CAPÍTULO 06 – EL SEGUNDO

 

Castillo de Blair Atholl, Perthshire (Escocia), 11 de agosto de 1333.

 

La gacela salvaje apareció a los tres días en el patio de armas del castillo de Blair Atholl como si tal cosa. Tan fresca como una rosa en primavera y radiante como un rayo de sol en verano. Los hombres de Sir William Keith de Galston la saludaron como un compañero más, con camaradería, dándole algún que otro empujón de broma, lo que le dificultaba enormemente quedarse quieta en el sitio. Las burlas sobre cómo había sido capaz de eludir el rastro, haciendo que el mismísimo adalid blasfemara y perjurara por no encontrarla, no se hicieron esperar.

—¡Vaya! ¿Ni el mismo Sir William Keith ha sido capaz de localizarme? ¡Menudo honor! —exclamó Leonor con picardía y llevándose la mano derecha al corazón.

La española había hecho de las tierras escocesas su propio hogar. No temía ningún peligro al que no pudiera enfrentarse sola y por sus propios medios, pues sabía defenderse muy bien. En la naturaleza, la muchacha encontraba todo lo necesario para subsistir y se mimetizaba con el entorno como una parte más de él. Se sentía en paz cuando el cielo era su único manto. Leonor rio con ganas, llenando de música el lugar, ante una de las ocurrencias de Cathasaigh, que no cabía de gozo por volverla a tener entre ellos. La verdad era que le hubiera gustado ver blasfemar al piadoso Sir William Keith al ver que perdía su rastro, por el simple hecho de haber estado encaramada a un árbol más de medio día. Sin embargo, el semblante serio del caballero en cuestión al acercarse para saludarla, la hizo dudar de su atrevimiento.

—Por fin, caileag. ¿Dónde os habíais metido? Sin caballo y solo con la daga como única arma… Si al menos os hubieseis llevado el arco. ¡Qué insensatez! ¿En qué estaríais pensando? No me lo digáis, no me lo digáis… que prefiero no saberlo.

Sus compañeros de armas no aguantaron más la risa y comenzaron a mofarse de la reprimenda de vieja de Sir Keith. El caballero primero los miró con reprobación y luego se sumó a la carcajada general. Se conocían lo bastante bien como para saber que Sir William Keith aprobaba que la muchacha hubiera pasado el tiempo suficiente fuera, el justo para que se enfriaran los ánimos. Leonor aguantó el tirón algo ruborizada e irresistiblemente encantadora.

Erroll Flanagan, los Murray y Sir Symon Lockhart se acercaron, desde el otro lado del patio donde habían estado entrenando por parejas a la espada, para saber qué o quién había provocado tal algarabía entre sus hombres. A Neall se le paró literalmente el corazón al verla. No solo la boca se le resecó, sino que también se le endurecieron los rasgos del rostro, aguzándolos como un ave rapaz. Si el arquero pensaba que en unos días escaparía del extraño influjo de Leonor era que había pecado de iluso. Sin conocerla, había soñado con ella durante meses, conociéndola… tardaría años en poder borrarla de la memoria. Si lo conseguía, claro. ¿Qué hombre en su sano juicio podría olvidar el más mínimo detalle de su cuerpo bajo aquella cascada? Aún viéndola de lejos, ahí estaba de nuevo la conexión que hacía que se parase el tiempo, volviéndose todo él puro instinto básico, demoledor y primitivo. La necesidad de estrecharla entre sus brazos se volvía apremiante y las imágenes de su suave cuerpo desnudo le tensaban hasta la más honda fibra de su ser. Su masculinidad luchaba por salir de sus calzones de cuero y deseó más que nunca haber llevado el gambesón ligeramente acolchado que le llegaba a la mitad del muslo. El capitán se acomodó los ropajes para ocultar la evidente reacción que le inspiraba la joven.

El pequeño grupo de señores se aproximó con sigilo y, hasta que no estuvieron justo al lado de la española, Leonor no advirtió lo cerca que estaban. Ella tampoco se mostró indiferente ante Neall, sus largas pestañas negras intentaban ocultar las breves miradas que dirigía al joven capitán. Su corazón latía al compás del aleteo de un colibrí. Decir que era espléndido y que se veía del todo incapaz de quitarle la vista de encima era decir poco. Magnífico dios griego se ajustaba mejor a la definición que ella daría de él si le preguntaran en ese instante. Se le veía muy recuperado y con buen color en las mejillas. El descanso y el cuidado de su familia le habían sentado muy bien.

Leonor suspiró sin poder ni querer evitarlo. El torso cincelado del capitán Neall Murray era puro músculo al desnudo, brillante por el calor del mediodía y por el duro entrenamiento. Tragó saliva, mientras sus sentidos se negaban a fijarse en otra cuestión que no fuera él. Además, ese calzón de cuero ajustado y levemente caído de la cinturilla, marcándole los oblicuos y perdiéndose en… «¡Oh, madre de Dios!», fue incapaz de no blasfemar para sí, aguantando estoicamente las ganas de gritar. Con disimulo, Leonor se llevó las manos a la boca y pidió a todos los Santos no desmayarse. Si seguía mirándole de esa manera, pronto advertirían el indecoroso lugar donde se habían clavado sus dilatadas pupilas. «Ese tamaño no puede ser natural…», pensó entre traviesa y escandalizada por el descubrimiento, dando alas a su imaginación. «…O ninguna mujer lo resistiría… ¿O sí?».

Leonor se mordisqueó el labio con nerviosismo. A pesar de no ser virgen, su inocencia seguía intacta, pues poco había podido saber y apreciar en el brutal y deshonroso acto cometido por el que fuera su prometido aquel maldito día. Se giró aturdida por la esplendorosa visión del cuerpo del arquero y dio un paso atrás para no dar la espalda a los recién llegados. Sir William Keith aprovechó para hacer las presentaciones que no habían sido realizadas a su llegada. Con timidez, la española fue dando la mano a cada uno de los caballeros presentes a la vez que hacía una breve genuflexión y ellos le respondían de igual modo. No estaba acostumbrada a ser tratada como una dama, pues ese tipo de consideraciones se habían quedado enterradas en su España natal.

Erroll, Ayden y Neall admiraron los exquisitos modales de la bella salvaje. No era muy común encontrar a una mujer culta e instruida en el arte de la guerra. En realidad, era como una extraña y exótica joya, que hasta que no se tiene entre las manos, se duda de que exista. Leonor saludó con una breve y fría sonrisa cargada aún de reproche a Sir Symon, al que no le tendió la mano como al resto. Sin embargo, cuando llegó el turno de que le presentaran a Neall, el guerrero se adelantó y tomó el dorso de la mano de la muchacha, besándolo con suavidad y galantería. Fue un beso tierno y devastador, cargado de significado deseo. Leonor no supo reaccionar de otro modo que intentando apartar su pequeña mano de la del capitán, con rapidez, como si hubiera tocado uno de esos témpanos de hielo en invierno y se hubiese quemado. Pero él apretaba su mano con firmeza, no dejándola escapar y sujetándola por más tiempo del estrictamente recomendado por el decoro. Los colores volvieron al rostro de Leonor con viveza y la muchacha rehuyó la intensa mirada del capitán cuando comenzó a hablarle.

Mo baintighearna, aún no había podido daros las gracias por salvarme la vida. Ruego disculpéis mi desconsideración. Tanto mi familia como yo estaremos siempre en deuda con vos.

La voz de Neall sonó ronca, masculina, cálida. La cadencia de sus palabras al nombrarla había hecho que a Leonor le flaquearan las rodillas. No parecía seguir enfadado con ella por el incidente de los cuatreros y eso la tranquilizó. Se descubrió a sí misma intentando memorizar cada palabra que salía de la boca de Neall. Su voz era una suave melodía que eliminaba de un plumazo al resto de presentes. Ella no supo qué contestar al cumplido y se sintió pequeña y estúpida ante los hombres. De un tirón, ahora sí, consiguió zafarse de la mano cálida que aún la acogía y su cuerpo tembló ante el desgarrador sentimiento de pérdida. La muchacha le respondió con una infantil mueca y un sencillo:

—No es necesario, maighstir. Solo cumplí con mi deber —dijo Leonor, enterrando sus pupilas en el suelo por unos instantes.

Sir Symon Lockhart entendió perfectamente las sabias palabras de Sir William Keith sobre la importancia y el valor de una mirada, comprendiendo que, por mucho que él quisiera a Leonor, jamás habían alcanzado ese grado de complicidad explícita entre ellos. Eso solo había conseguido que surgiera con una mujer: Elsbeth Murray. ¿Cómo no se había dado cuenta antes de algo tan sencillo de apreciar como eso? Quizás había malinterpretado sus sentimientos por ella… Sir Lockhart sonrió. Cada vez estaba más convencido de que el pacto alcanzado, para que los hermanos Murray cedieran a su compromiso con Elsbeth, resultaría. Tomar distancia de la española era justo lo que necesitaba para aclarar sus sentimientos hacia ella y hacia Elsbeth. Sir Symon estaba decidido a darse una oportunidad de ser feliz y se alegró de haber puesto esa puntualización, como única condición al compromiso. Sir Lockhart comprobó que Sir William Keith estaba inusualmente callado y serio desde que ellos habían llegado. Nada que ver con la complicidad y la distensión que los había alertado de su presencia, hasta que habló.

—Leonor, en esos tres días que habéis faltado han ocurrido muchas cosas en Blair Atholl. Cosas que os atañen especialmente, caileag —comenzó a decir Sir Keith.

Leonor miró de soslayo y con crudeza a Sir Symon Lockhart. Después apretó los pequeños puños al contorno de sus caderas, clavándose las uñas en las palmas de las manos, como signo de contención. Sus manos estaban tan cerca de su jambia, que prefirió enlazarlas a la espalda para evitar cualquier tentación. El tono con el que Sir William Keith se había dirigido a ella era de todo menos tranquilizador, pero prefirió no anticiparse a los acontecimientos. En su cabeza se agolpaban mil y un pensamientos diferentes, todos ellos más nefastos que el anterior. ¿Por qué le iba a sonreír la vida ahora? Estaba acostumbrada a capotear el destino como buenamente podía. Si querían obligarla a casarse con Sir Symon o con cualquier otro, se negaría y huiría. Lo tenía decidido. Por mucho que deseara a Neall, no lo conocía y un matrimonio sin amor estaba abocado al fracaso. Ella no necesitaba de ningún hombre para sobrevivir. ¿Acaso no lo había demostrado ya con creces?

Sir William Keith chasqueó los dedos frente a la nariz de Leonor para que le prestara atención, pues sabía lo dada que era la joven a las ensoñaciones y fantasías. La española se puso firme como un soldado a la espera de órdenes de su adalid, aunque le respondió al gesto con un leve y arrugado entrecejo.

—Nuestros hombres van a prepararse para hacer frente a Eduardo I de Escocia en Inveranay.

¿Y eso qué tenía que ver con ella? Ante el desconcierto de Leonor, Sir William Keith intentó explicarse mejor:

—Inveranay es una zona al norte de Escocia. Los hombres de Eduardo Balliol evitarán aventurarse en las Highlands por su difícil acceso. Ellos no tienen los suficientes apoyos allí para perpetrar sus escaramuzas y dudamos que Eduardo III de Inglaterra le acompañe tan lejos, mientras pueda campar a sus anchas por la frontera. Los clanes norteños son muy fuertes y no se atreverán a instigarnos durante un tiempo. Leonor, somos muy pocos barones y caballeros leales al legado de Robert Bruce los que hemos sobrevivido a Halidon, necesitaremos más que nunca reorganizarnos y debatir qué será de nosotros ahora. Pero esta vez, vos no nos acompañaréis a Sir Symon Lockhart ni a mí. Vos os quedaréis aquí, en Blair Atholl.

Leonor no daba crédito a lo que estaba oyendo, mostrándose visiblemente indignada y asombrada a partes iguales. La muchacha fue a interrumpirlo por la exclusión, ya que sentía la decisión como un castigo por su desobediencia al abandonar la fortaleza de Berwick-upon-Tweed, por ayudar a Neall y por la discusión mantenida a su regreso con Sir Lockhart. Pero Sir William Keith siguió hablando sin darle oportunidad. La arquera escuchaba a su adalid hablar, cuando echó una rápida mirada a los presentes. Todos parecían estar al corriente de la decisión y evitaban mirarla abiertamente. Dijera lo que dijera, la decisión estaba tomada. Leonor prestó atención a las últimas palabras que escucharía de boca de Sir Keith en mucho tiempo.

—Sir Symon Lockhart ha accedido a someterse a un año a prueba antes de validar su compromiso —dijo el adalid esperando la reacción de la muchacha. Pero al ver que ella solo fruncía los hermosos labios, parte del entrecejo y que no decía absolutamente nada, intentó explicarse mejor—. No es un matrimonio, propiamente dicho, ni nada parecido. Más bien se trata del preludio de un noviazgo o algo así. Es el tiempo suficiente para demostrarle a la familia de la joven sus verdaderos sentimientos por ella.

A Leonor se le heló la sangre. ¿De qué estaba hablando y lo más importante, de quién lo hacían? ¿A qué familia se refería? Intentó buscar en la mirada de Sir Symon respuestas, pero el capitán seguía mirando hacia la entrada principal del castillo, sin prestarle la menor atención. Leonor sabía muy bien que le estaba esquivando la mirada aposta. Si se refería a ella, juró por su vida que tendrían que meterla en una mazmorra porque no daría su consentimiento. Siempre había sentido por Sir Lockhart una profunda y sincera amistad y admiración, pero nada más desgraciadamente. Era bastante apuesto, galante y un gran guerrero, pero no lo amaba. Cierto que eso era mucho más de lo que la mayoría de los matrimonios tenían, pero para ella no era suficiente. No ahora que conocía lo que era sentirse libre. Sir William Keith estaba muy pendiente de los gestos de Leonor, la conocía muy bien y sabía perfectamente lo que estaba pensando. El buen hombre no tardó en proseguir con lo que estaba diciendo para evitarle un innecesario síncope:

—Neall ha accedido a ser el salvaguardia de su hermana por parte de la familia Murray y yo había pensado que seríais la persona perfecta para asegurar que se cumple el trato por nuestra parte aquí, que ya me encargaré yo personalmente de Sir Symon ahí fuera —dijo entre risas—. Al fin y al cabo, Sir Lockhart confía profundamente en vos y en que guardaréis con vuestra vida el honor de su futura esposa.

«Viejo zorro», sonrió Ayden sorprendido por la propuesta, de la que no habían hablado en absoluto hasta entonces con los Murray. Al ver que Sir Symon Lockhart no objetaba nada, Ayden pensó que lo habrían pactado de antemano entre ellos. No solo dejaba clara la elección que debía finalmente tomar Sir Symon, sino que se quitaba de en medio la tentación que suponía tener a su ángel cerca durante todo un año. Ni él mismo lo habría pensado mejor. Pero se preguntó qué pensaría su hermano Neall de tener durante todo ese tiempo a Leonor a su lado y lo difícil que le resultaría evitar cualquier contacto íntimo con la joven. Si algo había quedado claro y se había dado por hecho, aunque no se hubiera dicho explícitamente, era que Leonor era intocable. La cuidaría de salvaguardar el honor de Elsbeth, mientras que todo el clan Murray custodiaría el de la joven.

Leonor miró a Sir Symon en busca de alguna reacción, pero el caballero apretó solo los labios y se excusó de los presentes diciendo que tenían mucho que preparar aún si querían salir a la mañana siguiente como tenían previsto. Un instante, una fugaz mirada y se marchó dándole la espalda a la joven española, con el paso rápido y los puños prietos. ¿Qué había pasado en estos días? ¿Se había comprometido o lo que fuera de lo que estaban hablando? No era que no se alegrara por Sir Symon Lockhart, y por ella misma incluso, pero sintió un vacío y una pena muy grande, como si realmente con su marcha, hubiera perdido al que fuera su amigo para siempre. Ni una despedida, ni una felicitación entre ellos, nada de nada. Su estrecha relación había quedado reducida a polvo en cuestión de días. Leonor sintió cómo el nudo que tenía en la garganta pronto terminaría siendo un amargo caudal de lágrimas y se frotó los brazos como si tuviera frio, por el mero hecho de reconfortarse a sí misma.

Sir William Keith sabía del carácter orgulloso de la muchacha y jamás hubiera accedido a quedarse en Blair Atholl de haberse sabido parte del trato. Valoró la fortaleza de Sir Symon en estos difíciles momentos para él pues, aunque estaba decidido a retomar el control de su vida lejos de la de Ayala, no había noche que no lo hubiera oído sollozar en silencio en el barracón, donde se quedaban él y sus hombres. «Un amor que no es correspondido o se toma por la fuerza o se deja marchar mientras la razón puede», le había dicho Sir Keith a su joven capitán. Sir Symon no quería convertirse en Don Gonzalo Ansúrez, de eso estaba seguro. Jamás se perdonaría el hecho de forzar a Leonor siquiera por un beso. El alejarse de ella era lo mejor para ambos, él lo sabía. Si además lo esperaba una belleza como Elsbeth al final del camino… Pronto conseguiría que sanara su corazón o al menos eso deseaba fervientemente. Sir William Keith sabía que Leonor habría huido aterrada de saber que no todo estaba completamente decidido, pues Sir Symon había dejado explícitamente dicho que, si no era capaz de olvidarse de la española, lucharía por su amor hasta el fin de sus días.

No había mujer en la tierra que temiera más a la palabra matrimonio que Leonor. Muchos ya lo habían intentado durante los tres años que habían pasado juntos con la joven. Hombres altos y bajos; bien parecidos y feos; aguerridos caballeros y ricos señores extranjeros… todos acababan siempre con un no rotundo como única respuesta. Solo Sir Symon Lockhart había estado cerca de conseguir su aprobación, tan cerca que el caballero la había dado por hecho, hasta el punto de obsesionarse por la formalización del compromiso. El ansia por hacerla suya, por no dejar que la relación fluyera con naturalidad, había terminado por asustar a Leonor, que había acabado dando su total rechazo a las pretensiones de Sir Lockhart. Eso y el hecho de haber conocido por ese tiempo a Neall Murray, por supuesto. La distancia de estos dos titanes era la mejor opción para todos sin duda. Un año pasaría rápido y sería tiempo suficiente para poner a cada uno en su lugar, para echarse de menos e incluso para que todo cayera en olvido. La distancia les daría la objetividad suficiente a sus jóvenes e impulsivos corazones, reiteró en sus pensamientos Sir William Keith.

 

Habían pasado unos días desde que Sir Symon Lockhart, Sir William Keith y el resto de escoceses que los acompañaban se marcharon hacia Inveranay. Exactamente, una semana, con sus siete días y sus pertinentes horas. La tortura más deliciosa y demoledora que un hombre como Neall podía llegar a resistir. No había día en el que el joven capitán no se lamentara por haber intercedido aquella noche por Elsbeth ante Ayden y, más aún, por haber accedido a la condición impuesta por Sir Symon Lockhart. Neall no podía negarle nada a su hermana. Ella y su madre eran su debilidad. Más aún cuando era a él a quien se le había ocurrido la absurda idea de que la pareja esperara un año para comprobar que los sentimientos de Sir Lockhart eran del todo verdaderos y no un simple calentón veraniego tras haber sido rechazado o no correspondido por la arquera. Una especie de matrimonio a prueba, pero sin matrimonio. ¿Cómo se le había pasado por la cabeza semejante necedad? Su hermana no era una jovencita, precisamente. Quizás esta fuera su última oportunidad para poder tener su propia familia, quizás un año había sido excesivo… Pero cuando trataba el tema con Ayden, este no daba su brazo a torcer y le amenazaba con el dedo mientras le advertía entre risas: «cuidado, Neall, vos podéis ser el siguiente».

Mientras el capitán Sir Lockhart había partido con sus hombres al norte en busca de mejor fortuna y gloria, allí estaba Neall aguantando el tirón, a cargo de velar por la seguridad y la honra de Elsbeth durante todo un año entero. Como si eso fuera fácil. Su hermana no se apiadaba de él y a todos lados iba y venía según antojo. Neall tuvo que abandonar muchas de sus tareas rutinarias de capitán para ser relegado a una sombra silenciosa de la caprichosa y feliz melliza. A la que, por si fuera poco, siempre acompañaba Leonor. Los hombres del clan sonreían disimuladamente cuando el joven tenía que dejar las obligaciones propias de un guerrero para acompañar a la villa a su hermana o a nadar al río o a visitar a los enfermos. Ayden los mandaba a callar con una furibunda mirada, pero en cuanto Neall se daba la vuelta, los hombres se carcajeaban de la nueva niñera hasta que el mellizo volvía a amenazarlos con el filo de su espada y enmudecían todos de repente. Neall no era ajeno a estas burlas, estaba acostumbrado a sobrellevarlas de la mejor manera posible desde pequeño. Al joven Murray le encantaba la compañía de su hermana, pero la situación se le estaba antojando harto difícil al tener que ser acompañados también por ella.

El sol de esa mañana de agosto era abrasador, la espesa niebla con la que había amanecido el día había clareado hasta formar una sencilla y esponjosa nube en el cielo. El calor ralentizaba los movimientos de las claymore tras tres horas seguidas de entrenamiento y Neall se pasó el antebrazo por la frente perlada en sudor. Su hermano Ayden lo desafiaba constantemente a luchar con la espada, con la intención de que recuperase pronto su fortaleza física. Erroll se sumó a la refriega acompañando en las estocadas al mellizo Murray, como si al muy cretino le hiciera falta ayuda. ¿Pero estos dos se habían propuesto rematarlo finalmente?

Leonor se asomó a la ventana de Elsbeth con la necesidad de recibir los rayos cálidos del sol y se quedó sin aliento al ver a Neall luchar contra Ayden y Erroll. Nunca había visto a nadie que se cambiara la mano de la espada con tanta soltura y rapidez. Sus estoques no eran tan poderosos como los de su hermano, pero los compensaba con su agilidad, precisión y bravura. Su respiración se volvió tan rápida como el cruce de espadas, aferrándose al bordillo de piedra del alféizar para ver mejor.

Elsbeth le comentó algo a Leonor sobre los vestidos que estaba sacando de los baúles y la mirada de la joven española volvió con nostalgia al interior de la habitación. La cama estaba llena de hermosos vestidos y la muchacha le pedía opinión sobre la combinación de los colores para no sé qué evento social que tendría lugar pronto. Leonor no la escuchaba, su mente volaba al patio de armas, a ese Adonis caído del cielo, al choque de espadas y al silbido de las flechas antes de hacer diana o perderse en el horizonte. Suspiró, como si el alma se le marchitase encerrada en esas cuatro paredes.

Elsbeth interrumpió su locuaz discurso con un resoplido de aburrimiento. La verdad era que ella también se cansaba de hacer siempre lo mismo. Hacía un rato que veía a la joven morena mirando por la ventana y sabía lo que le debería estar costando horrores no correr al encuentro de las armas. ¡Cuán diferentes eran a pesar de no llevarse más que unos años de diferencia! Normalmente, Leonor permanecía en silencio, aunque sabía por Sir William Keith que no callaba ni debajo del agua. A Leonor le gustaba ir vestida de hombre, cosa que a Elsbeth no solo le resultaba sorprendente sino además muy incómodo. A la melliza le hacía mucha gracia el acento con el que Leonor pronunciaba el gaélico, de forma dulce y suave, salvo cuando tenía que imponer su opinión, que lo hacía rudo y soez como un bárbaro del norte. La melliza Murray le corregía solo aquellas palabras que, según la pronunciación, podían resultar parecidas, pero tenían significados completamente diferentes. La de Ayala siempre agradecía cortésmente las observaciones de la escocesa y poco a poco se mostraba menos hierática con ella, al punto de hacerse en una semana casi inseparables. El placer de encontrar a alguien con la que compartir confidencias, quehaceres y, en definitiva, el tiempo era algo que echaba de menos. Leonor cerró los ojos y sonrió al ver a su hermana Elvira bordando a la luz de la ventana, mientras ella le desenredaba el pelo a Isabel. A la melliza se le ocurrió una idea que haría quitar esa expresión nostálgica del rostro de Leonor.

—¿No os gustaría dar un paseo bajo el sol, mi querida Leonor? El día es tan hermoso… podríamos hacer una parada en el lago. En realidad es una poza profunda que hace el río entre fresnos y abedules. ¿Qué os parece? —Esperó un minuto la respuesta de Leonor y preguntó llamándole la atención—. ¿Leonor?

—¿Sí, mo baintighearna?

—¡Oh! No me llaméis así, por favor, para vos soy Elsbeth. Os preguntaba si os apetece que pasáramos el día en el lago: sol, un paisaje de cuento, jóvenes adulándonos en cada helecho y cada piedra…

Leonor se rio ante la ocurrencia de la señora.

—Me encantaría, Elsbeth.

—Y hablaré muy seriamente con mis hermanos para que durmáis en el castillo. Aquí hay sitio suficiente para un camastro más —dijo señalando la gran estancia que, sin ser lujosa, era muy confortable—. Una dama hermosa como vos no debería dormir sola en la villa…

—No es necesario. Sé defenderme bien baint… digo… Elsbeth. No molestéis a vuestros hermanos con boberías.

—¡Eso está aún por ver! —exclamó sonriente la rubia—. No obstante, no desaprovechemos un día tan brillante con bagatelas. Ya lo seguiremos discutiendo más tarde... Entonces, ¿nos vamos?

—¡Sí!

Leonor esbozó tal sonrisa que Elsbeth pensó que se había colado un haz de luz en la estancia y, cogiendo lo necesario en una cesta para pasar el día en el lago, salieron juntas al patio de armas sin más dilación. El sol era tan brillante que las dos al unísono se parapetaron con sus manos para poder ver, mientras sus ojos se adaptaban al cambio brusco de luminosidad.

Neall Murray vio cómo se acercaba su hermana seguida de cerca de Leonor. Elsbeth y ella tramaban algo, de eso estaba seguro. La sonrisa traviesa de su hermana y la cesta que llevaba colgada del brazo era sinónimo de que pensaban salir del castillo… una vez más. Leonor cruzó el patio semioculta tras Elsbeth. A medida que pasaban, los guerreros de Ayden dejaban de luchar y se inclinaban ante su señora y ante la joven belleza morena. La española andaba unos pasos por detrás y, ante un halago del segundo capitán de Neall, Alex Mackenzie, sonrió tímidamente y los hombres se rindieron anonadados a sus pies. No había uno solo que no tuviera expresión bobalicona y enamoradiza en el rostro. Eso enervó a Neall. Con él se mostraba distante y con el resto todo eran sonrisas y parabienes. ¡Diablos!

Leonor nunca solía interferir en los entrenamientos matutinos de los hombres, pues acompañaba y compartía con su hermana las tareas propias del castillo, pero no había mediodía que no se dejara ver por el patio de armas rodeada de niños a los que enseñaba extraños juegos de equilibrio y de magia y, bien entrada la tarde, se escapaba un par de horas montada a lomos de Tormenta y no regresaba a la cabaña que había ocupado a las afueras de la villa hasta la medianoche. ¿A dónde iba Leonor a esas horas y qué hacía? Era todo un misterio para Neall. Ya había estado tentado más de un día en seguirla, pero no quería que lo descubriera y lo tomara por un loco. «Mantén la mente fría, Neall, os queda todo un año para conocerla», se decía una y otra vez, aunque su corazón redoblaba sus latidos nada más verla.

Ese día Elsbeth le había recogido el pelo a Leonor en dos largas trenzas que nacían en las sienes y que quedaban recogidas haciendo un par de círculos a la altura de la nuca. El sofisticado e improvisado peinado le daba un aire de ninfa del bosque y Neall se deleitó con la visión de su cuello al descubierto. Su cuerpo respondía siempre a la extranjera, por mucho que se esforzara en mantenerse al margen, hasta el último de sus músculos se ponía tenso, en alerta… deseando pasar a la acción. ¡Cuánto deseaba estrecharla entre sus brazos y saborear cada palmo de su piel! Recordarla bajo esa cascada con las miles de gotas adorando y recorriendo su silueta era una bendición para sus noches en vela. Pero mirando a su alrededor, Neall se dio cuenta de que no era el único que pensaba en la joven de esa manera tan poco decorosa. ¡Maldición! No solo sus hombres bebían los vientos por ella, también los de Ayden parecían haber caído en su enigmático hechizo.

Neall Murray recordó divertido cómo Elsbeth había querido mantener las distancias con Leonor hacía tan solo una semana. No le había hecho ni pizca de gracia saber que tendría que compartir con la bella extranjera más tiempo del necesario. Sin embargo, tras una conversación con Sir Symon, la aceptó sin más reservas e, incomprensiblemente y en cuestión de días, ambas mujeres se habían hecho inseparables. El saber que Leonor no tenía ningún interés sentimental por Sir Symon Lockhart había ayudado y mucho a esa unión, por supuesto. Ya no veía en ella una rival, más bien la veía como una hermana, una confidente y una amiga. A Neall, que ambas mujeres se llevaran bien, lo congratulaba sin saber muy bien por qué. Aunque esto le estuviera suponiendo más de un quebradero de cabeza.

El capitán se fijó en su hermana, siempre radiante, femenina y coqueta. Una seductora nata desde que tenía uso de razón. Cada una, en su estilo, era bellísima. Sin desmerecer ni mucho menos a la melliza, Leonor tenía un halo de misterio que extasiaba. La perfecta combinación de fuerza e inseguridad, de experiencia e ingenuidad, de exuberancia y timidez. Era una diosa. Su diosa.

Ayden y Erroll charlaban animadamente mientras afilaban con la piedra el doble filo de sus claymore, sin perder un detalle del embobamiento de su hermano y amigo. Neall tragó saliva. Era evidente que Leonor lo embelesaba y atraía como una polilla al fuego. El rostro de Leonor no mostró nada que le advirtiera de qué se trataba esta vez la visita al patio de armas. Aunque, al llegar a la altura de los capitanes, sonrió levemente con una ligera mueca. Erroll y Ayden la saludaron con cortesía y ella les respondió con una genuflexión. Sin embargo, cuando sus ojos se encontraron con los de Neall, un brillo especial en ellos los delató. Había algo que se escapaba de cualquier razón, un magnetismo natural que los atraía irremediablemente.

Elsbeth se acercó para charlar con sus hermanos y Leonor se quedó como siempre a una prudente distancia, mientras se recolocaba el carcaj y el arco. La española evitaba estar próxima a Neall desde aquel día a orillas del río Tay, en el que había estado a punto de besarle. ¿En qué estaría pensando? Si Sir William Keith se hubiera enterado, no habría hecho falta que Sir Symon Lockhart dijera nada, seguramente la habrían repatriado o metido en algún convento por díscola e insensata. Apenas conocía al arquero personalmente, pero Leonor no podía evitar sentirse tan atraída como incómoda ante su imponente presencia. Era estar junto a él y la sangre le hervía al punto de colorear sus mejillas con un rubor difícilmente excusable, viéndose incapaz de articular dos frases coherentes seguidas en su presencia o de controlar sus pensamientos hacia él y eso la perturbaba. El cuerpo de la joven respondía tembloroso, titubeante, caliente, húmedo… un cúmulo de sensaciones que difícilmente sabía cómo digerir y que le eran del todo desconocidas hasta ese punto. Ese hombre la encandilaba y lo evitaría a toda costa. Así lo había decidido, muy a su pesar.

Algunos guerreros la miraron con fervor y a la vez con suspicacia. En esos momentos, Leonor habría dado hasta el último penique escocés, que guardaba entre sus pocas posesiones, por tener un amigo como Cathasaigh en Blair Atholl. Con el escudero, Leonor podía ser ella misma, sin tener que estar pendiente de que todo lo que dijera se malinterpretara o diera lugar a una horda de bobos a sus pies. En esa semana, la arquera no había hablado con nadie que no fueran los hermanos Murray, Erroll y Deirdre. El resto del clan la rehuía en el trato directo y ella no había hecho nada porque cambiara esa situación. A Leonor no le gustaba ver el miedo en sus ojos, pero era bien cierto que el respeto no se ganaba en un día. Esas personas solo sabían de ella por lo que habían escuchado y la mayoría de las historias eran tan adornadas y cruentas que se sorprendía que los niños la siguieran a todas partes.

La española aguantó sola estoicamente al sol, mientras Elsbeth charlaba animadamente con sus hermanos y Erroll, hasta que un joven más o menos de su edad se arrimó a ella. Era el segundo de Neall. Un muchacho bastante atractivo, con el cabello castaño claro, que al sol parecía veteado por lenguas de fuego; de ojos que eran de un color indescriptible según la luz del momento, si bien Leonor juraría que eran grises; con una cuidada barba muy perfilada y unas cuantas pecas dispersas en la nariz y en las mejillas que le daban cierto aire travieso. Por su indumentaria, Leonor supo desde el primer día que era algo más que un escudero a pesar de su juventud. El segundo se presentó como Alex Mackenzie y le habló con un marcado acento del norte, donde las erres pasan a sonar más fuertes que los perros o carros españoles. Era un muchacho imponente, casi tan alto y fornido como Neall, pero sus gestos eran a la par inseguros y arrogantes. En definitiva, era muy apuesto y, por cómo se dirigía al resto de los hombres, se encontraba cómodo y respetado en el cargo de responsabilidad impuesto por su adalid. Leonor hizo ver que no lo entendía muy bien, por si desistía y la dejaba en paz, aunque había entendido perfectamente cómo le pedía que le enseñara su arco y que hicieran juntos algunas dianas, mientras esperaban a la señora.

El muchacho le volvió a preguntar de nuevo por el longbow con gestos y ella se lo dejó sin problemas. Su arco… jamás había dejado a nadie anteriormente que tocara sus armas, pues sentía que era demasiado íntimo, como si desnudara parte de su alma con un simple gesto. Pero, sorprendentemente, se vio a sí misma prestándoselo. El joven sopesó el arco y lo tensó un par de veces, haciendo amago de disparar, pero ahora fue él quien se estaba haciendo claramente el tonto. Leonor le dio una flecha de su carcaj y, divertida, vio lo difícil que le resultaba sostenerla derecha. ¿Cómo un muchacho de su edad no manejaba mejor el arco?

En la semana que llevaba allí, se sabía prácticamente el nombre de todos los miembros del clan Murray, incluido mujeres, niños, ancianos y animales domésticos. Siempre le había gustado interesarse por esas cosas, se podían crear vínculos muy poderosos al dirigirse a una persona por su nombre, pues hacía que se sintiera respetado, querido e importante. Le gustaba observarlos, siempre de lejos, para no intimidarlos, para conocer realmente cómo eran y qué sentían. Además de ser un divertido entretenimiento para no sentirse sola o con la necesidad de gastar su tiempo en otro tipo de quehaceres.

Alexander Mackenzie era uno de los hombres más jóvenes y aventajados con los que contaba Neall. Las muchachas se sonrojaban a su paso y los hombres alababan su buen criterio y valentía en el campo de batalla. Por la anchura de sus hombros y de su brazo derecho, la espada debía ser su fuerte. Leonor nunca antes lo había visto manejar el arco en el patio de armas y se sorprendió de que se acercara esa mañana a ella, cuando siempre se mantenía en un indiscutible segundo plano delante de su capitán. Al principio, Alex había conseguido que Leonor dudara de sus habilidades, haciéndole ver su falta de experiencia con el longbow, pero un par de miradas y frases burlonas a sus compañeros de armas sobre ella, pensando que la joven extranjera no lo entendería, le había delatado. No se había equivocado al juzgarlo, esa mirada arrogante lo decía todo. Sonrió. ¿Acaso quería gastarle algún tipo de broma?

Leonor sintió el calor masculino que transmitía el cuerpo del joven al acercarse a ella con el arco e, instintivamente, dio un paso atrás. Si Alex pensaba que se podría mofar de ella tan fácilmente era porque no había prestado oídos a los chismes de vieja. Desde pequeña, no había cosa que le entusiasmara más a la joven que un reto y si era con el arco, mejor que mejor. La española cogió otro arco de la armería que se encontraba a sus espaldas y sonrió a Alex curvando la comisura de los labios con picardía, mientras terminaba de tensar la cuerda y comprobaba la empuñadura. No era tan bueno como el suyo, pero serviría. El instrumento siempre iba al servicio de la habilidad. ¿Qué más daba que usara o no su arco? A pesar de lo que pensaban muchos lugareños supersticiosos, su arco no era mágico, ella misma había visto cómo se lo hacía su abuelo paterno de una vara de fresno y lo dejaba secar pacientemente, evitando el sol y cualquier humedad, antes de tallarlo, cepillarlo, pasarle la escofina y la lima. Se había pasado días enteros contemplando a Don Sancho lijarlo con mimo, a la vez que le contaba historias de su infancia y de personajes ilustres. Su abuelo también había tallado «Ayala» en la empuñadura con su hermosa y esmerada caligrafía. Leonor se pasaba a veces las horas recordando lo feliz que le hizo saber que el longbow era para ella y no para su padre.

En un perfecto gaélico, Leonor le sugirió a Alex Mackenzie que eligiera un blanco, el que él quisiera. ¿Por qué no? Pasarían el rato que Elsbeth estaba dedicando a sus hermanos en practicar el tiro. Colocándose Leonor tras él y siguiéndole el juego, ayudó a Alex a tensar el arco y le posicionó en un ángulo perfecto el hombro con el codo y las caderas. La arquera se puso de puntillas y, apoyándose sobre su espalda, le susurró algo al oído.

—No me mintáis, maighstir. Sé muy bien que sabéis tirar —le había murmurado Leonor a modo de dulce regañina, con una voz suave y divertida.

El segundo capitán disparó la flecha sin saber muy bien cómo, pues le temblaban algo más que las rodillas. La calidez del aliento de Leonor en su oreja lo había encendido como una yesca al lado de un montón de paja seca. Alex se quedó paralizado al saber que había sido descubierto por Leonor y la siguió con la mirada hasta que ella se colocó para efectuar su tiro, como si el arco fuera una simple prolongación de su brazo. Mackenzie le dedicó una mirada hambrienta, cargada de deseo, de esas que no dejan ropa por quitar, ni palmo de piel por recorrer. Leonor era ajena a todo lo que había despertado en el hombre de confianza de Neall desde que había cruzado el patio de armas. En realidad, no había guerrero que no estuviera pendiente de sus movimientos felinos, pues no era muy común ver a una mujer con tales destrezas con las armas. Ya no le tenían miedo o, al menos, no atroz. Ya habían dejado de verla como una sluagh sìdhe o una banshee. Ahora era la sombra de la señora, sencillamente, y se habían acostumbrado a su presencia.

Alex Mackenzie no había calculado bien con quién se estaba midiendo, de oídas sabía que la española tiraba al arco y se había lanzado con la excusa perfecta para conocerla, sin pensar en las consecuencias. Lo había descubierto… ¿y qué? También la joven le había sonreído y susurrado al oído, haciendo que tuviera a todos sus hombres muertos de envidia. El sonrojo inicial de Mackenzie por saberse descubierto, pronto pasó a ser un henchido orgullo de palomo en pleno cortejo.

La ira en los ojos de Neall podría materializarse en rayos y truenos en cualquier instante y eso que estaban en agosto y a pleno sol. Si Alex Mackenzie volvía a enseñarle toda su blanca dentadura a Leonor, se la borraría de la cara de un simple puñetazo. El arquero apenas prestaba atención a su hermana, que no dejaba su animada charla con Ayden y Erroll, vigilando los movimientos de su segundo capitán y de Leonor por el rabillo del ojo. No perdía detalle de lo que ocurría en la improvisada justa y cómo Alex se comía literalmente con los ojos a su bella Leonor. Lo mataré, había pensado el capitán dispuesto a darle el escarmiento de su vida a su subordinado. Neall tuvo que esforzarse mucho para no dar los diez pasos justos que los separaban de la pareja y quitarle las manos de encima a ese cretino de Alexander Mackenzie.

¿Qué podía haberle dicho a su hombre que lo había sonrojado como a una jovencita? ¡Voto a Dios! Alex tenía fama de conquistador con las mujeres de la villa y alrededores, por su labia y su porte de caballero, por sus estudiadas galanterías y ese par de hoyuelos que le salían al reírse siempre. Que lo fulminara un rayo ahora mismo, si volvía a hacer como que no sabía disparar el arco para que ella le dedicara sus atenciones… Lo lamentaría, se juró, pues sobrada estaba su habilidad con las flechas.

Todo los presentes se reunieron alrededor de la pareja, pues habían escuchado las hazañas de la muchacha con el arco en el campo de batalla y no terminaban de creerse que fuera tan buena como decían los hombres de Sir William Keith. Tampoco querían perderse cómo terminaba de bien parado Alex Mackenzie tras haberse acercado a una joven con más carácter que el mismísimo diablo. «¡Esa mujer os queda grande, caraid!», le habían dicho entre risas a Alex, justo antes de abordarla. Sin embargo, si de algo se jactaba el imprudente Mackenzie era de no tener miedo a nada ni a nadie. No dudaba que la extranjera fuera buena con el arco, pero nada comparado con un escocés criado bajo el cielo estrellado de las Highlands.

Ayden, Erroll y Elsbeth terminaron la distendida conversación ante la algarabía que se había montado por el tiro de Alex Mackenzie y se acercaron a interesarse por lo que la había originado, colocándose justo al lado de Neall. Ayden miró primero a su hermano y después a Erroll, no sabiendo muy bien si debía parar lo que quiera que estuviera sucediendo antes de que alguno lo lamentara. No obstante, cuando iba a hacerlo, Leonor se aproximó a Elsbeth y le pidió solo un par de minutos para poder efectuar unos tiros con Alex, antes de proseguir su camino. Elsbeth asintió divertida, aplaudiendo como una niña pequeña por la oportunidad de presenciar algo diferente en su diaria y monótona rutina. Neall se puso tenso en cambio y se irguió poco complacido, dejando que Leonor se percatara de su enojo y de su presencia.

«¡Vaya! Neall es más alto incluso de lo que lo recordaba», pensó Leonor al pasar a su lado, «…y huele a bosque...». En realidad, todo él le recordaba a un frondoso bosque escocés, en los que da igual cual sea la estación del año, porque siempre hace fresco y donde la humedad impregna el ambiente de gotas de rocío, tan grandes como perlas sacadas de algún tesoro pirata. La española estaba tan cerca de Neall que, el radiante calor que emanaba su virilidad, hizo que se le escapara un suave gemido. La joven se esforzó porque no se notara el sofoco que le provocaba tener tan cerca su cuerpo esculpido por un algún dios de la antigüedad. La imagen que había devorado de él desde la ventana, con el torso descubierto, había llenado su mente de fantasías, difícilmente llevaderas en una vida casta como la que ella llevaba. Una gota de sudor comenzó a bajarle lentamente por el cuello a Neall, deslizándose por su fuerte pecho dorado por el sol y bordeando los acentuados escalones de su duro abdomen hasta morir ahogada en el principio de su calzón. Leonor creyó que moriría sin remedio por no llegarle el aire al pecho. Lamió y mordisqueó su labio inferior, a la vez que retiraba la mirada avergonzada por la creciente humedad que Neall Murray le provocaba. «Este hombre ha debido ser creado por un ángel o por un demonio para que me tiente… ¡Madre de Dios!». Si algo tenía claro era que un año cerca de él no iba a resultarle nada fácil. Debido al calor y al esfuerzo del entrenamiento, casi todos los hombres iban sin camisa y mostraban sus espléndidos torsos sin un gramo de carne fuera de su lugar… pero solo el de Murray hacía que se le erizaran hasta las raíces de los cabellos.

Leonor musitó por lo bajo una plegaria, no por el tiro que iba a efectuar y que era lo de menos, sino para poder quitar de su mente la mirada de Neall puesta en su nuca y su magnífico cuerpo a escasos pasos. La arquera respiró hondo, cerró los ojos y los volvió a abrir, soltando lentamente el aire de sus pulmones hasta dejarlos vacíos. Leonor tiró y dio diana sin problemas. Enseguida, se colocó al lado de Alex Mackenzie, sin la menor muestra de arrogancia por su parte, esperando con calma que el guerrero se decidiera a elegir el siguiente objetivo. El aplomo gallardo de Alex había desaparecido al ver la seguridad y técnica con la que Leonor había cogido el longbow y había disparado la flecha. Alex Mackenzie dudaba a qué debían tirar a continuación, pues no quería arriesgarse a fallar delante de sus compañeros. Neall sonrió, se lo tenía bien merecido por lisonjero y petulante. ¡Leonor era el «John» del doble robin! Difícilmente su aventajado hombre conseguiría ganarla. Con picardía, el guerrero eligió un objetivo muy alto, lo que a él le facilitaba mucho el ángulo de tiro por ser de mayor estatura. Sabedor de que a ella le resultaría difícil igualarlo, Alex apuntó y disparó con esa sonrisa que, si nadie lo remediaba pronto, acabaría esa misma mañana desdentada. Diana.

Leonor aplaudió complacida por la astucia que había demostrado tener Alex Mackenzie al elegir el objetivo. Elevado, situado entre árboles y aparentemente complicado para alguien que no fuera lo suficientemente experto. Nada que no se pudiera lograr, sopesando algunas variantes como el ángulo, el viento y la velocidad de tiro. No obstante, la española estaba muy feliz por poder entrenarse con alguien que no le llegara a la cintura y donde el reto supusiera algo de dificultad y aliciente. Todos los que allí se encontraban fijaron sus ojos en ella. Leonor estaba exultante, ni pizca de irritación o malestar por el buen tiro de su oponente. Como aquel primer día en Aberdeen, tan segura de sí misma y de sus posibilidades..., sin caer en la arrogancia y valorando la calidad de sus oponentes sin subestimarlos, pensó Neall, dando un pequeño margen a su enfado por la conducta zalamera de su segundo capitán.

La de Ayala fijó su vista en el objetivo y sonrió abiertamente al descubrir el intento de Alex Mackenzie. Tenía dos opciones: subirse en algo para igualar la dirección de tiro del joven, o tomar el camino complicado y a la vez más interesante. Leonor se posicionó y se acuclilló ligeramente, sin dejar de tener alineadas perfectamente las caderas. La postura resaltaba sus esbeltas y torneadas piernas, así como un sugerente y redondeado trasero respingón. Ya se había colocado y no había nada que pudiera perder si erraba el tiro más que un poco de orgullo. Mojándose el dedo índice, comprobó la dirección del viento, tensó la cuerda del longbow y disparó, haciendo la flecha una parábola en el aire. Doble diana. Un murmullo ahogado resonó en el patio, entre vítores y aplausos.

Alex estaba contrariado y no dejaba de repetirse: ¿cómo lo ha hecho? Esta vez dejó que fuera ella quien eligiera la diana, sin poner ninguna objeción. Leonor cogió una de las cintas azules de adorno de su peinado e hizo una lazada con ella. Pidió a Angus Swinton, uno de los escuderos de Alex Mackenzie, que se alejara más allá de las caballerizas y la pusiera a la altura que creyera conveniente. Cuando el muchacho la hubo dejado clavada a más de cien pasos, en una puntilla donde ya pendía una herradura, la joven tiró. Justo en el nudo. ¡Maldita sea! ¿Cómo lo hacía? Una ovación generalizada perturbó el silencio que había precedido al tiro. Algunos de los hombres incluso corrieron para ver de cerca el nudo del lazo ensartado en el madero, en uno de los agujeros de la propia herradura.

Alex Mackenzie torció el gesto por el desafío y se limpió el sudor de la sien mientras resoplaba. Realmente estaba lejos del objetivo, la mente no dejaba de darle vueltas a esa diana imposible y a la sonrisa franca de la joven cuando le había dicho que era su turno. Alex cogió el magnífico longbow y apuntó, intentando divisar el pequeño lazo apuntalado en el madero. El segundo capitán volvió a resoplar y miró al cielo en busca de inspiración divina, si acertaba, era pura suerte. Así que decidido a intentarlo al menos, tiró y erró perdiéndose la flecha en el horizonte. Todo fue muy rápido. En menos de un segundo, una segunda flecha había salido disparada haciendo un robin sobre la flecha de la joven y Leonor, pensando que el tiro había sido de Alex Mackenzie, se echó en los brazos del joven llevada por la alegría de la proeza.

—¡Ha sido un tiro magnífico, caraid!

Alex no daba crédito a lo que había pasado, juraría que había errado y, además, con creces. Pero ahí estaban los hombres cerca del lazo ensartado con dos flechas, una dentro de la otra. El muchacho le sonrió bobaliconamente y la sujetó por la cintura, aprovechando lo cerca que estaba la muchacha para hacerla girar en el aire hasta colocarla de nuevo en el suelo entre risas. Sin embargo, Neall no podía creerse lo que veían sus ojos. ¡Maldito fuera mil veces, si con tal de enmendar el mal tiro de su segundo había conseguido echar a Leonor en los brazos del engreído Mackenzie! Hasta hacía media hora era uno de sus más leales y serviciales hombres, pero ahora lo estrujaría entre sus dedos hasta sacarle zumo como a un limón.

Neall, previendo lo que iba a pasar, había cogido disimuladamente un arco y una flecha de la armería y había tirado justo después de Alex al ver que la dirección que iba a tomar la flecha no era la adecuada. Había sido instintivo, como un acto reflejo para enmendar el fallo de su segundo y ¿ahora él se llevaba los honores? ¿Nadie se había fijado en que se había disparado una segunda flecha o también esta había sido producto de su imaginación? Dispuesto a que Alex Mackenzie no se saliera con la suya o, al menos, a que no se llevara los honores que por mérito propio le pertenecían, Neall apartó malhumorado a algunos de sus hombres y separó a la pareja de un empujón brusco y sin previo aviso. Leonor casi cae de bruces al suelo por el ímpetu del envite, pero en el último momento, el capitán consiguió detenerla pasando su fuerte brazo por la cintura y atrayéndola con fuerza a su pecho. Durante unos segundos, la sostuvo muy cerca de su vigoroso torso, casi piel con piel, jadeante. Alex no tuvo tanta suerte y acabó en el suelo con gran estruendo para bochorno del joven. La algarabía general de sus compañeros de armas, que hasta hacía un instante le aplaudían entusiasmados como si se tratara del mismísimo rey, se acalló de golpe cual camposanto. Las miradas de desaprobación de los presentes no se hicieron esperar tampoco.

Neall había dejado de pensar en el instante que vio que ella se echaba en los brazos de Mackenzie para felicitarlo por el robin y, también sin pensar, había derribado de un empujón a su oponente, llevándose con el impulso a la joven por delante. El capitán no había calculado su fuerza y había estado a unos segundos de no poder cogerla antes de que cayera al suelo. Leonor temblaba visiblemente o eso le parecía a él. «La he asustado, ¡diablos!», se dijo, empezando a darse cuenta de lo que había originado con su arrebato.

Leonor se sintió azorada ante el contacto de Neall. No podía casi respirar, estaba confusa y, hasta cierto punto, abrumada por la situación. Tampoco entendía muy bien qué había provocado que el capitán se comportara de ese modo tan brusco, tan posesivo... El cuerpo de Neall aún estaba sudoroso y se mezclaba con el olor a romero y brezo de su piel. Memorizó cada sensación como un sentenciado a muerte. El corazón de ella le latía tan fuerte que llegó a creer que eran las campanas de la capilla, anunciando el mediodía cuando tan solo eran pasadas las diez. Le latía tan rápido que creyó que se desmayaría sin poder aguantar el ritmo. Leonor intentó separarse de él, pero ¿quién era capaz de resistirse a semejante hombre? Estar entre sus brazos era la sensación más maravillosa que había sentido nunca. Una mano de Neall la asía por la cintura y la otra descansaba bajo su nuca. Ni en sus sueños hubiera logrado enlazar mejor sus cuerpos. Leonor sintió que las piernas no le respondían y rogó a Dios que no la dejara caer, mientras intentaba controlar su respiración a toda costa. El rubor le quemaba las mejillas y con una inocente cadencia de ojos, parpadeó al notar la erección de Neall entre sus piernas.

—¡Oh! —solo fue capaz de articular la joven al sentir cómo sus cuerpos se encajaban y cuando la razón le pedía con insistencia que se separase.

Los hermosos ojos de Leonor se abrieron de par en par y hasta las orejas sintió que se le enrojecían por segundos. Sus pechos se apretaban a su fuerte torso tanto como la excitada verga de él se clavaba en sus caderas. Neall había sentido la pasión por un instante en los ojos de ella y cómo luego palidecía y se ruborizaba a la vez, como si eso fuera posible. Sintió deseos de besarla, de mordisquearle sus jugosos y gruesos labios, mientras introducía con vehemencia su lengua en su boca. Hacerle el amor con la boca y con cada palmo de su piel, sin dejar atrás ni un resquicio siquiera. El capitán se aferró más a su cintura y su aroma a esa flor extraña lo embriagó. Fueron los segundos más exquisitos y felices de su vida, no había comparación posible a lo que la extranjera era capaz de despertarle dentro. Se sentía vivo y a la vez creía estar muerto.

De repente, sacando fuerzas de donde creía no tener, la española luchó contra el deseo de quedarse encajada a ese hombre para siempre y empujó a Neall jadeando por el esfuerzo. «Debe pesar tanto como una de esas imponentes rocas de los Círculos de Piedra», pensó. La sensación placentera que él sentía se convirtió en el vacío más atroz al separarse Leonor de sus brazos. Realmente parecía asustada y eso contuvo al capitán para no abrazarla de nuevo. La necesitaba. No le importaba que prácticamente todos los hombres del clan los estuvieran mirando, preguntándose la extraña relación que tenían ambos. Neall se sentía confundido, ¿qué le estaba pasando? ¿Por qué se sentía desahuciado si no estaba con ella? Le costaba digerir este cúmulo de sentimientos contradictorios que le despertaba la presencia de la joven en tan poco tiempo. El ímpetu con el que Neall la había abordado no tenía ninguna justificación posible, no una que no fuera disparatada al menos. Se sintió acorralado, quizás un buen ataque a tiempo le salvara de dar más de una explicación. El capitán respondió defendiéndose por su propio atrevimiento, y por la reacción de ella de espanto a su cercanía, con un ataque directo y personal a la muchacha:

—¿Acaso no reconocéis al vencedor, que os echáis a los brazos de cualquiera?

Leonor miró confusa a Alex Mackenzie, que se seguía sacudiendo la arenisca del cotun, y comprendió que el tiro acertado no lo había podido realizar otro que Neall. Sin embargo, la insolencia de su tono hizo que se sintiera como si la hubieran abofeteado. ¿Y por qué había enmendado el tiro de su subordinado si podía saberse? Si tanto quería participar y colgarse mil medallas, que se hubiera sumado a la ronda de dianas con solo decirlo. Pero no, sus palabras habían sido rotundas y clarificadoras: «os echáis a los brazos de cualquiera…» y un nudo en el estómago comenzó a aprisionarle las entrañas, llevándose la mano de la espada al abdomen, con el repugnante regusto de la bilis en su garganta.

Neall lamentó sus palabras incluso antes de que salieran de su boca, pero al verla en brazos de otro, los celos se habían apoderado de su alma y no había sabido mantener la boca cerrada.

—Yo… yo… —las lágrimas llegaron a sus ojos pardos, pero ninguna se dignó a salir. Las palabras de Neall se repetían en un angustioso bucle, mientras sentía cada vez más férreo el nudo de la soga que le atenazaba el cuello. El suelo parecía moverse a sus pies y se apoyó en el arco para guardar la compostura, mientras en su cabeza no dejaba de escuchar: «os echáis a los brazos de cualquiera…», «os echáis…».

Leonor miró a su alrededor en busca de algo que la devolviera a la realidad porque no entendía nada. Alex había tirado y había hecho un robin, o más bien la doble diana debía haberla realizado Neall por lo que el guerrero estaba reclamando. ¿Qué más daba? Ellos solo lo habían festejado y, como salido de una misma falla del infierno, Neall los había separado como si hubieran hecho algo más indecoroso u obsceno que un simple abrazo a la vista de todos. «Os echáis a los brazos de cualquiera…», se repitió con un regusto amargo que la hizo sentir sucia y desarmada.

Allí no tenía ningún amigo, no eran sus compañeros, ni su familia. Allí no tenía a nadie que la consolara cuando las cosas se torcían o iban mal. Echó de menos a Cathasaigh, a Sir William Keith y al orgulloso, pero siempre atento, Sir Symon Lockhart. Se dio cuenta de cómo los guerreros, que antes parecían divertidos por el juego y la pequeña competición, eran incapaces de sostenerle la mirada a su alrededor. Ella no pertenecía a ese lugar y dudaba mucho que algún día consiguiera el afecto y el respeto de esos hombres. Se sentían agradecidos por haberle salvado la vida a su joven señor, pero la miraban como si hubiera hecho algún pacto con el diablo.

Se abrió paso entre el corrillo de hombres y se encaminó hacia la muralla sin esperar a Elsbeth, levantando con toda la dignidad que pudo la barbilla, con el pecho hecho una nube de negras lágrimas y con la intención de salir por la gran puerta sin mirar atrás. No sabía cuánto tiempo estaría fuera, porque no llevaba más que lo puesto, pero necesitaba pensar lejos de esos muros y, sobre todo, lejos de Neall. Cruzó el rastrillo y, cuando estuvo fuera del alcance de miradas indiscretas, comenzó a llorar sin consuelo, a dejar que su alma se limpiara de una vez por todas, como si eso fuera posible. Se sentía tan abrumada por el cúmulo de recuerdos y sensaciones que echó a correr como si el diablo le pisara los talones, tan ensimismada y aturdida que no se percató de que Elsbeth la llamaba insistentemente y le pedía que la esperara, mientras dirigía unas duras palabras a Neall.

 

El joven Murray no había esperado esa reacción, pensaba que lo encararía, que le diría que se metiera en sus asuntos, que no había hombre que le dijera lo que tenía que hacer, que era un celoso y un depravado por pensar esas cosas de ella, como había pasado en el bosque. Neall se lo había vuelto a hacer, había caído en un absurdo ataque de celos por una nimiedad. El guerrero frunció los labios y el entrecejo mientras apretaba los puños, sabía que le había hecho un daño innecesario por orgullo y no se lo perdonaría jamás. ¡Diablos! ¿Qué le pasaba con Leonor? Desde que la había conocido no hacía más que comportarse como un celoso engreído dispuesto siempre a buscar pelea. Nada más lejos de la realidad.

Elsbeth apartó a Neall de su camino, en un intento de seguir los pasos de su amiga Leonor, y lo miró con un frío glacial tal que hubiera helado el mismísimo lago Lomond en pleno verano.

—¿A dónde vais? —le preguntó Neall con un tono airado a su hermana, mientras se echaba atrás el pelo con la mano y daba pequeños paseos en el mismo lugar.

—A recoger los pedazos, necio. Hoy era un día hermoso. Era la primera vez que conseguía ver a Leonor entusiasmada con algo desde que partieron Sir William Keith y sus hombres. Íbamos a ir a bañarnos juntas al lago y lo habéis estropeado todo. No sé a qué ha venido esa actitud tan impropia en vos, pero espero, hermano mío, que sepáis enmendar vuestro error cuanto antes.

—Pero… ¿Me habéis llamado necio, Elsbeth? ¿Cómo…?

Era la primera vez que su hermana tenía una palabra de enojo para él y eso le dolió profundamente. Quizás sí se había portado como un auténtico cretino. Elsbeth lo miraba enfadada y, con los puños anclados en sus finas caderas, asintió con un bufido, reafirmándose en sus palabras. Ese mohín de niña le hizo sonreír a pesar de la falta de respeto y pensó que lo mejor que hacía era disculparse ante Leonor si no quería empeorar las cosas. Realmente se había excedido, de eso no tenía duda, aunque aún no se sentía capaz de controlar los sentimientos que despertaba en él la joven extranjera. Quería hablar con la muchacha, disculparse… no, no quería hablar con ella, lo necesitaba más que nada en el mundo.

—Os acompañaré —dijo Neall, decidido a rectificar su desatino y colocándose la camisa por la cabeza con premura para no dejar que hubiera más distancia entre ellos.

—No.

No había sido una pregunta, de hecho. Neall no esperaba que Elsbeth le respondiera y mucho menos que se negara. El capitán se sintió como un niño al que acababan de echar una buena reprimenda y miró a Alex Mackenzie de reojo. Una sonrisa, por pequeña que fuera, y era hombre muerto. Pero su segundo capitán estaba serio, al punto que ofendido, no sabía en qué había desairado a su adalid. La joven era soltera, libre de ataduras… Alex era de todo menos tonto, no era difícil atar cabos. Gruñó. Leonor tenía que ser la mujer de la que tanto había oído hablar a Neall durante meses. ¡Diablos! ¿No se podía haber fijado en otra que no fuera la futura mujer de su capitán? Alex Mackenzie sabía que el rapapolvo que le esperaba era de órdago si estaba en lo cierto. Por su parte, Neall seguía sin creerse la actitud dolida de su hermana. Jamás le había durado un enfado más de unos minutos.

—¿No? ¿Cómo que no, Elsbeth? Es mi deber, piuthar. Os guste o no. ¿Acaso lo habéis olvidado? Se lo juré a Sir Symon… ¡por todos los Santos!—respondió Neall, asumiendo ahora el papel de hermano pequeño al que se le niega un dulce.

—¡Como para olvidarlo! ¡Lo repetís todos los días! —exclamó ella, alargando mucho las vocales y levantando los brazos al cielo—. Un día tras otro, mañana tras tarde… pues que me acompañe Ayden o Erroll, incluso Alex Mackenzie sería hoy mejor compañía que vos. No quiero lidiar con un engreído cabezota que no sabe comportarse con una dama —dijo con un brillo de malvada travesura en su voz para hacerle daño.

—¡Ni hablar! ¡¡¡No iréis a ninguna parte sin mí!!!

—¿Y quién lo va a impedir? ¿Vos?

—¡¡¡Elsbeth!!! —gritó Neall fuera de quicio y arrastrando mucho las palabras como siempre hacía desde pequeño cuando se enfadaba y que hacía que el parecido de los hermanos fuera mucho más evidente.

El capitán estaba totalmente fuera de sí por el constante desafío de su dulce hermana frente a los miembros del clan. Cierto que se había inmiscuido en algo tan inocente como unos tiros al blanco, pero ¡por Dios, que alguien le comprendiera! No podía gritar a los cuatro vientos que había actuado de tal forma porque estaba completamente celoso. Al verla en brazos de otro… ¡Voto a Dios! Le había hervido la sangre, si esta podía llegar a hervir. Los puños los tenía blancos de lo apretados que estaban. Se había portado como un celoso metepatas, pero esta insubordinación de su hermana delante de sus hombres daría para muchas bromas durante meses. Esto se tenía que acabar.

Ayden, viendo el cariz que estaba tomando la conversación entre sus hermanos, se colocó entre ellos en un intento de devolver la paz. Era la primera vez en su vida que los veía discutir y que veía a su dulce hermana hecha un basilisco. Ayden entendía a Neall, sabía del interés de su hermano por la joven extranjera. Él mismo habría tardado menos en apartar de un manotazo al picaflor de Alex Mackenzie, que como oficial no tenía precio, pero siempre andaba metido en líos de faldas. El mellizo sentenció intentando transmitir una gran calma:

—Iremos todos, ¿de acuerdo, Elsbeth? Hace un día espléndido para bañarnos en la poza después del duro entrenamiento y refrescarnos las ideas es lo mejor que podemos hacer en estos momentos. ¿No creéis?

Malhumorados, Elsbeth por un lado y Neall por otro, salieron de la fortaleza seguidos del grupo de guerreros. Erroll, apoyándose con camaradería en el hombro de Ayden, le sonrió mientras los seguían a una prudente distancia y le confiaba entre risas:

—¡Menuda fiera vuestra hermana! ¿Tendré que compadecer a Sir Symon o felicitarlo por su futuro compromiso con semejante belleza? —preguntó jocoso Erroll con una chispa de travesura en sus ojos.

—Ya veis, la gatita se nos convirtió en lobo. Jamás la había visto tan enfadada y ¡mira que son muchos los años juntos!

—Si os soy sincero… lo que me ha extrañado es la reacción de Neall, porque que me corten el brazo de la espada, Ayden, si lo que hemos presenciado hoy no ha sido un ataque de celos en toda regla.

—Eso me ha parecido a mí también, caraid —dijo preocupado Ayden por ver la falta de control que había demostrado su hermano pequeño.

—No sé cómo va a ser capaz de contenerse durante todo un año… —reflexionó Erroll parándose en seco y cayendo en la cuenta de la gravedad de sus palabras—. Esa joven lo tiene obsesionado.

—Puff… ni yo.

—¡Demonios! Si os escuchara… ¿No era Neall el menos impetuoso del clan Murray?

—Ya veis… a todo cerdo le llega su San Martín —dijo riéndose a carcajadas Ayden—. ¿Acaso no visteis el resultado del derechazo que le dio a Sir Symon en los establos? Mi hermanito está resultando ser mucho más peligroso de lo que parecía en un principio. Si le llega a dar con la izquierda, le hubiera dejado la boca como el culo de un pollo.

Erroll abrió mucho los ojos y la boca ante semejante expresión. ¿La boca de Sir Symon Lockhart como el culo de un pollo? Ambos se dejaron llevar por la imaginaria situación unos segundos y se carcajearon de lo lindo hasta que alcanzaron al grupo que se encontraba a escasa distancia de la poza. Neall iba cabizbajo y Erroll se le echó encima de los hombros, como había hecho anteriormente con Ayden, catapultándose como cuando eran niños, pero ni siquiera eso hizo que le arrancara una sonrisa.

—Vamos, fear, no es para tanto. Además, ha sido un tiro magnífico… seguro que la habéis dejado impresionada, bribón.

Neall miró a Erroll y le devolvió un suave puñetazo en el hombro acompañado de una sonrisa picarona.

—¿Sí, verdad?

Erroll era experto en sacar sonrisas hasta en las situaciones más insospechadas. Los dos comenzaron a reírse y Ayden se les unió alborotándole el pelo con la mano a Neall. Por el camino, no se encontraron a Leonor como bien sabían que sucedería. Sir William Keith les había advertido que, cuando Leonor desaparece, era inútil ir a buscarla, porque ni sus mejores rastreadores, ni él mismo habían conseguido nunca encontrar su rastro. Neall se mantuvo algo alejado de Elsbeth para evitar que el enfrentamiento fuera a más, odiaba enfadarse con ella, pero que no le hubiera dado siquiera opción a explicarse… no era propio de su hermana. Aunque, para ser justos, tampoco era propio de él actuar como lo había hecho. De todos modos, poco podría decirle que no fuera darle la razón en todo. Neall asumió que se había comportado como un prometido celoso, posesivo y brutal, lo que no quitaba que tuviera una pequeña charla con Alex Mackenzie al respecto. Si volvía a ponerle las manos encima a Leonor, no se conformaría con derribarlo al suelo. Ese jovenzuelo lo lamentaría.

Neall nunca había sentido esa necesidad de pertenecer a nadie, ni siquiera de tener a alguien cerca por mucho tiempo. Siempre había sido un niño solitario hasta que Erroll Flanagan, con su desbordante alegría, y Darren Stewart, con su innata camaradería, consiguieron romperle la coraza como el que abre la cáscara de una nuez. Gracias a ellos, Neall había descubierto facetas de su personalidad por las que jamás hubiera apostado, con ellos era divertido, bromista, aventurero al punto de temerario, no se sentía apocado, ni tímido, sino más bien resuelto y audaz… con ellos había descubierto, en definitiva, que los límites se lo imponen las personas y que todo en la vida era posible si se persigue con tesón y acierto. Los tres muchachos forjaron una amistad sincera y duradera en los años que pasaron juntos como escuderos y pupilos de Sir William Brisbane.

El camino a la laguna se hacía bastante corto si cruzaban por las tierras de Sir Kenion Strathbogie y, ante ellos, pronto se dibujó la laguna cristalina tan brillante como el acero recién bruñido. El pequeño lago rocoso estaba rodeado de una frondosa arboleda de fresnos y abedules, que refrescaba la temperatura considerablemente. Los rayos de sol centelleaban como un millar de estrellas sobre la superficie mansa del agua y la brisa la acariciaba con mimo provocando aún más destellos chismosos. No hubo guerrero que no se despojara de sus ropas quedándose en paños menores en un santiamén, corriendo al agua como críos entre gritos y empujones de «asno el último».

«Son como niños», pensó Elsbeth mientras se sentaba en la orilla de la poza y esperaba que apareciera Leonor. Sabía que la situación había sobrepasado el carácter orgulloso de la muchacha y temió que tardara mucho en volver a Blair Atholl. La de Ayala era un libro abierto, pues cuando no estaba en guardia, todas las emociones se le reflejaban en los ojos. ¡Menuda ocurrencia la de su hermano decirle a una joven que se había echado en brazos de un hombre como una cualquiera! Si se lo hubieran contado, jamás lo hubiera creído. ¡Pero si la pobre se seguía sonrojando como una quinceañera! Elsbeth pensó cómo se sentiría ella fuera de su casa, lejos de su madre y de sus hermanos, en una tierra extraña, sin más medios para sobrevivir que lo que ella consiguiera o la buena gente le facilitara. Ella no era tan fuerte como su nueva amiga, o quizás las circunstancias fueran las que te obligaban a serlo. Sobrevivir… un escalofrío le recorrió la espalda a la melliza. Ella nunca la dejaría desamparada y se esforzaría porque fuera feliz en su tierra. Ella cuidaría a su vez de Leonor, se instó. Aunque a veces la española pareciera una valkiria, no era más que una joven y dulce muchacha de veintidós años.

El mediodía y la tarde pasaron sin que Leonor se dejara ver por el castillo y sin que Neall mejorara su mal carácter en lo que restó el día. Ni el fantástico baño, ni las bromas de sus hombres, ni la charla entusiasta de Erroll… nada, no había nada que le hiciera olvidar su tremenda metedura de pata de por la mañana. Si por lo menos la hubiera visto, podría haberse disculpado por su grosería y su falta de respeto, pero nada, ni rastro de la bellísima joven. Neall estaba desesperado por verla, ni siquiera la suculenta cena, que había preparado con esmero Deirdre, le supo a gloria tras el baño, ni tampoco le quitaba la desazón que tenía en el cuerpo. Despidiéndose pronto de los presentes, Neall pensó en hacerle una visita a su madre después de la velada. Eso le ayudaría a ver las cosas desde otra perspectiva. Lady Annabella siempre había tenido el don de saber qué decir y en qué momento decirlo.

 

Tras la muerte de su padre, su madre vagaba como un espectro entre los vivos y solo con él se mostraba con ánimos de hablar y desahogarse, aunque se cansaba rápidamente de la charla y se dejaba arrastrar por su perenne ensoñación. A medida que Neall subía la angosta escalera caracoleada de la torre de homenaje, no podía creerse estar escuchando la risa de su progenitora. ¿Su madre riendo? ¿Acaso sus sentidos le engañaban o las ganas de volver a escuchar su risa le había trastornado? Había sido un día para olvidar, salvo por el instante que tuvo a la española en sus brazos… Sin duda lo he soñado, se lamentó Neall, mientras terminaba de subir los últimos escalones de la torre. Debe ser fruto del agotamiento, pero no, la inconfundible risa de su madre volvió a llenar la tercera planta del castillo de una luminosa esperanza. Nada que ver con el cansancio que tenía, o con la algarabía del salón que aún se dejaba oír por el hueco de la escalera. Perplejo, Neall se acercó con curiosidad a la puerta de la estancia de Lady Annabella y entró sin llamar llevado por la curiosidad.

Màthair

Las risas cesaron ante la interrupción. Neall se quedó tan sorprendido que no supo si terminar de entrar en la habitación. Leonor estaba sentada en el suelo con un libro entre sus manos, mientras Lady Annabella se entretenía en hacerle trencitas muy pequeñas en el cabello como hacía con Elsbeth de pequeña. Los recuerdos de antaño le golpearon fuerte el pecho y dio un paso atrás, temeroso de que la imagen desapareciera ante sus ojos. La gacela salvaje lo miró unos segundos y volvió a desviar la vista avergonzada hacia el libro, con las mejillas arreboladas.

—Pasad, mac —dijo Lady Annabella con la sonrisa aún en los labios y, dirigiéndose a Leonor que había cerrado el libro y se disponía a levantarse, le indicó—. Leannan, no os mováis o se estropeará el peinado. Aguardad, por favor, no podéis dejarme con la intriga ahora… estamos en la parte más interesante.

—Disculpadme, mo baintighearna, pero es tarde y vuestro hijo ha venido para estar con vos… Mañana os prometo volver a vuestra alcoba y narraros el final de la historia.

Con un suspiro, Lady Annabella entendió que se quedaría esa noche sin saber qué le sucedería al caballero Sigfredo justo cuando iba a pedirle la mano de la princesa Krimilda. La historia le había fascinado desde el primer minuto, pues Leonor le ponía un énfasis realmente teatral a los diálogos que la divertía muchísimo. Era una niña encantadora, aunque no sabía muy bien cuál era su labor en el castillo. Ya corroboraría su historia con su hijo mellizo, llegado el caso. Despidió a la joven con un suave beso en la mejilla y observó cómo los ojos de Leonor se velaban por la emoción. «¿Qué demonios arrastra mi nueva amiga siendo tan joven?», se preguntó extrañada Milady.

Con la rapidez de una gacela y sin mirar ni una sola vez al capitán, Leonor cruzó la estancia de la señora con el libro bien agarrado a modo de parapeto, cerrando la puerta tras sí con cuidado. Neall sintió una punzada de dolor en el pecho y el deseo de ir tras ella para disculparse, pero no podía dejar a su madre sola sin una explicación. El joven se vio incapaz de disimular su sorpresa y contrariedad frente a Lady Annabella, por el hecho de haberlas encontrado a ambas juntas y compartiendo distendidamente risas… cuando se lo contara a Ayden, su cara sería todo un poema. Hacía cinco años que no habían visto a su madre ni siquiera sonreír. Ojalá hubiera sido lo suficientemente locuaz como para haber dicho algo que hubiera retenido a la joven, se lamentó. La rapidez con la que la extranjera había puesto tierra de por medio entre ellos era, como siempre, extraordinaria. ¡Diablos!

—Siento haberos arruinado la diversión —fue lo único que alcanzó a decir Neall, apesadumbrado, con una caída de hombros.

—No importa, mac. Me hubiera gustado saber un poco más de la historia, pero la incertidumbre del qué vendrá, a veces hace aún más interesante el desenlace.

—¿Qué historia era esa?

—«El cantar de los Nibelungos». Es una historia germana y entretenidísima. Quizás algún día le pida a Leonor que la represente tras una cena para amenizar la velada del clan. Es una joven muy culta y versada en letras, además la representación se le da francamente bien.

Ante la cara anonadada de su hijo, Lady Annabella siguió hablando:

—No la había visto antes por el castillo, mac. No debe llevar mucho tiempo por aquí, ¿verdad?

—No, ella lleva poco más de una semana con nosotros…

—Entonces, ella debe ser la joven de la que todo el mundo habla, la arquera.

Neall asintió y se sentó al lado de su madre, acariciándole con el pulgar su pequeña y blanca mano. No sabía por qué tenía un nudo en la garganta, que le impedía seguir hablando sin que le temblara la voz. El joven tragó saliva en un intento de concentrarse en lo que su madre le estaba hablando.

—¿Os complacería?

—¿El qué, màthair?

—¿No me estabais escuchando, pequeño bribón? —le replicó con una sonrisa Milady, desviando rápidamente sus ojos a la mano que su hijo acariciaba.

—Lo siento, yo…

—Os preguntaba si os complacería que le pidiera a Leonor que representara el próximo sábado por la noche un pasaje del libro. De seguro que os encantaría.

Neall no daba nombre a lo que oía. No solo su madre estaba pensando en bajar a cenar con el resto del clan, sino que volvía a tomar decisiones propias de la señora del castillo y todo por una historia fantástica de caballeros y princesas. Inaudito. Como inaudito era que Leonor se mostrara siempre tan arisca con él cuando con el resto era divertidísima. Aún se encontraba contrariado por la risa de su madre, por saber que ella era la que le había provocado ese estado de felicidad, porque la muchacha supiera leer… aunque ¡demonios! ¿De qué se sorprendía? Si toda ella era una continua y fascinante sorpresa. Lo increíble era que se encontrara allí, después de haberla estado buscando sin descanso durante todo el día para pedirle disculpas.

—Claro, lo que gustéis, màthair. Esta es vuestra casa y vos sois su señora. Todo lo que decidáis, nos parecerá bien.

Neall no pudo resistir preguntarle a su madre cómo había conocido a Leonor. Quizás tardara en volver a verla tan comunicativa y quería aprovechar ese momento como si le estuvieran regalando centenares de monedas de oro.

—¡Ay, mac! Había ido a despedirme de vuestro padre, como cada día, cuando vi una auténtica valkiria sentada entre las almenas güelfas, admirando la puesta de sol. No había nadie más a quien preguntar si era real lo que estaba viendo, y el mero hecho de haberla hallado, ya me había dado un susto de muerte. Creo que yo también la sorprendí a ella, porque no supo más que hablar en un idioma desconocido para mí. Temí que a la pobre niña, el diablo se le hubiera metido dentro, pero no, dejó de hablar en ese lenguaje extranjero y respiré tranquila, al menos callada, no decía nada que no entendiera.

Neall sonrió ante la situación y cruzó los brazos sobre el torso, mientras se sentaba donde le indicaba su madre y proseguía su narración de los hechos.

—Tras tomar resuello, la joven comenzó a hablar en gaélico y pensé «gracias a Dios que no necesitamos al sacerdote para devolverle la paz al cuerpo». Menudo susto, mac, menudo susto —Neall sonrió ante las ocurrencias de su madre, de la que había heredado su, a veces, tan apreciado buen humor.

Neall sonrió a su vez, tomando entre sus fuertes y callosas manos de nuevo la de su madre, pensando en la cara que se le quedarían a Ayden y Elsbeth cuando les contara que Lady Murray había despertado de su estado de vida contemplativa, como si el hechizo que la mantenía ensimismada y vegetativa se hubiese desvanecido. La señora prosiguió la historia con el mismo ímpetu que caracterizaba a Leonor, increíble la mímesis que se había dado en tan poco tiempo.

—Me dijo su nombre y la misión encomendada respecto a mi hija. No quise hacerme la sorprendida, aunque lo estaba. Nada me ha referido Elsbeth de las intenciones de Sir Symon Lockhart de contraer matrimonio con ella dentro de un año —dijo a su hijo con tono de reproche, a la vez que con una profunda tristeza en su tono de voz y un mohín infantil en su rostro.

Lady Annabella miró a su hijo brevemente a los ojos: «¡Neall me recuerda tanto a Alastair!». Con dolor y arrepentimiento, murmuró:

—Supongo que no he sido la madre que necesitabais tras la muerte de vuestro padre…

—No digáis eso, màthair. Todos sabíamos del amor que os unía a él y del profundo dolor de su pérdida.

—Sí… pero el saber que Leonor había perdido trágicamente a su madre y a su hermana y seguía luchando por un futuro, me ha hecho ver que mi esposo no querría verme en esta eterna melancolía.

—¿Trágica muerte? ¿A qué os referís?

—¿No os lo ha contado?

—No, yo pensaba que entre vosotros… Por la forma en la que ambos os habéis sonrojado al veros y la manera de salir de la estancia tan precipitada de Leonor… Me ha hecho entender que entre vosotros… da igual, mac, cosas mías.

El gesto de contención de Neall le hizo acallar sus palabras. Había notado cómo la joven comenzó a temblar cuando vio entrar a su hijo en la habitación, pero no era miedo lo que vio en sus ojos. Como tampoco había indiferencia en los gestos de él precisamente. Esa joven le importaba de una forma especial a su hijo, de eso no tenía duda, y se alegró de que por fin hubiera encontrado alguien a quien abrirle su corazón después de tanto tiempo. Esa muchacha tenía algo difícil de explicar, que atraía tanto como intimidaba, y deseó que su hijo tuviera la paciencia suficiente para descubrirlo.

—Ella me salvó la vida, màthair.

Lady Annabella lo miró con extrañeza y Neall le contó a su madre la doble vida a la que su hermano Ayden y él se habían visto obligados a vivir durante esos meses para ganar un poco de tiempo frente a las demandas de Sir Kenion Strathbogie. El joven le explicó cómo había conocido a Leonor en Aberdeen como «John, el del doble robin».

—¿Un doble robin en una diana móvil? Ni siquiera a Sir William Brisbane vi jamás hacer semejante proeza.

Neall asintió y su madre se llevó la mano al pecho, sin poder ahogar una elocuente exclamación de júbilo. Él prosiguió su historia, haciéndola partícipe de la cacería perpetrada por Sir Strathbogie y el desenlace que le había arrancado la esperanza de verla de nuevo. También le contó cómo no se pensó el saltar de la trinchera, en la que estaban guarecidos junto al bando inglés los arqueros, para ir a ayudar a su hermano Arthur, que se había visto rodeado por el enemigo. La lengua se le enredó al recordar el encuentro con Sir Kenion Strathbogie del que apenas recordaba fragmentos inconexos, teniendo que beber un poco de vino dulce para poder confesarle sus pensamientos en las horas que pasó desangrándose al sol, pensando que había llegado su hora. Lady Annabella escuchaba a su hijo con una mano callando un grito sordo y la otra fuertemente asida a la de él. Solo fue capaz de sonreír cuando Neall le refirió que había confundido a Leonor con un ángel y los cuidados de la muchacha durante esos días, gracias a los cuales, había sido capaz de vencer a la muerte.

—Pero entre nosotros, no hay más que la misión de cuidar de Elsbeth hasta que vuelva Sir Symon Lockhart y formalicen su compromiso ante los ojos de Dios y de los hombres —terminó por decirle su hijo, que a pesar de llegarle por debajo del hombro, siempre sería su pequeño Neall.

—Entiendo. Entonces será mejor que sea la propia Leonor la que os cuente algún día lo que hizo que dejara su tierra y comenzara a vivir como una salvaje, como vos la llamáis. ¿No creéis, mac?

Neall asintió de mala gana, deseoso de saber más. Su madre le había dicho las palabras justas para que se preguntara cómo una joven educada y con cierta posición social, se había visto en la tesitura de dejarlo todo y malvivir en un país extraño, lejos de familiares y amigos. ¿Qué podía haber sido tan importante como para hacerlo? Neall le dio un beso a su madre en la mejilla y se levantó dispuesto a irse, visiblemente preocupado por lo que él intuía y había dejado entender su madre. Antes de cruzar la puerta, su madre le dijo:

—Nunca es demasiado tarde para ser feliz, Neall.

Por primera vez en mucho tiempo y tras la muerte de su amado esposo, Lady Annabella miró sin tristeza a los ojos a su hijo y le sonrió sin bajar por ello la mirada. También era la primera vez en cinco años que pronunciaba su nombre. El parecido de Neall con su padre era abrumador, pero ese día Lady Annabella se sintió con la fuerza de Sigfredo para matar al dragón que, con forma de melancolía, se había adueñado de su vida desde hacía demasiado tiempo.

Neall quitó la distancia que lo separaba de su madre y la estrechó entre sus brazos. Un abrazo largo, tierno y profundo, de los que te impregnas de la otra persona al punto de hacerla parte de ti, mientras hundes la cabeza entre sus hombros y revuelves con caricias los cabellos. El capitán inhaló el aroma de rosas y se sintió libre de la amarga carga de la soledad. Lady Annabella lo consoló con susurros como cuando era pequeño, a pesar de ser grande y fuerte como una montaña. Ambos habían sentido mucho la muerte de Sir Alastair, pero era momento de mirar hacia delante y de vivir de una vez por todas. Neall nunca podría agradecerle lo suficiente a Leonor ese instante mágico. La de Ayala le había devuelto a su madre y eso era más de lo que jamás podría haber soñado.