CAPÍTULO 05 – EL HIJO PRÓDIGO
Castillo de Blair Atholl, Perthshire (Escocia), 25 de julio de 1333.
Elsbeth no pudo contemplar si quiera la posibilidad de que Neall hubiera muerto y se negaba a decir las temidas palabras por miedo a que se cumplieran si eran pronunciadas. Las lágrimas se le agolpaban como un torrente aferrado a sus pestañas. ¿Cómo se lo dirían a su madre? Lady Annabella no soportaría la noticia. Desde la muerte de su amado esposo, apenas era una sombra de la mujer que fue. ¿Cómo se tomaría la pérdida de su benjamín, del más parecido a su marido?
—No puede ser verdad Ayden, me niego a creerlo. Él es fuerte y valeroso, un formidable guerrero de las Highlands, me niego a creer que haya…
Su mellizo Ayden apretó la mandíbula y se paseó con las manos a la espalda. Su rostro demacrado definía perfectamente la falta de sueño y el horror que le había tocado vivir hacía unos días. Eran relativamente pocos los hombres del bando de Balliol que habían caído en la batalla de Halidon y le costaba creer que su hermano fuese uno de ellos, pero no sería él quien le diera vanas esperanzas a su familia. Si Neall no había aparecido y vuelto a estas alturas… Sin querer socavar las esperanzas de su hermana, Ayden continuó hablando, quizás con el deseo de recordar algún detalle al que aferrarse con uñas y dientes y que le revelara el paradero de Neall.
—Desgraciadamente, nuestro bando tenía las de ganar en el momento del ataque. No había forma humana de subir esa maldita colina sin que el aluvión de flechas inglesas no diezmara la voluntad de los highlanders.
Elsbeth se dejó caer abatida sobre el sillón mientras escuchaba el relato de su mellizo. Habían arriesgado mucho en ese doble juego por ayudar a su hermano mayor Arthur y a su primo Sir Andrew, conde de Moray. Si los descubrían les acusarían de traición, era un plan secreto, la única forma de continuar en la tierra que los vio nacer. A ojos de la mayoría, los hijos menores de Sir Alastair habían deshonrado la memoria de su padre. Esa sería su cruz hasta que tuvieran la ocasión de desmarcarse de Eduardo Balliol. Ayden siguió exponiendo los hechos mientras observaba por una de las saeteras, con la mirada perdida en el recuerdo.
—Nuestro hermano Arthur consiguió subir al alto de la colina con un destacamento, seguramente iría también el primo Andrew, aunque no lo alcancé a ver entre la cantidad de enemigos. La lucha se hizo cuerpo a cuerpo, por lo que dado el momento, los escoceses tenían una ventaja frente a los nuestros. Yo hacía lo que podía para no levantar sospechas, heridas superficiales que no supusieran la muerte del contrario. Neall estaba en la trinchera con el resto de arqueros. Todo fue muy rápido Elsbeth. Vi cómo rodearon a nuestro hermano Arthur varios ingleses, pero me era imposible llegar a él a tiempo. Eran demasiados y algunos no esperaban que terminara uno para arremeter tres más incluso. Llegué a contar más de seis. Así no aguantaría mucho tiempo y eso debió de pensar desde la trinchera Neall. La colina se había convertido en la boca del infierno y nuestro hermano estaba justo en el centro.
Ayden tomó resuello y bebió un poco de agua. Sus ojos verdes estaban turbios y Elsbeth dudó si lloraba, descompuesto por el dolor.
—Fue entonces cuando pude ver de soslayo cómo Neall soltaba el arco y cogía su claymore sin pensarlo. Ya sabes lo impetuoso que es, Elsbeth, cuando me quise dar cuenta saltaba de la trinchera donde se resguardaban los arqueros y ayudaba a cubrir la espalda de nuestro Arthur. Tras salvarle la vida de varias estocadas mortales inglesas, los perdí de vista a ambos entre la avalancha de flechas, espadas y cuerpos… Después supe que tanto nuestro primo como Arthur estaban a salvo, pero nadie sabía decirme qué había pasado con Neall. No estaba en Berwick-upon-Tweed, ni en los caminos del bosque, ni en el campo de batalla… Gracias a Dios, Eduardo I de Escocia estaba tan henchido en su orgullo por la aplastante victoria que no se percató de su ausencia.
—Me niego a creer que esté muerto, Ayden. Y, hasta que no lo sepamos ciertamente, ahorraré ese disgusto a madre.
Ayden asintió con semblante sombrío. La cuidada barba rala ahora parecía la de un leñador pobre. Se la acarició preocupado pensando cómo le afectaría a su madre un golpe como aquel. Alguien interrumpió sus pensamientos al llamar a la puerta del gran salón principal. Sir William Brisbane pidió permiso a la señora y entró con paso decidido y enérgico, visiblemente preocupado.
—Mo Laird, un grupo de hombres acaban de cruzar la villa camino al castillo. Son hombres de Bruce.
«Hombres de Bruce» podría ser equivalente a malas noticias o problemas. Elsbeth, que por un momento había pensado que se trataban de nuevas de Neall, volvió a hundirse de mala gana en el sillón, llevándose un par de dedos a los labios.
—Bien, ahora veremos qué intenciones traen —le contestó Ayden al caballero y, dirigiéndose a su querida y ojerosa hermana, le susurró a la vez que le sujetaba con cariño el antebrazo y la dirigía hacia la puerta—. Será mejor que subáis con madre a la habitación principal y atranquéis la puerta. Cuando no haya peligro, mandaré a alguien a daros aviso.
La melliza asintió mientras se enjugaba las lágrimas y con una reverencia hacia su viejo conocido Sir William Brisbane, salió del salón principal para subir las escaleras que daban a los aposentos de la torre de homenaje. Ayden esperó a que se fuera su hermana para interrogar a Sir Brisbane.
—¿Cuántos son, Sir Brisbane?
—Al menos una treintena, Ayden. He creído reconocer en la distancia los colores del clan Douglas, de los Stewart y de los Lockhart entre otros.
—Veamos qué intenciones traen.
Salieron hacia el patio de armas acompañados por algunos hombres de Neall, justo cuando la heterogénea comitiva estaba bajándose de los caballos en el patio de armas. Reconoció rápidamente entre ellos a Sir William Keith de Galston, a Sir Symon Lockhart y a Sir Darren Stewart. Siempre habían sido bienvenidos en su casa en tiempos de su padre, incluso a algunos de ellos los había considerado más que amigos en otro tiempo. Pero tras su posicionamiento del lado de Eduardo I Escocia, quizás no los miraran con los mismos ojos. La hospitalidad de las Highlands ofrecía al menos un día de tregua y dispendio en el caso de que no vinieran con buenos propósitos. Estarían alerta, aunque confiaba en el honor de esos hombres y sus buenas intenciones. Si no fuera por las circunstancias, él mismo hubiera luchado en el bando del niño-rey como habían hecho hasta la batalla de Dupplin Moor, del pasado año. Alejando la mano de la empuñadura de su claymore, Ayden mostró la mejor de las sonrisas que en esas circunstancias podía mostrar como señor de esas tierras en ausencia de su hermano mayor.
—Sean bienvenidos a Blair Atholl—dijo con la solemnidad propia de un jefe de clan.
Sir Symon Lockhart se acercó a estrechar la mano que le brindaba Ayden desconfiado. Esperaba ver a Neall y a Leonor en el comité de bienvenida y no un pequeño grupo de hombres armados. Sin embargo, el highlander bajó la guardia al ver el talante amistoso en los ojos de Ayden. La camaradería de antaño volvió a unirlos en un afectuoso abrazo.
—Caraid, veo que el regreso del hermano pródigo y el estar en el bando victorioso os sienta bien.
Sir Symon lo del bando victorioso lo dejó caer sin mala intención. Los Murray eran simpatizantes de Bruce y su causa, aunque ahora tuvieran que mostrarse como leales a Eduardo I de Escocia si no querían perder Blair Atholl. Sir Arthur les había hecho partícipes a Sir William Keith y él de la difícil misión que tenían sus hermanos entre manos. Solo ellos y Sir Andrew Murray sabían del doble juego al que se enfrentaban. Jamás hubiera pensado en la posibilidad de servir a un rey teniendo en el corazón a otro, pero era encomiable que se estuvieran jugando el honor y la vida por su clan. De todas formas, no era algo para estar pregonando a los cuatro vientos. Cualquier oído indiscreto… podría llevarlos a la horca. Del mellizo se lo esperaba pero, ¿quién lo hubiera dicho del pequeño de los Murray? ¡Diablos! Sir Lockhart estaba con un humor de mil demonios, al final resultaría ser un pretendiente a la altura de las circunstancias después de todo. El caballero escocés volvió a mirar con curiosidad a su alrededor, esperando que en cualquier momento apareciera la muchacha con su sarta de excusas por no haber llegado antes. Pero ni ella ni Neall aparecían por ningún lado. Si el arquero le había tocado un solo cabello a la española lo lamentaría, se juró acariciando la empuñadura de su espada.
Sir Symon prefirió esperar a enfrentarse con la joven antes de saber qué hacer al respecto. Lo que menos quería era poner en una situación incómoda a Ayden, que seguramente no estaría al corriente de nada. El caballero esperaba impaciente a que a su llegada «alguien» se hubiera dignado a aparecer para cantarle las cuarenta. «Leonor debe estar escondiéndose por lo que se le viene encima, ¡menuda imprudencia quedarse a solas con un hombre como Neall!», pensó Sir Lockhart muerto de celos. Pero por más que la buscaba con la mirada, no había rastro de la joven.
—Solo he hecho lo que me pedían… —comenzó a decir Ayden, visiblemente molesto por dudar de su lealtad.
Aunque finalmente no había servido de mucho, tanto Neall como él habían estado mandando la información necesaria para hacer frente a los continuos ataques de Eduardo III de Inglaterra. Pero parecía que sus continuas averiguaciones y mensajes habían caído en saco roto por parte del Guardián de Escocia. Sabían que se jugaban no solo el ser vilipendiados como traidores, la horca y la caída en desgracia de la familia, sino también la soberanía y el futuro de Escocia. La pantomima para sonsacar información del bando enemigo no había servido de mucho. El Guardián había subestimado al rey de Inglaterra y Escocia había perdido la guerra. Sir Symon Lockhart valoraba mucho el valor y actitud demostrada por los Murray, pero que se lo llevasen los demonios si le estaba prestando atención a Ayden. Con las mismas lo interrumpió, cada vez más molesto e incómodo por la tardanza de Leonor.
—Lo sé —asintió Sir Lockhart por haber expresado tan mal sus palabras—. ¿Y vuestro hermano? —preguntó con apremio por ver a la pareja en cuestión.
—¿Arthur? Pensábamos que estaría con vos o al menos que sabríais decirnos qué tal está después de este varapalo.
—No, no Sir Arthur. Él está con vuestro primo y el heredero de Bruce camino al norte con los pocos barones y caballeros que se salvaron de la masacre… Están viendo qué paso deberemos dar para enmendar lo de Halidon Hill. Si es que algún día podremos recuperarnos de semejante fracaso…
A Ayden le asombró el tono derrotista de Sir Symon Lockhart, aunque él pensaba lo mismo. El caballero siempre había gozado de un humor espléndido, al menos antes de que la guerra se lo aplastara.
—No tenemos noticias de Neall, Sir Symon. A estas alturas nos tememos que haya muerto en el campo de batalla, porque no nos explicamos que no haya dado señales de vida ni que nadie lo haya visto aún. Sin embargo, no lo sabemos con certeza, pues no se ha encontrado su cuerpo.
Sir William Keith resopló al ver la expresión de asombro de Sir Symon y se llevó una de las manos a la boca, intentando pensar algo y rápido que contuviera a su fiel amigo.
—¿¿¿Que aún no han llegado??? —gritó Sir Lockhart a la vez que cogía del brazo a Ayden para encarárselo mientras le hablaba.
El tono iracundo del caballero escocés sorprendió a todos los hombres que estaban allí reunidos, incluido Sir William Keith, que pronto fue al rescate del Laird de Blair Atholl. Sir Symon sabía que su gesto era de agravio y que tendría que dar muchas explicaciones a Ayden de su comportamiento, pero no por eso cejó en su empeño. Sir William Brisbane había echado mano a la espada como respuesta y por precaución. Ante el cariz que estaba tomando la conversación entre ambos capitanes, uno de los escuderos de Sir Lockhart dio un respingo y se ocultó sin disimulo de la ira de Sir Symon.
¿Qué le ha pasado a ese muchacho?, se preguntó Ayden mientras intentaba apreciar alguna reacción más en el jovencísimo escudero. El muchacho tenía el rostro hinchado, magullado y los ojos inyectados en sangre. «Pobre muchacho deben haberlo cogido en la huida y habrá sido torturado vilmente por algún inglés». Ayden miró al loable caballero y se deshizo del agarrón de Sir Lockhart con total dominio de sí, cuando acabó de colocarse adecuadamente el cotun, le preguntó serenamente sin entender aún nada de lo que le estaba diciendo:
—¿A quiénes os referís entonces, Sir Lockhart?
—A Leonor y a Neall, por supuesto.
—No sé de qué Leonor estáis hablando, pero mi hermano…
Elsbeth cruzó el patio de armas corriendo al escuchar el nombre de Neall. Desobedeciendo las órdenes explícitas de su mellizo, había permanecido oculta detrás de la gran puerta principal del castillo, para poder escuchar sin ser vista toda la conversación de los hombres. Al nombrar a su hermano pequeño, le dio un vuelco el corazón, no pudiendo reprimir sus ansias de averiguar respuestas que le dieran pistas sobre la suerte de Neall. Veloz como un rayo y obviando a su mellizo, Elsbeth se dirigió hacia Sir Symon y, apoyando sus delicadas manos en los fuertes antebrazos del guerrero, le suplicó sin pudor y sin darle importancia a la cercanía del gesto:
—Decid cuanto sepáis del paradero de Neall, caiptean Lockhart. Os lo ruego.
La voz de Elsbeth era cálida, musical e impetuosa, con un ligero atisbo de temor que la hacía irresistible. Sir Symon Lockhart se deleitó en la hermosura de la joven que se le había echado a los brazos y una oleada de calor lo invadió, teniendo que desabrocharse la primera botonadura del cotun para respirar con normalidad. Ayden resopló. El mellizo debería estar acostumbrado a los efectos que causaba la belleza de Elsbeth entre los hombres de su edad, pero por más que lo intentaba, no era capaz de mantenerse indiferente.
—Será mejor que vayamos dentro. Los hombres de Sir William Keith son siempre bienvenidos en estas tierras y nos contarán todo lo que saben sobre nuestro hermano en cuanto descansen. No os preocupéis —dijo Ayden, tomando el control de la situación y separando a Elsbeth por la cintura del abrazo del caballero escocés.
Sir Lockhart no dejó de mirarla, ni cuando Ayden Murray se la arrebató literalmente de los brazos. Apenas había podido verla más que de perfil, pero... ¡Madre de Dios! ¡Qué cuerpo! ¿Qué había entre Ayden y esa hermosura? Bien callado se lo tenía el muy condenado. Esa familiaridad y ternura impropias de un capitán delante de sus hombres… Quizás fuera su prometida o la de Neall. Pero no, no era el caso. Sir Symon Lockhart entornó los ojos y enseguida lo comprendió. Su rostro le resultaba familiar, ella era… ¿su hermana? No podía ser otra que Elsbeth. ¡Hacía tanto que no la veía, que había olvidado lo hermosa que era! La última vez que la había visto era aún una adolescente, pero de eso hacía ya muchos años. Ella fue su primer gran amor de juventud, aunque nunca se lo había llegado a confesar a nadie. Él había esperado a ser el Laird de su clan para pretenderla y poder ofrecerle un futuro acomodado, pero, al saber por Darren que el heredero del clan Stewart y ella tenían una afinidad impropia de meros amigos, cejó en el empeño de concertar un matrimonio con la muchacha. Desilusionado por la noticia, Sir Symon se había puesto al servicio de Sir William Keith y no había vuelto a verla desde entonces.
El rostro de la joven mostraba preocupación y era más maduro y armonioso de lo que el caballero recordaba. Olvidando por un momento su enfado, por no encontrar a la española en Blair Atholl tal y como había quedado con Cathasaigh que haría, Sir Symon dio un repaso al esbelto y hermoso cuerpo de la rubia con total deleite y no pudo evitar que se le hiciera la boca agua. «Sigue siendo una auténtica belleza», pensó. También recordó lo mucho que lamentó en su día la desdicha de la joven, al saber que Sir Kenion Strathbogie había llegado a la vileza de batirse en duelo con Sir James Stewart por su mano, y que, al verse vencido, Sir Strathbogie lo había matado en extrañas circunstancias. Después no había vuelto a tener noticias de ella. Sus caminos se separaron inevitablemente al ponerse al servicio de Sir James Douglas e irse a las cruzadas para cumplir la última voluntad de su amado rey Robert, hasta ahora. Sir Symon Lockhart se preguntó si estaría casada y se acarició la barba con una sonrisa traviesa. Después de todo, el dilema de por qué aún no estaba allí Leonor podría esperar unas horas más para ser resuelto.
A Ayden no se le había pasado desapercibida la mirada de lujuria del caballero. Era ese tipo de deseos el que su hermana solía suscitar en todos los hombres con los que se relacionaba, pero por mucho que la situación se repitiera, no por ello se terminaba de acostumbrar. Sin embargo, pocos eran los que se decidían a cortejarla con intención de formalizar un matrimonio y muchos menos los que pasaban la criba de la melliza. El Laird de Blair Atholl miró al caballero escocés con el entrecejo algo fruncido y pensó que hasta cierto punto sería hospitalario, hasta cierto punto. ¡Habrase visto! Ante la repentina mudez y falta de respuesta de Sir Symon Lockhart a la cortesía brindada por Ayden, fue Sir William Keith quien comenzó a relatar la historia referida por el escudero Cathasaigh cuando se sentaron a la mesa principal junto al resto de hombres.
Elsbeth respiró tranquila al saber que Neall se había salvado en Halidon tras caer gravemente herido. Le extrañó que fuera una mujer la que lo había rescatado del campo de batalla. ¿Qué hacía una mujer en un sitio como ese? Verdaderamente, tenía que ser alguien excepcional y entendió que sus compañeros de armas estuvieran tan angustiados por la falta de noticias sobre su paradero. Todo el clan Murray siempre estaría en deuda con ella y la curiosidad por conocerla crecía a medida que Sir William Keith iba soltando su lengua tras varias jarras de cuirm. Elsbeth disfrutó del resto de la velada, aferrándose a la idea de que Neall conseguiría salvarse. Lo peor ya había pasado. Tarde o temprano, Neall y Leonor volverían a Blair Atholl, aunque no supiera muy bien dónde se encontraban ahora. Era normal que se preocupara por él, Neall siempre sería su hermano pequeño por muy alto, fornido y excepcional arquero que fuera.
Ayden quiso saber más detalles sobre el estado de Neall de boca del escudero que había visto a su hermano por última vez con vida. Lo mandó llamar con el beneplácito de Sir William Keith, percibiendo un atisbo de vergüenza en Sir Lockhart al nombrar al muchacho. Cathasaigh entró temeroso en el salón principal. Le temblaban las rodillas y Erroll rápidamente le cedió su asiento. Ayden volvió a mirar de soslayo a Sir Symon al comprobar que era el joven de la cara hinchada que tanto le había impresionado antes. El caballero escocés le retiró la mirada, confirmando sus sospechas. Pero, ¿qué tenía que ver el lamentable estado del joven con la vida de su hermano? Ayden le llenó una copa vacía y le instó a que acercara su asiento a la tarima principal donde estaban sentados los caballeros en el gran salón. Cuando el escudero bebió un sorbo y tuvo mejor color en el semblante, comenzó a hacerle preguntas de diversa índole.
A medida que el mellizo le sonsacaba la información al pobre muchacho, Sir Lockhart resoplaba con un creciente humor de perros y tamborileaba los dedos sobre la mesa impaciente. Ayden comprendía la actitud del caballero, aunque no estaba de acuerdo con sus métodos de persuasión. Imprudentemente, el escudero había dejado sin protección a su joven compañera con Neall. No era que desconfiara de la honorabilidad de su hermano, pero deseó que la tal Leonor fuera fea como un demonio para que Neall no tuviera problemas con Sir Lockhart al regresar a casa. Sin embargo, Ayden percibía que la relación que Sir Symon debía tener con la singular muchacha era sin duda importante por sus gestos y por el salvajismo con el que había respondido al descuido de su escudero. Solo esperaba que su hermano estuviera bien de la herida a la que se habían referido y que en estos días no se le hubiera ocurrido tocar a la joven o, más bien, que la tal Leonor no se hubiera encaprichado de él.
Tras una copiosa y algo más distendida comida, los mellizos se despidieron de Sir Darren Stewart y su séquito, pues aún tenían un largo camino hasta sus tierras en Stirling. El joven Stewart se moría por saber de su familia y en especial de Leena, su hermana, a la que hacía casi un año que no veía tras sus largas temporadas en Francia. Los hombres de Sir William Keith se alojaron en los barracones y cabañas de los alrededores a la espera de que apareciera Leonor y poder reanudar la marcha antes de que los partidarios de Balliol supieran dónde encontrarlos.
El olor a la hierba mojada por el rocío era purificador y se mezclaba con el murmullo incesante del río que campaba alegremente a escasos metros de ellos. La mañana despertó a Neall con un fuerte dolor en la entrepierna, producto del roce de las nalgas de la muchacha durante gran parte de la noche sobre esa zona en cuestión. No había sido buena idea dormir juntos, o quizás sí, si no fuera porque el tenerla tan cerca estaba socavando el control de sus instintos más primitivos. Neall era incapaz de moverse y perder la oportunidad de juguetear con los dedos entre los rizos del cabello de Leonor, absorber su aroma a flores, y acaparar cualquier roce de su dorada piel. Después de haberla visto en todo el esplendor de su hermosura bajo la cascada de agua, los pensamientos más sedientos, pecaminosos y lascivos inundaban su mente gran parte del día y de la noche, reflejándose sin pudor en el constante e inaudito tamaño de su masculinidad, sorprendente incluso para él mismo. El capitán intentó en vano tragar saliva cuando el aroma a esa extraña flor le embriagó los sentidos. Si no era capaz de tomar distancia, se vería incapaz de seguir siendo fiel a la promesa que le había hecho de no importunarla. ¡Cuán distinta era de la joven que recordaba al pie del desfiladero y sin embargo era la misma!
Neall Murray pensó en todo el tiempo que hacía que no sucumbía a los encantos de una mujer... Desde aquel día en las Bullers de Buchan, no había deseado a otra que no fuera la que tenía en sus brazos ahora mismo. Sin embargo, era incapaz de tocarla por miedo a que el sueño se desvaneciera. ¿Miedo al rechazo? ¿A que la fantasía que se había formado en su cabeza se desvaneciera sin más? El arquero se atrevió a apartar un mechón rebelde de su cara para verla mejor y la joven pestañeó sus largas alas de mariposa. En vez de asustarse por la cercanía compartida, susurró prácticamente dormida algo en otro idioma. «Ca-ri-ño», repitió él en voz alta, extrañado por la palabra. ¿Qué significaba? Ni siquiera le había preguntado de dónde era, cómo había llegado a Escocia y por qué. ¡Había aún tanto por saber de ella!
Una enorme sonrisa iluminó su bello rostro dorado, mientras que la melena le caía en un sedoso torrente de rizos sobre un hombro al incorporarse. El escuchar a Neall con su grave acento repetir sus palabras la había terminado de despertar, dándole un vuelco el corazón y deseando más que nunca sentir esos labios en los suyos.
El murmullo del río, que rompía a escasos pies de ellos en pequeños torrentes pedregosos, la hierba que se había cubierto de un suave manto de rocío nocturno como si se hubiera engalanado con transparentes perlas y esa extraña calma que había acallado el bosque eran el marco perfecto para dejarse llevar por lo que ambos sentían. Solo el vaivén entrecortado de sus respiraciones amenizaba y agitaba la armonía del paisaje. Los ojos de Leonor se perdieron por unos instantes en la comisura de la boca de Neall. Los labios de la muchacha se entreabrieron ante la proximidad de sus cabezas y la fuerte conexión que los unía en ese momento mágico, humedeciéndose ligeramente los labios. Neall tuvo que controlar hasta el último de sus movimientos para no abalanzarse como un lobo sobre su presa. ¡Esa mujer lo estaba matando!
Un resoplido de Tormenta rompió la idílica conexión entre ellos y Leonor se levantó con una agilidad pasmosa, echando mano a la daga atada a su muslo. La joven indicó a Neall que guardara silencio, llevándose un dedo a la boca que hasta hace unos minutos le tenía absorto. El guerrero no tuvo por más que sonreír. «Solo ha sido el bufido del caballo», pensó él con una mueca de disgusto. ¡Por Dios! Con lo cerca que había estado de... ¿besarlo?
—Chist… Alguien se acerca —musitó Leonor, que parecía querer acallar hasta sus pensamientos.
¿Cómo podía ser que no lo hubiera escuchado? Él siempre había tenido un extraño sexto sentido que se anticipaba a cualquier amenaza. Neall aguzó el oído y asintió, levantándose con cuidado de no dejarse ver por quien quiera que se estuviera acercando. Leonor recogió rápidamente el plaid del clan Douglas que les había servido de manta durante la noche, apagando las brasas consumidas de la lumbre con la bota a su vez. Seguidamente, cogió el arco y una flecha del carcaj. Miró a Neall y después al bosque como si estuviera decidiendo qué hacer. Con sigilo se acercó a Tormenta y le dio una palmada en la grupa para que se alejara presto del lugar.
¿Por qué ha hecho eso?, pensó Neall con un gesto de impotencia y enfado. Sin caballo, tendrían que enfrentarse a un cuerpo a cuerpo y no sabían aún cuántos hombres eran. El capitán no se encontraba en plenas facultades, pero cogió su claymore y se posicionó. El joven aún no había conseguido atisbar de dónde venía el leve ruido de pisadas, cuando Leonor tensó una flecha en su arco, oteó a su alrededor dando un par de sigilosos pasos y disparó sin pensárselo hacia un lejano matorral. ¿Pero qué…?, no le dio tiempo a Neall a preguntarse cuando un quejido quedo y una maldición rompieron la paz del bosque.
Neall la miró perplejo, con una de esas sonrisas francas e infantiles de oreja a oreja que tanto le había costado mostrar en los últimos tiempos, de esas que acompañaba con un tentador hoyuelo en sus mejillas. La salvaje no dejaba de sorprenderlo. Pero de todas, todas, debía estar loca pues, nada más tirar, había salido corriendo hacia el arbusto mientras volvía a tensar el arco. El capitán la siguió como pudo con la mano apretándose el costado, no recordaba lo condenadamente rápida que era hasta que se había vuelto a echar a correr tras ella. A pocos pasos del arbusto objeto de su disparo, Leonor se paró en seco y volvió a apuntar, echando un rápido vistazo a su alrededor. Neall llegó jadeante, con el rostro algo desencajado por el dolor. Leonor lo miró con desaprobación un instante y le señaló la herida con el extremo de su longbow. «¡Por el amor de Dios! ¿Acaso todas las mujeres me toman por un niño?». Él mejor que nadie sabía que estaba herido. La cicatriz le estaba matando por la tirantez de los puntos cada vez más secos, no era necesario que una jovencita se lo recordara.
El capitán se acercó a quien quiera que fuera el herido que había estado a su acecho. Sabía que no era amigo, ya que era costumbre avisar con tiempo suficiente, para evitar este tipo de respuestas precisamente, con un silbido o el ulular de algún animal. El desconocido no hacía más que quejarse de la flecha clavada en la pierna, maldiciendo y perjurando por todos los dioses antiguos habidos y nuevos por haber. Tenía pinta de cuatrero y estos nunca iban solos. Con el rabillo del ojo Neall apreció un movimiento tras Leonor y con una gran soltura, la giró lo justo para soltar la flecha que ella tenía apuntando al abatido. Un segundo hombre cayó, esta vez con la saeta clavada entre las cejas. El pecho de Leonor subía y bajaba con agitación, pues no se esperaba la rápida reacción del capitán y mucho menos el súbito calor que había sentido al estar entre sus brazos de nuevo.
—Buen tiro —le susurró la muchacha con una sonrisa que le paralizó el corazón a Neall.
Él le respondió con un guiño a su vez y le dio la espalda para cubrir más campo de visión, por si había más forajidos o tenían que prepararse para una emboscada. Neall se alegró de la rapidez con la que había resuelto el incidente y lo bien que había reaccionado su cuerpo, señal de que estaba recuperándose perfectamente. También por haber conseguido impresionar a Leonor, obviamente.
La española sintió la espalda de Neall cálida y ligeramente sudada. En silencio dio gracias porque Neall no viera lo ruborizada que se había puesto por su contacto. Todo fue muy rápido. De repente, habían salido de la nada tres hombres, que nada tenían que envidiar en envergadura a Neall. El choque de espadas no se hizo esperar. Ante el intento de la joven por prestarle ayuda contra esos indeseables, un autosuficiente Neall le gritó un: «¡Dejadme a mí!». «¿Acaso todos los hombres tienen que ser tercos como mulas?», pensó la muchacha resoplando y haciéndose a un lado. Neall le echó una última mirada de reprobación y la española suspiró más suavemente, alejándose unos pasos más para no entorpecer la pelea.
La desventaja en principio era grande, pues tres hombres se enfrentaban a Neall rodeándolo con sus mandobles. La destreza de Murray en el manejo de la espada era bastante superior y pronto los tres hombres comenzaron a retroceder sobre sus propios pasos. Sin embargo, la suerte no estaba del lado de la pareja, pues se le sumó un cuarto cuatrero, algo más habilidoso que los anteriores y que tenía pinta de ser su cabecilla. Leonor no supo qué hacer de pronto. Eran demasiados y Neall no estaba en plenas facultades físicas. Por otro lado, si se inmiscuía, corría el riesgo de distraerlo o entorpecerlo y que resultara nuevamente herido. Observó cómo se desarrollaba la pelea, asiendo con fuerza el arco. Un leve movimiento a su lado hizo que se percatara de la sonrisa del hombre que había abatido primero en la pierna. El condenado estaba sacando una pequeña ballesta de rueda dentada de su jubón. No le había bastado al miserable que le hubieran perdonado la vida hacía un momento y que Neall se encontrara en clara desventaja numérica. Si nadie se lo impedía, pensaba cobrarse el solo el premio, aprovechando que el guerrero estaba de espaldas a él. Leonor se acercó sigilosa al cuatrero herido desde atrás y lo remató sin compasión de un tajo en la garganta antes de que pudiera apuntar siquiera o darse cuenta de las intenciones de la joven. Si algo había dejado en su ciudad natal, el día que tuvo que huir de su casa, era la inocencia y la compasión. «No hay lugar para el arrepentimiento, caileag». Esa había sido la primera lección que Sir James Douglas le dio en vida.
Neall se había zafado ya de dos de los cuatreros y luchaba con brío con los otros dos restantes. Si seguían así mucho tiempo, la herida del capitán se resentiría. Aún estaba débil para esos trotes. Leonor se situó a poca distancia de la espalda de él y jugueteó con el cordón de su camisa con premeditada candidez. El más diestro de los cuatreros la miró primero a los ojos, después a sus labios y finalmente a ese maldito cordoncillo que se enrollaba y desenrollaba de sus finos dedos. La miró el tiempo justo para soltar un bufido, apretarse el abultado pantalón y pasar el dorso de su sucia camisa por su asquerosa boca. La miró el tiempo justo para que Neall lo mandara de un tajo derechito al infierno. El otro cuatrero echó a correr despavorido al ver a su jefe muerto.
Neall había sentido la presencia de Leonor a sus espaldas, pero no entendió lo que estaba haciendo hasta que no miró a esa inmundicia a los ojos. La lujuria de su nauseabunda mirada le desató una injustificada oleada de celos y su breve desatención a la lucha fue el acicate perfecto para rematarlo. El guerrero se dio la vuelta lentamente y miró muy enojado a Leonor. No sabía muy bien qué papel había jugado ella en la distracción de su oponente, pero si volvía a ponerse en peligro, lo lamentaría.
—¡Vámonos de aquí antes de que vengan más! Este tipo de gente son como los lobos—dijo asiéndola con fuerza del brazo y llevándola casi a rastras unos pasos.
—¿Se puede saber qué os pasa, Neall? ¿Por qué estáis tan enfadado?
—¿Qué habéis hecho para que ese rufián…? —le preguntó el joven parándose en seco y no sabiendo si quería realmente conocer la respuesta.
No había terminado la frase cuando ella ya le había contestado un: «Nada» y se había ruborizado por completo. ¡Diablos! ¡Estaba preciosa! Si no estuviera tan enojado y ella no pareciera tan inocente, se la comería a besos allí mismo hasta que le suplicara que la hiciera suya. ¿Pero qué estaba diciendo, se estaba volviendo loco? Seguramente Leonor estaría casada con ese rufián llamado Cathasaigh y lo habrían salvado buscando algún tipo de recompensa. De un tirón, Leonor se liberó de su fuerte brazo y lo encaró sin miedo.
—¡Solo a un hombre le debo en esta vida explicaciones y ese es mi padre!
Un tremendo placer recorrió el pecho de Neall como un látigo. «Vaya, vaya… la gata ha afilado las uñas y muestra sus garras», pensó Neall que no dejaba de sorprenderse por el carácter indómito de la muchacha y el desparpajo a la hora de encararse a un hombre. ¡Cómo le gustaba! Además del hecho de que hubiera nombrado a su padre y no a ningún esposo o prometido, por supuesto. Neall se mordió traviesamente el labio inferior y dio un paso hacia ella.
Leonor nunca había estado tan cerca de perder los nervios como en ese instante. Había esperado que Neall agradeciera el haber distraído a su adversario, pero no, su orgullo herido de macho había salido a colación. «¡Hombres! ¿Quién los entiende? En un momento están furiosos y rugiendo… y al siguiente se vuelve para mirarme como un lobo hambriento a punto de devorar a su cordero».
Leonor vaciló ante el paso al frente de él e instintivamente retrocedió. El recuerdo de Don Gonzalo la hizo temblar y sus piernas se volvieron tan flojas como la mantequilla recién hecha. Agarró con fuerza la jambia y se puso en guardia.
—Si volvéis a acercaros a mí… Os mataré—dijo la española con la voz temblorosa.
«¡Por Dios! ¿Ha pensado que sería capaz de forzarla?», se preguntó Neall contrariado por los extraños derroteros a los que lo estaban llevando un simple gesto como ese. Pero no, la joven no bromeaba, lo podía leer en sus grandes ojos pardos. El capitán se paralizó. Si alguien le hubiera echado encima un cubo de agua de la isla de Skye en pleno invierno, seguro que hubiera sido más cálido que el frío muro que se había levantado de nuevo entre ellos. Ni aquel día en el desfiladero de las Bullers de Buchan había visto el terror que oscurecía la mirada de la muchacha. Eso solo podía significar que… El silbido de Leonor hizo que Tormenta saliera tan veloz y arrollador como un huracán de donde estuviera oculto. La bestia se frenó en seco y coceó ávido alrededor de su dueña. Leonor se subió de un salto sobre su lomo y, desde lo alto del caballo, se dirigió a Neall con toda la firmeza que le permitía el nudo en la garganta y en el corazón.
—Prometí a Cathasaigh que estaríamos en Blair Atholl lo antes posible y no querría preocuparlo —le dijo muy seria—. Por lo que habéis exhibido hace un rato, estáis plenamente repuesto para reanudar la marcha.
Neall intentó acercarse al caballo y poder explicarle que no tenía nada que temer de él, pero Leonor estaba con el miedo instalado en su cara e hizo retroceder a Tormenta unos pasos.
—Si osáis tocarme… No lo dudaré, Neall.
La voz de Leonor era titubeante, pero su actitud era firme y segura.
—No lo pongo en duda, mo baintighearna, pero no ha sido esa mi intención —contestó Neall visiblemente molesto y con la libido totalmente descarnada por lo había llegado a pensar de él y sus intenciones.
Neall se dijo a sí mismo que no montaría en el caballo de la joven a menos que se lo pidiera expresamente. Nunca había tocado a una mujer que no lo deseara y no sería esa la vez primera ni mucho menos. Apesadumbrado, comenzó a caminar por el sendero que lo llevaría a casa y a despertar por fin de esa pesadilla. Al cabo de una hora andando, sintió una humedad extraña en el costado y se llevó la mano a la herida con disimulo, maldiciendo en silencio al comprobar que la venda estaba empapada de sangre. El capitán calló por orgullo. Ciertamente, prefería desangrarse a pedirle ayuda a esa joven tan desconfiada.
Leonor parecía que le había leído el pensamiento, porque azuzó a Tormenta delante de él y le cortó el paso.
—Dadme vuestra palabra de caballero.
Neall intentó esquivar al majestuoso caballo y seguir su camino, pero Leonor se lo impidió.
—No es necesario. No subiré a vuestro caballo. No tenéis nada qué temer de mí, ya os lo he dicho—respondió Neall con un tono realmente afectado y sorteando el caballo para seguir andando.
El que hubiera dudado de su honorabilidad le había herido el orgullo. La había visto temblar convulsivamente y no se lo reprochaba. Si alguien había conseguido hacerle daño en el pasado… lo pagaría con su vida. Quizás ya lo hubiera ajusticiado ella misma por las inauditas habilidades de la joven. Neall apretó los puños y tensó la mandíbula hasta dolerle las encías. Si alguien la había tocado… la duda lo mataba, pero no tenía derecho a preguntarle algo tan personal.
Leonor iba a pedirle al capitán que montara en Tormenta cuando un grupo de jinetes salió a su encuentro en el camino. Neall sujetó las riendas de Tormenta, por si tenía que subirse rápidamente en la bestia para huir, a pesar de lo que acababa de decirle a la muchacha.
A la cabeza de un grupo de jinetes y al trote, un joven rubio y bien parecido frenó a cierta distancia su montura por precaución. Erroll Flanagan se había extrañado al ver la estampa de dos jóvenes discutiendo en medio de un camino poco transitado. Podría ser una trampa y de ahí que frenara a sus hombres a una distancia prudente. No sería la primera vez que los asaltantes de caminos ponían un cebo para emboscar a los viajeros en busca de fortuna. Sin embargo, no daba crédito a lo que veían sus ojos cuando reconoció a Neall. ¿Realmente eran ellos? «¡Voto a Dios! ¡Qué pequeño es el mundo!», pensó entusiasmado el irlandés al haberlos encontrado tan pronto. Muchos de los hombres que acompañaban a Flanagan conocían a Neall desde que era un niño y comprobar que estaba vivo les hizo respirar tranquilos. El irlandés miró a la joven que estaba sobre el majestuoso caballo blanco y que parecía estar enfadada. Su rostro le resultaba muy familiar. Reparó en sus facciones un momento más de lo decorosamente aconsejable y miró boquiabierto a Neall. Su amigo asintió silenciosamente y le hizo un gesto para que no hiciera ningún comentario. Erroll no daba crédito al descubrimiento. «¿La heroína de la que he escuchado hablar durante estos dos días es la misma chica salvaje que tiene loco a Neall? ¿La del doble robin en Aberdeen? ¡Menuda coincidencia!», pensó el irlandés entusiasmado.
Neall nunca se había alegrado tanto de ver a su amigo Erroll como ese día. Pero el gesto serio de ambos, le indicó a Erroll que algo entre ellos no iba bien. El irlandés acercó a Tizón a la pareja y el caballo negro resopló, revoloteando las crines grises a modo de saludo. El jinete hizo un gesto cortés con la cabeza a la joven y Leonor le respondió igualmente, apartándose con Tormenta a un segundo plano para dejarlos solos. La cara de salvación del capitán al ver a los recién llegados le había dado la clave a la muchacha para saber que eran amigos del joven Murray. Aunque no reconoció al hermano, que tan bien luchaba con la espada, entre ellos. Erroll ayudó a montar a Neall en uno de los caballos que traían de refresco sin quitarle el ojo a la joven. Ambos tendrían una larga charla de hombres de vuelta a casa.
Leonor se mantuvo al final de la escolta durante el resto del camino y, por más tiempo que pasaba, seguía teniendo un nudo en el estómago y las lágrimas a punto de estallar como un torrente. Le dolía la garganta y sentía un incómodo hormigueo en las manos de lo mucho que apretaba las riendas. No sabía cómo podía haber reaccionado de semejante forma. Si había alguien con quien se sentía segura, ese era Neall. La española recordó la euforia que había sentido en la orilla del río… Había estado tan cerca de besarlo que aún podía oler su cálido aliento especiado. Dos grandes lágrimas se escaparon por sus mejillas. Se sentía desgraciada, sola y vacía. ¿Por qué siempre se las ingeniaba para apartar todo lo bueno que le pasaba en la vida? Leonor se limpió la humedad del rostro y agradeció que nadie hubiera podido verla llorar. No muy lejos, en el horizonte, la imponente fortaleza de Blair Atholl se levantaba majestuosa en el páramo. Sus encaladas paredes eran un bello reclamo a la vista.
La joven se quedó todavía más rezagada del pequeño grupo de caballeros a sabiendas. No se encontraba con ánimo de enfrentarse a la mirada de decepción de Sir William Keith y mucho menos a la perorata de Sir Symon Lockhart. No después de haber discutido con Neall. Lo único que quería era irse al galope de allí y perderse durante días por el bosque, hasta que su alma volviera a encontrar el equilibrio necesario para seguir sobreviviendo. Con un rápido movimiento en las riendas, impidió que Tormenta se aproximara al tumulto de gente que venía a recibir al capitán. Entre vítores, besos y abrazos fue recibido Neall Murray que, azorado, no sabía cómo encajar tantas muestras de afecto. Todo el clan había salido al encuentro del guerrero. Al menos había un centenar de personas, sin incluir a los niños que no dejaban palmo de tierra sin corretear. El regreso del joven señor sería motivo de fiesta en los días venideros.
Leonor sintió una punzada en el corazón. Una sensación de nostalgia y desarraigo que no facilitaba el estado de ánimo que arrastraba tras el enfrentamiento en el bosque con Neall. La muchacha le echó un último vistazo entre su gente, tan apuesto… Le parecía mentira que se hubiera podido recuperar tan pronto de la herida del costado y acabara de luchar, como aquel que dice, con varios hombres.
Todos los jinetes se habían bajado ya de sus monturas, pero Leonor permaneció en su sitio, quieta como una talla de madera. La española reconoció al hombre rubio que estaba al lado de Neall y se alegró de que hubiera sobrevivido a Halidon también. Aunque llevaba la barba algo más descuidada, tenía los inconfundibles ojos verdes de su hermano menor. Era un poco más bajo que Neall y aún se le notaba preocupado. En varias ocasiones coincidieron sus miradas, pero como era habitual en los hombres de las Highlands, era imposible saber qué estaba pensando.
Los minutos pasaban, pero una fuerza sobrecogedora impedía moverse a Leonor. Estaba abrumada por las sensaciones que había llegado a sentir hacía apenas unas horas y el dolor de la pronta despedida la había paralizado por completo. Sir Symon Lockhart se acercó a grandes zancadas a Tormenta ante la indecisión de la española. La bajó del caballo con brío, agarrándola por la cintura, aunque ambos sabían que no hacía falta. Leonor se dejó hacer sin oponer resistencia. El momento había llegado. La misma situación que los había separado durante meses se repetía y lo que menos necesitaba ella ahora era perder a su mejor amigo por una tontería. La tensión del reencuentro estaba siendo abrumadora y asumió su papel arrugando el entrecejo. El cuerpo de la joven reaccionó tenso como un arco, mientras que el semblante del hombre era contenido y serio, sin reflejar ningún tipo de emoción que delatara la tormenta que se iba a desatar en breves momentos.
Sir Symon Lockhart apartó a Leonor de la mirada de los allí congregados para hablar con ella y la cogió del brazo con más fuerza de la necesaria. Leonor rehuyó su mirada, evitando que viera los estragos de haber llorado, pero Sir Lockhart la cogió de la barbilla y enfrentó lo inevitable. Si su mirada hubiera sido un rayo, su cuerpo ya sería cenizas. El dios pagano Thor era un niño de pecho ante el despliegue de fuerza del temido guerrero. Por primera vez, Sir Symon quería intimidarla y hacerle ver que su desobediencia e imprudencia tendrían consecuencias. ¿Qué había pasado entre ella y Neall? Los celos lo estaban matando. Sin embargo, lo que menos necesitaba Leonor era un rapapolvo. Suspiró y esperó que le estallase encima todo lo que el escocés le quisiera decir, quizás lo mejor fuera tocar fondo para poder empezar de nuevo de una santa vez. Los renacidos sentimientos que la joven había descubierto en su interior y la imposibilidad de hacerlos alguna vez realidad estaban llevándola a un camino sin retorno y necesitaba reaccionar. Luchar. Seguir luchando, como había hecho toda su vida. Un mohín medio de obstinación, medio compungido se adueñó de sus exóticos rasgos. Si algo tenía claro era que el silencio iracundo de Sir Lockhart la estaba matando. Intentando romper el hielo, Leonor dijo con inocente sarcasmo:
—Yo también me alegro de veros, caiptean.
Sir Symon Lockhart no se esperaba que Leonor se tomara a broma la situación. Sir William Keith y él mismo se habían asustado mucho al ver que nadie conocía el paradero de la muchacha en Berwick-upon-Tweed. Sobre todo cuando empezaron a escuchar de boca de algunos heridos que un ángel guerrero había surgido de las entrañas de la tierra para defender la retirada de los escoceses arco en mano. Sir Keith y Sir Lockhart no dudaron ni un instante de quién se trataba. Leonor era esa alucinación salvadora de la que muchos hablaban. La joven no solo les había desobedecido, sino que había puesto en peligro de nuevo su vida yendo al campo de batalla. Sir Symon rugió literalmente conteniendo la ira de sus puños al recordarlo.
—¿Se puede saber por qué salisteis de la fortaleza de Berwick-upon-Tweed cuando os ordené expresamente que os mantuvierais al margen de la contienda? ¿Tan poco apreciáis vuestra vida que la arriesgáis como si no valiera nada?
—¡Santo Cielo! ¿Se puede saber qué les pasa hoy a todos los hombres de esta condenada tierra que todo lo tienen que decir a gritos? —dijo ella con un expresivo aspaviento de manos que dejaba muy claro lo asqueada que estaba de todo.
Sir Symon la cogió por la cintura para que no se zafara como siempre hacía cuando no le interesaba una conversación. Esta vez se había propuesto que lo iba a oír, aunque fuera lo último que hiciera en ese día.
—¡Soltadme!
Sir Lockhart la soltó enfadado, llevándose la mano a la barba, apretando la mandíbula, paseándose a su alrededor como un lobo mientras se rehacía el moño bajo que le recogía el pelo del color del azabache. Estaba furioso, no pensaba en otra cosa que en demostrarle lo equivocada que estaba con su conducta.
—¡Maldita seáis, Leonor! ¿En qué estabais pensando? ¿Salvar a Neall Murray? ¡Perfecto! Encomiable, incluso si me apuráis, pero mandar a Cathasaigh de vuelta… ¿Acaso no os queda ni una pizca de honor? ¿Qué diría vuestro padre si supiera que actuáis por capricho y sin pensar en las consecuencias?
La vehemencia de la rotunda y grave voz de Sir Symon no daba lugar a una pequeña tregua. Si quisiera, se la comería viva allí mismo. Ninguno de los dos se habían dado cuenta de lo alto que estaban discutiendo, hasta que se toparon con las miradas curiosas de todos los allí reunidos. Leonor se llevó la mano a la boca ahogando un gemido y las lágrimas que habían luchado por ahogar comenzaron a caer en tropel. La española siempre había valorado y respetado a Sir Symon. Lo admiraba como hombre, como al hermano mayor que le hubiera gustado tener y que nunca había tenido, como al caballero de pro que era. Sir Symon Lockhart había cuidado de ella con un especial desvelo. Con él había compartido risas y el dolor de la pérdida de los compañeros en Teba, de otros hombres en el sinfín de escaramuzas que habían vivido, con él había ideado nuevas formas de ataque y había soñado un futuro mejor. Pero su actitud sobreprotectora hacia ella la asfixiaba a veces. Actuando como un marido celoso, perdía ese magnetismo y aura de profunda veneración que le tenía, esa camaradería que tanto consuelo le aportaba. Odiaba esa tozudez que quería dejarla metida en una urna de cristal intocable, que obviaba su carácter aventurero, la necesidad imperiosa de libertad que tenía Leonor… ¿Aún no se había dado cuenta de que era la única forma de alejar a los demonios que la atormentaban?
—Yo… yo no podía quedarme esperando para ver cómo os masacraban. A pesar de que los superábamos en número, era evidente que la posición en lo alto de Halidon les daba a los ingleses una gran ventaja frente a nuestros hombres.
—¡¡¡Esa no era vuestra guerra, caileag!!!—gritó haciendo un exagerado aspaviento con los brazos, mientras negaba con la cabeza, como si la testarudez de la joven no le dejara ver otra opción.
—Yo decidiré si es o no mi guerra, Sir Lockhart —sentenció Leonor en voz baja pero segura y con intención de irse del lado del caballero.
Pero Sir Symon no había terminado aún y la asió con fuerza del brazo de nuevo, provocando que el cuerpo de Leonor se acercara a él atraído como un látigo. Su olor a almizcle le produjo un cúmulo de sensaciones. Instintivamente, la española miró a Neall avergonzada en parte y también con evidente nostalgia. Los recuerdos del pequeño lago se agolparon en su mente al mismo tiempo que las lágrimas luchaban por no volver. Aunque se encontraban a más de treinta pasos de distancia, la conversación no estaba pasando inadvertida para el clan Murray y sus invitados. Sir William Keith había preferido no intervenir, pues ya había aguantado durante cinco días el creciente humor de perros de su compañero y se mantuvo al lado de Ayden Murray algo abochornado por la situación.
—Soltadme o lo lamentaréis, caiptean —repitió la joven.
—¡¡¡No!!!
La obstinación de ese hombre ya estaba empezando a crisparle los nervios a Leonor que, viendo que no sería capaz de desasirse del fuerte brazo de Sir Lockhart, ideó sin sopesarlo siquiera otro modo para que la dejara en paz.
—¿Cuál es realmente el problema, Sir? Os he acompañado a vos y a vuestros hombres a otras batallas y en ninguna habéis resultado ser… ¡tan absurdamente posesivo!
Nunca antes se había quedado a solas con ningún hombre, ni lo habías cuidado con tanto ahínco, le quiso responder él. Que se lo llevaran los demonios, él no la quería compartir con nadie. Cuando habían regresado a la fortaleza de Berwick-upon-Tweed tras la derrota, justo antes de la capitulación del castillo, y vieron que Leonor no se encontraba ni en las almenas ni con el resto de mujeres, una oleada de temor lo invadió. Sabía que habría escapado de la vigilancia de los dos guardias que la custodiaban y habría saltado al campo de batalla. Mandó que la buscaran entre los vivos y entre los muertos, pero era como si se la hubiera tragado la tierra. Todos decían haberla visto, pero nadie sabía dónde ciertamente.
Al cabo de dos largos e insufribles días sin tener más noticias de ella, su escudero apareció en el bosque. Ese jovencito inseparable y faldero que la seguía a todas partes y que parecía más escudero de la joven que de él mismo. Un atisbo de esperanza de encontrarla con vida volvió a Sir Symon como un rompimiento de gloria a rebosar de ángeles. Pero la alegría inicial de saber que estaba bien, se tornó en un loco ataque de celos cuando supo lo que estaba haciendo y con quién se encontraba. Neall Murray era un guerrero sin par, un hombre que se estaba jugando el tipo a dos bandas y que, si salía todo bien, acabaría siendo un héroe junto a su hermano Ayden. Según las mujeres Neall era muy apuesto y con gran sentido del humor, que era un hombre ¡por Dios! y con eso le bastaba para no haberse quedado a solas en el bosque con él, ni unas horas ni los cinco días que habían pasado desde entonces.
Sir Symon fue al claro del bosque donde Cathasaigh le había indicado que se despidieron en busca de algún rastro fiable que la llevara antes a ella. Ni él ni sus hombres consiguieron hallarla por más que buscaron hasta debajo de las piedras. Ni rastro. ¡Maldita sea! Ojalá no hubiera sido tan buena alumna para haber podido seguir sus pasos. Malhumorado, Sir Symon Lockhart había regresado al campamento y le había dicho nada más llegar a Sir William Keith que tendrían que ir al encuentro de ella al castillo de Blair Atholl, como había acordado con Cathasaigh. Cuando volvió a ver al escudero, no hubo hombre que lo parase.
Y allí estaba ella ahora, en vez de sumisa y pidiendo perdón de rodillas, con su barbilla alzada e insolente, tan hermosa como un rayo de sol en un día de lluvia… ¡Diablos! Que alguien lo sujetara o acabaría dándole una buena azotaina.
—Cuidado con vuestras palabras, caileag. Mi paciencia tiene un límite —la amenazó cogiéndola fuertemente por los hombros.
—No os andéis por las ramas y respondedme primero —contestó ella sin amilanarse y plantándole cara, harta de tener que estar siempre rindiendo cuentas de lo que hacía o dejaba de hacer.
El clan Murray en pleno seguía con atención la conversación sin perder ni frase ni detalle.
—La verdad es que la joven los tiene bien puestos —se jactó Sir William Brisbane con sorna y ajustándose el cinto de la espada para que no se le cayera el calzón.
Los congregados, boquiabiertos, alucinaban como si de una representación teatral ambulante se tratase. Nadie se movía de su lugar. No todos los días se presentaba la ocasión de ver a dos titanes marcando el terreno antes de la refriega. En su vida se les había pasado por la cabeza que una mujer pudiera hablarle a un hombre con tanto arrojo y menos al Laird de un clan. ¡Menuda hembra! Ayden y Erroll hicieron un cruce de miradas que Neall no supo entender del todo. Al joven Murray no le estaba gustando hacia dónde iba dirigida la conversación, ni el carácter violento de Sir Symon Lockhart y se dispuso a intervenir inmediatamente. Sir William Keith le paró con una contundente mano en el pecho.
—Dejemos que arreglen sus diferencias a solas, Neall. Esto es algo que se deben hace mucho tiempo.
El arquero sintió que le rompería cada uno de los dedos que la aferraban a ese caballero bravucón y presuntuoso, pues no dejaba que Leonor se reuniese con el resto del grupo. Un poderoso sentimiento de protegerla embargó a Neall y tuvo que hacer uso de todo su control para desafiar lo recomendado por Sir Keith de Galston, al que tenía mucho aprecio desde pequeño.
Sir Symon Lockhart parecía un toro a punto de salir de estampida y no cejaba en su empeño. ¿Cómo osaba hablarle a Leonor de tal modo y qué se traía con ese Murray para que olvidara lo indecoroso e imprudente de su comportamiento?
—¡Responded! —insistió Leonor, que ante el silencio titubeante del caballero se había venido por un momento arriba.
Sir Symon le susurró desafiante, acercándose peligrosamente a ella a un palmo escaso de su boca, con los ojos entrecerrados y clavados en sus pupilas y con la mandíbula a punto de desencajársele:
—Si os ha tocado, os juro que lo mataré.
«¡Se ha vuelto loco! No puede ser de otra forma», pensó Leonor.
Cathasaigh entendió perfectamente el gesto intimidatorio de su adalid. Al fin y al cabo, él lo había sufrido recientemente en sus carnes. Estaba loco de celos. Aunque nunca lo había querido reconocer abiertamente, la española le importaba y mucho. El que se hubiera quedado a solas con un guerrero de la categoría de Neall Murray durante cinco largos días lo había puesto fuera de sí. Si no era capaz de calmar los nervios, la situación acabaría yéndosele de las manos.
Leonor comenzó a temblar. El recuerdo de Don Gonzalo le aplastó el poco temple que le quedaba. Esa actitud enfermiza de posesión era la que había originado la barbarie que había destrozado su vida y la de su familia hacía tres años. Desde aquel entonces, Leonor se había jurado que no dejaría que ningún hombre volviera a ejercer tal dominio sobre ella. Pero sus fantasmas volvían del pasado para hacerle ver que no era más que una niña intentando hacerse la valiente. Aún no se había curado su corazón de aquella pesadilla y el miedo vino a ella como el peor de los mazazos.
El escudero apreció el semblante lívido de Leonor y se hizo paso entre la gente al ver la desesperación de la joven. «Dejadme pasar, por favor», decía apartando a la gente hasta que se echó a correr en el último tramo que los separaba temiendo no llegar a tiempo de evitar que uno de los dos hiciera una locura que lamentase el resto de su vida. Al llegar a la pareja, Cathasaigh se interpuso y abrazó con fuerza a Leonor, hundiendo su cabeza en el cuello de la joven como un niño desvalido, aunque fuera él quien la consolaba realmente. Mientras lo hacía, le acariciaba el cabello con ternura y le susurraba lo valiente que había sido y lo orgullosos que estaban todos de ella.
Neall reconoció a duras penas al joven que corría hacia Leonor y le había encontrado entre los muertos. Si ese era Cathasaigh… ¿Qué relación tenía Leonor con Sir Symon Lockhart? Neall no entendía nada. La cara del escudero estaba totalmente desfigurada por los golpes y de pronto lo entendió todo. Miró a Ayden, que resopló con resignación. El joven Murray entrecerró los ojos y una punzada creciente de celos se apoderó de él. Su respiración se hizo más profunda en un intento de contención, mientras apretaba los puños fuertemente a los costados, olvidándose de que debía vendarse nuevamente la herida.
Leonor fue recuperando la compostura perdida poco a poco y miró a su joven y fiel amigo Cathasaigh. Se extrañó de la imagen que le mostraban sus ojos, le tocó las hinchadas y amoratadas mejillas y se separó un poco de él para verlo mejor. Su mirada se cruzó con la de Sir Symon Lockhart y este miró hacia otro lado como había hecho con Ayden. Leonor sintió cómo la furia se apoderaba de ella y una oleada de sangre incendiaria le subía la tensión. La española contuvo en el último momento todos los reproches que se le venían a la cabeza porque no sabía si echarse a llorar o a reír como una loca. La persona en la que más había llegado a confiar se descubría como un extraño ante ella y el golpe era demoledor. Solo pudo llevarse la mano al pecho al sentir el corazón roto.
—¿Cathasaigh? —preguntó incrédula Leonor tocándole con delicadeza el rostro del joven al que quería como un hermano pequeño—. ¿Qué os ha pasado?
El silencio del escudero y el bufido de Sir Lockhart le hicieron abrir desmesuradamente los ojos y un doloroso gemido se le escapó entre sus dedos. Cathasaigh volvió a abrazarla temiendo la reacción de Sir Lockhart o la de ella misma. La corpulencia de un guerrero maduro frente a la de un joven escudero de apenas veinte años. Sabía que eso le costaría otra buena sarta de…
—¡Oh, Dios! ¿Cómo habéis podido…? —exclamó Leonor que no terminaba de creerse que Sir Symon Lockhart, su Sir Symon Lockhart, hubiera sido capaz de semejante atrocidad.
Cathasaigh acalló a Leonor antes de que dijera algo irremediable, poniendo un dedo en sus labios y empezó a justificarse mientras seguía dándole la espalda a su malhumorado señor.
—Chist… Estoy bien, mo baintighearna —apelando al lado más sentimental de la joven—, calmaos. Fui un imprudente al dejaros sola. Sir Symon tenía razón al enfurecerse por mi torpeza y un hombre debe responder ante sus faltas. Si Neall Murray no ha sido un hombre de honor con vos jamás me lo perdonaría.
—¿Qué? —preguntó Leonor arrastrando la palabra y haciendo a un lado al escudero para enfrentarse de nuevo a la mirada de Sir Symon—. ¿Qué me hubiera quitado, eh? ¿La virtud que no poseo? ¿Eso es lo que os ha llevado a cometer esta infamia? —señalando el rostro del escudero—. ¡No sois más que un maldito vikingo, Sir Symon Lockhart!
Neall estaba tan atónito como confundido. El resto del clan no parecía saber mucho más que él por la expresión de asombro de sus caras. ¿Qué había querido decir Leonor con eso? Él jamás la habría tocado sin su expreso consentimiento. El saber que ella no era virgen, hizo que mirara a Sir Symon con intenciones de matarlo. ¿La había mancillado y no la había desposado? ¿Qué clase de bárbaro exigía fidelidad a su amante cuando él mismo no cumplía con su deber? Neall intentó por segunda vez acercarse a la disputa sin poder aguantar más los nervios y, por segunda vez, Sir William Keith lo paró.
—Leonor…
—No, Sir Symon. Desde este mismo momento os eximo de la promesa que le hicisteis a mi padre, pues solo le rendiré cuentas a él. ¿Me habéis entendido?
—Leonor… —dijo subiendo de nuevo la voz el caballero.
Pero la joven se zafó del brazo que pretendía asirla de nuevo y, con una innegable tristeza en los ojos, dedicó una media sonrisa a Cathasaigh a modo de disculpa, volviendo a subirse a Tormenta con un salto limpio. El imponente caballo árabe coceaba nervioso, como si entendiera la premura y la gravedad de la situación. Por primera vez en tres años, Leonor escapó. Escapó de los recuerdos que había dejado atrás y se internó en el bosque de robles y alerces con la rapidez tronadora de un rayo.
—¡¡¡Leonooooor!!!
Sir Symon intentó seguirla pero esta vez fue Cathasaigh quien lo asió del brazo.
—Déjela sola, mo caiptean. Por el bien de todos, deje que recapacite.
Sir Symon Lockhart miró primero la mano que lo asía y después miró al escudero, que rápidamente había entendido a su capitán y le había soltado el brazo. Con soberbia, Sir Lockhart se recolocó el cotun y marchó a donde los congregados en pleno esperaban expectantes el desarrollo de los acontecimientos. El espectáculo había acabado, al menos por hoy. Poco a poco la gente del clan se fue dispersando, volviendo a sus quehaceres cotidianos. Los rumores sobre el joven señor y la española fueron vetados con un contundente y silencioso gesto de cabeza de Ayden.
Neall seguía sin saber cómo digerir la escena, incapaz de mirar hacia otro lado que no fuera por donde había salido huyendo la muchacha. El arquero se sentía responsable en cierto modo, aunque si lo pensaba bien, él habría actuado con la misma contundencia de Sir Symon dado el caso. En los tiempos que corrían, una imprudencia así se pagaba con el honor o con la vida. Había sido una temeridad por parte del escudero dejar a la joven sola con un hombre desconocido. Por otro lado, la revelación de la íntima relación que compartía la mujer de sus sueños con Sir Lockhart le había contrariado enormemente. El saber que otro hombre había gozado de la inocencia y suavidad de la piel de su ángel, hacía que el vergel que había sido reencontrarse con ella se hubiera convertido en las entrañas del infierno. Pero ¿qué esperaba? Leonor le había dejado entrever en el bosque que no tenía ni esposo ni prometido, pero la intimidad con Sir Symon había sido manifiesta crudamente. Algo había entre ellos e injurió en silencio su mala suerte.
Neall Murray nunca se había dejado llevar por las emociones, se debía a la prosperidad de su clan, así se lo habían inculcado desde pequeño, aunque sus padres precisamente hubieran sido ejemplo de lo contrario. Él no tenía nada que ofrecerle salvo su espada y eso, ante la expectativa de un contrincante de la altura de Sir Symon Lockhart, Laird de un clan próspero, era prácticamente nada.
Ayden tomó por el hombro a su hermano pequeño y lo llevó hacia el salón del castillo. Sabía lo duro que debía haber sido el reencuentro con la mujer que había llenado sus sueños durante todo un año, la mujer que le había salvado la vida, la mujer que prácticamente estaba comprometida con otro. Cuando había llegado la comitiva, el mellizo había tenido que mirarla un par de veces detenidamente para darse cuenta de que la joven que estaba montada a caballo no era un espejismo. «La salvaje», como la llamaba cariñosamente Neall por su extraordinaria velocidad y destreza con el arco era la misma joven extranjera de la que había estado oyendo hablar durante tres días seguidos al grupo de Sir Keith de Galston, Sir Lockhart y Sir Stewart. Sin duda, tenía mucho de qué hablar con su hermano pequeño, pero sería más adelante, cuando se hubiera recuperado del todo. Cathasaigh les había puesto sobre aviso sobre la gravedad de la herida y la fiebre que, hasta hacía unos días, lo había tenido al borde de la muerte. El verlo tan recuperado y con tanta fuerza de espíritu había devuelto la esperanza al clan Murray.
—Vamos, bràthair. Descansad mientras nosotros terminamos de organizar la fiesta que daremos esta noche en vuestro honor —dijo Ayden riéndose ante la sonrisa y el asombro de Neall—. ¿De qué os sorprendéis? No todos los días uno renace de entre los muertos.
El castillo de Blair Atholl era imponente y contrastaba con cualquier otro de Escocia por el blanco encalado de sus altas paredes y las enredaderas que porfiaban la gravedad de sus muros. La alta torre de homenaje presidía un gran salón principal y un par de torres más bajas la acompañaban en paralelo entre paños de lisa muralla. La fortaleza estaba situada en un enclave idílico de montañas y extensas praderas de cuidados jardines. Bisontes y ciervos campaban a sus anchas muy cerca de ellos, como parte del paisaje más doméstico y cotidiano.
La noche de verano era cálida y apacible, invitando a los lugareños a desinhibirse con más alcohol del que normalmente sus acostumbrados gañotes solían tomar. Debido al calor, las mujeres dejaban entrever más carne de la que los exorbitados ojos del sacerdote Patrick Lynch eran capaces de ignorar, por más veces que se santiguara y besara la cruz que llevaba al cuello.
El salón principal de Blair Atholl estaba a rebosar en el ir y venir de los invitados a la fiesta. Todo el mundo quería festejar la vuelta a casa del joven señor. La estancia había sido iluminada adecuadamente con velas tan grandes como el brazo de un hombre y pendían magníficas de las lámparas del techo. También se habían dispuesto una serie de mesas en el patio de armas, con antorchas que hacían que el trasiego de personas por el castillo fuera constante y fluido del exterior al interior y viceversa. El son de las gaitas se confundía a menudo con la ruidosa conversación tras horas de beber litros de cerveza, uisge-beatha, clarete y cuirm. Todo el mundo estaba animado. La necesidad de olvidar la derrota de Halidon y la tranquilidad de estar en terreno neutral, amenizaba la fiesta más que el propio bardo que a duras penas se dejaba oír, tan borracho como el que más.
Elsbeth entró radiante en el salón como si un rayo de sol se hubiera colado en la estancia y todos los presentes se levantaron con el anuncio de la señora.
Sir Symon Lockhart sintió cómo le temblaban las piernas y deseó no haber bebido tanto licor o al menos estar sentado para que no se le notase. A pesar de lo que había bebido, sintió la boca seca al ver a la rubia cruzar airosa la sala, con los rizos dorados brincándole sobre sus desnudos hombros. La reprimenda que había recibido por parte de su superior Sir William Keith y la negativa reiterada de Leonor le había terminado de amargar la tarde hasta ese instante, el instante en el que reconoció a la futura señora Lockhart entrar como una diosa en la sala. ¿Pero en qué estaba pensando? Tendría que estar muy borracho para estar hablando de matrimonio. Sir Symon se carcajeó solo y la sorpresa de los hombres que le acompañaban le avergonzó brevemente. El sentimiento que le despertaba Leonor era de pura posesión carnal. La española lo llevaba a la lujuria con un tímido pestañeo y Sir William Keith le hizo ver el lado enfermizo de sus sentimientos. «Eso no es amor, caraid. No lo es», le había dicho el caballero y no podía tener más razón.
—Si seguís por ese camino la perderéis irremediablemente —le había dicho Sir Keith—. Dejad que ella sea la que decida, si no lo hacéis vos antes por otra.
Y, aunque al principio no quiso admitirlo, sabía que en el fondo tenía razón. Los celos le habían nublado las entendederas, pero se juró que remediaría el dolor causado a la joven. No se convertiría en otro Don Gonzalo, se lo debía por su honor. Sir Symon tenía que olvidarse de ella. Leonor no era para él, nunca lo había sido. Sin embargo, los sentimientos que en esos días habían renacido por Elsbeth Murray eran muy diferentes. Lo que Elsbeth despertaba en él era distinto, imposible de definirlo con otra palabra que no fuera devoción y ternura. Cuando ella estaba a su lado, no se sentía con la necesidad de demostrar nada, se mostraba distendido, sosegado y hasta simpático, como siempre había sido. Elsbeth sabía sacar su lado bueno y afable. Si no fuera porque estaba lo bastante borracho como para dudarlo, hasta juraría que le correspondía a todas sus miradas con su innata coquetería femenina. La poderosa sensación de querer pertenecer a alguien, de formar una familia, de cariño… El caballero necesitaba aclarar sus ideas y el frescor de la noche le ayudaría, disculpándose ante los presentes, salió vacilante al patio de armas.
Elsbeth percibió la salida de la sala de Sir Lockhart con el rabillo del ojo, mientras intentaba seguir el hilo de la conversación con Sir William Brisbane. Sir Symon le provocaba sensaciones que creía adormecidas tras la pérdida de su prometido Sir James Stewart en duelo a muerte. Durante los días de angustiosa espera del regreso de su hermano pequeño, el capitán escocés había sido muy considerado con ella, casi inseparable y una pequeña parte de su ser había pensado que… él y ella... No, todo había quedado bastante claro al mediodía. El afecto que sentía por esa muchacha morena era indudable y sincero. Pero la forma con la que la miraba seguía siendo la misma que los días anteriores y eso le dio esperanzas de que no todo estuviera perdido. Se preguntó qué habría sido de su vida si en vez de Sir James Stewart se hubiera comprometido con Sir Symon. La vida a veces daba demasiadas vueltas antes de poner a cada uno en su lugar. ¿Quién le iba a decir a ella que Sir Symon iba a ocupar sus pensamientos? «Podría perderme en sus atormentados ojos color miel toda la vida», pensó.
El sentimentalismo que le había inculcado su madre desde pequeña con sus bellas historias, había hecho que la joven esperara ese caballero que luchara hasta el final de sus días por amor. Un amor puro, recíproco y apasionado. Pero la cara más amarga del amor cortés se había impuesto con la muerte de Sir James. «¿De qué sirve soñar tanto en un amor inspirado en cuentos, cuando la realidad nos demuestra lo imperfecta que es día a día?». De un vistazo y como buena anfitriona, Elsbeth comprobó que todo estuviera en su punto en cada una de las mesas del salón, saludando uno a uno a los invitados, preocupándose por su bienestar y que lo estuvieran pasando bien. La muchacha se disculpó de la ausencia de su madre, que había rehusado bajar por una fuerte jaqueca, aunque la mayoría de los presentes sabía que solo era una excusa para no asistir a la fiesta. Cinco largos años sin que asistiera al más mínimo evento del clan, recluida en sus aposentos o en las almenas, dejando pasar la vida hasta que Dios la reuniera con su amado esposo.
Ayden presidía la mesa principal y estaba más tranquilo, incluso radiante, se reía animadamente con Erroll Flanagan de las tonterías que este le decía. Era una noche de celebración, la suerte por fin parecía sonreír un poco al clan y le había devuelto con vida a su hermano cuando todos pensaban que había muerto. La herida le estaba cicatrizando bien y había sido muy bien tratada bajo la experimentada visión de la vieja tata Deirdre. Le hubiera gustado dar personalmente las gracias a la joven que le había salvado la vida, pero dadas las horas que eran, dudaba que apareciera esa noche.
Todo el mundo parecía feliz menos Neall, que bordeaba con la punta del dedo índice el copón de plata labrada lleno aún de licor, sin haberse mojado apenas los labios con un par de sorbos. Tenía la mirada perdida en el líquido ambarino y las escasas veces que levantaba la vista de la copa era para sondear la entrada principal en espera de que llegase alguien. Entretanto, apretaba con decisión la mandíbula y no dejaba lugar a dudas de estar esperándola a ella, a Leonor, la gacela salvaje.
Tras la ronda de saludos, Elsbeth se sentó entre su mellizo y su hermano pequeño. La joven buscó la mirada de Ayden con complicidad y este le respondió con un leve ademán de cabeza y un mohín de resignación. La muchacha picoteó de aquí y de allá, compartiendo confidencias con Sir William Keith y con Sir William Brisbane de nuevo. Pero se ponía tensa cada vez que miraba a Neall, terminando por quitársele el apetito. Elsbeth intentó distraerlo con algunas anécdotas graciosas, pero el joven apenas le respondía con una media sonrisa. Dispuesta a remediar el estado de ánimo de su hermano, la melliza se excusó de los presentes con la intención de ir en busca de la misteriosa joven de la que tanto había oído hablar esos días. No sabía qué relación tenía Sir Symon con esa joven morena, pero no había duda en pensar que a Neall tampoco le resultaba del todo indiferente esa muchacha. La curiosidad por conocerla hizo que tomara la decisión de ir a buscarla al bosque, seguramente no andaría lejos y podría convencerla de que se uniera a la fiesta.
Elsbeth agradeció el frescor de la noche al salir al patio central. La luna se mostraba remolona a ratos, entre velos de nubes grises como jirones, presidiendo el firmamento con esas miles de gotitas que lo salpicaban todo de belleza y de luz. Los guerreros más jóvenes tenían una auténtica feis propia de las Highlands en el patio, amenizada con gaitas, bailando hasta la extenuación reels, jigas y otros tipos de pasos improvisados, mientras reían a la luz de las antorchas o se desperdigaban en parejas por los rincones en busca de la intimidad de la muralla y los barracones. Pasando con rapidez entre las mesas, la señora saludó a los presentes, esquivando los corros de niños que de seguro la obligarían a bailar con ellos un par de piezas, hasta llegar a la puerta principal. Tras un árbol centenario, le asaltó una figura imponente en la oscuridad al tomar el sendero cercano al río y a las tierras de Sir Kenion Strathbogie en busca de Leonor. Sir Symon se había sorprendido tanto al ver a Elsbeth como viceversa. No había sido su intención asustarla, pues distraído en sus pensamientos, no la había oído llegar ¡Diablos!
—Bu-buenas noches Sir Symon, no esperaba encontraros por aquí estando la fiesta en pleno apogeo.
Sir Lockhart se había ido precisamente con la intención de bajar su leve borrachera con un rápido baño en el río, de pensar y de ordenar las ideas de su recientemente azotado corazón. A quien menos hubiera esperado encontrar en la espesura del bosque era a la bella Elsbeth. El capitán escocés se quedó sin habla por un instante. Elsbeth Murray había aparecido de la nada como las hadas sìdhe y solo el rubor de sus mejillas la hacía terrenal. Pero, ¿qué demonios hacía la joven a esas horas en semejante lugar y sin escolta? ¿Es que todas las mujeres se habían vuelto locas de repente? ¿Y sus hermanos?
—Yo tampoco —dijo Sir Symon queriendo decir más de lo que su garganta y sus nervios le permitían—. ¿Qué hace una bella dama por estos parajes… sola?
—Yo… había salido a buscar a la joven que ha salvado la vida de mi hermano Neall. No he tenido ocasión de conocerla… y temía que no se hubiera enterado de la fiesta. ¿Creéis que andará cerca?
—Creedme si os digo que no la encontraréis, mo baintighearna. Leonor es muy hábil para no dejar rastro. Tormenta, su caballo, llegó solo a las caballerizas del castillo hace un par de horas, por lo que solo Dios sabe dónde estará en estos momentos.
—¡Pero podría haberle pasado algo! ¿Doy orden de que la busquen?
—No temáis, sabe cuidarse muy bien sola —dijo mirando el suelo con cierto toque de amargura y dándole un puntapié a una piedra cercana.
—¿Es… vuestra prometida, Sir Symon?
¡Dios, lo había dicho sin pensarlo siquiera! Elsbeth vio la sorpresa de la pregunta en los ojos de Sir Lockhart y una simulada sonrisa de satisfacción en los labios que la hizo ruborizarse. Estaba tan guapo cuando sonreía, esos ojos miel tan oscuros que a veces se confundían con el color de la tierra y su media melena lisa, brillante y siempre recogida en ese pequeño moño…
—Lo siento, Milord. Perdonadme la indiscreción, no es de mi incumbencia.
Sir Symon Lockhart se acercó lentamente a Elsbeth y le tomó la barbilla para que lo mirara a los ojos. Esos bellos ojos, que a diferencia de sus hermanos, eran de un azul transparente, como transparente era la blancura nívea de su piel, pétalos rosados su boca… No se resistió más y la besó levemente sin pensarlo, envalentonado por la semioscuridad que los rodeaba. Un suave y candente roce de labios que lo llenó de placer.
—No, Leonor no es mi prometida.
Elsbeth no podía creer que la hubiera besado y siguiera hablando tan serenamente cuando a ella le temblaban las rodillas, al punto de pensar que no podría echarse a correr aunque quisiera.
—Pero yo pensé que…
—Es una historia compleja… y esta mañana perdí totalmente los nervios con ella. Siento haber dado la imagen de un bárbaro ante vuestros hermanos, vos misma y el resto de vuestro clan. La muchacha me importa, sí, pero no en el modo que he dado a entender. Al menos no ahora… —Sir Symon hizo una pausa y resopló pasándose las manos por el pelo húmedo, despeinándoselo un poco—. Me estoy explicando como un libro cerrado, mo baintighearna. Disculpadme.
Sir Symon se había vuelto tenso como una fusta a punto de restallar. Elsbeth lo notaba en la mano que aún le aferraba la barbilla y se deslizaba suavemente por la línea del cuello hasta apartarle el bucle osado que le caía por encima del corpiño. La respiración de Elsbeth era agitada, sabía que tenía que apartarse de él, que era peligroso estar a solas con un hombre que tan fácilmente hacía que bajara sus defensas.
—He de irme. Mis hermanos se preguntarán dónde estoy y no quiero preocuparlos sin motivo.
—Os acompaño.
Elsbeth asintió. La joven no hizo ningún comentario sobre el beso. ¿Lo habría soñado? No, aún podía sentir el calor de su boca en sus labios y sonrío como hacía tiempo no hacía. El regreso al castillo se produjo en silencio. Una extraña complicidad les conectaba en breves miradas y sonrisas de consentimiento. Sir Symon buscó los dedos de la joven y los entrelazó con los suyos, arrastrándola a la sombra de un árbol para besarla de nuevo. Como adolescentes embebidos por su primer amor, siguieron andando con dos dedos entrelazados, prodigándose pequeños y cariñosos besos sin necesidad de más palabras que las que marcaban sus corazones.
Después de la tragedia que se había cobrado la vida de su prometido Sir James Stewart, Elsbeth había llegado a creer que moriría de amor y que su alma no se recuperaría de semejante pérdida. Pero el tiempo lo había puesto todo en su sitio, con la serenidad que le daban sus recién cumplidos veintiocho años, veía de nuevo la posibilidad de ser feliz y no dejaría que se le escapara de las manos. El camino se les había hecho tan corto como un suspiro a Sir Symon y Elsbeth, de modo que, cuando ambos entraron en el salón principal del castillo, la pareja no se dio cuenta de que ella aún iba agarrada de su mano.
Ayden cruzó la sala en apenas diez pasos y prácticamente sacó a Sir Symon en volandas de la torre de homenaje a pesar de ser un hombre corpulento. Elsbeth no supo reaccionar y no se dio cuenta del enfado de su mellizo hasta que no lo tenía prácticamente encima. Gracias a Dios que Neall no se encontraba allí en esos momentos, pensó Elsbeth al percatarse de la incómoda situación. Y con una breve genuflexión acompañada por un recogimiento de faldas a los presentes, la melliza se marchó por donde había venido tras su iracundo hermano y su recién estrenada pareja. Los jóvenes que estaban en el patio de armas habían dejado la fiesta al ver a su señor Ayden arrastrar prácticamente a Sir Symon Lockhart. Cuando vieron salir a su señora, algunos consiguieron señalarle a la melliza hacia dónde habían ido ambos hombres. Elsbeth corrió en dirección a los barracones cuando, alarmada por las voces que provenían de las caballerizas, supo que se encontrarían allí.
—¡Maldito seáis, Sir Lockhart! Después de la escenita de esta mañana con la muchacha extranjera, ¿os atrevéis a cortejar a mi hermana en mis propias narices? ¿Es que carecéis de todo honor?
Sir Symon no se defendía, tenía la cabeza gacha y aguantaba el tirón de la merecidísima monserga. Esa actitud de sumisión no era propia de él. Elsbeth sintió que se le rompía el corazón. ¿Acaso se estaba arrepintiendo de lo que había pasado entre ellos? No podía dejar que eso sucediera y se armó de valor para enfrentarse a su mellizo Ayden.
—Bràthair, no ha pasado nada de lo que tengáis que preocuparos. Salí a dar un paseo por el bosque y nos encontramos por casualidad. Como no llevaba escolta, él se ofreció a acompañarme. Eso es todo. Os lo ruego, Ayden, soltadle.
—¿Es eso cierto, Sir Lockhart? ¿Acaso negáis que tenéis intenciones para con mi hermana?
—No.
—¿¿¿No??? ¿No, qué?
Los gritos alertaron a Neall, que había subido a las almenas con la intención de hacer una breve visita a su madre. Sabía que la encontraría allí, como cada puesta de sol, lloviera, venteara o nevase, para despedirse de su marido como cada día, quedándose a veces horas a la intemperie hasta que alguien daba aviso y la volvían a acercar a sus aposentos. Al principio, Neall no supo quiénes armaban tal algarabía, después reconoció la voz de Ayden y se apresuró a salir a su encuentro. ¿Qué demonios estaba pasando allí abajo? Cuando llegó a las caballerizas y se puso al tanto de lo que ocurría, daba menos crédito aún que su hermano.
¿El mismo cretino que hacía unas horas había violentado a Leonor ante la mirada de todos decía tener intenciones con su hermana? Sin pensárselo, Neall noqueó de un golpe a Sir Symon con la fuerza contenida de su puño, cayendo este desplomado al suelo y llevándose el joven Murray los maltrechos nudillos a la boca con un gesto profundo de dolor. ¡Maldito fuera si encima se le había roto la mano de la espada! ¡Qué cara más dura!, pensó Neall mientras abría y cerraba la mano un par de veces para que volviera a circularle la sangre y ver si se la había lesionado. Por más que quisieron los hermanos, fueron incapaces de sujetar a Elsbeth, que cayó de rodillas intentando devolverle el conocimiento a Sir Lockhart.
Ayden estaba perplejo. Ese derechazo era propio de un campeón. Sir Lockhart era un hombre fornido y de gran envergadura y de un solo golpe lo había dejado abatido en el suelo. El mellizo sonrió al confirmar su teoría de que Neall se contenía en los entrenamientos por alguna extraña razón, pues su destreza no tenía igual en combate real. Se hubiera reído con ganas por la impulsividad de su hermano, sino fuera por ver el manojo de nervios y lágrimas en los que se había convertido su melliza.
—Vamos, Elsbeth. No me puedo creer que os hayáis tomado en serio a este rufián después de lo que hemos presenciado este mediodía… —comenzó a decir Ayden para hacerla entrar en razón.
—¡No, dejadme!
¿Quién entendería alguna a vez a las mujeres? ¿No veía que sería la otra en una pareja consolidada? Sir Symon Lockhart tenía una peculiar relación con Leonor y él jamás dejaría que su hermana perdiera la cabeza por alguien que no podría corresponderle como ella se merecía.
—Le amo—le espetó Elsbeth sin pensárselo mucho a sus hermanos.
En otras circunstancias, Elsbeth jamás se hubiera atrevido a decir eso. Pero la rotunda negativa de los varones la había puesto entre la espada y la pared. Por primera vez en mucho tiempo, a la melliza le volvía a atraer un hombre y por mucho que dijeran los mojigatos de sus hermanos no pensaba dejarlo escapar así como así. No tenía edad para tonterías.
—¡Ah, no! Eso ni lo soñéis. No consentiré que os comprometáis con un hombre que ha entregado su corazón a otra mujer. Si he de apelar a Arthur lo haré. ¿Me oís?
Neall se sintió perdido en la conversación de sus hermanos mayores. ¿Qué Elsbeth creía estar enamorada de Sir Symon? ¡Imposible! O más bien, fijándose en lo decidida que estaba por defenderlo y presentar por primera vez objeciones… ¿desde cuándo? Sabía lo testaruda que podría llegar a ser Elsbeth y, al fin y al cabo, si Sir Symon optaba por su hermana, él tendría aún alguna posibilidad de cortejar a Leonor. Después de todo, no le parecía mal que lo intentara al menos. ¿Pero quién era el valiente que le decía a Ayden que apoyaba a Elsbeth? La mente de Neall elucubraba a una velocidad imposible mil y una cuestiones hasta que de repente dijo:
—Si Sir Symon accede a esperar un año por tu amor, demostraría que sus intenciones son honestas y nosotros no tendríamos ninguna objeción en permitir vuestro compromiso con él. ¿No es verdad, bràthair?
¿Había dicho él eso? Sí, parecía que lo había dicho. ¡Maldita fuera su lengua desatada! La cara de Ayden era un poema, a la vez que resoplaba como un caballo y hacía aspavientos de desesperación. Neall ni siquiera le había pedido ni opinión ni permiso al respecto, ¡diablos! El mellizo seguía blasfemando por lo bajo, aunque en el transcurso de los minutos parecía que se iba serenando y digiriendo la situación como si fuera una de esas enormes bolas de pelo que a veces se le atraviesan en la garganta a los gatos. Al menos había conseguido tiempo para pensar, ¿qué prefería el mellizo? Era eso o asistir a una boda a la mañana siguiente con un novio con la mandíbula morada. En contraste, los ojos de Elsbeth se abrieron como si dos ventanas al cielo hubieran aparecido de repente en los establos y una hermosa sonrisa iluminó su rostro. «El parecido con madre es asombroso, ¡hace tanto tiempo que no la veo sonreír!», se lamentó el joven. Neall y Ayden intercambiaron las miradas con crudeza. Ayden tenía por cierto que Sir Lockhart no aceptaría tal compromiso y eso desilusionaría a Elsbeth o al menos les daría tiempo suficiente para hacerla entrar razón, quizás Neall hubiera hecho lo correcto finalmente.
—Un año… —musitó descorazonada Elsbeth cuando descubrió las verdaderas intenciones de la propuesta de Neall.
—Acepto —dijo Sir Symon aún atontado por el golpe y por el aroma a rosas de la joven que se había echado a sus brazos.
«Un premio como la cándida Elsbeth merece tal órdago y un año pasa rápido», pensó el caballero, llevándose la mano a la mandíbula y escupiendo sangre. ¡Menudo derechazo, demonios! A Sir Symon no le cabía ninguna duda de que era el momento de retomar su vida, cerrar viejas heridas y buscar su propia felicidad. No podía dejar pasar más tiempo si quería formar una familia y gobernar sus propias tierras. Por mucho que hubiera pensado hasta esa misma mañana que su futuro estaba junto a Leonor, su corazón le llamaba a arriesgarse a ser feliz. Así que… ¿por qué no?
—¿Aceptáis? —dijeron los tres hermanos Murray al unísono.
—Sí, pero con una condición.