CAPÍTULO 07 – EL HECHIZO DEL AGUA
Castillo de Blair Atholl, Perthshire (Escocia), 29 de octubre de 1333.
Los preparativos para Samhuinn confinaban a las mujeres del clan Murray dentro del castillo de Blair Atholl, con la multitud de quehaceres que tenían que estar listos para la celebración del cambio de estación. Unas limpiaban el hollín de la chimenea de las paredes de piedra, las telarañas de los grandes candelabros que pendían del techo, o sacudían los tapices del polvo acumulado y sacaban brillo a la plata. Otras zurcían, almidonaban y ponían a punto los trajes que llevarían a la fiesta. Las más ancianas se dedicaban a la elaboración de velas y, bajo la supervisión de Deirdre, se afanaban con los guisos, estofados y calderetas, dejando un olor por todo el castillo que abriría el apetito a un muerto. Había mucho que preparar para la fiesta del fin del verano y la llegada del Señor de la Oscuridad, que reinaba durante las largas noches de Geimredh. Leonor adoraba ese tipo de fiestas paganas, donde el divertimiento estaba por encima de la cruda represión moral. Eran los únicos momentos donde las personas se mostraban realmente desinhibidas y carentes del temor de Dios, donde se confiaban secretos y se forjaban las verdaderas amistades.
Mientras las mujeres se dedicaban a todo ese tipo de labores, los hombres estaban atareados cortando y transportando ingentes cantidades de leña seca para el duro invierno. No había tiempo que perder, con las primeras lluvias torrenciales, la madera estaría tan húmeda que sería imposible hacerla prender por mucho que lo intentasen. De este modo, un gran número de hombres trabajaban a destajo guardando los troncos cortados en los graneros. Terminada esta labor, algunos de ellos siguieron reparando los tejados, como venían haciendo siempre, aprovechando los varales de madera más largos que habían sobrevivido de ser cortados para leña, y así fortalecer la techumbre. Ayden, Neall y Erroll bregaron con las enormes piedras para reparar los huecos, que se iban abriendo en las murallas año tras año, para que la nieve o el hielo no crearan desperfectos irreparables. Al trío se le sumó enseguida un par de hombres, grandes como montañas.
Todo el mundo tenía asignada como mínimo una tarea. Los niños iban y venían del bosque cargados con sus pequeñas cestas de mimbre buscando setas y frutos secos para confitar los asados y elaborar los dulces. Los mayores se dedicaban a lo que mejor sabían hacer, sin necesidad que nadie los azuzara. La faena de Leonor era lavar en el río con seis o siete señoras de avanzada edad, pero que podrían tumbar a un hombre con un solo soplido. ¡Qué manos y qué muñecas! ¡Qué dominio manejando las grandes coladas de sábanas mojadas! Las abuelas del clan eran bastante chismosas, les encantaba hablar de los pormenores de cualquier cosa que se preciase de ser contada y Leonor asentía y escuchaba sin perder hilo de la conversación, sin interrumpirlas en ningún caso, salvo cuando las mujeres se dirigían a ella directamente. Esos días, la charla versaba sobre las locuras que se hacían durante esas dos noches de finales del mes de octubre, en las que los muertos se levantarían para buscar el camino hacia el otro mundo y su señor Samhuinn aprovecharía para capturar algunas almas más que llevar a su reino de la oscuridad.
Era la primera vez que la joven iba a celebrar el solsticio de invierno bajo las costumbres escocesas, a pesar de llevar un par de años allí. Junto a Sir William Keith, Sir Symon Lockhart y el resto de guerreros no había tiempo para ese tipo de festividades, la comida escaseaba siempre y no había lugar en el que durmieran más de dos noches seguidas. ¡Como para dedicarse a vestirse con extrañas ropas y hacer locuras! ¡Lo que hubiera dado por ver a Sir Symon así de desinhibido! Leonor recordó con nostalgia a su amigo, al de siempre, al que siempre la había protegido y con el que había compartido largas conversaciones de todo y de nada. ¿Y si se había equivocado? ¿Y si Sir Symon era realmente el hombre que…? No, mejor no quería pensar en ello. Junto a Sir Symon Lockhart nunca había sentido el deseo que la embargaba con solo ver a Neall.
La muchacha siguió escuchando a las buenas mujeres cómo le referían anécdotas de pasadas celebraciones. Se divertía con el espíritu supersticioso de esa buena gente y el trajín que conllevaba organizar la fiesta. Ya llevaba unos meses con ellos y comenzaba a sentirse como en casa. ¿Sería alguna vez eso posible? Los tres meses que llevaba en Blair Atholl habían pasado en un suspiro y, aunque al principio no había sido fácil, poco a poco se había ido ganando el corazón hasta del más huraño de todos ellos, el del sacerdote Patrick Lynch.
Patrick el gruñón, como llamaban todos al sacerdote, no miraba con buenos ojos esos ritos y habladurías paganas de Samhuinn. El piadoso hombre de Dios se santiguaba continuamente e iba rociando por todas partes agua bendita, como si con ello evitara que las supersticiones impregnaran su alma atormentada. Los niños lo seguían divertidos por doquier, como si realmente se tratara de algún bicho raro, buscando que los mojara con el hisopo, dejando sus famélicas caras llenas de descoloridos churretes como parte de algún juego del cura. El sacerdote era irlandés como Erroll Flanagan, pero solo se parecía en eso al apuesto guerrero de cabellos trigueños. Su humor era tan agrio como la leche cortada de cabra y su aspecto orondo le daba un aire de sana complacencia que poco tenía que ver con su carácter. No había día que no se lamentara del comportamiento bárbaro de los hijos del clan. Sin éxito, intentaba aleccionarlos sobre el Día de Todos los Santos, Hallowmas en la tradición escocesa, pero los niños no le hacían el menor caso, porque para ellos la fiesta era salir de la rutina diaria. Un momento tan bueno como cualquier otro para llenar sus barrigas con ricos manjares, que solo podían imaginarse en sueños.
El sacerdote Lynch vio el cielo abierto cuando Leonor pasó delante de él junto al resto de mujeres, con un gran fardo de telas camino al río. Una voz, que no debía ser otra que la de uno de los mártires y santos cristianos, le instó a que la siguiera y pidiera ayuda con los muchachos más hostiles y rebeldes, poco motivados para educarse siguiendo la palabra de Dios. Si había alguien a quien respetaran esos ángeles del demonio era a la española. Hasta el más sedicioso de los niños le sonreía bobalicón, mientras le contaba historias de su tierra y les enseñaba a disparar con arco. También cuando Leonor se disfrazaba con algunos retales, se ponía una barba postiza de lana cardada e imitaba a los guerreros, atraía totalmente la atención del cada vez más numeroso y variopinto grupo de niños, o simplemente, se revolcaba con ellos en las praderas como uno más... Leonor era feliz junto a los pequeños y ellos la seguían fielmente, como si se tratase del mismísimo capitán.
El ministro de Dios comenzó con una larga retahíla sobre la necesidad de predicar el Evangelio y la palabra de Nuestro Señor Jesucristo entre los más jóvenes y Leonor lo escuchaba en silencio, con una disimulada sonrisa en los labios, mientras las lavanderas negaban con la cabeza los disparates del irlandés, como si lo que le estuviera pidiendo a la muchacha fuera la mayor de las locuras. ¿Cómo quería ese hombre que se inventara una historia donde aleccionara a los pequeños sobre la vida y muerte de todos los Santos? ¿Acaso no tenía suficiente el buen hombre con el sermón dominical de más de una hora todos los días? Pero, por más que intentaba interrumpir al sacerdote con toda la educación del mundo, él seguía con su perorata iluminada, pensando que era la mejor idea que se le había ocurrido jamás para meter en cintura a esos mozalbetes. Viendo que el sermón iba para largo, Leonor se despidió de las buenas mujeres y les dijo entre señas que las alcanzaría en cuanto la situación se lo permitiera.
—Cuando enciendan la gran hoguera en el patio central y comiencen las ofrendas, vos podríais narrar alguna historia que aleje a los paganos de estas fiestas del caos, magia y adivinación. Una de esas que se narran por vuestra tierra en vísperas del Día de los Difuntos, algo solemne y espiritual, que enseñe a esta gente que no todo en la vida es asueto y desenfreno.
—¿Por qué le tiene tanto miedo al divertimento, padre? Al fin y al cabo, todos sus feligreses son personas piadosas y temerosas de Dios, van a misa con regularidad y cumplen con los diezmos… Padre, unos días de comedido descanso no harán daño a nadie y ayudarán a que se enfrenten con ánimo al largo invierno.
—¡No blasfeméis, caileag! ¿Acaso os parece normal que las personas dejen sus casas desprotegidas, los animales vayan a pastar a otros campos, los niños mendiguen pidiendo golosinas y los hombres se atavíen con ropas de mujer?
—¿En serio hacen eso? —preguntó divertida Leonor, llevándose una de las manos a la boca y aguantando las carcajadas por respeto al reverendo, pues se imaginó a más de un hombretón con esa guisa y daría más de lo que tenía por verlo—. ¿Y vos queréis de verdad perdéroslo?
La española sujetaba el fardo de telas a la cadera con la mano que le quedaba libre, teniendo que estabilizarlo en un par de ocasiones para evitar que se le terminara cayendo al suelo. Los ojos ladinos del reverendo se volvieron redondos como los de un búho ante la respuesta de la muchacha. Dos pequeños zafiros inquisidores que no aprobaban la jocosidad con la que la joven se estaba tomando la noticia. Lo que menos esperaba era que su mejor baza aliada no fuera tal. ¡¡¡Arderían todos en el infierno!!! ¡Ya se encargaría él de que así fuera!
—¡Por supuesto! —respondió el sacerdote Patrick sin dudarlo y con un tono de voz que rayaba la soberbia.
Lo que menos deseaba en ese momento Leonor era comenzar una discusión con el sacerdote e intentó apaciguar el ánimo del buen hombre con algo que no la implicara directamente a ella y que lo tuviera entretenido durante esos días, pero... ¿qué podía ser? Su cabeza se colapsó unos segundos en busca de una solución, que contentara al padre y que evitara a toda costa que siguiera con la idea de exponer, ante el clan al completo, algún tipo de absurda representación piadosa del Día de Todos los Santos, que aburriría hasta a los mismísimos Apóstoles. Por el mismo motivo, la joven descartó también cualquier tipo de sermón, ya que eso mataría de sopor hasta al más beato y fiel seguidor del cura. De repente, lo vio todo tan claro como el agua, precisamente.
—Si me lo permitís, reverendo Lynch —dijo Leonor, mientras seguía cargada con las telas camino al río—, en mi humilde opinión, creo que la bendición con agua bendita de la fiesta conseguiría más adeptos que la negativa a seguir las costumbres ancestrales del pueblo. La mayoría de esta buena gente se aferra a sus tradiciones porque son las raíces que los vinculan con sus antepasados. No se deprima por puntuales e impropias demostraciones de lo que verdaderamente significa para ellos la fiesta y guíelos por el buen camino desde el ejemplo y la virtud, que no desde el castigo divino.
—¡Exacto! ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes?
Leonor no se creía que hubiera sido tan fácil. ¿Realmente la habría entendido? Patrick, el gruñón, se alejó tropezándose con la española, que a punto estuvo de tirar toda la colada al suelo, y con todo lo que encontraba por el camino por lo lleno de júbilo y ensimismado que iba, sin ni siquiera despedirse, ni dar las gracias.
—¡Hombres! —musitó entre dientes la muchacha, mientras recogía uno de los paños y lo sacudía con energía de la hojarasca del suelo—. Menos mal que aún estaban por lavar o el reverendo gruñón hubiera necesitado más que agua bendita para librarse de esta…
Leonor apretó el paso para llegar cuanto antes al río Garry. Al aparecer, las ancianas la recibieron con aplausos y ella les respondió con una floreada genuflexión. Durante todo el día estuvo tan entretenida con la colada, que se le había olvidado tomarse el pequeño bizcocho y cecina que le había preparado la buena de Deirdre para el almuerzo. «Esta mujer es una auténtica joya, ¡cuánto la voy a echar de menos cuando tenga que irme de Blair Atholl!».
La mañana se le había pasado sin apenas darse cuenta y la tarde iba en camino de hacer lo mismo. La dura labor le llevó más tiempo de lo que había pensado, por mucho que refregaba algunas sábanas, había manchas amarillas que no salían debido a la humedad o al paso del tiempo, o simplemente, por estar guardadas en los baúles de una temporada para otra. A Leonor siempre le tocaba hacer la colada con las más veteranas del clan. No la querían cerca de la cocina desde que se había equivocado vertiendo azúcar en vez de sal a la comida, echando a perder un estofado que debería haber dado de comer a todo un regimiento.
Desde entonces, la española no se acercaba a la cocina del castillo por miedo a la mirada reprobadora de la cocinera. Por más que Deirdre le quitaba importancia al hecho, la mujer se negó tajantemente a que volviera a usar ninguna de sus cacerolas, bajo la amenaza de abandonar el trabajo. Deirdre no estaba de acuerdo con la tozuda mujer, a la que más de una vez de jovencita había tenido que reprender por cuestiones parecidas, pero no quería darle más disgustos a Lady Annabella. Leonor tampoco quiso discutir la intransigente postura de la cocinera y se contentaba con hacerle sus estimados dulces, receta de su abuela materna, a los niños del clan, bajo la atenta mirada de la vieja tata. «Quizás no tenga mano para las cazuelas, pero tiene un don para la repostería», pensó la buena mujer, mientras se relamía rodeada de los pequeños golosos, a los que obligaban a comer a escondidas para que nadie se enterara de que tomaban prestado algunos ingredientes de la alacena. Leonor tampoco destacaba por su destreza cosiendo precisamente, por lo que su labor se reducía a la colada y a los establos cuando no acompañaba a Elsbeth.
El agua del río Garry estaba extraordinariamente tibia para ser finales de octubre. Sin embargo, si dejaba de frotar con avidez, Leonor sentía que las manos se le adormecían por el esfuerzo, como si estuviera sumergiéndolas en carámbanos de hielo. Desde la orilla en la que se encontraban, el río se abría manso en un profundo recodo rodeado de rocas y enjutos juncos pardos. El conjunto era un bellísimo paisaje otoñal de alarces dorados, con un impresionante manto de agujas de oro a sus pies hasta donde se perdía el camino de vista. Las ardillas rojas y grises campaban a sus anchas, tan cercanas, que si no tenían cuidado, las mujeres podrían terminar lavándolas junto a la ropa. Algunas de ellas aún no habían terminado con lo suyo cuando Leonor acabó de hacer su parte, así que las ayudó para que todas pudieran marcharse pronto a casa. Las ancianas la miraban con cariño y frotaban sus manos con alcohol de romero para evitar que le salieran sabañones en las manos al terminar de hacer la extenuante labor. Leonor tenía la piel muy suave y se notaba que nunca se había dedicado anteriormente a tales menesteres. Sus manos eran delicadas y los dedos se le cuarteaban a veces hasta traslucir sangre. Nunca se quejaba de los quehaceres que le encomendaban, por muy duros que pudieran parecer en un primer momento para alguien de su clase. La española siempre los realizaba con la mejor de las sonrisas. En cierto modo, era una forma de sentirse parte del clan.
Leonor intentó enderezarse tras la larga tarea, pero sintió que no podía levantarse, pues las rodillas no le respondían. La pobre se asustó un poco al sentirse como la mantequilla recién batida, teniendo que sentarse en el suelo para no perder el equilibrio irremediablemente. Algunas de las ancianas sonrieron por su cara de sorpresa y de angustia, sabían que no se trataba más que de un adormecimiento de las articulaciones por estar tanto tiempo en cuclillas. Cuando consiguieron tranquilizarla, le aseguraron que eso le pasaba hasta a la más fuerte. También le enseñaron a la española cómo debía frotarse las piernas para que el molesto hormigueo pasara con premura y quedaran tonificadas adecuadamente. La próxima vez evitaría estar en una misma posición tanto tiempo y aprovecharía para tender la colada y estirar las piernas.
Era tarde, pero aún no se había puesto el sol. Leonor se despidió del resto de mujeres, pensando que un rápido chapuzón le aliviaría por completo el entumecimiento antes de volver al castillo. Esperó a que se fueran para deleitarse con el silencioso murmullo del bosque, donde las hojas crepitaban con la suave brisa y hacía que danzaran las hojas anaranjadas hasta caer pesarosas en el suelo de agujas doradas. Los trinos de los pájaros anunciaban la caída del sol en el horizonte y hasta las ardillas parecían haber vuelto a los troncos de los árboles en busca de descanso. Leonor dejó a buen recaudo la colada de ropa en el cesto y, deshaciéndose rápidamente del calzón y del chalequillo de abrigo, se adentró en las aguas con la camisa de lino como única prenda, «uf…», pensó la muchacha nada más tocar el agua con los pies descalzos y sentir la frescura entre sus dedos. Su mente se deleitó con el hormigueo que le subía por las rodillas, como si de repente sus extremidades tomaran conciencia de su existencia, mientras su cuerpo reaccionaba a la baja temperatura del agua, dejándole los pezones duros como huesos de cereza.
Las piedras estaban resbaladizas por el limo y Leonor tuvo cuidado de no caerse hasta que dejó de hacer pie. Se zambulló en las aguas cristalinas del remanso del río, hondo como una poza sin fondo y lo suficientemente ancho como para nadar durante un rato y cansarse. No había corriente. La superficie de espejo solo se había visto interrumpida por las ondas que había provocado la inmersión de la muchacha en el agua, alejándose en círculos hacia el otro margen, hasta volver a recuperar su aspecto sosegado. El agua estaba más bien fría, escarchada para más señas, pero una vez había conseguido meterse dentro por completo, el baño le sabía a gloria. La española se embelesó siguiendo el recorrido del sol hasta ocultarse durante unos minutos en las copas de los frondosos árboles. En menos de una hora, se ocultaría en el horizonte. Aprovechó cada chapoteo, brazada y flote panza arriba. Esos instantes de soledad siempre la ayudaban a poner en claro sus pensamientos, o simplemente, a no pensar en nada mientras disfrutaba del paisaje, deslizándose como una sirena por el río que, en ese remanso, había querido ser lago. Ágil, rauda, integrada con el medio se deslizaba la joven como un pez de río más.
En el castillo, entretanto, Neall no podía creer su mala suerte. Elsbeth le había abordado camino a las caballerizas, cuando más cargado iba de herramientas para arreglar las puertas junto a Erroll, y le había rogado que fuera al encuentro de Leonor, que según ella tardaba en demasía en volver. El irlandés cabeceó divertido y le dijo un «id, ya me las arreglaré con Ayden», pero Neall no parecía estar dispuesto a dar su brazo a torcer tan pronto:
—¿No hay nadie más que os sirva de recadero, piuthar?
El mal gesto de Elsbeth le dejó clara las opciones que tenía Neall de escaquearse de ir en busca de Leonor: ninguna. No era que no deseara ver a la joven y estar a solas con ella durante unos minutos, más bien tendría que armarse del valor que no tenía para no dar riendas a sus fantasías nocturnas con ella. No había noche que no soñara con la española y no amaneciera más empalmado que un imberbe. ¡Diablos! Cuanto antes terminara con aquel encargo, mejor. Así que, dejando a su amigo muerto de risa al pie de los establos, con tantas herramientas encima que apenas podía verle el pelo, partió. Neall se montó en Rayo y se encaminó al río Garry al galope.
Era una tarde cálida para ser otoño, prácticamente noviembre, y Neall se desabrochó los dos primeros botones del cotun mientras dejaba que la cálida brisa le ondeara el cabello. No había sensación más agradable que volar junto a Rayo sorteando los caminos y obstáculos, pues se sentía parte del paisaje: salvaje y libre.
Neall llevaba casi dos meses evitando, en la medida de lo posible, encontrarse a solas con Leonor. Su presencia lo abrumaba, por evocar las imágenes y pensamientos lujuriosos que ella despertaba en él con solo una cadencia de ojos. Su cuerpo respondía presto como un perro de presa al silbido de su amo y cada vez veía más difícil la tarea de mantenerse distante y alejado de ella, más aún si todo el mundo se empeñaba en lo contrario. Lo único que se permitía Neall era observarla a cierta distancia, una especie de compensada tortura cuando lo que realmente deseaba era estrecharla entre sus brazos. Leonor cada vez se mostraba más cercana, integrándose perfectamente en la vida cotidiana de los Murray y eso era más de lo que cabría esperar. Ver cómo se había ganado poco a poco su sitio en el clan, primero con los niños y después con los hombres, le daba una tremenda satisfacción. Las mujeres habían tardado más en aceptarla, pero la insistencia de Lady Annabella, Elsbeth y Deirdre estaba empezando a dar sus frutos. Cuanto más la conocía Neall más deseaba pasar tiempo con ella; Leonor era elocuente e instruida y sus ironías lo hacían reír, de ahí que guardar distancia y huir como si tuviera la mismísima peste, fuera lo más conveniente en este caso, o terminaría enamorándose sin remedio, si no lo estaba ya.
Se acercó con Rayo al lugar donde normalmente iban las mujeres a lavar al río. El claro del bosque estaba desierto, ni un alma de este mundo parecía vivir allí en esos momentos, ni un pájaro, ni una ardilla, ni siquiera la cálida brisa que lo había acompañado durante todo el camino. Cuando llegó a la orilla, vio el gran cesto de ropa limpia solitario y miró extrañado a su alrededor. Se había encontrado con el resto de mujeres camino a la villa y le habían dicho que Leonor se había quedado atrás. Las ancianas habían omitido a conciencia que, seguramente, estaría dándose un baño. «¿Dónde se ha metido?», pensó con impaciencia Neall, mientras asía con fuerzas las riendas de Rayo y dejaba que la bestia diera un par de coces de impaciencia en el suelo, subiendo y bajando la testuz. De pronto, un chapoteo atrajo la mirada del capitán al centro del río y el caballo resopló coceando el suelo con insistencia.
Leonor miró hacia la orilla al escuchar el bufido del hermoso caballo. «¿Qué hace Neall aquí?», se preguntó antes de darle un repaso de arriba abajo al apuesto guerrero, coger una gran bocanada de aire y volver a sumergirse bajo las aguas para dar por terminado el baño. La española sabía bucear muy bien y no necesitaba tomar aire a menudo, por lo que se dispuso a recorrer cierta distancia de un tirón. Sin embargo, a Neall se le encogió el corazón al no verla salir rápidamente a la superficie y volvieron de golpe a él todas las pesadillas que lo habían acompañado durante meses, tras lo sucedido en el acantilado de las Bullers de Buchan. El miedo a perderla lo atenazó. Él no era paciente, no lo era. ¡Diablos! Y la superficie volvió a quedarse clara como un espejo, como si nada ni nadie la estuviera turbando por dentro.
Neall se bajó de un salto de su gran caballo de guerra y, viendo que Leonor seguía sin salir del agua, comenzó a quitarse apresuradamente las botas y la camisa por la cabeza de un gesto, quedándose solo con el calzón. Sin dudarlo, ni perder más tiempo, Neall se echó a nadar en dirección a donde había visto a la joven por última vez. No importaba lo fría que pudiera parecerle el agua, lo único importante era encontrarla cuanto antes. Apenas había dado cinco brazadas, cuando sus cuerpos chocaron a mitad de camino, enredándose en las gélidas aguas del Garry. Fue un golpe fortuito, pero lo suficientemente fuerte como para que Leonor saliera a la superficie en busca de aire, con cara de sorpresa y dolor.
—¡Aish! ¿No os han enseñado a mirar por dónde nadáis, maighstir? ¿Acaso no me habíais visto que iba ya de camino a la orilla?
«¡Como para no verla…!», pensó el guerrero que se había quedado sin palabras al volver a verla toda húmeda, a tan solo un palmo de su... «¡céntrate, fear, o Sir Symon os cortará algo más que la cabeza cuando vuelva!». No obstante, su rostro mojado a la luz del atardecer y besado por mil gotas era lo más bello que había vuelto a ver desde aquel día bajo la catarata. Su largo pelo mojado hacia atrás la hacía parecer una ninfa del mar, seductora y atrayente como el canto de una sirena. Se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, cuando Leonor le hizo el gesto con los labios de soltar el aire. Por unos segundos se sintió avergonzado y ella le sonrió con dulzura ante el rubor de sus mejillas, colocando su pequeña mano dorada en el rostro de Neall. Su helada mano en el rostro le abrasó más que una lengua de fuego. El capitán abarcó su mano con la suya y la presionó como si así pudiera grabarla en su cara, o dejar para siempre su huella. Esta mujer lo mataba y remataba con su inocente encanto natural.
Leonor posó sus grandes ojos oscuros y almendrados en él, le había sorprendido el rubor en las mejillas de Neall, pues siempre se había mostrado altivo y distante con ella desde que los hombres de Sir William Keith y Sir Symon Lockhart habían abandonado Blair Atholl. Aún más, le asombraba el hecho de que hubiera osado a cogerle la mano durante tan largo tiempo en una muestra de ¿cariño? era la primera vez en mucho tiempo que la española tenía cierta cercanía con un hombre y no se sentía violenta ni temerosa por ello, sino más bien justo lo contrario. Neall se estremeció de placer, mientras se deleitaba en mirar su naricita fina y respingona, su boca… ¡Ay, su boca! ¡Que Dios lo perdonara! pero lo único que pensaba era en tener sus labios pegados a los de él y mordisquearlos hasta volverlos rojo sangre, hinchados y sensibles por sus continuos besos.
—¿Neall?
—¿Sí? —dijo roncamente en un susurro casi inaudible él, visiblemente abrumado por la cercanía y su torrente de pensamientos dedicados solo a ella, mientras intentaba inútilmente que pasara algo coherente por su garganta que su mente evitaba decir a gritos.
La intensidad de la mirada de Neall, recorriéndole cada poro de su piel, la llevó a un abandono total. El corazón de Leonor comenzó a latir desbocado, deseando sentirse amada entre sus brazos, tan cercanos que, con solo dejarse llevar por la corriente, caería en ellos. La española se aproximó a Neall, muy despacio, sintiendo solo un leve velo de agua tan fino como la seda entre ellos y sin quitarle la vista de sus apetecibles labios. El capitán prácticamente no respiraba, ella lo hacía por los dos. Los segundos se hicieron eternos, como si el reloj de arena que hace que avance y cambie el mundo se hubiera detenido por primera vez. El suave murmullo del agua y los latidos de sus corazones eran lo único que rompía ese silencio extraño y mágico que los envolvía en una burbuja atemporal de ensueño. Ninguno de los dos quería romper el hechizo que los había metido en ella pero, de repente, un suspiro compartido, un morderse los labios con ansia… hizo que Leonor lo mirara un instante a los ojos y ambos se estremecieran.
Ella se armó de valor y adelantó el escaso espacio que los separaba para posar sus labios en los de Neall. Fue algo inesperado, de lo que nace de las entrañas, y que, si no lo dejamos fluir, se vuelve una bola pesada dentro. Leonor había anhelado tanto el contacto de los labios de Neall, desde que lo vio por primera vez, que pensó que su alma descansaría en paz si muriera ahora. Sus labios eran jugosos y cálidos como una fruta madurada al sol y sabían a vino dulce especiado y miel. Él entreabrió su boca, tan sorprendido en un principio por la sutilidad y calidez de esas alas de mariposa que dudó lo justo para mirarla a los ojos y pedirle en silencio permiso. Leonor sonrió con las mejillas arreboladas y una chispa de pánico brilló en sus ojos. Ella lo había besado, ¿cómo se había atrevido a hacer tal cosa? ¿Qué pensaría…? Neall no quiso darle tiempo a que la joven se arrepintiera de su impulso y paseó su lengua decidida y ardiente por sus labios, sin creerse que se hubiera atrevido a hacerlo. Leonor, su bella gacela salvaje, lo había besado. ¡Se sentía el rey del mundo! Con osadía y sumo deleite, fue lentamente dibujando con su lengua el contorno de tan deseada boca, desde la comisura hasta el centro en forma de corazón, descubriendo sus contornos con una lánguida y seductora pasada, que hizo temblar y suspirar de nuevo a la española.
«Besar así debe ser el peor de los pecados… pero después de todo lo que he vivido, ¿quién me libra de arder en el infierno?». Leonor gimió ante la inusual caricia y buscó más cercanía, cerrando los brazos alrededor de los hombros de Neall. El atisbo de temor, que por unos segundos la había paralizado, había sido derribado con la respuesta ardiente del capitán. La muchacha se dejó hacer en sus fuertes brazos, sin pensar en otra cosa que en sentirse querida y correspondida después de tanto tiempo. No deseaba pensar en nada más, sencillamente, no quería. Sus dedos empezaron a ensortijarse entre los rizos zainos del joven, jugando con ellos, trayéndolos hacia sí, mientras su cuerpo se acoplaba perfectamente entregado a su cálido contacto.
Neall no podía pensar en otra cosa que en hacerla suya. ¡Cuánto la había deseado desde que la descubrió a los pies de las Bullers de Buchan! En aquel instante, no podía pensar en otra cosa: lo había besado. ¡Ella lo había besado! Y lo había tomado por sorpresa, como una leve caricia de pluma, que al punto de las cosquillas, te lleva con deleite y sin reservas a las mismísimas puertas del paraíso. El miedo a perderla bajo las aguas había hecho que se lanzara al río, sin otro propósito que sacarla con vida. No como en las recurrentes pesadillas que lo habían asolado durante meses. Sin embargo, el haber chocado con ella y estar a un escaso palmo de su piel le había evocado la catarata de la cueva, los crepúsculos rodeada de niños y tirando al arco, las risas con su hermana y su madre, el entusiasmo con el que interpretaba los libros… Si alguien le preguntara qué le gustaba de ella no sabría qué responderle, como tampoco sabría decirle qué no adoraba, pues hasta la bravura y el desplante de su carácter le parecían encantadores.
La invitación de sus labios le había hecho olvidar lo peligroso que era jugar con fuego. Pero que le partiera un rayo ahora mismo en dos, si no prefería quemarse y hasta arder por la eternidad en el infierno. ¿Pensaría ella lo mismo? Todo el tiempo de contención a su lado le estaba pasando factura. No había noche que no soñara con ella, ni día que no deseara que una de sus escasas sonrisas fuera dirigida exclusivamente a él… y el saber que a ella tampoco le era indiferente, le había dado valor para buscar con premura y pasión un beso más profundo. Ella no lo había rechazado, por lo que Neall se armó de valor para buscar de nuevo con avidez la boca de la española y chupar sus labios con salacidad, introduciéndole la lengua con vehemencia. Su sabor lo extasiaba, era dulce y embriagador, como la miel recién sacada del panal. Atrajo el cuerpo de Leonor por la cintura al suyo y le hizo desear más. Con su boca, Neall no le daba ni tregua ni descanso, lo mismo le lamía los labios que le inundaba a besos las mejillas, los párpados… le mordisqueaba la barbilla, recorriendo su cuello con un ansia devoradora.
La deseaba, él la deseaba. No era fruto de su imaginación ni de las ansias de ser correspondida por el deseo. Y quiso ser suya al menos por una vez para sentir, solo sentir, esa fogosidad desbordante que sería lo más parecido al amor en su vida.
Neall la levantó un poco, pasando el brazo que la asía por la cintura por debajo de las nalgas, y ambos gimieron a la vez. Se miraban sin mirarse, velados por una pasión arrebatadora del momento. El capitán bajó por la base del cuello de Leonor, enardeciéndose por los suspiros y gemidos que le arrancaba desde lo más profundo a la joven. Leonor sentía cada poro de su piel, como si por vez primera tuviera vida propia. Neall deslizó su lengua por la apertura de la camisa mojada y pegada al cuerpo, buscando la suavidad de sus pechos. Cuando el joven se metió uno de los pezones en la boca, creyó que se correría de gusto. Era tal el placer que sentía, al tener su voluptuosidad entre sus labios, que no era capaz de pensar en otra cosa que en llevarla al orgasmo allí mismo.
La luz del atardecer se escapaba en el horizonte, dejando jirones veteados naranjas y rojos en el cielo. Unas tímidas estrellas teñían el claro del bosque y se reflejaban sinuosas en la superficie cristalina del Garry. Ambos jóvenes se olvidaron del frío de la estrenada noche, porque el agua entre los dos se había tornado tibia, casi cálida. Leonor notó el empuje de la virilidad de Neall sobre su abdomen y recordó lo que había llegado a escandalizarla por su tamaño en otro momento. Sin embargo, ahora que la tenía tan cerca y que solo la separaba de ella la fina camisa de lino mojada y el calzón de él, deseó tocarla y devolverle parte del placer que él le estaba proporcionando con su boca en sus senos. Pero cuando creía que sería capaz de hacerlo, un susurro de Neall rompió sin querer la magia que se había apoderado de ellos. Era un susurro lleno de afecto, con una voz ronca, sensual que le erizó el vello de la espina dorsal.
—Sois tan hermosa, princesa… Me volvéis loco.
Leonor ahogó un grito y la imagen de Don Gonzalo se interpuso entre ellos. Sintió miedo, sintió pavor. Ese maldito bastardo siempre la llamaba «princesa», incluso en el momento de la violación había llegado a hacerlo. Las lágrimas se agolparon en los ojos de la española, mientras comenzó a apartarse con furia de Neall. El recuerdo de ese imbécil la acompañaría siempre. ¡Maldito fuera él y toda su condenada estirpe! Leonor intentaba desesperadamente separarse de Neall y lloraba como una niña pequeña, presa de los nervios y de sus propios fantasmas.
El capitán no entendía nada. ¿Por qué de pronto se había apartado Leonor de él como si hubiera invocado al mismísimo Belcebú? Nunca la había visto tan fuera de sí, ni siquiera ante su enfrentamiento con Sir Symon Lockhart cuando habían llegado a Blair Atholl. Estaba asustada… ¿de qué o de quién? ¿De él? Neall la soltó con preocupación al instante, titubeando, sin saber muy bien qué había hecho mal. Se pasó la mano por el pelo mojado y se lo echó hacia atrás, con el rictus de la cara demudado, para después acariciarse la barbilla un par de veces. ¿Qué había hecho para que reaccionara así? De apasionada a histérica… así, de golpe y porrazo. ¡Que lo asparan si alguna vez llegaba a entender a las mujeres, demonios!
Leonor nadó hacia la orilla sin darle ninguna explicación y salió del agua con rapidez. La camisa se le traslucía por completo y se le pegaba al cuerpo sugerentemente, dejando poco a la imaginación. Neall consiguió por fin tragar saliva, o bilis, o el nudo que le presionaba la garganta haría que se pusiera azul. La observó como un halcón a su presa: era una auténtica diosa, una auténtica diosa en el mayor apogeo de su ira. Se encontraba tan cerca de ella que podía tocarla, pero Neall no se movió, temiendo que volviera a rechazarlo sin motivo alguno. Su cabeza era un cúmulo de preguntas retóricas que necesitaban respuesta si no quería terminar volviéndose loco.
—¿Os he hecho daño, Leonor? —le preguntó apesadumbrado, porque no sabía a qué atenerse y mucho menos cómo poder consolarla.
La joven dejó unos instantes de vestirse, como si pensara una respuesta, con los labios apretados y las últimas lágrimas recorriéndole las mejillas. Pero siguió poniéndose el pantaloncillo de cuero, una camisa seca de su propia colada y escurriéndose los cabellos antes de contestarle, sin ser capaz de mirarle a los ojos y rehuyéndole la mirada.
—Lo siento, Neall. Yo no debería haberos besado. No volverá a pasar. Disculpadme, os lo ruego —dijo Leonor con contenida emoción y, sin querer dar más explicaciones, le dio la espalda a Neall para secarse las lágrimas con la manga. Verlo tan apuesto, tan dispuesto, tan… ¿por qué había tenido que decirle princesa y recordarle a ese malnacido?
—¿Y si soy yo el que quiero que vuelva a pasar? —le respondió Neall, cogiéndole el brazo para forzar que lo mirara y soltándoselo tan pronto como vio en sus ojos la reacción al contacto.
Temor. Leonor temblaba como las hojas de los árboles en otoño antes de caerse y formar un cálido manto caduco en el suelo.
—Imposible.
«¿Y esto va a acabar así, sin más? No, me niego», se decía una y otra vez el joven, mientras daba pequeños paseos y se frotaba la cara con las manos desesperado.
—¿Por qué? —Neall no entendía nada, se pasó de nuevo la mano por el pelo mojado, echándose los rizos hacia atrás—. He sentido que os gustaba tanto como a mí.
—¡No! No lo entenderíais. Yo… ¡Dejadme, os lo ruego!
«Piensa, Neall piensa». Intentó abrazarla, pero ella volvía a estar fuera de sí. Lloraba y daba puñetazos y patadas sobre su cuerpo aún mojado. Neall solo entendía que no era capaz de dejarla sola en ese estado y aguantó el tirón como pudo. Los inamovibles brazos de él no dejaron que se alejara, mientras le susurraba lo importante que era y…
—¡Soltadla, Neall! ¡¡¡Ahora!!!
Ayden estaba sobre su montura a pocos pasos de ellos. Ni Neall ni Leonor lo habían oído llegar a causa de la discusión. El semblante del mellizo era amenazador y sombrío. Neall jamás lo había visto tan serio y enojado, pero a estas alturas, le importaba muy poco lo que su hermano dijera. Solo quería sacar algo en claro de lo que había pasado y Leonor se lo iba a explicar sí o sí. El joven Murray se mantuvo unos segundos más dándole la espalda, mientras la muchacha se derrumbaba entre sus brazos visiblemente afectada.
—No os lo repetiré, bràthair. Cumpliré la promesa hecha a Sir Symon Lockhart os guste o no. Y ahora, soltadla.
Leonor volvió a tensarse como una vara ante la voz de mando de Ayden y Neall la alejó de mala gana de él al ver que Ayden se llevaba la mano a la espada sin dudarlo. «¿Acaso el mundo se ha vuelto loco de repente o qué?». Neall no daba crédito a lo que estaba ocurriendo, levantó los brazos en un gesto de calma con las palmas abiertas. Se encontraba indefenso, sin nada con lo que defenderse de su propio hermano. Maldijo por lo bajo y dejó caer los brazos muy lentamente, hasta quedarse en jarras. Resopló y Rayo lo imitó. «Esto es una locura», masculló, mientras daba golpecitos con el pie al suelo. A duras penas contenía la ira, dejando la mirada perdida en el río, donde apenas unos minutos había compartido el mejor momento de su vida con Leonor.
Entretanto, la española pegaba pequeños hipidos con los ojos enrojecidos por el llanto, sintiendo un frío descorazonador al separarse de los fuertes brazos del capitán. ¡Que alguien la entendiera porque ni ella misma lo hacía! En ese mismo instante, se arrepintió de no haber sabido llevar mejor la situación, de haberle explicado a Neall que su prometido, Don Gonzalo, la llamaba «princesa» y que prefería desterrar de su corazón cualquier gesto o palabra que le recordara a ese malnacido… pero ya era tarde. Por otra parte, la joven no entendía nada de lo que decía Ayden. ¿Qué tenía que ver la promesa hecha sobre cuidar a Elsbeth con esto o es que ella también…?
Para Neall Murray nada tenía sentido, todo había ido perfectamente hasta que le dijo el cumplido y la conexión se truncó como por arte de magia. Seguía temblando y no era porque aún estuviera mojado, hubiera anochecido y no llevara prácticamente ropa… temblaba de impotencia. Sus músculos se pusieron prestos a presentar batalla, daba igual que fuera su hermano y que no llevara ningún arma encima, ya se le ocurriría algo. Él era quien necesitaba una explicación y, si dejaba marchar ahora a Leonor, quizás nunca la conseguiría. Con todo, el mellizo no estaba por la labor de ponerle las cosas fáciles, ni siquiera le ofrecía el beneficio de la duda ante una llorosa Leonor y un Neall iracundo pidiendo explicaciones. A Ayden la situación le parecía sacada de las elucubraciones de un borracho. Las mujeres como Leonor no lloraban, no al menos a plena luz del día. ¡Ella era lo más parecido a la diosa de la guerra Badb! ¿Y qué decir de su hermano? Un capitán jamás pierde los nervios, como había presenciado él montado sobre Acero. El gesto desafiante de Neall hizo que Ayden alzara de nuevo la voz con vehemencia y deseó más que nunca no haber llegado demasiado tarde. «¿Qué se traen estos dos entre manos?». Como si ellos mismos lo supieran.
—Si la habéis tocado… —amenazó Ayden con los puños apretados, viendo que Neall no se amilanaba precisamente.
Leonor se interpuso entre ambos hermanos, aunque contra dos hombres de la envergadura de los Murray poco podía hacer ella en un cuerpo a cuerpo. La española se dirigió a Ayden, mientras sujetaba con la mano pegada al pecho a Neall, para que no se abalanzara sobre el mellizo por lo que acababa de dar a entender. Ella misma le hubiera propinado un puntapié y le hubiera obligado a que confesara qué había querido decir exactamente sobre una promesa realizada a Sir Symon, pero si no lo evitaba, esos dos acabarían como el rosario de la Aurora. Con toda la dignidad y temple que pudo, la joven le dijo alto y claro, mientras hacía a un lado a Ayden para que no estuviera al alcance de Neall:
—Si lo hubiera hecho es porque yo le habría permitido hacerlo, Ayden —espetó Leonor con un disgusto de órdago, pues intuía que el trato hecho con Sir Symon no solo se limitaba a Elsbeth.
—Leonor… no os metáis —comenzó a decir Neall, encarándose al mellizo y haciéndole un gesto para que se fuera por donde había venido, mientras se pasaba por la cabeza la camisa de lino seca que había dejado a los pies de Rayo.
«¡Hombres, siempre creen tener razón! ¿Por qué tienen que ser los valientes Cid Campeadores que salven a su Jimena? ¡No lo entiendo!». A Leonor nunca le había gustado que le dieran órdenes. Las asumía porque no le quedaba otra. Pero desde que había abandonado España, le costaba cada vez más mostrarse sumisa ante los hombres, a los que trataba como iguales. Ella no le debía nada a nadie y, por ello, tenía derecho de decidir qué hacer o no con su vida. Sin pensarlo mucho más, se encaró con Neall y le dijo lo que pensaba, que al día siguiente saliera el sol por donde quisiera, ya puestos.
—¿No? ¿Cómo qué no? ¿Acaso no estáis hablando de mí, Neall Murray de Irwyn? Estoy cansada de que todos intenten decidir sobre mi persona. Eso se acabó —dijo Leonor, mientras se recolocaba sus largos cabellos aún mojados con un palo en algo parecido a un moño. Después miró a Ayden y siguió hablando tan alto como claro—. Pero, ¿sabéis qué? No me importa lo más mínimo el acuerdo al que hayáis llegado con Sir Symon Lockhart, Ayden. Ni él ni nadie decidirá jamás con quién voy a casarme, porque no volveré a estar prometida con ningún hombre. ¡Con ninguno! Y ahora si me disculpan, tengo miles de cosas aún por hacer.
Leonor estaba tan hermosa como enfadada y, esto último, lo estaba y mucho. La española recogió con brío la cesta de la colada del suelo y sacudió las agujas doradas de alarce que se habían enredado en el mimbre. Seguidamente, se echó a correr por el sendero camino al castillo, dejándolos boquiabiertos por el desparpajo y la osadía con la que se había dirigido a ellos. La noche era clara, lo que facilitó a la joven no irse tropezando por doquier y llegar en un santiamén a Blair Atholl. Deirdre la esperaba intranquila a los pies del camino y la regañó como a una niña pequeña por llegar tan justa para la cena. Leonor aguantó el tirón lo mejor que pudo, aunque todavía tenía la congoja en el cuerpo y sentía los labios hinchados por los besos del capitán. Mientras seguía a Deirdre al interior de la torre de homenaje, se llevó los dedos a los labios y se los saboreó con la lengua. Si cerraba los ojos, aún podía ver al detalle al espléndido guerrero comérsela a besos… Sonrió sin poder evitarlo.
Ayden se quedó callado mientras veía alejarse a la extranjera a buen paso en dirección al castillo. Fuera lo que fuera lo que allí había ocurrido, iba a enterarse por boca de su hermano en cuestión de unos minutos, pero dejó que se serenase antes de volver a la carga o terminarían la noche a golpes. El mellizo observó a su hermano, que no dejaba de dar pequeños paseos arriba y abajo, mientras balbucía más que hablaba en un intento de controlar los crispados nervios. Neall comenzó a hablar, sin que hiciera falta que Ayden le preguntase. «Mejor que mejor», pensó el mellizo, pues no deseaba enfadarse con él.
—No la he tocado Ayden. Tenéis que creerme. Ella me besó y…
—Esperad, esperad… ¿que ella os besó? —preguntó Ayden entre divertido e incrédulo, acariciándose su rala barba y con una sonrisa burlona en los labios. «No me lo puedo creer, ¿así que es cierto lo que dicen las malas lenguas, que entre ambos hay más que un acercamiento?».
—Sí. Leonor estaba na-nadando en el centro del río cuando llegué a este claro. De pronto, se sumergió y… y tardó tanto en salir que temí que se hubiera enganchado con algo o se estuviera ahogando.
Las frases le salían atropelladas, infantiles y le temblaba la voz. Decía la verdad, pensó Ayden, sin interrumpir lo que su hermano intentaba contarle. A medida que se desahogaba y algo más tranquilo, Neall siguió narrándole a su hermano lo sucedido.
—Me lancé al agua sin dudarlo. Ya sabéis de mis pesadillas con ella… Si le pasara algo parecido y no la socorriera, jamás me lo perdonaría, Ayden. Pero, a eso de la mitad de camino a nado, ambos chocamos y salimos a la superficie.
—Ya y entonces os besó.
—Sí.
—Así, sin más, os besó —le reiteró Ayden, no pudiendo terminar de creérselo y sentenciando la frase con algo muy parecido a un leve retintín de burla.
—Sí.
—¡Oh, vamos, Neall! Soy vuestro hermano mayor y veo cómo la miráis a escondidas todos los días. Sé que estáis loco por esa mujer, incluso antes de que apareciera para salvaros en Halidon Hill. La deseáis hasta el punto de obsesionaros por ella, pero sois demasiado tozudo para admitirlo.
El silencio de Neall y el evitar corresponder a la mirada de Ayden respondió por él.
—No solo la deseáis… ¿Cómo no he podido darme cuenta antes de la diferencia? ¡Demonios!
—Eso no importa.
—¿Cómo que no importa? ¡Eso lo cambia todo! ¿Se lo habéis dicho?
—No, ya veis lo que opina de nuestro género y lo clarísimo que tiene dispuesto su futuro, en cuanto a hombres se refiere —replicó Neall como un perrillo lastimado y cruzándose de brazos a la altura del pecho.
—Mejor para vos, bràthair. Si es verdad que ella ha dado el primer paso y os ha besado es porque no le resultáis indiferente. Todo será cuestión de tiempo.
Neall no esperaba que Ayden le alentara a esperarla y mucho menos a conquistarla.
—Pero Sir Symon…
—Sir Symon elegirá a nuestra hermana, sin lugar a dudas. Con Leonor no tiene nada que hacer, hasta el más tonto podría darse cuenta de eso —viendo la expresión de incredulidad de Neall, prosiguió—. No os preocupéis por Elsbeth, bràthair. Ella es inteligente, bella, bondadosa y una seductora nata. ¿Cuándo hemos tenido que dudar que conseguiría atraer al hombre que le viniera en gana? Confiad en ella, la adorará como se merece. Sir Lockhart es un buen hombre.
—Me siento como un niño pequeño, Ayden. Un Sansón que ha perdido totalmente la fuerza ante Dalila.
—Pues ya es hora de que saquéis al Roland o al Sigfredo que llevamos todos dentro si queréis enamorarla —se jactó aludiendo a las historias que contaba Leonor en las veladas tras la cena y que tanto entusiasmaban a su madre y a todos en general.
—No os burléis de mí… —dijo apesadumbrado y con apenas un hilo de voz.
—Jamás me burlaría, Neall. Solo os creía un caso perdido, después de rechazar casaros con Leena. Me costó demasiado tiempo entender que lo habíais hecho por mí. Incluso padre se fue sin saber...
—Olvidadlo, Ayden —Recordar que su padre había muerto pensando atrocidades de su persona, aún era demasiado duro de asumir para Neall—. Hice lo que tenía que hacer, Leena no era para mí. No estaba enamorado de ella y no la habría podido hacer feliz sabiendo que vos sí lo estabais de ella. Eso es todo.
—Yo…
—Es vuestra Leena —rectificó Neall—. Si admitís un consejo, de hermano a hermano, no dejéis pasar la oportunidad de ser feliz —añadió, devolviéndole a Ayden la esperanza de reconquistar a la joven Stewart y parafraseando lo que le había dicho su madre.
—Mi Leena… —suspiró el mellizo con voz soñadora—. Eso será otro cantar, Neall. Fuisteis muy honesto con ella y nunca os lo podré agradecer lo suficiente. Por eso, lo único que os pediré a cambio de vuestro consejo es que tengáis paciencia con la arquera. Sé que es difícil contenerse ante la persona amada, pero por vuestro honor y por la total entrega de ella, deberéis aguardar hasta que vuelva Sir Symon. Leonor necesita asimilar lo que siente por vos por la reacción que me habéis contado que ha tenido hoy tras ese beso. En eso estamos de acuerdo ¿verdad? —le preguntó, sin esperar que le respondiera y guardándose para sí lo que su hermano desconocía de la joven, y que por azares del destino, él había tenido la ocasión de escuchar de boca del propio Sir William Keith—. Por lo tanto, sea lo que sea lo que la atormenta, solo ella podrá zanjarlo a su debido tiempo. Sin presiones, ¿entendido, bràthair?
Neall lo miró sorprendido. Era la primera vez que hablaban tan francamente de sentimientos entre ellos y, sobre todo, que se daban consejos sobre estas lides. El benjamín asintió agradecido con una sonrisa en los labios. Hacía años que deseaba tener con su hermano esa confianza ciega que tenía en su amigo irlandés Erroll, pero entre ellos siempre había habido un muro infranqueable difícil de salvaguardar. Primero, debido a su compromiso con Leena, y después, por los largos años que se había llevado Neall recriminándose la muerte de Sir James Stewart. La pesadilla de los Murray tenía que quedarse atrás de una vez por todas y qué mejor que una total reconciliación entre los hermanos.
—Sí.
Ayden no quiso preguntarle abiertamente por qué discutían la española y Neall cuando acababa de llegar a la orilla del Garry. Era demasiado obvio. Si su hermano le había dicho la verdad, la muchacha se habría arrepentido de darle el beso y él no habría querido asumir la negativa de ella a la primera. ¿Quién lo haría? ¡Ese era el sueño de todo hombre! La mujer que adoras lanzándose a tus brazos… Increíble el poder de atracción de su hermano. ¡¿Por qué no lo habría heredado él también?! Ayden cabeceó y se rascó la barba, provocándose cierto cosquilleo.
—Vamos, nos esperan —dijo el mellizo más risueño, mientras esperaba que se calzara su hermano las botas y subiera sobre Rayo de un salto.
Ayden sentía en el fondo de su ser que ambos dejaban enterradas viejas rencillas de antaño, gracias a hablar con el corazón y no a malinterpretar los silencios, como había sido lo habitual entre ellos hasta entonces. Las abundantes piedras del camino, que les habían llevado a tomar diferentes atajos en la vida, habían vuelto a girarse de modo imprevisible, como si de runas mágicas se tratasen. Era de agradecer que, la promesa hecha a Sir Lockhart de cuidar a cierta dama, les hubiera dado la ocasión de reencontrarse como hermanos y no como capitanes.
Cuando los hermanos Murray llegaron a la torre de homenaje, la cena llevaba rato servida en el salón principal y los guerreros hablaban animadamente, motivados por las jarras de cuirm e hidromiel que se habían metido entre pecho y espalda a esas alturas. Lady Annabella y Elsbeth presidían la mesa principal, conversando con Sir William Brisbane sobre lo difícil que estaba siendo la labor de construcción de los dos nuevos pozos en la villa, pues las últimas lluvias habían hecho de la obra un lodazal, dejando la argamasa muy debilitada y con profundas grietas. Leonor había terminado ya de cenar y Erroll hablaba con ella en una de las mesas del fondo. La muchacha sonreía con timidez a las ocurrencias del irlandés. Pronto se vieron acompañados por guerreros leales a Neall, que amenizaron la velada con sus historias y con la propia experiencia. Los hombres no dejaban pasar la oportunidad de conversar con ella sobre todo tipo de cosas, mientras la ayudaban a despejar las mesas desocupadas. Para ellos, Leonor era intocable, era uno más y las mujeres habían dejado de temerla y envidiarla por ello. Ayden advirtió la tensión de su hermano al verla junto a los hombres y le susurró con voz firme pero cálida:
—Cenemos, Neall. Recordad lo que hemos hablado: tiempo al tiempo.
Neall miró brevemente la escena otra vez y asintió. Una punzada de celos le corroía en lo más hondo. Un sentimiento impropio de él y que solo se lo provocaba la inseguridad que sentía al ver a Leonor rodeada de buenos y honorables hombres, dignos competidores de llevarse su mano. Él quería ser capaz de arrancarle esa sonrisa de los labios y no Erroll con su avispada verborrea, o cualquiera de los guerreros que pululaban a su alrededor constantemente enseñándole sus nuevas armas, las tallas de sus empuñaduras, plumas nuevas para las flechas de la española y un sinfín de agasajos que valieran la excusa de un par de minutos de conversación. Neall no era un bruto falto de conocimiento y agradecía con nobleza el hecho de que Leonor empezara a estar tan integrada en el clan Murray y, especialmente, entre sus leales seguidores. ¡Si hasta le parecía increíble que se ocuparan incluso de las labores domésticas por agradarla! Sus hombres ya comenzaban a tratarla como a su propia señora y eso lo enorgulleció.
Había una gran algarabía en la sala, la próxima celebración de Hallowmas tenía a todo el clan expectante e inquieto. Como los hombres de Ayden levantaban demasiado la voz, Lady Annabella se dirigió con dulzura hacia ellos, reprendiéndolos como si fuera la madre de todos, a pesar de que algunos eran incluso mayores que ella misma. Los guerreros acataron inmediatamente la orden de la señora, pues nada podían negarle. La dama se levantó y fue al encuentro de sus dos hijos varones, a los que puso en antecedente de las últimas novedades: la pared del pozo de la villa había vuelto a desmoronarse. Ayden miró con preocupación a Sir William Brisbane y este asintió. Ambos sospechaban que detrás de esos derrumbes, no solo estaba la devastadora fuerza torrencial del agua, pero no tenían modo de probarlo y mejor no levantar rumores sin tener alguna prueba sólida, sobre todo ahora que Sir Kenion Strathbogie era mano derecha de Eduardo I de Escocia.
Lady Annabella acompañó a sus hijos al estrado e hizo que les sirvieran la cena. Esa noche no le pidió a Leonor que contara ninguna historia de su tierra, ni que leyera «El cantar de los Nibelungos» por enésima vez, aunque prácticamente todos se sabían de memoria cada parte del bello relato, ya que era el más demandado. Acomodados sus hijos, la señora se acercó a la muchacha y le pidió que la acompañara a dar un paseo por las almenas cuando hubiera terminado de recoger los enseres de la cena porque necesitaba tomar el aire. Neall le preguntó a su madre si se encontraba bien desde el estrado y Milady asintió con una sonrisa para que su hijo se quedara tranquilo. En cuanto terminó con el último plato de la mesa del fondo, Leonor se despidió de los guerreros con una breve genuflexión y ofreció el brazo para que la señora se apoyara en él. En ningún momento hizo amago de mirar a Neall, desde que lo había visto entrar en la sala, tan imponente, tan apuesto, con el pelo mojado acaracolado… las rodillas habían dejado de responderle firmemente y se había tenido que sentar unos minutos para serenarse. Erroll había tomado el gesto de la española como una muestra de estar interesada en la historia, que debía de ser muy divertida por las carcajadas del resto de los hombres. Sin embargo, la muchacha sonreía a destiempo, sin prestar mayor atención a su contenido. Leonor no se sentía con fuerzas para tener que disimular nada y ya le había costado lo indecible inventarse una excusa, lo suficientemente creíble, por el retraso con la colada ante la suspicaz Deirdre. Solo deseó con fuerza que la señora no se diera cuenta de lo mucho que también le temblaban las manos y se las frotó, palma con palma, para disimular su estado de nervios como si tuviera frío. Ambas mujeres dejaron la sala y los hombres tomaron de nuevo asiento tras despedirlas, continuando con su animada cháchara.
Elsbeth inició la conversación con sus hermanos, que estaban increíblemente callados esa noche. «Estos dos traman algo y quiero saber qué es».
—¿Qué tal en el Garry, bràthair? —le preguntó la rubia con una sonrisita traviesa al ver cómo el grandullón de Neall se atragantaba ante la indiscreción y se sonrojaba ante los demás guerreros.
¿Qué le habría contado Leonor si realmente le había contado algo? Neall se instó a darle respuestas cortas y a ser posible desalentadoras, para ver si así satisfacía rápidamente la curiosidad de su hermana. Iluso, ¡menuda era Elsbeth! No podría evitar lo evidente: tenía el pelo mojado y se había dado recientemente un baño, así que empezó por ahí.
—Bien. El agua estaba exquisita para esta época del año.
—Ya veo… ¿Y no visteis, por casualidad, a Leonor? Ella dice que se demoró por tomarse también un baño… precisamente.
—Sí, cuando llegué ya se había bañado. Prefirió que no la ayudara con la colada y regresar sola. Le di el gusto, aproveché el trayecto e hice lo propio en cuanto se hubo marchado hacia el castillo. Ya sabéis como es, se vale ella sola para todo.
Neall evitó la mirada inquisidora de su hermana, prestando más atención a mojar con el pan la pringue sobrante del plato de asado. Ayden se removió en la silla y volvió a servirse media jarra de cuirm, conocía demasiado bien a su melliza como para saber que la respuesta no la había satisfecho en absoluto. Lo que no sabía muy bien era a dónde quería llegar con semejante interrogatorio.
—Claro, claro —le respondió poco convencida Elsbeth y, cambiando de tema, añadió—. Me parece mentira ver de nuevo sonreír a madre. Ha sido un milagro.
—Ha sido Leonor —puntualizó Ayden, maldiciéndose a sí mismo por haber caído tan fácilmente en el juego, y Neall asintió.
—Cierto. No sé qué voy a hacer cuando se vaya. ¡Me he acostumbrado tanto a su compañía! —dejó caer Elsbeth, esperando la reacción de sus hermanos, pero como buenos guerreros de las Highlands, ninguno hizo un gesto que los delatara. Tendré que esforzarme más si quiero sacar algo en claro…, dijo la rubia para sus adentros.
Ayden le dio un toque con el pie a Neall disimuladamente para que no dijera nada y siguiera comiendo. El mellizo retomó el diálogo con Elsbeth para evitar que su hermano pudiera dejarse llevar por los recientes acontecimientos. Cuantas menos personas supieran a ciencia cierta de sus sentimientos por la española, mucho mejor. Aunque bien mirado, era un secreto a voces.
—No sabía que fuera a marcharse pronto —dijo Ayden, apurando de nuevo el fuerte licor y carraspeando el regusto amargo del final.
—No pronto, pero a la vuelta de Sir Symon, no tendrá obligación de quedarse… Salvo que se case, claro. Candidatos no es que le falten. Solo hay que ver cómo la adoran a su paso los hombres en general, pero no termina de formalizar con ninguno.
Neall dejó de masticar y apretó con tal fuerza la copa de plata, dejando marcados los dedos en ella.
Lo sabía, pensó Elsbeth con una sonrisa triunfal ante la reacción de este. Si hubiera podido, hasta habría hecho palmas. Eran muchos años rodeada de hombres como para que se le escapara algún gesto. Conocer lo que pensaban le había llevado años de perfeccionamiento y llevarlos a su terreno era para ella su afición más preciada. No había hombre que no consiguiera que besara por donde la melliza pisara y, aunque sus hermanos no se rendían tan fácilmente a sus encantos, como hombres que eran, repetían los mismos patrones de conducta que el resto.
—Pretendientes no le faltan —volvió a decir la melliza Murray muy risueña y motivada por lo que entreveía—. Solo hay que ver cómo vuestros hombres se deshacen en atenciones con ella, ¿verdad, Neall? Una joven hermosa y valiente, aunque sin dote... —puntualizó, remarcando sus palabras con un mohín tan infantil como coqueto—, es un reclamo demasiado jugoso como para dejarlo pasar por alto. ¿No creéis?
—Sí —afirmó Neall con una voz que no parecía salirle del cuerpo, tan tenso como la cuerda de un arco a punto de ser disparado.
«¿A dónde demonios quiere llegar Elsbeth con sus comentarios?», pensaron al unísono tanto Ayden como Neall. Pero la melliza, sabedora de tener la sartén por el mango, no se hizo de rogar mucho.
—Si no recuerdo mal, su familia no era humilde precisamente. Por lo que contó Sir William Keith aquí en la sala, su padre era intérprete y consejero del mismísimo rey Don Alfonso XI de Castilla y provenía de noble cuna... —añadió Elsbeth.
—Sí, pero al haber tenido que huir de España, seguramente el tema de la herencia pase a su hermana pequeña Isabel, al no tener hermanos ni parientes varones —sentenció Ayden, sin pensar de nuevo y haciéndole ver a su hermana el por qué Leonor no tenía la dote que, como primogénita, le correspondía. Se mordió el labio nada más decirlo y Neall lo agarró del brazo para que le aclarara lo que acababa de decir. Pero maldito fuera, ¿cómo había podido ser tan imbécil? se recriminó así mismo, rogando que Neall no hubiera prestado suficiente atención a sus palabras en vano.
—¿De qué estáis hablando? ¿Por qué habría tenido Leonor que huir de su país? —preguntó Neall que no sabía de lo que hablaban los mellizos. Era la segunda vez que escuchaba algo parecido y quería saber más.
Elsbeth dedicó una breve mirada a Ayden y su mellizo se la respondió con otra más intensa a modo de reproche: «Es culpa vuestra, Elsbeth. Si no hubierais abierto vuestra bocaza alcahueta…».
—¿Puedo saber de qué estáis hablando, por favor? —repitió Neall de nuevo alzando más la voz.
Elsbeth se giró en el asiento y tomó una mano de Neall entre las suyas. Se preocupó de que nadie en el salón, salvo sus hermanos, les estuviera prestando atención. Lo que iba a contar a continuación se lo había confesado Sir William Keith junto a Sir Symon en sus estancias y no era de gusto airear ciertas intimidades públicamente.
«¡Oh, Dios! Esto no pinta nada bien. ¿Qué mala noticia quieren darme?», pensó Neall, mientras tragaba saliva y volvía a bollar la copa de plata que sujetaba con la otra mano.
—Dejaré satisfecha parte de vuestra curiosidad, Neall. Aunque si queréis saber toda la historia, nadie mejor para ello que la propia protagonista. Poco después de la tragedia de nuestros hombres en la renombrada batalla de Teba, Don Juan de Ayala, padre de Leonor, mandó un pequeño grupo de castellanos a dar aviso de la inminente llegada de los pocos compatriotas escoceses que habían sobrevivido a casa de Leonor, donde se habían alojado antes de ir a luchar contra los infieles y cumplir la última voluntad de nuestro amado rey —aclaró, haciendo una pausa Elsbeth que al joven capitán se le antojó eterna. Fuera lo que fuera, sabía por los rodeos que estaba dando su hermana, que lo que oyera no le iba a gustar—. Eran cuatro hombres capitaneados por el prometido de Leonor, un tal Don Gonzalo de Ansúrez, si mal no recuerdo.
—¿Su prometido? —repitió Neall mirando a Ayden, que intentó callar a Elsbeth con un, nada disimulado esta vez, puntapié.
Neall recordó las palabras de Leonor: «No volveré a estar prometida con ningún hombre. ¡Con ninguno!». ¿Qué le había hecho ese malnacido para que tuviera ese odio a los hombres? ¡Maldita fuera su estampa si solo uno de sus pensamientos era cierto! Neall comenzó a sentirse algo mareado, no porque hubiera probado el cuirm de su bollada copa, pues el contenido del licor estaba intacto.
—Sí. Yo… no sé si debería seguir hablando —bajó la voz Elsbeth intentando recular y comprendiendo tarde la advertencia de su mellizo, ya que lo que venía a continuación no era plato de buen gusto para nadie. Eso obviando lo que el malnacido le había hecho a la joven y que había jurado jamás repetirían sus labios.
Elsbeth había dado por supuesto que sus hermanos ya habrían hablado del pasado de Leonor y que Ayden le habría confesado lo que sabía, o al menos, por qué una joven dama acompañaba a un grupo de guerreros escoceses sin más recursos que los que proporcionaba su arco, ese cuchillo curvo afilado por el demonio y una pequeña daga. Pero se había equivocado por la cara de sorpresa y pocos amigos del menor de ellos. ¡Ayden y su exquisita discreción, no parecía ni hermano suyo!
—Proseguid —instó Neall con amargada ironía—. Por lo que intuyo, creo que soy el único en esta mesa que no conoce la vida de nuestra invitada.
—Esto… —comenzó Elsbeth, intentando que Ayden le echara una mano con la historia.
El mellizo suspiró, siempre tenía que estar sacando de atolladeros a esa cabecita rubia loca tan adorable. Hoy no era el mejor de los días para hacer partícipe a Neall de algo así. Menos aún después de lo que había presenciado a orillas del río Garry entre ellos. Agradeció que la mayoría de los hombres y mujeres que se encontraban en el salón estuvieran entretenidos en sus animadas conversaciones y no prestaran atención a lo que se cocía en la tarima principal. Pausadamente, y poniendo en orden lo que quería decir para suavizar el golpe lo máximo posible, comenzó a hablar:
—Neall, lo que quiere decir nuestra hermana es que esos salvajes aprovecharon que las mujeres estaban prácticamente solas en la casa. Mientras Don Gonzalo se encontraba acompañando a Leonor con unas tareas en el primer piso, la segunda hermana fue violada y asesinada abajo. La madre, que estaba embarazada, también fue acuchillada, así como parte de la servidumbre... Si no llega a ser por la reacción de Leonor al bajar y ver todo aquello, la menor de las hermanas, Isabel, también habría muerto, incluso ella misma.
—¿Queréis decir que… Leonor mató a los cuatro castellanos que violentaron a su familia? ¿Y dónde estaba su prometido para defenderla? ¿No habíais dicho que era capitán? ¿Qué hombre con sangre en las venas permite un ultraje como ese?
Si a Neall le hubieran clavado una estaca en la mano, hubiera podido jurar ante las Sagradas Escrituras que no hubiera derramado ni una gota de sangre.
—Sí, eso he querido decir, porque así lo vieron con sus propios ojos nuestros compatriotas. Por eso, Sir William Keith de Galston y Sir Symon Lockhart convencieron al padre y al rey de Castilla para que permitiera a Leonor venir a Escocia y evitar que se la enjuiciara por sus actos. Sobre el bellaco de su prometido, solo os puedo referir lo que Sir Keith confió a Elsbeth, que había conseguido escapar y temían que la denunciara por haberse tomado la justicia por su cuenta. Sería la palabra de un ricohombre de Castilla frente a una joven con sangre mora en sus venas.
—El bellaco de su prometido había conseguido escapar —se repitió por lo bajo Neall con una oleada de furia creciente. No podía creérselo... ¿no la ayudó él ante semejante espectáculo macabro? ¿Y cómo era que no se habían percatado de nada de lo que sucedía en la planta inferior de la casa?
La ira dominó a Neall por completo y ya no pudo más. Algo no encajaba, pero qué era. El vaso era un gurruño de plata y se había rebosado con los últimos acontecimientos. Ayden no supo anticiparse al estado de nervios de su hermano y la mesa voló por los aires, como si fuera un simple pergamino, quedando estampada en la mitad del salón. El estrépito de la vajilla al repiquetear en el suelo y el sonido atronador del mueble al caer asustó a Elsbeth, que empezó a temblar como una hoja. Nunca habían visto tan fuera de sí a su hermano, ni siquiera el día que Sir Kenion Strathbogie se jactó delante de todos de su falta de hombría, cuando había salvado al amanerado del pueblo de una lluvia de piedras.
Todos los de la sala se quedaron estupefactos y apenas se movió nadie de su sitio. El silencio solo quedaba roto por una jarra, que rodaba vacía hasta parar con una de las patas de las mesas del final del salón. Sin saber muy bien qué hacer, los hombres miraron a Ayden, buscando respuestas, y este los tranquilizó con un leve gesto. Erroll se acercó con urgencia a donde estaba su amigo Neall, con la intención de calmarle, pero el joven se zafó de sus fuertes manos. El joven Murray salió del salón con una necesidad de tomar aire fresco con premura y cruzó el patio de armas en dirección a la muralla, sin decir nada más y visiblemente conmocionado por la falta de control que había demostrado hacía solo unos instantes. Ayden pidió a los hombres de su hermano que no lo siguieran, sobre todo a Alex Mackenzie, su segundo, que ya andaba ligero tras Neall.
Tanto Ayden como Erroll ayudaron a levantar la robusta mesa y volvieron a colocarla en su sitio. Era una mesa muy pesada, pero en manos de Neall, había volado por los aires como si fuera una almohada de plumón. Algunas mujeres ayudaron a limpiar el estropicio del suelo en silencio. Nadie, salvo Ayden y Elsbeth, entendía muy bien qué le había ocurrido al joven señor. Nadie lo había visto antes alzar la voz por encima de nadie, ni caer ante una provocación o mal gesto. Erroll rompió el mutismo en busca de respuestas, pues aún no salía en su asombro por haber visto a su siempre afable amigo hecho un basilisco.
—¿Qué ha pasado, Ayden?
—Digamos que ahora mi hermano conoce casi todas las cartas con las que juega.
Erroll no entendió muy bien el significado de lo que el Laird le decía, pero si Neall había reaccionado de tal forma, seguro tenía que ver con Leonor.
Neall necesitaba que el aire le llegara al cuerpo. La ira hacía que fuera dando patadas a cualquier cubo, poste o piedra considerable que se iba encontrando por el camino. Por fin lo había entendido todo, o eso al menos quiso creer él. Juró que mataría al tal Don Gonzalo si se le presentaba alguna vez la ocasión. ¿Cómo no había defendido a la familia de su prometida ante sus hombres? ¿Qué clase de honor tenían aquellos castellanos? el muy bastardo… ¿Cómo conseguiría acercarse ahora a Leonor, sabiendo el terror que le produciría el contacto con cualquier hombre, después de lo que habían hecho con su hermana y con su madre? Quizás por eso, y no por otra cosa, se hubiera negado a aceptar a Sir Symon como marido… «Paciencia», recordó repitiendo las palabras de su hermano pocas horas antes. Neall fue andando hasta la villa, con el ánimo de que el paseo le templara los nervios antes de volver.
Tras su paseo por las almenas, Lady Annabella y Leonor fueron a la pequeña habitación abuhardillada que habían preparado para que se quedara Leonor, en la tercera planta de la torre de homenaje. La señora le peinaba los cabellos para que se le secaran antes de trenzarlos y la joven se dejaba hacer con los ojos cerrados. ¡Lady Annabella le recordaba tanto a su madre Zaahira, sin parecerse físicamente en nada…! Unas lágrimas sigilosas rodaron por sus mejillas, Milady le preguntó:
—¿Qué os pasa, caileag? ¿Os he hecho daño con el peine?
—No, mo baintighearna. Recordaba a mi madre y también a mis hermanas. Eso es todo.
Lady Annabella dejó el peine de hueso tallado y mango de plata sobre el baúl, se sentó al lado de la joven morena y la tomó con una mano dulcemente por la barbilla para que la mirara a los ojos, mientras con la otra le secaba el rastro que habían humedecido las lágrimas.
—Sé lo que se siente cuando te arrebatan a un ser querido Leonor…te desgarran el alma, pero intuyo que no solo es eso lo que os preocupa, ¿verdad, nighean?
Leonor se echó sobre el regazo de la mujer y lloró desconsoladamente, mientras Lady Annabella le acariciaba los mechones rizados de los cabellos con los dedos. La señora prefirió callar y dejar que la joven se desahogara entre sus brazos. Cuando sintió que el dolor de la muchacha remitía, volvió a alzarle la barbilla y enfrentar su mirada antes de hablarle.
—Ningún hombre se merece vuestras lágrimas, leannan, ni siquiera mi hijo.
—Mo baintighearna, os equivocáis. Neall no…
«Neall… luego sí que hay algo de cierto en ello».
—¿No? —preguntó Milady sonriendo e invitándola a que siguiera contándole lo que pasaba sin presionarla. Al fin y al cabo, los años no solo te ajan el rostro con pequeñas y marcadas arrugas, también dan una sabiduría que la juventud a veces confunde con magia y anticipación, como si las personas mayores nunca hubieran sido otra cosa que eso, mayores.
—¡Yo le he besado! —exclamó súbita y completamente ruborizada por la vergüenza, esperando el enfado de Lady Annabella. Ella era una don nadie en esas tierras. Por mucho menos podrían deportarla, de eso estaba segura.
—¿Que vos… —pero la señora, en vez de enfadarse como Leonor habría esperado, comenzó a reírse a carcajadas—, de verdad? Este hijo mío cada vez se parece más a su padre…
Leonor no sabía si reír o llorar. Esperaba cualquier castigo antes que la reacción de la señora, sin embargo, el desconcierto era tan grande que aún se sonrojó más si cabe.
—Le pido mis disculpas, Milady.
—Mo baintighearna me gusta más, Leonor. Y por cierto, ¿por qué os tendríais que disculpar?
—¡No debería haberlo hecho!
Leonor estaba aturdida por la reacción de Milady. ¿Por qué jugaba Lady Annabella con ella? ¿Acaso no estaba realmente enfadada? La señora se apiadó del nerviosismo de la muchacha e intentó que se calmara con el mismo tono dulce de antes. También le pidió que se sentara a su lado para seguir hablando.
—¿No sentís nada por él, nighean? Porque es obvio que Neall sí siente algo por vos.
«¡Oh, Dios! ¿Ha dicho lo que he oído? ¿Y no bromea?». Leonor se sentó y se cubrió el rostro con ambas manos durante un par de minutos, para volver a mirar a Lady Annabella y musitar un descolorido: «es complicado».
—Sí, el amor es complicado. Pero decidme, al besarlo… ¿os gustó?
—¡Oh, sí! Pero eso solo lo complica aún más.
—¿Por qué? —le preguntó risueña Lady Annabella, que se sentía en esos momentos con veinte años menos a sus espaldas, mientras seguía acariciándole los tirabuzones que aún no había llegado a trenzarle.
Leonor dudó por un instante si seguir abriéndole su corazón a la señora, pero se armó de valor y comenzó a hablar. ¿Qué tenía a estas alturas que perder? Después del desplante que le había dado a Neall, pensaría que estaba loca y la rehuiría como al mismísimo demonio.
—El día que asesinaron a mi madre y a mi hermana Elvira, mi-mi prometido abusó de-de mí y escapó—titubeó Leonor—. Me deshonró, baintighearna. Ese hombre tomó sal-salvajemente mi cuerpo y no pude hacer nada para evitarlo. No soy digna de su hijo, ni de ningún otro.
Lady Annabella no dijo nada en un principio. No se esperaba semejante confesión, pero aguardó a que la muchacha terminara de contar la historia. Ella sabía que había estado prometida y que, a tres semanas de casarse, parte de su familia había sido asesinada, que ella los había vengado y huido con los pocos supervivientes de la última misión de Robert Bruce. Eso le había motivado a Milady a dejar atrás su estado catatónico y a desear recuperar la chispa de vida que le faltaba tras la pérdida de su esposo. Tras el día que la descubrió entre las almenas güelfas, la señora solo había prestado oídos a los chismes del clan cuando alguien se refería a la extranjera o a algo relacionado con ella, pues le seguía pareciendo extraño que una joven dama dejara todas las comodidades de su posición, y a lo que quedaba de su familia, por irse de aventuras con unos highlanders, sobre todo que un padre lo consintiera, pero hasta ahora la joven no se había sincerado del por qué realmente lo había hecho. No había huido de un juicio, había huido de él, de su prometido.
Leonor intentó discernir, ruborizándose como una amapola, lo que habría pensado la señora al escuchar su confesión. Nunca había hablado de lo ocurrido salvo con su padre, Sir William Keith, Sir Symon Lockhart y Cathasaigh. No esperaba ese silencio, quizás sorpresa o reprobación, pero nunca ese silencio amartillado. Quizás la señora pensara que no hizo lo suficiente por defenderse y Leonor siguió hablando sin mirarla a los ojos, sintiéndose dolida y sucia.
—Por ello, no sé si podré algún día dar mi corazón y mi cuerpo a otro hombre, sin pensar en aquel horrendo día. Ni si, llegado el caso, ese hombre aceptaría a una mujer mancillada.
—Entiendo —dijo por fin Lady Annabella y, haciendo una pausa, tomó una mano de Leonor entre las suyas, gesto que sorprendió a la joven—. Debió de ser muy duro para vos lo que contáis, nighean, pero el tiempo todo lo cura. Ese malnacido algún día tendrá que responder por sus pecados y quizás sea antes del Juicio que todos tenemos pendiente frente a nuestro Señor Jesucristo.
Leonor la miró a los ojos y supo que había malinterpretado el silencio de Lady Annabella. Se maldijo por lo bajo por haber dudado de la bondad de Milady, como si hubiera leído sus pensamientos, la señora prosiguió:
—Leannan, vos misma deberíais saberlo. Lo que hizo ese hombre fue horrible, pero no pudisteis evitarlo. No os martiricéis más por ello. El hombre que lo comprenda y lo acepte será el hombre adecuado para vos.
—Yo no tengo nada que ofrecer, mo baintighearna, salvo mis manos, no tengo nada. ¿Qué hombre se acercaría a mí si realmente supiera el alcance de mi historia? —«Sir Symon Lockhart lo ha hecho y aún así lo habéis rechazado. Tonta, tonta, más que tonta», le apostilló su conciencia, manteniendo una fuerte lucha interior.
—¡Oh, mo chuisle! No volváis a decir algo así, ¿me oís? —le recriminó Milady, cogiéndola por los hombros y encarándola, pero Leonor se había desmadejado como una margarita falta de pétalos.
—No tengo nada…
—Sois hermosa como una flor de verano, sois dulce, bondadosa y valiente. Sois una princesa guerrera salida de los bellos cuentos que narráis. El hombre que descubra todo lo que valéis será el más rico del mundo. Y sinceramente, ojalá ese hombre sea mi hijo.
—Mo baintighearna, yo… —le susurró con un hilo ahogado de voz.
—Nada me complacería más que teneros como hija, Leonor. ¿Lo sabéis, verdad?
Leonor no pudo ocultar la emoción que le transmitían esas palabras y la abrazó con fuerza. Lady Annabella era delicada como una rosa, pero fuerte como un león.
—Gracias. Pero aunque me quede para limpiarle el polvo a los santos, honraré sus palabras y, desde este mismo momento, la consideraré mi segunda madre si vos me lo permitís.
—¿Para limpiarle el polvo a los santos? ¡Qué cosas más raras decís, mo chuisle! Mira que Samhuinn está por llegar y no hay cosa que más le guste que las almas de las muchachas hermosas y buenas como vos. Y ahora, a dormir. Hay mucho que hacer para que pasado mañana todo esté listo para la gran noche.
El día siguiente fue agotador y no le dio mucho tiempo a pensar en lo ocurrido en el Garry. Leonor no tuvo ocasión de ver a Neall siquiera de lejos y, aunque echó de menos no encontrárselo en el patio de armas cuando el resto de hombres entrenaban, agradeció que pasara el tiempo suficiente para poder darle una explicación de lo ocurrido.
Entretanto, Ayden, Erroll y Neall ocuparon su día arreglando el pozo de la villa. Las lluvias de mediados de mes habían conseguido derribar una de las paredes de piedra y si no se arreglaba pronto, el agua se enlodaría y dejaría de ser potable. Los hombres acarreaban nuevas piedras, mientras otros rellenaban de argamasa y apuntalaban el interior. Nadie había visto hacía semanas a ningún esbirro de Sir Strathbogie, por lo que Ayden desechó la idea del sabotaje por ahora. No había hecho más que pensar en ello, cuando el ruido de los cascos de los caballos les alertó de que un pequeño grupo se acercaba a tropel. Sir Kenion Strathbogie montaba un imponente caballo de guerra castaño y se asomó al pozo. No dio crédito al ver a los caballeros embarrados, descamisados y mano a mano con los lugareños.
—No podía creer que, lo que había llegado a mis oídos, fuera cierto, pero ¡aquí estáis! —exclamó para que todo el que por allí se encontrara pudiera oírlo—. El traidor de Neall Murray que ha vuelto de entre los muertos, para hacernos ver lo benevolente que es la parca con sus afines.
Algunos temerosos se persignaron ante tal sugerencia y Neall apretó la mandíbula y los puños tanto que podrían habérsele fundido hasta las muelas si Dios hubiese querido. Erroll lo sujetó con una mano en el hombro y musitó un «dejadlo estar».
—¡Decid qué queréis y marcharos por donde habéis venido, Sir Kenion! —gritó Ayden, mientras se sacudía el barro de las manos y salía para mantener un cara a cara en la superficie.
—He venido a mostrarle mis respetos a Lady Annabella y a mi queridísima Elsbeth. He sabido de la mejoría en el ánimo de vuestra madre y he querido honrarlas con una visita de cortesía. Desde que fui padre el año pasado, no he tenido mucho tiempo para ello. Mi querida esposa me tiene sumamente entretenido el tiempo que no estoy luchando contra los traidores de Escocia.
Sí, Sir Kenion se había casado por orden y consejo del rey Eduardo I de Escocia con la bella hija de Lord Henry Beaumont, pero con ello no habían mermado sus ansias lujuriosas por Elsbeth y, cada vez que podía, se escapaba a las tierras de Blair Atholl para incomodarla y agasajarla a partes iguales.
—Yo mismo le daré vuestras nuevas, Sir Kenion. Pero entended que para Elsbeth sea del todo imprudente recibiros Milord, ahora que se encuentra comprometida —dijo Erroll con su habitual galantería irlandesa.
—¿Prometida? —preguntó enfurecido, sin poder disimular lo mal que le había sentado la noticia, mientras que asía con fuerza las riendas del caballo de un lado para otro—. ¿Con quién, maldita sea, si puede saberse?
—Con Sir Symon Lockhart —respondió pausado Ayden, pues hasta que pasara un año era una verdad a medias.
—¿Cómo lo habéis consentido, Ayden? ¡Es un bárbaro de las Highlands! Uno de los hombres de Robert Bruce… ¡Maldito necio traidor!
—Cuidad vuestras palabras u os las haré pagar aquí mismo —le retó Ayden con una tremenda satisfacción, al ver cómo Sir Kenion por fin tendría que mantenerse alejado de su hermana—. Sir Symon Lockhart es un hombre honorable reconocido por nuestro rey Eduardo I.
El rubicundo estaba furioso. Volvió a mirar a Neall, deseando la más mínima oportunidad para rematar lo que había empezado en el campo de batalla de Halidon. La ventaja de haberlo herido por la espalda era que jamás sabría Neall a ciencia cierta lo cerca que había estado de matarlo. Se jactó ante el recuerdo y saboreó el regusto metálico de la sangre en su boca.
—De todas formas, no creo que a Sir Symon le importe que cene con una vieja amiga. Asuntos de suma importancia me distanciarán durante un tiempo de mis tierras y no encontraré mejor ocasión. Señores…
Nadie le contestó. Los caballos se alejaron al trote. Ayden, Erroll y Neall indicaron a los hombres cómo debían seguir su labor con el pozo y se adecentaron rápido para irse lo antes posible a Blair Atholl. Ninguno quería dejar mucho tiempo solas a las mujeres, aunque sabían que estarían bien protegidas por Leonor. Sin embargo, nada más llegar, Alex Mackenzie salió al encuentro de Neall Murray en cuanto este traspasó el rastrillo de la gran puerta de la muralla principal.
—Mo caiptean, Sir Kenion ha llegado con al menos diez hombres. Está reunido con su señora madre y su hermana en el salón principal.
—¿Y Leonor?
A Mackenzie le extrañó que le preguntara abiertamente por la joven, pero sin demorar más la respuesta, le informó:
—En los establos, mo caiptean. Sir Kenion no quería criados en la sala.
—Leonor no es una criada, Alex —se adelantó a decir Ayden, antes de que a Neall el carácter volviera a ponérsele agrio como la mantequilla al sol.
—Lo sé, mo Laird. Pero él insistió y Leonor salió sin dilación, creo que ella misma lo habría sugerido de no haber salido del propio Sir Strathbogie.
—Ha debido de reconocerlo —musitó Neall, que no había caído con anterioridad en el hecho.
Ayden asintió, mientras Erroll se limpiaba el poco barro que aún quedaba en su bota antes de dirigirse al salón de la torre de homenaje. Les esperaba, como poco, una cena la mar de entretenida. Antes de seguir los pasos del irlandés hacia la torre, Ayden se dirigió a Neall por lo bajo:
—Id a ver cómo está Leonor, bràthair —y, haciendo una pequeña pausa como si dudara lo que iba a decir, añadió—. Será mejor que hoy no aparezcáis por el salón. Deirdre subirá vuestra cena a la habitación si lo deseáis. Sir Kenion no hará más que provocaros y prefiero que madre no se lleve ningún disgusto más. Tomaos el resto de la noche libre —Ayden le guiñó un ojo y se rascó la barba rala, antes de irse con una pícara sonrisa en los labios.
—Pero…
—Soy vuestro hermano mayor, vuestro capitán y vuestro Laird mientras no se persone Arthur. No contravengáis mi orden y marchaos antes de ser yo el que ocupe vuestro lugar.
Neall sonrió ante la ocurrencia de Ayden, más propia de Erroll, y se dirigió a las caballerizas. No sabía si prefería enfrentarse al bellaco de Sir Strathbogie o a la cándida Leonor. Pero allí estaba ella, siempre más hermosa que la vez anterior, como si hubiese hecho algún terrible pacto con las hadas, o con las entrañas del infierno. Cuando llegó a estar tan cerca que podía percibir su exótico aroma, dejó de pensar y empezó a sentir como siempre que estaba a su lado.
En esos momentos, Leonor cepillaba con energía a Rayo. Su bestia estaba sin duda contenta ante las enérgicas pasadas de la muchacha. Le susurraba cosas en ese idioma suyo que él no entendía, pero que le sonaba a música celestial en sus labios. Le había devuelto el brillo al pelo del animal y con su pequeña mano derecha repasaba la línea blanca que le cruzaba el lomo y que le había dado su nombre. El nerviosismo de Rayo al ver a su amo, previno a Leonor de la presencia de Neall.
—Buenas noches, maighstir —le dijo sin mirarlo apenas, aún enzarzada en las últimas pasadas—. Su caballo está casi listo… por si quiere montarlo.
Neall no contestó, solo se aproximó a dos pasos escasos de ella. «Mi vida por sentirla de nuevo entre mis brazos», deseó. Pero las hadas debían de estar muy ocupadas preparando la festividad del día siguiente porque no contestaron a su ruego. Leonor era una especie de aparición etérea, la reencarnación de una ninfa de los cuentos que le narraba la vieja tata Deirdre.
—Leonor, ¿os gustaría que diéramos un paseo a caballo? La visita de esta noche no es de mi agrado. Hay luna llena y…
—¡Sí, me encantaría! —exclamó Leonor, no dejándole argumentar más.
Neall se sorprendió del cambio de actitud de la joven. Sin esperar a que pudiera arrepentirse, montó en Rayo, mientras que Leonor hizo lo propio en Tormenta.
—Es curioso que nuestros caballos se llamen Rayo y Tormenta, ¿verdad? —le comentó con una sonrisa que le iluminó la cara y le robó a Neall el corazón. Nunca se había parado a pensarlo, pero debía ser cosa del destino o de duendes…
Con un golpecito con el exterior de la pierna, ambos caballos comenzaron a andar a buen paso hacia la muralla. Todos debían estar cenando y, salvo el par de centinelas que saludaron al pasar por el rastrillo, el resto de la edificación estaba en silencio. Dentro de la torre de homenaje se escuchaba la algarabía propia de las veladas de invierno. Al atravesar la puerta principal, ambos se rindieron a un galope largo. De vez en cuando sus miradas se cruzaban, apuraban aún más el paso y sonreían.
Leonor iba a horcajadas sobre Tormenta, con su melena al viento y en paralelo a Neall. Era una gran amazona y, si bien Neall intentó un par de veces tomar la delantera, fue incapaz de dejarla atrás ni una sola vez. La libertad, que les proporcionaba la galopada, hacía que desearan aún más velocidad. Pasaron raudos como un pensamiento por la villa hasta llegar al pie de las montañas. Descansaron unos instantes, mientras los caballos abrevaban en el riachuelo y se dispusieron a volver al trote. No necesitaron decirse nada, sus ojos lo decían todo. Cuando llegaron al castillo era bien entrada la medianoche, estaban exhaustos y livianos al mismo tiempo. Sir Kenion Strathbogie acababa de subirse a su caballo para irse. Con su prepotencia habitual, tomó las riendas de su pura-sangre y lo arrimó a Rayo, mientras le decía a Neall a media voz:
—Yo guardaría mejor mis espaldas, caraid. No siempre os va a acompañar la suerte —y, comiéndose con la vista a Leonor y deteniendo su mirada a la altura de los pechos, por más tiempo que el debido, soltó con malicia para molestar a Neall—. Baintighearna, la luz de las velas no hace justicia a vuestra belleza, sin embargo, la luna…
Neall se contuvo por no tirar del caballo a Sir Kenion y borrarle esa estúpida sonrisa con los puños. Leonor, al ver el brillo iracundo en los ojos de Neall que tan bien había aprendido a ver en su impasible rostro, se apresuró a decir:
—Sois muy galante, caiptean. Lo tendré en cuenta para la próxima vez que nos visite —dijo con un tono cadente y risueño.
Realmente podría dedicarse a la farándula si quisiera, pensó Ayden divertido, mientras Erroll tuvo que taparse literalmente la boca con la mano para no echarse a reír por la ocurrencia de la española. Disimulando, el irlandés ayudó a bajar a la joven del caballo, aunque de sobra sabía que no era necesario. Agarrándola por el antebrazo, se despidió de los presentes con una ligera bajada de cabeza y, estrechando a Leonor por la cintura a su cuerpo, ambos entraron en el interior del castillo. Si Leonor se mostró sorprendida ante semejante intimidad y muestra de afecto por parte de Erroll Flanagan, lo disimuló bastante bien. Sir Kenion Strathbogie la siguió bastante interesado con la mirada y, con un gesto de cabeza a modo de reverencia, volvió a despedirse de las señoras y marchó con sus hombres.
Neall no cabía en su asombro por la familiaridad con la que Erroll y Leonor habían asumido ese extraño y rocambolesco papel de pareja, hasta que comprendió las intenciones del irlandés. Si Sir Kenion Strathbogie se enteraba de la peculiar relación que la joven española mantenía con Neall, podría arremeter contra ella, o verse expuesta innecesariamente a los entresijos de Sir Strathbogie. De hecho, los había visto llegar juntos, sudorosos después de la gran cabalgada y sin más compañía, ni carabina. El ingenio del irlandés nunca dejaría de sorprenderle. Sonrió. Nadie mencionó lo poco decoroso que había sido el estar tanto tiempo a solas con la muchacha por los caminos. De todas formas, Neall no se arrepentía de ninguno de los segundos que había pasado con ella. Había sido fantástico y no habían hecho nada de lo que tener que preocuparse… aún. Si bien no le habría importado, pues con Leonor, ¿qué hombre en sus cabales podría resistirse?