CAPÍTULO 04 – LA CUEVA
Alrededores de Dunbar, Escocia, 22 de julio de 1333.
Cathasaigh, el escudero, mantenía el paso de su palafrén a corta distancia de Leonor y su inesperado acompañante. El muchacho no se sentía cómodo, sino más bien como el hermano pequeño al que envían a mitigar los arranques apasionados de dos enamorados. Una sensación del todo extraña, pues el capitán Murray aún no había recuperado la consciencia después de una pequeña muestra de lucidez y poco tendría que vigilar de sus intenciones.
No obstante, el escudero era gran amante de las historias principescas y de caballerías que le leía o narraba de memoria a Leonor, por lo que su carácter soñador le llevaba a menudo a imaginarse a sí mismo como el protagonista de una de esas grandes gestas, o de situaciones embarazosas, como era este el caso. Su mente juvenil comenzó a argüir que el caballero se despertaba de repente de forma hostil e iracunda, con una cabeza que no era la suya, sino que la había sustituido por la de un temible dragón. Las escamas del monstruo eran duras como la piedra y negras como lajas brillantes de ónix, de su garganta brotaba el fuego que expulsaba sus entrañas como un gran caldero humeante de Lucifer. Ni la señora ni él mismo tenían tiempo de empuñar el arma antes de empezar a rodar sus cabezas humosas y carbonizadas por el suelo. La de Leonor comenzaba a reírse a la vez que giraba ladera abajo, chamuscada y con los ojos vueltos. La suya propia la miraba espantado y se instó a sacudirla con vehemencia para salir de la desatinada ilusión. Aunque su fantasía adornaba con irrealidad sus pensamientos, bien conocía él la desenvoltura del guerrero en la batalla y su destreza con el arco. Eran muchos los que lo vanagloriaban por sus destrezas bélicas y Cathasaigh estaba seguro de que si Neall se recuperaba, y finalmente fuera enemigo, no tendrían siquiera tiempo de encomendar su alma a Dios.
La risa de la española lo trajo totalmente de sus ensoñaciones, una risa clara y melódica como el canto de un petirrojo. El escudero vio los malabarismos que tenía que hacer su señora para que el hombre se mantuviera en la grupa sin perder la sonrisa de los labios y con un brillo de esperanza en los ojos que la hacía resplandecer. Sin embargo, por la cantidad de sangre que había perdido en Halidon, el capitán seguramente no llegara vivo a la mañana siguiente. Cathasaigh no comprendía cómo el capitán podía haber quedado tan malherido estando en el grupo vencedor. Algo no le cuadraba. Quizás fuera por llevar ambas insignias prendidas en la capa, quizás lo hubieran tomado por un traidor o simplemente lo fuera. El muchacho temeroso por no saber a quién estaban ayudando realmente, cogió las riendas con más aplomo y se irguió creciendo casi un palmo sobre la montura con la intención de parecer más alto o más bravo, ¡como si eso valiese de algo! No se seguiría martirizando por más tiempo, aunque cerró por unos instantes los ojos para rezar una oración. El crujido de una rama baja, que no había visto y que había crujido al paso de su manso palafrén, le previno y le revolvió el pelo. «¡Uf, por qué poco!», pensó el escudero, chascando la lengua y blasfemando por lo bajo por haberse descuidado.
La noche se iba ciñendo sobre ellos como una vasta capa azul ultramar moteada con pecas brillantes. El escudero sintió una extraña melancolía que le atenazaba el pecho y se llevó la mano a la pequeña cruz de madera de olivo bendecida que colgaba de su pecho, único recuerdo de su difunta madre. No era propio de un highlander llorar como una niña, pero el haber visto a miles de compatriotas muertos a su alrededor afectaba hasta al más duro de los combatientes y él era un alma débil a los ojos de Dios y también de los hombres. Suspiró en silencio y se limpió rápidamente las lágrimas con el borde de su túnica, rebujándose en el plaid de la casa de los Lockhart. Al cobijo de la creciente oscuridad, el escudero no tenía por qué mostrarse valiente, osado, firme, letal… si su capitán, adivinaba sus temores, jamás le dejaría tomar cargos de más responsabilidad en un futuro y ya era tarde para buscarse cualquier otro porvenir más halagüeño. Quizás por eso le gustaba tanto servir de escolta a la señora Leonor, con ella podía ser él mismo.
Apesadumbrado, Cathasaigh volvió a dejarse caer de hombros ahora que nadie lo observaba. ¿Qué sería de ellos tras el desastre de Halidon Hill? ¿Se harían proscritos o, mucho peor, se tendrían que hacer mercenarios para sobrevivir? No quería ni imaginarse qué sería lo próximo que les depararía el destino pero, fuese lo que fuese, no pintaba nada bien.
La risa de la joven lo trajo de vuelta de sus ensoñaciones por segunda vez. Hacía mucho tiempo que no la escuchaba reír y agradeció las chifladuras de la fiebre del joven Murray por un momento. «Fiebre… si está delirando es que tiene fiebre», pensó de repente el escudero y su cara reflejó lo que su cobardía no se atrevió a decir en voz alta. Cathasaigh se colocó en paralelo con Tormenta, retrasando su palafrén. La bestia árabe recibió la intromisión de su espacio con un sonoro bufido y un enérgico vaivén de cabeza que hizo que se le despeinara por completo el tupé y ondearan las crines negras como las alas de un cuervo.
—Mo baintighearna, ¿de qué os reís?
Leonor acarició a Tormenta para que se calmara, mientras le confió risueña a Cathasaigh los últimos delirios del joven caballero. Los ojos de la muchacha coincidieron rápidamente con la mirada preocupada del escudero y repararon en el velo de sudor que cubría el rostro de Neall.
—Pensáis que… —comenzó a decir visiblemente asustada.
—Me temo que su elocuencia es debido a la fiebre, mo baintighearna.
—¡Oh! —exclamó la joven mordiéndose el labio inferior con demudada tristeza en los ojos.
Cathasaigh se enfureció consigo mismo por haberle devuelto el semblante serio a Leonor. Sabía que si seguían a ese ritmo para alcanzar al resto del grupo, el guerrero no aguantaría. El escudero no era tonto, sino justamente lo contrario. Ese hombre tenía algo que hacía que su amiga se trastornara y dejara de pensar coherentemente como hacía siempre, arriesgándose a la furia incontrolable de Sir Symon Lockhart incluso, ahora que entre ellos empezaba la relación a estar menos tirante. No le cabía duda que la presencia de Neall Murray disgustaría inexorablemente a su señor. No solo porque luchaba bajo los colores de Eduardo I de Escocia y podría considerársele un traidor a la patria, sino por la adoración que Leonor le profesaba desde el primer día que vio al arquero en Aberdeen. El escudero jamás le había deseado el mal a nadie, pero si tenía que morirse, que lo hiciera antes de encontrar el campamento. Por el bien de todos. Neall había perdido mucha sangre y ese sudor frío no ayudaba a su recuperación precisamente. Leonor le confirmó sus sospechas al escudero cuando se llevó la mano a la frente del guerrero y seguidamente a la suya propia para sopesar la temperatura. Lo que no se esperaba el muchacho era la decisión que tomaría su señora.
—Cathasaigh, tendréis que seguir el rastro de los caballeros escoceses sin nosotros ahora que todavía es fácil. También tendréis que avisar a Sir William Keith y a Sir Symon Lockhart de que nos uniremos al grupo en cuanto mejore su estado de salud…—comenzó a decir Leonor sin prestarle realmente atención al joven, disgustada por no encontrar entre la arboleda el más insignificante refugio donde guarecerse durante la noche y remediar cuanto antes la subida de fiebre de Neall.
El escudero no estaba nada convencido de dejar a la española con un hombre herido en medio del bosque. Ni siquiera era un herido cualquiera, nada más y nada menos era un capitán del ejército de Eduardo Balliol, ¡por el amor de Dios!, del que sabían poco más que su nombre, si no hacían del todo honor a la verdad. Recordó cómo su padre le había dicho de pequeño en más de una ocasión que: «las mujeres están todas locas de atar, mac» y no le faltaba razón. Cuando el muchacho fue a replicar, Leonor volvió a adelantarse sin atender al notable disgusto que tenía su compañero de armas:
—No me miréis así, Cathasaigh. Vos sabéis mejor que nadie que no podremos seguir a vuestro paso si no consigo bajarle la fiebre antes y sería una locura perder el rastro de los leales al niño-rey. Nadie sabe dónde estamos. ¿Cómo nos localizarían entonces? Además, en caso de encontrarnos una partida inglesa, tendríamos más opciones de salir indemnes por separado. Es lo que siempre dice el capitán Lockhart, ¿verdad?
El escudero asintió malhumorado sin querer dar su brazo a torcer. Al menos, no todavía.
—En serio, caraid. No os preocupéis por nosotros y decidle a Sir William que nos reencontraremos en las tierras de Blair Atholl lo antes posible. ¿O no proceden de allí los Murray de Sir Alastair?
Si alguien sabía en la vida manejar una situación a su antojo esa era Leonor. No habían pasado nunca dos días seguidos desde su recuperación de aquel día que la había escupido la mismísima garganta del infierno que no le hubiera preguntado al escudero sobre Neall y su familia. Evidentemente a Sir Symon Lockhart no le iba a preguntar, que era nombrar a cualquier Murray y roerle los demonios sus pudendas partes. Cathasaigh no era que supiera mucho sobre ellos, quizás lo que sabían todos: poco. Sin embargo, su forma de adornar con bellas palabras la historia de Escocia en general y de los Murray en particular traía embelesada a la joven y a él le encantaba sentirse importante y escuchado por una mujer tan fascinante como ella.
—Sí… Pero, mo baintighearna, no podéis quedaros a solas con un hombre. ¿Qué dirían las malas lenguas de vos? ¿Y si al despertar se vuelve agresivo o intenta…? ¡Qué sé yo, mujer! No puedo dejaros a solas con él, comprendedlo. El capitán…
Leonor no lo dejó terminar. No estaba dispuesta a dejar que el guerrero muriera solo por evitar los chismes de vieja que, por otro lado, la acompañaban siempre a todas partes. Su día a día era estar rodeada de hombres con los que entrenaba, comía y se relacionaba habitualmente. Leonor seguía vistiendo como un muchacho por comodidad y solo iba con las mujeres en la hora del excusado o las abluciones. La española estaba cansada de lo que opinara la gente y muchos eran los que pensaban que entre Sir Symon y ella… ¿Qué más daba lo que pensaran? ¿Acaso no tenían ojos para ver que el caballero escocés la evitaba constantemente desde lo sucedido en Aberdeen? Y ahora que volvían a tener al menos una relación cordial… ¿Cómo se tomaría esta nueva imprudencia? ¡Al diablo! No quería seguir pensando en los demás siempre. Quería hacerlo, quería intentar salvarlo… ¡Por Dios! Lejos de su país y de su padre, no había hombre que pudiera decirle cómo debía comportarse. No tenía por qué estar dando explicaciones a nadie porque ella era libre como el viento y así seguiría siéndolo para siempre. Sin embargo, comprendía la inquietud del escudero. Cathasaigh no tenía culpa alguna por recordarle a qué se enfrentaba o más bien a quién lo hacía. Sir Symon era un hombre honorable y justo, pero en lo que se refería a la seguridad y bienestar de Leonor perdía a veces el norte. La española prefirió hacerse la inocente ante el muchacho que emprenderla sarcásticamente con él cuando sabía que solo velaba por su reputación.
—¿A qué malas lenguas os referís, caraid? —replicó la muchacha exhibiendo un gracioso mohín mientras dirigía a Tormenta para enfrentar al escudero cara a cara—. ¿A aquellas que no han parado de chismorrear porque he estado conviviendo, yo sola, con un grupo de más de veinte valerosos highlanders durante tres años? ¿Acaso iba a importar uno más que veinte? ¿Y cuándo se unieron a nosotros tantos hombres que rozábamos el millar, también eso cuenta?
—Pero, mo baintighearna…
—Lo entenderán —lo interrumpió refiriéndose a ambos caballeros en particular. «En el caso que hayan sobrevivido a Halidon Hill, claro», pensó sin apostillar—. Dejadme eso a mí, Cathasaigh. Vos solo tenéis que hacedle llegar mi mensaje. Nos veremos en los alrededores del castillo de Blair Atholl en tres días a lo sumo. ¿De acuerdo?
La respuesta y el tono beligerante de la joven no daba mucha opción a seguir discutiendo. A su lado, Cathasaigh se sentía un niño pequeño obedeciendo a su madre. Ni siquiera su propia hermana mayor le había hablado nunca con el ímpetu que lo hacía ella. El muchacho respondió con un mohín terco y un cruce de brazos, pero sabía que estaba todo el pescado vendido referente a arrastrarlos con él al campamento escocés. En el fondo sabía que Leonor tenía razón por más que le pesara, si deseaban salvar la vida de ese Murray, no podrían seguir al ritmo que lo hacían. Miró a la bella joven: siempre vestida de muchacho y actuando como tal, pero sin ser uno de ellos.
¡Ojalá un día sea capaz de perdonarse a sí misma el haber llegado tarde a salvar a su madre y su hermana!, deseó el escudero con fervor, añorando el carácter desenfadado de la muchacha que llegó a conocer los meses antes a la tragedia. El mismo que había vuelto a ver ese día en Aberdeen por unas horas… ¡Que lo aspasen si le importaba lo que dijera Sir Symon Lockhart! Seguro que lo desollaría vivo nada más llegar al campamento sin ella. Sin embargo, si a Leonor le hacía feliz intentar salvar la vida de ese hombre que lo hiciera, él no se lo iba a poder impedir aunque quisiera, ¡menuda era! Un escalofrío le enfrió el cuerpo de la nuca hasta el final de la espina dorsal de solo recordar lo buena que era con el arco. Pero ella no tendría la última palabra en esta cuestión. No, señor. Con un nuevo arrojo, el escudero se envalentonó y se irguió sobre su montura, haciendo que incluso pareciera un palmo más ancho y alto, como si de un palomo henchido se tratase frente a la hembra, para terminar diciendo con voz clara y firme:
—Si osa poneros una mano encima… —dijo arrastrando las palabras y con un extraño brillo bélico en los ojos—. Cortadle el cuello —sentenció con el gesto del pulgar que tantas veces había visto hacer a la joven en otras ocasiones.
Leonor se sorprendió tanto del arrebato de Cathasaigh, que su risa quebró la paz del bosque. ¿En serio había visto al escudero hacer ese gesto de asesino depravado y confeso? Este joven era un tesoro enterrado aún por descubrir. Pero al ver el talante enfadado del muchacho, la española corrigió su actitud jocosa, revolviendo sus posaderas sobre el plaid del clan Douglas sobre el que montaba. Con toda la seriedad y solemnidad que pudo le comentó:
—No dudéis que… si osara tocarme, mi preciado amigo, le rebanaría algo más que el cuello —le dijo mientras miraba risueña unos instantes la entrepierna del inconsciente herido.
Ambos se miraron y rompieron a reír a carcajadas. Instintivamente, al oír la sugerencia despiadada de la muchacha, el escudero había apretado los testículos como si el frio filo de la daga estuviese cerca de ellos, pero poco a poco los fue relajando a medida que se reían. No dudaba que Leonor se las arreglaría para conseguir unos bonitos cascabeles si algún hombre volvía a intentar soliviantarla en contra de su voluntad y, dicho sea de paso, el escudero prefería que lo desollaran vivo a vivir castrado. Pobre Neall… que Dios lo tuviera en su Gloria pronto.
Tras unos minutos en los que se había detenido el tiempo, Leonor acercó un poco más a Tormenta al palafrén de Cathasaigh y, asiendo aún por el costado derecho a Neall con fuerza, acarició la mejilla redondeada del bueno del escudero para tranquilizarlo. Sin lugar a dudas, en él siempre tendría al más leal de los amigos. La suave pelusa de la rubicunda barba del muchacho era mucho más espesa al tacto que a simple vista y se asombró de no haberse dado cuenta antes de que el escudero había dejado de ser un adolescente para convertirse en todo un hombre.
—Tendré cuidado, caraid —le susurró la joven aspirando infundirle la tranquilidad que sabía que necesitaba para dejarla «sola» y partir.
Aunque solo fueran unos días, Leonor sabía que echaría de menos la temerosa forma de ver la vida de su amigo. Ella adoraba a ese joven faldero y asustadizo, con una imaginación tan audaz que bien podía haberse dedicado a la retórica y a los libros. Cathasaigh era el único hijo varón de seis hermanas. Su padre era un noble venido a menos del condado de Carrick y, desde muy temprana edad, convino que Cathasaigh fuera educado lejos de tantas mujeres para endurecer el carácter y que se dedicara al arte de la guerra. Pero un ratón no se vuelve más fiero porque se críe entre leones. Si se hubiera fijado un poco en su hijo, el padre hubiera cambiado pronto de opinión y lo hubiera mandado con algún escriba o con algún clérigo, aunque no fuera monje, para que lo instruyera en las artes del conocimiento. No todos los señores condales tenían que dedicarse a la guerra, si bien esta era la idea más arraigada. Pero ahí estaba su joven amigo, haciéndose constantemente el valiente, cuando lo que más deseaba en el mundo era el cobijo de cuatro paredes y leer en paz. En sus alforjas de escudero siempre tenía libros. Una vez le había regalado a Leonor uno de sus más preciados tesoros incluso, de título: «El cantar de los Nibelungos», que de tanto leerlo podría recitarlo de memoria.
Leonor sentía al escudero como al hermano pequeño que le hubiera gustado tener y que no había tenido lamentablemente. El regusto amargo del recuerdo trajo a su mente la imagen de su querida Isabel… ¡lo que hubiera dado por despedirse de ella! Solo esperaba que su padre, Don Juan de Ayala, hubiera recapacitado lo suficiente como para no internar a la niña de por vida en el Convento de las Hermanas Clarisas. ¡Tan bonita, tan joven, tan llena de vida! La muchacha volvió a mirar al joven escudero y le musitó un: «Estaremos bien, no os preocupéis. Solo procurad no dejar ningún tipo de rastro para esos desalmados sassenachs, ¿de acuerdo?». El escudero sonrió al escuchar la palabra despectiva con la que ellos se dirigían a los ingleses y a los extranjeros en boca de la española. Cada vez estaba más implicada con su tierra y rara vez se perdía en el transcurso de una conversación rápida entre nativos. Cathasaigh asintió a las palabras de la muchacha y, con todo el dolor de su corazón, guió las riendas de su caballo hacia el sendero, dejando que la joven y el guerrero herido fueran desapareciendo en la negra espesura del bosque en busca de algún sitio donde guarecerse e intentar paliar el estado febril de Neall.
Por su parte, Leonor miró a su vez en la dirección del escudero y levantó la palma abierta de la mano a modo de despedida, mientras veía cómo su amigo se alejaba por el sendero y era engullido por las oscuras sombras de la noche. Las lágrimas afloraron solas en Leonor sin necesidad de ser llamadas. Había sido un día agotador y su mente buscaba el alivio por haber visto tanta violencia y tanta miseria junta. Neall musitó unas cuantas palabras que fue incapaz de identificar. Con rapidez, Leonor se enjugó las lágrimas con el dorso de su mano, respiró profundamente y pestañeó repetidas veces para acostumbrar de nuevo sus ojos a la escasa luz lunar. Ahora todo volvía a estar en sus manos.
Después de asegurarse que el capitán no se caería en el transcurso de la marcha y evitando los caminos principales para no tener que rendir cuentas a nadie, Leonor llevó a la bestia árabe a paso ligero campo a través. Sin embargo, la pesadumbre y el cansancio pronto empezaron a hacer mella en la joven, pues habían pasado tres horas desde que se separaran de Cathasaigh y no había sido capaz de encontrar ningún refugio seguro donde guarecerse y volver a curar al herido. La española se adormeció durante unos minutos, derrotada por el cansancio, mas el relincho de Tormenta pronto la despertó. «¿Cómo he podido dormirme, pardiez?». Enfadada consigo misma, se reprendió imitando la voz grave de Sir Symon, aunque terminó pareciéndose más a la de su padre. Desde lo alto del caballo, Leonor intentó atisbar dónde estaban para averiguar si se habían desviado mucho. Guiándose por las estrellas y desde que se había separado del escudero, la española se dirigió al norte, camino a la zona de Perth. Se alegró de que el caballo no se hubiera desviado de la ruta y le dio unas palmadas en el lomo como recompensa.
La vegetación era muy frondosa en esa parte del bosque. A duras penas veía entre las copas de los abedules el aterciopelado cielo nocturno. Dirigió a Tormenta hacia un claro de vegetación cercano, pero la noche estaba completamente cerrada y difícilmente había algo que le advirtiera sobre el lugar en el que se encontraban. Era la primera vez que pasaba por allí y solo la luna y las estrellas le servían de referencia para no perderse. Siguió por una vereda cercana, sopesando qué hacer. Tras un largo trecho, más guiado por la intuición que por otra cosa, Leonor llegó a lo que en su día había sido una bifurcación de caminos. Si iban por el principal, seguramente se toparían con partidarios de Balliol. No había muchas opciones.
El segundo camino se presentaba como las fauces de un lobo hambriento. Las ramas de los árboles habían sido taladas a una determinada altura hasta lo poco donde podía alcanzarle la vista. A todas luces hacía muchísimo que nadie pasaba por allí. La densidad y altura de los matorrales y rastrojos dificultaban ostensiblemente el paso. ¿Qué hacer? ¿Se alejarían mucho de la ruta? No podían seguir vagando a tientas o acabarían totalmente perdidos o presos por alguna batida inglesa. Además, la fiebre de Neall iba en aumento. Si no le cambiaba pronto el vendaje y le daba a beber una de sus infusiones de hierbas, su estado febril podría volverse irreversible. Su padre de pequeña siempre le había dicho: «donde ha habido una vereda, hay muchas posibilidades de que haya un refugio». Tenía que intentarlo antes que descartarlo. Después de todo, no tenían nada que perder y sí mucho que ganar.
—Veamos a dónde nos lleva esta antigua vereda, Tormenta —dijo acariciando con una palmadita la cerviz del animal que también comenzaba a acusar el cansancio.
El camino, en un principio casi impracticable, se fue abriendo al cabo de un rato hasta llegar a un bosque de abetos gigantes, tan grandes que tapaban completamente el cielo y solo dejaban pasar la luz a través de sus rugosos y esbeltos troncos. El corazón de la española se encogió ante la majestuosidad de la naturaleza y recolocó a Neall con cuidado sobre la montura para bajarse de Tormenta y poder seguir el resto del camino a pie. Así sería más fácil para la joven estudiar el terreno y descubrir el mejor sendero para evitar altibajos, además de aliviar en lo posible la carga del caballo.
Tormenta parecía un perrillo faldero al lado de su ama y continuamente emitía pequeños bufidos de puro contento. La española le acariciaba del carrillo al hocico, mientras le iba contando viejas historias de su tierna infancia. De repente, la bestia se frenó en seco y levantó las orejas en punta, Leonor soltó a su vez las riendas y aguzó el oído. Como si el caballo pudiera entenderla, Leonor se llevó el dedo índice a la boca y siseó. Ese murmullo… si sus sentidos no la engañaban, cerca debía haber un arroyo, un río o incluso una cascada de agua. El corazón de la muchacha se aceleró de puro contento. Era justo lo que necesitaban. La española dirigió sus pasos hacia allí con apremio. Por fin podrían descansar durante unas horas, aunque fuera al raso. El riachuelo les daría la posibilidad de beber agua y refrescarse, quizás pudieran quedarse allí hasta que Neall se recuperara lo suficientemente como para proseguir el camino a Blair Atholl y aventurarse incluso a encender un fuego.
De repente, el bosque de abetos se interrumpió con una magnífica pared de piedra en vertical, como si la propia naturaleza hubiera construido un vasto muro para protegerse de los desconocidos. La sorpresa y el desánimo la azoró unos segundos. La piedra tenía un suave velo de liquen y transpiraba pequeñas gotas de agua como si se tratase de una piel sudorosa. El murmullo del agua era atronador, debían estar muy cerca… Mas la joven no veía nada más que esa altísima y ancha pared con principio y sin fin. Leonor investigó temblorosa entre la maleza que cubría la roca, tanteando con los dedos las oquedades. Nada.
Cuando fue a sentarse totalmente agotada unos minutos para coger resuello y separó unos cuantos ramajos de espino que le pinchaban la espalda, descubrió un pasadizo natural de la altura de un gigante. ¿Cómo podía haber estado tan cerca de una entrada tan formidable y no haberla visto antes? La oscuridad de la noche y la sombra que proporcionaba el espino era un camuflaje ideal. Con cuidado, la española apartó lo justo para acceder al interior. Sin pensárselo, cruzó los dedos y cerró los ojos. «Por favor, que sea lo suficientemente grande como para cobijarnos», deseó la muchacha agotada.
Leonor se fue adentrando en la oscuridad poco a poco, llevándose unas cuantas telarañas a su paso y tanteando las paredes para asegurarse que Tormenta podría entrar sin dificultad por el corredor. «La cueva es alargada como un pasadizo», pensó en un principio la española. La humedad le heló los huesos a pesar de ser pleno verano, pero prefirió seguir. Necesitaban agua y un merecidísimo descanso. La joven anduvo alrededor de treinta pasos más al fondo cuando la gruta dio paso a la luz plata de la noche. Los rayos de la luna dejaron ver perfectamente el gran salón de piedra del interior, pues como si de un mirador se tratase, la tercera pared de la cueva daba a un pequeño lago oculto entre infinitos árboles que coronaban el cielo.
El sitio era tan perfecto que temió estar soñando y que se desvaneciera con un chasquido de dedos. No pudo contener el grito de alegría y admiración por más que quiso, maravillada al ver que una cortina de agua pulverizada los separaba del pequeño lago... El paisaje era idílico y abrumador a partes iguales. Leonor sonrió satisfecha y anduvo sobre sus propios pasos, volviendo a la entrada de espinos. Tormenta la esperaba impaciente con Neall echado sobre la cruz de la bestia, aparentemente el capitán respiraba sin dificultad. El caballo se mostró feliz de volver a ver a su ama, tanto que coceó un par de veces en el suelo a modo de saludo. La española le acarició la quijada al animal y se aseguró de que el guerrero no pudiera caerse mientras ella los guiaba dentro de la cueva.
—Es el lugar más bello que he visto nunca —le susurró en castellano a Neall al volver al gran salón de piedra y asomándose unos segundos al mirador, como si él estuviera consciente y pudiera entenderla.
Sin perder más tiempo, Leonor se acercó al caballo y le indicó a Tormenta con un toque en la pata que se arrodillara lentamente para poder descargar a Neall. Con esfuerzo y muchísimo tiento, Leonor arrastró al guerrero hacia la zona menos húmeda de la cueva, apoyándolo sobre una gran piedra lisa levemente inclinada que le serviría de duro jergón. El esfuerzo de llevar a un hombre tan alto y corpulento la hizo resoplar y Tormenta la miró e imitó el sonido con aprobación, moviendo las orejas como cuando espantaba con ellas algún insecto.
—Pero, bueno ¿también tú? —le replicó jocosa como si el caballo fuera a contestarle.
La muchacha siguió hablándole al animal, mientras cogía dos pellejos de cabra vacíos del interior de sus alforjas.
—Iré a por agua, Tormenta. La necesitaremos para curarle la herida y hacer alguna tisana que baje la fiebre. Quedaos aquí y vigilad que todo siga en orden. ¿De acuerdo, caballito? Sois mi guardián.
Al poco tiempo la joven estaba de regreso con los pellejos de agua fresca a rebosar. Se acercó a Neall, se acuclilló a su lado y le tomó la temperatura de la frente. Con unas cuantas ramas secas encendió un pequeño fuego, buscó entre sus alforjas el cazo de metal con el que solía preparar sus tisanas y mejunjes y lo puso al fuego con agua antes de comenzar a quitarle las vendas del costado. Neall hablaba en sueños, pero la mayoría de las veces no entendía lo que decía y eso la desconcertaba. Lentamente, Leonor destapó la herida con cuidado de no traerse consigo la costra de la cicatriz, presionando con la yema de los dedos para saber si se había infectado o no. Suspiró aliviada al ver que la costura no supuraba pus y tenía todo el buen aspecto que podía tener para ser tan reciente. Lavó con mimo la herida y la untó de bálsamo cicatrizante antes de taparla de nuevo. El guerrero había perdido mucha sangre en el campo de batalla, si no conseguía bajarle la fiebre y que recuperara fuerzas, de nada servirían sus cuidados. Leonor le dio de beber la tisana que había tenido al fuego. Eso mantendría hidratado a Neall el tiempo que ella estuviera fuera y evitaría que le siguiera subiendo la fiebre.
A pesar de estar agotada, si querían seguir vivos tendrían que comer algo. Las tortas de avena y cecina eran demasiado duras y secas como para poder dárselas al herido, por lo que se decidió a probar suerte en el monte. Quizás tuviera fortuna y consiguiera cazar alguna liebre para hacer un caldo de esos que reviven muertos, como decía siempre su yaya Khalida. Levantándose, la española flexionó las rodillas un par de veces, entumecidas por la posición y salió por la puerta de la cascada en vez de por la de espinos. Las primeras luces del alba empezaban a teñir el azul aterciopelado del cielo con vetas rojas como la sangre, naranjas cálidas, amarillas que tornaron pronto a celestes. Estaba amaneciendo.
En menos de una hora, el cielo mostraba un brillante día de verano sin una nube que lo turbara. La bruma del amanecer se había ido disipando y las hojas goteaban el rocío de la mañana en pequeñas lágrimas. Los piquituertos y petirrojos piaban desde las copas de los árboles y Leonor echó una última ojeada a la belleza del lago antes de regresar a la cueva con un par de liebres, un hato de ramas secas y una sonrisa en la cara. Tormenta volvió a resoplar al verla, como venía siendo su costumbre, y Leonor le palmeó el lomo con suavidad a modo de gratificación.
Sin perder más tiempo, la muchacha despellejó el animal, lo descuartizó y lo puso en un cazo con agua en la lumbre. Seguidamente, se desperezó muerta de sueño. Tras la dura jornada del día anterior y la vigilia de la noche, ya no se tenía en pie. Con cuidado, Leonor se echó al lado del capitán escocés y se quedó dormida al instante. No despertó hasta bien entrada la tarde. «¡Dios mío! ¿Pero cuánto he dormido?», se preguntó a sí misma sorprendida al ver que había perdido la noción del tiempo completamente. La cueva se había teñido de los colores rosados del atardecer y un chaparrón moderado y constante desdibujaba la superficie del lago. Leonor se incorporó para comprobar el estado del capitán, suspirando de alivio al saber que respiraba y que la herida no solo había bajado la hinchazón aún más sino que seguía sin supurar pus ni verse macilenta. Volvió a limpiarla con la infusión a base de hojas de San Cristóbal para evitar que se infectara y después la impregnó de nuevo con el ungüento pegajoso que siempre llevaba preparado para estos casos. Después, la española rasgó otra franja de su túnica a falta de otro trozo de tela, que cada vez le quedaba más corta desde que la había utilizado para el mismo menester en Halidon. Lo hirvió en agua, lo escurrió y lo colocó con habilidad para sujetar el emplaste, anudándolo firmemente para inmovilizarlo.
Seguidamente, se ayudó de un pequeño cuenco para aliviar con agua fresca el sudor que aún perlaba la piel de Neall. Primero la frente, los pómulos, la mandíbula recta y firme… Era el hombre más apuesto que había visto nunca sin lugar a dudas. Un dios del Varhala, del Olimpo o de donde quisiera que hubiera vivido antes de hacerse mortal. Leonor sintió el acuciante deseo de besarlo y probar su sabor. Se humedeció los labios con picardía e instintivamente se mordió el inferior, como siempre hacía cuando su mente la incitaba a cometer travesuras, pero no lo hizo. Al fin y al cabo, un hombre tan terriblemente atractivo y tan formidable guerrero no sería jamás para ella. ¡Para qué martirizarse con lo que jamás podría ser! Después de llevarlo sano y salvo a su casa, no volvería a verlo. ¿O sí? ¿Quién sabe?
La española avivó el fuego y grandes sombras aparecieron en la cueva acompañándola. La humedad del lugar le seguía poniendo el pelo de gallina a pesar de ser pleno verano. Leonor se acomodó muy cerquita de Neall en busca del calor del joven. No había nada malo en ello, ambos eran dos personas adultas y una de ellas inconsciente. Nada que no quisieran pasaría y ella ya había aprendido a defenderse de un hombre, gracias a los sabios consejos de Sir William Keith.
Neall hablaba en sueños, seguía con la retahíla de diosas y de ángeles… Pero ¿qué cuentos le narraban a los niños escoceses de pequeños para tal desatino? Las pesadillas iban y venían entre delirios, mientras repetía constantemente una palabra que no terminaba de comprender: «allaidh». ¿Qué diablos significaba? Su conocimiento del gaélico era extenso, pero no recordaba haber oído esa palabra anteriormente. Tendría que preguntárselo a Cathasaigh cuando volviera a verlo, no fuera a ser alguna palabra malsonante y a Sir Symon le diera un patatús y se lo contara a su padre. Si la oyera Don Juan de Ayala blasfemando como un rudo hombre, renegaría de ella sin dudarlo. En realidad, ya lo había hecho sin oír de su boca ni una mala palabra, pero Leonor no quiso ahondar en la herida que le producían sus recuerdos.
En la soledad de la cueva y con la incertidumbre de si Neall sanaría o no, echó de menos su vida despreocupada de antaño y el calor de su familia. Se acurrucó buscando más proximidad con el guerrero, con una creciente necesidad de cariño y afecto por su parte. Era un sentimiento del todo irracional y que le nacía desde dentro lo que sentía por ese hombre. Leonor sintió cómo se le humedecían los ojos a la par que se le secaba la garganta y se incorporó para no terminar bebiéndose sus propias lágrimas. Tomó el pellejo de cabra y apuró su contenido hasta que de él no salió ni una gota. La española se encontraba inquieta, como falta de aire. A pesar de encontrarse aún cansada, se levantó y dio un par de vueltas por el salón de piedra natural, asomándose al balcón de la cascada de agua para refrescarse el cuello.
El haber recordado a su padre la había conmocionado. No quería reconocer lo mucho que lo echaba de menos a diario, a él y a su hermana Isabel. Si algún defecto tenía Leonor era la tozudez y la curiosidad. Recién llegados a Escocia, Sir William Keith había recibido carta de Don Juan de Ayala preguntando por los pormenores del viaje. Ella estaba aún enfadada porque su padre no había creído lo que le contaba de Don Gonzalo. Se negó a saber de él y de responder con otra misiva. Sir William Keith no se inmiscuyó, pero cada vez que recibían carta de España, se la leía en voz alta a Sir Symon o buscaba las formas para que Leonor se enterara de su contenido. Lo que en principio había comenzado como una especie de juego, pronto se convirtió en una necesidad. La joven reavivó el fuego con una vara para que se mantuviera encendido toda la noche y volvió a enjugarse las lágrimas.
Leonor volvió a tumbarse al lado de su acompañante, muy cerca, dispuesta a pasar la noche lo mejor posible. El murmullo desvariado del capitán escocés la sumió en un profundo y reparador sueño. Las ascuas de la hoguera reflejaban bastante luz y las grandes sombras que se proyectaban en la pared parecían montar guardia y contar interminables historias, como si no fueran parte del fuego y tuvieran vida propia.
Pasadas unas horas y ya de madrugada, el chisporroteo de unas cuantas brasas despertaron a Neall. El guerrero sentía su cuerpo entumecido. Los brazos y las piernas le hormigueaban como si millones de insectos se lo estuvieran comiendo por dentro. Algo mareado, el capitán se llevó la mano a las sienes y a los ojos para terminar de despertarse. Después, miró confuso a su alrededor en busca de respuestas y casi gritó al descubrir el curvilíneo bulto encajado perfectamente entre sus brazos y piernas. ¿Acaso había muerto y el infierno era un lugar tan deseable como este? No reconoció la cueva en la que estaban. ¿Sería verdad que habría muerto? Quiso apartarse con cuidado, pero la verdad era que nunca se había sentido tan a gusto como entonces. No, no había muerto. La tirantez de su costado le recordó la batalla en la colina de Halidon y la pelea cuerpo a cuerpo que había tenido con Sir Strathbogie justo después de ayudar a su hermano Arthur. El grito de: «¡Traidor, traidor!» aún le retumbaba como si tuviera un badajo metido dentro de la cabeza.
Cuando por fin había conseguido derribar a Sir Kenion al suelo y quitarle el arma para que se rindiera, el malnacido lo trastabilló y aprovechó para sacar la daga de su bota. Sus ojos revelaron su intención fija de traspasarle en diagonal el costado. Estaba sediento de sangre, podía verlo en sus fríos ojos azules. Pese a que la herida en caliente no parecía más que un rasguño sin importancia, Neall había sentido que le faltaba el aire. Con las mismas, intentó perseguir a Sir Kenion de nuevo, pero la sanguijuela consiguió parapetarse con uno de sus propios hombres de confianza y poner tierra de por medio. Decepcionado por haber perdido semejante oportunidad de quitarse a ese bellaco de en medio, Neall se dio la vuelta para volver a la trinchera sin prever el tremendo golpe en la nuca que le esperaba. Cayó de rodillas como un mártir, esperando un segundo golpe que sentenciara su final. Ante sus ojos pulularon motas de colores hasta que la visión se le nubló por completo por la pérdida de conocimiento. Darle la espalda al enemigo era un error de principiante que a punto había estado de costarle la vida.
El capitán Murray apretó los puños hasta sentir dolor, razón de más para saber que ese infame no había podido finalmente con él. No recordaba nada más. Solo retazos que bien podían ser sueños. Pasajes confusos del tiempo que había estado herido quizás, olvidado como el resto de muertos, viendo como el sol surcaba el horizonte hasta que apareció aquel ángel a salvarlo. En sus sueños había visto a la joven de Aberdeen, etérea como un ángel, de eso sí estaba seguro.
Neall demoró el levantarse del lado de la desconocida, incluso el seguir pensando dónde estaba y por qué había llegado ahí. Su cuerpo reaccionó a la joven que estaba a su vera como jamás antes le había pasado ante una mujer. O, para ser justos, como solo le había pasado una vez en su vida. Un extraño olor a flores le trasminó al acercar su cara a la muchacha, que dormía plácidamente a su lado con un brazo aferrado a su torso. Tembló como el mozalbete que por primera vez se encuentra en brazos de una hembra. Una extraña conexión lo hacía desear no separarse de ella. ¿Quién era esa joven y por qué le resultaba tan familiar? No podría verle la cara sin despertarla y prefirió sentirla a su lado, abrazada a él, unos minutos más. Por más que intentaba controlar sus instintos, su cuerpo se mostraba primario, sintiendo el inesperado deseo de abrazarla y hacerla suya. Debía de ser por el estado febril o por la contención de tantos meses sin gozar de una mujer, pero el capitán sentía la verga a punto de estallar y lo que menos le importaba era la herida del costado en esos momentos. ¡Que Dios lo perdonara por dejarse llevar por la lujuria, por disfrutar de esos instantes carnales que le regalaba el cielo antes de la hora del Juicio!
Neall se revolvió lentamente en su sitio sin poder contener más su curiosidad, para poder tener un mejor ángulo de visión de la muchacha. Con cuidado, apartó los desordenados mechones del pelo que le caían por el rostro y sus pupilas se expandieron encendidas por el deseo al reconocer a su ángel entre sus brazos. «Es ella… la salvaje», titubeó sin saber qué pensar. El deseo incontrolable por la joven se volvió una auténtica tormenta de emociones, mientras su cuerpo se endureció como el acero templado en la fragua. El capitán se sintió mareado por la falta de aire y pensó que el corazón le saldría literalmente por la boca si no cerraba esta por su asombro. El suave ronroneo adormilado de ella le hizo volver a recostarse sobre la dura piedra que les servía de lecho. Definitivamente, debía estar muerto, porque había visto morir a su ángel en la cascada de las Bullers de Buchan. Él mismo vio cómo las aguas la engullían sin devolver su cuerpo a la superficie. No podía ser de otra forma con la herida mortal de su pecho. Con pesar, los ojos de Neall volvieron a cerrarse llevados por la extenuación del hallazgo y por la desesperanza. Estaba muerto.
El frío de la mañana o la ausencia del cuerpo que lo había aferrado con tanta dulzura esa misma noche despertaron a Neall. El capitán escocés se restregó la cara con fuerza para saber que no se trataba de uno de sus recurrentes pesadillas. Aturdido, se incorporó lentamente hasta quedarse sentado sin problemas sobre la superficie lisa de la piedra. Neall recordó dónde estaba con un mero vistazo: una cueva, la misma de anoche, una tan grande como una casa, luminosa y aireada. Si sus oídos no le fallaban, cerca tenía que haber una cascada o un manantial. No recordaba haber estado nunca allí con anterioridad. ¿Dónde estarían? Al intentar levantarse, un repentino mareo le hizo aferrarse a la pared rugosa. Las piernas le temblaban y desistió ponerse en pie hasta que dejara de sentirse como la gelatina. Miró el interior de la cueva con curiosidad y se preguntó quién podía ser tan necio de dejar armas tan cerca de un prisionero, a no ser que lo tomaran por un moribundo. Pero… si así fuera, ¿para qué tomarse tantas molestias? ¿Estarían pensando pedir un rescate por él?
Neall se recolocó la ropa como pudo, tanteándose con los dedos el esmerado vendaje. Ni la vieja tata lo habría podido hacer mejor. La herida parecía que cicatrizaba bien. Al volver a incorporarse, el joven capitán tuvo la sensación de tener un agujero en la boca del estómago, rugiéndole la tripa como un animal salvaje. Se levantó con tiento no fuera a marearse de nuevo y rebuscó por la cueva algo que comer. Encontró un par de tortas de avena dentro de unas alforjas al fondo de la cueva, que servirían por el momento para mitigar el hambre. Se acercó al fuego y olió el contenido del cazo, probando el caldo y sabiéndole a gloria bendita. Al incorporarse, se frotó las rodillas y los brazos para devolverles su flexibilidad natural y se estiró todo lo largo que era para desentumecer los músculos. El costado parecía responder bien al movimiento. Fuese quien fuese quien lo custodiara, no tardaría en llegar. Tenía que irse y pronto. Se acercó lentamente y con extremo sigilo al mirador natural, en busca de una salida que le diera alguna opción a huir. Cogió una daga olvidada cerca del cazo puesto al fuego, por si acaso se encontraba con alguna sorpresa desagradable.
El agua de la cascada salpicaba de luces de colores la cueva y el frescor invitaba a salir al exterior. La arquitectura natural era considerablemente más grande que él mismo y parecía haber sido tallada por los mismísimos dioses de antaño. Neall se quedó parado en el borde de la entrada que daba a la cascada. El caballero se llevó las manos a la boca, seca, temeroso de hacer cualquier ruido que perturbara el espectáculo que se revelaba ante sus ojos. Se refregó los ojos con los puños, en silencio, cerciorándose de que no era un sueño, llegando incluso a pellizcarse el antebrazo como le hacía de pequeño Elsbeth cuando se quedaba dormido en medio de las lecciones de latín. Neall dio un paso atrás, no quería ser descubierto… por ella.
Leonor se había percatado de la gran mejoría del escocés cuando se levantó esa misma mañana. Le había tomado la temperatura y había descubierto que apenas tenía fiebre, lo que la había hecho sonreír como una niña pequeña. Le había curado y vuelto a poner el mismo vendaje, que tenía completamente limpio y seco. Aprovechando que Neall dormía, la muchacha había decidido tomar un refrescante baño en la cortina de agua de la cascada. Quizás a lo largo de la tarde se despertara… y quería estar presentable.
La mañana estaba extraordinariamente cálida y el lago reflejaba como un espejo el celeste níveo del cielo. La joven destrenzó su pelo con cuidado y se quitó algunas de las horquillas que lo entrelazaban al moño. Se descalzó y bajó los pantalones de piel curtida, dejando al aire sus esbeltos y atléticos muslos. De un tirón, sacó por encima de la cabeza la camisa de lino, haciendo que se soltaran las últimas horquillas y una lluvia de rizos rebeldes cayera sobre su espalda y el inicio de sus redondeadas nalgas. Seguidamente, dejó caer la camisa sobre una roca a su derecha y se introdujo bajo el chorro espumoso. El agua estaba fresca, pero no fría y la sensación era tan agradable que no se percató de que el capitán se había levantado y la miraba embelesado cómo se bañaba. Leonor dejó que la naturaleza la purificara y el manantial cayera sobre sus cabellos y su rostro, bebiendo de ellos. Esa ducha natural y la temperatura cálida del verano hacían que retrasase la salida del baño. Las gotas se deslizaban por su suave piel y ella se dejaba acariciar, acompañando las gotas con sus propias manos enjabonadas. Leonor cerró con fuerza los ojos y se estremeció al pensar en los dedos ágiles del arquero trazando los senderos que dibujaba el agua en su piel. Sus pezones se volvieron duros y sus pechos los sintió pesados. Una placentera flaccidez la inundó y se dejó llevar un rato por sus románticas ensoñaciones, mientras el agua se arrastraba entre burbujas de jabón por su cintura y sus muslos.
Ni el nacimiento de Venus pudo en su momento ser más hermoso, pensó Neall incapaz de cerrar la boca y quitar los ojos de ella. El cuerpo del guerrero luchaba por no correr desesperadamente hacia la muchacha y estrecharla con fuerza entre sus brazos. ¿Y si se desvanecía? O era una sluagh sìdhe o era un ángel, imposible que fuera real. A duras penas, Neall consiguió mantenerse en pie, mientras sus ojos se deleitaban con cada gesto cotidiano del baño de la joven morena. Era tan hermosa que hasta le dolía, ¡diablos! La creía muerta y allí estaba, en todo su esplendor. Era real, tan real como la roca rugosa a la que se aferraba para no salir corriendo a por ella.
Neall se olvidó simplemente de respirar cuando, al comenzar a enjuagarse los cabellos, la muchacha dejó entrever un precioso pecho de perfil de proporciones perfectas, coronado por un oscuro y seductor botón. El highlander tragó saliva y se llevó la mano al corazón desbocado. El graznido de un cuervo, devolvió de sus ensoñaciones a la joven y poco a poco se separó de la columna pulverizada de agua, abarcando su larga melena oscura entre los dedos y escurriendo el agua sobrante del cabello. Las gotas se deslizaban por su suave piel, besándola, adorándola… ¡Madre de Dios! ¿Qué había hecho de bueno él para recibir tal recompensa?
El joven capitán no pudo soportarlo más y dio un par de pasos hacia atrás para no ser descubierto por el ángel, apoyando la nuca sobre la roca y mirando al techo. Suspiró. Su boca aún estaba tan reseca que le costaba tragar saliva, mientras su verga palpitaba como un puntal de fuego sobre su abdomen. Los latidos del corazón los seguía escuchando tan fuertes, que pensaba que comenzarían a hacerse eco por toda la cueva como un tambor de guerra. Se sorprendió durante unos segundos por no haber visto a nadie más en los alrededores, pero pronto olvidó esa cuestión porque en su pensamiento solo había sitio para ella. Lentamente y con total sigilo, Neall fue hacia donde había estado dormido y simuló seguir haciéndolo. No había forma de salir de allí sin asustarla. Decidió esperar y escondió la daga entre sus ropas. Sin embargo, al cerrar los ojos, el guerrero solo podía ver el seductor cuerpo dorado de la muchacha. ¡Diablos! ¡Iba a arder en el infierno por desear a un ángel! Hecho que no le facilitaba en absoluto mostrarse relajado.
Ajena a la llama que había despertado en su acompañante, Leonor se envolvió en un trozo de lino seco y desenredó el pelo cuidadosamente con su peine de marfil, una de las pocas posesiones que había traído de su tierra natal y que había sido propiedad de su madre. El pelo se le iba ondulando al paso del peine, uniéndosele en caracoles y tirabuzones de distintos tamaños. Cuando los cabellos estuvieron más secos, se colocó por la cabeza una túnica limpia de lino y recogió la muda que se había quitado del suelo para lavarla en otra ocasión.
Leonor comenzó a canturrear por lo bajo una coplilla cuando se asomó al interior de la cueva para cerciorarse que todo estaba en orden y sonrió al ver el buen color que teñían las mejillas del capitán. Sin duda, esos dos días de descanso le habían salvado la vida. Dejó el peine y la muda sucia en el interior de la alforja que estaba junto a la lumbre. Sin embargo, al girarse para ponerse en pie, chocó con una dura pared de granito que casi la hace caer de bruces. Neall se había acercado con tanto sigilo a la joven que no calculó que ella se girara tan rápido y cayera literalmente entre sus brazos. Al grito de sorpresa de la muchacha se le unieron unos ojos tan grandes y abiertos que parecían no caberle en el rostro. Unos hermosos y almendrados ojos pardos, no muy comunes en Escocia, de pestañas largas, negras y tupidas como las de él mismo.
Ante el encontronazo, ambos se habían quedado callados, frente a frente y sin quererlo, se habían puesto en guardia. Ella, porque no se esperaba que él estuviera en pie y en pleno uso de sus facultades físicas, y él, porque por primera vez tenía en sus brazos a la mujer que tantas veces le había robado la razón y el sueño. A pesar de la atracción que había entre ellos, una invisible e infranqueable barrera parecía que los separara inevitablemente, pues parecían dos auténticos titanes a punto de presentar batalla. La tensión de los músculos de Neall delataba que tenía muchas preguntas que hacer y que exigiría sus respuestas correspondientes. A su vez, la incomodidad de ella por sentirse tan cerca de un hombre, aunque lo deseara tanto, hizo que se zafara de los brazos del escocés con una habilidad y brusquedad pasmosa. Habilidad que sorprendió al capitán, pues en un abrir y cerrar de ojos, la joven se las había ingeniado para librarse de él sin darle tiempo a reaccionar siquiera.
Desconcertado, resopló y se pasó los dedos por el pelo. La lumbre estaba entre ellos y si no quería jugar al ratón y al gato, mejor sería que ideara otro plan y pronto. Leonor exhaló la respiración contenida ante el susto inicial, sintiéndose incomprensiblemente triste por no seguir sintiendo el abrazo indómito del guerrero. Era la primera vez que, conscientemente ambos, se reencontraban después de tantos meses desde Aberdeen. Nunca habían llegado a cruzar una palabra, pero ahí estaban, como si se conocieran de toda la vida. El silencio solo se veía interrumpido por el runrún de sus corazones. Neall no estaba dispuesto a que desapareciera la joven con la misma facilidad con la que se había zafado de él mismo minutos antes y, sorteando las brasas con total rapidez, la atrajo hacia sí, cogiéndola fuertemente por la cintura para que no se escapara. Leonor no se movió, ni siquiera volvió a intentar soltarse, dejándose mecer por el vaivén del brusco movimiento de posesión, con sus bucles húmedos ondeando oscilantes sobre el brazo del capitán. Neall tuvo que hacer grandes esfuerzos para centrarse y no devorar sus jugosos labios rosados, evitando mirar otro lugar que no fueran sus ojos, sintiendo como con su abrazo la túnica de la muchacha se subía y ceñía indecorosamente a sus muslos, manteniéndola prácticamente en el aire, casi desnuda y de puntillas.
—¿Quién sois y qué hago aquí? —le espetó Neall con una voz más ronca de lo normal, sin querer andarse por las ramas y aparentando un total control de sus emociones, aunque realmente no lo sentía.
—Mi nombre es Leonor de Ayala y os encontramos entre los muertos de Halidon Hill —respondió la española cautivada por la fuerza arrolladora del arquero.
—Leonor…
—Sí, Leonor.
Los silencios entre ellos y sus ojos decían más que un sinfín de palabras juntas. «Su voz es dulce y suave como su piel», pensó Neall, «con un exótico acento extranjero». ¿De dónde era y qué hacía allí? Francesa no era, tenía que ser de más al sur, española quizás. Su mirada perfiló el óvalo de su cuello hasta… Neall desechó la idea de seguir bajando hasta el escote de un plumazo, para que ni su cuerpo ni su mente le traicionaran. Con aplomo, el guerrero quiso seguir el interrogatorio a la joven, pero ¡diablos! ¡Qué difícil era concentrarse oliendo a flores y sintiendo el tacto suave de su piel a través del lino! Lo indecente del atuendo tampoco ayudaba… demasiado. Las preguntas se le atropellaban en la garganta y se sorprendió que, a pesar de intentar intimidarla con su corpulencia, Neall no había conseguido más que el factor sorpresa inicial.
Cuando quiso, Leonor volvió a escabullirse de sus brazos, dejando muy claro con el gesto, que si había estado a su merced era porque ella así lo había querido o dejado. La joven se recolocó la túnica que cubría su cuerpo hasta las rodillas, aunque el pelo mojado hacía que el lino dejara claras zonas semitransparentes muy difíciles de ocultar a la vista.
El gesto de timidez de la joven, intentando cubrir sus pechos, hizo que los ojos de Neall se reencontraran con los de Leonor un breve instante, para luego terminar descendiendo la mirada lentamente por su cuello, deteniéndose en la voluptuosidad que intentaban tapar sus manos. Ambos tragaron saliva. Él suspiró quedamente. Ella se mordisqueó el labio sin saber qué hacer o qué decir. Las pupilas de Neall se dilataron tanto que no se veían más que dos grandes perlas negras y Leonor podía verse perfectamente en ellos como si fuera un espejo perfecto. La tensión sexual entre ellos era completamente palpable, latente, apremiante. Tormenta bufó y estalló la pompa de ensueño que los envolvía.
—¿Por qué estoy aquí? ¿Y dónde estamos?—preguntó Neall señalando la cueva e intentando en vano que su voz no mostrara lo nervioso que le ponía la muchacha.
—Estáis aquí porque os encontrabais demasiado débil por la herida del costado y la fiebre como para ir sorteando ingleses por el camino. No hubierais resistido el viaje de vuelta a Blair Atholl. Era quedarnos aquí un par de días o dejaros muerto en algún barranco.
—¿Cómo sabéis que…?
—¿Qué los Murray viven allí? ¡Ja! ¿Obvio, no?—respondió Leonor algo petulante, pues no le gustaba estar dando explicaciones de lo que hacía o dejaba de hacer y como si una pregunta tan evidente le molestase. Sin más, le señaló los colores y la insignia bordada de su clan en el cotun—. A no ser que hubierais preferido que os lleváramos con vuestro tío a Aberdeen, claro. O con vuestro amado rey Eduardo —añadió con retintín.
Neall se sintió molesto por el tono de Leonor y resoplando se acarició el cabello. ¿Dónde le habían enseñado modales a esta muchacha? ¿Acaso no se daba cuenta que con solo un gesto la maniataba y se la echaba al hombro como sus ancestros, por Dios? «Quizás esté exagerando un poco, seguramente me costaría un poco más meterla en vereda. Es escurridiza como un salmón», sonrió Neall para sus adentros, recordando las dos veces que se había zafado de él y la puntería extraordinaria de la joven. El guerrero anduvo un par de pasos por la cueva, la misma que con su presencia se había reducido a la mitad de espacio con tan solo levantarse.
—Siempre habláis en plural, pero aquí no veo a nadie… ¿Dónde están el resto de hombres que os acompañan? ¿Y por qué han sido tan imprudentes para dejaros a solas conmigo?
Leonor le miró como si no comprendiera y con un gesto hecho con los dedos le pidió que se diera la vuelta para poder seguir vistiéndose. Neall se giró de mala gana, divertido por el desparpajo de la muchacha. No reconocería ni ante Dios lo que hubiera disfrutado verla vestirse, casi tanto como… La imagen de Leonor en la cascada irrumpió como un rayo en sus pensamientos y se contuvo ante la prueba más dura que había pasado en la vida: no darse la vuelta para volver a verla desnuda. El arquero contuvo el aliento y se pasó la mano por la barba rasposa de varios días, resoplando todo el aire de sus pulmones al rato. Oyó como la tela subía por los muslos de Leonor y sintió un latigazo de deseo en la entrepierna. Otra vez. Si no aliviaba pronto su hombría, no tardaría en manchar hasta los calzones. De todas las malas ideas que podían habérsele ocurrido en la vida, la de prestar atención a lo que la muchacha hacía, para que no aprovechara para escapar de él, había sido de las peores sin duda alguna. Aunque ataviada con una túnica de lino no iba a llegar muy lejos, ¿o sí?
La española carraspeó y Neall se dio la vuelta. Si bella estaba desnuda bajo ese arcoíris de espuma, radiante seguía vestida como un vulgar muchacho. Era una diosa hecha carne para tentarlo. «¿Qué tiene esta mujer que no puedo dejar de mirarla y que me vuelve loco?», intentó responderse a sí mismo, pero no había palabras que definieran la atracción que sentía por ella. Desde aquella primera vez en la que sus miradas se cruzaron en el campo de tiro, hasta que la vio saltar como un ángel surcando el cielo en las Bullers de Buchan, su vida había cambiado irremediablemente. Como si le hubiera estado leyendo parte del pensamiento, la muchacha le dijo:
—Podéis comprobar que no he huido... y que tenéis todas vuestras pertenencias con vos —señalando la espada y la capa al fondo—. Tampoco os rescatamos por una recompensa, ni como moneda de cambio ante vuestro rey.
—¿Por qué lo hicisteis entonces?
—Porque estabais vivo en un campo de muertos… ¿Por qué va a ser si no?
«Y porque he soñado con vos desde que os conocí en aquel valle», se obligó a callar Leonor para que no la tomara por loca.
—¿Qué hay de vuestros compañeros? ¿Dónde están y a qué bando sirven?
—Cathasaigh marchó al encuentro del grupo principal —dijo Leonor con despreocupación—. Por lo que estamos solos y… es obvio que no servimos a vuestro bando o estaríamos saqueando el burgo de Berwick-upon-Tweed, llevaríamos una sonrisa tatuada en la cara y no tendríamos necesidad de estar ocultándonos en esta cueva.
¿Qué estamos solos? ¿Han dejado a una mujer de guardián a solas con un capitán? ¿Se puede saber en qué estaría pensando ese tal Cathasaigh para tomar tan absurda decisión? ¿Y quién era él, su marido, su amante, su padre? ¡Maldito fuera si no ardía en el infierno! A Neall se lo llevaban los demonios, tanto por la imprudencia del desconocido como porque no lo hubieran tomado por rival suficiente al que tuvieran que vigilar con algo más de compañía. Apretó los puños tanto que se tornaron blancos. «¡Controlaos, balach. Ella aún no es nada vuestro!», se apremió.
Leonor vio divertida el creciente mal humor del arquero, sopesando qué habría dicho para que se enfureciera de ese modo. Si normalmente era muy apuesto, enfadado estaba arrebatador. Esas pestañas tan oscuras enmarcaban unos ojos de color del musgo y el rubor de sus mejillas le daban el hálito de vida que le había faltado esos días. Con el disgusto, se le formaron pequeñas arrugas en el entrecejo fruncido y la línea dura que describían sus jugosos labios… Leonor apartó la mirada del guerrero al notar como flaqueaban sus rodillas y siguió hablando de fruslerías para evitar mirarlo directamente, mientras recogía algunos enseres y ungüentos en las alforjas.
—Lo que no entiendo es cómo un hombre de vuestra valía ha podido caer en el campo de batalla. ¿Y por qué vestíais con ambos colores? Es como si buscarais que os eliminaran pronto. ¡Servir a ambas causas, bendito Dios! Siento deciros que solo a un loco se le ocurriría servir a un bando teniendo en el corazón otro, caraid.
Neall se abalanzó sobre ella, con una mano le asió fuertemente las muñecas, con la otra le tapó la boca. Su respiración era entrecortada, caliente, áspera… Su reacción, violenta. ¿Quién era ella para juzgarlo? Él servía al rey Eduardo porque no le quedaba otra. No porque hubiera dejado de ser fiel a la causa de su padre y de Robert I Bruce. Esta vez sí que había conseguido capturar a la muchacha, que por más que forcejeó entre sus brazos no pudo desasirse de su captor. La tensión entre ellos no hacía más que incrementar y caldear el ambiente, la proximidad de sus cuerpos los delataba tanto, como el creciente rubor en las mejillas de Leonor y la respiración agitada de él. Neall, sin dejar de sujetarle las muñecas a la altura de sus nalgas, volvió a mirarla como había hecho hacía solo unos instantes. «Con lujuria», pensó ella, «me desea, puedo verlo en sus ojos». Neall hubiera dado su vida en ese instante por devorarle los labios y desahogar toda la furia contenida en Halidon entre gemidos. El desconcierto por lo que el uno despertaba en la otra y viceversa hizo que el capitán volviera a soltarla, alejándose de ella de mala manera, refregándose la cara para retomar el dominio de sí y acariciándose la inexistente barba, en un intento mísero de tomar distancia de ese amasijo desconocido de nuevas emociones, dejando la mirada perdida en la entrada que daba a la cascada de la cueva.
Por primera vez en tres años, Leonor se sintió complacida al ser una mujer deseada, admirada incluso. Había huido de esas sensaciones como al peor de los venenos. Se había negado volver a sentir nada que no fuera una sincera amistad con un hombre. Pero este hombre conseguía enardecerla y que dejara de verlo como a uno más para verlo como al único. Por él se había arriesgado ya en varias ocasiones, anteponiéndolo a los buenos consejos de sus amigos. Por escuchar unos minutos más su risa, había estado a punto de morir en Aberdeen. Por rescatarlo de entre los muertos, de ser capturada en Halidon por los ingleses. Ese hombre la turbaba y la hacía sentir diferente, como si en su vida aún cupiera la esperanza de ser feliz y de formar una familia.
Leonor se mordió inocentemente el labio inferior y después de frotarse las muñecas para devolverle la sangre a las manos, se recolocó un mechón rebelde del cabello tras la oreja, visiblemente nerviosa por lo desconcertante de la situación. Si este hombre no era como ella lo había idealizado en sus sueños, tendría serios problemas y lo peor de todo: tendría que cargar el resto de su vida con el «ya os lo dije» de Cathasaigh. Sin embargo, Neall era incapaz de estarse varios minutos sin mirarla y, ante el inocente gesto de morderse el labio, tuvo que suspirar, cerrar los ojos y contar hasta diez. «¡Es tan hermosa!», pensó Neall, sabiendo que ni contando hasta mil sería capaz de quitar la imagen de sus blancos dientes apretando sus labios...
—Tenemos que reanudar el viaje. ¿Podréis cabalgar? —preguntó Leonor incómoda por el silencio y la latente tensión que había entre ellos.
¡Pero bueno! ¿Le preguntaba ella si podría montar a caballo? ¿Y encima daba por hecho que acataría sus órdenes sin reparo? Ese descaro en ella le enfurecía y a la vez le encantaba, a partes iguales. Desde las Bullers de Buchan, se la había imaginado muchísimas veces y en todas ellas tenía un carácter fuerte y dominante, justamente así, como realmente era. No se había equivocado. Sonrió. Desde luego esa mujer no era como ninguna otra que conociera: era brava como una ola en el rompiente y dulce como un tibio rayo de sol. Ninguna se hubiera atrevido a mirarlo directamente a los ojos por tan prolongado rato y mucho menos le hubiera dado una orden. Ninguna mujer daba una orden a un hombre si no era ni esposa ni madre del mismo. ¿En su país eran las mujeres las que mandaban? Ante la falta de respuesta de Neall, Leonor se puso en jarras y ladeó levemente la cabeza con los ojos entornados como hacía con Cathasaigh. ¿Es que en este país los hombres no sabían responder cuando se les preguntaba?, se preguntó ella a su vez.
—¿Y bien?—repitió Leonor para ver si así conseguía una respuesta por parte del capitán.
Esa joven estaba tentando su suerte, pero estaba tan encantadora con ese mohín en los labios y la frente levemente fruncida, que Neall decidió apartar las desavenencias nacidas entre ellos. ¿Por qué no darse una oportunidad? ¡Era la mujer de sus sueños! Quería preguntarle tantas cosas, que no le salían las palabras. Se sentía atolondrado ante ella y eso no le gustaba. Todos los años de entrenamiento con el implacable Sir William Brisbane se venían al traste por una mujer hermosa como ella sola. Ni siquiera ante Leena se había sentido tan aturdido y mira que la pelirroja era mujer de armas tomar. ¿Qué diría su hermano Ayden cuando lo vieran llegar a casa con ella? ¿La reconocerían? Seguro que sí. La había descrito tantas veces que podrían reconocerla entre un millón. Divertido, le hizo una elaborada genuflexión mientras le decía un:
—¡Cuando vos dispongáis, mo fiàin àlainn!
Leonor no supo qué decir ante semejante familiaridad, se hizo la despistada y evitó preguntarle por qué le había dicho eso. Seguidamente, la española recogió las pocas pertenencias que llevaba consigo y se echó al hombro las alforjas. Terminó de apagar las pavesas con la bota y, de una carrera, consiguió alcanzar a Neall, que se había dirigido hacia el angosto pasillo de piedra en busca de una salida que no diera al hermoso lago. El guerrero no se dio cuenta de que no había esperado a la joven hasta que se encontraba ya en el exterior, intentando saber en qué punto se encontraban exactamente.
Sin referencia alguna conocida que lo pudiera orientar, Neall se sintió perdido en algún punto del camino entre Berwick-upon-Tweed y Blair Atholl. Ni caballos, ni carretas, ni nadie a quien preguntar… Estaban solos realmente en mitad de la nada más bella de Escocia. Leonor decía la verdad. Volvió a sentir cómo la ira dominaba su cuerpo. Si se echaba a la cara al insensato que la había dejado sola con un desconocido, lo lamentaría. Si hubiera sido otro, la muchacha estaría ahora ultrajada o muerta. ¡Menuda imprudencia! Una joven no debería andar nunca sola y mucho menos tan bonita como ella. Siempre se lo había oído decir a su padre cuando regañaba a Elsbeth por ir tras sus hermanos varones. «Pensad en las consecuencias, mo chuisle, y no vayáis al trote tras vuestros hermanos». ¡Lo que daría por volver a escuchar la imponente voz de su padre, aunque solo fuera para regañarle!
Leonor salió por la puerta de espinos y necesitó unos instantes para adaptarse a la brillante luz del día. Neall pudo deleitarse en sus hermosos rasgos, en su piel dorada que le daba un aspecto cálido y saludable, en esos labios carnosos que tan a gusto saborearía durante toda la vida… ¡Dios! ¡Lo que haría él de tenerlos a su merced! ¡Los devoraría sin compasión! Tan gruesos y rojos como fruta madura. Su cuerpo no se frenó ante la oleada de deseo que lo atenazó y una fuerte erección le oprimió con crudeza la entrepierna. ¡Maldita sea! Si seguía comportándose como un imberbe, pronto ella se daría cuenta. El capitán le dio la espalda para darse unos minutos e intentar averiguar por dónde comenzar a caminar.
Leonor silbó como un muchacho y él la miró sorprendido. ¿Estaba loca o habría alguien más en los alrededores esperando que lo avisaran? ¿Lo había engañado? Pronto descubrió a un enorme caballo blanco acercándose de la nada a buen paso, iba sin montura, libre de atalajes. «Al menos es tan grande como Rayo», pensó Neall con nostalgia por no saber qué habría sido de su fiel compañero tras la batalla de Halidon. Probablemente, su familia estaría llorando por él, mientras solo Dios sabía cómo había conseguido burlar a la muerte. Y todo gracias a que el destino había puesto de nuevo en su camino a la bonita joven que estaba a su vera.
Leonor acarició el lomo del magnífico animal, colocó las alforjas con apremio. Ajustó las cinchas para que el carcaj y el arco no se cayeran durante el camino, echando una última ojeada para verificar que no se olvidaba nada importante. La muchacha subió sin el menor esfuerzo a la bestia, echándose hacia delante para dejar suficiente espacio al guerrero y esperando a que Neall se decidiera a montar para emprender la marcha. El joven no se hizo rogar demasiado, apoyando el brazo izquierdo en la grupa del caballo, se subió y se colocó detrás de ella, cogiendo las riendas de sus manos. Él la llevaría a Blair Atholl, (si lograba averiguar primero dónde estaban, claro). Ante la duda de no saber hacia dónde dirigir a Tormenta, Leonor se echó a reír y Neall se contagió de su fresca risa, aunque no entendía muy bien qué la había causado.
—¿Qué he hecho para que…?
—¿Sabéis dónde estamos, Neall?
Avergonzado, el guerrero negó con la cabeza y la muchacha sonrió de nuevo, aguantándose la risa con la mano.
—Lo siento. No era mi intención, yo… no quiero que os lo toméis a mal.
Neall miró el gesto divertido y a la vez preocupado de la joven, al reírse a carcajadas se tuvo que llevar las manos al costado con expresión de dolor. La tirantez de la cicatriz le recordó que debía tener más cuidado al hacerlo o se le terminarían abriendo los puntos ahora que parecían cicatrizar bien. Estaba tan acostumbrado a ser el que guiara a sus hombres que no se había percatado que no sabía a dónde dirigirse ni que este era su caballo.
Leonor le palpó el vendaje y comprobó que no se había movido. El contacto de su mano lo sobresaltó, pero se relajó de nuevo y ella se volvió, dándole de nuevo la espalda, con las mejillas encendidas. Neall sonrió satisfecho por su pequeño triunfo.
—No os preocupéis, caiptean. Lo peor ha pasado ya. Está cicatrizando muy bien y en un par de días estaréis plenamente restablecido.
Con un poco de más aplomo en la voz, también le indicó que debían estar cerca de Dunbar y que deberían rodear Edinburgh si no querían encontrarse con los hombres del rey Eduardo. Lo dijo sin pensar y cuando se dio cuenta de que, precisamente a la grupa, uno de esos hombres era quien ahora la llevaba, suspiró poniendo los ojos por un instante en blanco. Neall sonrió ante la expresividad franca e inocente de Leonor y un intento de consuelo salió de su ronca voz:
—No es mi deseo encontrármelos por el camino tampoco.
—Entonces, ¿por qué lucháis bajo sus colores?
—Es largo de contar, mo baintighearna.
—Leonor, mi nombre es Leonor, Neall.
—Leonor, no quiero aburriros con mi vida. Es del todo previsible.
—Eso debería decidirlo yo, Neall, pero no os insistiré. Yo admiro vuestra locura o heroicidad en cambio y según se mire. Debe de ser de todo menos aburrido el jugar a dos bandas como disponéis las cosas por aquí.
—No se trata de un juego, mo baintighearna… Leonor.
—Quizás no sea bueno entonces que os lleve a vuestra casa.
—¿Por? —le preguntó sorprendido.
—Allí me esperaran mis amigos. Ellos han luchado valerosamente por la causa del niño-rey David. No quiero ponerlos en peligro, ni que vos os veáis en la tesitura de tener que denunciarlos.
—Creo que no me habéis entendido. Mi familia siempre ha sido afín a vuestra causa o a la de Bruce, para que me entendáis. Sin embargo, mi hermano Ayden y yo nos hemos visto obligados a servir al nuevo rey para no perder nuestra tierra. Puede que os parezca una decisión cobarde…—dijo Neall mientras asía con más fuerza las riendas y apretaba la mandíbula. ¿Por qué le preocupaba lo que pensara una desconocida? Quizás porque para él, extrañamente, no lo era.
—Cada cual es libre de elegir la forma más adecuada de luchar por lo suyo.
—Pero no lo aprobáis.
—No, cuando a ojos de todos, sois un traidor sin honor.
Ambos se quedaron callados unos minutos. El semblante de Leonor se había vuelto serio y pensativo. El doble papel que estaban desarrollando los hermanos Murray era demasiado peligroso como para tomárselo a la ligera. Si alguien los descubría… Servirían de escarmiento público, no se limitarían a ajusticiarlos sin más. Temió por Neall, temió por su hermano, temió por todo ese clan desconocido y del que seguro dependían muchas familias. El joven malinterpretó su gesto preocupado y le susurró al oído:
—No tenéis nada de que temer, mo baintighearna. Jamás haría daño a una mujer.
¡Cómo si pudiera!, pensó Leonor enfurruñada y a la vez divertida por sus palabras. Prefirió callar, antes se mataría que verse violentada de nuevo por un hombre. No tenía miedo del guerrero, al revés, con pocos hombres se sentía tan segura como con él. Con aquel magnífico hombre se sentía florecer, confiada, renovada… ¡Al diablo con todo, si lo que quería era que la besara! Desde aquel día en el campo de tiro, una conexión férrea e inquebrantable la había unido inevitablemente a él.
El paso tranquilo de Tormenta invitaba a disfrutar del paisaje. Leonor sintió el ancho pecho de Neall como un escudo y el roce de los brazos del guerrero, que la rodeaban sujetando las riendas, la hacían temblar de expectación. Volvió a morderse el labio mientras el caballo de guerra árabe los guiaba entre la vasta arboleda de nuevo al camino principal. La joven se encontraba inquieta y contenía la respiración sin darse cuenta en cada roce con el caballero. Ese hombre hacía que pensara en cosas pecaminosas y de seguro se encontraría pronto en el infierno, no solo por sus actos sino también por sus pensamientos. ¡Qué más daba! Esos días junto a él le darían para soñar despierta el resto de su vida.
Neall dejó que el caballo siguiera la pequeña vereda llena de vegetación de vuelta al camino principal. Se encontraba incómodo ante la cercanía de la joven, pues era incapaz de pensar con claridad al tenerla cerca y la conversación que habían tenido le había entristecido. «Seremos unos traidores, siempre nos considerarán como tales, tanto los seguidores del niño-rey David como los de Balliol», se dijo cabizbajo. Siempre alguien dudaría de su honorabilidad y su buen hacer. Con amargura, el capitán Murray apretó el paso del caballo y este respondió contento al trote. Intentó alejar la sombra de sus pensamientos y al llevarse la mano al pelo para apartar el flequillo de su cara, sin quererlo, rozó brevemente con su brazo el redondeado busto de la muchacha, reaccionando su cuerpo tenso al instante. Su verga comenzó a rugir como un león hambriento otra vez. ¡Maldito fuera si no era capaz de tener dominio de sí! Leonor parecía no haberse dado cuenta o al menos parecía disimularlo muy bien. Exhaló todo el aire de sus pulmones y, mirando al cielo, le rogó a Dios que lo asistiera o lo fulminara, una de dos.
El joven capitán intentó mirar a otro lado para ver si calmaba su pulso, pero el suave aroma a flores de la joven tampoco era que ayudara demasiado. Ni las cosquillas que le producían los rizos que se le escapaban del moño improvisado sujeto con dos palos cruzados. Ni la nuca al descubierto, ni la hermosa y pequeña oreja. Ni las redondeadas nalgas a escasos dedos de su imponente erección. ¡Que Dios se apiadara de su alma si al llegar la noche aún era capaz de mantener su palabra y no soliviantarla! Neall se obligó a pensar en cosas tristes, en cosas desagradables que le facilitaran retomar el control de su cuerpo. Pero, por más que lo intentara, Leonor siempre acababa en sus pensamientos como una diosa saliendo de la cascada, coronada por un arco iris de gotas de agua y como Dios la trajo al mundo.
Tormenta cabalgó sin atisbo de cansancio durante horas y Leonor no se quejó ni una sola vez. Si el que estaba herido no daba muestras de desfallecer, mucho menos lo haría ella. Durante el camino, la muchacha se quedó traspuesta un par de veces sobre el pecho del caballero. Neall sonrió ante la sensación de tenerla entre sus brazos y totalmente desinhibida por el sueño. Eso le gustaba y mucho. Era una sensación… diferente. El capitán siguió cabalgando sin querer despertarla, rodeándola por la cintura, memorizando cada rasgo de la joven extranjera. Dio gracias por no encontrar ningún inglés en el camino, ahorrándose muchas explicaciones. Aunque sí se toparon con un sinfín de montañeses a pie: ojerosos, heridos, mutilados… sin nada. Neall había tenido la precaución de quitarse la capa con la insignia de los Balliol y solo llevaba el broche de su clan y el de la cabeza de halcón que le había dado su padre meses antes de morir.
Los caminos estaban sembrados de mendigos y de mercenarios ávidos de sacar mejor provecho del infortunio de los pobres. Ante el imponente caballo de guerra y la envergadura de Neall, ninguno se atrevió a acercarse y mucho menos a darle el alto, por lo que la pareja no hizo ninguna parada hasta que llegaron a los pies de la colina Kinnoull, en Perth. Leonor se despertó del breve sueño y se irguió rápidamente, excusándose por haberse quedado dormida. Neall le respondió con una sonrisa y frenó el caballo para descansar y desentumecer las piernas. Era un buen sitio para comer.
Con la misma agilidad con la que montó, Leonor se bajó de su bestia árabe sin esperar a que Neall la ayudara y el joven lamentó el no haber tenido la ocasión de rodearla por la cintura y hacerlo él mismo. Se encontraban en un paraje de ensueño al este de Perth, en la falda de la mayor de sus colinas, a la orilla del río Tay. Tras un largo día a caballo a pleno sol, ambos necesitaban asearse, pero ninguno quería dar el paso de alejarse del otro para hacerlo. De todas formas, hubiera sido imprudente bañarse juntos por la tensa situación entre ellos. Además de que se arriesgaban a que algún indeseable se apropiara de Tormenta y de sus escasas pertenencias que tenían.
Leonor paseó por la orilla del caudaloso río y llenó los dos pellejos de agua para el resto del camino. También aprovechó para refrescarse la nuca y el rostro. Neall la observaba disimuladamente, mientras le quitaba las alforjas a la bestia y dejaba que pastara libremente cerca de ellos. La española se sentó en una roca grande y lisa, absorbiendo los últimos rayos de la tarde. Se quitó los dos palitos a modo de horquillas que le sujetaban el pelo, mientras destrenzaba los mechones ondulados con los dedos para volver a recogerlo en un sencillo moño alto. Neall se sentó a su lado y le ofreció la última torta de avena que tenían. Ella la partió en dos sin dudarlo y le dio la mitad correspondiente al arquero mientras miraba con curiosidad la belleza del lugar en los últimos resquicios del ocaso. La luz de la luna dibujaba pequeñas ondas en la corriente y se mezclaba con los últimos rayos de sol del día. Leonor disfrutó como una niña del rompiente boscoso de más de quinientos pies que parecía arder en las llamas rojas del crepúsculo. Apenas habían hablado por el camino, a pesar de que se morían de ganas de hacerse mil preguntas.
La colina Kinnoull era realmente sobrecogedora. Leonor había contado al menos cinco clases de árboles diferentes a cual más frondoso y alto: pinos, alerces, robles, abedules y abetos rojos gigantescos que hacían de ese bosque, un lugar idílico propio de un cuento de hadas. Descansaron en silencio, mientras Tormenta seguía bebiendo y pastando tranquilo cerca del río. El murmullo del agua sobre las rocas era mucho más de lo que parecían necesitar en esos momentos en los que parece haberse detenido el tiempo como por arte de magia.
Neall disfrutó cada minuto de la compañía de la española, aunque el tenerla tan cerca fuera la peor de las torturas por las ganas que tenía de besarla. Cuando llegó la hora de cambiar el vendaje, el guerrero no se encontraba mucho mejor y sufrió más por el suave contacto de los dedos de la joven en su piel que por la cura en sí. Se asombró de la habilidad y el mimo con el que trató la herida, como una auténtica experta, aunque llegado el momento de administrarle el ungüento, ambos temblaban y no era por el frío precisamente.
—Hace fresco esta noche… —susurró Leonor en un intento de no revelar cuál era el verdadero motivo del temblor.
Neall asintió con la mandíbula tan apretada que le rechinaban los dientes y cerró los ojos con fuerza para infundirse el valor que ahora le flaqueaba. A mediodía del día siguiente se encontrarían en las tierras de Blair Atholl y el sueño de tenerla cerca se desvanecería como quien rompe las alas de una mariposa y esta no vuelve a remontar el vuelo.
—¿Os duele? —le preguntó Leonor al ver el gesto contenido del capitán.
Neall negó con la cabeza. Durante sus largos y cómplices silencios, el joven Murray había estado sopesando si sería adecuado saber más de ella. Tener que renunciar a la muchacha cuando hubieran entablado mayor intimidad se le iba a hacer más difícil todavía. Sin embargo, la necesidad de saber más cosas sobre la joven era tan acuciante que, tras pensarlo mejor, se envalentonó.
—¿Cómo lograsteis sobrevivir a las Bullers?—preguntó sorprendiéndose a sí mismo por haber sido capaz de abordar lo que tanto deseaba saber por fin y buscando la respuesta en sus grandes ojos pardos. Durante días, Neall había vuelto a la orilla del mar en busca de alguna pista sobre su suerte, pero jamás había encontrado el menor rastro que le indicara que había conseguido sobrevivir al salto y a la herida mortal.
Leonor hizo un gesto de no entender al principio. La pregunta la había cogido desprevenida y cuando esto pasaba, le costaba el acento gaélico del norte con todas sus pronunciadísimas erres. Ese era uno de esos momentos de ensimismamiento en los que se sentía la reina del mundo junto al apuesto galán de sus sueños, en un lugar tan bucólico como ese a orillas del Tay y con todo un día por delante para aprovechar a solas de su compañía. ¿Quién no se desconcentraría ante un hombre así?
Neall añadió «de Buchan». La joven se sonrojó al verse pillada mirándolo sin reparo.
—¿Cómo sobreviví a esa maldita olla? Ni yo misma lo sé, ¡pardiez!— dijo en voz alta, aunque se quedó pensando un poco más la respuesta. Bajó la mirada y se agarró de las rodillas, balanceándose un poco y haciendo alguna que otra mueca sin terminar de arrancarse a hablar. De repente, el semblante de la joven se volvió serio. No le gustaba recordar cómo había sido perseguida como una vulgar presa de caza por ese bastardo de Sir Kenion Strathbogie, lo cerca que había estado de ser capturada y el haber puesto al resto de sus compañeros en peligro.
—Nadé hacia el mar ayudada por la corriente que arrastraba la marea alta y logré alcanzar la orilla a tiempo —añadió Leonor con un mohín lastimero que contrarrestaba con una voz sin ápice de emoción, como si por una parte con su tono estuviera explicándole a Neall que se había pasado el día entre cazuelas y a la vez con sus gestos le expresara que preferiría contarle cualquier cosa antes que aquella vez que casi le había costado la vida.
Leonor cogió una piedrecita y la hizo saltar por la superficie del río.
—Pero estabais herida. Yo mismo vi como caíais en el rompiente.
—Fue una suerte ¿verdad? —respondió con una chispa traviesa en la voz y en los ojos.
Y dándole prácticamente la espalda, Leonor volvió a sentarse a su lado en la roca, de espaldas al río, se desanudó la camisa de lino ante los ojos perplejos de Neall y la bajó un poco, dejando ver la pequeña cicatriz en forma de estrella que había marcado su espalda desde aquel día.
Una espalda tan hermosa, anteriormente sin mácula… La mente del capitán rememoró sus turgentes senos en la cascada mientras las gotas se deslizaban por su cuerpo grácil y esbelto… ¡Uf! Tendría que alejar de él ese tipo de visiones o no sería capaz de refrenarse. No hacía otra cosa que desear tumbarla sobre el plaid y hacerle el amor apasionadamente y sin descanso hasta el nuevo día. Retiró la mirada con nerviosismo ante la piel desnuda de la joven. «Controlaos, Neall, nunca habéis deseado tomar nada por la fuerza».
El gesto de él hizo que Leonor se cubriera rápidamente. Es cierto, que se sentía a su lado segura como jamás se había sentido junto a ningún hombre, pero también era cierto que no lo conocía realmente. Su mirada cargada de deseo le llenaba el estómago con un extraño y nuevo cosquilleo que le humedecía su interior y la necesidad de acercarse a él para sentir de nuevo su aroma a romero y especias era cada vez más intenso. «Controlaos, Leonor, una cosa es lo que los demás piensen de ti y otra muy distinta lo que él piense de ti. ¡Puede incluso que esté casado!» Porque realmente, ¿qué sabían el uno del otro salvo frivolidades? Nada. «Y mejor así, este hombre no es para ti, niña. ¿O es que no lo sabes?» La arrolladora voz de la conciencia de Leonor siempre estaba ahí, recordándole cómo debía pensar y actuar, como un padre perpetuo.
—Deberíamos descansar, caiptean. Mañana saldremos al despuntar el alba si queremos llegar a mediodía a Blair Atholl.
Dicho esto, Leonor se tumbó para dormir sobre un desgastado plaid con los colores gris y negro del clan Douglas. ¿Qué relación tenía ella con ese clan y por qué llevaba sus colores? Neall estaba ávido de preguntas, ¿estaría casada con alguno de ellos? Pero la prudencia de la joven había vuelto a levantar un vasto muro entre ellos. El guerrero observó largamente cómo la silueta de la joven iba dejándose caer en brazos de Morfeo. La luz de la luna perfilaba sus sinuosas curvas y, de cara al cielo estrellado, con un brazo apoyado tras la nuca y otro sobre la daga, Neall se dejó vencer por el sueño también. Por segunda vez en un año, no tuvo pesadillas.