CAPÍTULO 13 – LA SUBASTA

 

Castillo de Rowallan, East Ayrshire (Escocia), finales de Mayo, 1334.

 

Antes de partir hacia Kilmarnock, Sir Ian Campbell le había relatado a Leonor cómo era el edificio principal del castillo de Rowallan y el entorno del mismo con mucho detalle y lo hizo un par de veces más bajo la atención del resto del grupo. Además, de camino a la villa, ya tendría Ewin tiempo de repetirle lo más esencial a Leonor. La muchacha memorizó todo lo que pudiera servirle para moverse con soltura por el lugar y poder escapar llegado el caso. Cuando había pensado que el castillo de Rowallan era una ratonera, no se había equivocado, lamentablemente. Solo tenía una entrada y, por lo tanto, una salida. Notó cómo todos los hombres la observaban esperando alguna reacción, alguna muestra de desconcierto, algo a lo que aferrarse para no dejarla partir con su descabellado plan lleno de flecos. Pero aguantó estoica, sin mover un músculo de la cara para que no se preocuparan por su suerte y se despidió con un «hasta la noche» y la mayor de las sonrisas.

Ewin Boyd había desconfiado de las habilidades que todos le habían relatado que poseía la joven española. Era una joven muy bonita y, eso sí, un poco rara por ir vestida de muchacho todo el día y armada hasta los dientes. Si era cierto o no que sabía tirar al arco mejor que el mismísimo Sir William Brisbane tendría que verlo con sus propios ojos. Aunque no dudaba de la palabra de Sir Ian Campbell, últimamente los guerreros tendían a exagerar más que las propias viejas. A él ya le había parecido inaudito que siquiera pudiera levantar una claymore con lo menuda que era, pues apenas podría ser unos pocos años mayor que él y pesaría la mitad. Leonor no destacaba precisamente por su fortaleza física, aunque sus movimientos eran ágiles y demostraban ciertas destrezas. Ewin había considerado una locura dejarla a merced de esos piratas, pero como escudero que era, nadie le había pedido su opinión.

El camino a Kilmarnock lo había pasado francamente mal en cuanto había visto a Leonor ataviada con ese ceñido y escotado vestido. ¡Diablos! que lo perdonara Dios por la blasfemia, pues sabía que sería pecado solo mirarla. Estaba seguro de que si Ayden hubiera pensado que se engalanaría de esa manera, la habría encerrado en una jaula, deportándola a Blair Atholl de inmediato. Esa muchacha no solo iba a atraer las miradas de los piratas… ¡Santo Dios!, se excusó pidiendo perdón al cielo nuevamente. Cualquier hombre a mil millas a la redonda podría verse embrujado por ese porte y el tintineo de las moneditas. Él mismo, por mucho que lo había intentado, había sido incapaz de retirar la mirada de su escote y, si hubiera podido estar más pendiente de lo que ocurría a su alrededor, quizás habría sido capaz de ofrecer algo de resistencia cuando ese telamón los había abordado nada más entrar en la villa.

Al cabo de unas horas había vuelto solo, con una buena paliza y con la desazón de haberla dejado con ese coloso negro de más de dos metros. Recordó con adoración la expresión decidida de Leonor ante semejante monstruo y el guiño que le dedicó cuando era arrastrada por sus calles como un saco de harina, mientras él estaba tumbado en el suelo. Por primera vez, se dio cuenta de que esa joven era especial, tirara o no al arco mejor que Sir Brisbane, y que era una suerte tenerla entre ellos.

Ewin Boyd había vuelto cojeando al claro del bosque donde estaban acampados y con varios cortes poco profundos (gracias al cotun reforzado que llevaba siempre). El ojo derecho y el pómulo habían corrido peor suerte y los tenía hinchados y, aunque le costaba reconocerlo, llevaba sus calzones mojados de orín. De no ser porque no le quedaba nada en la vejiga, habría vuelto a hacérselo encima al ver el puñetazo de Neall que había dejado a Ayden semiinconsciente en el suelo.

 

El castillo de Rowallan era un lugar mágico, de cuentos, mancillado por el vacío de valores personales imperante tras la guerra. Estaba situado a unas tres millas al norte de Kilmarnock, sobre un montículo pantanoso a la orilla del río Carmel, rodeado de un frondoso bosque bajo y de matorrales tan altos como un hombre en su contraste. La vasta fortaleza había quedado recientemente abandonada por sus dueños los Moore que, leales al niño-rey David, habían emigrado a Francia en busca de mejor fortuna y favor del legítimo monarca de Escocia. Sir Ian Campbell y el escudero Ewin Boyd eran parientes lejanos de tan adinerada familia y les parecía increíble que no hubieran dejado sus posesiones mejor custodiadas o ¿acaso no pensaban volver nunca? En época de Robert I Bruce, ambos habían visitado tanto Rowallan como las numerosas tierras de los alrededores, diseminadas a lo largo y ancho de Kilmarnock. Tierras fértiles que, en la actualidad, estaban echadas a perder y que difícilmente se recuperarían en mucho tiempo.

El castillo estaba construido en granito gris y poseía dos torres de homenaje que flanqueaban la fachada principal. La robusta edificación era de tres alturas, más un tejado abuhardillado a dos aguas y diez escalones que la elevaban del nivel del suelo. Los ventanales eran estrechos para que pudiera pasar por ellos un hombre y mucho menos un highlander, pero había balcones en la tercera planta que podían ayudar a descolgarse por ellos, en último caso. También había una especie de entrada a un subsuelo, que llevaba directamente a la bodega y las mazmorras, pero posiblemente estuviera cerrado a cal y canto o abandonado. La muralla exterior era bastante alta y marcaba el perímetro cerrado. El adarve estaba custodiado siempre por centinelas.

El grueso del grupo de Ayden esperaría apostado con los caballos en un frondoso bosque en el lado norte de la muralla, a la guarda de instrucciones por parte de su adalid, Neall o Erroll. Unos cuantos merodeadores al otro lado de la fortificación darían aviso, en cuanto las jóvenes dieran el santo y seña convenido, para que el grupo se acercara en tropel al rescate. Entrar en tropel, sin ser vistos o a ciegas, era del todo imposible y un suicidio, que pondría a las mujeres en un aprieto mayor. Los nervios en el destacamento estaban a flor de piel. Los highlanders eran hombres de acción y el dejar en manos de Leonor la responsabilidad de rescatar a Elsbeth les consumía, sobre todo a los hombres de Neall, que se habían contagiado del pésimo estado de ánimo de su capitán.

No había tiempo que perder, la subasta de las jóvenes iba a ser esa misma noche y solo quedaban unas horas para introducirse en la inexpugnable fortaleza. No había misión imposible para estos intrépidos guerreros, pero si dejaban cabos sueltos, las vidas de su señora y compañera de viaje correría serio peligro. Rescatar a ambas jóvenes y salir sin levantar sospechas debería haber sido pan comido en otras circunstancias. Sin embargo, si algo le había enseñado la vida a Neall era a desconfiar de todo y a esperar lo inesperado. Desconfiaba de esos piratas, eran pendencieros y de la peor calaña, siempre con algún ardid para salir airosos. Una confrontación abierta era una sentencia de muerte segura ya que, sin contar con los nobles e ilustres invitados, la villa contaba con más de un centenar de espadas y ellos no llegaban a cincuenta. La desventaja numérica era considerable y Ayden había elaborado un plan alternativo por si todo salía mal ahí dentro. Los hombres asentían cabizbajos, pues si tenían que recurrir a él, muy pocos podrían regresar a sus casas y contarlo.

Mientras tanto, Erroll tuvo una larga y airada charla con Neall a cuenta de su desconocido mal carácter. No estaba ayudando a dar el ánimo necesario a sus hombres y, si seguía así, le amenazó con ir solo a la cita de Lord Peter Pulteney y sus amigos ingleses. Tenía que ser capaz de controlarse o todo el plan se iría al garete. ¿Eso era lo que quería? «No, claro que no», pensó Neall negando cabizbajo y avergonzado porque fuera el dicharachero Erroll esta vez el sensato de los dos. Erroll le apremió para que se ajustaran al plan inicial, sin contar con lo que pudiera conseguir Leonor por su parte. Con ellos dos dentro de la subasta, podrían ayudar a las muchachas a escapar, o al menos cubrir la huida para que nadie las siguiera. Por mucho que le pesara a Neall, el plan de Leonor era más arriesgado pero mejor que el suyo propio, que era el de irse abriendo paso entre los piratas a golpe de claymore. Cuando hubo terminado de darle su inusual sermón, Erroll se acercó a ultimar unos detalles con Ayden sobre la colocación de algunos hombres a lo largo del perímetro de la muralla, por lo que Sir William Brisbane aprovechó el momento para arrimarse y apaciguar a un desolado Neall.

Seachnaidh duin’ a bràthair, ach cha sheachain e choimh-earsnach19. Alguien tenía que tomar la decisión y, como adalid, le tocó a tu hermano —dijo al joven capitán.

—¡Oh, vamos! —refunfuñó Neall desviando la mirada al suelo y golpeando con la puntera de la bota una piedra invisible.

Sir William Brisbane, cogiendo aire como si quisiera llenar sus pulmones al máximo, expiró lentamente en pequeñas bocanadas. Él mismo había permitido que Leonor se fuera y no permitiría que entre los hermanos se abriera una brecha insalvable. Miró al cielo en busca de las palabras adecuadas, mientras le decía al que había querido como a un hijo desde bien niño:

—La joven no dejó muchas opciones a Ayden, Neall. Ya sabéis como es: terca como una mula, pero con un corazón de oro.

—Me lo imagino y sé que no os lo debió poner nada fácil. Leonor es la mejor oportunidad que tiene Elsbeth para salir de Rowallan con vida. Lo sé, no estoy falto de conocimiento Sir William, pero hubiera dado todo lo que tengo por no exponerla a esos malnacidos. No así, al menos. Con respecto a Ayden… «Al amigo lo escojo yo, al pariente no» —le respondió Neall a Sir William con otro viejo proverbio, tan apesadumbrado como molesto aún con su hermano.

—¡Vamos, Neall! —exclamó el buen hombre, apelando al niño que prácticamente había criado y con el que había pasado más tiempo que su propio padre—. Está claro como el agua que la española os importa, pero no ayudaréis a su sacrificio con esa actitud. Su plan es bueno… Ayden confía en ella. ¿Por qué no lo hacéis vos mismo?

—Es complicado.

—¿Acaso no la habéis visto manejando la daga? —le preguntó el hombre mientras Neall asentía—. ¿Y la espada? —volvió a asentir el joven guerrero—. ¿Y qué me decís del arco?

—Si yo os contara…

—¿Me diríais por fin que es la artífice del doble robin que os tuvo prendado durante meses?

—Por ejemplo —respondió Neall sorprendido de que el tema del doble robin hecho en Aberdeen no hubiera salido a colación hasta ese momento.

—¿Entonces? ¿Acaso no sabéis que ha estado a mi mando durante vuestros meses de ausencia? ¿Y que gracias a ella y a la voluntad de ancianos, mujeres y niños, Blair Atholl ha conseguido mantenerse en pie? Mac, si yo fuera uno de esos piratas de Rowallan iría ya pidiendo a un cura para confesarme por si las moscas…—confesó riendo a la vez que su cuerpo sufría un ataque de tos seca.

Cuando el anciano consiguió reponerse, bebiendo un poco de agua del pellejo de cabra que le ofreció Neall, se acercó al joven para sí y lo abrazó con admiración y cariño.

Mac, sed paciente. Nadie ha dicho que las relaciones con las mujeres sean fáciles.

—No es lo que pensáis.

—Ya…, claro. Bueno, vos sabréis, mac. Pero si me permitís un consejo, os diré que esa joven es especial, tiene algo que la hace diferente y no es precisamente su color de piel, o su brillante forma de empuñar una espada, o de tensar un arco... Elsbeth lo sabe, Ayden lo sabe y ¡diablos que hasta yo mismo lo sé!

—Dejadlo estar, Sir William… Ella y yo somos de dos mundos completamente diferentes. No tengo nada que ofrecer salvo una espada a sueldo. Ella no es para mí.

—¿Estáis seguro? A nadie se le escapa cómo os miráis…

El anciano se interrumpió al ver llegar a Erroll como un pimpollo y ambos hombres se echaron a reír. Desde lejos olía a jabón caro e iba tan repeinado como un niño en su primer día de escuela.

—¡Diablos, Flanagan! ¡Si parecéis un maldito caballero inglés! ¿No querríais calentar mi cama esta noche? Las noches de mayo siguen siendo más bien frescas y tanta pluma me vendría bien.

Erroll, sin pensarlo, se abrazó al hombretón que durante tantos años había sido su ejemplo a seguir, flexionando una de sus piernas para que Sir William Brisbane lo agarrase y aupara, batiendo sus largas pestañas rubias como si de una cándida damisela se tratase. Por muy mal que pintara cualquier situación, Erroll siempre conseguía arrancar una sonrisa hasta al más pintado. «Este irlandés no tiene remedio», pensó Neall entre risas y olvidándose por unos minutos de la empresa que tenían entre manos. Desde pequeño, el sentido del humor de Erroll y su lealtad habían sido dos constantes que le habían hecho la vida más fácil al joven Murray. No quería ni pensar el momento en el que su amigo decidiera volver a Irlanda.

—Quitad, quitad… —dijo Sir William Brisbane entre risas por haber sido respondido con la misma moneda.

—Vamos, Neall, es vuestro turno de asearos. No queda mucho tiempo —le advirtió Erroll apuntándole con el dedo y mirando como el sol se iba ocultando entre las primeras cimas.

Neall se alejó de ellos y se encaminó al río. Allí se desabrochó el cotun de cuero acolchado y tachonado, se sacó la camisola por la cabeza y se bajó las calzas tras aflojarse de un puntapié las botas. Su cuerpo desnudo recibió los rayos cálidos del sol de media tarde con un ligero erizado del vello. El baño en el río le vino francamente bien. El agua estaba fresca y no solo le desentumeció los músculos, también le aclaró las ideas y el ánimo. El joven se restregó con fuerza con el jabón de romero y sándalo que en su día Leonor había elegido especialmente para él. Le gustaba su olor y la sensación fresca que dejaba en su piel. Los ojos se le volvieron turbios y un nudo en la garganta le impidió respirar con normalidad, teniendo que aspirar una bocanada de aire puro, para no sentir que se le iba la vida del pecho. Prefirió no recordar la mirada coqueta que le dedicó Leonor en Moulin cuando eligió el jabón para él, mientras sus ojos oscuros brillaban como si tuvieran varias estrellas prisioneras… Se zambulló en el agua y buceó durante un rato para evitar terminar llorando. Quería a esa mujer… ¿para qué engañarse? Era «su mujer», por muchas veces que quisiera negarlo. Pasados unos minutos y con desgana, se obligó a salir del agua para no impacientar más a Erroll. Se secó con un lienzo de lino limpio y se fue vistiendo acorde con la ocasión. Ewin le dejó un plato metálico y su afilada daga para que se rasurase la rasposa barba de varios días. Cuando terminó, no parecía el mismo.

—¡Otro maldito inglés! —rio de lejos Sir William Brisbane, mientras negaba con la cabeza y volvía a dar apoyo a Ayden, pasándole el brazo por los hombros y atendiendo a lo que este decía en el plano.

Y Neall no tuvo más remedio que sonreír. Para ese condenado viejo, todo lo que no oliera a guerra, a sudor y a sangre fresca, olía a sassenach. Terminó de colocarse la ropa limpia, ajustó el broche con la cabeza del halcón que había heredado de su padre a la altura del corazón y guardó todo un arsenal de dagas de forma que, a simple vista, pareciese desarmado.

—¡Vámonos!

La puntualidad inglesa era encomiable. Aún faltaban un par de minutos para la caída del sol y ya estaban esperándoles a la sombra de un gran sauce llorón. Se saludaron y Lord Pet presentó a sus amigos ingleses. Junto al primero se encontraban Lord Edward Looper, Alexander Slater y John East. Los hombres se saludaron con una leve inclinación de cabeza y una media sonrisa. Hechas las presentaciones y sin demorar más tiempo, el pequeño y variopinto grupo emprendió la marcha a caballo hacia el castillo de Rowallan. Los ingleses venían ya algo bebidos y dicharacheros, cosa que agradecieron con toda el alma Erroll y Neall. El irlandés siguió conversando por los codos con Lord Pet. Ambos hombres parecían ser amigos de siempre, en vez de conocerse hacía solo unas horas. En otra vida, el irlandés se podría haber ganado muy bien el sustento como feriante o bardo, tenía esa cualidad innata de embelesar al oyente con solo abrir la boca.

—¿Es siempre tan callado vuestro amigo Campbell? —preguntó Lord Pet a Erroll entre susurros jocosos—. Debéis aburriros mucho.

—No, qué va. Dejad que se beba dos jarras de buen cuirm y será capaz de hasta tocar la gaita.

La ocurrencia de Erroll hizo reír hasta a Neall. Mejor sería que se metiera en su papel pronto, si no quería poner la misión en peligro.

—¡Apiadaros de mí, Flanagan, vos siempre encontráis jóvenes que os gustan mientras yo ahogo mis penas en ese veneno escocés! —exclamó con teatralidad el escocés, llevándose la mano del corazón a la garganta.

—Creo que hoy estáis de suerte, amigo Campbell. Si venís con la saca llena, claro —masculló Alex Slater a Neall con un tono que vislumbraba desde envidia a suspicacia. Precisamente, el que menos le había gustado de los cuatro ingleses por ser un rival a considerar.

—¡Ah! ¿Sí? —preguntó interesado el capitán escocés, haciéndose el sorprendido—. ¿Por qué lo decís?

—Ha llegado a mediodía un ángel sureño bañado por el sol y de ojos como el carbón. Apenas pude verla unos minutos a su llegada, pero que me arranquen los ojos de cuajo si me olvido algún día de ella.

Neall contuvo el aliento y se obligó a no mirar a Erroll para no delatarse, mientras el irlandés asentía muy interesado a la elocuencia de Slater.

—Su piel es suave, dorada… y sus labios rojos como grosellas. La trenza le llega hasta las nalgas ¡Y qué nalgas! —continuó Alexander Slater haciendo el gesto en el aire de cogerlas y apretarlas— y los pechos son de lo más apetitosos, generosos y tersos, puntualizaría yo. Su cintura es esbelta y sus piernas fuertes y largas. Amigo mío, a todas luces debe ser vuestro tipo, porque esa joven es la joya más exótica que se ha visto por aquí en años —señalando hacia los jardines de Rowallan—. Pero si no me creéis, podéis verla vos mismo.

Neall aguantó como pudo el tirón. Ni siquiera se había dado cuenta de que habían traspasado la muralla de Rowallan y que estaban en medio del jardín, especialmente engalanado para la ocasión. Bajaron de los caballos y los ataron a los postes que indicaban dos esclavos negros muy bien vestidos. Neall se giró impasible sobre sus talones en la dirección que había señalado Alexander Slater, sin ser capaz de demorar por más tiempo el saber si ella estaba bien. Para no revelar su identidad, el capitán escocés tuvo que contar mentalmente hasta cien, poniendo una estudiada media sonrisa en su rostro y apretando los puños mucho para evitar noquear al bardo Slater antes de mirar hacia donde todos lo hacían. Al verla, no pudo más que abrir la boca, reseca, y ahogar gemido sordo en su garganta. Una diosa. Definirla como una diosa y faltarle todos los versos que describieran toda su belleza. Sin embargo, no había palabras que expresaran mejor lo que sentía que el enérgico latido de su corazón.

Neall paseó la mirada por el conocido rostro en forma de corazón de Leonor, por su fina nariz recta acabada en respingo, por sus almendrados e infinitos ojos oscuros, sus labios carnosos como la más exquisita fruta madura… El recuerdo de la gacela salvaje, del ángel que le salvó del infierno de Halidon, de la ninfa de la cascada, de la guardiana de Elsbeth, de la preciosa muchacha vestida con sus colores en Samhuinn… Todas y cada una de ellas eran una sola, su bella Leonor, la mujer que velaba sus sueños desde aquel día en el acantilado. No podía decir cuánto amaba a la joven, porque dijera cuanto dijera, siempre se quedaría corto. Tras haber admirado perplejo su proeza del doble robin y haber presenciado horrorizado el maldito desenlace en las Bullers de Buchan, Neall había vuelto a la playa para ver si el mar había devuelto su cuerpo en vano durante días. Cada uno de ellos rezó por no encontrarlo, buscando alguna pista que le diera alguna esperanza de volver a verla. Cada roca, cada saliente… ni rastro de ella. Ninguno. Durante meses, Neall se había atormentado por no haber llegado a tiempo para salvarla y, por rarezas del destino, en menos de un año, ella era la que lo había salvado a él.

Neall apretó aún más los puños al cuerpo, hasta que le dolieron los huesos tanto que los tuvo que abrir para dejar circular la sangre por ellos, e inspiró tan fuerte que las aletas de la nariz le temblaron. Erroll, previendo su intención, lo abrazó con camaradería y entusiasmo, alejando cualquier mirada de Neall con sus grandilocuentes aspavientos.

—¡Por fin, Neall, caraid! Creí que no llegaría el día en que os viera babear por una mujer.

El joven Murray lo fulminó con la mirada. Si hubiera sido rayo lo hubiera hecho cenizas y ni el ave fénix hubiera conseguido recomponerlo. Comenzó a temblar, rabioso, furibundo, impotente… Leonor destacaba sobre el resto. «Una auténtica joya», como acababa de definirla el condenado de Alexander Slater. Intentó sonreír, por Elsbeth que lo haría. Fue entonces cuando se fijó en el cuello de cisne de la española y en sus… ¡Maldita sea! ¿Qué llevaba puesto? ¡Ese extraño vestido no dejaba nada a la imaginación y apenas cubría un velo azul el rosa tostado de sus areolas! Indecoroso, deseable… Su fina cintura resaltaba aún más sus redondeadas caderas y Neall quiso morirse allí mismo al verla. El capitán reaccionó como un hombre sediento al descubrir un oasis tras meses vagando por el desierto y tuvo que pellizcarse para darse cuenta de que no era una alucinación lo que veían sus ojos. Las moneditas del vestido desprendían un suave tintineo que hasta a un sordo volverían loco, lujurioso, lascivo... ¡Diablos!

Erroll lo contuvo con nuevos comentarios soeces sobre las damas, el magnífico castillo y sobre la gran noche que les esperaba. Cualquier cosa que le templara el carácter a Neall y no desbaratara el plan. El irlandés veía el tormento en los ojos de su amigo, que realmente parecía que quisiera echársela al hombro y salir de allí como alma que lleva el diablo. Ya habría tiempo de fugarse dado el caso y hacer con ella lo que ambos deseaban, pero no en esos momentos. Neall no tenía más que ojos para ella y Erroll asumió que tendría que ser él quien actuara en esa ocasión por los dos. Había mucho en juego y el patio de armas del castillo rebosaba actividad. Había muchas mujeres, custodiadas bajo la atenta mirada de colosos piratas, pero ni rastro de Elsbeth. Ambos tenían que centrarse y simular que era la primera vez que veían a Leonor cuando se la presentaran, porque de seguro Lord Pet desearía congraciarse con su nuevo mejor amigo propiciando el encuentro. Tenían que estar muy atentos y ver en qué podían ayudar a la española para que llegara a Elsbeth lo antes posible.

Leonor sintió un cosquilleo en la nuca, esa extraña sensación que solo tenía cuando estaba en peligro o estaba cerca… Neall. Lo buscó con la mirada, lo presentía. Él estaba allí. Al verlo acercarse junto a un grupo de hombres, se giró con rapidez dándole la espalda, sin darse cuenta que así le mostraba la soga que le apretaba las muñecas y que la mantenía unida al jefe pirata de toda aquella lucrativa farsa. Estaba tan apuesto, con esa ropa distinguida, recién afeitado y con su pelo revuelto y salvaje cayéndole por la frente para volverse ondulado en la parte de atrás… Leonor jadeó, sintiendo que no era capaz de respirar. Ese corpiño era demasiado ajustado, o eso empezó a parecerle en cuanto había visto a Neall, pues la opresión que sentía en el pecho no se iba. Tenía que disimular, le hubiera gustado esconderse pero, ahí estaba, junto a Siaibhin Sandwood sin poder moverse de su vera.

Neall respiró hondo al ver a Leonor atada como una perra a un rubio y fiero vikingo algo más alto que él y, respirando hondo, asumió su papel. «Controlaos, Neall», se decía, pero era cada vez más difícil simular que perdía los nervios por segundos. Lord Peter Pulteney abanderaba el grupo de recién llegados y se acercó con cierta familiaridad al enorme tipo que exhibía a Leonor entre los visitantes a la subasta. Con una extravagante reverencia, lo saludó. El gigantón, de más de dos metros, se echó a reír diciendo:

—¡No cambiaréis nunca, Lord Pet! Vos y vuestras florituras amaneradas francesas.

—No todos somos unos rudos bárbaros de las islas del norte, querido Siaibhin.

—Hago lo que puedo —masculló la montaña humana vikinga—. ¿Quiénes son vuestros nuevos amigos? A estos tres ya los conozco de otras veces.

—Son Sir Erroll Flanagan y Sir Neall Campbell. Están muy interesados en encontrar nuevas diversiones para sus insípidas vidas en tierras escocesas.

Siaibhin hizo un leve gesto de contrariedad, de esos que se escapan a simple vista a ojos de cualquier persona, pero que los duros años de entrenamiento con Sir William Brisbane hacían que los cazases al vuelo. El vikingo despreciaba a Lord Peter Pulteney. Lo que Neall no sabía era si por ser inglés, por ser un pichón gordo, rico y floreado, o porque simplemente quedaba aún algo de sangre escocesa en sus venas. Por lo que dedujo que, quien fuera amigo del lord, jamás sería amigo suyo. Lo suyo era una amistad basada en una mera y puntual transacción monetaria.

—Siaibhin Sandwood —contestó esta vez con una sonrisa indescifrable a los dos nuevos acompañantes.

Neall y Erroll chocaron antebrazos y manos al estilo de las Highlands con el bárbaro. Era la primera vez en mucho tiempo que el joven Murray tenía que subir la barbilla para igualarle la mirada a un hombre. Siaibhin Sandwood era un pirata inconfundible: fornido, de piel curtida por el sol y una sonrisa de oreja a oreja, con al menos dos dientes de oro. Sus ojos eran azul cielo, remarcados por una especie de pintura negra brillante que los hacía aún más sibilinos; su pelo, casi albino y en rastas, le caía por debajo del hombro, con perlas, pequeños corales, piezas de cerámica y hasta muelas trenzadas; cruzando su cara, una gran cicatriz que empezaba en la ceja y le terminaba a la altura del mentón. Su aspecto era fiero y, por sus ágiles movimientos, parecía un luchador nato. En otras circunstancias, a Neall le hubiera gustado tener un contrincante tan igualado, pero no era ese el caso. En un cuerpo a cuerpo, ese mastodonte podría tener las de ganar si no se andaba con ojo.

—Gran castillo —comenzó a decir Neall, sin saber muy bien si la voz salía realmente de su cuerpo o si, simplemente, lo estaba pensando. A su vez, paseó con descaro su mirada por el sinuoso cuerpo de Leonor—, ¿todas las vistas son así de hermosas?

Con toda la teatralidad que los años junto a Erroll le habían enseñado, Neall prosiguió relamiéndose el labio inferior con picardía y pellizcándole el trasero a Leonor, como quien no quiere la cosa, a lo que ella respondió avergonzada con un inesperado respingo.

—Este tipo me gusta, Lord Pet, tiene un gusto exquisito en cuanto a mujeres se refiere—dijo riendo a carcajadas Siaibhin, mientras apretaba contra sí a Leonor para dejar bien claro de quién era la mercancía y que no se tocaba el género sin su expreso consentimiento—. Espero que os quedéis hasta el final de la subasta para poder comprobarlo por vos mismo. Y ahora, si me disculpan, caballeros... he de atender a más invitados. La fiesta no ha hecho más que empezar. ¡Diviértanse!

—Claro, claro.

De un empellón, el pirata se llevó a Leonor haciendo que trastabillara. Siaibhin aprovechó para cogerla por la cintura, acercándola mucho a su musculoso cuerpo y poniendo su cara a escasos centímetros de la muchacha. Con una sonrisa maliciosa, miró a Neall y lamió la mejilla de la española con fingida lujuria. Erroll se interpuso rápidamente entre Neall y la montaña, para que el vikingo no pudiese ver el odio y la rabia en los ojos del capitán Murray.

—Ese pirata es listo, no se ha tragado que seamos amigos de Lord Pet o, al menos, está probándonos… Debemos tener cuidado con él, Neall —le susurró Erroll, mientras suspiraba aliviado por haber llegado justo a tiempo.

Ajena al juego de Siaibhin, Leonor se limpió la saliva de la mejilla con el hombro y puso cara de asco. El pirata se dispuso a seguir presentando sus respetos a los recién llegados y la española siguió con más cuidado de no tropezarse con el vikingo. Por más que lo pensaba, la joven no daba crédito que hubieran conseguido colarse en la subasta privada y mucho menos la actitud que Neall había tenido con ella. No parecía enfadado, sino tan contento que incluso se había atrevido a pellizcarle el trasero. ¿Lo había hecho realmente? ¿Y encima ella se había sonrojado como una doncella inocente? ¿Pero a qué estaban jugando Erroll y Neall con esos ingleses? Sentir su mano en sus nalgas había sido abrasador, como un hierro candente que marca a su presa. El corazón aún le latía tan deprisa que le costaba respirar. Otra vez. Si ya era bastante difícil lo que pensaba hacer, el tenerlo tan cerca no ayudaba… En nada. ¿No le había quedado claro a Ayden que prefería hacerlo a su modo? A su modo no era tener a esos dos merodeando cerca precisamente.

Para colmo, desde que los habían abordado en la casa de especias en la villa ese gigante negro como un tizón y la había obligado a ir con esos piratas, un tal Siaibhin Sandwood, el más fiero vikingo y que parecía ser el jefe de esos pendencieros, no se había separado de ella ni un momento, hasta el punto de atarla a su lado como una mascota. Por lo que Leonor no había tenido ocasión de estar a solas con Elsbeth en todo el día y solo la había visto de lejos. Quizás no fuera tan malo que Erroll y Neall estuvieran allí, después de todo. Pronto sería la subasta y si no era capaz de sacar a la melliza Murray de Rowallan antes de que se produjera, la cosa podía ponerse bien fea. Al menos Elsbeth tendría otra oportunidad y, aunque Neall y Erroll no pudieran enfrentarse a tantos hombres y Ayden no llegara a tiempo para socorrerlos a ninguno por mucho que quisiera, vería que no la habían olvidado, que no estaba sola. Cuarenta y pocos hombres frente a quinientos sería una gesta trágica digna de ser contada en siglos venideros.

Neall siguió a la joven todo lo que pudo con la mirada entre la multitud de libidinosos curiosos que se acercaban a verla y que hubiera separado de ella a mandobles de su claymore. No era la primera vez que la veía con el pelo trenzado en espiga, pero sí que lo adornaba con dos pequeñitas trenzas a modo de corona sobre la frente y que la hacía parecer una princesa encantada. Neall deseó meter sus dedos entre sus mechones y desbaratarlos, sintiéndolos libres y al viento, como cuando galopaba sobre Tormenta aquella noche que los visitó Sir Strathbogie, junto a él. Quizás si esa noche se hubiera atrevido a decirle algo, nada de esto habría sucedido, pero ya era tarde para lamentaciones sin sentido. «Lo hecho, hecho está», como siempre decía su padre cuando él intentaba excusarse por no haber cumplido exactamente con lo que le pedían. «Esa chica es especial, tiene algo que la hace diferente y no es precisamente su color de piel», le había dicho Sir William Brisbane hacía unas horas y cuánta razón tenía su querido mentor. Los pensamientos se sucedían unos a otros en la mente de Neall, mientras sus ojos seguían eclipsados por la belleza de Leonor y su pecho tañía desbocado por ella.

 

El jardín de la entrada al castillo de Rowallan estaba lleno de velas y antorchas que aportaban un toque de intimidad al lugar. Los robustos sauces llorones de la entrada, situados en columnas de a dos, dejaban caer mantos de pequeñas hojas verdes sobre los veladores y los rosales comenzaban a mostrar los signos propios de la dejadez de quien no vive cuidándolos y no les da un mantenimiento adecuado. Por sus senderos de flores y arcos de enredaderas, algunas prostitutas iban y venían de cliente en cliente. Hermosas y feas, altas y bajas, gordas y escuálidas… había donde elegir. No eran parte de la subasta, por supuesto, pero muchos de los allí presentes saciarían sus apetitos carnales antes o después con ellas, cuando se hubieran quedado casi sin dinero y no pudieran apostar por nada mejor. El grupo de hombres que había llegado atraído por la subasta era casi tan variopinto como el de las meretrices, aunque la mayoría de ellos podían definirse por no tener ni media pedrada bien dada en la cabeza. Los piratas y guardias contratados para el evento eran otro cantar, parecían escogidos de los confines del mundo para amedrentar a los que intentaran pasarse de listillos.

Leonor seguía de pie, en actitud desafiante, con la barbilla en alto como una gran señora y no como una esclava, pisando con aplomo, como si lo que hubiera alrededor no fuera con ella. Neall no le quitaba el ojo de encima y se sorprendió al ver cómo la española se empinaba y le decía algo a Sandwood. Debió de ser algo gracioso, porque el tremendo pirata se carcajeó con ganas y soltó la cuerda con la que iba unido a ella. Sin pensarlo más, la joven se escabulló entre los hombres que la merodeaban y se dirigió a la entrada principal del castillo, rauda, sigilosa… Buscaba su oportunidad.

La sureña no tenía tiempo que perder y no había nadie cerca. Ya dentro, en el salón principal de Rowallan y sin nadie al acecho, Leonor aprovechó la penumbra dada tras los muros para encorvar la espalda hacia delante en un primer intento de pasar sus manos atadas por debajo de las nalgas. ¡Maldición! Hacía mucho que no jugaba a esas cosas y las moneditas cosidas a la cinturilla de su vestido podían alertar a alguien. Respiró hondo e imploró al cielo una breve plegaria, cuando volvió a probar, consiguió pasar las manos atadas hacia adelante y suspiró con alivio, felicitándose por haberlo conseguido. Con las manos más libres, aunque temblorosas y doloridas por las ataduras, asió el broche en forma de camafeo del escote y de un clic lo abrió. Dentro, había una pequeña oquedad llena de un pegajoso menjunje de color rosáceo, antigua receta de «su abuela», como todos en su casa habían llamado a Khalida desde que tenía uso de razón. El ungüento llevaba mucho tiempo sin usarse, pero estando bien cerrado, no tenía por qué malograrse, le había repetido su yaya en más de una ocasión. Se pintó con extremo cuidado los labios con la mezcla, dándoles una apariencia aún más hidratada y apetecible. «Gracias a Dios no tiene óxidos rojizos, porque ese vikingo es muy observador y se habría dado cuenta en el acto». Con cuidado, volvió a colocar la tapadera del camafeo en su lugar e hizo el mismo movimiento para dejar las manos atadas atrás. La segunda vez había sido más fácil o, al menos, a ella le pareció así. Las moneditas tintinearon levemente con el movimiento. El ruido pesado de la puerta al abrirse la alertó y Leonor se acercó la luz para evitar sospechas innecesarias, disimulando. Sentía que el corazón se le hubiera salido por la boca de haber sido capaz de abrirla, cuando sintió que unos pasos se acercaban a donde estaba ella.

—¡Estáis aquí, princesa! Os andaba buscando… por fin ha llegado vuestro turno. Si nos satisfacéis con vuestro baile, os doy mi palabra de que cumpliré mi parte del trato, querida.

La voz de Siaibhin retumbó entre las vacías paredes de la estancia. Una voz sucia, cargada de una belicosidad innecesaria y de una lascivia palpable. El pirata andaba distraído con lo que tenía entre manos y ni siquiera se fijó en el brillo rosado de sus labios… «Perfecto». El bárbaro se alejó por donde había venido tras colocarle a Leonor un mechón rebelde de pelo que se había escapado de la peineta y la dejó unos instantes que se preparara para la actuación.

«Princesa…». La voz del pirata retumbó en las paredes de Rowallan como por obra de brujería, mientras los gemidos y lloros de las mujeres encarceladas se oían rítmicos y agonizantes a través del suelo y los huecos de las escaleras. El miedo a sus propios demonios la atenazó y el rostro de Don Gonzalo se multiplicó por unos instantes en la penumbra, rodeándola, instigándola. «Princesa…». La angustia por unos instantes se apoderó de Leonor y le costó respirar. Intentó acallar sus gemidos y jadeos en vano, si no cesaba en su alucinación fracasaría de nuevo. Sintió toda la piel húmeda y pequeños escalofríos desde el cabello a los pies. Fue a relamerse los labios, pero se contuvo a tiempo. «Todo es fruto del menjunje», se obligó a pensar. De aquí en adelante, debía tener cuidado en cómo entreabría los labios. La española tosió, tosió repetidas veces, como cuando salió de las profundas aguas negras de las Bullers de Buchan, quitándose el demonio del recuerdo de Don Gonzalo del cuerpo, vomitándolo de su interior.

—¿No me seguís, princesa? —le dijo Siaibhin, que sigiloso había vuelto y la observaba sin reparo, mientras agarraba su daga de empuñadura de oro y plata sujeta al cinto.

«Si se cree el muy estúpido que espero que tenga una pizca de honor, anda listo», murmuró la joven, agradeciendo que pensara que su retraso fuera a causa de los nervios por la actuación. Leonor sonrió con frialdad al pirata y adoptó esa pose de reina que había aprendido de Lady Annabella cuando tenía que despachar con los usureros cuestiones de dinero, aunque las rodillas le temblaban como carrañacas, todo sea dicho de paso. Que Dios la ayudase, la suerte ya estaba echada y no había marcha atrás posible.

Leonor no había bailado antes la danza de los velos, pero sí había visto a su madre hacerlo numerosas veces en su casa. Cuando pequeña, imitaba sus movimientos tras la celosía que daba al velador del jardín, le encantaba hacer vibrar su cuerpo como si acabaran de repicar campanas, o sentir que sus brazos eran olas y sus dedos alas de pájaro al vuelo. Era un baile que le evocaba los cuentos de la vieja yaya Khalida sobre Sherezade y, aunque no entendiera en su día la importancia que podía tener en la relación carnal de un hombre y una mujer, se quedaba absorta en los círculos que conseguían hacer sus caderas, el vaivén de sus incipientes pechos y el repiqueteo de las moneditas. Pero de eso hacía ya mucho tiempo…

Siaibhin Sandwood le cortó las cuerdas que unían sus manos de un solo tajo y Leonor se frotó las muñecas con una ligera expresión de dolor. Una dulce música del qanun y los acordes del laúd comenzaron a sonar en los jardines como por arte de magia. El pirata se dirigió a la puerta principal y le hizo un gesto para que lo siguiera. Leonor colocó el velo que tenía enroscado en la cintura de forma que le ocultara la mitad del rostro y salió tras él entre un repiqueteo de moneditas y cuentas de cobre. Ese simple gesto de estar parcialmente oculta le daba la seguridad suficiente para no salir corriendo en dirección contraria. Tras el velo, se sentía segura y podría disimular mejor sus emociones, ante los cientos de ojos que iban a escudriñarla con el celo de un lobo.

 

Leonor sintió la dulce brisa de la noche primaveral en su piel y las moneditas se agitaron dando voz a su cuerpo. Su paso se fue haciendo seguro a medida que andaba y se adueñaba visualmente de la situación. A los pies de la escalinata de diez peldaños, que daba la bienvenida a Rowallan, y rodeada de antorchas, Leonor se descalzó con cuidado los ligeros mocasines de tela bordada que brillaban como la plata bruñida. Sintió el frío de la piedra en los pies, haciendo que sus dedos se aferraran al suelo como las raíces de una hiedra, hasta adquirir la tibieza suficiente para relajarlos de nuevo.

Los más curiosos se fueron acercando motivados por la extraña música que salía de ese novedoso instrumento de cuerda. El hombre que lo tocaba era tan viejo y su piel estaba tan curtida que parecía de madera. El anciano iba vestido como los colosos negros, con esa ridícula chaquetilla dorada y unos calzones bombachos sujetos con un fajín ancho y rojizo a la cintura, en su cabeza tenía un turbante enroscado que debía pesar casi tanto como él. Al del laúd, en cambio, le rezongaba la barriga por encima del calzón y había ocupado un discretísimo segundo plano. La extraña escena la completaba Leonor, con la mirada perdida en el bosque, en ese bosque donde un pequeño grupo de aguerridos highlanders aguardaban alguna señal de ella para dar fin a ese tormento. La joven cerró los ojos, turbios por el cúmulo de sensaciones, e inspiró el suave olor a antorcha y a monte a través del velo. Se concentró en los lentos acordes del qanun, vibrantes, hipnotizadores por sí solos. Siempre había pensado que la primera vez que hiciera ese baile sería a su marido en la noche de bodas y no ante un montón de repugnantes desconocidos. Al menos, estaría ÉL. Se consoló al recordar que estarían Neall y Erroll entre los asistentes aunque, a decir verdad, no sabía qué pensarían al verla bailar de ese modo ante toda esa gente .¿Se avergonzarían de ella? Prefirió no pensar en ello. Sus sueños de doncella se lo arrebataron junto al honor aquel aciago día y lo que pensara o dejara de pensar el hombre de sus sueños poco importaba en esos momentos si, con la distracción del baile, conseguía rescatar a Elsbeth de esos piratas isleños. Lo demás, era secundario. Cuanto antes comprendiera que ella no podía aspirar a un amor como el que se habían profesado sus padres, más feliz sería. Olvidarse de Neall, sería harina de otro costal.

Tras una breve presentación del novedoso espectáculo con el que quería avivar aún más la subasta, Siaibhin Sandwood se hizo a un lado y dejó toda la escalinata para Leonor. Los acordes del qanun volvieron a silenciar el murmullo quedo de los visitantes, haciendo que su atención se fijara en la joven extranjera.

Leonor colocó nerviosa una de sus torneadas piernas un paso al frente. Era su momento, era su responsabilidad. Un suave y repetitivo movimiento circular del tobillo fue poniéndola en trance a ritmo con la música. Ella temblaba tanto que temía terminar cayéndose en cualquier instante. Pero, graciosamente, los temblores la ayudaban a tintinear aún más las moneditas cosidas al vestido. Leonor suspiró e intentó controlar tanto el cuerpo como la mente. Este era su campo de batalla, tenía que estar alerta, ser rápida, ser tenaz y, sobretodo, salir indemne para poder llegar a Elsbeth. Fue a mordisquearse los labios, como siempre hacía cuando estaba nerviosa, pero se contuvo. A la luz de las antorchas y de las velas, intentó ver a Neall, mas la penumbra se lo impedía. En cambio, notaba sus ojos fijos en ella, sabía que la estaría mirando, enfadado y sin perder a la vez detalle. Quiso bailar para él, dedicarle cada uno de sus movimientos, de sus anhelos, de sus sueños… Lo haría, no sabría hacerlo de otro modo. Flexionando ligeramente la rodilla, sintió el frescor de la noche en la parte alta de sus muslos. Invocando a su madre para que la guiara en semejante aprieto, comenzó a moverse hipnótica, seductora y fascinantemente sin darse apenas cuenta. Esa noche, solo estaban Neall, ella y ese qanun tocado por arte de magia.

La música y ella se hicieron un todo. De repente, nadie conversaba y todos se iban acomodando en los alrededores de la escalinata de Rowallan para verla más de cerca, atraídos por sus suaves y oscilantes movimientos. Neall tragó con dificultad el último sorbo de su copa de cuirm. La extraña música lo había alertado y se había acercado junto a Erroll a la entrada principal. Leonor estaba rodeada de velas bajas que le daban un aire misterioso y exuberante. Las antorchas flanqueaban el pasamano de piedra y las llamas parecían estar lamiendo su cuerpo lánguidamente en cada oscilación. El joven capitán sintió como hasta su alma rugía hambrienta de ella. Mientras tanto, su miembro viril amenazaba como una lanza anhelante por ser clavada cual aguijón hasta el tuétano, sedienta de embestir sin piedad sus muslos ante los ondulados balanceos de sus caderas, tan armónicos, in crescendo… A Neall, apenas le entraba el aire en el cuerpo y sintió que se empezaba a marear. Se apoyó en el tronco del sauce y se dejó caer lentamente hasta quedarse sentado en el suelo, a escasa distancia de la escalinata. Respiraba con dificultad pero, al menos, entraba aire en el cuerpo. Un torrente de sensaciones se agolpaban en su pecho y le seguían azotando en la entrepierna con cada giro, con cada dibujo de las manos de ella en el cielo.

El aire se volvió denso y húmedo como una calurosa noche de verano. Neall Murray se aflojó la lazada de la camisa y se desabrochó el primer botón del cotun. No podía apartar los ojos de ella. No quería, simplemente. Se relamió los labios resecos y los recuerdos lo llevaron al sabor de sus pechos y al dulzor de su boca, a la perfecta alineación de sus dientes y a su lengua ávida de sus besos. La música le martilleaba con su quejido bronco, mientras Leonor describía ligeros serpenteos con su cintura y su pelvis que le transportaban a un lugar maravilloso, jamás soñado. Los hombros de la joven comenzaron a dibujar en el aire olas y figuras que envolvían el ambiente de cuentos fantásticos. Sus manos danzaban en una perfecta armonía con el resto de su hermoso cuerpo. Su pecho subía y bajaba en un intenso vaivén provocándolo, cimbreante, acompasado por los movimientos circulares y elípticos de su abdomen.

Neall no pestañeaba, extasiado… Nadie lo hacía, a su pesar. Hasta entonces, jamás había querido poseer a una mujer antes con tanta pasión y tanto ímpetu como a aquella, pero Leonor cada vez se esforzaba más por llevarlo al límite de sus convicciones. Removería cielo y tierra si era preciso para que volviera a fijarse en él. Nunca había dudado de cuáles eran sus prioridades en la vida hasta que la había conocido y ni sentido la necesidad de pertenecer a una sola mujer, hasta que sus almas se encontraron al pie de la olla rugiente de las Bullers de Buchan. Porque Leonor era la dueña de sus pensamientos, de sus sueños, de su alma y, aunque lo rechazara, Neall tenía que confesarle que ella era su vida; era el primer rayo de sol que nace en el firmamento, aún rodeado de estrellas, y el último atisbo de luz que se oculta en el horizonte al paso del día; era la esperanza de un futuro y la tierra donde echar raíces… Ella era su voz, su anhelo, su abrazo, el olor con el que quería quedarse dormido cada noche y la sonrisa con la que quería despertarse cada mañana. Porque era ella y nada más. Solo ella.

Leonor asió con cada mano dos extremos de las gasas atadas al cinturón de moneditas y las hizo volar dibujando ochos en el infinito. Sentía la música naciendo en su interior y parecía como si realmente flotara en el aire, mientras en realidad solo había descendido un par de escalones. Ella seguía con los ojos cerrados, danzando, volando entre telas semitransparentes y tintineos de metales en su propio altar de velas. Era una auténtica diosa, que había bajado de los cielos, para que el mundo se rindiera a sus pies. Y bajo ellos, el séquito de fieles la adoraba como al vellocino de oro. El vaivén de sus pechos al ritmo ondulante que describían sus hombros la transformaban en una auténtica Salomé, a punto de pedir la cabeza de San Juan Bautista.

El sonido del qanun se mezcló con el crepitar del fuego, el susurro de las hojas de los árboles y las cuentas de cobre de su faldón. Todo eran uno, la música, el fuego, el baile… un todo hipnotizador y perfecto que hacía que el tiempo dejara de contar sus granos de arena, para quedarse embelesado en el baile de la joven. Anclando las caderas en una línea recta y flexionando ligeramente las piernas, Leonor comenzó a desplazar el abdomen sinuosamente, primero lento, luego más rápido, marcando el ritmo a golpe de cadera y haciendo vibrar el alto y bajo vientre. Desprendiendo lentamente pequeños velos a medida que giraba y giraba al ritmo de la música y que desaparecían como prolongación de sus propias manos.

Neall seguía sin poder respirar con normalidad, sus sentidos estaban abotagados ante tanta belleza. La melodía, la brisa que la envolvía, sus movimientos… todo era perfecto, menos el lugar y los centenares de ojos que se la comían con la vista junto a él. Como si le hubiera leído el pensamiento, Leonor abrió los ojos dolorosamente, sabiendo que lo que venía a continuación, sería la sentencia firmada que la separaría de Neall para siempre. Sin mirar a nadie en particular y sin dejar de cimbrar sus caderas, bajó uno a uno los escalones que le restaban hasta el jardín. Era el momento. Era su momento. La joven se tragó el nudo que tenía en la garganta y se aproximó a Siaibhin Sandwood sin dejar de bailar, presa por una histeria transitoria y dando gracias a Dios por el velo que aún llevaba ocultándole el rostro.

El pirata contemplaba hipnotizado el espectáculo como el resto, sentado en un taburete al pie de la escalinata junto a una pequeña mesa provista de numerosas botellas de alcohol prácticamente vacías. Los fríos ojos azules de Siaibhin eran dos ciscos llenos de una lujuria oscura e inquietante. En sus labios, también tenía un ligero e imperceptible temblor que intentaba disimular, producto de la propia excitación que le había aflorado, al ver bailar de esa forma tan provocativa a esa exótica belleza salvaje. La española se pavoneó ante esa gran montaña de músculos y le rodeó el cuello insinuándose con el penúltimo de sus velos, jugueteando, atrayéndolo a la vez que alejándolo, mientras lo dejaba caer entre ambos vaporoso… El pirata no pudo contenerse más y, saltándose todas las reglas, la atrajo hacia sí por la cintura, embrujado por el baile, por sus ojos, por sus suaves y constantes movimientos a golpe de cadera. Siaibhin Sandwood sonrió complacido al ver cómo Leonor intentaba zafarse de sus fuertes brazos y la sentaba en su regazo. ¡Cuánto le gustaba que se resistiera!

El bárbaro la acercó más a él con sus poderosas manos puestas en su trasero, abarcándolo, oprimiéndolo, mientras la enclavaba cerca de su hinchada verga. Los ojos de la española se abrieron temerosos y el muy bastardo se deleitó en el miedo que le infundía que apretara su glande contra sus muslos casi desnudos. Con un sencillo gesto, Siaibhin le arrancó el último velo que le ocultaba su bello rostro y se quedó a escasos dos dedos de separación de la joven. Su aliento a licor fuerte le dio ganas de vomitar y, por un instante, dudó si completar lo que había venido a hacer. Ágilmente, la joven se zafó de sus brazos y movió sus nalgas al mismo ritmo que sus caderas, como había estado haciendo durante la actuación, dándole la espalda, provocando a la bestia.

Neall nunca había recibido un golpe tan brutal. Le dolía la cabeza, el pecho y los huevos como si la mismísima torre de Londres se le hubiera caído encima. ¿Por qué lo hacía? No podía seguir con ese tormento, lo que él quería era llevarla muy, pero que muy lejos, posiblemente a una de esas pequeñas islas desiertas de Skye y que ambos olvidaran esa maldita noche. Suya, él la sentía suya… pero no lo era, al menos no en ese momento. Erroll le sujetó a tiempo del brazo y musitó un «espera», justo cuando acababa de levantarse y se dirigía hacia ella.

Leonor le dio la espalda al pirata, mientras se contoneaba suavemente al ritmo de la música, para después girarse seductoramente y de cara a Siaibhin. Con una estudiada sonrisa, se volvió a acercar lentamente, muy lentamente al asiento del bárbaro pirata. Para Neall, los segundos se hicieron horas y hasta el sonido del qanun parecía haber enmudecido junto al chirriar de los grillos y los acordes del laúd. No podía creerse lo que estaba viendo, simplemente no quería creérselo. Erroll lo sujetó con fuerza por el brazo para que no terminara haciendo ninguna tontería. Por lo bajo, le susurró:

—No pongáis en riesgo la misión ahora. Si no confiáis en ella, al menos, hacedlo por vuestra hermana.

Leonor temió que sus pupilas la delataran. Debía mantener la mente fría, tenía que hacerlo. Entreabrió los labios y tornó los ojos con exquisita cadencia, mientras besaba en los labios, con delicadeza, a ese mastodonte. El pirata buscó prolongar más su beso y, aunque ella intentó resistirse, no lo consiguió. La lengua rasposa de ese cretino le relamió sus labios con fuerza dejándole un regusto a cebolla, conejo y ron. Sus labios se le antojaron como morcillas recién metidas en las tripas y su repugnante boca era lo más parecido a un pozo negro y áspero. Se separó del pirata tambaleándose, temiendo caerse de un momento a otro ante sus pies. Como pudo, siguió con el baile, volviendo sobre sus pasos y subiendo la escalinata entre el suave tintineo de las monedas de cobre y el suave quejido del qanun, como si jamás hubiese existido ningún tipo de intimidad entre ellos y tras los vítores y aplausos entusiastas de los que creían que todo formaba parte del espectáculo.

Neall sintió el dolor más parecido a que a uno le arranquen de cuajo el corazón y estuvo a punto de correr hacia ella, zarandearla para que no siguiera entregándose a ese hombre. ¿Le había besado? Como si el que le hubiera bailado, insinuado y sentado de forma indecorosa no hubiera sido suficiente ya. ¡Por el amor de Dios! ¿Ese bastardo, que la había exhibido como a una ramera, había gozado de sus labios? Neall comenzó a hiperventilar, totalmente fuera de sí. No sabía si ponerse a pegar zarpazos a cualquier cosa que respirase, gritar o quitarse la piel a tiras… Eso era demasiado, era como si le hubieran echado sus entrañas a las bestias salvajes y se estuviera desangrando lentamente. Fuera de sí, recordó por quién estaba allí, marchándose destrozado a grandes zancadas y concentrándose en la misión que tenían por delante, tan desconcertado como rabioso, mientras no dejaba de murmurar un: «Lo ha besado, maldita sea, lo ha besado…».

Siaibhin Sandwood se relamió los labios, saboreando el dulce beso de la sarracena. Desde su silla, siguió los vaivenes de su danza y, cuando pasados unos minutos intentó levantarse, no pudo. Las piernas no le respondían y de su boca no salía ningún sonido. Un fuerte dolor en el pecho apenas le dejaba respirar, mientras un intenso hedor se atesoraba en sus pantalones. Desconcertado, el pirata intentó llevarse las manos a la garganta, en un intento de aliviarse, pero tampoco los brazos parecían querer seguir formando parte de su cuerpo. Buscó respuestas en la salvaje, solo ella sabía lo que le pasaba. Cuando sus ojos se encontraron, el brillo de los mismos la delató. «Me ha envenenado, la muy zorra me ha envenenado con un beso que yo mismo he buscado con más apremio», pensó el pirata con una cólera que, si hubiera podido desatarla, hubiera hecho temblar a toda Escocia.

Leonor se limpió el resto de carmín en la manga del traje y prosiguió la danza, terminando de subir la escalinata hacia la puerta de entrada, como parte del espectáculo y con una temblorosa sonrisa triunfal en los labios. Se sentía mareada, pero la puerta estaba cerca, solo tenía que dar unos cuantos pasos más y sería libre para buscar a Elsbeth. Todos los ojos seguían fijos en Leonor y para cuando alguien se percatara de que había sido envenenado, el pirata estaría muerto. Nadie reparaba en Siaibhin, embelesados con el contoneo de caderas de la joven.

 

Tras el baile, los pequeños grupos que se habían formado para ver el espectáculo se fueron dispersando, empleándose en lúdicos placeres como saborear la carne fresca y jugarse sus fortunas a los dados. La música seguía amenizando las conversaciones entusiastas del jardín y muchos hombres saciaban sus instintos con las meretrices tras el calentón del espectáculo. Otros, sin embargo, comentaban la celestial aparición de la extranjera y guardaban sus ahorros para la subasta. La noche era cálida y perfecta. Los cenadores se llenaron de extrañas parejas que se intercambiaban caricias, arrumacos y gemidos por unas míseras monedas. No había lugar para falsas palabras cuando el tiempo apremia.

Leonor cerró la puerta principal tras de sí y, con lágrimas en los ojos, respiró por fin. Volvió a limpiarse los labios con fiereza, repugnada aún por el beso de Siaibhin y por temor a ingerir ella misma el letal veneno, mezcla concentrada de belladona, arsénico rojo y otros ingredientes que ni ella misma ya recordaba. En poca cantidad, provocaba náuseas y alucinaciones, pero con lo que se había echado en los labios hubiera podido matar hasta un buey. Las lágrimas le recorrían las mejillas y le dejaban pequeños caminos de la pintura negra bajo sus ojos. Leonor fijó unos segundos la mirada en el techo, sorbiendo con un hipido sus propias lamentaciones. Después se pasó los dedos índices por el párpado inferior y se quitó los restos de maquillaje antes de ir en busca de Elsbeth. También se volvió a poner los mocasines y rasgó el vestido para tener más libertad de movimiento en caso de echar a correr. Rebuscó cualquier cosa con la que poder defenderse, pero en esa sala no había absolutamente nada, tendría que conformarse con el pasador de sus cabellos. Con rapidez, cogió una de las antorchas y comprobó una a una las mazmorras del subsuelo. Las esclavas sexuales, que serían subastadas esa misma noche y que aún no habían aceptado su cruel destino, huían de la luz y sollozaban temiendo su suerte, alejándose entre gritos de las cancelas y haciendo aún más difícil identificar si Elsbeth estaba entre ellas. Los gemidos y alaridos retumbaron en los tímpanos de Leonor de una forma tan agónica que, por un breve instante, tuvo que taparse los oídos o se volvería loca. Había mujeres de todas las edades y razas, las había embarazadas, viejas, jóvenes y niñas de las que dudaba hubieran tenido alguna vez la menstruación. Todas tenían grabadas a fuego el terror y la miseria en sus ojos. Pero ella no tenía tiempo para liberar a todas esas mujeres, porque si lo hacía, darían la voz de alarma antes de que pudiera encontrar a Elsbeth. Se juró a sí misma que antes de partir, volvería a devolverles al menos la esperanza de elegir un destino mejor que ese.

En cuanto Leonor llegó a la puerta que daba a la estancia de recepción, corrió hacia las estancias superiores de la torre de homenaje y subió los escalones de madera de dos en dos. Una estancia vacía, otra… No estaba allí, ¿dónde estaría? No había tiempo que perder, tenía que seguir buscándola, deprisa. Ella contaba con liberar a Elsbeth antes de que alguien diera la voz de alarma al descubrir a Siaibhin muerto, aprovechar la confusión para salir por la única puerta que brindaba esa ratonera inmensa, sin que nadie las parara o identificara a su paso, debido a la estampida. La joven subió los escalones hasta la última planta y miró por la saetera para anticiparse a cualquier ataque. La fiesta seguía fuera. A Leonor le hubiera gustado contactar con Erroll y con Neall pero, tras lo visto, dudaba incluso que quisieran acercarse a ella en mucho tiempo. Una lágrima se le escapó por la mejilla de nuevo y rápidamente se maldijo por perder el tiempo en ñoñerías que desembocaban en ninguna parte. Quedaba poco para media noche y, si alguien descubría al pirata antes de llegar a encontrar a Elsbeth, ambas tendrían graves problemas para salir de Rowallan.

La española siguió abriendo puertas y comprobando habitaciones vacías hasta que llegó a la última estancia del corredor. No quedaba otra: Elsbeth tenía que estar allí, sabía que estaba allí. Leonor entró con cautela y prácticamente a oscuras. Sus ojos fueron haciéndose poco a poco a la penumbra que había en la habitación gracias a la luz de la luna que entraba por la ventana y a los rescoldos de la lumbre. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal y se encomendó a Dios. Allí estaba Elsbeth, lo intuía a pesar de no poder verla con claridad. Por lo grande que era la habitación debía ser la del señor del castillo, evidentemente ausente, o no permitiría que su hogar se convirtiera en un lupanar improvisado de perversión. La penumbra no dejaba ver muchos detalles de la estancia, una cama de matrimonio con dosel, una chimenea con pavesas encendidas venidas a menos, un arcón y dos baúles… Dejó la antorcha en el pebetero, dando una leve calidez a la estancia.

—¿Elsbeth? —musitó Leonor sin tenerlas todas consigo.

De las sombras apareció una joven ojerosa y con lágrimas en los ojos, casi irreconocible.

—¿Leonor, sois vos? —respondió temblorosa Elsbeth, mientras se cubría el pecho con las manos y con el poco de tela del vestido que aún no estaba rasgada.

—No hay tiempo, mo baintighearna. Nos vamos —dijo resuelta Leonor, sin percatarse que había alguien más en la estancia.

—Me parece que no, princesa. No he terminado con ella aún, decidle a Siaibhin que he pagado mucho por su primicia y que gozaré de sus encantos todo lo que me plazca durante el resto de la noche —rugió una voz masculina con cierto acento inglés.

Elsbeth hizo amago de alejarse del borde de la cama, pero el hombre la cogió fuertemente por la muñeca y la empujó hacia él otra vez, mientras tronaba:

—¿A dónde creéis que vais, querida? ¿No me habéis oído? ¿Acaso las furcias y nobles escocesas no entendéis algo tan sencillo como lo que acabo de decir? Os repito que he pagado mucho por vos y no os iréis hasta que yo lo diga. ¿Entendido esta vez? —Elsbeth asintió, sorbiendo sus lágrimas con la cara desencajada por el miedo—. ¡Oh, vamos! No os pongáis así, querida. Nos lo hemos pasado muy bien, ¿verdad? Además, si queréis, podéis invitar a vuestra amiga a que se quede con nosotros. ¿Eso os complacería?

Elsbeth negó con la cabeza y el cerdo inglés la enfrentó con fiereza, agarrándola con fuerza por el cabello a la altura de la nuca, frente con frente, nariz con nariz, mientras hacía un amago de besarla para terminar escupiéndole en la cara un: «puta». La española se mordió la lengua y se crujió nerviosa los dedos de las manos. Los recuerdos le abofetearon con fuerza la cara. La imagen de su hermana Elvira bajo aquellos brutos inmundos y la de su madre acuchillada, llevándose las manos al vientre, era demasiado dolorosa aún. La sangre comenzó a hervirle y, con una templanza que ni ella misma supo que tenía hasta entonces, avanzó hacia la gran cama de dosel donde estaba Elsbeth con ese malnacido. «Si la ha tocado… lo pagará con su vida. Al fin y al cabo, mi alma se pudrirá en el infierno de todas formas», pensó Leonor con una sensación contrapuesta entre desazón y adrenalina solo antes sentida aquel fatídico día. Un rayo de luna dejó ver el rostro del cerdo inglés. Leonor abrió mucho los ojos al comprobar que el hombre que sujetaba a Elsbeth era uno de los ingleses que acompañaba a Neall y a Erroll. «¡Maldito hijo de puta!». Alexander Slater se incorporó e hizo a un lado a Elsbeth, acercándose a la española, sin poder creerse que no hubiera salido ya corriendo, como solían hacer todas a esas alturas.

—Vaya, vaya… ¡Pero si es la princesa sureña! —Leonor no contestó y el inglés siguió hablando para evitar ese silencio que tanto le incomodaba—. Hoy debe de ser mi día de suerte, pues tengo en mis brazos a las dos más bellas hembras de este infecto país —se jactó, mientras rodeaba por la cintura a Leonor y la traía hacia sí, acariciándole con su nariz el cuello, oliéndola, impregnándose de su perfume exótico.

—Debe ser —musitó Leonor asqueada, intentando ganar tiempo suficiente para elaborar un plan que las librara pronto del inglés.

Leonor sintió que había llegado tarde, por el estado de shock en el que parecía encontrarse Elsbeth, pues no reaccionaba ni para bien ni para mal. La hizo suavemente a un lado, dejándola fuera del alcance del inglés. Esto es algo que ella tendría que hacer sola si querían salir cuanto antes de allí. «Nunca infravalores a tu enemigo», le había dicho en su día Sir James Douglas y también su padre. Aunque Slater pudiera parecer en principio en clara desventaja, por estar semidesnudo y desarmado, la española no obvió que era de complexión atlética y parecía instruido en el manejo de las armas. Ella no había llegado tan lejos para echarlo todo a perder ahora, pero sabía de antemano que, en una lucha cuerpo a cuerpo, tendría las de perder. Se tragó el poco orgullo que le quedaba esa noche por mancillar y se subió en la cama colocándose a horcajadas encima del inglés.

Alexander Slater miró sorprendido y extasiado a la joven morena, regodeándose como un pavo orgulloso por ver después la cara de ese remilgado escocés llamado Neall Campbell, cuando supiera que le había arrebatado la oportunidad de estar con tan valiosa joya y gratis. Elsbeth, en cambio, seguía temblando como una hoja. La pobre tenía el labio inferior roto, el vestido hecho jirones y un hilillo de sangre corría por su muslo hasta la rodilla. «Maldito hijo de puta…», se repitió Leonor con la certeza absoluta de que la había violado. La joven sabía que era hora de mostrar todas las cartas sobre la mesa, jugárselo todo a un farol, aunque desconociera totalmente las reglas del juego. La única vez que estuvo en una situación semejante, Leonor había pagado un precio demasiado alto como para recordarlo y en esos momentos no estaba dispuesta a que el desenlace fuera el mismo. Esta vez no. No sin luchar con uñas y dientes.

Alexander Slater ronroneó de placer, mientras se echaba lentamente hacia atrás, pegando la espalda a los almohadones y disfrutando de las vistas y de su buena suerte. Esa muchacha era una auténtica salvaje y no la mojigata con cara de ángel a la que había desvirgado sin piedad hacía un rato. Con ella satisfaría todas las ganas de seguir follando acumuladas y, de camino y por el mismo precio, montaría una yegua más joven. Se relamió de gusto de solo pensar todas las burradas que pensaba hacerle. Quería hundir su cara entre sus tetas, deslizar su mano lentamente por su espalda hasta cachearle sin piedad el culo, hasta que le rogara que la ensartara una y otra vez. Quería hacerle tantas cosas a la vez, que no sabía por dónde empezar siquiera. Su verga se empalmó en cuestión de segundos, sentir sus fuertes muslos alrededor de sus piernas era un castigo divino y él sabría muy bien cómo resarcirse.

A la muy puta le iba el juego, no había más que ver cómo se había sentado encima de él, pero él sabría domarla, siempre sabía hacerlo. Slater pasó una de sus manos por el fino cuello de Leonor hasta sujetarla por la nuca, dejando caer algunos mechones de su trenza sobre sus hombros y con la otra mano agarrando uno de sus senos con lujuria, sacándolo de su corpiño sin desabrocharlo, exprimiéndolo hasta que el pezón se volvió duro como una baya aún no madura. Leonor gimió de dolor por la violencia del acto y por la extraordinaria fuerza con la que ese maldito bastardo le había inmovilizado el cuello, dejando poca opción a que se resistiera. El gemido de dolor de la española excitó aún más a Alexander, que dejó su cuello para agarrarla con fuerza por la cintura y atraerla hacia él, loco de deseo por follarla.

Leonor no tenía muchas opciones y sobre todo no tenía mucho tiempo. Como respuesta y en súbito acto reflejo, asió con fuerza la virilidad aterciopelada entre sus manos y le hizo acercarse a su boca entreabierta. «¿Por qué demonios se habría limpiado el carmín con el veneno? ¡Pardiez!», se lamentó reprochándose su mala suerte, pues a esas alturas Slater ya estaría muerto. Piel con piel, torso y senos pegados, Leonor le echó el aliento, mientras jugaba a besarlo pero sin hacerlo, mordisqueándole la barbilla, acariciando con la punta de su lengua el lóbulo de la oreja, lamiéndole lentamente el cuello… Alexander Slater estaba obnubilado por la pasión de la joven y no se percató de cómo Leonor se llevaba la mano al tocado de la trenza y le susurraba con una voz ronca, parecida a la del deseo:

—Sí, mi señor. No hay duda de que hoy debe ser vuestro día de suerte.

Y de un golpe certero, Leonor le clavó en el cuello la daga en forma de peineta de una estocada, directa al corazón. El arma se quedó clavada hasta el fondo, haciendo que la herida mortal le rociara la cara y el pecho con un millar de miles de motitas rojas que la terminaron salpicando por completo. Con un movimiento limpio, sacó la joya ensartada en el cuello del inglés, que apenas pudo reaccionar al asalto. De la abertura, le salía al malnacido la sangre a borbotones y Leonor cubrió la cara desencajada del maldito inglés con un cojín, no como un acto de clemencia sino para no verlo más, simplemente. Ni siquiera pensó que la falta de oxígeno agilizaría el proceso del estoque. El cuerpo del hombre se batía en espasmos y daba manotazos rabiosos, pero cada vez menos violentos, hasta que dejó de ofrecer totalmente resistencia. Leonor se levantó de un salto de la cama y limpió la daga de dos pasadas en el cobertor de la cama. Sin pensarlo mucho más, asió de la mano a una horrorizada Elsbeth y ambas salieron al corredor con el alma aún fuera del pecho. La española hiperventilaba, mientras apoyaba unos instantes las manos en sus rodillas para tomar resuello. Elsbeth la miraba atónita, llorando, callada, salvo cuando de vez en cuando se le escapaba un «vos, vos… yo…». Leonor la dejó con la palabra en la boca unos segundos y volvió a la habitación corriendo como si se le hubiera olvidado algo muy importante.

—¿A dónde…?

—No tardaré, Elsbeth, aguardad aquí.

La señora se limpió las lágrimas, aunque de sus ojos seguían aflorando más, y se miró los dedos de los pies desnudos, sucios, heridos. Elsbeth se echó el pelo enmarañado hacia atrás, con un mechón detrás de la oreja, intentando asimilar todo lo que había ocurrido en esas últimas horas. Esa extraña música… recordaba cómo se colaba por la ventana, mientras ese salvaje le decía obscenidades al oído y ella gritaba de dolor. Temió moverse de su sitio y que todo se tratara de una aparición. ¿Realmente Leonor había venido a buscarla? ¿Realmente había… matado a ese cabrón? Hipó y dos grandes lagrimones cayeron al suelo, sin rodar por su cara siquiera. Aún sentía en su piel las sucias manos de ese bastardo inglés, su olor a sudor mezclado con ese perfume caro, su… No quería recordar la bestialidad con la que le había abierto las piernas y la había forzado.

—¡Se lo tenía bien merecido! —masculló.

De repente, Elsbeth se sintió con más fuerzas de afrontar el mundo: estaba viva y todo gracias a Leonor. Por cierto, ¿no tardaba mucho? La melliza se asomó al final del pasillo para asegurarse de que no venía ningún guardia alertado por el ruido. No venía nadie. Suspiró aliviada, mientras se frotaba los brazos al recibir el frío de la noche que entraba por la saetera y se estremeció. «Todo va a salir bien, todo va a salir bien. Ella está conmigo. Nunca debí ir sola a Moulin», se repetía una y otra vez sin descanso.

Leonor regresó a los pocos minutos empuñando en una mano la daga en forma de peineta, la misma con la que momentos antes había matado a sangre fría a un hombre, una camisola y otro arma. Elsbeth miró sin pestañear cómo la joven terminaba de limpiar la joya en su extraño vestido y volvía a colocársela en el trenzado cabello de manera resuelta, donde pasaba totalmente desapercibida como parte del tocado. Sin decir nada, le echó una camisa de lino de hombre a los brazos y susurró:

—Lo siento, pero no había otra cosa. Ponéosla, por favor, o moriréis de frío.

Elsbeth se la puso sin rechistar, mejor era ponerse la camisa de ese inglés que helarse de frío después de todo. Juraría haber percibido pesadumbre en el tono de Leonor, ¿se arrepentiría de haberlo matado? No, no era eso. Recordó la confesión de Sir William Keith y se maldijo por haberla hecho revivir aquello. «¡Que tonta has sido Elsbeth al confiar que podrías hacer cambiar a un hombre como Sir Kenion Strathbogie! Todo esto es culpa vuestra y de nadie más». Leonor, intuyendo lo que estaba pensando su amiga, la abrazó con fuerza, con todo el cariño que pudo transmitirle. Al separarse, Elsbeth se fijó mejor en lo que Leonor llevaba en su mano derecha: un montante de dos filos, más corto que las claymore, pero que las ayudaría a defenderse de ser descubiertas.

—¿Cómo…?

—¡Chist! —musitó Leonor, llevándose un dedo a la boca e intentando oír algo.

—Pero habéis…

—Alguien viene —susurró la española, arrimando a Elsbeth a la oscuridad que proporcionaba un tenebroso tapiz colgado del techo con dos largos cortinajes a cada lado y cambiándose el montante de mano por si tenía que utilizarlo.

Su fuerte no eran las espadas si lo comparábamos con el arco, claro. Aunque Leonor había mejorado muchísimo en la técnica, se sentía insegura con ellas y acababa agotada de los envites. Las claymore eran pesadas para su muñeca y, en una confrontación, la fuerza bruta de un hombre le daba gran desventaja. Lo suyo era el arco pero, evidentemente, no había ninguna posibilidad de camuflar uno con semejante atuendo, ni aparecería ninguno colgado de alguna rama esperando a que ella lo cogiera. En la penumbra y privacidad que les daba el cortinaje, Leonor miró a Elsbeth con ternura y pasó uno de sus dedos, limpiándole los rastros de las lágrimas de la mejilla. Nadie mejor que ella para saber lo que estaría sintiendo su querida amiga. Había visto su expresión de culpabilidad y se le había roto el corazón. Ella no tenía culpa de que las mujeres no fueran más valiosas que una cabeza de ganado para algunos hombres. Leonor le tapó la boca a Elsbeth con temor a que los nervios la traicionaran en un momento delicado y pudiera decir o hacer algo que alertara a los guardias. La conversación de la pareja de hombres que completaban su ronda cada vez se podía oír más cerca. Al llegar a la altura de las jóvenes, no repararon en el abultado cortinaje, ni en los zapatos que sobresalían por debajo. Sin más, torcieron hacia el camino de ronda que unía ambas torres. Ambas respiraron tranquilas en cuanto los hombres se perdieron al final del angosto pasillo.

—Ya ha pasado lo peor, Elsbeth. Confiad en mí, os lo ruego. Tendremos que descolgarnos por el balcón lateral hasta el jardín, está a gran altura, pero podremos hacerlo. Si bajamos por las escaleras tarde o temprano nos toparíamos con alguien que podría dar la voz de alarma y se complicarían mucho las cosas. Esa zona del jardín no forma parte de la fiesta, no está iluminada y podremos llegar a las caballerizas sin problemas. El rastrillo estará subido… —aseguró Leonor algo más nerviosa al oír de su boca y en voz alta el plan de huida, pues no sabía si su amiga estaba entendiendo algo de lo que le estaba diciendo—. ¿Podréis hacerlo?

—Sí —asintió Elsbeth con la cabeza y sin llegarle la voz aún al cuerpo.

—Ayudadme con estas cortinas pues, nos facilitarán la bajada.

De un tirón, las muchachas las descolgaron, las rasgaron en dos y anudaron los pedazos fuertemente, asegurándose de que las trabazones aguantarían su peso. Se acercaron con sigilo al balcón que había señalado Leonor y se camuflaron de nuevo entre las sombras al escuchar a los dos guardias regresar. No había mucho tiempo entre ronda y ronda. Los muy inútiles no se percataron de la falta de cortinas y siguieron charlando animadamente sobre las mujeres de la subasta. Cuando pasaron de largo, las jóvenes anudaron la cortina a la tronera de la balaustrada e iniciaron el descenso. Primero bajó Leonor y, tras ella, Elsbeth. En silencio y ya en el jardín, las dos anduvieron entre las sombras que proporcionaba la cortina amurallada entre las torres, evitando los miradores y saeteras. La penumbra que ofrecía la luna favorecía que pasaran desapercibidas en la oscuridad del muro de piedra.

Leonor escondió unos minutos a Elsbeth tras un gran seto y le dijo que la aguardara, prometiéndole que tardaría menos que la última vez. Se escabulló entre las sombras y se deslizó por uno de los pasadizos hasta las mazmorras. Incomprensiblemente, seguía sin haber guardias camino a las mazmorras, demasiado preocupados por los placeres de la carne y por custodiar el perímetro de las almenas. Cogiendo el manojo de llaves que abrían las cancelas de hierro de las celdas, se lo echó dentro de la que encerraba a las más jóvenes. De seguro, eso le daría unos minutos preciosos para salir corriendo de allí. Cuando llegó de nuevo al lado de Elsbeth, la melliza notó un brillo de satisfacción en los ojos de su amiga, que rápidamente se apagó al escuchar un grito desgarrador desde el otro lado del jardín.

—Aún no han podido descubrir el motín de las mujeres, ¿verdad? —preguntó Leonor retóricamente, advirtiendo el respingo que había dado Elsbeth. La melliza la abrazó con fuerza, sollozando. Para tranquilizarla, la española le cogió el rostro entre ambas manos y musitó—. No os volveré a dejar sola, no hasta que os desposéis con Sir Symon. ¿Me habéis entendido?

Ambas rieron quedamente ante la ocurrencia de la muchacha. ¿Cómo conseguía siempre arrancarle una sonrisa cuando más lo necesitaba? Al grito inicial, le sucedieron otros. La música que amenizaba la fiesta cesó de repente y el caos se adueñó del lugar. Alguien había descubierto alguno de los dos cuerpos, estaba segura de ello, no era por la huida de las mujeres. No había tiempo que perder. Había hombres que corrían por todas direcciones, escuderos que ensillaban los caballos de su señor, que sacaban temerosos sus espadas por cualquier motivo. Si un hombre de la envergadura de Siaibhin había aparecido muerto, nadie podía estar a salvo en Rowallan.

 

Neall y Erroll se encontraban en los jardines, cuando una sirvienta dio la voz de alarma. La pobre mujer había ido a avisar a su señor de que lo esperaban hacía rato para la cena y se lo había encontrado muerto, sentado en la silla, tal cual lo habían dejado tras el baile de esa joven extranjera. Los guerreros, con la confusión, intentaron entrar en el interior de la torre de homenaje de la fortaleza, pero había soldados ingleses y piratas por todas partes. Todo el mundo andaba como loco porque las mujeres habían conseguido también escaparse de sus celdas e intentaban capturarlas, mientras salían en tropel. Erroll y Neall convinieron que hacerlo por la fuerza sería un suicidio si querían llegar hasta Elsbeth y Leonor. Buscaron otra entrada a la torre que estuviera menos vigilada, para asegurarse de que las muchachas estaban todavía dentro.

Tras el baile de «su aingeal», Neall había dejado los jardines visiblemente malhumorado y con el corazón hecho añicos. Vagaba con los ojos turbios y dando tumbos, bebiendo todo el alcohol que le ofrecían a su paso. Empezaba a dar muestras de embriaguez cuando Erroll lo cogió por el cotun y lo zarandeó para hacerle ver que estaba a punto de mandar al cuerno la misión por algo que debía de tener, de seguro, una explicación más sencilla. Neall lo miró con los ojos llorosos y Erroll lo soltó abrumado, arrugando el entrecejo y perjurando todo lo nacido y por nacer. «¿Qué puedo decirle a Neall para calmarlo?», se repetía Flanagan sin hallar una respuesta convincente. Por primera vez en su vida, Erroll prefirió quedarse en silencio. El irlandés buscaba inútilmente una explicación a lo que había visto. No era propio de la conducta de Leonor echarse en brazos de su captor, tenía que ser parte de alguna estratagema que no alcanzaba aún a entender. Las mujeres eran imprevisibles, él mejor que nadie debería de saberlo. Ayden no les había referido nada de los planes de la joven dentro de Rowallan, pero confiaba en ella y Neall debería hacerlo también. ¡Diablos! A Erroll le preocupaba más la reacción desmedida que pudiera adoptar Neall a partir de entonces. La ira jugaba siempre malas pasadas y ofuscaba el entendimiento en un hombre despechado.

Todos los hombres habían sido guiados amablemente a un recinto cerrado ajardinado donde tendría lugar la cena. Allí se encontraron con sus conocidos ingleses, a los que habían perdido la pista durante lo que había durado la actuación. Las mesas estaban dispuestas en hileras, tenían manteles de lino blanco, tres candiles y, de centro de mesa, un sencillo jarrón de flores silvestres. Podían sentarse en cada una de ellas hasta diez comensales y, si sus cálculos no le fallaban, Erroll había contado al menos treinta mesas. El improvisado comedor sería posteriormente el lugar destinado para la subasta. Lord Peter Pulteney, Sir Edward Looper y John East les acompañaron todo el tiempo durante la velada. Pero ni rastro de Alexander Slater, que había sido excusado con maestría por Lord Pet. Por lo visto, había lanzado una oferta al pirata por una joven y este había cogido el órdago sin pensárselo.

Neall no tomó prácticamente bocado durante la cena. Los recuerdos de Leonor se adueñaron de su mente, le aguijoneaban el corazón. El capitán cogió con tal fuerza la copa que la bolló, cada uno parecía estar forjándose sus propias costumbres: ella se desmayaba y él iba abollando copas con tal de no romper alguna que otra nariz. Se disculpó ante el resto de señores pasado un rato, excusándose ante el resto por su mal beber, y salió al patio de armas junto a Erroll para tomar el aire. Realmente, había mezclado bebidas y algo no debía haberle sentado bien. Los ingleses le creyeron a pies juntillas. No había más que ver su demacrado aspecto, para que la excusa fuera un fiel reflejo de la realidad.

El aire de la noche le devolvió a Neall un poco de sosiego, aprovechando para acercarse al pozo y subir un cubo de agua helada con el que refrescarse. Sin mediar palabra con su amigo, metió prácticamente la cabeza en él. Lo que terminó por despejarlo casi por completo. Erroll lo miraba divertido, mientras Neall se escurría el agua de los cabellos y se terminaba de secar la cara, hasta que un movimiento extraño junto a las caballerizas le alertó e hizo un gesto a Neall con la cabeza para que lo siguiera y que el highlander comprendió perfectamente. Demasiados años juntos como para no entenderse. Los dos hombres iban de camino a los establos cuando les sorprendió el grito de una de las mandaderas que había ido a servir a Siaibhin y lo había encontrado en la silla ¿muerto? ¿Eso era lo que gritaba? ¿En serio ese malnacido había caído súbitamente como por obra de una banshee? Fuera lo que fuera lo que lo había matado, no había tiempo que perder. Sin embargo y sin saber de dónde habían salido, un tropel de mujeres venía hacia ellos saliendo del castillo, dudando incluso que las hubiera escupido la misma tierra. Esa era la ocasión perfecta que habían estado esperando para entrar en Rowallan.

Pese a todo, el choque de espadas en las caballerizas de nuevo les alertó. Ambos se miraron y murmuraron al mismo tiempo: ¡Leonor!, echando a correr hacia aquella dirección, movidos por una poderosa intuición, y abatiendo a todo el que se cruzaba en su camino. Neall pasó por la espada a tres que intentaban impedirles el paso y Erroll no fue menos indulgente con otros dos. Algo estaba pasando en los establos y no tenían dudas de que estaba relacionado con sus mujeres.

La gente corría como loca por los jardines de Rowallan y los caballos se disputaban a golpe de espada. Nadie quería quedarse por más tiempo en ese castillo maldito. Desde lejos, pudieron ver que había signos de lucha en la entrada principal de las caballerizas, por lo que despacharon con rapidez a otros dos mentecatos y echaron a correr como si fueran el mismísimo viento. Los guerreros llegaron a tiempo para ver a Leonor degollar de un tajo a un guardia tan fornido como Erroll y girarse lo justo para hincarle a otro la espada en la ingle. Había sido un movimiento ágil, felino, magistral. Un auténtico ángel justiciero venido de las entrañas del infierno. Si la espada era su acicate, Neall no quería volver a pensar qué más cosas podría llegar a hacer con el arco a parte del doble robin. Pero esa no parecía «su Leonor», tenía la mirada perdida, como en trance… y su cuerpo, salpicado en sangre, mostraba lo agitado de su respiración, bastante convulsa. Algunos mechones de su pelo se habían deshecho de la trenza principal. Como si hubiera sabido lo que pensaba, Leonor se los recogió detrás de la oreja, resoplando. Después arrancó el mandoble de la pierna del estupefacto herido con aplomo y sin atisbo de compasión. Un baño de infinitas gotas de sangre le salpicó de nuevo la cara y el cuello, resbalando por su pecho hasta morir en el encaje del corsé turquesa. Era la imagen más erótica, casi apocalíptica, que ambos hombres habían presenciado nunca. Neall no era capaz de mantener la boca cerrada, extasiado, suplicante… El moribundo se estremeció al sacarle el mandoble de la pierna, pero atinó lo justo para sacar del cinturón una daga y lanzarla al costado de Leonor en un último estertor, rozándola, antes de caer muerto. Leonor se tocó la herida sin darle mayor importancia en caliente y se dispuso presta a los nuevos intrusos que hacia ellas avanzaban.

Neall sintió la profunda necesidad de estrecharla en sus brazos, como casi siempre que estaba a su lado, de susurrarle que ya había pasado lo peor, que ellos se encargarían del resto, que no importaba que hubiera besado a ese maldito pirata (porque en el fondo de su ser sabía que eso lo había matado…) Mas, cuando se acercó a ella, Leonor se posicionó con el mandoble en alto y Elsbeth, horrorizada al ver que no los había reconocido, le gritó:

—¡Leonor, son Erroll y Neall, han venido a salvarnos!

La voz de Elsbeth la trajo de nuevo al mundo y, por primera vez en esa larga noche y tras haber comenzado el baile, volvió a mirar a través de sus propios ojos. Leonor dejó caer la espada, al ver a Neall sin el velo de odio inyectado en sus ojos, exhausta, y se hincó de rodillas en el suelo pajizo. Desolada, contuvo las ganas de echarse a llorar amargamente, mientras el dolor del pinchazo en el costado no dejaba de aumentar. No podía más, estaba cansada de luchar, estaba cansada de seguir viviendo así por más tiempo. Neall sabía que Leonor jamás le haría daño, no había dudado ni un instante que reaccionaría ante sus ojos, pero habría preferido que le hubiera presentado batalla a verla así, derrotada, deshecha en un mar de lágrimas.

Elsbeth corrió hacia su hermano pequeño y lo abrazó con desesperación, como aquella vez que de muchachito la había «salvado» de Sir Strathbogie. Las manos de él le respondieron agarrándola por la cintura, pero prácticamente sin fuerzas. Sus verdes ojos de color de bosque seguían clavados en Leonor, impasibles, viendo como Erroll se acercaba a la joven que él amaba y la izaba como una pluma del suelo, sujetándola fuertemente contra su pecho. Nunca antes había envidiado con tanta intensidad a un hombre y jamás pensó que ese sentimiento apareciera por el que consideraba un hermano. Un pellizco le atenazó el estómago y le encogió las entrañas. Neall apretó con más fuerza la cintura de Elsbeth y hundió la nariz entre sus cabellos en busca de consuelo.

—¿Estáis bien, Elsbeth? —se interesó al ver que su hermana iba ataviada con poco más que una camisa de hombre.

—Todo lo bien que puedo estar en estos casos, bràthair.

—No hay tiempo que perder, càraidean —dijo Erroll con Leonor aún en brazos, mientras le echaba su propio plaid por encima para taparla y le pasaba otro que encontró a Elsbeth—. Ya nos pondremos al día de regreso a casa.

Con presteza, el irlandés subió a la española sobre un caballo blanco con buena planta y se sentó tras ella. Lo mismo hizo Neall con su hermana. Ya mandarían a alguien a buscar sus propios caballos. Se hicieron paso entre la multitud, que se arremolinaba sin saber muy bien a donde ir, para dejar atrás cuanto antes Rowallan. El pillaje y los enfrentamientos tenían lo suficientemente atareados a los guardias como para reparar en dos nobles bien vestidos y con compañía a galope. «Perfecto». Sin demorarlo más tiempo, cruzaron las puertas al trote y se adentraron en el bosque en dirección al punto de encuentro donde estarían Ayden y el resto de hombres. Al final, todo parecía haberse resuelto de la manera más fácil.

Cuando llegaron al claro del bosque donde el grupo aguardaba agazapado, no hubo tiempo de contar nada. Apenas habían mostrado sus respetos y su afecto a su señora, cuando Sir Darren llegó acompañado con dos de sus hombres con Rayo y Tizón. Siguiendo el consejo del irlandés, emprendieron camino para poner cuanto antes tierra de por medio. Cuanto más lejos se encontraran de esos piratas, mejor que mejor, de eso no había la menor duda. Elsbeth siguió montada en el caballo que habían cogido en las caballerizas, mientras Neall había pasado a montar sobre Rayo. Pese a tener caballos de sobra, Erroll prefirió quedarse junto a Leonor, arropándola. El irlandés estaba muy preocupado, aunque evitó transmitir sus sospechas a su amigo. A medida que las horas pasaban, Leonor se iba consumiendo lentamente en una nube de negros pensamientos y, por mucho que hablaba con ella, la joven no parecía escucharle, ni tenía buen color.

Neall a veces se acercaba disimuladamente con el caballo para preguntar por su estado, pero aparte de seguir hecha un ovillo, no había ninguna mejoría evidente. Erroll siempre le negaba con la cabeza y le pedía que los dejara a solas para no violentarla más. ¡Pero, bueno! era él quien la tendría que estar consolando, abrazando, o incluso mimando. A no ser que… la idea pasó fugaz como una de esas estrellas de verano que cruzan el firmamento a ras. ¿Y si Erroll también tuviera intenciones para con ella? No, la vida no podía ser tan cruel como para quitarle de un plumazo a las dos personas que más quería. Hastiado, Neall se adelantó a la cabecera de la comitiva junto a Elsbeth, Ayden y Sir Darren, intentando no pensar más en la extraña reacción acaparadora de su amigo con la joven en esas últimas horas.