CAPÍTULO 14 – LA CONFESIÓN
Lago Lomond, al sur de las Tierras Altas (Escocia), 30 de mayo de 1334.
Las vistas eran impresionantes. El lago Lomond siempre le había parecido a Leonor uno de los más bellos de Escocia, al menos de la parte de esa agreste tierra que ella había llegado a conocer. Sus verdes páramos, ribeteados por sus angulosas colinas y frondosos bosques, eran un deleite para los ojos de cualquiera. Sin embargo, ese día no le interesaba el paisaje a nadie, ni siquiera a ella. Los guerreros regresaban cansados, extenuados por no haber descargado la adrenalina y con los nervios de la espera aún metidos en el cuerpo. El rítmico trote del caballo y los tenues rayos de sol mantenían a Leonor en un estado de letargo, que siguió acurrucada sobre el pecho de Erroll durante todo el camino, oyendo el pausado latir de su corazón. El calor que desprendía el irlandés era muy agradable, más reconfortante que cualquier manta de lana, por muy buena que fuera. Desde su inmejorable posición, Leonor se fijó en los pronunciados rasgos masculinos del joven: era muy apuesto. «¡Vaya!», exclamó para sí misma, eso era todo un descubrimiento… Tanto tiempo que lo conocía y ni siquiera se había percatado de la buena planta que tenía ese hombre. «¿Tan embelesada me tiene Neall que no me he fijado apenas en el resto?», pensó risueña Leonor unos instantes. Aunque a su sonrisa le siguió una mueca de dolor, que hizo que su mano hiciera presión en el costado, apretando la herida para sentir algo de alivio. El dolor no remitía y volvió a cerrar los ojos con fuerza, como había estado haciendo gran parte del camino.
Erroll tenía el pelo rubio trigueño y los ojos de color azul verdoso con una estrella de color miel en el centro, de ahí que a veces parecieran prácticamente amarillos y en otras prevaleciera el azul agua del fondo. Su nariz era recta, ligeramente torcida a la derecha, si se fijaba uno muy bien, seguramente debido a algún percance sufrido cuando pequeño. Su boca era grande, carnosa y continuamente adornada con una sonrisa, que la hacía más atractiva aún si cabe. También apreció que olía a mirto, un aroma que, por lo que él mismo acababa de contarle, le recordaba a su padre… Sí, en definitiva, era un galán de cuento, con un carácter envidiable y que siempre se cuidaba de no quedarse solo en compañía femenina. Algún día se atrevería a preguntarle por qué, aunque intuía que se debía a un mal de amores, o a que le habían roto el corazón recientemente.
La joven volvió a acurrucarse entre sus brazos, como un gatito en busca de mimos. Si bien podría decirse que se encontraba en la gloria, la sensación de cobijo que Erroll le proporcionaba no era comparable a la de protección, seguridad y amor que sentía en brazos de Neall. Leonor se incorporó levemente de su cómoda posición para poder ver las pequeñas islas que se desperdigaban por el gran lago. Siempre le habían fascinado esas pequeñas motas, peñascos e incluso montañas que salían de la nada en medio del Lomond. Desde que las vio por primera vez, había deseado vivir en una de ellas y olvidarse del resto del mundo, sin tener que dar explicaciones, en comunión con la naturaleza… Quizás en sus profundidades habitara un each uisge, uno de esos seres acuáticos que parecía un caballo sin serlo y que atrapaba a los curiosos para que lo cabalgara, atrayéndolo bajo sus aguas por siempre, como aseguraban que ocurría en el lago Ness. A Leonor, los seres fantásticos de las leyendas e historias de caballerías le encantaban, imaginándose a uno de esos kelpies, como también llamaban a esos seres, del estilo de Tormenta pero con agallas. Desde muy pequeñita, Leonor había devorado ávida los libros de aventuras, porque en un libro cualquiera puede ser el protagonista, independientemente de su sexo.
Erroll sonrió ante el breve interés de la joven por el paisaje. Desde la salida de Rowallan y gran parte del camino, Leonor había permanecido en una especie de estado catatónico, participando en raras ocasiones de la amena conversación-monólogo del irlandés. Satisfecha su curiosidad por los alrededores, le devolvió una media sonrisa al caballero y se volvió a arropar entre sus brazos con timidez, bajo la frazada de cuadros escoceses de la casa Murray y, sin poder evitarlo, se dejó vencer por el sueño. Los brazos y el pecho del irlandés formaban una especie de escudo protector que le hacía olvidar el horror del día anterior. Necesitaba descansar como agua de mayo, olvidarse de todo, de todos menos de Neall. Tras una hora cabalgando en paralelo a la orilla del lago Lomond, un nuevo pinchazo en el costado le recordó que el arañazo debía ser más profundo de lo que había pensado en un primer momento. Sin embargo, se negó a decir nada para no retrasar la vuelta a casa. «A casa…». ¿Realmente podría sentir algún día Escocia como su país? ¿Consideraría Blair Atholl a partir de ahora su casa?
Al cabo de un rato, Ayden levantó el brazo derecho y ordenó parar junto a la orilla del lago. Llevaban diez horas seguidas a caballo y necesitaban descansar, o caerían reventados antes de llegar a su destino. Un par de horas para desentumecerse como buenamente pudieran y continuarían su camino, en definitiva, lo justo para estirar las piernas, refrescarse y comer algo.
Algunos de los guerreros resoplaron de alivio casi tan alto como sus monturas y otros, sencillamente, descabalgaron en silencio. Los ánimos no estaban para fiestas, a pesar de traer de vuelta a la señora con ellos. El estado en el que había llegado la española les preocupaba a todos, pero callaban por respeto a Neall y a ella misma. «¿Estáis bien?», le había preguntado Ayden a Neall nada más llegar, pero su hermano no le había contestado. Probablemente, aún estaría dolido por haberle permitido a Leonor que fuera sola a Rowallan y no quiso insistir. Él habría hecho exactamente lo mismo en su caso y no se lo reprochaba. Si su hermano hubiera enviado a la mujer que amaba a una muerte segura, lo habría desollado vivo. Ayden abrazó largo rato a su melliza y comprobó que estaba aparentemente bien. Elsbeth se puso unos calzones prestados de Lorcan y le dejaron una correa para que se metiera la camisa por dentro de ellos y evitar así que se le cayeran, o que cogiera frío. No había tiempo de asearse, era tiempo de huir. Apenas había conseguido sonsacarle un par de palabras a su melliza y Ayden se acercó a la extraña pareja que formaban Leonor y Erroll.
—¿Qué diablos ha pasado ahí dentro? —le había preguntado sin tapujos al irlandés nada más emprender la marcha, esperando encontrar una respuesta convincente que le aclarara por qué no estaban festejando el rescate a gritos.
Como respuesta, Erroll se había llevado el dedo índice a los labios, rogándole que guardara silencio. Para no inquietarlo más de lo debido, le explicó, con un gesto sencillo, que después le contaría todo lo que deseara saber. Pero en toda la noche y lo que llevaban de mañana no se había separado ni un momento de la española, por lo que el adalid y su curiosidad se habían tenido que dar con un canto en los dientes.
Leonor se enderezó un poco para ver mejor el lugar donde acamparían cerca del Lomond. El grupo se había parado justo a la sombra de un bosque de pinos silvestres Caledonio, muy comunes de encontrar al norte de las Highlands y más achaparrados que los autóctonos de su tierra natal. Un marco realmente bucólico en el que no le importaría perderse. Erroll se dirigió a ella con ternura, mientras aún la asía con firmeza por la cintura. No tanto porque pudiera caerse, sino por la necesidad de hacerle ver que no estaba sola. El leve movimiento que había hecho para incorporarse le provocó un fuerte dolor en el costado, obligándola unos minutos a mantener una posición casi fetal. La mueca de dolor le cruzó el semblante fugaz como una estrella y rápidamente puso la mejor de sus sonrisas para que ni siquiera Neall, siempre pendiente de sus gestos, pudiera darse cuenta, o sospechara algo. Dio gracias a Dios porque Erroll se estaba bajando en ese momento del caballo y no se hubiese percatado de nada. Cuando fue a ayudarla a bajar, Leonor le dedicó una sonrisa, apenas dibujada en sus labios, pero sí agradecida desde el corazón. Él le guiñó un ojo como respuesta y, cogiéndola por la cintura, la dejó cuidadosamente en el suelo.
La joven seguía aferrada aún a la manta del clan Murray como si fuera una segunda piel, parecía nerviosa y, curiosamente, no había puesto resistencia al hecho de que el irlandés la bajara del caballo. Se secó un sudor frío con rapidez de la sien y aguantó el temblor de los labios. «Esto empieza a no pintar bien», pensó Leonor, arrugando un instante el entrecejo, mientras se tocaba la herida con la yema de los dedos. «¡Maldita sea, está inflamada y sigue abierta!». Se acercó hacia Tormenta, intentando dar pasos seguros, y cogió con disimulo una muda completa limpia, una talega con diferentes tipos de hierbas y unos vendajes de sus alforjas. Seguidamente, tomó el sendero en dirección al lago y, para evitar resbalarse por el camino, se quitó los mocasines forrados de tela brillante.
Al llegar a la orilla, Leonor comprobó que estaba lejos de miradas indiscretas, se desvistió y se fue sumergiendo lentamente en el agua. Estaba fresca y, en pocos pasos, le llegaba a la cintura. Con la yema de los dedos acarició la superficie y, como si hubiera accionado un resorte, la soledad vasta e inmensa del lago la envolvió en una nostalgia indefinible. Se sentía sucia y comenzó a frotarse con ahínco, como si con ello pudiera quitarse el recuerdo de las manos de esos dos bastardos en su piel. Estaba sola, se sentía sola... Cuando no hubo un palmo de piel por lavar, sollozó, llevándose ambas manos a la altura de los ojos e implorando, sin saber muy bien a qué ni a quién, hasta que logró dominar sus sentimientos. Se zambulló y buceó un trecho hasta salir a la superficie y quedarse flotando durante unos minutos. Algo más tranquila, volvió a la zona donde tocaba pie para lavarse con esmero los cabellos y tantearse la herida.
—¡Uf! —exclamó, mientras la secaba con cuidado para no hacerse daño y se la palpaba con un mohín de preocupación.
Se vistió todo lo rápido que pudo y sujetó una tira de tela limpia sobre la herida para evitar seguir manchándose de sangre. Con las mismas, se dispuso a elaborar un emplasto con hierbas de San Cristóbal y lo mezcló con un mejunje meloso de cornicabra, lavanda y equinácea, receta de su tata Khalida. La española exploró con los dedos el tajo, que a duras penas podía ver por su situación y se lo aplicó a tientas, con cuidado de no hacerse más daño. La herida era lo suficientemente profunda como para tomarla en consideración, pero no había tiempo para suturas sin tener que dar un millón de explicaciones y retrasar la partida a Blair Atholl más de lo necesario. «Este arañazo no va a poder conmigo. No, señor», se dijo con ironía y se inmovilizó el emplasto de hierbas con un trozo de lino limpio, de esos que utilizaba para vendarse los pechos y aparentar ser un muchacho. Inmediatamente después, se vendó con esmero para que aguantara el mayor tiempo posible y no empapara la ropa. Por un momento dudó de sus propias palabras, pues estaba perdiendo mucha sangre y, si seguía así, no llegaría a ver de nuevo ni a Milady ni a Deirdre.
—No seáis ave de mal agüero, querida —se reprendió a sí misma a media voz—. Ya tienen bastante con subirle el ánimo a Elsbeth como para preocuparlos más.
Listo el vendaje, se desenredó sus cabellos con los dedos y se negó a pensar que la herida de la daga lanzada por un moribundo, pudiera acabar con ella. Se hizo un moño bajo con un par de palillos finos que encontró por la orilla y respiró profundamente el olor a bosque y a tierra mojada, con la nostalgia de quien presiente que quizás sea la última vez que vea algo tan hermoso. Leonor volvió a mirar a su alrededor, memorizando cada palmo de esa bella y agreste tierra. Sin más dilación, recogió sus pocas pertenencias y regresó al campamento. Estaba lista y no había tardado mucho en recuperar su humanidad. Asimismo, se obligó a sonreír, mientras guardaba las ropas llenas de sangre en las alforjas y dejaba pastando libremente a Tormenta por la pradera. Si se daba prisa, aún le daría tiempo suficiente para buscar un par de hierbas que no tenía y que tal vez encontraría buscando un poco por los alrededores. Cuanto antes se tomara la tisana Elsbeth, menos habría de lo que preocuparse después. De ese modo, su mente también se mantendría distraída y podría restarle gravedad al asunto de su herida. Ella era una mujer de honor y cumpliría la promesa realizada a Deirdre: ambas regresarían, al menos, vivas.
Leonor siguió evitando en la medida de lo posible a Neall, pues sabía que aún estaría enfadado por el rapto de su hermana, por haberse ofrecido a ir sola a rescatarla a Rowallan, por haberle desobedecido e incluso por haberle levantado un arma. Estaría enfadado por todo... ¡pardiez! No había más que ver el moratón en la mandíbula de Ayden para darse cuenta de que no estaba el horno para bollos, precisamente. Y ella no sabía cómo cambiar esa situación, pero daría su vida por escucharle de nuevo llamarla aingeal. Un par de lágrimas rodaron por sus mejillas, sorbió por la nariz antes de limpiárselas y tomar la actitud más digna que podía mostrar en esos momentos. No quería irse de este mundo a malas con las dos personas que más quería: Neall y su padre. Se unió al grupo de guerreros buscando a Elsbeth y la encontró fácilmente entre tanto hombretón. A pesar de los días pasados en ese infierno, se la veía hermosa, resplandeciente incluso, tan frágil que hasta un rayo de sol podría traspasarla. Era, más que nunca, un ángel de luz. Acercándose a ella, la abrazó, interesándose por la herida del labio y algunas contusiones en los brazos y piernas.
—¿Estáis bien?
—Sí, Leonor —le dijo la joven Murray, cogiéndole una de las manos a la española—. No sé cómo podré agradeceros algún día lo que habéis hecho por mí.
—No he hecho más que lo que se esperara que hiciera… —respondió con timidez. Acto seguido, Leonor bajó la voz y casi cara a cara le susurró a la melliza—. He de buscar unas plantas que hagan más llevadero el brebaje, mo baintighearna. Descansad entretanto.
—¿A qué brebaje os referís, Leonor? —dijo preocupada la rubia sin soltarle aún la mano.
—Al que impedirá que engendréis un bastardo inglés —añadió la muchacha, sin querer mirarla a los ojos, pues sabía lo duro que sería recordárselo.
—Entiendo —dijo la joven Murray pensativa y llevándose instintivamente las manos al vientre.
—No tenéis por qué preocuparos, mo baintighearna. Sé lo que hay que hacer en estos casos.
—Lo sé. Confío en vos, Leonor. Me habéis salvado la vida. Si antes os quería como a una hermana, ahora siento realmente que lo sois.
—Pero yo… —titubeó la española con lágrimas en los ojos—. No llegué a tiempo…
—Creedme, llegasteis a tiempo. Ese malnacido no había acabado aún conmigo... Estaré siempre en deuda con lo que habéis hecho por mí y por mi familia —susurró, mientras veía cómo se acercaban Neall y Erroll.
—No tardaré, Elsbeth —sentenció, a la vez que cogía un pañuelo de lino blanco y se ceñía la jambia alrededor de la cintura.
Leonor saludó con una tímida sonrisa a los hombres y, apretando el paso, rehuyó la mirada de Neall. Erroll llevaba en sus manos un cuenco con agua fresca para ellas y, viendo que Leonor se dirigía al bosque, dejó rápidamente la vasija en manos de Elsbeth y la alcanzó.
—Os acompaño, mo baintighearna. Quizás necesitéis ayuda.
—No es necesario, maighstir. Solo son unas hierbas para suavizar el sabor de la tisana para Milady.
—¿Una tisana a estas horas? ¿Acaso Elsbeth se encuentra mal?
Leonor no respondió, solo lo miró muy seria con esos ojos negros como carbones, expresivos hasta decir basta, y una extraña mueca en sus labios. Quitó las hojas más secas del ramillete que tenía en las manos y se quedó con las más frescas. No tenía intención ninguna de seguir dando explicaciones y calló. Erroll, contrariado, perjuró por lo bajo y dio una patada a una piedra. No hacía falta ser muy perspicaz para entender perfectamente de qué tipo de infusión estaban hablando.
—¿Cómo sabéis que funcionará? —le preguntó el irlandés, pasándose ambas manos por las sienes y echándose el pelo hacia atrás.
—Lo sé.
—Pero hay muchos tipos de plantas. ¿Cómo sabéis que…? —la respiración se le entrecortó.
Debía haber mantenido la boca cerrada, ¿cómo podía ser a veces tan sumamente bocazas? Erroll conocía el poder curativo de las plantas a través de las enseñanzas de su mentor Sir William Brisbane. Más de una vez le habían cicatrizado una herida o aliviado un estreñimiento. El irlandés se reía de la ignorancia de algunas personas para referirse a esas artes curativas como cosa de brujería o del diablo. Él sabía a ciencia cierta que funcionaban y al cuerno con el que quisiera seguir ignorante al respecto. Pero la contundencia de la respuesta de Leonor, su esquiva mirada, puesta nerviosamente en el suelo, y la mezcla de hierbas que andaba recolectando… no podían servir más que para una cosa y eso debía ella saberlo de primera mano. Temió la reacción de Neall cuando se enterara. Le alzó la barbilla buscando algo más de información, quién sabe si respuestas o más bien certezas.
El tacto de la mano de Erroll en su barbilla la llevó a ese maldito día en el que su padre le pidió explicaciones por lo que había pasado. Olía a mirto, como él, y deseó que así fuera. En tres años, eran muy pocas las veces que lo había echado realmente de menos, pues se había ido muy enfadada con Don Juan de Ayala por haber dudado de su palabra sobre lo que le había hecho Don Gonzalo. Con el corazón roto por la pérdida de su familia y por tener que separarse de la pequeña Isabel, se había tenido que enfrentar a los crueles reproches de su padre por haber dejado solas a su hermana y a su madre. Ese, y no otro, había sido el mazazo final que la había dejado hundida. Un nudo le cerró el estómago y las lágrimas afloraron solas. Los echaba de menos, ¡para qué seguir engañándose! La pena era que no se había dado cuenta hasta entonces de cuánto. Leonor comenzó a hablar temblorosa, con una voz rota que rompería en pedazos el corazón más cruel.
—Hay hombres dados a tomar por la fuerza lo que creen suyo… Y lo toman sin más.
«¡Maldita sea mi intuición! Por eso ha estado tan callada en el camino de regreso a Blair Atholl. Lo que le han hecho a Elsbeth, le ha hecho revivir de nuevo su propia tragedia», maldijo Erroll, apretando los puños y con ganas de romper algo. Leonor se deshizo suavemente de su mano para seguir con su labor como si le quemara, a esas alturas, no quería la compasión de nadie.
—¿Cuándo?
Leonor guardó silencio.
—¿Por eso vinisteis a Escocia?
—No.
«¡Maldición! ¡Qué difícil me lo está poniendo!». Erroll Flanagan presintió que los observaban, mas no se inmutó. El irlandés no estaba dispuesto a cejar en su empeño. Quería saber, necesitaba saber más sobre lo ocurrido.
—Proseguid.
—No, quizás otro día sacie vuestra curiosidad. Debemos regresar pronto al campamento —le dijo ella, intentando darle la espalda y tomar la vereda colina arriba.
—Por favor —susurró Erroll, agarrándola con suavidad del antebrazo.
Leonor miró a los ojos a Erroll y asintió de mala gana. Ese hombre era aún más terco que ella y no parecía dispuesto a asumir un «después» como respuesta. Se apoyaron sobre una gran roca que había cerca del riachuelo que desembocaba en el Lomond, dejando que el sol del mediodía los embebiera. Leonor comenzó a hablar cabizbaja, como si lo que contara fuera un cuento y no su propia experiencia años atrás. «Quizás así duela menos», pensó antes de narrar su propia historia.
—De esto hace ya casi cuatro años. Yo era muy joven y muy romántica o muy necia, según se mire. Creía en los finales felices y en que el honor de los caballeros venía imbricado junto a su deslumbrante armadura. Don Gonzalo Ansúrez, mano derecha de mi padre y caballero castellano de pro, era mi prometido por aquel entonces. Apuesto, culto, con posición en la corte… todo lo que una joven de mi cuna pudiera soñar. Entre nosotros había el compromiso de casarnos cuando mi padre renunciara a seguir al servicio del rey, justo después de la batalla de la Estrella de Teba, en la que murió Sir James Douglas y la mayoría de escoceses. Don Gonzalo asumiría entonces su cargo, nos casaríamos y viviríamos en Sevilla.
A Leonor se le estaba haciendo más difícil de lo que había imaginado contarlo y eso que era a Erroll… Tragó saliva y se recolocó un mechón del pelo tras la oreja, en un intento de conseguir el ápice de valentía que necesitaba para seguir contándole aquello. La española miró al irlandés y le devolvió una forzada sonrisa. Justo cuando suspiró antes de reanudar con su relato, sintió un escalofrío, uno de esos que siempre sentía cuando estaba cerca Neall, de los que le erizaban el vello del cuello y le hacían cosquillas por toda la espalda, pero por más que miró a su alrededor, entre los árboles o matorrales, no le pareció ver a nadie. «Ha debido ser por la emoción del recuerdo», se dijo y siguió con la historia de sus desdichas.
—Tras la batalla, Don Gonzalo y sus hombres vinieron como avanzadilla a mi casa para que nos dispusiéramos a recibir a los heridos y preparásemos el regreso a Escocia de vuestros compatriotas supervivientes. En total eran cinco y no parecían muy contentos, a pesar de haber ganado la batalla. Pero, ¿quién lo está en una guerra? Aún cuando ganas, pierdes siempre a algún familiar o algún amigo, tus tierras se vienen a menos y la gente pasa hambre… Los castellanos estaban ensangrentados, sucios, cansados… —suspiró con una congoja que le encogió a Erroll el corazón, debía estar acercándose a la parte que sí conocía por boca de Ayden—. Y me dispuse a preparar los baños en el piso superior para que se asearan, mientras mi madre y mis hermanas disponían todo para el ágape de bienvenida. Don Gonzalo me acompañó —su voz se quebraba titubeante a medida que proseguía el relato y sus ojos amenazaban con lágrimas deseosas de salir.
Erroll le cogió la mano como muestra de apoyo, no sabía qué otra cosa hacer. Sabía que Neall estaba cerca y no quería que malinterpretara sus intenciones para con ella. Si su amigo realmente la amaba, era justo que supiera a qué atenerse, ¿no? Leonor prosiguió entre sollozos, con un nudo que le agarraba el corazón, el estómago y las entrañas. Pestañeo rápidamente y se mordisqueó el labio antes de seguir, esquivando su mirada y perdiéndola entre los matorrales.
—Como os decía, mi madre y mis hermanas se quedaron abajo junto al servicio preparando la recepción. Cuando todo lo de los baños estaba listo, Don Gonzalo y yo discutimos porque él aseguraba que nadie le había dicho que yo tuviera sangre mora, pues él siempre había tomado a mi madre por mi nodriza —Leonor se volvió hacia Erroll y lo miró a los ojos, sabiendo que así el caballero no dudaría de estar diciendo la verdad—. Jamás hemos ocultado que mi madre fuera hija de castellano y de mora y, que por consiguiente, nadie era desconocedor de mis orígenes. Os lo juro, Erroll, en Malaqa, hemos sido una familia muy conocida, debido al cargo que ostentaba mi padre. ¿Cómo íbamos a obviar algo de tal trascendencia? Tras insultarme, comenzamos a forcejear. Él… él era un hombre robusto y yo no me esperaba su ataque. Me empujó sobre la mesa de la habitación rompiéndome el labio y... y…
Neall no sabía si sería capaz de seguir escuchando de su boca, lo que en Samhuinn le habían relatado sus hermanos. Le temblaba el cuerpo. Había seguido de lejos a la pareja loco por los celos y se había ocultado tras la roca en la que estaban apoyados. No podía creerse lo que Leonor estaba contando, no después de haber visto con la bravura con la que se había enfrentado a ese mastodonte de Siaibhin y a lo que su hermana le había referido de ese bastardo de Slater.
—Gonzalo… Gonzalo me forzó —reanudó la muchacha entre hipidos y sin querer ahondar en detalles—. Para cuando conseguí desasirme de él, oí el grito de terror de mi hermana Isabel, la más pequeña. Yo eché a correr con la furia del demonio en el cuerpo. Él me siguió y me alcanzó en las escaleras. No sé de dónde saqué el valor, o quizás fuera la única concesión que me dieron los hados ese día, pero lo empujé y cayó rodando por ellas. Cuando llegué abajo vi cómo uno de los hombres se deshacía del cuerpo inerte de mi hermana Elvira, dejándola caer al suelo tras haberla violado y mi madre se desangraba mortalmente. Para la Natividad de ese año, esperábamos el nacimiento de mi hermano…
Erroll buscó la otra mano de la joven y la apretó, envolviéndola con la suya, mientras con el pulgar la acariciaba inconsciente, calmándola. No sabía cómo Neall se estaría tomando la confesión, si lo sabría ya todo o si era nuevo para él y eso lo ponía aún más nervioso. No hacía falta ser muy temperamental para desear coger por los huevos a ese hijo de puta de Don Gonzalo y hacerle pagar con creces el haber ultrajado de esa forma a su prometida y su familia. La historia de Leonor estaba siendo mucho más dramática de lo que esperaba y lo único que le importaba en esos momentos era estrecharla fuertemente entre sus brazos, consolarla, incluso no dejar que siguiera reviviendo aquello. Pero la muchacha siguió hablando, como si lentamente se fuera desprendiendo de una losa pesada que arrastraba durante demasiado tiempo. Leonor lloró como jamás antes lo había hecho, apoyándose en el hombro de Erroll. Las lágrimas contenidas fluyeron sin más, mientras seguía hablando amparada en su pecho.
—Uno de esos bastardos cogió a mi hermana pequeña del brazo y no recuerdo mucho más. Mi padre, Sir Symon Lockhart y Sir William Keith me encontraron justo en el momento en el que degollaba al último de esos malnacidos que habían violado a mi hermana y acuchillado a mi madre. De verdad, no recuerdo ni sé cómo pude hacerlo. Sir Symon Lockhart convenció a mi padre para que los acompañara a Escocia con el beneplácito del rey castellano y aquí estoy. Ayer noche…
Neall no pudo aguantar un segundo más sin dar la cara y salió de su escondite, sin ni siquiera disculparse por escuchar o interrumpir la conversación. Sus puños eran duros como el granito y la mandíbula tensa como si fuera a entrar en batalla. Sus ojos llameaban enfurecidos, mientras el acero de su espada era blando en comparación con la presión que sentía oprimirle el pecho. El encontrarlos abrazados no mejoró mucho su estado de ánimo y de nervios.
Leonor se sobresaltó al notar su presencia tras ella, no lo había oído llegar y se separó de los brazos de Erroll con vergüenza. Se limpió rápidamente algunas lágrimas con el dorso de la mano y dio un paso atrás, como con miedo a darse la vuelta y enfrentarlo. Terminó de guardar el manojo de hierbas en el pañuelo de lino y contó hasta veinte antes de querer siquiera girarse. Siempre había temido su reacción cuando supiera de su pasado. Neall podía ser de todo menos diplomático y comedido en estos casos, ya lo había demostrado en numerosas ocasiones. Algo que siempre le había atraído de él era lo apasionado que se mostraba a la hora de expresar sus emociones, pero sabía que, cuando supiera su historia, cualquier fantasía que albergara respecto a él, no sería más que eso, pura fantasía. Le había costado mucho tiempo asimilar que ella no tenía una varita mágica, como la que tenían los buenos en los cuentos, para cambiar su pasado, o su destino, a su antojo. Eso era lo que le había tocado vivir y no podía seguir lamentándose por ello.
La joven apoyó la frente unos segundos en el fuerte pecho de Erroll para armarse de valor y tomar aire. Se volvió a secar las lágrimas con el dorso de la manga y se dio la vuelta, con todo el temple que pudo reunir en ese momento. Neall y Leonor, Leonor y Neall, frente a frente. «Sus ojos son del color verde del bosque en invierno», pensó la sureña por un instante con melancolía. ¿Cuánto tiempo llevaba escuchando? Por la dureza de su mirada, quizás desde el principio. No quiso mirar con reproche a Erroll, pero por su reacción, parecía haberlo orquestado todo. Ella era libre de contar o no su vida, cuándo y a quién quisiera. Sin embargo, las palabras de Neall fueron aún más duras por sus formas y su buscada indiferencia.
—Erroll, Ayden quiere rodear el castillo de Stirling al máximo antes de la puesta de sol. No quiere problemas con los sassenachs llevando a Elsbeth con nosotros, pues tendríamos que terminar rindiendo cuentas a Eduardo I de Escocia por haber abandonado Blair Atholl sin su expreso permiso. Debemos partir ya, si no queremos que nos caiga la noche encima. Nos están esperando.
La dureza de su voz y su indiferencia ante lo que, por descontado, había escuchado, le abofeteó la cara con más fuerza que si lo hubiera hecho en realidad. El que evitara mirarla a los ojos y se hubiera dirigido estrictamente a Erroll, como si ella no existiese, le rompió su maltrecho corazón y a duras penas aguantó como pudo el tirón. Leonor no necesitaba que nadie la protegiera, porque sabía defenderse muy bien sola, pero hubiera dado su vida por un abrazo suyo, como el que hacía unos instantes le había dado Erroll; por su comprensión, expresada en un simple mohín lastimero, o por su condescendencia, incluso, llegado el caso. Una chispa de orgullo, el que le había hecho desear seguir viviendo estos años, brotó en sus palabras como un rayo solitario en medio de una tormenta eléctrica.
—Por supuesto.
Mientras se giraba y esbozaba una triste y resignada sonrisa a Erroll, Leonor cogió el hatillo de plantas del suelo. Sin más prisa que la necesaria, se recolocó la camisola, se atusó el pelo y marchó al campamento sin mirar atrás. Ya no había más que decir y por más que le doliera, Leonor tenía la conciencia muy tranquila con respecto a Don Gonzalo. Con todo, algo que siempre se reprocharía era el no haber intuido el tipo de calaña que acompañaba al bastardo de su prometido y el haber dejado a su madre, a sus hermanas y al resto de personal a merced de sus hombres. La fuerza con la que había iniciado el regreso al campamento le flaqueaba a cada paso que daba por el camino, tornándosele su vida más oscura y difícil, como si una losa de una tonelada se hubiera posado en su espalda, sepultándola hasta la tumba. Se tocó con los dedos el vendaje y comprobó que no sangraba. «Perfecto». Aunque para ser honestos, poco le importaba. Leonor estaba triste, tan triste que la congoja y las lágrimas le impedían ver con claridad la vereda que pisaba. La española sentía en lo más hondo de su corazón que se moriría por el desdén y la repulsa de los dos únicos hombres que le habían importado en su vida: su padre y Neall. Ese dolor era más fuerte y más febril que si la hubieran acuchillado con mil dagas.
Cuando llegó al campamento, preparó en silencio la tisana para Elsbeth bajo la atenta mirada de la joven Murray. A cada rato que pasaba, la española notaba sus miembros más abotagados y adormecidos. Rezó porque se marcharan pronto y llegaran cuanto antes a Blair Atholl, solo por cumplir la promesa que le había hecho a Deirdre. No soportaría defraudar a alguien más. Pese a la creciente desazón, Leonor disimuló su torpeza como pudo ante Elsbeth, aunque sentía a ratos que el suelo dejaba de estar bajo sus pies y tenía que apoyarse en Tormenta para no caer redonda. ¿Qué le pasaba, demonios? Si la herida aparentemente ya no sangraba tanto… Con una esbozada sonrisa en los labios, se acercó a su amiga y le confió con dulzura:
—Puede daros fiebre y vómitos, mo baintighearna —Elsbeth estuvo a punto de decirle que la llamara por su nombre de pila, pero se contuvo y la dejó hablar—. Aunque no es lo habitual y nada de lo que haya que preocuparse, ¿de acuerdo? Os vendrá la impureza a su debido tiempo y nos olvidaremos de ese malnacido inglés y de sus sucias manos. No temáis.
La melliza asintió y se la tomó diligentemente. Ambas se quedaron mirándose, en silencio, durante unos minutos. «Ya está hecho…», pensó Elsbeth tocándose instintivamente el vientre. Ambas tenían el don de hablar con los ojos, no obstante, hay veces que el alma prefiere callar y desplegar un telón de acero sobre ellos. Ese era uno de esos días. Elsbeth no sabía cómo romper ese absurdo silencio que arrastraban desde hacía meses, solo roto con frases cortas y bien intencionadas, pero carente de la emoción sincera del principio. No entendía la necesidad que tenía Leonor de alejarse de las personas que la amaban, no entendía el miedo atroz que tenía a perderlas, otra vez.
—Querida Leonor, ¿no os acompañaba Erroll? —preguntó la melliza sin malicia.
Leonor asintió, sin dar más pie a seguir hablando, pero Elsbeth continuó:
—Al poco tiempo os siguió mi hermano… ¿no lo habéis visto?
«Neall…», Leonor tembló y bajó la mirada. «Siempre ha sido vuestro talón de Aquiles, mo bancharaid», se dijo Elsbeth, mientras esperaba que rompiera a hablar de una vez por todas. Podría parecer del todo egoísta, pero en esos momentos para ella, interesarse por las idas y venidas de su hermano con su amiga era el bálsamo celestial para olvidar su propia tragedia, el alivio curativo para su alma de trotaconventos.
—Él… yo… Vuestro hermano se quedó conversando con Erroll, Elsbeth. Deben de estar al llegar… supongo.
Y con las mismas, Leonor dejó con la palabra en la boca a la melliza, bajó a la orilla a enjuagar la taza y después regresó para guardarla junto al resto de sus cosas en sus alforjas. Estaba claro que no quería seguir hablando más del tema. ¿Qué ocultaría? Elsbeth sabía que algo le había pasado a Leonor en el bosque. Algo que hacía que Erroll y Neall se demorasen más de lo necesario y no hubieran vuelto prestos a la llamada de Ayden. Algo por lo que Leonor se mostraba taciturna, nerviosa, incluso, y por lo que no estuviese siendo del todo sincera. Sin embargo, prefirió no preguntarle nada que ella no quisiera contar motu proprio. Cuando Leonor se colocaba su máscara cortesana y sonreía fríamente a todos, con una dulce expresión sin dientes, poco en claro se podía sacar. Bien lo había demostrado durante los meses posteriores a Samhuinn, en los que había intentado mil veces volver a ser uña y carne con ella sin resultado. ¡Cuánto la añoraba! No obstante, estuvo varias veces tentada a encararla y preguntarle a qué se debía ese talante taciturno y demacrado tan impropio de ella. ¡Habían escapado de Rowallan! Solo por eso tenían que dar gracias a Dios.
Mientras tanto, en el bosque, Neall se sentía morir. Mil veces prefería la herida que había sufrido en la batalla de Halidon antes que verla en los brazos de otro, aunque ese fuera Erroll. Era él al que le habría gustado tenerla sobre su pecho, mientras montaban a caballo camino a casa. Era él el que debería haberla reconfortado con el calor de su cuerpo, mientras le abría la caja de Pandora. Era él y solo él, olvidándose que ni era amigo, ni esposo, ni amante… solo su capitán. Neall se sintió perdido y desolado. Los celos le nublaban la razón y la ira el entendimiento. Se pasó la mano por el pelo, preocupado. No sabía qué hacer, ni qué decir, ni nada de nada. Había sentido que sus palabras salían de su boca, sin pasar ni por el corazón ni por la razón. Se había sentido desbordado, abrumado por la trágica historia que la había llevado a huir de su país y terminar en Escocia. Un sinfín de sentimientos encontrados y todos se los provocaba ella: furia, dolor, celos, ternura, deseo, miedo… Neall no lograba asimilar todo lo que había oído, por todo lo que había pasado Leonor antes de conocerla. Si antes la admiraba, ahora, sencillamente, la adoraba. Pero, ¿por qué había reaccionado como un miserable?
Erroll lo observaba a una prudente distancia. Sabía lo duro que tenía que ser haber escuchado lo que la joven contaba, en silencio y enamorado de ella. De camino al bosque, el irlandés había descubierto que Neall los seguía y había forzado la situación para que ella le contara su historia, de primera mano. Él la conocía a grandes rasgos por Ayden, puesto que se la había contado durante la última misión del rey, tras una confrontación con Neall a causa de su mal carácter. Todos los hombres estaban preocupados por el joven capitán pues, desde la discusión que mantuvo con Leonor en Samhuinn, no había vuelto a ser el mismo. En Francia, parecía haber recuperado el norte, pero el varapalo de Elsbeth… Sin embargo, lo que Erroll conocía realmente del pasado de Leonor era que había matado a cuatro hombres como venganza por el asesinato de su madre y su hermana. Nada sobre la brutal violación que la joven había sufrido momentos antes a manos de su prometido. La pieza que faltaba del puzzle había sido revelada. Ahora entendía por qué no había llegado antes a socorrer a su familia y a los criados de la casa, simplemente, no había podido hacerlo.
En torno a Leonor, se había forjado una especie de leyenda desde que se supo de su doble robin en Aberdeen, pero de ahí a que matara ella sola a cuatro hidalgos castellanos… El irlandés había comprendido tarde los motivos que la habían llevado a tomarse la justicia por su mano, en un intento de vengar a su familia y su propia deshonra. Ayden no había referido nada al respecto, lo desconocería incluso, y lo peor era que Neall se había enterado de todo, sin medias tintas. Siempre había pensado que habían sido exageraciones de Sir William Keith. Algo imposible de creer hasta que la había visto luchar la otra noche, donde había sido un auténtico ángel letal. No obstante, y viendo la reacción de Neall, o más bien la falta de ella, Erroll se arrepintió de haberla forzado a contar su historia. Había pecado de optimista y la cruda realidad se había impuesto con un terrible mazazo. Se tendría que haber contenido por el simple hecho de saber cuál sería la reacción de su amigo al enterarse. A pesar de que Neall necesitaba reaccionar, hacerlo de esa forma no había sido una decisión acertada.
El capitán escocés la vio alejarse por el camino, cabizbaja y sola. Leonor tenía más destreza y agallas que muchos de sus hombres, pero seguía siendo una mujer lejos de su casa, de sus seres queridos… y sabía que, tarde o temprano, se derrumbaría. Nunca sería plato de buen gusto recordar semejante aberración y seguir lejos de los suyos, sin apenas contacto. ¿Cómo estaba siendo tan tonto de dejarla marchar después de haber contado semejante historia? Simplemente, porque se sentía incapaz en esos momentos de enfrentarse a ella cara a cara y decirle que le importaba un bledo su pasado, porque el presente y el futuro lo pelearían día a día juntos. Simplemente, no podía y no se merecía menos.
Erroll la vio regresar al campamento sola al igual que Neall y blasfemó por lo bajo por no acompañarla después de lo que acababa de relatar. Pero, ¿qué hacer? Aún se masticaba la tensión en el ambiente y dejar plantado a su amigo para salir corriendo tras ella no habría hecho más que empeorarlo todo. Fuera lo que fuera lo que estuviera rumiando el escocés en su tozuda cabeza, no era nada bueno. Al cabo de un rato de tenso silencio, Neall por fin habló:
—¿Lo sabíais? —le increpó, pareciendo percatarse de una vez de la presencia de su silencioso amigo.
—No, más bien lo intuía —admitió Erroll cabizbajo, resoplando y esquivándole la mirada, porque sabía el merecido reproche que vendría a continuación —. Sobre todo, tras ver cómo se desenvolvía anoche en las caballerizas.
—¿Por qué no me dijisteis nada antes?
—No me preguntasteis.
—¡Diablos, Erroll! ¿Cómo voy a preguntaros por algo que ni siquiera yo mismo sé?
—Entonces, ¿de qué os lamentáis? Eso pasó antes de que la conociéramos, no podríamos haber hecho nada. Ni siquiera Sir Symon o Sir William Keith pudieron hacer nada más que salvarle la cabeza y darle un sitio donde vivir.
Neall resopló mientras miraba cabizbajo al suelo con los puños apretados contra el cuerpo. Lo estaba pasando francamente mal, estaba nervioso, rabioso hasta el punto de querer que se lo tragara la tierra. «Estar en el infierno no debe ser muy distinto a esto», pensó con rabia y los ojos enrojecidos. Esa joven le importaba, y mucho. ¿No se daba cuenta Erroll? Ella era su vida. ¿Quién lo dudaba a esas alturas? La quería y, si no fuera por las circunstancias, no dudaría en hacerla su esposa. No había nada ni nadie que deseara más en el mundo que a ella.
Los minutos pasaban con una lentitud pasmosa. Neall estaba en cuclillas, con la mano revolviéndose el pelo, nervioso, mientras sus rizos estaban cada vez más enmarañados, dándole un aspecto salvaje. La garganta se le antojaba seca y tenía un picor nervioso en los brazos y cuello. Erroll se compadeció del sufrimiento de su casi hermano, pero se mantuvo en pie a su lado estoicamente, con la certeza de que la discusión no había hecho más que empezar entre ellos.
Durante toda la noche, el irlandés no había parado de hablar con Leonor en un intento de animarla y de que olvidara la misión. Al principio solo hablaba él; ella, como mucho, asentía. Pero después se fue animando y hasta rieron juntos con alguna de sus ocurrencias. No habían sido muchas ciertamente, que Neall recordara, dos. Erroll siempre había tenido ese extraño don de hacer reír a la gente, de quitarle hierro a cualquier asunto, por peliagudo que fuera… Él mismo se había sorprendido riendo a carcajadas al recordar una anécdota en la que no acababa muy bien parado y ella, abriendo mucho los ojos y mordiéndose con picardía uno de los labios, se había sumado a su risa contagiosa. Leonor aún tenía rastros de sangre en la cara y de la trenza le salían algunos mechones rebeldes. Desenfadada, parecía aún más joven y bonita. Erroll se había sentido agradecido de tener la oportunidad de conocerla mejor, pues quien era importante para Neall era importante para él.
Leonor, tras cinco horas de monólogo irlandés, había comenzado a reaccionar con pequeñas y simuladas sonrisas. Ante su tregua, Erroll se había sentido el rey del mundo. También había notado cómo la joven lo miraba con curiosidad, con detenimiento, como si fuera la primera vez que lo tenía frente a sí y eso le había hecho mucha gracia. ¿Qué estará pensando? ¿Tengo duendes en la cara o qué?, se había preguntado Flanagan sonriendo y, a modo de burla, le había sacado la lengua y hecho una morisqueta haciéndola reír aún más. Ella era una joven inteligente, vivaz y muy hermosa, de una belleza poco común, casi exótica… normal que tuviera a su amigo en un sinvivir. ¡Si hasta él se había puesto nervioso ante el escrutinio de esos inmensos ojos oscuros como una noche cerrada! Leonor se rio con ganas ante el gesto divertido del irlandés y muchos fueron los que los miraron con curiosidad, incluido Neall.
Neall era la primera vez que la había oído reír en mucho tiempo y su risa era un rayo de luz en un día de lluvia. Los miraba de soslayo, con un evidente humor de perros. Así se habían pasado toda la madrugada, parte de la mañana y el almuerzo, compartiendo confidencias, sin ver que era su amigo el que principalmente hablaba.
Erroll siempre había tenido un atractivo innato que lo hacía irresistible ante las féminas y, por las sonrisas de ella, debía estar desplegando su mejor repertorio de anécdotas. Con la excusa de hablar con Alexander Mackenzie, Neall se había acercado a la pareja a caballo. Sin embargo, al llegar a la altura de la montura de Tizón, cuando Erroll lo saludó con una radiante sonrisa, Neall fue incapaz de responderle la cortesía y avivó el paso de Rayo hasta llegar a donde se había quedado rezagado Sir William Brisbane.
—Pero, ¿qué diablos le pasa ahora a este…? ¡Al cuerno! —había murmurado Erroll enfadado por el desplante. No hacían nada malo, él solo quería conocerla un poco más, eso era todo.
El irlandés le había estado hablando de sus inquietudes a la muchacha, de cierta mujer con la que se veía de vez en cuando y que, aunque ambos estaban enamorados, se había casado recientemente con otro; de su familia y del escándalo que se había montado debido a la herencia, que le correspondía por derecho, y que él había rehusado a favor de su tío. La invitó a conocer el castillo de Glamis, a unas cuarenta y seis millas a lo sumo de Blair Atholl, aunque él añoraba volver a Irlanda. También le llegó a contar que, cuando pequeño, venía largas temporadas a casa de sus abuelos maternos, pues su madre había enviudado muy joven. Por el deseo de su abuelo de retener a su nieto en Escocia, había pasado a ser escudero de Sir William Brisbane y así había conocido a Neall y a Darren, pasando a ser el clan Murray su segundo hogar, su gran familia y teniéndoles verdadero afecto.
Erroll dejó sus cavilaciones y se centró en el problema en cuestión. Después de todo lo ocurrido, era el momento de coger el toro por los cuernos. Su amistad estaba por encima de una mujer, sobre todo, porque Erroll estaba enamorado de otra.
—Tengo algo que deciros… —comenzó a decir Erroll, presagiando de nuevo la reacción desmedida de su amigo y sabiendo que, tarde o temprano, esa contención de sentimientos arrasaría con todo como un alud.
Neall lo miró con cara de pocos amigos y volvió a pasarse la mano por el pelo, impaciente.
—Es importante, Neall. Y, por cierto, ¿se puede saber por qué me miráis y me habláis como si os llevaran mil demonios?
El highlander le contestó con un mohín de niño celoso y enfadado, gesto que hizo que Erroll se echara a reír nervioso. La situación le superaba, la confesión de Leonor y el estado en el que se había ido sola no ayudaba a mejorarlo.
—¿Otra vez con las risas? —gritó enfurecido Neall, perdiendo los nervios.
Neall hizo el amago de soltarle un puñetazo a Erroll, pero se contuvo en el último momento, estallando el puño contra el árbol más cercano. Se le ensangrentaron los nudillos y el dolor fue tan intenso que le llegó de un latigazo al codo, mientras sacudía la mano abierta y perjuraba a todos los santos. Erroll se había quedado perplejo ante la reacción de Neall.
—¡Ah! ¿Es eso…? ¿Os molesta que me ría, u os molesta que me ría con ella? Reconocedlo, ¡estáis celoso!
—¡No, diablos! O sí… yo… ¡Maldita sea! Solo que… si le hacéis daño… os mataré con mis propias manos.
—No esperaba menos —replicó Erroll con templanza, mientras se reía y se repasaba la longitud de sus uñas con una mueca.
El irlandés se sintió más seguro de sí mismo al saber por dónde iban los derroteros en la cabeza de su amigo. Siguió riéndose y tentando su suerte, disfrutando en cierto modo del momento. Ella había confesado en parte, no habría ocasión más propicia para que lo hiciera él. ¿Neall, por primera vez interesado de verdad en una joven? ¿Enamorado, incluso? No había más que verlo. En realidad, Erroll llevaba años esperando que apareciera alguien que le sorbiera el seso y que lo hiciera olvidarse de «su deber». Conocía a su amigo como a la palma de su mano y sabía cuánto necesitaba encontrar una persona con la que compartir sus inquietudes, sus sueños, su vida… Por primera vez, estaba pensando en sí mismo. ¡Increíble! La vida no había tratado demasiado bien a Neall, siempre cuestionado por todos, pues no era su naturaleza ir fardando de sus conquistas sexuales como la mayoría de los jóvenes de su edad, siempre bajo la sombra de sus dos laureados hermanos mayores y buscando el beneplácito del padre.
Él lo admiraba profundamente por ello. Con solo haber abierto una vez la boca, los habría callado a todos, pero eso hubiera sido entrar en el juego del condenado Sir Kenion Strathbogie. El irlandés sabía de los devaneos de su amigo con algunas muchachas… pero, ¡que lo asparan si iba a ser él quien dijera algo! Eran sus cuitas y se mantendría al margen. Tal había sido siempre su discreción y su negativa a destacar sobre el resto, que algunos habían comenzado a dar crédito a las injurias del estúpido vecino. Sin embargo, allí estaba frente a él, loco de celos por una joven sarracena, a la que el destino le había dado la espalda en repetidas ocasiones y, en vez de desanimarle su pasado, parecía que el aberrante hecho le había infundado un valor extra del que carecía con anterioridad. Erroll cruzó los brazos frente a su torso y forzó un poco más la situación para ver hasta dónde era capaz de llegar su amigo. Otro, en su lugar, ya habría salido como alma que lleva el diablo al saberla mancillada, desheredada y con su particular familiaridad con el manejo de armas. Pese a todo, dejó que fuera Neall quien empezara a hablar.
—¿Estáis… estáis prometidos? —preguntó el joven Murray con un nudo en la garganta, mientras asía por el cotun con fuerza a Erroll, incapaz de controlar sus celos—. He visto como hablabais por el camino, la forma en la que os miraba…
Erroll cogió una bocanada de aire y tensó un instante el gesto. ¿Cómo podía creerlo tan vil de fijarse en la futura mujer de su mejor amigo? Ofendido, le respondió:
—He decidido que vendrá a vivir al castillo de Glamis conmigo cuando vuestra hermana se case. Mi tío no pondrá ninguna objeción y está deseando ver que asiento la cabeza —mintió sin responderle en realidad a lo que su amigo le había preguntado y retirando las manos con fingido desdén de su ropa.
—¡Diablos! ¿Por qué?
Erroll se encogió de hombros e hizo una mueca.
—Es bonita y muy culta: sabe leer y de cuentas… Sería una excelente ama de llaves en las largas campañas que se pasa mi tío fuera y una compañía sin parangón, ¿no creéis?
«¿Me está tomando el pelo?», pensó Neall cada vez más enfadado, resoplando como un toro a punto de salir del chiquero y sin darse por vencido.
—¡Ella se merece alguien que la quiera, no que la deshonre como a una cualquiera! ¿Qué dirá vuestra familia si no la tomáis como esposa? ¿y el servicio? ¿No habéis oído lo que ha sufrido ya en la vida? ¡Condenado irlandés!
¡Ja! Sonrió para sus adentros el irlandés. «Os tengo justo donde quería, Neall».
—Es lo bastante mayor como para tomar sus propias decisiones, en cuanto Sir Symon elija a vuestra hermana, le propondré venir conmigo os guste o no.
—Jamás aceptará ir a Glamis en esas condiciones y yo no lo consentiré. Os lo juro por Dios que no lo consentiré.
Y esta vez, Neall sí acertó de lleno en la mandíbula de Erroll, haciéndole sangrar copiosamente las encías. Erroll no supo ni de dónde le había venido el golpe y estuvo a punto de dar un traspié. El irlandés escupió un cuajarón de sangre y se pasó la manga del antebrazo para limpiarse la boca, a falta de otra cosa.
—¿Os habéis vuelto loco? ¿Por qué me habéis pegado? ¿Acaso os creéis con el derecho de decidir por ella? ¿O acaso en vuestro clan la gente no ha murmurado bastante sobre el tejemaneje que os traéis entre manos? ¿Por qué en vuestro caso debería ser distinto? —sentenció, empujándolo al suelo y teniendo una posición ventajosa desde la que desquitarse.
—¡Es distinto!
—¿Por qué, Neall, por qué es distinto? Vos mismo lo habéis escuchado y me habéis recordado cuánto ha sufrido en la vida y aún no tiene veintitrés años. Si creéis que sois ese hombre que la va a hacer feliz… ¡adelante! Si no, dejad que se venga a Glamis conmigo, le ahorraréis que vea cómo pasan los años y termináis casándoos con otra a la que ni siquiera queréis, solo porque pensáis siempre más en el bien de vuestro clan que en vos mismo.
Ahí estaba. Todo lo que pensaba Erroll sobre él, de nuevo sin filtros. Su mejor amigo lo consideraba un pelele y no le faltaba razón. Siempre había intentado contentar a los demás por encima de a sí mismo, pero eso ya se acabó. Por Leonor merecía la pena luchar contra cualquiera, incluso contra su mejor amigo.
—Ni se os ocurra tocarla… —le amenazó Neall, lanzándose con los puños al estómago de Erroll y rodando ambos por el suelo.
Cuando Ayden se acercó al trote con Elsbeth en la grupa, Neall y Erroll llevaban bastante rato enzarzados en la pelea y bastante igualados por lo que se dejaba entrever. El mellizo se bajó de un salto del caballo y, poniéndose en medio, los separó.
—¿Se puede saber qué os pasa?
Al ver que su hermano no cejaba en su empeño, le espetó con un tono que no daba lugar a discusión alguna:
—¡Conteneos, Neall! U os juro por padre que os encierro en una mazmorra en cuanto lleguemos a Blair Atholl, ya tenga que ser ayudado por diez hombres. ¡No os reconozco, bràthair!
Neall miró avergonzado primero a Ayden, después a Elsbeth y finalmente a Erroll. Se estaba volviendo loco y, por mucho que le doliera, este último tenía razón. Necesitaba tiempo y distancia para pensar con claridad. Él quería a Leonor, la amaba más que a nada ni nadie en el mundo… pero también se debía a su clan. Estaba dispuesto a dejar atrás lo poco o mucho que tenía por ella, pero los suyos estaban pasando verdaderas dificultades ahora que el rey se había puesto de parte de Sir Strathbogie. ¿Sería capaz de dejarlos en la estacada? Un buen casamiento con una rica heredera, salvaría a sus hombres y sus familias de una vida de penurias asegurada. En eso, Erroll tenía razón.
En el caso de que Leonor compartiera sus sentimientos, no se merecía que la consintiera con un futuro tan incierto, sí a alguien que la tuviera como a una reina y no como una desarrapada sin hogar. Con el corazón hecho jirones y la mandíbula visiblemente amoratada, llamó a Rayo con un silbido. Al poco tiempo, el caballo apareció raudo de entre los zarzales y visiblemente deseoso de acción. De un salto, sin dar más explicaciones a sus hermanos y al que hasta entonces había sido su mejor amigo, montó sobre su bestia de guerra y salió al galope dispuesto a hablar con la única persona que podía aconsejarle en estos momentos. Necesitaba sentir la velocidad en su rostro, la energía de la cabalgada en sus músculos y pensar a qué estaba dispuesto a renunciar por ser feliz.
Rayo era un caballo sin parangón, aunque lo hubieran querido, solo Tormenta habría podido alcanzarlo. La necesidad de llegar a Blair Atholl y encontrar respuestas en su madre podía más que la sensatez. Ella sabría qué debía hacer, le abriría los ojos. Él no se veía capaz de elegir entre su clan o su felicidad, mucho menos cuando, minutos antes de enterrar a su padre, le había prometido que siempre los protegería con su vida.
Erroll dio una patada al suelo y levantó hojarasca, visiblemente enfadado. No habían sabido parar a tiempo la discusión y se les había ido de las manos. Leonor era intocable para el irlandés. ¿Cómo había podido dudar su amigo de sus intenciones para con ella? Solo quería darle el empujón necesario para que se decidiera a dar el paso. Ayden miraba a Erroll buscando unas respuestas que no llegaban, como empezaba a ser costumbre, y Elsbeth se mantuvo callada sin saber muy bien qué decir. Por fin, el mellizo habló:
—¿Qué ha pasado? Hemos visto llegar a Leonor sola hace más de una hora y como no llegabais, hemos temido lo peor. ¿Acaso no sabéis que estamos muy cerca de Stirling? Esto está lleno de malditos sassenachs y nuestras cabezas valen una fortuna para cualquier rey en estos momentos. Para Eduardo de Inglaterra seríamos un trofeo y un desquite por las campañas sufridas a manos de mi primo y mi hermano Arthur; para nuestro rey, la excusa perfecta para acusarnos de traición. Cualquier imprudencia podría costarnos la vida a todos. ¡Diablos! Nadie puede saber que hemos estado fuera de nuestras tierras todo este tiempo, o le daremos la excusa perfecta a Balliol para que se decante por Sir Strathbogie. Ese era el pacto que se había convenido con Balliol hasta saber la decisión sobre a quién pertenecerá Blair Atholl, lo más parecido a ser prisioneros en su propia tierra.
—Lo siento, caraid. No volverá a pasar.
—Por supuesto que no, vamos. Espero que Neall no haga ninguna tontería de camino a casa. No hay tiempo que perder.
Junto al resto de la expedición reanudaron el camino por lugar seguro, si seguían a buen paso, llegarían a las tierras del clan Murray a mediodía del día siguiente. Las mujeres prefirieron ir en sus propias monturas y Leonor no volvió a hablar con nadie, quedándose rezagada atrás por voluntad propia. Alex Mackenzie intentó, en vano, entablar conversación con ella en dos ocasiones. No estando su capitán, el joven se sentía responsable de su bienestar. Pero Leonor lo echó de su vera sin paños calientes, necesitaba estar sola, sufrir en silencio por su corazón roto y por la herida que, pese al emplaste, había comenzado a sangrar otra vez. La noche se le hizo más larga que el mismísimo purgatorio. Gracias a Dios, no se encontraron con ningún destacamento inglés, por lo que el resto del camino lo hicieron sin sobresaltos y parando solo un par de veces a medianoche y al amanecer para descansar.
El viaje a Blair Atholl lo hizo Neall a galope tendido, sin descansar durante el trayecto, salvo para darle agua y un par de manzanas al caballo. Por el camino, se encontró a una partida de ingleses explorando el terreno, le dieron el alto, pero Neall no paró. Que intentaran alcanzarlo si podían. Su vida, al pronto, no valía nada… Antes que dejarse atrapar, se habría quitado la vida, pues no pondría en peligro al resto de los guerreros y a las dos mujeres. Él conocía su tierra y, en un peligroso quiebro a las afueras de Stirling, los perdió de vista. Había tenido a esos malnacidos pisándole los talones durante un par de horas, habían estado muy cerca de alcanzarlo, ya que los caballos estaban más frescos que Rayo y él tenía que sortear demasiados caminos tomados por los sassenachs para no caer en la boca del lobo. La adrenalina de la huida lo hizo sentir más vivo que nunca, con las ideas más claras. Deseoso de llegar a sus tierras y, de hacer partícipe a su madre de lo que había decidido hacer con su vida, azuzó a Rayo al límite de sus fuerzas.
Cuando llegó a divisar la muralla, los últimos rayos de sol empezaban a ocultarse por el horizonte. Rayo espumaba por la boca y jadeaba sin resuello. Ambos estaban exhaustos, ambos estaban en casa. El gañido del halcón rompió el silencio reinante tras el «¿quién va?» del guardia. Neall acarició con viveza el cuello de su bestia en cuanto desmontó y le dio unas suaves palmaditas en el lomo. Unos niños corrieron a su encuentro y comenzaron a gritar de alegría por la llegada del joven señor.
La hermana de Sir Darren llevaba un par de días en el castillo de Blair Atholl y apenas podía dar crédito a las desventuras que había vivido su amiga del alma en los últimos tiempos. Tras pasar una temporada en Francia, había vuelto para liquidar unos temas de la herencia de sus padres antes de volver a marcharse al país galo. En Escocia, se sentía sola en lo que quedaba del castillo de Doune. Sir Darren continuamente estaba fuera de sus tierras en misiones y a ella se le caían, literalmente, las paredes encima. En Francia, en cambio, todo era diversión y, desde que la corte del niño-rey David se había trasladado allí, se sentía como en casa, pues eran muchos los conocidos que la invitaban a pasar largas temporadas en sus palacetes. Pero sería imperdonable regresar a su país y no pasar por Blair Atholl, saludar a su amiga Elsbeth, con el tímido deseo de encontrarse con sus hermanos. Hacía dos años que no los veía y su corazón se aceleró con solo pensarlo. El tiempo había puesto en orden sus sentimientos con respecto a Neall, al que le unía una buena amistad. Sin embargo, aún no había encontrado a ningún hombre que la quisiera con tanta devoción y desinteresadamente como lo hacía Ayden. Cuando supo que habían estado en la corte francesa y no se habían pasado a verla, se inquietó y temió que se hubiera olvidado de ella.
Al llegar a Blair Atholl y ver la fortaleza tan desprovista de guardias, Leena se preocupó por si los hombres hubieran sido apresados a su regreso y la incertidumbre por la falta de noticias hizo que buscara a alguien que le quitara semejante desasosiego. Tras mucho buscar, encontró en las cocinas a Deirdre, ¡cuál fue su sorpresa al saber la tragedia de su amiga! No podía creérselo y demoró su regreso hasta volver a verla, pues nadie la esperaba en Doune. Leena había sido el bastón en el que Lady Annabella se había apoyado en tan duros momentos, pues no la había dejado sola ni a sol ni a sombra, acompañándola en las largas horas de oración por la melliza.
A la tarde del día siguiente, un apuesto Sir Symon Lockhart había llegado acompañado de un grupo de hombres al castillo, pero por orden expresa de la señora, no le habían dado más que largas sobre el paradero de Elsbeth y del resto del clan. Los hombres de Sir Lockhart venían exhaustos, por lo que aprovecharon para descansar sin sorpresas después de meses. Cuando llegó Neall de madrugada y solo, todo el mundo en el castillo se sobresaltó esperando nuevas y, hasta que el joven capitán no les puso al corriente del rescate, no pudieron volver a sus camas tranquilos. Todos menos Sir Symon Lockhart, que necesitaba una justa y detallada explicación de lo acontecido.
Neall no había esperado encontrar allí a su futuro cuñado cuando llegó, pues había adelantado su regreso prácticamente un mes y se vio en la obligación de contarle todo lo que había pasado, desde las artimañas de Sir Kenion Strathbogie para hacer salir a Elsbeth del castillo, la venta a una caravana de mujeres dirigida por piratas mercenarios y el desenlace en Rowallan. Todo lo que su hermana le había referido, sin preámbulos y cortapisas, aunque sí evitando escabrosos detalles. Lo que menos necesitaba Elsbeth al regresar, era verse rechazada por el hombre que amaba delante de todo el clan y así se lo hizo saber al caballero. Si Sir Symon no era capaz de quererla en esas circunstancias, mejor sería que se fuera por donde había venido, antes de que el grupo de guerreros y mujeres llegara al día siguiente.
Hacía un día brillante, caluroso aún para esa época del año. Deirdre trajo un parasol para paliar el intenso sol y, para mitigar la espera, zumo de arándanos. El escudero Ewin Boyd, que se había adelantado para anunciar la llegada del grupo, bebía a la par de su caballo, como si acabara de llegar del mayor de los desiertos. Neall y su madre encabezaron el comité de bienvenida rodeados por el resto del clan Murray. La llevaba cogida por la cintura, pues temía que se desvaneciera en cualquier momento con las emociones y el ayuno al que la habían sometido todos esos días los nervios. El joven estaba radiante y su madre parecía haber rejuvenecido los años que le habían caído encima desde el secuestro de su niña. También hablaban por lo bajo y Neall a veces sonreía, marcándosele esos lindos hoyuelos en la cara que tanto le favorecían. Todos los miembros del clan habían dejado sus quehaceres para saludar a su joven señora y darle su apoyo en tan aciago percance.
Agarrada al hombre que Elsbeth amaba, Leena Stewart esperaba ansiosa presenciar un romántico enlace de esos que tanto se empeñaban en narrar los bardos en las celebraciones. Había conocido a Sir Symon el día anterior y le había encantado su entusiasmo a la hora de hablar, su galantería, su fuerza y por qué no decirlo, su buen parecer. Sir Symon era un hombre muy atractivo, normal que su amiga se hubiera fijado en él. Se alegró de que por fin Elsbeth hubiera pasado página por la muerte de su hermano. Había pasado mucho tiempo desde entonces y ni su amado James merecía que la joven se enterrara en vida. Después de todo, ni siquiera habían llegado a colgar las amonestaciones. Apoyada en el brazo de Sir Symon Lockhart, charlaban distraídamente.
A lo lejos, comenzó a verse al grupo de jinetes en la llanura del valle. Al frente estaban Elsbeth, Ayden, Errol y Sir Darren. Elsbeth espoleó su caballo con ansias de llegar a casa. La joven no esperaba encontrar a su prometido allí, si lo hubiese sabido, habría galopado toda la distancia desde Rowallan hasta Blair Atholl, como había hecho su hermano pequeño, sin hacer un alto en el camino siquiera. Sin embargo, cuando lo distinguió entre el resto, hizo que su yegua castaña aminorara a paso ligero. Un miedo descorazonador la invadió hasta lo más profundo de su ser, temió ser rechazada o, peor aún, que su prometido se compadeciera de ella. No soportaría que mantuviera el compromiso por lo ocurrido. A pesar de todas las dudas, Elsbeth se sentía fuerte. La devastadora experiencia le había abofeteado la cara y le había mostrado una realidad que su madre y sus hermanos se habían esmerado en ocultarle. Estaba decidida a luchar por lo que más quería y, en este caso, era él.
Cuando llegó a la altura de su hermano y su madre, se bajó muy lentamente de Runag ayudada por Neall y se abrazó a él con fuerza. Entre susurros, le reprendió por haberse ido sin avisar, y le dijo que ya hablaría con él muy seriamente y Neall, como un niño pequeño, le contestó con un «vaaaaale». Su madre hizo a un lado a su hijo y se deshizo en lágrimas tocando la cara de su hija, recolocándole sus cabellos, mirando sus ojos, acariciando sus mejillas... Le parecía mentira que hubiera vuelto con vida de un destino tan cruel. Lady Annabella se sentía culpable por no haber sido capaz de alejarse de los Strathbogie a tiempo, para que padre e hijo hubieran puesto sus sucias miras lejos de ellas, pero ya no había modo de echar marcha atrás y, lamentarse, no haría que las cosas cambiaran. Para cuando por fin hubo terminado de asegurarse de que estaba viva y bien, el resto del grupo de jinetes ya había llegado.
Elsbeth reparó entonces en Leena Stewart, su amiga de la infancia, y la saludó con un cariñoso abrazo. Hacía al menos dos años que no se veían, pues había estado todo ese tiempo en Francia con amigos de sus padres. Después de ese entrañable abrazo, la melliza se mordisqueó el labio nerviosa al separarse de ella y enfrentarse a la mirada de Sir Symon. Este, dando un paso al frente, e importándole un comino lo que pudiera pensar el resto, rodeó por la cintura a su bella sìdhe y la besó apasionadamente en los labios como si no hubiera un mañana. Ante tal muestra de amor, todo el clan comenzó a vitorear como loco, aplaudiendo y jaleando a la pareja. Completamente ruborizada y con una sonrisa temblorosa en la boca, Elsbeth consiguió apartarse de los labios de su prometido. Las piernas le flaqueaban y lo miró de forma interrogante, sin querer pronunciar las temidas palabras por miedo a que la rechazara.
—Pero sabéis que yo...
Sir Symon asintió y la abrazó con más fuerza, mientras dejaba pegada su nariz a la de Elsbeth y le decía:
—No os preocupéis por eso. Os amo y os haré olvidar lo ocurrido. Os lo juro.
Elsbeth volvió a sonreír tímidamente y se agarró al brazo de su amado, mientras le devolvía un beso, breve, en los labios. Se sorprendió a sí misma de haberse atrevido a tanto, pues aún tendrían que hablar largo y tendido sobre su cita con Sir Strathbogie, la violación del inglés y el remedio de Leonor para no engendrar un bastardo. Rezó porque la española supiera lo que se hacía. Una cosa era obviar lo que había pasado y otra recordarlo en los ojos de un inocente día tras día. ¿Cómo se lo tomaría después de todo? ¿Querría seguir adelante con el compromiso cuando supiera toda la verdad? ¿Podría ella entregarse a su futuro esposo sin recordar el salvajismo de ese malnacido?
Ante la muestra de afecto, la respuesta no se hizo esperar y el clan vitoreó de nuevo emocionado. Había boda a la vista, que pasara ese mes, sería un puro trámite. Neall suspiró aliviado. La noche anterior, Sir Symon no había encajado del todo bien la noticia, no por nada, sino por el simple hecho de saber que podría haber perdido a Elsbeth para siempre. El caballero había sentido la garganta como si hubiera comido guijarros y le hubieran clavado a la vez mil alfileres en los huevos.
—¿Y si ella no logra superarlo? —le había preguntado a Neall entre sollozos, derrumbado en un sillón—. ¿Y si no logro que sea a mí a quien vea cuando…?
Neall le puso una mano en el hombro y lo reconfortó. No había pensado en la posibilidad de que su hermana fuera la que quisiera romper el compromiso, dadas las circunstancias. Conocía a muchas mujeres que, tras un acto tan vil como ese, habían tomado los hábitos, o habían llegado a suicidarse incluso. No, Elsbeth no cometería tal locura, no la dejarían nunca, pues tenía una familia y un clan que respondería por ella siempre. Del otro tema… bueno, era su hermana y preferiría no tener que imaginársela con ningún hombre ciertamente, pero deseó que el caballero tuviera la paciencia suficiente para hacerla olvidar lo ocurrido y hacerla feliz.
El highlander se llevó las manos al rostro y suspiró, como si el mal que lo atenazaba por dentro fuera una bola de pelo inmensa que necesitara expulsar de una vez por todas. Comenzó a preguntarle detalles sobre el rescate y, cuando supo el papel que había desarrollado Leonor en él, maldijo y se puso de un humor de mil demonios, repitiendo hasta la saciedad, mientras se llevaba las manos a la cabeza:
—Ella no tenía que haberse visto de nuevo en semejante situación, otra vez no…
«Él lo sabe».
Instintivamente, Neall buscó a Leonor con la mirada entre los guerreros que se habían bajado de sus monturas. No se encontraba en el grupo principal y eso le extrañó muchísimo. Inquieto, dejó caer la mano de la cintura de su madre y dio un paso al frente, mientras se cubría los ojos con la mano a modo de parasol. Su reacción al enterarse del pasado de la joven no había sido ni la más valiente, ni la más adecuada para alguien que siente que está enamorado hasta los huesos... Pero, por más que le pesase, no había podido dominar ni su furia, ni sus celos, ni los deseos cada vez más imperiosos de hacerla su esposa. El saber que había otro impedimento más, que tendría que luchar contra un maldito fantasma del pasado, había sido el jarro de agua helada que había terminado por rebosar la situación.
Neall frunció el ceño al distinguirla aún montada sobre Tormenta. Leonor estaba muy pálida y la falta de equilibrio que mantenía sobre su caballo era preocupante. Se encontraba a una distancia alejada, como aquella primera vez que vino a Blair Atholl y lo achacó a la presencia de Sir Lockhart. Pero no, había algo más… solo había que verla. Ni siquiera su hermana mayor, que era una estupenda amazona, tenía la desenvoltura a caballo que poseía Leonor, por lo que se preocupó que el cansancio hubiera pasado una factura muy alta en la joven. No encontró reacción de alegría, ni de enfado en su rostro al ver a la pareja profesarse su amor en público. En el fondo, Neall sintió una punzada de alivio por ello. Temía que la joven albergara algún tipo de sentimientos hacia el caballero escocés después de todo. Sir Symon era un gran guerrero, apuesto, según muchas, y el que mejor la conocía junto a Sir William Keith.
De pronto, este preguntó por Leonor y el poco color que le quedaba en el rostro a la muchacha lo perdió. Seguía montada a caballo y no parecía querer acercarse a saludar a su viejo amigo, ni a nadie. Todos los ojos se clavaron en ella y Leonor se sintió mareada. A duras penas conseguía mantenerse erguida en su montura y dudaba que pudiera bajar de Tormenta sin caerse, caminar hasta Sir Symon sin desvanecerse por el camino era otro cantar. Apretando los labios y armándose de valor, la española comenzó a bajarse del caballo. Ante su titubeo, Alex Mackenzie, que ya llevaba rato a pie junto a ella, se acercó y la asió de la cintura para ayudarla a desmontar.
—¿Os encontráis bien, mo baintighearna? Tenéis mal color...
—Sí… —le respondió Leonor con un amago de sonrisa y con una voz que apenas le salía del cuerpo.
Neall apretó los puños y se contuvo como pudo para no aparecer al lado de Alex y propinarle una buena tunda. ¿Desde cuándo necesitaba ella que la bajasen del caballo y, ya puestos, qué libertades eran esas? Desde lejos, lo que menos se veía era que el ofrecimiento de su segundo fuera hecho con la mejor de las intenciones. Leonor, con los pies en el suelo, consiguió dar un par de pasos firmes, para luego volver a pararse y llevarse la mano al costado.
A los pies de la entrada a la torre de homenaje, Ayden miró a Erroll con preocupación, sin entender qué le pasaba a la joven. Sir Symon miró con enojo a Neall, buscando respuestas, pero el joven capitán no tenía ojos más que para ella. Nadie parecía entender qué pasaba y tampoco nadie se había percatado de lo abrigada que iba Leonor, a pesar del sudor frío de su sien y del calor que hacía a esas horas de la mañana. Los murmullos no tardaron en hacerse eco entre los asistentes.
Leonor y Neall cruzaron sus miradas unos instantes. El resto del mundo no existía entre ellos. Era una de esas miradas que llegan al alma, de las que intentan decir mucho por sí solas y que piden, en cierto modo, perdón. La muchacha hizo un mohín lastimero y los ojos se le nublaron por las lágrimas, también fue a decir algo, pero no consiguió que salieran de su boca más que retazos incoherentes. Rápidamente, Alex Mackenzie miró asustado a su capitán y no hizo falta que dijera nada para que Neall se echara a correr hacia Leonor para estrecharla en sus brazos. «¿Qué demonios…?», pensó Neall. Leonor se aferró a sus hombros, teniendo él que auparla para que no se le desmadejara al notar cómo las piernas de la joven no le respondían.
—¿Qué os ocurre, mo ghrà? —le preguntó Neall con la voz rota por el nerviosismo, sin saber qué hacer, más que envolverla con sus brazos.
Leonor respondió con una tímida sonrisa al escuchar sus palabras y se desmayó.
—¡Maldita sea su costumbre! —exclamó Sir Symon Lockhart, haciéndose paso entre la multitud y dejando por un momento la mano suspendida de su prometida.
Sir Symon Lockhart no entendía muy bien a qué se debía el desmayo de Leonor, ni la gravedad del asunto hasta que, al llegar a la altura de la pareja, escuchó decir a Neall entre sollozos:
—No me dejéis, por favor, no me dejéis…
Neall apenas podía sacar un hilo de voz, la besaba con dulzura en los párpados, en el perfil de sus cejas, en la comisura de sus labios… Era desgarrador oírlo sollozar, verlo sufrir, cuando ella apenas sentía nada. Semiconsciente, Leonor notó cómo una lágrima resbalaba por su mejilla y caía entre sus labios. El sabor salado le recordó el mar y la extraña conexión que había sentido con ese joven arquero desde el primer momento. Ella no creía en el destino, se reía de esas cosas cuando su madre le relataba viejas historias de amores que parecían imposibles, pero que la providencia se había encargado de entrelazar una y otra vez por el camino de la vida. Mientras tanto, Sir Symon Lockhart bufaba como un toro bajo un sol de justicia y buscaba la forma de apartar a Neall, para ver de primera mano qué le pasaba a la española, pero al ver que el joven Murray no cejaría en el empeño de ser él quien la asistiera, le dijo con hosquedad:
—¿Me permitís?
Neall se movió lo justo para que pudiera verla, pero se mantuvo firme como la pared de granito de la muralla. Sir Symon le tocó la frente perlada en sudor y la vena del cuello. Con la preocupación reflejada en su rostro, el color se le demudó. El caballero apoyó con suavidad la parte anterior de su muñeca sobre los pálidos labios de Leonor, para percibir mejor el débil aliento de la joven, y miró a Neall con extrema preocupación.
—¡Rápido, adentro!
Todo el clan murmuraba y se santiguaba, a medida que iban haciendo un corredor para que pasaran al interior de la torre. La vieja tata se había situado tras Neall para ver cómo se encontraba su niña y se refregaba las manos con nerviosismo. Sir Symon recordó a la anciana de la última vez que estuvo en Blair Atholl, porque la tarde anterior, se había reunido solamente con las señoras y después con Neall. Sacándose del cuello una cadena con una gran piedra roja en forma de corazón, le pidió a la buena mujer que la echara en abundante agua limpia, trajera paños y dispusiera para Leonor una habitación seca y aireada. Sin embargo, antes de irse a cumplir el encargo, el caballero rectificó y le dijo que no había tiempo, que la asistirían primero en el salón.
Neall la trasladó en brazos al interior de la torre de homenaje. Un silencio gélido sobrecogió a todos. Los vítores de hacía unos minutos se habían tornado en tristes gemidos, apenas acallados por el sinsabor de saber qué le ocurría a la valerosa joven. Los miembros del clan se fueron congregando alrededor de la puerta de la torre en espera de nuevas, apesadumbrados por ver si a la muchacha le volvía el alma al cuerpo. Muchos de ellos se lamentaban entre hipidos y las mujeres comenzaron a rezar por lo bajo en una lastimera letanía. La cabeza de Leonor caía suspendida sin apenas vida en brazos de su amado y los cabellos yacían deshechos en tirabuzones como una cortina de musgo seco hasta el suelo. Neall la apoyó en la mesa rectangular que presidía la tarima del salón y recolocó con cuidado la cabeza, dejando su cara y cuello libre de cabellos.
El altar improvisado, mientras se preparaba la habitación, parecía un lugar de fatídico culto y muchos ahogaron sus sollozos al ver cómo su joven señor reprimía las lágrimas sin mucha convicción. Cuando se separó de Leonor lo suficiente, Neall se dio cuenta de que tenía las manos manchadas de sangre y atónito se las miraba sin dar crédito. Se las mostró a su hermano y a Erroll sin saber qué decir, pero ninguno entendía de dónde había salido esa sangre. Ayden se acercó entonces con Sir Symon a la tarima y giraron el cuerpo de Leonor. Una gran mancha roja de sangre cubría parte de la camisola, del costado a la espalda.
—¡Diablos! ¿Cómo no me habíais dicho nada? —gritó Sir Symon furioso.
Ayden miró primero a su hermano y acto seguido a Erroll, pero ambos cabecearon negando saber nada en un primer momento. De pronto, los ojos de Neall se iluminaron y su mandíbula comenzó a temblar a pesar de tenerla fuertemente apretada.
—En el establo, cuando aquel guerrero moribundo…
—¡Diablos, sí! —exclamó, interrumpiéndolo Erroll, a la vez que resoplaba y se pasaba las manos por la cara en un gesto de desesperación por no haberle dado mayor importancia al hecho antes.
—¡Oh! —gritó Elsbeth, arrodillándose a los pies del cuerpo de su amiga y asiendo sus manos con fervor, mientras se las besaba y enjugaba sus lágrimas—. Leonor, ¿cómo os preocupabais por mi bien, cuando vos estabais herida? Maldita testaruda… cuando os repongáis me las pagaréis. ¿Me oís? —le decía temblorosa, entretanto le acariciaba las mejillas y le pellizcaba la barbilla con ternura, intentando devolverle el color que aporta la vida.
Sir Symon rasgó la camisola a la altura de la mancha de sangre y volvió a preguntar por Deirdre y el agua. La anciana se acercaba con la palangana y los paños echados sobre el brazo. Cuando vio la terrorífica escena y la cantidad de sangre, casi la dejó caer por los nervios. Lady Annabella se apresuró para ayudarla y, a la altura de la mesa, se los mostró a Sir Symon para recibir la conformidad. Deirdre le ayudó a limpiar la herida con el agua milagrosa. La señora se retiró a un segundo plano para no entorpecer la labor de su futuro yerno y Deirdre.
Neall mantenía una actitud medianamente firme, con las piernas algo separadas y los brazos cruzados frente al pecho. Reconoció la piedra que había dentro del balde de agua, recordaba la inverosímil historia que en su día le había contado Leonor sobre ella y deseó con todas sus fuerzas que fueran ciertas todas las cualidades curativas que le atribuían. Según lo que le había contado, a ella ya le había salvado la vida una vez, pero realmente no sabía si había sido el azar o el don de la piedra mágica en forma de corazón. Se unió al resto del clan en silencio con una plegaria sencilla, donde le pedía a Dios que la salvara por encima de todas las cosas. El destino no podía ser tan cruel que se la arrebatara ahora que había decidido cortejarla. ¿Estaría él maldito? Esa misma noche había pensado abordar a Sir Symon con el tema, puesto que, al fin y al cabo, él y Sir William Keith eran lo más parecido a un familiar que tenía Leonor en Escocia. También había pensado en pedirle la mano por carta a su padre, e incluso esperaba que pudiera venir a tiempo para la ceremonia, si finalmente ella accedía. Dios no podía ser tan cruel, esta vez no, por favor.
Sir Symon y Deirdre comprobaron el vendaje. La herida no parecía ser muy grande, pero debía haber perdido mucha sangre por la falta de una buena sutura a tiempo. El intenso viaje a caballo la había empeorado con total seguridad. Ambos sintieron un gran alivio al retirar el emplaste de hierbas y comprobar que no estaba infectada, sin embargo, era más profunda de lo que en un principio habían supuesto. Deirdre llamó a su señora y Lady Annabella se hizo paso, dejando a la compungida Elsbeth agarrada al brazo de Erroll. Sir Symon dejó asimismo su lugar y abrazó por los hombros a su prometida, saludando a Erroll con la mano, pues antes no había tenido ocasión de hacerlo. Lady Annabella cogió la aguja e hilo que le ofrecía la vieja tata y se afanó con esmero para que dejara la menor cicatriz posible. Entretanto, Deirdre limpiaba cuidadosamente los restos de sangre con el agua milagrosa y le iba aplicando ungüento a la zona que terminaba de coser su señora. Cuando hubo terminado, Lady Annabella suspiró y miró con dolor y ternura a su hijo pequeño, que no se separaba ni dejaba de mirar a Leonor, y con todo el ánimo que pudo, dijo a los presentes:
—Ya todo queda en manos de Dios, càraidean. Leonor ha perdido mucha sangre, pero mi niña es fuerte y se repondrá. Solo hay que evitar que coja las fiebres, o velar porque salga de ellas. El tiempo nos dirá qué hacer en cualquier caso.
La señora miró de nuevo a su hijo en un intento de infundirle ánimo. La noche anterior, cuando había acabado de hablar con Sir Lockhart e intercambiado unas breves palabras con Leena, Neall había ido a hablar con su madre. Le abrió su corazón como jamás lo había hecho antes y Lady Annabella lo animó a que fuera feliz, pues no hay mayor desgracia para un clan que tener un líder desdichado y tirano. Ella no confiaba en la buena voluntad del rey, sabía que tarde o temprano Blair Atholl dejaría de ser su casa. Muchos habían sido los emisarios que habían enviado misivas amenazantes en los últimos tiempos, augurándoles su pronta marcha de sus tierras. ¿Qué sentido tiene sacrificar la felicidad de un hijo, cuando lo que no te quita la guerra te lo quita la muerte?
El clan asintió ante las palabras de su señora y fue saliendo del salón central, aún más abarrotado que en los días de fiesta. Todo el mundo adoraba a esa joven, se había ganado a pulso el cariño y respeto de todos.
Neall miró apesadumbrado a su madre y volvió a imbuirse en cualquier detalle que pudiera desvelar una mejoría en el estado de Leonor. Por fin, Alex Mackenzie consiguió hacerse hueco entre los hombres y mujeres que salían de la torre y se quedó paralizado al ver la macabra escena.
—Mo maighstir, yo no sabía nada. Lo siento... Intenté acercarme a ella durante el camino varias veces cuando rehusó encarecidamente seguir cabalgando con el señor Flanagan. En ningún momento vi un mal gesto en su semblante que hubiera hecho sospechar…
Neall lo miró sin mirar y estuvo a punto de decir algo, pero se lo pensó y cabeceó sin saber qué hacer, ni qué decir, ni nada… Sus ojos estaban vacíos de la alegría que siempre le acompañaban cuando tenía a la muchacha cerca. Pasados unos minutos, le contestó con desgana cuando vio que el joven Mackenzie seguía justificándose.
—No os atormentéis más por ello —interrumpió Neall a su segundo, sin mirarlo siquiera y con los ojos vidriosos.
Leena se apresuró a abrazar a Neall y él se dejó querer por su vieja amiga. Olía a rosas como su hermana y tenía la piel muy suave. Recordó que en un tiempo había más que apreciado a la joven, pero nunca había llegado a sentir por ella un afecto profundo como el que sentía por Leonor. De ahí que, al saber los sentimientos que albergaba su hermano por ella, hubiera roto el compromiso. Deirdre carraspeó y ambos se separaron. Ayden miró hacia otro lado, afectado por el arrebato de la joven Stewart, y prefirió no pensar que quizás la joven aún no había conseguido olvidar a su hermano. Sabía que Neall estaba loco por la española, pero ¿de qué serviría si Leena no había pasado página a su amor de juventud? Ese pensamiento le puso de mal humor y, con las mismas, salió de la torre de homenaje, con paso decidido y dando un portazo. Todos miraron como la puerta temblaba y crujía por el estrépito, sin saber muy bien a qué se había debido el arrebato furibundo del siempre comedido Ayden.
—Pero, ¿se puede saber qué le pasa ahora a Ayden? —preguntó en voz alta Erroll, hasta que de pronto, consiguió relacionar el portazo con el efusivo abrazo de Leena.
El irlandés bufó y salió corriendo tras su amigo, le hubiera gustado acercarse a Neall y darle ánimos, pero temía que lo recibiera de nuevo con un sonoro puñetazo. Al salir, encontró a Ayden sentado en las escaleras, con los codos sobre las rodillas y las manos aguantándose la cara. La pesadumbre, si se pudiera respirar, llenaría el aire de pequeñas nubes negras. Al notar la presencia de Erroll, el mellizo de los Murray lo miró brevemente y volvió a ocultarse tras sus grandes y callosas manos, resoplando. No esperaba encontrarse a Leena en Blair Atholl, habían sido dos largos años sin ver a la joven y a veces había llegado a pensar que no era más que un vívido sueño que iba y venía según antojo. El mellizo no era capaz de tenerla tan cerca y sentir a la mujer de su vida tan lejos. Ella era su amor de juventud y, que le partiera un rayo, si en alguna ocasión había tenido ojos para otra realmente. Él la adoraba, pero los años le habían hecho resignarse a que acabaría solo. Tampoco tenía derecho a estar enfadado por no ser lo suficientemente valiente como para plantarle cara a sus sentimientos y hablar de una vez con ella. Menos aún, cuando la vida de Leonor pendía de un hilo y su hermano se moriría de pena si algo le pasara a la española. Sin embargo, estaba enfadado, y mucho.
—Si le pasa algo a Leonor no me lo perdonaré nunca, Erroll. ¿Cómo no he podido darme cuenta de que estaba herida? ¡Si prácticamente no tenía color en el rostro!
—No os martiricéis, Ayden. Ninguno nos hemos dado cuenta de nada. Para seros sincero, conmigo ha cabalgado toda una noche y ni un solo quejido… no he conocido mujer con más arraigo en mi vida.
—Si le pasa algo… —insistió Ayden—. ¿No habéis observado a mi hermano? No lo he visto así ni con la muerte de nuestro padre y eso que lo adoraba con locura.
—Leonor se pondrá bien. Ya habéis oído a vuestra madre, solo necesita descanso y huir de las fiebres. Se repondrá… más le vale o se las verá con medio clan en el infierno —intentó bromear sin mucho éxito—. Pero vuestra salida del salón, ¿es el bienestar de Leonor todo lo que os importa y por lo que habéis salido hecho un basilisco?
—No he podido evitarlo —dijo Ayden apretando los dientes, los puños y mirando a contraluz la silueta de Erroll con los ojos entrecerrados.
El irlandés lo conocía muy bien, de eso no cabía duda. Siempre había sido el fiel amigo de Neall, su hermano de escuderías, pero en esta última campaña asignada por el rey Eduardo I de Escocia en Francia, ambos habían tenido la oportunidad de conocerse mejor y lo consideraba un amigo y aliado imprescindible en su vida.
—Lo sé —respondió Erroll, mirando hacia la puerta de la torre que, por primera vez en un par de horas, se encontraba sin una multitud mendigante de noticias—, pero debéis confiar en vuestro hermano. Neall tiene las cosas muy claras, siempre las ha tenido respecto a Leena. Él ama a Leonor, vos mismo lo habéis dicho.
—¿Y ella?
—¿Leena? Eso ya dependerá de cómo os la trabajéis, caraid —dijo guiñándole un ojo entre carcajadas—. Nunca adueñarse de un corazón es fácil y menos si pretendéis que sea por mucho tiempo.
—Nunca me habéis hablado de…
—No hay nada que contar. Ella se ha casado con otro y listos.
Erroll zanjó el tema, solo recordar a Kelsey y un sudor frío le helaba la sangre a pleno sol. Él, que nunca dejaba de sonreír pasara lo que pasara, también tenía sus temas tabú y prefirió dejarlo ahí, pues la herida seguía abierta por más que le pesase y había pasado más de un año desde aquello.
—Iré a ver qué puedo hacer ahí dentro —musitó Erroll, chascando la lengua y desviando la atención del tema, al ver que se acercaba Leena a ellos—. Me temo que no podremos contar con Neall hasta que Leonor se recupere del todo. ¿Apostáis algo, caraid?
Y, como tantas otras veces, el irlandés no se equivocó.