónde han ido y por qué no llevan escolta?

—Han ido a Moulin a hacer unos recados y estarán de vuelta a primera hora de la tarde. Yo les he dado permiso, mac. No hace falta que gritéis como si tuvierais necesidad de un exorcismo.

Erroll se atragantó ante la respuesta de la dulce señora y Neall tuvo que darle varias palmadas en la espalda para que le volviera el alma al cuerpo. «¿Quién es esta mujer y qué han hecho con mi madre?», pensó Neall, mientras recordaba que él también solía dar ese tipo de contestaciones de pequeño que tanto hacían reír a su padre.

—Todas las mujeres que beben el agua de esta tierra tienen el temple de un guerrero —masculló el irlandés entre angustiado por el ahogo y risueño por la situación, teniendo que secarse dos lagrimones de forma discreta para que Ayden no se ofendiera.

La verdad era que las mujeres del clan Murray eran conocidas por su desparpajo, de lo que siempre había carecido la dulce señora. Hasta ahora. Hasta la llegada de Leonor. Ayden miró con mudo reproche a su madre. No era propio de ella que actuara así y menos delante del resto de sus hombres. Quizás consiguiera entender por qué había permitido algo tan imprudente cambiando el tono y la actitud.

—¿Acaso no sabéis lo peligrosos que son los caminos en estas fechas? Si al menos Elsbeth hubiera llevado algunos hombres…

—No es necesario, Ayden, la acompaña Leonor. ¡Ella es más hábil que muchos de vuestros guerreros! —le interrumpió con retintín sin querer humillar a ninguno de los presentes, aunque algunos guerreros más experimentados asintieron dándole la razón a su señora—. Confío plenamente en ella y en que sabrán cuidarse solas.

—Pero, ¡màthair!

—No tengo por qué daros más explicación que la que os he expresado ya y, ahora, si no tenéis nada más que añadir, he de supervisar el menú para esta noche. Señores, si me disculpan.

Con una inclinación de cabeza, se excusó ante un risueño Sir William Brisbane, con el que tuvo que dar por zanjada la amena conversación que habían mantenido hasta el instante en el que entró Alex Mackenzie en la sala y salió tan majestuosa como había entrado momentos antes.

—Yo iré a su encuentro, bràthair. Al fin y al cabo, es a mí a quien han burlado… otra vez —replicó Neall, mientras hacía un gesto a Alex Mackenzie para que lo siguiera—. Vendréis conmigo.

 

La distancia a Moulin se hacía corta con dos buenos caballos y un día de frío sol. Las muchachas llegaron a su destino al galope, cuando aún no era mediodía. La ciudad era un auténtico hervidero de actividad ambulante y se respiraba el ambiente propio de un día de fiesta en cada esquina. Muchos eran los que se habían desplazado al mercado ambulante para realizar los encargos de última hora. Las calles estaban bulliciosas y el olor a velas se confundía con el de los bizcochos de zanahoria recién hechos. ¡Había tanto que ver en tan poco tiempo!

Neall y Alex no dieron tregua a sus bestias. No podían llevarles mucha ventaja, menos aún si habían cogido por la ribera para evitar los caminos más transitados, llenos de desahuciados tras la guerra. Cuando llegaron a la villa, el sol coronaba en lo más alto de sus cabezas y un ingente número de personas los engulló entre olores a fritanga, dulces e hierbas aromáticas. Debido a la concurrencia, ambos desmontaron de sus respectivos alazanes y caminaron por la calles en busca de las muchachas. A Neall no le costó más que un par de minutos encontrar a Leonor entre la mayoría rubia, pelirroja o trigueña. No era que no hubiera en Escocia personas con el pelo del color de la tierra mojada, ¡él mismo lo tenía incluso más oscuro que ella! Pero ninguna lo acompañaba con el dorado de su piel, ni con esa sarta de rizos rebeldes naturales. Tenía un aspecto tan especial, indómito y salvaje, que su mente se perdía sin remedio en fútiles ensoñaciones.

Con un gesto de la cabeza, le indicó a Alex dónde se encontraban las señoras y le dejó los caballos para que los pusiera a buen recaudo, amarrados a algún poste vacío. A medida que iba sorteando a la gente para acercarse a ellas, se le iba encogiendo el corazón, temiendo que se desvaneciera. Tuvo que exhalar fuertemente todo el aire que había en sus pulmones para hacer desaparecer la aprehensión del pecho. «Hermosa como una noche de verano», pensó. Apenas la había vuelto a ver desde el incidente en el río, dos largos y eternos días que había tenido que sofocar varias veces en la intimidad por el recuerdo del sabor de sus pechos, de su cuello, de su melosa boca… «¡Controlaos, Neall, paciencia!». Pero su mente, bastaba que fuera instada a una cosa, para que se sublevara en cuanto a lo que Leonor se refería. En aquella cueva rocosa, bajo la cascada… ¡Madre de Dios! Sin duda sería la imagen más hermosa que había presenciado y presenciaría nunca en la vida. Con ella había vuelto a la vida y eso no lo olvidaría nunca. La boca se le hizo agua de solo evocarla y a la vez pastosa como en mitad del desierto. Desde que vivía junto a ellos en Blair Atholl, no había noche que al recordarla no le hubiera aportado un calor extra a su desabrigado corazón. Más aún, desde que la había llegado a tener entre sus brazos durante unos minutos hacía dos días. Quería más, necesitaba más, con adorarla no tenía bastante. Ese beso, esa entrega… le daba fuerzas para ser paciente y seguir adelante. Estaba enamorado de ella, no sabía muy bien cómo había pasado, pero era un hecho... y la quería suya, suya y de nadie más.

Elsbeth y Leonor estaban comprobando la calidad de los productos que les ofrecían y hablaban animadas. Algunos tenderos se sorprendían de lo mucho que había mejorado el acento de la española en tan pocos meses. Como ella misma decía, su acento empezaba a ser «de andar por casa». Cuando le advertían su progreso, Leonor se sonrojaba levemente y agradecía el cumplido. Los lugareños encontraban divertida la reacción de la muchacha, pues no daban crédito que no estuviera habituada a los halagos con lo bella que era y se mostraban lisonjeros y aduladores. Además, Leonor no solo había mejorado notablemente en la expresión o el acento, cada vez se desenvolvía mejor en cuanto a compras domésticas se refería, con ese arrojo que la caracterizaba y cautivaba a los escoceses. Siempre se había encargado de ese tipo de tareas su añorada hermana Elvira y ella, a pesar de ser un año mayor, la había dejado hacerlo, pues hasta ahora le habían aburrido a más no poder. Con Elsbeth era distinto, cada día aprendía cosas nuevas sin necesidad de estar demostrando constantemente que, por el hecho de ser mayor, tenía que saberlo todo.

Todo lo decidida que era en el campo de tiro o de batalla, era de tímida y humilde en otras lides, siempre ocupando un discreto segundo plano. De ahí, que todos ensalzaran sus progresos, valorando notablemente su cambio de actitud de un tiempo a esta parte, como si la pesada carga que había traído consigo sobre los hombros se hubiera vuelto más liviana o soportable. No había lugar en el que pasara desapercibida. Daba igual que fuera vestida de mujer o de muchacho, irradiaba un magnetismo propio cautivador. Sin saberlo, Neall la había hecho brillar con luz propia en cuestión de meses.

El capitán la observó quedo, deleitándose en esos instantes en los que se mostraba distendida y no tensa por su presencia, maldiciéndose por no ser capaz de intercambiar unas palabras sin causarle temor o, si fuera lo suficiente honrado consigo mismo, deseo. De hecho, era algo que pretendía solucionar en ese mismo instante. Quería ver si se alegraba o no de verle después de huir despavorida de... su encuentro.

Ajenas de ser observadas, las mujeres primero pararon en el puesto de las velas y compraron las veinticinco unidades que les había pedido Lady Annabella, ya que se repartirían entre las cabañas de las familias de los guerreros del clan. Era tradición que las velas se quedaran encendidas en cada ventana durante toda la noche de Samhuinn, para guiar a la muerte lejos de la casa de los vivos y no interferir en la mística unión del presente, pasado y futuro. Samhuinn era tiempo de magia y devoción, el inicio del reino de la oscuridad y del invierno, donde los débiles no tenían lugar para seguir viviendo y los fuertes se disfrazaban buscando burlar así a la muerte. En definitiva, una fiesta pagana que Leonor encontraba especialmente divertida. Avanzaron un par de puestos sin reparar que las estaban siguiendo, de lo entretenidas que estaban. Aunque a los dos hombres, por su altura y corpulencia, se les veía desde lejos.

Al pasar por el puesto de jabones, que los había de todos los tamaños y aromas, Elsbeth eligió como siempre el de rosas para ella y el de lilas para su madre, mientras que Leonor preguntó por el de jazmín. Al principio, el tendero la miró extrañado por lo inusual del encargo, pero cuando le fue a preguntar a su mujer, esta rebuscó en el carromato y sacó la preciada pieza. Leonor se llevó el jabón a la nariz e inhaló su fragancia con deleite. En su cara se dibujó una de esas sonrisas aniñadas que le robaban a Neall las ganas de seguir respirando y prendían por dentro su lado más salvaje. ¿Qué llevaba Leonor en las manos? El joven quiso acercarse más para saber qué le había provocado semejante felicidad. Un jabón. Un sencillo jabón blanquecino y ya se podía haber puesto el sol en el horizonte en pleno día, que Moulin seguiría irradiando luz. Leonor le dio las gracias a la tendera y sacó de una bolsita de piel, que llevaba amarrada al cinto de la jambia, unas cuantas monedas. Esa fragancia le recordaba a Malaqa, a su familia, a su infancia. Lo compró. La tendera se lo envolvió en una tela porosa para que lo salvaguardara en su zurrón.

Neall y Alex se acercaron en ese momento y saludaron a las jóvenes con mucho boato. Leonor tembló levemente y se reprendió a sí misma por no haberse dado cuenta de la presencia de los guerreros. ¿Estaré perdiendo facultades? Normalmente, un cosquilleo en la nuca le anticipaba siempre la llegada de Neall y era delicioso darse la vuelta, justo a tiempo, para descubrirlo mirándola con esa dulzura que después era incapaz de transmitir con sus palabras. Ese día, el capitán no disimuló el brillo especial en sus ojos, que se veían tan verdes como las recién estrenadas hojas de los almendros. ¿Qué ocuparía sus pensamientos para transmitir sonrisas con los ojos? Alex la despertó de su breve ensoñación cogiéndole los paquetes de las manos y fue a introducirlos en las alforjas de su caballo, que no estaba amarrado muy lejos. Las muchachas no hicieron ningún comentario sobre la intromisión a su escapada. Sabían que, más temprano que tarde, Neall acudiría en su busca. Por su parte, el joven Murray lo omitió simplemente, para evitar que esa conexión, que había sentido al cruzar la mirada con Leonor, se le escapara como la arena entre los dedos. No se había puesto en guardia… «bien».

—¿Cuál me recomendaríais? —preguntó divertido el capitán a ambas, mientras olía dos o tres pedazos de jabón, no muy convencido por el aroma de los mismos.

—No lo sé, bràthair… Padre siempre usaba el de mirto. Ayden prefiere el de brezo y vos nunca os habéis decantado por un olor en especial que yo sepa.

—¿Tenéis alguno con sándalo? —le preguntó Leonor, girándose hacia la tendera y sin llegar a responderle directamente a él.

—El único que tenemos con esa planta, está hecho además con romero, caileag. Es un tanto… exótico.

—Perfecto —pues si mal no recordaba, alguna vez Neall había usado el de romero—. Dejadme olerlo, por favor.

La tendera rebuscó entre las piezas y, tras separar algunos montones, le tendió el trozo que buscaba. Leonor lo olió e inspiró profundamente el aroma y, con la sonrisa puesta en sus ojos de nuevo, le tendió el pedazo a Neall, que se había quedado sin poder disimularlo de nuevo, boquiabierto.

—Este, sin duda, me recuerda a vos.

El capitán se había quedado absorto con los gestos de Leonor y le costó unos segundos entender que, lo que quería era que, oliera el pedazo de jabón. Elsbeth sonrió mirando hacia otro lado, buscando con la mirada detrás de qué falda andaría metido Alex Mackenzie. Neall olió el jabón y asintió. Realmente era un aroma diferente, dulce y con un ligero matiz a alcanfor. Le gustaba, no obstante, ¿le estaría jugando una mala pasada su imaginación o verdaderamente le había dicho que le recordaba a él? Su ego se hinchó como una vela ante una tempestad, no pudiendo reprimir una sonrisa picarona y una penetrante mirada dirigidas a la joven, deleitándose en todas y cada una de las líneas de su cara y de su cuello… Leonor se ruborizó ante la intensidad y deseo que centelleaban sus ojos, mordisqueándose nerviosa el labio inferior y haciendo que Neall volviera a deleitarse en la humedad de sus labios. No pudiendo mantener por más tiempo su mirada, Leonor bajó la suya lentamente y pestañeó, moviendo con cadencia sus largas alas de colibrí. Por segunda vez: «bien», pensó el capitán.

La fragancia del jabón era una mezcla penetrante, leñosa y sutil. Neall se preguntó si la habría elegido especialmente para él, o simplemente porque le gustaba el olor de esas plantas. Se decidió y compró unas piezas. No tenía nada que perder por probarlo y sabía que la complacería por el detalle. Volvió a sonreír inevitablemente, era lo más parecido a un regalo, aunque se lo hubiera comprado a sí mismo. Leonor lo observó y leyó divertida en sus expresiones cada uno de sus pensamientos. Rara vez un guerrero dejaba ver lo que pensaba. Eran entrenados para eso. Ese era uno de esos momentos únicos en los que Neall se mostraba desenfadado tal cual era. Se derritió, literalmente, con cada detalle. Ese hombre tenía la habilidad de hacerla sentir como la gelatina.

Pasearon codo con codo por los puestos buscando el de telas. Había varios, pero de los tres existentes, solo uno tenía el tipo de género y calidad que buscaban. Era un tenderete sencillo, pero todo lo que mostraba era de un gusto exquisito. Había telas de colores tan variopintos y retales tan vaporosos que Leonor no hacía más que abrir muchos los ojos y exclamar «oh». Había un par de mujeres comprando y las jóvenes se limitaron a esperar su turno y a comparar entusiasmadas el género expuesto. Los hombres se quedaron a una distancia prudente, para no entorpecerlas. Elsbeth se separó unos pasos para escoger las cintas del pelo con los colores de los Murray, como le había mandado comprar su madre. Mientras tanto, Leonor quedó maravillada con un trozo de lienzo que destacaba sobre el resto semioculto. Neall no perdía detalle de cada uno de sus movimientos, de cómo acariciaba la tela con las yemas de los dedos y estudiaba la calidad de la urdimbre y los dibujos sobre el fondo neutro de la trama.

—Este tejido es realmente hermoso. ¿No creéis, mo baintighearna? —dijo dirigiéndose a Elsbeth, pero sin apartar los ojos del rico paño.

La tocaba cuidadosamente, como si se tratara de uno de los objetos más preciosos del mundo y lo era. La seda era de color marfil, realzado con un bordado de flores elaborado con hilos de plata y oro. En el anverso, el fondo brillaba como las perlas y, aunque los dibujos perdían algo de intensidad, la exquisitez del conjunto era mayor. El paño era digno de ser llevado por una reina. Sin pensarlo, cogió la seda con cuidado y la puso sobre su camisa para ver el efecto. También cogió un velo plateado brillante y un encaje del mismo tono marfil para combinarlo.

—¡Seríais la novia más bella de Escocia, Leonor! —exclamó Neall sin poder reprimir sus palabras.

Leonor se sobresaltó al escucharlo, pues no esperaba que estuviera tan cerca y mucho menos que se interesara por una conversación tan trivial como aquella. Sintió el calor viril que emanaba tras su espalda, la calidez de su aliento en la nuca, su torso hercúleo pegado a ella y su deseo clavado en las nalgas. Neall puso las manos en sus hombros, sujetándole la tela y el encaje para que pudiera verlos mejor. El vello de la joven se erizó al sentir los dedos de él en su piel y cerró por unos segundos los ojos, dejándose llevar por el entusiasmo de tenerlo cerca. Cuando Leonor consiguió recuperar la calma y controlar su respiración, contestó poco más alto que un susurro.

—Pensaba en la boda de vuestra hermana, mo maighstir —dijo ruborizándose, sin dejar de darle la espalda y apartando las telas de su cuerpo, aunque seguía acariciándola con mimo entre los dedos—. Yo nunca podría permitirme un paño así.

Elsbeth se acercó con curiosidad para ver el tejido seguida de Alex Mackenzie, pero Neall no se movió de su sitio. Le gustaba ver los destellos negros como el carbón de los cabellos de Leonor, con algunos mechones sueltos que ardían al sol rojizos sobre el resto ceniza, la fina curva de su mandíbula y el final de su cuello. Podía sentir cómo se amoldaba la esbelta figura de ella y el calor que emanaba de su cuerpo y cercanía. Adoraba la sencilla camisa de lino blanca que insinuaba sus generosos senos y que ya no se ocupaba por esconder tras los elaborados vendajes que utilizaba en un principio. Neall no quiso perder su posición, desde la que podía seguir la curvatura de los pechos de Leonor hasta perderse prácticamente en sus areolas y deseó acariciárselos con la lengua, como dos días atrás. Tragó con dificultad saliva y se separó de ella casi imperceptiblemente, lo justo para poder bajar la vista hacia el respingo de su pantalón y el ajustado perfil que mostraba sus esbeltos muslos. Allí donde se había anclado su parte más sensible, como una extensión de su propio cuerpo... Neall estaba tan cerca que podía oler el aroma de su pelo. Si quisiera abrazarla solo tendría que abarcarla entre sus brazos, pero se contuvo. Era una especie de princesa guerrera venida de un lejano Varhala, pobre de aquel que se confiara y la retara. «Paciencia», recordó que le había pedido su hermano.

Leonor no se encontró ni incómoda, ni tensa por el evidente deseo de Neall. Era un sueño hecho realidad después de todo. Por ello, no se movió del lugar que ocupaba. Sintió un escalofrío placentero, que le recorrió de la nuca a los dedos de los pies, cuando Neall deslizó con suavidad los dedos por sus hombros hasta apoyarlos fugazmente en su cintura. Solo cuando Elsbeth estuvo lo suficientemente cerca, Neall dio un paso atrás, dejando a Leonor huérfana de su contacto. La joven giró un poco la barbilla y lo miró de reojo, Neall le devolvió la mirada y se pasó la mano por la barba descuidada de varios días y por los labios. El cosquilleo que le produjo el gesto hizo que Leonor diera un brinco y se sonrojara. «¡Centraos, por Dios! Os está tentando el diablo… pero, ¡qué diablo!».

Leonor puso su atención de nuevo en Elsbeth, en la tela y hasta en el pobre Alex, que hacía malabarismos con todo lo que la señora le había hecho cargar en solo dos puestos. Al final, la compañía de los hombres serviría para llevar los recados sin tantas molestias. Sonrió. Alex Mackenzie llevaba la no desdeñable cantidad de quince plaids del clan Murray bajo el brazo derecho y un paquete con paños que había mandado traer Lady Annabella para unos vestidos de invierno en el izquierdo. Neall aún llevaba el paquete con los jabones y una cesta de frutos secos variados. Con un gesto, el capitán llamó a Alex, endosando a su segundo los paquetes y mandándolo que trajera los caballos. «Otro día se va a pensar el decir que nos hemos ido o no». Sonrió. Elsbeth pareció leerle el pensamiento a Leonor y le devolvió una franca y luminosa sonrisa, mientras cogía el paño que cuidadosamente había vuelto a colocar Leonor en su sitio.

—¡Esta tela es digna de una reina! —exclamó, pidiéndole la vez al tendero—. ¿Sabéis Leonor que es la primera vez que os interesáis por nimiedades propias de nuestro género? Eso me complace, hace que piense que no está todo perdido…

¿Que no estaba todo perdido? ¿Qué había querido decir con eso? se preguntó sorprendido Neall. Sin duda, la presencia de Leonor y su futuro compromiso con Sir Symon habían devuelto el carácter afable de su hermana y las ganas de seguir viviendo a su madre. ¿Le habría contado Leonor algo sobre su encuentro? Y si así fuera, ¿qué le habría dicho?

Pero ante las palabras de Elsbeth, la española se puso en guardia, como si hubiera abierto una caja de Pandora que era mejor tener sellada de momento.

—Yo… —volvió a ruborizarse Leonor y al dar un paso atrás, tropezó con la pared de piedra cálida que era el pecho de Neall—. Discúlpeme, maighstir.

Neall sonrió ante la incomodidad de la muchacha y la oportunidad de poder estrecharla entre sus brazos unos segundos para evitar que perdiera el equilibrio. Leonor se recompuso rápidamente, resoplando un mechón de pelo que le había caído justo delante de los ojos. El anciano y enjuto tendero acabó de despachar a las otras dos mujeres y se acercó a las jóvenes, interviniendo como si hubiera estado pendiente de toda la conversación, dijo:

—Si me lo permitís, bainthighearnan: mi nombre es Thomas, para servirlas. Antes de nada, quería indicarles que, ambas sois tan hermosas que, cualquier tela de este humilde puesto os quedaría bien. Y vosotras diríais, porque así sois las mujeres —sonrió, guiñándole un ojo a los guerreros y tapándose parcialmente la boca con la mano— eso se lo dirá a todas con tal de vender. Pero no, sé admirar la belleza donde la encuentro y soy lo suficientemente viejo para no andarme con remilgos. Mi experiencia está basada en mis arrugas y en los muchos años vendiendo género de todos los confines del mundo. Por ello sé que, en vos, Milady —dijo refiriéndose a Elsbeth—, la tela de damasco que os ha mostrado vuestra amiga, armonizaría con vuestra nívea e inmaculada piel. Sin embargo, en ella—dijo mientras volvía a colocarle el paño a Leonor como ella lo había hecho momentos antes y consiguiendo que volviera a ruborizarse—, la tela destacaría el bello dorado de su piel. En las dos, quedaría perfecta.

—¿Tendríais suficiente género para dos vestidos, tendero? —preguntó Elsbeth con curiosidad y sin apartar los dedos de la sedosa tela.

—Sí —respondió el viejo con una desdentada sonrisa que le borró al menos diez años de encima.

—¿Os haríais dos vestidos iguales bainti… digo, Elsbeth? —preguntó Leonor con los ojos muy abiertos, atónita.

—Sí, pero no serían los dos para mí, Leonor.

—No entiendo.

—Las dos nos haremos un vestido con esta tela.

—¡Imposible!

—¿Imposible? —Elsbeth no estaba muy acostumbrada a que le llevaran la contraria tan tajantemente, venía de familia—. ¿Imposible, por qué?

—¡Esta tela debe costar una pequeña fortuna, Milady! Vos os casaréis pronto y es normal que queráis estar deslumbrante para vuestro futuro esposo pero, ¿qué haría yo con el vestido de una reina por los caminos? Yo no tendré ocasión de lucir semejante atuendo… ¡Sería un total desperdicio!

—¡Boberías!

—Ruego atendáis a razones y desistáis de vuestro empeño —miró a Neall como buscando apoyo, pero solo lo encontró embelesado en sus labios… «Oh…». Recuperando increíblemente la cordura en cuestión de segundos y viendo que recurrir en este caso a él sería del todo inútil, sentenció—, solo debéis comprar tela para uno. Hacedme caso, al menos una vez, por favor.

—¿Qué me decís, bràthair? ¿No estaría tan hermosa Leonor con estas telas como una bean-shìdh? Aunque con lo guerrera que está hoy sería más acorde si fuera una bean-bhàsail.

Neall Murray se sorprendió de que su hermana le hiciera partícipe de la conversación y que utilizara esos términos para definirla, pero para ser justos, había dado en el clavo. Entre otras cosas sabía que, si se había decidido a comprar la tela, nada ni nadie la cejaría en su empeño. Además, a él le parecía Leonor tan bella con ropa como sin ella, su opinión no era precisamente imparcial y su hermana parecía intuirlo o saberlo. Recordó el seductor desnudo de Leonor bajo la cascada de agua y su cuerpo se estremeció y endureció de solo pensarlo. También cuando la tuvo en sus brazos con un escaso lino mojado por medio y probó el sabor de su piel. Que se lo tragara la tierra o rememoraría a sus ancestros y se la llevaría de allí en volandas ahora mismo. Él quería verla con un vestido hecho con esa tela el día de su boda, ser el novio y quitárselo a jirones si fuera preciso.

El viejo tendero sonreía desdentado, mientras Elsbeth ignoraba todas y cada una de las excusas que le planteaba Leonor para que no comprara todo el paño, pero Leonor tampoco era mujer de dar su brazo a torcer fácilmente. ¿Cuándo tendría ella ocasión de ponerse un vestido así?, pensó Leonor, ¿cómo lo llevaría en las alforjas cuando partiera junto a los hombres al norte o donde quiera que fueran? Decididamente, hacerse un vestido como aquel era un auténtico desperdicio en su persona. Además, ya le preguntaría después a Elsbeth qué significaban exactamente esas palabras que solo había entendido a medias. Se quedó enfurruñada a unos pasos por detrás de Elsbeth, reprochándose haber provocado ese brote de locura en su señora. No debería haber mostrado interés por la tela, pero realmente era lo más bonito que había visto nunca.

Elsbeth quiso acabar con la discusión. Ambas mujeres eran de armas tomar y ella no cedería esta vez. Para ganar tiempo, se dirigió al tendero, preguntándole por perlas e hilos, además de encargarle los nuevos tartanes que debería traer para el clan Murray en primavera. El viejo tendero se aproximó a ellas, acercándolas por la cintura a las dos, el muy bribón y susurrándoles, como si no quisiera que se enterara nadie. Neall al principio se puso tenso al ver cómo cogía por la cintura a ambas, pero al ver la mirada divertida de Alex se relajó y prestó atención a lo que decía el atrevido abuelo:

—No quiero que os enfadéis. Las mujeres sois mucho más hermosas cuando sonreís y no estáis plantadas en jarras. Si me compráis todo lo necesario para la elaboración de los vestidos, os regalaré la tela de la discordia.

—¿Por qué haríais eso, maighstir? —preguntó asombrada Leonor, encarando al anciano y sin terminar de creerse lo que el tendero le decía.

—Porque hace años que la tengo... —dijo con nostalgia cogiendo la tela y metiéndola con cuidado en un paquete de estraza—, la compré para el vestido de novia de mi hija, pero cuando llegué del viaje al cabo de unos meses con las telas… unas fiebres me la habían arrebatado sin poderle decir adiós siquiera. Su madre la siguió en poco más de medio año, consumida por la pena.

Leonor se emocionó ante el relato y se llevó las manos a la boca para ahogar un gemido, por las mejillas de Elsbeth rodaban dos lágrimas que el viejo tendero limpió con su mano huesuda y enjuta, mientras suspiraba ante el doloroso recuerdo. Con los ojos empañados por las lágrimas, prosiguió:

—Hace seis años que nadie se percataba del paño. Todos lo alaban, pero nadie merecía que me desprendiera de esa parte de mi vida hasta hoy, si no fuera por el valor que costaba. ¿Y quién pone precio a la vida de una hija y de una fiel esposa? Nadie. Es un género digno de una reina, pero ninguna reina se avendría a comprarlo a este pobre tendero. Ahora ya no me queda más que este puesto de telas —dijo señalando el esmerado tenderete—. Nadie habrá que lo aprecie como se merece cuando muera este pobre viejo. Por eso, me haría muy feliz que dos bellas damas como vosotras los luzcan en un día tan importante como su boda y en otros venideros. Así que, ¿qué me decís?

—¡Que queda invitado al día de mi boda! —contestó Lady Elsbeth, abrazando emocionada al viejo y dando saltitos de alegría como una niña pequeña.

—Gracias —dijo sencilla y honestamente Leonor, dándole un afectuoso beso en la arrugada mejilla.

—Se lo agradezco mucho, Milady, aunque dudo que me encuentre por estas tierras. ¿Y vos no me invitáis a vuestra boda? —dijo el viejo con picardía a la joven morena.

—Yo no voy a casarme, maighstir.

Neall puso los ojos en blanco y ahogó un resoplido en una divertida mueca.

—Pues creo que por aquí hay alguien que no piensa lo mismo —replicó el viejo tendero risueño y echando un vistazo a un azorado Neall.

Elsbeth y el tendero se miraron y comenzaron a carcajearse. Alex tuvo que mirar para otro lado y apretar mucho los labios para no reírse de su capitán. Aún recordaba el rapapolvo de la última vez y lo que menos deseaba era verlo enfadado. Así que, con la excusa de hacer hueco para el paño y las nuevas compras, se entretuvo con las alforjas, mientras se le pasaban las ganas de reírse. Sabía que si no lo hacía, tendría alguna guardia extra esa semana y nada peor que tener que estar completamente sobrio cuando el resto anda de fiesta.

«¿Tan obvio soy, demonios?», pensó Neall dando gracias por la expresión de no entender de qué iba todo de Leonor. «Sí, seguramente sí que sois tan obvio», se resignó mientras miraba con reproche mudo a su hermana.

Leonor no quiso discutirle al anciano, pero no entendió muy bien a qué se refería. Los escoceses a veces hacían bromas de lo más extrañas. Una cosa era que un hombre la deseara como mujer y otra muy distinta que quisiera hacerla su esposa. Ella tenía mucho temperamento, era independiente y no sabía cocinar… cualidades poco atractivas para cualquier hombre que pensara en matrimonio. Eso sin olvidar que no tenía dote y era «aficionada» a las armas. Cualquiera que pensara en ella como esposa, sería tildado de insensato. Pero eso al pobre hombre no le interesaba lo más mínimo, pues la acababa de conocer. Miró de soslayo a Neall, pero el capitán le esquivó incómodo la mirada. Él no era un insensato, precisamente. El brillo de los ojos del color del azabache delató la angustia de su propia conclusión y la intimidad que, hacía un momento ambos habían compartido, se había disuelto como la espuma del mar.

Elsbeth terminó de hacer las compras necesarias para la elaboración de los vestidos y el viejo Thomas quedó plenamente agradecido y con la promesa, de obligado cumplimiento, de ir a la boda de la rubia Elsbeth.

Habiendo terminado de hacer todos los recados, los cuatro emprendieron el regreso al castillo. Neall escuchó a Elsbeth sin prestar mucha atención, más pendiente de la animada conversación que Alex Mackenzie mantenía con Leonor. Esos dos cada día se llevaban mejor. Entre risas, se iban contando anécdotas cada vez más divertidas e íntimas. Neall maldijo por lo bajo a Alex por no haberle quedado claro a su segundo las intenciones que tenía para con Leonor. ¿O tendría que ser él el que dejara paso a Mackenzie para su cortejo? «No, definitivamente, no. Voy a luchar por ella hasta el final», pensó a regañadientes. «Además, yo la vi primero», sonrió con infantil travesura.

Llegaron a primera hora de la tarde, como había predicho Lady Annabella, y el castillo bullía en una frenética actividad. Samhuinn comenzaría en cuestión de horas.

Elsbeth y Leonor corrieron al interior de la torre de homenaje con las compras. Lady Annabella estaba bordando sentada frente a la chimenea los últimos borlones del vestido que llevaría por la noche y dejó su labor ante la entrada impetuosa de las muchachas. Elsbeth se arrodilló frente a su madre y comenzó a hablarle atropelladamente sobre la maravillosa tela que le habían regalado y el resto de compras que habían hecho. La señora acariciaba el cabello y el rostro ilusionado de su hija, mientras sonreía a Leonor que aguardaba a unos pasos por detrás, de pie. Cuando la joven morena le mostró el lienzo de damasco, lo admiró por su acabado y bello color.

—¡Es precioso! De aquí saldrán unos vestidos que levantarían la peor de las envidias en la corte. Los novios quedarán del todo complacidos.

—¿Verdad que sí? —se jactó como una niña consentida Elsbeth—. ¡Oh, màthair, qué feliz soy!

Leonor no quiso romper ese momento tan especial contrariando a la buena señora, por la que sentía un cariño muy especial. Se dispuso a irse con cuidado, pero la entrada de Ayden y Erroll en la sala con la tina de madera, interrumpió su intento de huida. Lady Annabella les indicó a su hijo y a su amigo dónde deberían de colocarla para que fuera llenada de agua caliente y se dirigió en un susurro a Leonor.

—Elsbeth tiene una sorpresa para vos —dijo mientras le guiñaba el ojo a su hija—. ¿Por qué no subís a vuestra habitación? En un rato, me acercaré a peinaros a ambas.

Leonor frunció el ceño tan feliz como intrigada. ¿Una sorpresa… para mí? Un dulce mohín dio a su rostro un toque vivaracho y aniñado, muy contrario al que mostraba habitualmente. Según todos, y aunque ella no lo creía así, Leonor había devuelto la luz a la vida de las mujeres Murray con su espontaneidad, desenvoltura y forma de ver la vida. El hecho era tan cierto como que ellas le estaban dando lo que más necesitaba Leonor: una familia. La española comenzaba a sentirse segura, apreciada y querida en ese lejano hogar. La coraza creada alrededor de su corazón se iba desmoronando cada día que pasaba en Blair Atholl. Elsbeth la tomó de la mano y subieron apresuradamente las escaleras. Tuvieron que dejarles paso en el descansillo a los hombres que bajaban.

Ayden miró a las muchachas y toda la reprimenda que pensaba darles por haberse escapado por la mañana, se esfumó ante la alegría de ellas. Erroll y el mellizo Murray siguieron bajando las escaleras contagiados por su entusiasmo. Sin embargo, las risas no ahogaron los cascos del caballo del mensajero que acababa de llegar a galope hasta pasado el rastrillo y que, frenándose en el patio de armas, había bajado de un salto de su montura con un torpe traspié. Flanagan se asomó por la saetera del descansillo de la segunda planta e hizo un gesto a Ayden para que bajaran al encuentro del forastero. No llevaba ni color ni emblema distintivo. «Esto no es lo usual. ¿Quién será?». Tampoco esperaban noticias tan pronto del rey. Aunque si Sir Kenion Strathbogie andaba por la comarca, podían esperar cualquier tropelía de su parte. ¡Ese carnicero parecía más sassenach que escocés!

Las jóvenes se metieron en la estancia de Leonor, con las risas, no habían oído llegar al mensajero. Leonor se dirigió a la cama boquiabierta, sobre la piel de animal había un precioso vestido azul oscuro como la noche y con los bordados del corpiño en negro. El traje era ajustado al talle y la vaporosa falda se ajustaba a las caderas para perderse en un esplendoroso vuelo.

—Milady, ¿qué significa esto? —dijo Leonor acercándose al vestido con paso inseguro.

—Es vuestro.

—Estaréis de broma, ¡no puedo aceptarlo!

—¡Pero si aún no os lo habéis probado siquiera! —dijo levantándolo y superponiéndoselo a la muchacha, mientras le seguía explicando—, era el vestido que llevaba mi madre cuando conoció a mi padre. Ese día, mi padre no le confesó que la amaba, pero sí supo que no habría otra mujer a la que podría hacerlo —suspiró soñadora, recordando la historia que tantas veces había oído de boca de sus padres—. Yo nunca he sido tan… exuberante como mi madre, Leonor, y me queda tan holgado de pecho y caderas que podría nadar en él. Arreglarlo para mí hubiera sido una locura, en cambio, para vos, solo han sido un par de retoques y ha quedado perfecto. ¿No creéis?

—Es precioso, Elsbeth… —dijo con lágrimas en los ojos—, pero yo ya no llevo vestidos. Estoy tan acostumbrada al uso de calzones que no sabría ni cómo llevarlo decentemente. Creo que los escoceses tendrían que darme lecciones de cómo llevar adecuadamente una falda.

Elsbeth rio con ganas a causa del comentario, pero no iba a perder la ocasión.

—¡Oh, vamos, Leonor! No sé por qué estáis tan empeñada en ocultar vuestra belleza en ropajes de hombre. ¿Es que no os dais cuenta de cómo os miran llevéis lo que llevéis? Creo que incluso insinuáis más vuestro bonito trasero así, ¿sabéis? Tendré que pensarme algún día en llevar unos… —Leonor le dio un pequeño empujón entre risas y ambas se abrazaron. Elsbeth le dijo en un tono cómplice—. A mi madre le complacería mucho el véroslo puesto. Ella os considera una hija, ¡no me digáis que aún no os habéis dado cuenta!

Leonor miró a los ojos a Elsbeth. No había ni rastro de malestar y dolor en su comentario. Ni siquiera una pizca de reproche o amargura. Era lo más parecido a tener de nuevo una hermana. Dio gracias a algún Dios, el que fuera, el que la hubiera escuchado por fin, por lo que cedió.

—De acuerdo, pero solo lo llevaré en ocasiones especiales. El resto de días seguiré llevando mi uniforme de… —hizo una pausa y dramatizó una escena de caballería con una espada imaginaria, cosa que hizo reír a Elsbeth— caballero de invisible armadura.

—¿Y puedo saber si soy yo la dama o el dragón?

—Siempre la dama, mo baintighearna —dijo Leonor mientras esbozaba una grandilocuente reverencia.

Elsbeth se echó a reír a carcajadas de nuevo.

—No tenéis remedio, mi querida amiga —dijo aún entre risitas—. Ahora os dejaré a solas para que toméis un baño. En un rato subirá Deirdre y os ayudará a vestiros antes de que llegue mi madre. Esta noche va a ser un antes y un después. Lo presiento.

Sin embargo, cuando se quedó a solas en la estancia, Leonor tuvo una fuerte sensación de opresión en el pecho, como si alguien le hubiera arrancado el corazón del cuerpo y estuviera jugando con él. ¿Qué le pasaba? Se sentó encima del baúl y se llevó las manos al pecho, obligándose a respirar con calma. «No es nada, no es nada. Solo son los nervios». Pero la sensación no se iba. Contó hasta cien, como quien cuenta los segundos que separan el rayo del trueno en una tormenta. Algo más relajada, comenzó a quitarse la camisa y a aflojar el nudo del cinturón, se quitó las botas de piel y se quedó completamente desnuda, sintiendo cada leve corriente de la estancia erizar el vello de su piel. Se sumergió por completo en la bañera durante unos segundos. No escuchó cómo llamaban a la puerta por lo que no pudo contestar. Al salir del agua, se encontró con la mirada escrutadora de la vieja Deirdre.

—Si seguís así, dentro del agua, os arrugaréis como una pasa y no podré arreglar el estropicio. No puede ser bueno estar tanto tiempo ahí metida, mo chuisle.

Le tendió a Leonor el lienzo seco para que se secara, mientras la ayudaba a escurrir el agua sobrante de los largos cabellos. Cuando la mujer reparó en el vestido que estaba encima de la cama, los ojos le hicieron chiribitas y las comisura de los labios dibujó un satisfactorio paréntesis.

—Vaya, vaya… al final habéis aceptado. No las teníamos todas con nosotras, no creáis. No obstante, la joven señora nunca perdió la fe. Estaba segura de que al final lograría convenceros y así ha sido.

Leonor quería excusarse, no sabía cómo el resto del clan se tomaría que llevara el vestido de Lady Annabella, pero le fue imposible hablar. Deirdre le colocó el corpiño y le tensó las lazadas, a la vez que le ajustaba la cinturilla del faldón. Hacía tanto tiempo que no se ponía un vestido que se sintió extraña y a la vez hermosa a partes iguales. Mordisqueó su labio inferior al ponerse los delicados escarpines forrados en terciopelo negro y con bordados azules. Observó la expresión de Deirdre y esperó.

Samhuinn no se atreverá a merodear por estas tierras esta noche. Realmente estáis tan radiante como un rayo de luna.

Leonor no cabía en sí de gozo, cogió las faldas y miró su reflejo en una palangana de metal bruñido. Se sentía hermosa y se atrevió a pensar en Neall. Su cara resplandeció.

—Debe ser muy apuesto… —se rio Deirdre con ganas al ver la expresión de asombro de la española.

—¿Cómo?

—Conozco esa cara, mo chuisle. Elsbeth ha puesto la misma expresión bobalicona al recibir noticias de Sir Symon hace una hora… Estáis enamorada e incluso podría asegurar quién es el afortunado sin equivocarme.

Leonor no supo qué decir, ni ella misma lo sabía. Sin embargo, deseó más que nunca la aprobación del capitán dueño de sus sueños. ¿Tan evidente era que hasta la vieja tata se había dado cuenta?

Neall escuchó abrumado la conversación desde la puerta, pero no quiso entrar en la estancia. Esperó con prudencia fuera, arrugando con el puño cerrado las noticias que había traído del norte de parte de Sir Symon. Dos cartas, una para Elsbeth y otra para Leonor. La inseguridad se apoderó de él y los celos lo golpearon fuertemente. Se guardó el gurruño de papel, tenso y malhumorado. Enamorada, ¿de quién si podía saberse? ¿Y si en este tiempo se había dado cuenta que amaba a Sir Symon? ¿Qué sería de él y de su hermana? En dos zancadas, Neall se marchó sin llamar.

El joven guerrero se cruzó en el pasillo con su madre. Lady Annabella lo miró con preocupación al ver que, su siempre cariñoso hijo, no le devolvía siquiera el saludo. «¿Qué ha pasado?», se preguntó la señora. Seguidamente, entró en la pequeña habitación abuhardillada, en lo más alto de la torre de homenaje donde se alojaba Leonor y se quedó sin palabras. Un torrente de recuerdos la embargó, olvidando el incidente del pasillo y disponiéndose a dar un fortísimo abrazo a la jovencita que le había devuelto la ilusión al corazón.

Leonor se dejó hacer el complicado peinado de trenzas con las cintas de colores que había comprado Elsbeth en el mercado y, cuando estuvo lista, Deirdre le pellizcó con suavidad las mejillas y exclamó.

—¡Virgen Santa! Esta noche acabáis prometida, mo chuisle.

—No si yo puedo evitarlo, querida Deirdre —respondió con travesura Leonor.

—Prefiere quedarse para quitarle el polvo a los santos, como ella dice —añadió Lady Annabella divertida a Deirdre.

—¿Para quitarle el polvo a los santos? —preguntó incrédula la vieja tata persignándose y pensando que, el solo nombrarlos, ya sería algún tipo de blasfemia.

Lady Annabella y Leonor se rieron de los aspavientos de la mujer, al tiempo que entraba una radiante Elsbeth por la puerta vestida de azul cielo. Elsbeth parecía sacada de un cuento de princesas, con su pelo dorado recogido en una cascada de bucles y enredado en un casquete con las cintas de colores del clan. También se había trenzado las cintas alrededor de la cintura a modo de cinturón, lo que pronunciaba aún más su exquisito talle.

—¡Madre de Dios, qué cambio! —exclamó al ver a la arquera.

—Creo que el sacerdote tendrá mañana mucho trabajo si seguimos dejándonos llevar por la emoción —recitó Lady Annabella, cogiendo a la tata del brazo y dejando a las jóvenes a solas para que terminaran de arreglarse.

Las mujeres se marcharon a comprobar que los últimos preparativos para la fiesta estuvieran listos para la hora convenida.

—Matareis a mi hermano cuando os vea, querida amiga.

—No digáis tonterías… y contadme. La tata me ha dicho que habéis recibido noticias de cierto caballero enamorado.

—Sí. Vos, ¿no? Creí entender que había una carta para cada una.

Leonor negó con la cabeza y Elsbeth la miró unos instantes con el ceño fruncido. Con todo, pronto se olvidó de la carta que le había dado a su hermano Neall para Leonor, centrándose en la misiva que llevaba guardada dentro de su corpiño, muy cerca de su corazón.

—¿Sabéis leer gaélico? —dijo tendiéndole el pergamino al asentir Leonor—. No sé para qué os pregunto —añadió con el tono caballeresco y grandilocuente con el que habían jugado por la tarde—. ¿Qué no sabéis hacer? Confesad ahora mismo, bellaca.

—No sé cocinar.

—Cierto, muy cierto —dijo asintiendo Elsbeth y riéndose al recordar el incidente del azúcar por la sal y la cara de asco de todos al probar el «dulce» asado.

—Ajá, ni tampoco sé bailar un reel sin terminar de bruces en el suelo o en brazos de mi acompañante.

—¿En serio? Esta noche creo que esto último puede remediarse o propiciarse, según se mire —dijo guiñándole el ojo y sonriendo malévola—. Lo de cocinar, en cambio, nos llevará más tiempo.

Ambas rieron un rato por la ocurrencia de Elsbeth. A veces la melliza Murray tenía un insuperable ingenio solo a la altura de las ocurrencias y dislates de Erroll. Tras un rato de dimes y diretes, Leonor comenzó a leer en voz alta:

 

«Amada Elsbeth:

Los días sin vos son más largos a pesar del creciente invierno. Solo el recuerdo de vuestra sonrisa y vuestros besos, dan el coraje suficiente a este, vuestro guerrero, para que pasen los días lejos de vuestro calor.

Mis sentimientos son cada día más fuertes y sinceros. Anhelo el momento de reunirme con vos. Aunque es cierto, amor, que mis hombres me necesitan. Hasta entonces, llevad con vos mis palabras y mi corazón.

Vuestro, por siempre fiel, amado.

Sir Symon Lockhart.»

 

—¡Oh! —exclamó temblorosa Leonor, dejando caer la carta sobre el regazo—. Realmente os ama. ¿Qué necesidad hay de que esperéis tanto tiempo?

Elsbeth se quedó callada unos minutos sin quitar la vista de Leonor, hecho que la incomodó un poco porque no sabía qué esperaba que dijera o añadiera. Al final, puso un mohín triste en la cara y evitó mirarla, quitándose rápidamente una lágrima de la mejilla y fijando la vista en su regazo, con las manos enlazadas. Leonor temió haber dicho una imprudencia, como había pasado con Neall dos días antes, y frunció tanto el ceño como los labios sin entender.

—No sabía si os complacería leerla —respondió por fin Elsbeth y la española suspiró.

—Claro, ¿por qué no? —replicó Leonor, respirando algo más tranquila y cogiendo la carta entre sus manos de nuevo.

—Él os amaba a vos…

—No, Milady. Él creía que me amaba, que es muy distinto.

—El día que trajisteis con vida a mi hermano…

—No os martiricéis más con eso. Ambos nos excedimos diciendo cosas que no sentíamos y me arrepiento profundamente de ello. Nunca hubo más que una sincera amistad entre nosotros y tuvo que encontrar el amor verdadero para darse cuenta —cogiendo las manos de Elsbeth entre las suyas, le confirmó—. Yo jamás os mentiría.

Ayden apareció por la puerta y comenzó a tartamudear al ver la transformación de Leonor. Solo pudo entendérsele algo parecido a «nos esperan». Elsbeth le susurró jocosa al oído a Leonor:

—Eso es lo que les espera a los hombres de este clan al veros esta noche. ¡Que tiemble Samhuinn!

—No seáis mala…

—Ya lo veréis.

Y no se equivocó. Todo hombre que pasaba a su lado, se volvía para admirar a la nueva Leonor, le hacían una reverencia, o incluso se peleaban por cederle su asiento. Ella buscaba la mirada de Elsbeth para que la salvara de tantas atenciones masculinas, pues no estaba acostumbrada a tal cúmulo de agasajos. Pero la pícara rubia seguía atendiendo a los invitados como anfitriona, prestando especial atención a Sir William Brisbane y a su madre, dejando que la joven toreara sola a su séquito de enamorados.

—¡Demonios! —dijo Ayden al entrar Erroll Flanagan en la sala sin su hermano, previendo una situación avocada al desastre.

Ayden conocía a Neall, cuando viera a Leonor esa noche, sería incapaz de reaccionar siquiera. Él mismo lo había sentido en sus carnes y no tenía sentimientos hacia ella. Que Leonor era hermosa era indiscutible, solo había que tener ojos para poder admirarla. La misma luna se había colado en el salón llevando los colores del clan y ese vestido, precisamente ese… era demasiado.

—¿Qué os ocurre, Ayden? —le preguntó Erroll, que aún no había caído en la cuenta del revuelo montado alrededor de Leonor, pues acababa de llegar de Glamis.

—¿Dónde está mi hermano? —indagó preocupado sin responderle. Neall ya debía de estar allí y aún no había hecho acto de presencia.

—Lo vi salir hecho un basilisco hacia la villa hace un par de horas cuando volvía del castillo de mi abuelo. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado esta vez? —se mofó, a la vez que se comía unas uvas.

Ayden señaló hacia la mesa de los hombres de Neall. A Erroll le llevó un par de minutos descubrir a Leonor entre tanto galán. Primero miró a Ayden, después de nuevo a Leonor. Se llevó las manos a los ojos y se los frotó.

—No, no estáis viendo visiones. No es un ángel, ni una diosa, ni un ánima de otro mundo… porque veo que es lo que me vais a preguntar. Es nuestra Leonor. ¿Os he dicho que mi hermano pequeño siempre ha tenido un gusto exquisito en lo que a mujeres se refiere? —dijo apesadumbrado Ayden, tamborileando con los dedos la mesa.

—Esto se pone interesante, Ayden.

—¿No veis acaso que se avecina la tragedia? Mi hermano enfadado con Dios sabe qué o quién y Leonor…, Leonor rodeada de esta panda de lobos hambrientos como si fuera un dulce corderito. ¿Y qué puedo decirles yo? La joven es casadera, no está prometida y está… está…

—¿Habéis visto qué hermosura?

—¿Me veis falto de ojos?

—No, claro que no —rio Erroll, imaginando a Ayden falto de ellos y con otra cabeza incluso, ya puestos—. Pero, ¡demontre! Como falte por mucho más tiempo, yo mismo me adelanto.

Ayden se rio a carcajadas, lo que hizo que Sir William Brisbane y su madre lo miraran con curiosidad.

—No quiero ni pensar la reacción de Neall al verla. ¡Uf...! ¿Y decís que con ese vestido vuestra madre enamoró a vuestro padre? ¿Por qué será que no me extraña?

Ayden asintió y ambos rieron, a la vez que se acomodaban en sus respectivos asientos y apuraban una copa de hidromiel como entrante. El semblante de Ayden se tornó taciturno al ver a Neall a los pocos minutos.

—Pues no tardaréis mucho en ser partícipe de ella. Mirad, aquí se presenta el cabeza de tórtola y, en apariencia, muy bien acompañado, me temo.

Ambos se quedaron atónitos y Erroll le confesó al mellizo.

—No entiendo nada, Ayden. Llegó de Moulin tan exultante y contento que el muy pícaro hasta brillaba, hablando de no sé qué jabón y de que esta misma noche se atrevería a decirle lo que sentía.

—¿En serio?

Erroll asintió.

—¿Por qué ir en cuestión de horas acompañado de otra mujer? No lo entiendo, y más acompañado de Malen. Creo que a Elsbeth tampoco le va a hacer mucha gracia verla.

—Tragedia, ¿qué os dije? —reiteró Ayden, intentando averiguar por qué su hermano había hecho tamaña tontería de venir acompañado por esa joven.

—Que nos confiesen ante Dios porque ha llegado Samhuinn con todo su ejército de desventuras... Mucho me temo que la noche se avecina larga.

 

En ese momento, había entrado Neall del brazo con una despampanante rubia. La misteriosa mujer era muy atractiva, de generosas curvas, pero sin atisbo de educación a simple vista, aunque de hecho no le faltaba. La joven en cuestión era por todos conocida salvo por Leonor. Malen era la hija bastarda de un noble venido a menos. En tiempo de bonanza, el padre se había hecho cargo de todos los gastos de ella y su hermano Colin, pero al caer en la bancarrota, por tentar demasiado la suerte en el juego, se olvidó de todos sus hijos, reconocidos o no, y se suicidó. La vida de Malen había sido de todo menos fácil. Desde muy pequeña, se había visto obligada a sacar adelante a su madre enferma y a su hermano. De carácter disoluto y atrevido, vio en la adoración que sentían los hombres por ella una manera más fácil de ganar el sustento de su familia que el pasarse los días de sol a sol en el campo. Sin embargo, no era por ello por lo que las mujeres del clan la detestaban. Con tal de cambiar su suerte y la de su hermano, lo había intentado todo y con todos. Daba igual que fuera imberbe, soltero o casado, que tuviera hijos o estuviera al borde de la muerte. Por su culpa y la de su hermano, Neall se había visto expuesto a habladurías durante mucho tiempo y más de una vez y de dos.

Un día de borrachera, Colin confesó estar enamorado de Neall y Sir Kenion Strathbogie aprovechó el estado de embriaguez del joven para pasearlo por la villa y que lo fuera pregonando a voz en grito, inventándose mil y una historias con las que hacerle daño al joven Murray. Malen intentó por todos los medios que las habladurías sobre su hermano y su joven señor cesaran, incluso ofreciéndose a Sir Kenion por su silencio. Mas el despiadado abusó brutalmente de ella, dejándola desnuda, magullada, en medio de la plaza y delante de todos, escupiendo todas las infamias que le había hecho en el lecho y fuera de él. Neall fue el único capaz de acercarse a la joven y echarle por encima su manto mientras la cogía en brazos, en silencio, y la llevaba a su casa. El joven señor no le pidió explicaciones ni a Colin ni a Malen, ya bastante tenían con lo que les había tocado vivir. Desde ese día, Neall era una especie de dios entre los hombres para Malen.

Pasaron semanas y el rumor no hacía más que crecer en disparates. Pese a todo, Neall aguantó el chaparrón, porque le daba lástima de la familia y porque responderle habría sido dar veracidad a las infamias de Sir Kenion. Menos mal que no llegó a oídos de Sir Alastair, o se habría muerto allí mismo del disgusto. Neall obvió las habladurías y siguió como si tal cosa. Hasta que un día, un grupo liderado por Sir Kenion los emboscaron en el camino, dándoles a Colin y a él una paliza de muerte. Aún así, Neall no delató ni quién ni por qué había sido, para que su padre no echara a la familia de Malen de Blair Atholl por injurias. Neall acabó sus vacaciones antes de lo habitual, y magullado y cuestionado por su familia, regresó al tutelaje de Sir Brisbane. Elsbeth no entendía cómo después de aquello, Malen había vuelto a ser amante de Sir Kenion y por eso la odiaba profundamente. Lo que no sabía era que Malen no lo hacía por dinero, sino por el profundo miedo que le tenía a Sir Strathbogie.

 

El semblante de Lady Annabella se oscureció al ver a Malen en la fiesta. No le gustaba verla acompañar a su hijo y que se pavoneara delante de todos como la dueña del lugar. Lo que hiciera con su cuerpo solo a ella le incumbía, pero Neall ya había sufrido mucho por esa familia y no se merecía que lo embaucara con sus malas artes. Miró a Leonor y se compadeció de la muchacha. No se merecía el disgusto que se iba a llevar y lamentó profundamente el haberla alentado en relación a su hijo esos días. ¿Tanto se había equivocado con Neall? Definitivamente, su hijo no se merecía a una joven como ella, al menos, aún no.

Elsbeth fulminó con la mirada primero a Malen y después a su hermano, levantándose del sitio bruscamente sin saludar y con intención de advertir a Leonor cuanto antes. Pero no hacía falta que advirtiera nada, pues en sus ojos, oscuros como las noches de luna nueva, vio la decepción al verlo entrar acompañado por la rubísima y radiante Malen. La cara de Ayden no era mucho más amigable que la de su melliza.

Alex Mackenzie y el resto de hombres apenas le habían dado un respiro a Leonor, revoloteando cual palomitas alrededor de trigo, agasajándola y piropeándola sin cesar. Ella les había sonreído a todos para no parecer desconsiderada, pero lo único que había buscado durante la cena era encontrarse con Neall para mostrarle su nuevo atuendo y comprobar la reacción del capitán con sus propios ojos. Ilusa. Al verlo entrar por la puerta tan bien acompañado, algo en su interior se rompió, más aún cuando la recién llegada pareja cruzó la sala principal para llegar cerca del estrado. Leonor perdió el color de las mejillas y las manos comenzaron a temblarle sin poder evitarlo.

—¿Os encontráis bien, mo baintighearna? —le preguntó Alex Mackenzie, apartando a un par de sus hombres para que la joven recobrara el aliento.

—No soy vuestra señora, Alex —dijo titubeante, mientras lograba ponerse en pie.

«Y ahora menos que nunca», pensó Leonor con un nudo en la garganta, sintiendo que alguien le había arrancado el corazón de cuajo. Definitivamente, el corpiño le atrapaba el poco aire que entraba en sus pulmones. La mano de Neall en la cintura de esa mujer no daba lugar a preguntarse el grado de intimidad entre ellos, pues era obvio. Intentó desesperadamente aflojar un poco el cordón del vestido para poder respirar, pero la verdad era que la prenda no le quedaba tan ajustada como para causarle tal desasosiego. «Cálmate…», se instó, sin grandes resultados.

No había tardado dos días en buscarse a otra, ni siquiera unas horas, si recordaba lo a gusto que había estado anclado en su espalda esa mañana. ¿Dónde había quedado el galán lisonjero de entonces? ¿O lo mismo esa mujer existía anteriormente en su vida y ella había malinterpretado sus atenciones para con ella? ¡Dios mío! ¿Se habría metido en medio de una relación? Si pensaba que ese gran guerrero podría alguna vez albergar deseos románticos hacia ella, pecaba realmente de ingenua. Se atusó el vestido a la altura de los muslos y aguantó un hipido con los ojos turbios. Se obligó a serenarse durante unos minutos y, apoyándose en Mackenzie, se abrió paso entre el grupo de hombres que la rodeaban. Su primer impulso fue marcharse, pero lo consideró mejor y se dirigió a los recién llegados. Ayden intentó detener a Leonor, pero estaba decidida a presentarle sus respetos a la pareja.

Neall, extasiado, se olvidó de su enfado al verla y tembló al percatarse del vestido y los colores de las cintas de su pelo. Su corazón comenzó a latirle tan desbocado que se le pararía por el sobre esfuerzo en cualquier momento. Su cuerpo respondió tenso, hercúleo, lujurioso… Su boca se entreabrió sorprendida y deseosa por rendirse a sus labios, pues desde aquel día al borde del abismo de las Bullers de Buchan, ella le había robado el corazón, llevándoselo consigo al fundirse con la marea. Sin embargo, como en ese día, en su rostro había preocupación e incluso un velado reproche.

El silencio se adueñó de la sala unos minutos. Miles de ánimas podían pasar entre los presentes que nadie abriría más la boca. Neall miró a su alrededor y vio que todos estaban pendientes de ellos. Olvidó hasta que había venido con Malen y, lo más importante, el por qué había venido con ella. Cuando quiso dar un paso hacia Leonor, la rubia entrelazó los dedos de la mano con los suyos, marcando su terreno.

El capitán había malinterpretado la conversación que había escuchado a medias entre Leonor y Deirdre. Además, al llegar a Blair Atholl y verla fugazmente rodeada de sus hombres, había sido el detonante para entrar como un vendaval en el salón, cogiendo a su acompañante de la cintura, sin calcular la dimensión de sus actos. Agarrarse de esa manera a Malen no había sido una opción acertada, tendría que haber pensado que entre Sir Lockhart y ella no había un compromiso formal y que aún tenía tiempo para hacerla cambiar de opinión, en el caso de que fuera él de quién hablaban. Miró de nuevo a Leonor, deleitándose, deseando que supiera leer en sus ojos lo arrepentido que estaba por haberse dejado llevar por los celos. Estaba tan hermosa con ese vestido, con las cintas con sus colores en sus cabellos... que quiso acercar su mano y tocar sus tintineantes trencitas, perderse en el hueco de su hombro, absorber su exótica esencia, sentir sus pechos tensos por el corpiño e introducir sus manos para holgarlo a la altura de los pezones… ¡Cuánto la deseaba! y, sin embargo, la había fastidiado de todas, todas. ¿Qué mayor muestra de que no amaba a Sir Symon Lockhart que llevar los colores de los Murray en su vestido y en su pelo? Si deseaba tener alguna esperanza de cortejar a Leonor, él mismo la había disipado de un plumazo al ir acompañado esa noche por Malen.

«Realmente hacen una pareja excepcional, en el caso de que algún día decidan darse una tregua o dejar de ser tan impulsivos», pensó Lady Annabella, lamentándose, sin saber muy bien cuál sería la reacción de su joven amiga. Leonor comenzó a hablar prácticamente con un susurro tembloroso, que fue ganando rotundidad y volumen a medida que lo hacía.

—Neall, ¡cuánto me alegra veros tan bien acompañado! Ahora mismo estaba hablando con vuestros hombres de que os estabais perdiendo una extraordinaria velada, pues incluso el reverendo ha rociado de agua bendita la comida y a los presentes. Podíais haber traído a vuestra prometida para la cena, ha sido un banquete formidable… digno de un rey —dijo Leonor con una sonrisa tan radiante y fría como una mañana de invierno, de esas que ciegan hasta al sol.

La sala quedó en completo silencio y las mujeres Murray se mostraron visiblemente enfadadas con el joven. Ayden prefería mirar hacia otro lado no fuera a empeorar las cosas y Erroll aguantaba la risa con la mano, muy estoico y sin perder detalle. Leonor, al ver que Neall no le dirigía la palabra y su rostro pasaba a ser multicolor, se atrevió a presentarse ella misma a la mujer.

—No nos conocemos, mo baintighearna —le expresó con formalidad, tendiéndole la mano—. Mi nombre es Leonor, el vuestro es…

—Malen.

—Encantada, Milady.

La sala seguía enmudecida y Leonor sintió que el suelo cedía bajo sus pies. Ese silencio incómodo era peor que estar en medio de un frenético campo de batalla con todos los enemigos rodeándote a la contra. Leonor quería dar por terminada la noche y, haciendo una genuflexión a Malen y a las señoras, se marchó a ocupar su lugar, algo más cabizbaja de lo que había venido.

Neall era incapaz de pestañear, perplejo por todo lo que había provocado su maldito arrebato de celos, sin ser capaz de correr detrás de ella y explicarle que todo había sido un error. Ayden y Erroll no daban crédito a lo que acababan de ver y escuchar: Leonor había llamado «Milady» y «mo baintighearna» a Malen. ¡A Malen! Los oídos del mellizo jamás habían escuchado semejante disparate, si no fuera porque realmente herirían los sentimientos de la española, todo el clan habría estallado en carcajadas, hasta Malen hacía grandes esfuerzos por contener la risa. ¿Acababa de mostrarle sus respetos como futura señora Murray a la prostituta de la villa? Erroll contuvo las ganas de morir de la risa allí mismo y la situación no era para menos.

El joven capitán necesitó dos jarras seguidas de cuirm para articular palabra alguna. No estaba acostumbrado a beber tan rápido y sintió cómo pronto el carácter le variaba de ufano a colérico y a ufano otra vez. Estaba por salir en plena noche en dirección a la muralla y darse cabezazos contra la pared. Primero por lo estúpido que había sido, incapaz de controlar sus conjeturas, y segundo para poder dejar de mirar sin cara de enamorado despechado a Leonor. ¿Cuál sería el coste de haber llevado a Malen con él?

Leonor no estaba mucho mejor, temblaba como una hoja de otoño, pero no mostró otro tipo de expresión que una gélida sonrisa durante el resto del tiempo que se mantuvo en la sala, dándoles parcialmente la espalda. Siguió conversando con los hombres de Neall con su habitual camaradería, aunque a los pobres les costaba sudor y lágrimas mirar a la muchacha a los ojos mientras hablaba. Alex Mackenzie observaba de vez en cuando a su capitán. ¿Qué le pasaba para no estar ahora mismo con ella? ¿Habría dejado de tener interés? No, indudablemente, debía de ser una riña de enamorados. Se fijó en cómo Leonor a duras penas contenía el llanto y se obligaba a no mirar a la pareja ni una sola vez. Para ponérselo más fácil, Alex se puso en el campo de visión de la joven. La española lo miró un instante a los ojos y le musitó un «gracias». Él le respondió un quedo «no se lo toméis en cuenta, mo baintighearna».

Entretanto, al otro lado de la sala...

—¿Cómo habéis podido traer a Malen a esta casa, Neall? ¿En qué estabais pensando? Y más aún estando Leonor —le espetó enfadada en un susurro Elsbeth, que en esos momentos le habría dado la tunda de su vida a su hermano pequeño.

La melliza miró a su madre para saber si debería ir a consolar a Leonor, pero Lady Annabella prefirió que lo dejara estar por ahora y le pidió que guardase la compostura.

Neall realmente no sabía qué impulso le había llevado a ir a la villa al final de la tarde. Bueno, sí lo sabía, pues se había puesto rabioso al escuchar que Leonor estaba enamorada ¿y de quién si podía saberse? ¿de Sir Lockhart? Sí, eso había pensado en un primer momento y había sido incapaz de entrar en la habitación de ella como si no hubiera escuchado nada y entregarle la carta que había llegado a su nombre. ¿Sería de su pretendiente? No tenía remitente, ¡demonios! Malhumorado, se había puesto a andar sin ningún rumbo concreto y había llegado a la villa, donde se había encontrado a Malen junto a la fuente. Al principio no tenía ganas de hablar, pero terminó desahogando su mal de amores con ella como tantas otras veces.

Malen y Neall se entendían, eran amigos por mucho que le pesara a la gente. Ella vendía su cuerpo por dinero y él lo respetaba, ese era su oficio y, aunque nunca había sido amante del joven señor, siempre había simpatizado con él, sobre todo desde que había defendido a su hermano y a ella misma de las constantes vejaciones de Sir Kenion Strathbogie. Esa noche, Malen había ido a recoger agua a la fuente. Era de las pocas personas que no irían a la celebración de Samhuinn en el castillo, la única que ni era bienvenida, ni sería invitada jamás. Tampoco era que le importase mucho, tendría bastante trabajo después de la fiesta y había preferido quedarse en casa y descansar, mientras comenzaban a llegar los clientes.

Neall había llegado completamente desorientado a la villa, dando patadas por doquier. Por lo que la rubia había tenido que apelar a un frío cubo de agua en la cara para que reaccionara, pues andaba como loco de un lado para otro blasfemando sobre matar a no sé quién.

—¿Más tranquilo, maighstir?

—Sí —le respondió Neall sorprendido y con el pelo empapado, ya que no se había percatado de su presencia.

Malen le pasó con dulzura la mano por el rostro empapado y le escurrió el agua de los cabellos, mientras escuchaba hablar al capitán en silencio. Cuando le hubo contado todos los detalles, Malen sonrió. Tener esos momentos de confidencias le recordaba tiempos mejores, cuando Colin se desahogaba contándole sus penas y ella le pedía que fuera discreto con sus sentimientos. ¡Cuánto añoraba a su hermano! Se entristeció unos instantes al recordar todo lo que tuvo que luchar por él, para terminar acuchillado por unas míseras monedas al borde del camino. Pero la vida sigue y no haría que el triste recuerdo de su hermano fallecido le amargara Samhuinn.

—Quizás a esa buena muchacha solo le falte un empujoncito para aclararse.

—¿A qué os referís? —le preguntó Neall sorprendido, pues Malen era de las que escuchaban y hasta entonces nunca había tomado la iniciativa en nada.

—Dejádmelo a mí.

Y del brazo habían llegado al castillo. Neall dudó al entrar en el salón, pero al ver a Leonor de soslayo rodeada de tantos hombres, se había vuelto a agarrar con fuerza a Malen.

Lady Annabella había realizado un gran trabajo con el resto de las mujeres del clan, habían decorado la gran sala con grandes velas y bruñido la plata de la vajilla. Todo estaba perfecto. En el centro de cada mesa, había un centro de flores secas de hermosos colores y unos delicados manteles rojos y verdes completaban la ornamentación.

Malen supo que esa hermosa morena era la que traía de cabeza al joven Murray. La muchacha de la que todo el pueblo hablaba. Ella se la había cruzado un par de veces y se había sorprendido al verla vestida de hombre. Solo por ello, ya le había caído bien. Era muy bella, en aquellas tierras, casi exótica y parecía tener refinados modales a pesar de estar acompañada siempre de hombres. Hechas las presentaciones y viendo que Neall se había olvidado de su presencia, Malen se acercó a los gaiteros y le pidió un reel para amenizar la fiesta.

—¿Bailamos, maighstir?

Elsbeth masculló un «descarada» y le dio la espalda a su hermano. Neall no tenía ganas de bailar, pero tampoco tenía ganas de seguir viendo a Alex engatusando a Leonor. Malen se puso de puntillas y le volvió a susurrar: «confiad en mí», muy cerquita del oído. El cálido aliento de la mujer le hizo cosquillas. No obstante, aunque era del todo sugerente e insinuante, su cuerpo no reaccionó como lo hacía con Leonor. Miró con tristeza a la española, dándolo todo por perdido esa noche. El capitán asintió sin sonreír y apuró la tercera jarra sin dar un respiro, dejándose llevar al centro del salón y comenzando a dar una serie de pasos según el patrón que le indicaba Malen. Ésta se mostró de lo más sensual en la ejecución de las piruetas, arrimándose más de lo necesario. El resto de parejas les dejó que siguieran bailando en el centro del salón y comenzaron a aplaudir con cada nueva exhibición. Eran magníficos bailarines y se compenetraban bastante bien.

Leonor no pudo más que presenciar la escena, mientras se desbarataba nerviosa las trenzas del peinado. En un intento de aparentar normalidad y volver al espíritu de la fiesta, Elsbeth bailó con Ayden y Lady Annabella con Sir William Brisbane. A Erroll candidatas no le faltaban. Todos los hombres intentaron sacar a bailar a la española, pero su negativa fue tajante y acabaron desistiendo y buscando otras parejas para seguir la fiesta. En un momento en el que todo el mundo bailaba, Leonor se escabulló del gran salón y se fue a su habitación. Si no se quitaba ese maldito corpiño pronto, se asfixiaría allí mismo. Atrancó la puerta con un madero y con dedos temblorosos se quitó con cuidado las lazadas del vestido. Acto seguido se abrazó con fuerza a sí misma y hundió la barbilla en su pecho, dejándose caer con desgana y con tan solo la camisa de lino al borde de la cama.

El frescor de la noche en su piel le gustó y se quedó mirando las piedras de las paredes, mientras deshacía las pocas trenzas que le quedaban del peinado. Las lágrimas caían por sus mejillas sin poder ni querer evitarlo. Suspiró en una de esas ocasiones que hasta el alma sale del cuerpo y se va a dar una vuelta. Se sentía vacía, tan vacía que el dolor retumbaba en las paredes de su cuerpo como un eco. Se obligó a guardar con mucho cuidado en el baúl el vestido y las cintas del pelo. No quería pensar, ni recordar, ni sentir, solo quería que pasara el tiempo. Ese tiempo que lo cura todo porque todo lo tiñe de olvido. Exacto, precisamente lo que necesitaba era eso: olvidar. «Una magnífica noche para olvidar», pensó con amargura, mientras se volvía a levantar para apagar la vela de la ventana y las dos que había a los lados del cabecero, dejando solo una encendida a los pies de la cama. No era supersticiosa pero, ¿para qué tentar a la suerte? Samhuinn había llegado, que hiciera lo que quisiera con su alma, ella solo quería llorar y llorar hasta la mañana siguiente. Se quedó adormilada con el sonido de las gaitas de fondo. El golpeteo insistente en la portezuela de su habitación la despertó. Lo habré soñado, se dijo y volvió a cerrar los ojos, pero ahí estaba de nuevo el repiqueteo en la jamba. ¿Cuánto había dormido? No lo sabía, solo que aún era de noche porque reinaba la oscuridad. Tenía la cara y las sábanas húmedas de haber llorado. Se secó las lágrimas y se apartó el pelo del rostro.

—Leonor, abre la puerta, o la echo abajo —dijo Neall con tono enfadado y carente de paciencia, aporreando la jamba de nuevo.

Leonor no podía creerse que Neall estuviera de madrugada en su puerta. Con un mohín lastimero le contestó.

—Dejadme en paz y seguid con vuestra fiesta —le hubiera gustado tener un tono más seguro de voz, la verdad era que le había salido el de perro apaleado.

—¡Maldita sea, Leonor, abrid!

—No, ¡marchaos!

El estruendo de los goznes al romperse hizo que Leonor saltara al otro lado de la cama y cogiera instintivamente la jambia. Neall apareció en el cuarto, mientras se limpiaba de dos palmetazos el feileadh mor. La tranca se había hecho pedazos. Gracias a Dios, la puerta había aguantado estoicamente el empujón, porque no sabría qué explicaciones podría darle a Lady Annabella y a Ayden al respecto a la mañana siguiente. Observó que Neall había bebido más de lo acostumbrado, sus movimientos eran menos elegantes y actuaba con brusquedad.

—¿Os habéis vuelto loco? ¡Salid de aquí!

—No, sin antes hablar con vos.

—Nada tenéis que decidme que no haya visto con mis propios ojos —dio un paso atrás, pero su espalda tocó la pared de piedra, su expresión era de completo horror y le temblaban las manos—. ¡Salid de aquí u os arrepentiréis!

—Os juré que no os tocaría… —comenzó a decir él y, poniendo el pergamino lacrado encima de la cama, le dijo—. Esto es vuestro.

Leonor lo miró incrédula, sin saber a qué se estaba refiriendo. Neall continuó al ver su desconcierto:

—Llegó con el mensajero esta tarde. Estabais tan entretenida jugando a los vestidos que no quise importunaros —se dirigió a la puerta y colocó la mano derecha en la jamba como para querer irse pero sin hacerlo. Estaba borracho—. Por cierto, Malen no es mi prometida, por si os interesa saberlo —hizo de nuevo el amago de irse, pero se lo pensó— y una última cosa, si llego a saber que mi presencia os resultaba tan incómoda no habría vuelto de la villa esta noche.

—¡Neall! —apenas le salió un susurro y él ya había salido de su estancia—. ¡¡¡Neall!!!

Leonor saltó por encima de la cama y se asomó por la puerta, chocándose de frente con Ayden que, al ver que Malen estaba sola en el salón, había ido tras Neall al único sitio donde sabía que lo encontraría estando borracho.

—¿Qué ha pasado? ¿Estáis bien?

Leonor temblaba como una hoja y tenía el rostro bañado en lágrimas. Solo era capaz de decir: «no» con la cabeza, aferrada al pergamino. Cerró la destartalada puerta sin darle a Ayden más explicación y cayó de rodillas, de espaldas al mundo, sollozando. Rodeó las piernas flexionadas con las manos y hundió su gran mata de pelo entre las piernas. Intentó respirar, pero la congoja no la dejaba. Miró a través de la penumbra a su alrededor y se desconcertó al no sentir extraño el lugar. Se sentía como en casa… ¿Cómo podía haberlo permitido? Algún día tendría que marcharse y empezar de nuevo. Ese día tendría que volver a restaurar los pedazos de su corazón roto. «No es mi prometida», se repetía una y otra vez. Ella lo quería. Le habría gustado que la hubiera visto hermosa por unos minutos, haber sentido esa extraña conexión que a veces los unía con una fuerza desgarradora. Sentir sus labios… Se tocó temblorosamente los suyos, húmedos por las lágrimas y faltos de calor. Encendió otra vela y rompió el lacre, intentando leer el pergamino en busca de consuelo, pero las lágrimas le nublaban la visión. Oyó a Lady Annabella hablar con Ayden al otro lado de la puerta y luego pasos alejarse. Acercó la vela con manos temblorosas y leyó:

 

«Amada hija:

Me place saber que habéis encontrado un nuevo hogar. Me preocupaba sobre manera que deambularais de guerra en guerra, buscando una venganza que aliviara vuestra alma. No os culpéis. Siempre habéis sido la valiente de nuestra familia. Isabel se ha convertido en una joven hermosa y son muchos los que la pretenden, pero no me encuentro capaz de dar su mano a cualquier hombre. No después de…

Ha conseguido olvidar todo, menos a vos. Nuestro corazón os añora… ¡Oh, mi dulce niña! Ruego a Dios todos los días porque algún día logréis perdonar mi falta de confianza. No hay día que no desee estrecharos entre mis brazos.

Os añora, vuestro padre,

Don Juan de Ayala».

 

La luz de la mañana la despertó sentada en el mismo lugar, aferrada a la carta y con Deirdre intentando abrir la puerta.

—Pero, mo baintighearna, ¿habéis dormido en el suelo? —dijo ayudándola a incorporarse por tener las piernas entumecidas—. ¿Qué os ocurre, mo chuisle? ¿Tenéis fiebre?

Deirdre le tocó la frente y suspiró de alivio al ver que no se trataba de eso. Le pellizcó las mejillas como si el tenerlas sonrosadas le devolviera el estado de ánimo risueño de siempre.

—Necesito que me excuséis ante Lady Annabella y Elsbeth, Deirdre.

—Leonor, ¿no creeríais de verdad que el señor estaba prometido con Malen? Ella… ella vende su cuerpo por dinero. ¡La muy buscona hizo ayer más clientes que nunca! Solo quería daros celos. No sé qué le pasaba anoche, pero desde que terminó el baile y vio que no estabais, os estuvo buscando por todo el castillo como loco.

—No importa, Deirdre. Es mejor así. Yo no pertenezco a este lugar y no haría más que complicar las cosas.

—No digáis eso, mo chuisle. El pobre parecía desolado y nunca lo había visto tan triste. Él os quiere, estoy segura. He visto cómo le brillaron los ojos cuando os presentasteis a Malen… ¡Menuda ocurrencia la vuestra! La prometida del joven señor! ¡Ja!

—No puedo quedarme aquí por más tiempo, Deirdre. Esta situación me hace daño. Volveré a la cabaña a las afueras del castillo. Ese debió ser mi lugar siempre.

—Le romperéis el corazón a la señora, mo chuisle. Ella os quiere como a una hija y, además, esas cabañas son frías como demonios, os lo digo por experiencia. Podríais enfermar…

Leonor acalló a Deirdre con un abrazo, rodeando a la anciana con cariño, mientras se le escapaba algún involuntario sollozo. No había más que pensar, ambos habían llevado la situación muy lejos. Leonor estaba convencida de que la distancia terminaría sanando su corazón. Harían turnos para escoltar a Elsbeth y así no tendrían que verse salvo en las horas de las comidas. Ella era un guerrero más y no podía seguir esperando que su caballero la salvara del temido dragón con el filo de su espada. Ella había aprendido a defenderse sola y lo demostraría.

—¿Me ayudaréis entonces a mudar mis cosas definitivamente a la cabaña de la villa?

Deirdre puso los ojos en blanco y suspiró un desganado «sí».