PREFACIO – EL DESTIERRO

 

Sevilla, 30 de mayo, 1330.

 

Bajo un sol de justicia y a los pies del muelle, esperaba impaciente Don Juan de Ayala, emisario y consejero del rey a que llegaran un grupo de nobles escoceses venidos de terra incognita para luchar contra el infiel. A su lado, Don Alonso Jofre Tenorio, almirante Mayor de la Mar y Alcaide de los Reales Alcáceres sevillanos, hastiado de seguir esperando a pleno sol a tan distinguidos huéspedes, advirtió con un gesto hosco a Don Juan de Ayala que lo dejaba solo para saciar su sed en alguna taberna cercana, mientras terminaban de arribar a puerto.

Don Juan no objetó nada y se guardó su opinión, aguantando estoico frente al embarcadero. Era hombre cabal y distinguido, sabedor de diferentes lenguas además del castellano: árabe, francés, inglés y gaélico.

El padre de Don Juan de Ayala, Don Sancho, había querido que su hijo fuese instruido desde muy pequeño por eruditos escribanos en las ciencias y filosofía que se enseñaban en el mundo cristiano y musulmán de la época. Él mismo era conocedor de idiomas, pues en su juventud había sido diplomático y traductor durante tres años de su majestad el rey-niño Don Fernando IV de Castilla, conocido como el Emplazado. Gracias a ello, Don Sancho había hecho gran amistad con personajes influyentes de diferentes nacionalidades, con los que le gustaba discutir sobre todo de Aristóteles, Abengabirol y Averroes. El pensamiento cristiano imperante lo encontraba pobre y falto de fundamento, salvo la figura de Tomás de Aquino, por sus interpretaciones de los textos antiguos y de la metafísica. Él lo admiraba, pues enriquecía con ellos la fe católica. Tal era su amor por las letras, estos autores y las relaciones personales con otras culturas que consiguió transmitir esas inquietudes a su primogénito, lo que era para él todo un orgullo.

Don Juan de Ayala, pese a su semblante serio, era ufano en el trato directo, como su padre. Físicamente, poseía rasgos propiamente castellanos: cabello rubio oscuro, ojos de un vívido azul grisáceo, nariz recta y mentón afilado. Había sido usual en él llevar barba, aunque últimamente se la rasuraba más a menudo por tenerla demasiado cana. Don Juan siempre había destacado en altura sobre la media y, a la edad de cuarenta y cinco años, su complexión atlética y buen porte eran envidiables.

Era un hombre creyente: acudía a los oficios y comulgaba diariamente, pero no soportaba los nuevos brotes fanáticos contra antisemitas y árabes. ¿Acaso no podían vivir todos bajo unas mismas leyes y en tolerancia como en tiempos de su abuelo había sucedido en Toledo, bajo el reinado de Don Alfonso X, el Sabio? Sus opiniones se las guardaba para sí en época tan convulsa, cualquier mal comentario era considerado una fatalidad y podía hacer caer en desgracia hasta a la mejor de las familias. Como su padre, pronto había asumido el cargo en la corte de diplomático, traductor y consejero de su joven majestad el rey Don Alfonso XI, al que también había acompañado en numerosas ocasiones en el campo de batalla. Aquella era su última misión antes de retirarse a disfrutar plenamente de su familia, y más ahora que, después de tanto tiempo, Dios le daba la oportunidad de ser padre de nuevo y los primeros conflictos raciales comenzaban a tomar peso en el reino. No veía la hora de acabar y aún no había empezado la que apuntaba que fuera su última misión para el monarca castellano.

El joven rey Don Alfonso XI lo había escogido como intérprete y guía de un grupo de escoceses venidos con la extraña misión de cumplir la última voluntad de su rey muerto Robert I Bruce. Don Juan de Ayala no entendía cómo el corazón embalsamado de un rey podría alcanzar la paz de su alma luchando contra el infiel, pero si ellos así lo creían, les facilitaría su cometido llevándoles a luchar contra el moro.

Los actos protocolarios ponían a Don Juan nervioso, pero cumpliría su última misión con el rey con solvencia. Normalmente no practicaba el gaélico y, como siempre que tenía que hablar por primera vez con extranjeros, temía no estar a la altura o no entender las palabras y sonidos de un idioma que normalmente no tenía al uso. El dignatario español daba cortos paseos a la espera de que arribara el bote mientras un pequeño grupo de mercaderes árabes desembarcaba tinajas llenas de especias para vender en el zoco e, inevitablemente, pensó en Zaahira, su esposa.

Don Juan de Ayala la había conocido años atrás, en una de las numerosas recepciones de Don Fernando IV de Castilla a las que acudía con su padre Don Sancho, quedándose prendado de su belleza y saber estar. Fue en unos bailes ofrecidos por la reina regente María de Molina a los nobles súbditos de la corona, con motivo de la conquista de la ciudad de Gibraltar de 1309. No le importó que fuera hija de un castellano hacendado y una sarracena de la jassa, ni que su familia lo fuera a repudiar por su relación con ella. Una cosa era que Don Sancho fuera amigo de judíos y árabes y otra muy distinta que aprobara mezclar su sangre con la sarracena.

Sin embargo, para Don Juan de Ayala no hubo otra mujer desde aquel instante. Recordó cómo había pensado que era más bella que una noche de verano.

Al día siguiente al baile, en el que la pareja no se había separado ni un segundo, el joven Ayala buscó entablar conversaciones con el tutor de la huérfana, un tal Don Alonso Pérez, tesorero de su majestad. El hombre vio en Juan de Ayala la salvación de su protegida y la liberación del deber que había contraído con su primo, padre de la joven. Don Sancho no vio con buenos ojos el compromiso entre los jóvenes pero, al ser la muchacha dama de la reina y tener una considerable dote, no se opuso.

Transcurridas las amonestaciones, Don Juan y Zaahira se desposaron a mediados de octubre de ese mismo año, en una boda íntima de no más de diez invitados. No había habido día en sus veintiún años de matrimonio que no se hubiera sentido el hombre más feliz de la península.

Zaahira era la luz de sus ojos, heredera de la exquisita educación y belleza que le habían dado sus padres. Sus progenitores se habían conocido en 1282 en la Escuela de Traductores de Toledo, donde su padre estudiaba los textos antiguos y su madre copiaba ejemplares del Corán gracias a su extraordinaria caligrafía. La madre de Zaahira era hija única en una familia de ulemas bien avenidos dedicados al estudio y difusión de los textos antiguos. Pronto surgió una estrecha amistad entre el castellano y la katiba, hecho que mantuvieron en total secreto para evitar que fuera repudiada. En una de las reyertas fanático-religiosas tras la muerte del rey Don Alfonso X, los abuelos maternos de Zaahira habían resultado muertos, oportunidad que aprovechó el padre de Zaahira para declararle su amor a la madre y huir ambos de Toledo a Al-Ándalus para poder desposarse. El joven castellano se trasladó a Malaqa con su esposa y mantuvo exangüe contacto con su familia, que no llegó a darle la espalda pero que le prohibió volver a sus tierras de Castilla. La salud precaria de su mujer que, cuando habían dado por perdida la esperanza de tener descendencia, quedó preñada, le llevó a tomar como nodriza a una mora llamada Khalida para que la ayudara en la crianza de su hija. Fueron tiempos de bonanza, donde la joven Zaahira creció feliz.

Sin embargo, a la edad de siete años, Zaahira perdió a su madre cuando esta daba a luz a su segundo hijo. Tras esta desgracia, su padre se trasladó a la corte para que la niña adquiriera una educación adecuada a su rango. A pesar de sus orígenes mestizos, Zaahira consiguió con quince años ser dama de la reina regente María gracias a su exquisita educación, su prudencia y su extraordinaria belleza. Pero no tardaría su padre en descansar junto a su amada esposa por unas fiebres, dejando prácticamente sola a la joven.

Khalida, su nodriza, que no había dejado de estar cerca de la familia pese al paso de los años, se hizo pasar por una criada personal de la joven y empezó a formar parte del servicio de Don Alonso Pérez para no perder el contacto con Zaahira. La mora la había acompañado siempre desde entonces y, cuando al casarse con Don Juan, ambos se trasladaron a Malaqa, Khalida siguió al joven matrimonio gustosa. Era tal el cariño que los unía que, para todos, más que la nodriza o la sirvienta, era considerada una yaya o la abuela materna.

De su cultura mora, Zaahira solo guardaba el amor por el agua y la caligrafía inculcados por su madre, el saber de las plantas medicinales que le transmitía Khalida, a la que quería como a una madre desde la tierna infancia, y unos bailes muy sensuales que volvían loco a Don Juan de Ayala.

Zaahira había dado a Don Juan tres hermosas hijas: la mayor era Leonor, que acababa de cumplir dieciocho años; la seguían Elvira con diecisiete y la pequeña Isabel, de trece. Eran su orgullo. Recientemente, Dios les había bendecido de nuevo con un hijo, que esperaban impacientes para la Natividad. En el fondo de su corazón, Juan deseaba que fuera niño, pero Zaahira siempre le decía riendo que no se hiciera ilusiones, porque solo sabía engendrar hijas.

«¡Menuda mujer, qué carácter!», sonrió al recordarlo mientras veía cómo poco a poco se iban acercando los dos botes a la galeota de los escoceses. «¡Qué ganas tengo de retirarme, volver a casa y disponer de un lugar seguro donde mi esposa Zaahira y mis hijas no teman por sus raíces árabes!». Su familia era su vida, de ahí el celo con el que había intentado protegerla de las crecientes revueltas hostiles contra mozárabes, muladíes y árabes de los últimos tiempos. No hacía más que pensarlo una y otra vez: en cuanto pudiera, pediría permiso al rey por los fieles servicios prestados y marcharían prestos a donde su mestizaje no supusiera ningún problema. Si los cristianos conseguían el Castillo de la Estrella de Teba, pronto Malaqa caería también y temía los saqueos y represalias con los judíos y los mudéjares de la ciudad.

El puerto de Sevilla era un enclave logístico y comercial de primer orden, además de uno de los pocos puertos fluviales de Europa donde el trasiego de materias primas no cesaba ni de día ni de noche. Los barcos esperaban pacientemente para acercar sus pasajeros y mercancías al embarcadero por turnos antes de ser vaciadas por completo sus bodegas.

El viaje en barco estaba llegando a su fin. El capitán veneciano mandó trabar el timón de codaste a un grumete mientras otro echaba el ancla. La galeota solo contaba con dieciséis marineros de distintas nacionalidades aparte de sus pasajeros y, en los periodos de viento escaso para ser empujados por las velas, todos habían echado una mano a los remos para no retrasar aún más el viaje. La seguridad de los barcos era lo primero y la marea no acompañaba a los escoceses. Un barco encallado podría retrasarles durante horas y ese era un riesgo que ninguno de los allí presentes quería correr, por lo que el tramo hasta tierra se haría en barca de remos, para evitar inmovilizar el navío más tiempo del necesario. El grupo de escoceses comenzó a empaquetar sus escasas pertenencias ante el inminente desembarco. Eran poco más de una treintena de leales a Robert I Bruce dispuestos a cumplir la última voluntad de su amado rey.

Sir James Douglas sentía cómo el sudor le brotaba en la sien y se le secaba en la piel sin tiempo de poder reaccionar siquiera para enjugárselo. No quería pensar en el calor que haría en verano si ya a finales de mayo calentaba así el sol. Se asomó por la borda supervisando las labores de acercamiento al muelle y observó cómo terminaban de plegar la gran vela rectangular con la heráldica del león del mástil mayor, esa que no estaba sujeta a ningún trinquete, y la vela más pequeña prácticamente inmóvil por la escasez de viento.

Sir James se llevó instintivamente la mano derecha al relicario de plata esmaltada donde guardaba colgado el corazón embalsamado de su rey, de su amigo, del libertador de Escocia. Con él portaba la firme promesa de devolver la paz al alma atormentada de Robert I Bruce tras haber sido excomulgado.

Aún resonaban en sus oídos sus débiles y a la vez rotundas palabras en el lecho de muerte: «Quiero ser enterrado en Escocia, pero mi corazón debe ser embalsamado y llevado a Tierra Santa para combatir el Islam». Podía haberlo tomado por el delirio de un loco enfermo, pero sabía lo importante que era para su añorado compañero de armas que cumpliera su última voluntad. La enfermedad había consumido lentamente el cuerpo pero no el alma de Robert I Bruce. A través de los ojos de su amado rey, Sir James podía seguir viendo a aquel joven valeroso e idealista que, con firmeza y valentía, había luchado por el destino de Escocia. «¡Qué tiempos!», pensó con tristeza el highlander mientras se dejaba mecer por los últimos traqueteos del navío.

Toda la vida, Robert había ansiado el momento en que se confirmara la perpetua paz entre Inglaterra y Escocia. Tras ocho largos años de negociaciones, cuando por fin él mismo fue portador de la ratificación del Tratado de Northampton, donde se confirmó la paz y libertad de su país gracias al apoyo del papa Juan XXII a la causa escocesa, Sir James había tenido que darse prisa por la precaria salud de su rey. Al llegar a las estancias donde reposaba Bruce en el castillo de Cardross, en la ribera del estuario del Clyde, el guerrero había tropezado con el galeno que salía de la habitación del monarca. Sin embargo, el Laird ni se excusó ni dirigió una cruda mirada, pues tal era el asco que les tenía a esos matasanos que, cuanto más lejos los tuviera de sí, mejor. Malditos fueran ellos y sus sanguijuelas, todo lo solucionaban con aguas entintadas y esos bichos repugnantes.

Las noticias que Sir James portaba podrían dar el último hálito de vida a Bruce si se confirmaban los rumores que circulaban entre sus hombres del empeoramiento del rey. El negro velo de la muerte cubría el aire de una irrespirable humedad macilenta. Viendo cómo se alejaba el galeno despavorido por su presencia, el guerrero dudó un instante si entrar en la estancia e inspiró una bocanada de aire que fue expulsando lentamente. Finalmente, el deber y el deseo de ver al monarca aún con vida se impuso, a pesar de que le temblaban hasta las piernas, y entró. La habitación estaba prácticamente a oscuras y un hedor metálico a sangre le abofeteó la nariz hasta provocarle arcadas.

Se acercó a la cama de Robert y, viéndolo cubierto de llagas supurantes, tuvo que hacer un gran esfuerzo por mantener la compostura, pues apenas quedaban vestigios del gran guerrero que había sido. Sir James temía haber llegado tarde a la llamada de su rey, de su compañero de armas, de su amigo. Temía incluso no reconocerlo tras esa amalgama de úlceras y, más aún, que fuera él quien no lo reconociera…

La voz apagada de Bruce le requirió que se acercara a la cama y, con un gesto de la mano exangüe, buscó la suya para que se la sujetara brevemente en un gesto de camaradería. Sir James aguantó estoico el tirón con un nudo en la garganta e hizo lo que le pedía. No había temido nunca nada en la vida hasta ese instante, cuando vio a su rey y mejor amigo caer rendido en brazos de la muerte, quedando Escocia expuesta a una guerra civil sin un heredero fuerte que siguiera su legado.

El cuerpo de Robert I se rendía inevitablemente a la muerte, exhausto por la larga enfermedad, pero su corazón aún deseaba librar la última batalla en la que esperaba alcanzar la paz de su alma: la cruzada contra el infiel. Así se lo había confesado aquel día y así le juró Sir James que cumpliría su última voluntad. La ansiada bula papal de Juan XXII y los óleos para la unción regia llegaron seis días después de la muerte del rey que más había luchado por la soberanía del Reino de Escocia. Por esta razón, Sir James y un grupo de valerosos guerreros fieles a Bruce partirían para Jerusalén a dar descanso y redención a su maltrecha y errante alma.

Sin embargo, la pérdida de Acre en 1291 había dejado Tierra Santa sin presencia cristiana y en manos de los turcos. De ahí que el largo viaje terminara en España, donde Alfonso XI de Castilla, el Justiciero, había organizado una cruenta campaña contra el reino nazarí de Granada para reconquistar Al-Ándalus del infiel con la bendición del Papa.

Atrás quedaban las incursiones piratas por llevar al legítimo heredero al trono de Escocia, el enfrentamiento de Bruce y Comyn el Rojo, que terminó con el asesinato del último en la iglesia franciscana de Dumfries cometiendo por ello Robert sacrilegio y traición a la Corona por ser el otro sobrino de Balliol; las escaramuzas entre los clanes unidos a uno u otro bando, las primeras amargas derrotas, las trabajadas y gratificantes victorias como en Galloway, Douglasdale, Selkirk y Bannockburn, las palabras de aliento entre compañeros para que no decayera el ánimo, las maldiciones cuando algo no salía como se esperaba o asesinaban a alguno de los suyos, muchos, demasiados hombres… demasiados. También las noches en vela ante la inminente contienda alrededor de una hoguera, el orgullo de la coronación en Scone a la que la mayoría de los allí presentes había asistido y la posterior expropiación de tierras de todos, de Bruce y de sus nobles leales, incluso la excomunión papal retirándole el apoyo frente a los ingleses y el sinsabor amargo del destierro.

Atrás quedaba, en definitiva, el más poderoso vínculo que había unido a Escocia en pos de la libertad y de la independencia de Inglaterra. Tras su muerte, los trece años de paz vividos durante su reinado parecían no haber existido nunca. Los desheredados y desleales a la patria habían aprovechado la regencia del niño-rey David II Bruce para hacer nuevas incursiones comandadas por Eduardo Balliol con apoyo soterrado de los ingleses.

Y finalmente, allí estaba Sir James con sus hombres, en lo que preveía que fuera su última expedición, pues a sus cuarenta y tres años se sentía viejo y cansado para tales lides. Su pelo azabachado comenzaba a adquirir tintes plateados como la luna en las sienes y en la barba, dándole un aire regio y distinguido; en cambio, las bolsas y las pequeñas arrugas que limitaban sus audaces ojos daban clara muestra del cansancio que arrastraba. Dejó que la tibieza del sol llegara hasta sus huesos y cerró los ojos absorbiendo las sensaciones que le brindaba el barco. En sus callosas manos morenas apreció la pulida superficie de la borda y, pensativo, la acarició con el dedo pulgar. Allí se encontraban un grupo de leales sin otra cosa mejor que hacer que dar honor y descanso al alma atormentada de un rey, en un puerto extranjero cuya calidez, tan diferente al frescor de su amada Escocia, les secaba la garganta. Sentían los músculos laxos de tan largo viaje. «Nada que unas horas de descanso a la sombra no puedan remediar», pensó sonriendo y apartando por unos minutos de su cuello el pesado relicario de plata donde guardaba el corazón embalsamado de su amigo Robert I Bruce.

Sir James Douglas, elegido unánimemente paladín de la misión, miró a sus hombres, formidables guerreros y escuderos venidos de todos los puntos de las Highlands, con nostalgia por los tiempos aciagos que les habían tocado vivir. Su hermano John Douglas estaba recogiendo sus fardos y su claymore, a la vez que se dirigía al primero de los botes junto a Sir William Saint Clair de Rosslyn y su hermano y escudero también llamado John, Sir Walter Logan y los seis escuderos de confianza. Él mismo iría en el otro bote con Sir Symon Lockhart, recientemente nombrado caballero y portador de la llave del valioso cofre que contenía el corazón del rey; también con Sir Robert Logan de Restalrig y con su mano derecha, Sir William Keith de Galston, que tan magníficamente había capitaneado sus tropas en Berwick tiempo atrás. El resto de los escoceses embarcarían en botes posteriores con el resto de equipaje.

Todos eran hombres de su entera confianza, expertos guerreros y mejores personas. Una especie de gran clan unido por unos mismos intereses patrióticos y una sed de aventuras que los hacía imprescindibles e irreemplazables. Cada uno de los hombres que comandaba era tan valioso como cada uno de los dedos de sus manos. No podría elegir a ninguno por encima del otro. La mayoría de los escuderos eran hijos de grandes hombres, con los que había luchado innumerables veces, en pos de labrar su propia fortuna y buen nombre.

El primer bote había alcanzado ya la zona terrestre de atraque y amarre. Don Juan de Ayala se acercó hacia ellos y tendió la mano al gigante de pelo zaino que tenía frente a sí. Él no era bajo, pero ese hombre le sacaba prácticamente una cabeza. Y el resto de sus hombres eran tal para cual. Si Alfonso XI tuviera un ejército tan espléndido, ¡ancha sería Castilla!

Sir James le entregó a Don Juan el salvoconducto dirigido a Alfonso XI, rey de Castilla, y al Gran Maestre de la Orden Hospitalaria. Don Juan lo leyó rápidamente, comprobando que todo estuviera en regla. El disciplinado grupo de hombres le había causado muy buena impresión, cosa que no se esperaba y que hacía que se fiara de ellos, pues se había formado una imagen de ellos como «bárbaros ladrones de corazones» que no tenía nada que ver con la realidad. Se reprochó por ello su falta de objetividad. Así pues, les recibió en un perfecto gaélico, con toda la pompa y boato con la que el monarca le había insistido una y otra vez que lo hiciera.

Llamó al lacayo que le había acompañado y este aproximó los treinta y dos pura sangre como regalo de bienvenida del rey. Eran caballos espléndidos de más de metro y medio de alzada, de cabeza halcón, de cuello fuerte y arqueado, coronados por una larga crin trenzada, de pecho amplio y porte orgulloso. La grupa mostraba unas proporciones armoniosas, elegantes y potentes. El rey personalmente había elegido el alazán negro para Sir James Douglas, los castaños para sus caballeros y los tordos para los escuderos.

Sir James, acariciando al semental y acercando su cara al morro, respondió tan agradecido como sorprendido: «Go raibn maith agat1». Don Juan de Ayala, comprendiendo, sonrió. Siempre había pensado que aquel que cuida a un animal a su cargo posee nobleza de espíritu. Y esos hombres, por muy temidos que fueran en el campo de batalla, eran ante todo caballeros.

En ese momento regresó Don Alonso Jofre Tenorio, el almirante Mayor de la Mar y Don Juan de Ayala se lo presentó educadamente a Sir James Douglas, que le brindó un fuerte abrazo dejando asombrado a Don Alonso por la familiaridad. Don Juan tradujo el carácter bondadoso del monarca pues también les proporcionaría armas, víveres y parte del botín aparte de los caballos. Sir James se negó tajantemente con suma cortesía pues, si quería que su misión fuera bendecida, debería estar limpia de cualquier lucro.

Extrañado, el almirante Don Alonso montó sobre su alazán y, al inicio de la comitiva, los guió por las estrechas calles de Sevilla hasta llegar a los Reales Alcázares, un palacio fortaleza que databa de la época de Al Ramán III, allá por el año 913, y donde se hospedaba el rey. Mientras tanto, Don Juan se interesaba por el viaje de los escoceses y cerraba la escolta cabalgando en paralelo junto a Sir James.

Cruzaron en pleno día de mercado la bulliciosa plaza que limitaba con la robusta muralla que daba a la puerta de Montería. Accedieron al primer patio, también llamado de Montería por la afición del rey a la caza y a ese tipo de menesteres, y allí descabalgaron. La fortaleza estaba en plena fase de ampliación. Los artesanos se afanaban en sus labores para dejar terminada cuanto antes la Sala de los Consejos, dentro del palacio musulmán.

Don Alonso Jofre Tenorio se adelantó a avisar al rey de la llegada del grupo escocés. Entre tanto, los caballeros de Sir James Douglas ojearon los alrededores quedándose sobrecogidos ante la belleza de la construcción. Los castillos escoceses parecían rudimentarias edificaciones de piedra ante la majestuosidad mudéjar. Sir James preguntó a Don Juan si eran los reyes castellanos o los infieles quiénes habían hecho tan rico palacio. Don Juan le contestó a medias tintas, pues el término «infiel» no acababa de gustarle:

—Ambos. El palacio es mudayyan o mudéjar, que significa «aquel a quién ha sido permitido quedarse».

—Entiendo —dijo Sir James, maravillado.

La decoración de las paredes se estaba completando con yeserías propiamente islámicas, con motivos vegetales y escudos heráldicos. Los artesanos carpinteros probaban la lacería de madera ornamentada del techo y hacían los ajustes necesarios para su perfecta adecuación. La triple arcada del fondo era de una belleza sin igual.

Atravesaron la sala y llegaron al Patio del Yeso. Los caballeros creían haber visto ya lo más bello del palacio, pero la riqueza de las decoraciones era sublime y contrastaba con el material pobre en el que había sido hecho. «No subestimes al enemigo», pensó Sir James Douglas en ese momento. Y no se equivocaba.

Allí encontraron al rey, frente a una gran mesa de madera de roble, discutiendo sobre un mapa las posiciones del reino nazarí con Don Pedro Ponce de León el Viejo, ricohombre de Castilla, para tomar las fortalezas de Cañete y las Cuevas y así poder conquistar posteriormente Antequera. Hacía una semana que Don Alfonso XI había llegado de Toledo y se ponía al día de las posiciones y avances enemigos. A su lado estaba Don Alonso que, al verlos, susurró al oído del rey y este acudió a recibirlos como si del mismo Bruce se tratase.

Entre los asistentes, a Sir James le pareció ver a uno con un blasón inglés cosido en la capa pero, cuando volvió a fijarse mejor, no vio a nadie en aquella dirección y pensó que todo había sido fruto del cansancio. Empezaba a ver enemigos por todas partes, este vasto sol era una inagotable fuente de alucinaciones.

Alfonso XI los recibió con un gran banquete que duró tres días y tres noches. En él, comieron y bebieron manjares nunca probados anteriormente, siendo agasajados con vinos blancos afrutados y ásperos del color de la sangre de la tierra. Al fin y al cabo, se dirigían a la guerra y Dios sabe cuándo volverían a tener un festín semejante por delante. Don Juan de Ayala los acompañó en todo momento sirviéndoles de intérprete personal, tomando en tan alta consideración y aprecio a los escoceses que les ofreció alojamiento en su casa hasta que se previera la inminente guerra a mediados del estío.

En los días siguientes a los festejos, el rey castellano se reunió con los caballeros escoceses para ultimar la coalición militar de la que formarían parte. Estaban también Don Juan de Ayala, en calidad de intérprete, y los capitanes portugueses, aragoneses, leoneses y navarros que completarían la incursión. Entre todos acordaron reunirse a finales de julio en Corduba, desde donde partirían con sus tropas al encuentro del ejército infiel. Esos meses que restaban se alojarían en la casa de Don Juan. Al fin y al cabo, había sitio suficiente para todos, estaba a mitad de camino y se encontraba en terreno infiel, lo que les ayudaría a observar las tácticas del enemigo.

El rey no veía con buenos ojos que Don Juan de Ayala viviera en Malaqa y mucho menos que el grupo de escoceses se fuera con él. Si lo permitía era porque pocos hombres en el reino dominaban las lenguas y la diplomacia como Ayala y la posibilidad de tener a un hombre leal a la corona entre las huestes enemigas era un riesgo que podía correr. Obviaba que estuviera casado con una joven medio mora, por haberla tratado desde pequeño en palacio como dama de su madre y por el recuerdo afectuoso que guardaba de ella. A ojos vista, Zaahira podría pasar por una morena castellana; sin embargo, el mismo rey le había aconsejado que no vivieran en la corte para evitar que otros ricohombres lo hicieran objeto de burlas o rencillas ahora que las voces más intransigentes contra los musulmanes estaban cobrando más y mayor peso.

A la mañana siguiente partieron sin dilación. Tras varias jornadas de viaje llegaron a Malaqa, ciudad luminosa donde las hubiera, bañada por una costa de aguas mansas y una fresca brisa avanzada la tarde. La ciudad estaba amurallada y era más pequeña que Sevilla pero con un vivo comercio en sus calles. Los escoceses miraban impresionados las distintas indumentarias y colores de piel de sus habitantes, así como la cordial forma de tratarse entre ellos. Cualquiera diría que estaban en terreno infiel acechado por la guerra pues, ajenos a todo, sus habitantes iban y venían, dicharacheros, por sus calles.

Varios comerciantes del barrio genovés se acercaron a saludar a Don Juan de Ayala con entusiasmo. Los escoceses no entendían nada de lo que hablaban pero, por los gestos, advirtieron que su anfitrión era un hombre muy querido en el lugar.

Al llegar a la zona de la judería, Sir Walter Logan abrió la boca como si fuera a cantar gregoriano al ver los cuidados tirabuzones de los hombres de su alrededor, y mira que estaba acostumbrado a los peinados inverosímiles de los vikingos. Sir William Saint Clair se la cerró, divertido. Cuando los judíos se percataron de quién encabezaba el grupo, se aproximaron a saludarlos. Algunos de estos hombres llevaban ricas vestiduras de buen paño en colores grises y pardos y solo uno iba de negro; debía de ser el jefe o, como más tarde les dijo Don Juan, el rabino. En la cabeza llevaban una especie de sombrero o kipá, muy distinto al de los sacerdotes ingleses, que preferían el tonsurado de la cabeza. Los judíos parecían preocupados y señalaban continuamente las montañas que se alzaban tras la muralla de la ciudad.

Don Juan de Ayala les calmó con palabras serenas contándoles las nuevas de la corte y les invitó a que se acercaran a su casa a la mañana siguiente cuando los escoceses ya se hubieran instalado.

La casa de Juan tenía una fachada humilde, de adobe encalado, pero de grandes proporciones. Dejaron los caballos en el lateral izquierdo atados a unos postes y se dirigieron a la entrada principal, evitando entrar por la puerta de servicio para no interrumpir la faena propia del almuerzo. Dos de los lacayos se ocuparon de llevar las pertenencias de los visitantes al interior, seguidos muy de cerca por los escuderos escoceses, que no les quitaban los ojos de encima por si desaparecía algo.

—No es necesario que los sigáis, descansad hasta la hora del almuerzo —dijo Sir James, algo avergonzado por lo que podría pensar Don Juan de sus muchachos.

Sir Douglas se fijó en que los muros de la casa eran de adobe, robustos, de casi medio metro de ancho, y, a pesar del calor que había fuera, el interior estaba fresco. Por la gran puerta de madera podían entrar holgadamente un par de caballos con sus jinetes a pie. Nada más entrar había un poste para amarrar uno o dos caballos, supuso que estaría destinado para la jaca torda del intérprete. La sombra del gran muro hacía que el contraluz del primer patio fuera cegador. Una joven se acercó corriendo desbocada, con la cabellera al viento.

—¡Padre, padre, habéis vuelto! —gritó, sin importarle la compañía y abrazando a Don Juan con fuerza.

Sir James se quedó contemplándola sin reparo. La joven era muy hermosa; seguramente era la hija mayor de Don Juan, de la que tanto había escuchado hablar por el camino. Habían tenido mucho tiempo de travesía y el tema de los hijos había amenizado gran parte del viaje.

De Leonor, la hija mayor, Don Juan de Ayala había referido su inteligencia con los números y los idiomas, ya que desde bien pequeña le había acompañado en numerosas ocasiones en representaciones diplomáticas del rey. También había señalado su exquisita maestría con el arco (algo impropio en una joven), lo mal que se le daba el bordado y lo terca que podía llegar a ser. Nada había dicho de su extraordinaria y exótica belleza, lo que extrañó bastante a Sir James, ahora que veía lo hermosa que era.

Sí conocía datos del aspecto de sus otras dos hijas, Elvira e Isabel. Ambas tenían la tez clara y los ojos castaños; el pelo, rubio oscuro la primera y negro como la noche la segunda. Eran habilidosas en las tareas del hogar y muy hacendosas. «El orgullo de su madre», había dicho Juan.

Pero Leonor era diferente no solo a sus hermanas, sino a todas las mujeres que había visto anteriormente. Su piel era canela clara y su pelo, muy largo, era del color de la ceniza. Sus ojos pardos y almendrados destacaban debajo de sus perfiladas cejas. Su nariz, fina, de punta respingona, anticipaba sus labios carnosos, rojos como rubíes. Esbelta, grácil, pero de proporciones sinuosas, perfectas… una auténtica gacela. «El orgullo de su padre», dedujo Sir James, tras haberla visto.

Elvira e Isabel, que se habían quedado en un discreto segundo plano, se acercaron comedidas a su padre dándole un tímido beso en la mejilla y dejando paso a su madre, que se acercó con paso firme al esposo. Don Juan de Ayala agarró a su mujer por la cintura y la besó con calidez. Sintiéndose el centro de las miradas, se separó de su amada esposa y se dispuso a presentar a los invitados.

Zaahira, Elvira e Isabel hicieron una breve genuflexión a modo de saludo. Se retiraron al poco tiempo para organizar la recepción y supervisar la alacena para los próximos días. Sin embargo, Leonor les saludó en un aceptable gaélico, sugiriéndoles que la siguieran para mostrarles sus alcobas y el resto de la casa.

Sir William Saint Clair y Sir William Keith cruzaron un par de miradas cómplices. El desparpajo de la primogénita les había impresionado a todos, pena que estuviera prometida a un ricohombre castellano. Sir Symon Lockhart tuvo que hacer un gran esfuerzo por no quedarse embelesado mirándola y se detuvo a charlar un rato con ella mientras la ayudaba a acarrear sábanas limpias y más colchones.

Eran muchos: obviamente compartirían habitación. Para unos hombres que normalmente dormían sobre el suelo de guijarros y con el manto de estrellas como techo, unas mullidas camas de plumón de pato eran la habitación de un rey.

Todas las estancias tenían ventanas con postigos de madera que daban al gran patio interior. En este había una frondosa y variopinta huerta, además de un complejo sistema de riego que partía del pozo a una pequeña alberca, con un hermoso estanque circular de carpas de colores rodeado de jazmines, madreselvas y damas de noche. Entre los árboles había naranjos, limoneros, higueras y castaños. Los rosales caían en cascada desde los arcos del pórtico y los claveles habían sido plantados junto al muro que delimitaba el mirador. Una gran superficie de suelo de albero y emparrado se extendía más allá del jardín, por lo que no molestarían a la rutina de la casa con sus entrenamientos diarios. La sencillez de la casa se había quedado en el exterior, mientras que el interior estaba cuidado al detalle para realzar la comodidad y belleza de las estancias.

 

 

Malaqa, julio, 1330.

 

Durante los casi dos meses que Sir James y sus hombres estuvieron alojados en el hogar de Don Juan de Ayala se habían sentido como en casa. Por las noches se acercaban a la playa y entrenaban con las espadas a la luz de la luna o hacían competiciones bajo el agua. ¡Qué distintas eran estas playas de las que habían disfrutado desde niños en su amada Escocia! Estas aguas eran reposadas, suaves y cálidas mientras que las de las otras eran frías lenguas hirientes horadando el acantilado.

El intérprete apenas había estado con ellos una semana cuando tuvo que marcharse presto ante la llamada del rey. Eran meses de mucho trajín a causa de la inminente guerra y, como diplomático, Don Juan estaba encargado de recibir a los diferentes dignatarios y acordar los términos con los que prestaban apoyo a la causa cristiana de su majestad Don Alfonso XI.

En ausencia de su padre, Leonor había empezado a acompañar al grupo de escoceses en sus visitas a la ciudad, sirviéndoles de guía. Lo que no sabía decir con palabras, lo suplía con gestos y, en pocas semanas, los progresos de la muchacha con el idioma fueron milagrosos. Pasados un par de días, los guerreros cogieron las destrezas suficientes para manejarse solos por la ciudad sin perderse y poder hacer acopio de las provisiones sin necesidad de que los guiaran.

Leonor, en cambio, se seguía excusando ante su madre para poder seguir saliendo con ellos en sus exploraciones de la ciudad y alrededores. La joven se sentía cómoda rodeada de los aguerridos hombres y, si al principio los acompañaba porque ellos la necesitaban, ahora que era prescindible, sin lugar a dudas lo hacía por placer. Entre ellos se sentía con libertad de movimientos y las veces que le daban esquinazo para hacer sus entrenamientos en la playa libres de miradas indiscretas, la muchacha se las ingeniaba para seguirlos de lejos, ávida de conocer el manejo de las espadas de doble filo, algunas casi tan altas como ella, llamadas claymore.

Los escoceses se adaptaron muy pronto a las costumbres de la ciudad y acudían a maitines cada mañana, tras los que tomaban un copioso desayuno, ayudaban a recoger los jergones y se iban a la playa a entrenar hasta bien entrada la tarde. La rutina de los hombres comenzó a ser la de Leonor. Su madre Zaahira, por más que intentó hacerla entrar en razón sobre su comportamiento poco adecuado para su género y rango, desistió, pues era terca como una mula cuando se proponía algo. «Igualita que su padre», pensó Zaahira entre enfadada y risueña.

Una soleada tarde de principios de verano, mientras Sir James controlaba los ejercicios de espada de sus hombres, creyó divisar a la joven española entre las dunas. No era la primera vez que los seguía, llevaba haciéndolo alrededor de un mes, y, por lo que había llegado a conocerla, tampoco sería la última. Siempre se quedaba en las dunas, a una distancia prudencial, aunque ese día la joven portaba algo a su espalda y Sir James sintió curiosidad por saber qué era. Con un simple gesto, mandó a Sir Robert Logan que se acercara a averiguarlo.

No tardó en regresar el caballero con cara de pocos amigos, farfullando y sujetándose un pañuelo en el cuello.

—¿Qué os ha pasado?

—Digamos que la gata maneja la jambia tan bien como el arco —dijo airado Sir Robert Logan.

—¿En serio? —dijo Sir James arqueando una ceja, divertido—. Dejadme ver.

—Si no me llego a girar a tiempo, me rebana el cuello —dijo mostrándole el tajo a la altura de la nuez.

Leonor se acercó al grupo de hombres con paso indeciso y prudente. Ese gigantón pelirrojo la había asustado. No lo había oído llegar y, para cuando se dio cuenta de que era uno de los caballeros escoceses, ya le había cortado lo suficiente para marcarlo con una bonita cicatriz de por vida. Temía la reacción del jefe escocés y después la de su padre cuando regresara, pues empezarían con la cantinela de siempre sobre la incompatibilidad de ser mujer y utilizar armas, además de lo que este hecho escandalizaría a su futuro esposo, que se podía hacer daño y un largo y tedioso etcétera. Limpió el filo ensangrentado de la jambia y la guardó a su espalda.

—¡Señora, habéis asustado a uno de mis hombres! —mintió con jocosidad Sir James, alzando la voz para que se acercara sin miedo al grupo escocés.

—¿Que yo qué? —dándose cuenta de la mordacidad del comentario, Leonor asumió que se había equivocado—. Lo siento señor Logan, no le oí llegar y me asusté, lamento haberle herido —añadió cabizbaja y humildemente—. Permitidme curaros la herida junto a mi yaya Khalida cuando lleguemos a casa.

—Veo que lleváis un arco también. En estos tiempos funestos que nos han tocado vivir cualquier habilidad os puede salvar la vida. Deberíais entrenar más.

—¿Quién os dice que no…?

Leonor cogió con soltura el arco y tensó la cuerda con la flecha, dispuesta a mostrarle que el tiro con arco no era solo un divertimento para ella. Su pose era perfecta, hierática, con un total dominio del pulso y del ángulo del proyectil, como si el arco realmente fuera una prolongación de su brazo y la flecha la de sus dedos.

Sir James la había visto tirar desde lejos y sabía que era buena. El guerrero pensó en ponerle un reto de larga distancia, dificultándolo por la cambiante brisa de la orilla… algo imposible. Y tras otear los alrededores, le señaló la hebilla de la bota de uno de sus hombres, a más de cien pasos.

—Escoged Sir, ¿marco, puente o pitón?

«Esta joven es increíble», pensó Sir James al ver que aceptaba el reto. No se había amilanado ni por la dificultad de la acción ni por la posibilidad de quedar en ridículo ante un montón de expertos guerreros. A no ser que… No, era imposible hacer semejante proeza con esa brisa cambiante. Pena no disponer de un maldito MacGregor entre sus hombres, famosos por su habilidad con el arco, o de su gran amigo Sir William Brisbane.

Los highlanders se fueron acercando movidos por la curiosidad del reto del tiro con arco. Sir Symon Lockhart se cruzó los brazos a la altura del pecho mientras cavilaba qué ganaba Sir James dejando en ridículo a la muchacha si era un tiro imposible.

—La parte que une el puente con el pitón —le dijo Sir James a Leonor mientras acariciaba su barba al no vérselas todas consigo.

—Hecho —asintió Leonor que, mordiéndose el labio inferior y aguzando la vista, sin pensárselo mucho, tiró.

El silbido de la flecha precedió a una multitud de vítores. No daban crédito. ¡Que le asparan si había visto algo igual en su vida, había dado en todo el centro!

—¡Increíble! Caileag, ¿quién os ha enseñado a tirar así?

—Mi padre.

—¡Vaya con Don Juan! Es un tiro magnífico. ¡Magnífico!

—Pero él no sabe…

—¿Él no sabe que practicáis? —preguntó sorprendido Sir Symon Lockhart interviniendo en la conversación de Sir James.

—No.

—Entonces será nuestro secreto. ¿Verdad, compañeros? —sentenció Sir James, buscando el consentimiento de sus hombres—. Ya habrá tiempo de enseñarle al intérprete las extraordinarias habilidades de su hija.

Leonor respiró tranquila y sonrió ante el mote dado a su progenitor. La tensión por el incidente con Sir Robert Logan había desaparecido por completo.

Los hombres asintieron divertidos a las palabras de su jefe y pasaron el resto de la tarde y de las semanas siguientes enseñándole algunos buenos trucos a la joven española. Ella, por su parte, hizo lo mismo.

Leonor estaba emocionada como una niña pequeña. Entre esos grandullones highlanders se sentía segura y feliz, hasta el punto de quererlos como a una pequeña gran familia. Todos los días bajaba con ellos a la playa con la excusa de ser su guía y había forjado especial amistad con Sir James Douglas y con Sir Symon Lockhart, de los que escuchaba embelesada las leyendas e historias de esa lejana tierra llamada Escocia.

El padre de Leonor, Don Juan de Ayala, llegó a últimos de julio con un numeroso grupo de militares castellanos entre los que estaba Don Gonzalo de Ansúrez, prometido de Leonor. El joven ricohombre castellano era mano derecha de Don Juan desde su heroica participación en las batallas contra los sarracenos de Olvera y Pruna tres años atrás. Más aún tras hacerse público el compromiso con su primogénita.

Los Ansúrez eran una familia de regia estirpe venida a menos por los varapalos económicos. El cabeza de familia se había jugado las propiedades en negocios fallidos de mercadeo; por su parte, la madre padecía una extraña demencia que la mantenía recluida en un convento prácticamente desde el nacimiento de Gonzalo, su segundo y último vástago. Los hijos, ante semejante panorama, se habían visto obligados a empeñar la escasa herencia que les quedaba para la compra de caballos y soldados de a pie con los que poder luchar contra el infiel bajo la tutela de Alfonso XI de Castilla, en un último intento de tener el favor real. Pero en la toma de Ayamonte, el capitán Don Nuño de Ansúrez, su hermano mayor y heredero, había fallecido en una emboscada a manos de los moros, dejando a su familia rota por el dolor y a Don Gonzalo como única cabeza cabal de la familia.

El ricohombre, al saberse el centro de atención de los guerreros escoceses, apenas le dirigió un par de cumplidos y besos castos a Leonor, yéndose rápidamente con sus impacientes hombres.

«Será por lo cercano de la batalla», pensó Leonor, extrañada por la actitud indiferente de su prometido. Don Gonzalo no era un hombre que destacara por ser cariñoso, ni tampoco se deshacía en halagos con ella, era más bien reservado con sus sentimientos. Carecía de ese carisma innato y seductor que volvía locas a tantas mujeres.

Era un joven bien parecido, de rasgos angulosos y ojos de un color miel amarillento indescriptible, vivaces como los de una comadreja. Tenía el pelo rubio ensortijado y una barba rala cuidada que le hacía aparentar ser mayor de lo que en realidad era. Andaba con el aire de quien ha nacido en noble cuna y cree que el mundo ha de rendirse a sus pies a cada paso.

Leonor nunca había considerado a Don Gonzalo como el caballero de brillante armadura por el que bebería los vientos y del que se enamoraría perdidamente. Él había sido el primer muchacho que se le acercó estando de visita con su padre en la Corte y habían simpatizado desde el primer momento. Era un par de años mayor que ella, pero cuando se conocieron no eran más que unos niños a los que les gustaba tirar piedras al río Guadalquivir y dibujar con palos sobre el albero. Cada año coincidían durante el mes de mayo y el de octubre en Sevilla, hasta que dejaron de ser tan niños y sus destinos se separaron.

Los jóvenes habían compartido juegos y confidencias hasta que él había comenzado a asistir a su hermano como escudero en las cruzadas y habían dejado de verse durante casi cuatro años. A su regreso de las primeras ofensivas por mar y tierra al reino nazarí de Granada en 1326, comandadas por Don Alonso Jofre Tenorio, Gonzalo se quedó extasiado al ver a Leonor. La que había sido su compañera de juegos de caballeros andantes y princesas había dejado de ser una niña escuálida y desgarbada para convertirse en la más bella de las jóvenes. Hasta que él se había decidido a cortejarla tras la muerte de su hermano, Leonor ni siquiera se lo había planteado. Para ella, el castellano no era más que un amigo con el que se lo pasaba bien. Tras un mes en la corte algo distante de Leonor, Gonzalo se presentó con su padre en Malaqa en noviembre del siguiente año con la intención de formalizar su relación con Don Juan de Ayala. El casarse con la bella Leonor no sólo le daría la ansiada posición en la corte castellana, pues Don Juan era altamente estimado por su majestad, sino la posibilidad económica de recuperar las tierras de su familia gracias a la cuantiosa dote. Muerto su hermano, él era quien debía salvaguardar el bienestar de su linaje.

El compromiso entre Don Gonzalo de Ansúrez y Leonor de Ayala se acordó entre hombres y la joven acató la voluntad de su padre sin tener otra opción. El noviazgo se había alargado más de lo previsto, debido a la llamada del rey Alfonso a sus ejércitos para luchar contra el infiel; sin embargo, ya tenían fecha del enlace para el veintinueve de septiembre, festividad de San Miguel, tras recuperar previsiblemente el castillo de la Estrella para los cristianos. Por ello, Leonor no entendía esta nueva actitud de Don Gonzalo con los guerreros escoceses. Él, que siempre había pecado de locuaz y dicharachero, parecía ahora ensimismado e incómodo con la presencia de los highlanders.

Don Gonzalo no aprobaba que su prometida tuviera tanta confianza con ese grupo de bárbaros vikingos, sobre todo con uno de los capitanes más jóvenes, Sir Symon Lockhart. Por primera vez, tenía frente a sí a un rival a su altura, aunque ni bajo la peor de las torturas estaría dispuesto a admitirlo. El que no entendiera ni una palabra de lo que decían los escoceses tampoco ayudaba mucho, enfadándose cada vez que ella les reía alguna gracia en su idioma natural. En definitiva, por una cosa o por otra, no quiso siquiera aparentar ser cortés en el trato con los invitados de su futuro suegro.

Leonor había pasado toda la mañana esperando que su prometido se acercara a ella pero, llegada la tarde, él se había ido a descansar y no lo había visto siquiera. Tras la cena, sería la reunión para disponer la inminente partida a la lucha contra el infiel y no habían cruzado más que un par de frases corteses.

La joven iba traduciendo a los escuderos los acuerdos más importantes que iban tomando los Lairds con los castellanos. Entre otros arreglos, se dijo que partirían a la mañana siguiente hacia la frontera de Al-Ándalus y que había aún muchos puntos que tratar antes de emprender la marcha, como en qué destacamento estarían los escoceses y bajo el mando de quién lucharían, por ejemplo. Don Juan de Ayala expuso que el rey Alfonso había cambiado de planes, partiendo hacía dos días de Corduba con su ejército. Los esperaría cerca de Teba. El monarca castellano quería asegurarse el castillo con intención de marchar posteriormente sobre Antequera y plantarles cara a los tres mil jinetes del general árabe Ozmín que tantos agravios y hostigamientos habían creado en la frontera.

A los escoceses, el hecho de cambiar a última hora lo que habían acordado en la corte no les hizo ninguna gracia, pero callaron por respeto a Don Juan de Ayala.

Don Gonzalo cuestionaba todas las órdenes de Sir James Douglas y del propio Don Juan de Ayala hasta el punto de tener este último que llamarle la atención en dos ocasiones. A Don Juan le extrañaba el comportamiento de Don Gonzalo, pues el joven siempre se había mostrado muy cabal y era un experimentado teniente que apuntaba a llegar a capitán tras esta batalla. Sin embargo, esa noche no dejaba de hacer comentarios impropios de alguien ducho en armas. Su estrategia de combate exponía a muchos hombres a una muerte segura y no daba su brazo a torcer fácilmente. Don Gonzalo salió de la reunión de capitanes muy airado y farfullando que solo acataría órdenes del rey, pues él era hijo de ricohombre de Castilla. Sir Robert Logan y Sir William Keith intercambiaron una mirada de cómplice desacuerdo. Ese muchacho tenía mucho que aprender aún…

Con tantos dimes y diretes, no advirtieron a los escoceses de las escaramuzas a las que estaban acostumbrados los sarracenos en el campo de batalla. Las cosas importantes siempre terminan quedándose en el tintero y Don Juan de Ayala no cayó en la cuenta de su error hasta que fue demasiado tarde.

Aún no había amanecido al día siguiente cuando Leonor y dos mujeres del servicio sirvieron un desayuno caliente y ligero. Asimismo, ayudaron a guardar los víveres y el agua en las alforjas de los caballos.

Leonor se despidió pesarosa de cada uno de los highlanders con un afectuoso abrazo. Esperaba volver a verlos a todos de vuelta o al menos a la mayoría de ellos, aunque sentía una extraña quemazón en el corazón, como un pellizco en las entrañas que la tenía intranquila. Algo no marchaba bien, lo presentía. Nunca antes le había costado tanto decir adiós y eso solo podía ser por el cariño que les había cogido. Quizás solo fuera eso, el temor de que no regresaran. Se obligó a memorizar sus caras, una a una, por si no los volvía a ver más. Sollozó.

Cuando llegó a la altura de su prometido, Don Gonzalo Ansúrez, se puso de puntillas y lo besó tiernamente en los labios, dejando su rostro pegado unos segundos a su mejilla. Don Gonzalo se tensó ante la inesperada muestra de cariño de Leonor ante el resto de los hombres.

—Princesa, yo…

Su cuerpo reaccionó ante el cálido y aterciopelado contacto de sus jugosos labios, hirviéndole hasta la sangre que se agolpaba en su entrepierna luchando por salir, mientras que se le erizaba el vello de todo el cuerpo. No supo qué responder ni con palabras ni con actos. Se sintió un estúpido imberbe en presencia de su primera novia y, avergonzado por su propia reacción, se subió en su caballo de guerra y salió al exterior sin ser capaz de corresponderle con un beso de despedida.

Leonor se extrañó de su comportamiento pues, en poco más de un mes serían marido y mujer ante los ojos de Dios. Para la joven, Don Gonzalo nunca había sido algo más que un amigo. Con él que había aprendido a descubrir las reacciones de su cuerpo ante las primeras caricias. La convicción de que pronto sería su esposa la había llevado a forzar cierta intimidad con su prometido. Quizás así consiguiera despertar unos sentimientos que aún no tenía hacia él.

Leonor no había considerado a Don Gonzalo como otra cosa que como amigo y, cuando el joven se declaró, le había sorprendido muchísimo verse vestida de repente de punta en blanco y recibiendo al padre de su «prometido» para acordar la dote y la fecha de una boda que nunca había deseado. Su padre, sin embargo, no cabía en sí de gozo por ver tan bien casada a su hija con un hombre tan espléndido a sus ojos, el hijo que nunca había llegado a tener. De eso hacía poco más de año y medio y, salvo un par de ratos a solas, en los que ambos habían conseguido escabullirse de la pequeña Isabel, en eso había consistido su noviazgo.

Leonor sabía que Don Gonzalo la quería o al menos la deseaba. Lo primero se lo había dicho el día que le pidió matrimonio, bajo las estrellas y a la luz de una luna tan grande, roja y llena como una cereza, acabándose ahí todo el romanticismo que hubiera podido desear en su relación. Sabía que la deseaba, hasta la más ingenua podía darse cuenta de cómo crecía lo que quisiera Dios que escondiese en ese calzón y que debía de ser como la de los niños de pecho, pero en un tamaño mucho más… ¿Cómo decirlo? Más grande.

De igual modo sabía que Don Gonzalo había decidido que se trasladarían cuanto antes a la corte sevillana, incluso al norte, a Castilla, y que dejaría todo lo que quería y amaba atrás, sin pedirle opinión siquiera.

Aunque lo suyo no era un amor de esos que tanto adoraba leer, era lo único que tenía y se sintió sola: su padre siempre la había querido mucho pero ella no había conseguido cumplir sus expectativas por mucho que se esforzara; la relación con su madre siempre había sido tensa, precisamente por su obstinación de ser el hijo que nunca había tenido su padre; sus hermanas eran más pequeñas y apegadas a su madre… Leonor se sentía como una enferma desahuciada a la que no iban a volver a visitar nunca más. Se consolaba pensando que Don Gonzalo era un hombre justo y sería un buen padre para sus hijos. ¿Qué esperaba? ¿Un hombre que la tratara como a un igual, que le pidiera su opinión y la respetara? No era una necia, sabía que la relación que tenían sus padres era precisamente una excepción y no aspiraba a un amor tal o, al menos, había dejado de hacerlo hacía tiempo.

Ese amor no existía, estaba convencida de ello. Y, resignada, había llegado a creer que el amor de Don Gonzalo era lo máximo que podía aspirar a tener. Se abrazó con fuerza la cintura para suplir la pérdida de una niñez despreocupada y un mohín lastimero se plasmó en su cara. A lo sumo en un mes estaría casada y viviría como un ruiseñor en una jaula de oro, aparentando ser lo que nunca había querido. Tenía que aprender a olvidar. Resignada, Leonor volvió a su habitación. Desde su ventana vio cómo la expedición con Don Gonzalo al frente se perdían en la lejanía, sin mirar atrás.

Los escoceses habían presenciado la frialdad de la despedida de los novios y no daban crédito a lo que habían visto sus ojos. Desde sus monturas, los hermanos Logan se hicieron unas confidencias en voz baja que pronto fueron rechazadas por Sir James, quien les rogó prudencia.

—Si yo tuviera a mano a una mujer como ella, no solo ya me habría casado, sino que no dejaría ni un minuto de mi vida sin adorarla —dijo Sir Walter Logan a su hermano mientras seguían al caballero castellano a cierta distancia.

—Vos siempre habéis sido un romántico bardo —le espetó jocoso Sir Robert —, pero en este caso he de daros totalmente la razón.

 

 

Teba, agosto, 1330.

 

Tras dos jornadas a caballo y bajo un sol infernal, al mediodía del primer día de agosto, los escoceses y el grupo de castellanos liderados por Don Juan y Don Gonzalo se unieron al ejército de Alfonso XI de Castilla cerca de la frontera con Al-Ándalus. Más que cansados estaban expectantes por entrar en acción. Don Juan de Ayala se colocó entre el rey y Sir James para servirles de intérprete y ser partícipe de los últimos acuerdos tomados antes de la batalla final.

El ejército cristiano era una amalgama de aliados castellanos, leoneses, aragoneses, almogávares, templarios portugueses, monjes-soldados de nuevas órdenes militares y el pequeño grupo escocés.

Los caballos coceaban impacientes y los hombres de a pie no parecían más que labriegos sin mucha experiencia con las armas. A la mayoría de ellos las ropas les quedaban grandes; cogían las espadas melladas como azadones, sin experiencia alguna. Si el rey castellano no tenía un as en la manga, eso se presentaba como una cruenta carnicería nada más echar una ojeada.

Sir James recordó las primeras escaramuzas perpetradas con Bruce. El duro entrenamiento de los hombres que se fueron uniendo a su causa, las noches en vela bajo el manto de estrellas que tuvieron que pasar antes de conseguir la pequeña victoria en Glen Trool… ¡Qué tiempos! Se llevó la mano al relicario que llevaba sujeto al pecho en un ornamentado cofre de plata, acariciando los eslabones de la cadena uno a uno, como si de un rosario se tratase. En cuestión de seis días, un número cercano a los seis mil sarracenos tomaban posiciones junto al Castillo de la Estrella, comandados por Ozmín, benimerín y mano derecha del jovencísimo rey moro Muhammed IV de Granada, para auxiliar a sus compatriotas sitiados en el castillo.

El ejército árabe era espléndido y obedecía ciegamente a la talentosa estrategia de su líder. Más de tres mil de sus hombres iban a caballo y se organizaban haciendo incursiones de las que desaparecían casi por arte de magia. Eran terriblemente rápidos y pacientes a la hora de cubrir sus posiciones.

La fortaleza de la Estrella, Hisn Atiba, era la más grande situada en la frontera del Reino Nazarí y presentaba dos recintos amurallados que dificultaban el asalto al interior. El exterior, en cambio, estaba provisto de dieciséis torres cuadradas distribuidas para la vigía, otra circular orientada al noroeste y la última octogonal al norte. El muro del castillo estaba cubierto por ricos materiales como mármoles y labrados estucos policromados, con ventanales rectangulares que daban luz al interior.

El asedio duraba ya tres semanas. Los escoceses eran incapaces de limitarse a plantar cara a las continuas escaramuzas que a modo de goteo intentaban hacer brecha en la retaguardia cristiana. El sol abrasador de Al-Ándalus en pleno agosto comenzó a pasar factura a los escoceses. El río Guadalete era una auténtica lengua de fuego humeante y, al mediodía, tomaba la apariencia de un sinuoso caldarium.

Un grito, no se sabe muy bien salido de la garganta de qué bando, dio por iniciada la sangría bajo un sol que repartía de todo menos justicia. La lucha fue encarnizada, sangrienta y muy igualada hasta el momento en el que Muhammed ordenó que la caballería atacara frontalmente al ejército cristiano.

Los escoceses, capitaneados por Sir James Douglas, repelieron el ataque con maestría. No se dieron cuenta de que el ataque era parte de un mecanismo de distracción de los berberiscos llegados de los desiertos africanos para colocar el grueso del ejército sarraceno en la retaguardia del campamento cristiano, dejándolos así rodeados a la merced de las huestes moras.

El rey castellano, habiendo recibido informes sobre la estrategia musulmana, dejó desprotegida a la tropa que había repelido el ataque frontal de la caballería y mantuvo la resistencia en la retaguardia. Ordenó que conservaran sus posiciones hasta nueva orden.

A pesar de la desventaja, los escoceses lucharon con valentía hasta que un grupo de jinetes zenetes nazaríes liderados por Ozmín se dispuso a huir más al norte. Sir Douglas jaleó su caballo imprudentemente junto a tres de sus hombres tras los pocos enemigos que quedaban.

Sir William Saint Clair consiguió matar a siete sarracenos a golpe de claymore, pero no paraban de llegar más, venidos de todas partes, como si las entrañas de la tierra los escupiera armados hasta los dientes a cientos. El sol de agosto era abrasador y el sudor impedía que el highlander viera y pensara con claridad. El agotamiento a causa del clima le estaba pasando factura.

La forma de luchar era muy distinta a la que los escoceses estaban acostumbrados. En la galopada de persecución se separaron demasiado del contingente cristiano, lo suficiente como para que los sarracenos se reagruparan y los rodearan en pequeños grupos y por separado. Habían caído en la trampa.

El valle de Guadalteba era un horno sin sombra donde guarecerse… Una buena fosa de jaras, esparragueras y romero, si es que algo dejaban los buitres leonados y una bandada de cuervos que sobrevolaban hacía rato el cielo esperando darse el festín.

En medio de la vorágine, Sir Symon Lockhart vio cómo uno de los moros se escapaba para pedir aún más refuerzos y debilitar la retaguardia cristiana y, sin pensárselo, puso su caballo de guerra al galope para darle caza. La llave del relicario que portaba el corazón de su rey brilló a medida que se alejaba del grupo de sus compañeros. Sin saberlo, había salvado la vida. Sir James Douglas, en cambio, fue en ayuda de Saint Clair, pero se encontró igualmente rodeado por la emboscada, repartiendo mandobles a diestro y siniestro.

Al llegar a la altura del moro, Sir Symon se abalanzó sobre él tirándolo del caballo. En el suelo, durante el forcejeo, advirtió que no era más que un niño vestido con ricos ropajes de guerrero y se apiadó de él. Atándole las manos y los pies, lo subió como un saco a la grupa de su caballo, sin saber muy bien qué hacer con su prisionero. Cuando miró hacia el lugar donde había dejado por última vez a sus compañeros, un dolor fino como un punzón helado le atravesó el corazón.

Las huestes moras, en ese punto, no parecían tener fin y supo, por la expresión de los rostros de sus compañeros, que sabían que había llegado su hora. En un último intento de salvación, Sir James Douglas se encomendó a Dios y, tirando lejos del enemigo el relicario de plata que llevaba colgado al pecho con el corazón de su amado rey, gritó, esperando un milagro que ahogara a las huestes enemigas como en su día hizo Moisés en el mar Rojo:

—¡Ahora mostradnos el camino, ya que venciste, y yo te seguiré o moriré!

El relicario volaba por encima de las cabezas de los escoceses y una nube de asaltantes nazaríes caía como una plaga de langostas sobre sus amigos.

Pero Dios ese día no estuvo con ellos, ni siquiera Bruce. Al pequeño grupo inicial comandado por Sir James se le unieron prácticamente los demás escoceses y en un intento vano de rescatar a sus compañeros cargaron contra el infiel. Pese a los esfuerzos por rescatarlos, los árabes eran muy superiores en número y conocedores del terreno, engulléndolos sin posibilidad alguna de salvación en su estudiada estrategia del torna e fuye. Casi todos los escoceses acabaron muertos: Sir James Douglas, Sir William Saint Clair, Sir Robert Logan… En menos de un minuto, la marabunta se dispersó en busca de nuevas presas. Por más rápido que Sir Symon había jaleado al caballo, al llegar al lugar ya no había nadie por quien luchar. Se sintió desmoralizado y cabizbajo.

El capitán escocés había perdido a todos sus amigos en cuestión de minutos en el campo de batalla y sentía un vacío en el corazón que difícilmente sería capaz de llenar en mucho tiempo. A la mayoría de esos hombres los conocía desde pequeño, incluso había sido escudero de alguno de ellos, y el dolor que sentía por su pérdida apenas le dejaba respirar.

Sir Symon temió verse solo en aquella guerra que no era del todo suya y tuvo que hacer un gran esfuerzo por no hincarse de rodillas y esperar su fin. Recobrando la lucidez del instinto de supervivencia, rebuscó con premura el relicario que portaba el corazón de su amado rey entre los cuerpos sin vida de sus amigos pero no lo encontró. Entre sus dedos, jugueteó nerviosamente con la llave que pendía de una cadena sobre su pecho y, asiendo las riendas del caballo, marchó hacia el grueso del contingente cristiano.

A lo lejos, Sir Symon Lockhart pudo apreciar cómo su joven escudero Cathasaigh ayudaba a un maltrecho Sir William Keith de Galston y un halo de esperanza volvió a su alma. No estaba solo… Cathasaigh, con tan solo catorce años, a golpe de mandoble, intentaba levantar a Sir William Keith y abrirse paso entre un pequeño grupo de zenetes. No había tiempo que perder. El ejército sarraceno se estaba reorganizando y se sentía victorioso ante la pasividad de los castellanos; si él no conseguía brindarle su ayuda, perecerían sin remedio. Espoleando el caballo hasta la extenuación, Sir Symon llegó para cubrirles las espaldas en el último momento.

El rey castellano aprovechó el descalabro de los mártires escoceses para asestar un duro golpe final al ejército sarraceno, que terminó con el asedio cristiano al castillo. Con ello había matado dos pájaros de un tiro: conseguiría el importante enclave logístico que era el castillo de la Estrella en Teba y recibiría el beneplácito de Eduardo III de Inglaterra, que era un poderoso aliado a tener en cuenta en un futuro, a pesar de sus dieciocho años. Aprovechando el odio del monarca inglés hacia los escoceses, Alfonso XI había jugado bien sus cartas: por un lado había permitido al grupo liderado por Sir James participar en lo que ellos consideraban una cruzada contra el infiel y, por otra parte, el haber descuidado la defensa de sus aliados le ayudaría a ganar simpatías con el rey inglés.

 

Don Juan de Ayala estaba desolado ante la masacre. No sabía nada de las intenciones funestas de su rey para con los escoceses. Eran buenos hombres, no merecían morir así en una guerra que no era suya. Con permiso del rey, mandó a Don Gonzalo Ansúrez y a cuatro de sus hombres a que dispusieran el viaje de vuelta sin más dilación. Malhumorado por tener que marcharse cuando tan cerca estaban de celebrar la victoria contra los árabes y recabar el botín, Don Gonzalo partió de mala gana hacia Malaqa.

Al día siguiente de la fatídica batalla que se cobró la vida de casi todos los escoceses, Muhammed IV mandó una comitiva morisca con los restos sin vida de Sir James Douglas y el relicario con el corazón de Robert I Bruce al campamento cristiano, vencedor de la guerra, pues le habían referido de la heroica lucha de los escoceses.

Asimismo, el muchacho que había capturado Sir Symon Lockhart resultó ser un inexperto emir y la madre quiso darle al highlander una cuantiosa suma de dinero como compensación por su vida y, cogiéndole de las manos le colocó en la derecha una gema preciosa del tamaño de una nuez, triangular y roja como un rubí. La joya en sí misma era espectacular y Sir Symon buscó la aprobación de Sir William Keith con la mirada, mientras Don Juan de Ayala iba traduciendo lo que la mora explicaba sobre las propiedades de la antiquísima piedra.

La piedra preciosa, un singular corazón rojo como la sangre, tenía supuestos poderes curativos contra la rabia, fiebres, hemorragias y ciertas enfermedades en caballos y ganado… En un principio, Sir Symon no quería aceptar nada de esta mujer y, desdeñoso, escuchaba falto de interés todo cuanto Don Juan de Ayala le refería, pero al ver el gesto adusto de la mora y del intérprete, adoptó una seria pose de cautela.

Según la nazarí, la piedra actuaba como remedio medicinal al ser mezclaba con agua. La piedra en sí era de extraordinaria belleza, por lo que Sir Symon finalmente aceptó el presente con un sencillo «gracias». La mora, cerrando la mano del joven guerrero con la piedra dentro y deseándole buen viaje de regreso a casa, le devolvió la reverencia y se marchó con su hijo sin volver la vista atrás. Lockhart guardó la piedra presto y con sumo cuidado entre sus objetos personales, desconociendo realmente el valor de la misma.

Sir Symon seguía enfadado consigo mismo y con el mundo. ¿De qué le valía una bolsa de monedas de oro cuando habían pagado un precio tan grande? ¡Al diablo! Ni todo el oro del mundo le devolvería a sus compañeros. Sir William apaciguó sus ánimos e ideó que, con el dinero del rescate, conseguirían regresar antes a Escocia y dar paz a los restos sin vida de sus hombres.

El joven guerrero asintió e hizo un amago de sonrisa a Sir William, pues sabía que toda la ayuda monetaria sería poca si querían llegar cuanto antes a Escocia y tampoco quería ser desagradecido con el gesto de la madre del emir. Él, de haber sido el padre del muchacho, hubiera dado su vida por la de él si hubiera sido preciso.

En Teba, los árabes y los escoceses fueron realmente los vencidos: unos por haber perdido la tierra y los otros por haber perdido la vida. De España partirían con el corazón de su rey y con el corazón en piedra de aquella extraña tierra. Sir Symon se quedó rezagado y miró el lugar donde el día anterior había sido la batalla e, instintivamente, apretó entre sus dedos la llave del relicario para terminar montando su caballo. Sir William Keith y el escudero Cathasaigh lo esperaban junto a Don Juan de Ayala y una pequeña comitiva de hombres. Sir William le dio un afectuoso abrazo en un intento de transmitirle ánimo.

El camino de vuelta se hizo en silencio. El haber ganado la batalla contra el infiel se había visto empañado por los pocos hombres que regresaban a casa. A pesar de haber cumplido su palabra al fallecido rey y haber luchado en guerra santa contra el infiel, un sentimiento desolador los atenazaba. Quizás tenían que haber intentado llegar a Jerusalén como en un primer momento habían planeado. Pero ya era tarde incluso para pensarlo. El alma de Robert Bruce descansaría por fin en paz, no así sus conciencias en las que siempre resonarían la duda de si habían hecho lo suficiente para merecer el perdón de Dios y del papa. Los escoceses habían convenido pasar primero por la casa de Don Juan para despedirse de la familia del intérprete y recoger las escasas pertenencias que habían dejado allí.

 

 

Malaqa, primeros de septiembre, 1330.

 

Zaahira tarareaba por lo bajo una bella melodía mientras regaba los geranios en su casa de Malaqa y valoraba el crecimiento de los nuevos brotes que serían los últimos del verano. Hacía más de un mes que no tenían noticias de su marido, solo que el asedio del castillo de Teba iba para largo. El sol aún no estaba en lo alto pero el día se le antojaba más fresco que otras veces, lo que era de agradecer en su estado. Cualquier rutina que la hiciera olvidar la guerra bienvenida fuera. La mujer iba a llenar la regadera cuando se asustó al ver entrar al trote a los cinco jinetes en el patio de su casa sin parar en la puerta siquiera. Los militares estaban cubiertos de barro y sangre, casi mugrientos, y los caballos babeaban y coceaban sin resuello. Hasta que no se bajó del alazán, no reconoció al que pronto iba a ser su yerno, Don Gonzalo de Ansúrez. Su fiera mirada la hizo retroceder y tuvo que apoyarse en la pared para no desvanecerse al no ver entre ellos a su marido. Zaahira se asustó y comenzó a llamar a sus hijas con apremio.

Leonor salió al encuentro de la comitiva y se detuvo en seco al ver los pocos hombres que regresaban. Se lanzó impetuosa a los brazos de Don Gonzalo y le abrazó con fuerza con la sensación de que el corazón se le saldría por la boca al no ver allí a su padre. «Dios no puede ser tan cruel», pensó, «¿qué será de mi madre, mis hermanas y de la yaya si falta mi padre? Yo me casaré con Don Gonzalo en tres semanas y me marcharé a Sevilla o a sus tierras castellanas. Me iré lejos y… ¡quizás no volveré a verlas nunca!». Un gemido ahogado brotó de su garganta, tan doloroso y afilado como un punzón de hierro candente. ¿Por qué tenía que regresar él si no lo había hecho su padre? ¿Por qué? Intentó serenarse y buscar respuestas ante el enmudecimiento de su madre y sus hermanas.

—¿Qué ha pasado, Gonzalo, dónde está mi padre? ¿Y los escoceses?

—Casi todos muertos.

Leonor se plantó frente a él con los ojos llenos de lágrimas y sin esperar respuestas rápidas de sus labios.

—¡No! ¿Cómo? No puede ser. ¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

Zaahira se llevó la mano al vientre presa del dolor, Elvira e Isabel la sujetaron evitando que cayera al suelo. La pequeña criatura que había en su vientre protestó con una de sus primeras patadas pero, lo que hubiera sido motivo de gozoso regocijo, quedó eclipsado por las funestas noticias sobre el padre.

—Los sarracenos rodearon a tus heroicos escoceses —dijo con desprecio y alejándose de su prometida unos pasos como para regodearse de la historia que empezaba a narrar—. No previeron que estaban siendo emboscados por los malditos moros hasta que fue demasiado tarde para que ningún cristiano sensato pudiera ir a socorrerlos. Pero no tenéis por qué preocuparos, a estas alturas el castillo de la Estrella de Teba es cristiano y vuestro padre está sano y salvo junto a nuestra majestad Alfonso XI.

—Gracias a Dios —musitó Leonor con ira contenida, volviéndole el alma al pecho.

El corazón de Leonor aún latía desbocado. Maldito fuera por haberlas hecho creer con su silencio que su padre estaba muerto. Zaahira suspiró aliviada con lágrimas en los ojos.

—¿Quiénes han sobrevivido que conozcamos? —preguntó de pronto Leonor.

—Sir William Keith, Sir Symon Lockhart… pocos más.

—¡Oh…! –suspiró apesadumbrada y con los labios fruncidos por el dolor, recordando cada una de las caras de los admirables guerreros. Pero no podía seguir triste, no lo consentiría, no cuando tan valerosamente habían luchado por realizar su sueño. Esos hombres eran encomiables, eran loables, y si no olvidaba sus caras sus amigos vivirían siempre en ella.

Leonor no advirtió cómo los ojos de su prometido brillaban iracundos, mientras apretaba fuertemente los puños y tensaba la mandíbula al nombrar al joven capitán escocés. La joven estaba tan feliz porque nada le hubiera pasado a su padre que el resto pasó a un segundo plano.

—Princesa, mis hombres y yo estamos cansados. Necesitaríamos asearnos, en unas horas llegarán vuestro padre y los escoceses.

—Claro, claro… Madre, prepararé los baños, entretanto vosotras disponéis la cena.

Los ojos de Don Gonzalo volvieron a brillar rabiosos. Miró a sus hombres con recelo, pues no sabía si la habían escuchado dirigirse a la mora. Uno de ellos escupió al suelo, se limpió los restos con la desaseada manga y siguió cepillando su caballo sin mostrar nada más. Don Gonzalo, receloso, creyó ver un cruce de miradas entre sus hombres pero la verdad es que no sabía si en realidad se estaba volviendo loco o estaba siendo embrujado. Él, que olía a la legua un moro, no podía creerse haber pasado semejante infamia por alto. ¿Don Juan de Ayala desposado con una sarracena? ¿Estaría al tanto su majestad de todo esto? Sí, claro que sí, por eso le habría permitido vivir fuera de la corte, para evitar el constante escarnio. ¿Qué diría su padre al saber que su único hijo vivo se había comprometido con una mora? ¡Malditos infieles que le habían arrebatado hacía menos de dos años a lo que más quería! No se lo perdonaría jamás.

El joven castellano no había coincidido anteriormente con la madre de Leonor. Siempre había tomado a Don Juan de Ayala como viudo pues, las veces que habían coincidido en la corte, iba solo o acompañado por Leonor. Para él, Zaahira no era más que una sirvienta bastante hermosa con la que su futuro suegro fornicaba. No podía ser de otra manera, no podía ser su madre. De un empujón, apartó a Leonor de su campo de visión y asiéndola con fuerza del brazo, le inquirió:

—¿Zaahira es vuestra madre?¿Acaso no es vuestra nodriza? ¡Responded!

—¡Claro que es mi madre! —dijo Leonor zafándose sorprendida por la intensidad y el cariz de la pregunta—. ¿Quién os ha dicho lo contrario?

—¡Cerrad la boca, vamos! —dijo señalándole las escaleras con un giro de su mentón y tapándole unos segundos la boca con la mano por si no le había quedado suficientemente clara la orden.

Los sentimientos y pensamientos de Don Gonzalo se encontraban y alejaban entre iracundos y comprensivos, pasándose continuamente la mano por la ahora descuidada barba. Leonor, en un intento de calmarlo, le habló con dulzura sin saber muy bien qué le pasaba:

—No hace falta que me acompañéis, estaréis agotado de la batalla y del viaje…

Sin mediar más palabras, Don Gonzalo la volvió a coger del brazo y subió las escaleras al primer piso, llevándola prácticamente en volandas.

Estuvo preparando los baños ante la inquisidora mirada de su prometido. Leonor entendía que pudiera estar enfadado porque la conquista cristiana del Castillo de la Estrella de Teba les había costado demasiadas vidas por el camino y que también estaría cansado, incluso hambriento, pero no entendía por qué lo pagaba con ella. Don Gonzalo parecía un animal enjaulado a punto de vomitar un gigante.

—¿Se puede saber qué os pasa, Gonzalo? —preguntó Leonor mientras se secaba las manos tras comprobar la temperatura del agua.

—¡Maldita zorra, me habéis hecho creer que erais castellana, eso pasa! —dijo, sorprendiéndose a sí mismo por sus crueles palabras cuando adoraba el suelo que pisaba esa mujer. Ni él mismo entendía qué le pasaba. Él la amaba, la quería desde la primera vez que la había visto en el patio anexo a la torre almohade, camino a los Reales Alcázares de Sevilla. Intentó tranquilizarse pero estaba fuera de sí, como si el demonio se le hubiera metido en el cuerpo.

«¿Zorra?». Leonor, totalmente desencantada, no podía creer lo que estaba oyendo. «¿Qué no soy castellana?». Nunca se había parado siquiera a pensarlo. Cierto era que su madre era hija de padre castellano y madre mora pero, siendo a su vez Don Juan castellano... Daba igual lo que fuera o qué color tuviera su sangre. Si a su padre y a su abuelo no les había importado, ¿por qué tendría que importarle a él? Entonces lo entendió. Su querido hermano Nuño había muerto en manos de zenetes y eso no lo perdonaría nunca. Además, Don Gonzalo siempre había hablado con despotismo sobre los moros, aunque ella pensaba que era solo sobre aquellos que vivían en el Reino Nazarí y no bajo las leyes del rey Alfonso XI y los dictámenes de la Santa Madre Iglesia.

Leonor se sentía acorralada como una mariposa a la que le hubieran pegado las alas con melaza. Un nudo en la garganta le impedía respirar con regularidad y eso hacía que se sintiera confusa y mareada. Su Gonzalo, su prometido, la había insultado y vilipendiado cruelmente.

—Yo nunca os he mentido, Gonzalo —le dijo Leonor todo lo serenamente que pudo mientras intentaba tomar las riendas de la situación y le hablaba con sutileza e indiferencia, pues sus palabras la habían herido—. Si lo que queréis es zanjar vuestro compromiso conmigo, no tenéis más que decirlo, señor, y así se hará. Pero no oséis decir que mi familia o yo misma os hemos mentido.

La joven intentó llegar a la puerta con la actitud más digna que pudo poner, pero él se lo impidió cogiéndola por la cintura y atrayéndola hacia sí.

—Yo… no puedo romper el compromiso con vos. ¡No puedo, maldición!

Leonor no entendía nada. Primero la repudiaba por su sangre mora y después la agarraba como si temiera perderla, como si realmente estuviera enamorado de ella.

Don Gonzalo temblaba, duro como el granito. Leonor sentía como su descontrol iba en aumento y temió, por primera vez, que la situación se le fuera de las manos.

En ese momento, Don Gonzalo intentó besarla por la fuerza, pero Leonor se apartó limpiándose el beso.

—¡No me casaré con un hombre que repudia a mi madre y mi sangre! Yo soy lo que veis, la misma de siempre, no he cambiado. Y por supuesto que podéis anular la boda, con solo romper las amonestaciones. ¡Si no lo hacéis vos, lo haré yo! —amenazó precipitadamente Leonor ante el desconcierto de su prometido. Intentó buscar algo con lo que poder defenderse, viendo el cariz que estaba tomando la situación, pero la alcoba estaba desprovista de cualquier elemento contundente que poder arrojarle.

—¡Jamás! —gritó Don Gonzalo apretando con fuerza contra él la esbelta cinturilla de la joven mientras la zarandeaba—. Maldita mora, ¿qué me habéis hecho? ¡Me tenéis embrujado! Solo pienso en el momento de haceros mía y me pregunto por qué no puedo hacer que ese momento sea ahora.

—¡No! —le gritó Leonor intentando huir y viéndose sin escapatoria entre la mesa y él.

Leonor había desatado a la bestia que había en él. Don Gonzalo sonrió ante la satisfacción que le producía tenerla por fin a su merced. No era él, un sentimiento oscuro y febril se había adueñado de su alma. Quería esos labios rojos y los quería ahora. No sabía si era por la tensión aún contenida de la reciente batalla, pero estaba poseído por una extraña fuerza bruta y apremiante, una necesidad de clavarse en ella y hacerle olvidar entre gemidos esa absurda idea de dejarlo. Esa mujer, aunque mora, sería suya o de nadie.

Con una mano agarró las muñecas de Leonor y clavó su cadera en la de ella mientras se movía embistiéndola sobre la ropa, jadeante. Siempre había conseguido mantenerse a una prudente distancia de la joven, pues sabía lo mucho que le excitaba tenerla cerca y temía no poder controlarse. Esos malditos labios… La volvió a besar con fuerza, introduciendo desesperado su lengua en el interior de su boca, dejándolos hinchados, húmedos... Ella intentaba quitárselo de encima, lloraba, pero no tenía suficiente espacio para revolverse y todos sus intentos eran en vano. Con las manos inmovilizadas, sentía la dura columna caliente que le amartillaba su entrepierna.

«Dios mío, ¡no!», pensó Leonor. La joven le mordió el labio en un intento de que se apartara de ella, pero eso no hizo más que provocarlo más. El sabor de ella, mezclado con el metálico de su propia sangre, lo excitó. Esa mujer lo tenía loco. Leonor respiraba con dificultad ante los insistentes besos de él. La mano que le sostenía el mentón fue bajando por su cuello, dibujando una cruda línea hasta llegar al ceñido corpiño. Don Gonzalo lo destrozó de un tirón, restregándose por su pecho desnudo. Extasiado por el bamboleo que había sacudido los pechos de la joven, le soltó las manos. Eran suaves, redondeados, bien proporcionados y tersos, rematados en su gran areola morena por una dulce y sabrosa baya... Ella intentó cubrirse con la ajada camisa, pero él le apartó sus manos con una mirada llena de lujuria. Sus inhiestos pechos se vieron sacudidos por sus torpes manos, que le estrujaron los pezones hasta hacerla gritar de dolor. Se los metió en su boca y los succionó hasta ponerlos como rojas grosellas. Olía a jazmín y a canela, sabía a miel y almendras… Siguió comiéndosela con lujuria, mientras ella intentaba separarlo a golpes. Sus piernas intentaban que tomara distancia, que no se clavara en ella, que la dejara moverse.

Don Gonzalo le cogió una de sus manos de nuevo y se la llevó a su dura verga, restregándola con fuerza hasta liberarla. Leonor abrió mucho los ojos, aterrorizada. Era la primera vez que veía una tan cerca y la tocaba. Era caliente, dura y resbaladiza. Sintió pavor. Eso no tenía que ser así, en menos de tres semanas iban a casarse y trasladarse a la corte, forjarían su propia familia, tendrían hijos con el rostro rubicundo del padre y los ojos oscuros de ella, niños sanos y felices… Su castillo de naipes y sueños predeterminados se desmoronaba ante sus pies.

—Por favor, no… —musitó con desesperación. Pero en vez de suscitar su compasión, el castellano resucitó su ira y le cruzó la cara de un golpe para callarla. El bastardo estaba fuera de sí, no había quien lo parara. Leonor se llevó la mano a la ardiente mejilla.

Don Gonzalo cogió por la nuca su larga cabellera ceniza y la giró de tal forma que apretó la cara de Leonor contra la mesa. Por mucho que quisiera, Leonor así no podía moverse. El muy cabrón la tenía a su merced. Sus pechos se apretaban contra la ruda mesa de madera, mientras que sus brazos no llegaban a alcanzarlo por mucho que se esforzaba por hacerlo, por más que Leonor intentaba defenderse y zafarse con las piernas, Don Gonzalo la tenía inmovilizada con las suyas propias y su peso. El castellano no la escuchaba perdido en las voluptuosas curvas de la joven y, si hubiera podido mirarlo a la cara, habría jurado incluso que estaba babeando… rabioso.

—¡Sois tan hermosa, mi princesa…! —le espetó mientras le subía por detrás la falda.

Y de un golpe seco la embistió. Una lágrima cayó por la aplastada mejilla de Leonor, mientras el sabor de su propia sangre le llenaba la boca. Don Gonzalo jadeaba en su oreja.

—Decidme que os gusta. Vamos, ¡decídmelo!

Pero Leonor apretó los dientes y calló, tendría que matarla el muy bastardo antes de oír de su boca eso. Juró, entre lágrimas, que se vengaría tarde o temprano. Lo maldijo en silencio, mientras aguantaba estoicamente cada una de sus fuertes embestidas.

—Maldita seáis, ¡hablad!

Y se corrió entre espasmos, con el aliento en su oreja, con una mano apretándole la cabeza a la mesa y la otra sobándole el pecho derecho.

—Algún día pagaréis por esto, Gonzalo. Os lo juro.

—Sí… algún día –dijo arrastrando sus palabras—, pero no hoy.

Salió de ella al cabo de un rato eterno, con la punta de su verga manchada con la virginidad de la joven y aún lo suficientemente dura como para un segundo asalto. Pero extasiado por el intenso orgasmo, se relajó lo justo para que ella se revolviera, se abalanzara sobre él y le cogiera la daga que llevaba sujeta a la cintura. Leonor tuvo que asir la empuñadura de la corta arma con ambas manos por miedo a que se le cayera con los nervios, mientras intentaba cruzar la habitación en busca de la salida. Don Gonzalo la miró sorprendido y se puso en guardia. De repente, se escuchó un grito de terror procedente del piso de abajo. «Isabel», pensó Leonor, esquivándolo y echándose a correr cuchillo en mano por el pasillo.

Don Gonzalo se puso el calzón como pudo y la alcanzó al borde de la escalera, forcejeando en los primeros escalones. La joven no se iría antes de que hablara con ella, no al menos hasta que él se lo ordenara. Don Gonzalo intentó impedírselo, pero esta vez Leonor pudo trastabillarle con pericia un pie, lo justo para que el castellano cayera rodando por la escalera. Su cuerpo se quedó inmóvil, inconsciente o muerto al pie de la misma. Poco le importaba, aprovechando para bajar como alma que lleva el diablo.

El panorama que Leonor se encontró en el patio era desolador y se sintió morir. Uno de los hombres de Don Gonzalo estaba abusando de Elvira mientras los otros tres la sujetaban. El hombre advirtió la presencia de Leonor en los ojos de espanto de su hermana, clavándole sin compasión y sin pensarlo una daga en el corazón mientras escupía un: «Esta ya no nos sirve».

Los otros tres soltaron el cuerpo inerte de la muchacha y se dirigieron hacia ella.

—¡Nooooooo! – gritó poseída Leonor al ver caer a Elvira al suelo y, le lanzó el puñal de Don Gonzalo entre ceja y ceja a uno de los que había sujetado a su querida hermana.

El hombre cayó de rodillas y finalmente golpeó el suelo. El que había matado a Elvira se escabulló y cogió por el brazo a Isabel, que sujetaba el cuerpo sin vida de su madre. Seguramente, Zaahira había intentado parar la violación de su querida hija y alguno de esos malnacidos le había dado varias puñaladas en el abultado vientre y otra en el pecho, quitándosela rápidamente de en medio.

—¡Madre…! ¡Os mataré, bastardos!

Los otros dos se miraron sorprendidos por la contundencia de sus palabras y por el certero tiro que había matado a su compañero, momento que utilizó Leonor para llegar al lugar donde tenía escondida una jambia.

Lanzándose contra uno de ellos, le desgarró de abajo a arriba el abdomen sin pensarlo derramando las hediondas tripas por el suelo, mientras se volvía de un salto para alcanzar al otro en el cuello a la altura de la carótida. Había sido un tajo letal. Aún con el arma ensangrentada en la mano, se lanzó contra el soldado que sujetaba por el brazo a la pequeña Isabel y de una estocada le rebanó la mano derecha. El hombre intentó asestarle un puñetazo con la izquierda, pero el chorro de sangre que brotaba del muñón era brutal.

—¡Zorra sarracena, me la pagaréis!

Pero no había terminado la frase cuando le agarró de los testículos y se los extirpó de un sajo, dejándolos caer con asco. El hombre gritaba como loco; mientras se desangraba, caía de rodillas frente a ella e intentó alargar la mano y recogerlos del suelo. Leonor se lo impidió alejándolos de una patada de su alcance. Agarrándolo del pelo, acabó con su vida como un acto de clemencia.

Isabel miraba atónita a su hermana mayor, aturdida y agradecida por haberle quitado de encima a semejante bestia. «Leonor es lo más parecido a un ángel de la guarda del Apocalipsis», pensó, aún sin comprender por qué las ropas de su hermana estaban hechas jirones como las de Elvira. ¿Qué ha pasado arriba con Gonzalo? ¿Por qué no ha acudido antes a frenar a estos hombres? Isabel miró a su alrededor y vio salir una sombra tambaleante por la puerta de atrás que daba a las caballerizas. «No…, él también no. ¡Maldito sea si ha deshonrado a mi hermana!».

 

Don Juan de Ayala, Sir William Keith de Galston y Sir Symon Lockhart habían presenciado, sin saber muy bien cómo reaccionar, las dos últimas muertes desde la puerta principal. Don Juan estaba conmocionado por ver en tal estado a su hija mayor y fue incapaz de moverse del sitio durante unos instantes.

Isabel corrió hacia él, presa de la emoción y de los nervios, abrazando a su padre con tal fuerza entre sollozos que hizo que este se tambaleara. No podía imaginarse que todo hubiera empezado por querer robar unas vasijas de latón. Todo había pasado tan rápido que, si no fuera porque había sentido cómo la vida se escapaba del cuerpo de su madre entre sus propios brazos, sin duda habría pensado que todo había sido una cruel pesadilla. Cuando Don Juan alcanzó a ver a su querida esposa Zaahira y a su hija Elvira asesinadas, el buen hombre creyó morir de dolor. Su familia, su amada familia había sido ultrajada, asesinada… y él no había estado allí para evitarlo. Solo había faltado un mes y medio y hubieran sido libres de miradas hostiles en cualquier otro lugar del reino. Un mes y medio… Una ira tan desbordante como un rayo se le enraizó en las entrañas y buscó con premura respuestas, zarandeó a Leonor en un intento de que le hablara, pero la joven estaba como ida y solo repetía una y otra vez: «Lo siento, padre. He llegado tarde». De pronto, Leonor miró a Don Juan y soltó asustada la jambia ensangrentada en el suelo. El ruido metálico y amortiguado de la empuñadura de hueso erizó el vello de Sir William.

Ninguno de los presentes estaba preparado para semejante brutalidad. La casa parecía el improvisado matadero de un demente. Un par de sirvientes, la yaya y una cocinera aparecieron degollados en una habitación contigua. Con certeza habrían sido los primeros, para que no dieran la voz de alarma. Si Leonor no hubiera bajado a tiempo, Isabel también habría corrido el mismo sino que Elvira. Si no hubiera bajado a tiempo, esos malnacidos habrían salido airosos de esta macabra acción por ser hijos de nobles castellanos.

Don Juan de Ayala lloraba sin ningún pudor abrazado al cuerpo de su hija Elvira y al de su esposa, mientras cantaba una desconsolada letanía y las mecía sobre su pecho. Les acariciaba el pelo y les hablaba como si se hubiera vuelto de repente loco. Cubierta de sangre, Leonor temblaba mientras se aferraba la ropa desgarrada, fuera de sí. Se sentía sola, se sentía sucia, se quería morir. Un torrente de lágrimas comenzó a desdibujarle la pátina de sangre de la cara y el suelo comenzó a moverse a sus pies. Hizo un amago de llamar a su padre para que la ayudara, pero la voz se le ahogó en la garganta. Sir Symon Lockhart, al darse cuenta del estado de la joven, se adelantó para cogerla entre sus brazos justo antes de que se desmayara.