CAPÍTULO 10 – LA VENGANZA

 

Castillo de Blair Atholl, Perthshire (Escocia), 24 de abril de 1334.

 

Seis meses hacía que la mayoría de los guerreros del clan habían tenido que acudir a la llamada del rey Eduardo I de Escocia. Seis largos meses sin noticias de Neall.

El niño-rey David Bruce se había exiliado desde primeros de año en Francia, dejando pocas opciones a la resistencia escocesa, fiel a su causa, en las Highlands. El asilo de David II incluía a la totalidad de su corte en el castillo normando de Gaillard y alrededores. Muchos nobles escoceses habían dejado su hogar y abandonado sus tierras al saqueo y al pillaje por acompañar al rey. Preferían eso antes de verse forzosamente exiliados por los «desheredados», sin llevar más que lo puesto, jurando por un rey que no sentían suyo, o azotados y ahorcados por traición. Tras el varapalo de Halidon, al menos conservarían la vida y parte de su acomodada existencia. Familias enteras habían marchado a Francia añorando tiempos mejores, tiempos donde ser escocés había sido un orgullo patrio, una insignia, el color de una nación, siendo en ese momento, solo el noble recuerdo de unos pocos. Sin embargo, en tiempos de Eduardo Balliol, ser escocés significaba ser tanto venerado como acusado de traidor en un mismo día. El recelo se había adueñado de Escocia y el malestar, por verse sometidos a los ingleses era un germen creciente muy difícil de erradicar de los corazones de los buenos hombres. Nadie confiaba en nadie y un sentimiento soterrado de venganza impregnaba el aire sin remedio. Los escoceses temían las represalias de cualquier vecino ávido de tierras y muchos eran los que perecían en juicios rápidos y resarcimientos sin más pruebas que dimes y diretes. Tiempos que guardar en un baúl como un vestido de domingo fuera de temporada, quizás algo ajado por el uso, pero lleno de recuerdos que lo hacen tan especial como el día del estreno. Escocia se tambaleaba sumida en la mísera condescendencia de un rey postrado ante Inglaterra. La guerra se preveía larga y no había hecho más que empezar.

 

En Blair Atholl, los días no habían sido mucho mejores. Cada vez se sucedían más robos y la necesidad de mano de obra era acuciante tanto en la villa como en los campos y en el castillo. Faltaban braceros, pastores, labriegos y oficiales en cualquier gremio. Una situación de carestía y dejadez prolongada llevaría a la pobreza extrema a cualquiera de los clanes que aún se aferraban por seguir sobreviviendo. Ancianos y niños habían sido llamados a hacer labores básicas de acondicionamiento y recolección de vituallas. Los pocos hombres con edad de luchar habían sido emplazados a guardar la seguridad del perímetro de las tierras, casi al límite de sus fuerzas y en jornadas de sol a sol, mientras las mujeres araban los campos con las pocas bestias que quedaban, después de un crudo invierno sin nada que llevarse a la boca, cuidando del cada vez más diezmado ganado y haciendo auténticos milagros para que todos tuvieran al menos dos comidas diarias.

Los días pasaban y se iban haciendo más largos, acercándose el momento del regreso del pequeño grupo liderado por Sir William Keith de Galston y Sir Symon Lockhart de las tierras del norte. Llevaban sin noticias de cualquier guerrero perteneciente al clan Murray desde que partieron, incluidos Ayden y Neall, por lo que la desazón era grande por la falta de ellas, aunque a esas alturas, tenerlas podía significar la muerte del grupo al completo. Durante esos seis largos meses, Leonor había hecho cada día el camino al castillo desde las cabañas cercanas a la villa. Era un camino largo, estrecho a la par que sinuoso, pero nunca lo había hecho sola. Siempre la vieja tata Deirdre la había acompañado, o algún grupo de mujeres de camino a los campos de cereal. Eran tiempos hostiles y, aunque era muy hábil en el manejo de las armas, frente a un grupo numeroso de cuatreros podría verse en clara desventaja. Si algo recordaba, como si se lo hubieran grabado a fuego, eran las palabras de su padre advirtiéndola que jamás subestimase al enemigo. «Por muy maltrecho que parezca, siempre puede guardar un as en la manga», recordó que le había dicho Don Juan, haciendo aparecer por arte de magia una manzana roja brillante detrás de la oreja ante los ojos asombrados de la niña. La necesidad podía volver al más inepto en un experto sanguinario, sin miedo a nada y deseoso de cualquier cosa que pudiera sacarlo de su mala fortuna. Muchos buenos hombres habían caído en emboscadas de ese tipo por un par de tristes monedas, o un trozo duro de pan con cecina.

—El hambre y la rabia vuelven lobos a los hombres —le había dicho la vieja tata a Leonor, cuando encontraron al más joven de los hijos del panadero acuchillado salvajemente en una cuneta del camino.

Leonor ayudó a dar cristiana sepultura al muchacho y puso sobre el lecho rocoso un ramillete de flores silvestres. Tenía doce años y podía haber sido ella misma. Ese jovencito sabía defenderse medianamente bien, era fornido y precavido. Pese a todo, ahí estaba ahora, dándole de comer a la tierra que lo vio nacer. Por primera vez en todo ese tiempo, temió no volver a ver a Neall, derramando un torrente inevitable de lágrimas delante de las dos o tres personas que asistieron a las pobres exequias. Lágrimas amargas, de las que salen de las entrañas y asolan el corazón con un soplo de aire gélido. La brisa peinó los campos de trigo y el pelo salvaje de la española con furia, Deirdre la abrazó con fuerza cuando la vio llorar de esa manera frente a la tumba del joven panadero, temiendo que se la llevara el viento junto al alma del muchacho. Era una joven fuerte y siempre reprimía ese tipo de sentimientos delante del resto. Observó como en su cara se dibujaba un pequeño mohín que le hacía subir, entre hipidos, el labio inferior de una forma infantil y supo que hasta los más fuertes tienen un límite y que no solo lloraba por el desafortunado panadero. Cada vida, cada par de manos eran, en aquel momento, un tesoro imprescindible para el clan. Ese muchacho no era la primera muerte sin sentido y, desgraciadamente, tampoco sería la última. Caminaron de regreso a la cabaña en silencio y se despidieron con un abrazo rápido hasta el día siguiente.

Por la mañana, Leonor se había levantado al despuntar el sol y había ido al río a refrescarse. La lluvia había dado unas horas de tregua, aunque amenazaba con unos nubarrones azuzados por el viento de poniente. Se acuclilló, como cada día frente al río Tilt, apreciando la ligera subida de la temperatura de sus aguas, y se peinó los largos cabellos durante al menos diez minutos. Cuando quedaron completamente desenredados y dóciles, los enlazó en un enrevesado moño sujeto con un fino palo tallado por ella misma. Uno de sus extremos lo coronaba la cabeza de un halcón, único detalle que permitía que le recordara a Neall. Pero para qué engañarse, se reprendió a sí misma mientras tocaba el relieve con la yema de sus dedos, si todo le recordaba a él. La joven agradeció la tibieza del sol como un regalo divino, cerrando los ojos y dejándose acariciar por la calidez de la primavera durante unos minutos. El claro del bosque estaba en silencio, como desperezándose aún como un viejo durmiente. Hasta los piquituertos y petirrojos parecían no querer despertarse, abrumados por la luz del sol.

Leonor se sintió en comunión con la naturaleza. Sin embargo, mientras inhalaba el aroma de las flores silvestres de su alrededor, su mente evocó la imagen de su familia o de lo que quedaba de ella y dos gruesos lagrimones rodaron por sus mejillas hasta caer en la quietud del río. ¡Cómo añoraba su país en primavera! Las ondas del agua se fueron alejando sinuosas y volvieron a reflejar con nitidez su rostro en la orilla. Se palpó el rostro, temblorosa, descubriéndose más delgada y visiblemente cansada, como si en vez de tres años, hubieran pasado diez. De todas formas, ¿qué importaba? Ella había elegido un camino, el único viable a su modo de ver. Lo había elegido o se lo habían impuesto, a esas alturas… ¿qué más daba? La suerte había quedado echada el día que tuvo que huir de su país sin una moneda siquiera, fuera dinero castellano o doblas o dirhems árabes, nada. La caridad y su trabajo habían sido su único modo de subsistir. Así lo había querido el piadoso rey Alfonso XI y podía sentirse agradecida de tener aún la cabeza pendiendo sobre su cuello y hombros. «Una mujer en la Cristiandad no vale nada, ni siquiera un mísero camello», recordó que le había dicho de pequeña su madre, sin darle más explicación, cuando ella le reprochó lo que hacían sus convecinos. Ella había matado a cuatro hombres, a cuatro castellanos, y que Dios la perdonase pero jamás se arrepentiría de ello. Así se lo dijo a su rey, mirándolo a los ojos con frialdad aquella mañana en la inacabada Sala de la Justicia en los Reales Alcázares de Sevilla, sin derramar una lágrima, con un nudo en el corazón. Relató la historia con todos los detalles que pudo recordar e insistió en que Isabel no declarara, ni estuviera en la sala cuando ella lo hiciera, para evitarle tal dolor. El destierro era el menor de los castigos y, por el servicio leal de su padre, el rey Alfonso XI de Castilla se apiadó de ella, dejándola partir a Escocia prácticamente con lo puesto.

Dio una palmada en el agua y desdibujó su imagen de nuevo a medida que se levantaba, entre pesarosa y enfadada, dispuesta a dejar el rencor atrás de una vez por todas. Se recolocó las ropas y se dirigió al camino, al encuentro de Deirdre. El nuevo día comenzaba y, por la inclinación del sol, juraría que ya iba tarde. Apresuró el paso. La anciana estaba entretenida desgranando unas habas apoyada en una gran roca y sonrió al verla. No importaba que Neall y el resto de hombres no se encontraran en Blair Atholl desde hacía meses, ella había preferido seguir viviendo en la villa junto al resto del clan. Todo en el castillo le recordaba a él. Cada piedra, cada silla o cada recoveco traían a su mente conversaciones pasadas, sonrisas y expresiones de su afable y atractivo rostro.

Durante el día, era fácil obviar esos evocadores pensamientos en los que el capitán estaba siempre presente, pues no descansaba ni un minuto, siempre con alguna labor entre manos bajo las estrictas órdenes de Sir William Brisbane. Pero las noches eran demasiado largas, haciendo que su mente se debatiera entre lo que anhelaba y la hacía volar o lo que la cordura sensata le recordaba y la hacía hundirse como un peso muerto en las oscuras aguas del Tilt o del Garry. Pensamientos, ¿quién pudiera dejar la mente en blanco a veces y simplemente descansar? Descansar hasta del aire que se respira, tan crudo, tan sibilante y lleno de susurros quedos entre la cabeza y el corazón. Leonor había llegado a la conclusión de que habían anidado en ella unos sentimientos difíciles de expresar con palabras y que se arraigaban a su pecho como las raíces de una mala hierba. Con él se había llevado su risa y sus ganas de soñar despierta. Con él había vuelto a creer que todo era posible cuando no lo era. Con él se había llevado la esperanza de ser feliz. Olvidarlo sería imposible, él le había devuelto a la vida y ella había rechazado la posibilidad de soñar que, en otras circunstancias, todo hubiera sido posible.

Deirdre la acompañaba muy callada, con un rictus contenido. La anciana no entendía por qué una muchacha como ella prefería vivir en tan míseras condiciones, pero había dejado de insistir. ¿Para qué? Era más tozuda que una mula. Sabía que todo lo hacía por el joven señor Neall y esos sentimientos recíprocos que se tenían y que no terminaban de afianzarse. ¡Qué complicado era a veces el amor! Con lo fácil que era quererse y hablar las cosas a través del alma, que no con el corazón ni con la cabeza que todo lo extrapolan y tergiversan a su antojo, se dijo con angustia la buena anciana, recordando la profunda tristeza en los ojos de Neall antes de marcharse. Porque si algo había aprendido Deirdre con los años era que las cosas no son blancas o negras; las cosas, como en la vida, tienen infinitos colores, tantos como rayos de luz. El día anterior la había visto llorar desconsoladamente ante la tumba del hijo del panadero y sabía que la férrea coraza que se había impuesto Leonor comenzaba a resquebrajarse a pasos agigantados. Era prácticamente una niña en un país hostil y, aunque la vieja tata no sabía muy bien por qué había tenido que abandonar el suyo en compañía de unos pocos hombres desconocidos, no había que ser muy lista para alcanzar a ver que no había sido por algo bueno. El pasado pesa, sobre todo cuando quieres llevarlo solo. Deirdre resopló y Leonor la miró sorprendida, pero no dijo nada. Esa mañana, ambas caminaron en silencio por la vereda, cada una en sus cábalas, con las miradas ausentes y esquivas.

Desde la noche de Samhuinn, Leonor había vuelto a ser la muchacha huraña de un principio. Solo con los niños era capaz de olvidarse de esa coraza que se había impuesto. Con ellos, corría despreocupada y feliz, se tiraba al suelo y les seguía contando historias... pero con el resto, guardaba las distancias. Con Deirdre a veces bajaba la guardia, pero solo en raras ocasiones volvía a ser la de antes. Incluso con Lady Annabella y Elsbeth mantenía un prudente distanciamiento, para que la separación fuera menos dolorosa después. Las mujeres la respetaban y entendían su dolor, aunque no compartieran su forma de pensar. Antes de la marcha de los hombres a la llamada del rey Eduardo a mediados de noviembre, Leonor había establecido turnos con Neall para coincidir lo menos posible con él. Después de la partida, ella se había ocupado de la seguridad de Elsbeth a jornada completa.

El día que supo que Neall partiría en breve por tiempo indefinido, Leonor había llorado desconsoladamente en el bosque de abedules aledaño. Tras la muerte de su madre Zaahira y de su hermana Elvira, se podían contar con los dedos de una mano las veces que se había permitido llorar desahogadamente y las lágrimas fluyeron solas, desbocadas, limpias, necesarias durante horas… Pues, aunque evitaba verlo o quedarse a solas con él, reconocía que los breves instantes que lo tenía ante sí eran los mejores de su vida, eran toda su vida. Todo el clan había ido a despedirse de los guerreros aquella mañana gris de invierno. Los carámbanos goteaban incesantes y los ánimos no estaban mucho más caldeados que el ambiente que los rodeaba. La llamada de Eduardo Balliol había sido ambigua, tanto en el tono como en las formas, no dejando ver si era el requerimiento de un aliado o la inquisición de un traidor. Todos los que no partían habían ido a despedirlos, todos menos ella. A Deirdre le pareció verla escondida entre las almenas de la torre de homenaje, en lo más alto, pero respetó que no bajara y calló la información a su señor Neall cuando preguntó por ella, para no hacerlo sufrir más.

Lady Annabella había preferido despedir a sus hijos en su alcoba, incapaz de verlos partir de nuevo a un futuro incierto orquestado por un rey caprichoso. La despedida había sido cordial y a la vez desgarradora para Milady y Neall. Deirdre sabía que desde Samhuinn, el trato de madre e hijo no había vuelto a ser el mismo, ya que Lady Annabella le reprochaba a su hijo que dejara escapar la felicidad por culpa de su orgullo. Ese día calló al verle el semblante contenido y sus bellos ojos llenos de una tristeza infinita. Rogó a Dios que le diera a Neall una segunda oportunidad y le besó la frente, mientras apoyaba ambas manos en sus mejillas.

Al día siguiente de la partida, Leonor aún tenía los ojos enrojecidos por el llanto y la vieja tata había fingido no darse cuenta. La española estuvo hablando sin parar sobre cosas triviales como el tiempo, los campos y el complicado parto de la yegua del viejo herrero John con tal de que Deirdre no sacara el tema de por qué había rehusado despedirse. Neall había preguntado repetidas veces por ella, pero al no verla, se había marchado al galope sin esperar la formación, que había ordenado mantener Ayden como primer capitán. De eso ya hacían varios meses, aunque no los suficientes para olvidarlo.

 

Sir William Brisbane las recibió esa mañana primaveral con las manos cruzadas sobre el fornido pecho y un rictus de: «¡Oh, Dios, dadme paciencia!» que le llegaba de la boca al suelo. El castillo estaba prácticamente desierto a esas horas tempranas, pero el caballero las esperaba como si fueran las dos de la tarde. «Este hombre impone tanto como un oso», pensó Leonor, que no tenía ánimo para monsergas.

—Llegáis tarde.

—Lo siento, maighstir. No volverá a suceder —dijo cabizbaja e intentando ocultarle los estragos de una larga noche en vela.

En vez de ir hacia el interior del castillo para desayunar, Leonor se quedó en el patio de armas junto a dos jóvenes escuderos soñolientos. Deirdre resopló y movió la cabeza con tozudez, pues no le parecía bien que la joven estuviera en ayunas y guerreando todo el día como un muchacho. Ella debería estar elaborando su vestido como hacía Elsbeth, comportándose como una dama de su clase. No era que tuviera que buscar forzosamente marido, pero eso de ir todo el día con una espada y un arco no ayudaba desde luego a encontrarlo. Debería estar perfeccionando las puntadas de sus bordados, algo erráticas aún, y aprendiendo la cantidad de sal que debía añadirle a las comidas para que no volviera a pasar lo de la última vez. Pero no, en cuanto Sir William Brisbane le pidió que se uniera a los pocos hombres de los que disponía para salvaguardar Blair Atholl, no lo había dudado ni un momento y había trabajado como el que más.

En secreto, Lady Annabella y Deirdre confeccionaban el vestido de Leonor. Habían cogido unos retales color azul turquesa para Elsbeth y verde musgo para Leonor, para combinarlos con la tela de damasco que habían traído las muchachas de Moulin. Así, los vestidos serían muy parecidos, pero se diferenciarían en el frontal en forma de V y trasera del corpiño, además del color de los lazos con el que los rematarían: plateados y dorados para destacar la urdimbre de la tela de damasco. Ambos estaban quedando preciosos.

Deirdre entró mascullando en las cocinas y expresó su enfado a Lady Annabella en cuanto llegó al salón principal. La buena señora escuchó pacientemente a la vieja tata e intentó calmarla con un abrazo, susurrándole un: «Ese es su deseo, Deirdre. No hay nada que nosotras podamos hacer al respecto». La señora se había resignado a dejar que el rayo de luz español quisiera ocultarse tras las nubes. Ojalá algún día volviera a resplandecer y tuviera salud para verlo. Si algo sabía por propia experiencia era que solo uno mismo puede decidir el momento de salir del agujero en el que se mete, de la tristeza que todo lo abarca, de las jaulas que imponemos al corazón.

Mientras tanto en el patio, Leonor resoplaba exhausta. Llevaba cuatro horas entrenando con la espada y no era capaz de dar una estocada certera con la claymore que dejara desarmado al caballero. Sir William Brisbane era intransigente en cuanto al dominio de la técnica, no le importaba que Leonor fuera mujer, que la espada le llegara por encima de la cadera y que pesara casi lo mismo que ella.

—¡No, no y no! Si cogéis así la empuñadura, jamás conseguiréis hacer una herida profunda que haga daño a vuestro adversario y terminaréis con dolor en la muñeca. ¿Es que no lo veis?

¿En serio? ¿Y hasta ahora no podía haberme advertido al respecto?, masculló entre dientes Leonor, mientras se frotaba por el antebrazo con fuerza y recuperaba un poco el resuello. Estaba agotada y las tripas comenzaban a rugirle con la fiereza de un oso. ¿Quién la habría mandado a meterse en estos berenjenales? ¡Con lo tranquila que podría estar siendo la sombra de Elsbeth! Pero entonces recordó cómo el imbatible caballero la había abordado una fría mañana al poco tiempo de partir los hombres a la llamada del rey y le había dicho sin ambages: «Os necesito, caileag. Estamos desprotegidos y vos ociosa en menesteres que ni os van ni os vienen». Leonor se llegó a palpar el calzón incluso, por si le hubiera aparecido un nuevo apéndice ese día, tras un largo sermón para que dejara de perder el tiempo en cosas de mujeres. Ella ya se había percatado del problema. Los pocos hombres que se habían quedado al cuidado de las murallas de la fortaleza, habían tenido que regresar a los campos y a las labores de edificación debido a los destrozos ocasionados por las lluvias torrenciales. Si cualquier grupo de vándalos bien dirigido se fijaba en Blair Atholl, corrían el riesgo de ser saqueados y asesinados sin poner prácticamente resistencia. Mientras las mujeres preparaban el almuerzo y zurcían la ropa a destajo en el interior de la torre de homenaje, ella seguía fielmente las duras rutinas de entrenamiento dirigidas por el experimentado guerrero en el patio de armas.

Sir William Brisbane la animó primero a que practicara con el arco y tras varios tiros, enmudeció. La sonrisa de satisfacción le duró a la muchacha lo que tarda un plato lleno de trigo ante una bandada de gorriones: nada. El tiro con arco era la única técnica a la que el queridísimo anciano «Flecha Bris», como ella lo llamaba, no le ponía ninguna pega tras ver que era inigualable. A partir de ahí, comenzó la tortura diaria de Leonor con la pesada espada escocesa claymore. La española pensó que jamás conseguiría levantarla con soltura más de un palmo del suelo, pero tras varios meses de lecciones diarias e ininterrumpidas consiguió domar su talón de Aquiles, siendo cada vez menos trabajosa la rutina del ejercicio. ¡Pero si incluso había empezado a cogerle el gusto a empuñar la espada!

Desde marzo, habían ocurrido varios robos de cabezas de ganado en la villa, habían saqueado dos veces el granero y el pillaje en general estaba a la orden del día. En el castillo de Blair Atholl solo se habían quedado seis guerreros, los más jóvenes o los más viejos, junto a Leonor. Un número del todo insuficiente para salvaguardar al clan y todas las tierras de alrededor. Sir William Brisbane no dudó en reclutar a la joven para las labores de custodia del castillo, mientras ponía un pequeño grupo de vigilancia en la villa de dos hombres. Tras él, era la más diestra en el manejo de espada, aunque jamás se lo diría. «¡Que me aspen! Esta muchacha sí que aprende rápido», se decía una y otra vez el viejo caballero. En cuanto al arco, la joven española era insuperable, ni él mismo podría hacerlo mejor. Se sonrió al pensar en la peculiar pareja que hacían Neall y ella y deseó que, de alguna forma, el destino fuera benévolo con ellos la próxima vez que los juntara en un mismo espacio.

Tras meses lloviendo sin descanso, ese día primaveral en cuestión era demasiado caluroso para estar a la intemperie. El sol de mediodía reflejaba una luz cegadora sobre la superficie de las espadas. Sir William de Irwyn frenó su caballo a la altura del rastrillo que daba a la trasera del castillo de Blair Atholl y se sorprendió que estuviera medio levantado y que no hubiera nadie que le impidiera la entrada o diera la voz de alarma a su llegada. El castillo estaba inusualmente vacío para esas horas del día y entró en su interior, aminorando el paso de su bestia y mandando a su pequeño grupo de hombres que hiciera lo mismo. Desmontaron en sigilo y llevaron a abrevar los sedientos caballos al pilón, una de las zonas más cercanas a las caballerizas. Sir William de Irwyn dejó que sus hombres descansaran del viaje y se acomodaran en los barracones que estuvieran libres de los soldados. Lo que no sabía era que tendrían sitio para elegir, porque allí no había nadie. El buen señor decidió darse una vuelta por el patio de armas y fue entonces cuando se encontró a Sir William Brisbane forcejeando con un muchacho a la espada. «¡Por fin un alma viva!», musitó Sir Irwyn, tras recuperar el alma en el cuerpo y haber pensado en saqueos, asesinatos y otras barbaries tan habituales en esos tiempos sin ley. Descubrió que el cuadro lo completaban otros dos mozalbetes que descansaban exhaustos en el suelo, boqueando tras el breve combate que debían haber echado entre ellos y que habían dejado en tablas, por la limpieza de sus ropas y la falta de rasguños.

Sir Irwyn sonrió al ver apurado al caballero en el mano a mano que se estaba echando. El muchacho no tenía las de ganar frente a Sir Brisbane, pero repelía con asombrosa ligereza los ataques y estaba cansando al guerrero. Entretanto, observó preocupado la poca vigilancia de la puerta principal y de las almenas, incluso nadie había avisado aún de su llegada. Se preocupó. ¿Cómo sus sobrinos habían consentido dejar la fortaleza en semejante estado? Ante el carraspeo de Sir Irwyn, Sir William Brisbane y Leonor dejaron por un segundo la espada, intercambiando rápidamente las miradas. Sir Brisbane estaba previsiblemente enojado. Si hubiera sido un enemigo ahora mismo estarían ambos muertos, mientras los insulsos petimetres que tenía a su vera seguían sentados como besugos al sol. Enfadado, no bajó la guardia y siguió dándole estocadas a Leonor con más fiereza si cabe, tras percatarse de quién era el recién llegado.

—Sir William, caraid, ¡cómo nos complace que haya venido a visitarnos! —exclamó su tocayo jadeante, mientras seguía sin dar tregua a la joven—. Como veis, toda ayuda es poca desde que vuestros sobrinos fueron llamados al servicio del rey Eduardo.

El grito de Lady Annabella despistó lo justo a Leonor para que acabara herida en el brazo derecho por un mandoble de Sir William Brisbane. La sangre empapó rápidamente la manga de la camisa, pero ella no le prestó la menor atención al rasguño, alarmada por lo que había provocado el grito de la señora. Sin dilación, la joven dejó la espada a resguardo y cogió el carcaj y su longbow, mientras corría hacia donde señalaba la señora de las almenas, seguida por los dos Williams. ¿Cómo había podido reaccionar ese muchacho tan rápido? ¡No le había dado tiempo ni de interesarse por la gravedad del tajo! Los otros dos muchachos los siguieron andando al cabo de un rato, como si realmente no pasara nada y por el simple gusto de saber a qué se debía tanto alboroto. «Estos dos no tienen sangre en las venas», refunfuñó Sir Brisbane cuando llegaron a su altura.

Tres ladrones corrían campo a través con un montón de pieles bajo un brazo y un par de buenas espadas bajo el otro. La señora seguía gritando desde las almenas y haciendo aspavientos con las manos para alertar al pequeño grupo de guardia, que entre otras cuestiones, no andaban ni alerta ni en su sitio.

—No los alcanzaremos a caballo si consiguen meterse en el bosque —dijo Sir Irwyn, sopesando la situación en voz alta y buscando la aprobación de Sir Brisbane—. Por otro lado, podría ser una emboscada para alejarnos del castillo. Esa gente son lobos, nunca atacan solos.

Sir Brisbane y Leonor asintieron. El caballero no tuvo que dar ninguna orden, Leonor sabía que el longbow era lo único que podría frenar a esos maleantes a esa distancia. Cogió su arco, una flecha y lo tensó con un pequeño gesto de molestia en su rostro. ¡Maldito e inoportuno rasguño! Pese al dolor, disparó y le dio a uno de los asaltantes en la pantorrilla para que trastabillara. «De un hombre muerto no puedes sacar información que valga», recordó con nostalgia que le había dicho Sir James Douglas en una de sus charlas a la orilla del Mediterráneo. Con rapidez, lanzó la siguiente flecha y la clavó en el costado de otro. El tercero se paró con las manos en alto dejando caer lo que llevaba encima. Sir William de Irwyn la reconoció en el preciso momento que terminó el último disparo.

—No puede ser, ¿vos sois…? ¡Vos! Yo… pensábamos que habíais muerto, mo baintighearna.

Leonor lo miró sin entender muy bien a qué se refería el caballero. Su rostro le resultaba familiar, pero no lograba saber de qué o de dónde. ¿Se conocían? Ante su cara de desconcierto, el caballero se excusó:

—Disculpadme, mo baintighearna. No nos han presentado. Soy Sir William de Irwyn, hermano de Lady Annabella Murray.

—Es un placer conocer al Guardián de los Pergaminos de Escocia, mo maighstir —respondió Leonor al reconocer a tan distinguido huésped, haciendo una breve genuflexión y con el rostro tan sudoroso como lívido. El ayuno, el esfuerzo y ese sol brillante le estaban pasando factura a pasos agigantados.

—Vaya, vaya… sí que me conocéis. Sir William Keith de Galston os ha aleccionado muy bien, por lo que veo —rio, echándose hacia atrás y mostrando todos sus dientes—. Pero debéis trataros esa herida del brazo, caileag, por mucho menos han muerto grandes hombres.

Leonor se miró el brazo y comprobó que solo era un leve rasguño y sonrió con timidez ante la broma del caballero, mientras agradecía que Sir William Brisbane hubiera ido con un par de hombres de Sir William de Irwyn al encuentro de los ladrones y no estuviera allí para regañarla por ese descuido. Lady Annabella llegó como un soplo de aire fresco a la altura de su hermano y lo abrazó con alegría. No lo esperaba y era como una aparición grata y celestial. Sir William de Irwyn la miró feliz por el súbito cambio de carácter de su hermana, a la que creía haber perdido tras la muerte de su amado esposo Alastair. Algo le había comentado Ayden por carta, pero no sabía si se trataba de una dulce mentira para no preocuparlo. La última vez que la había visitado hacía un año, no era más que un ánima, sin apenas color ni peso en el cuerpo. Lady Annabella se giró hacia Leonor para darle las gracias por haber parado a los ladrones, pero al ver que la joven estaba herida, quiso atenderla personalmente con Deirdre.

—No es nada, Milady. No os preocupéis por mi persona.

Pero, justo mientras lo decía, la joven dio un pequeño traspiés algo mareada, apoyándose en el arco para recuperar el equilibrio.

—Esta vez no transigiré, Leonor. Ahora mismo vendréis conmigo a curaros y a tomar un poco de cecina y tortas de avena. Nada como seguir en ayunas y un duro entrenamiento a las órdenes del incansable Sir Brisbane para caer enferma bajo este sol tan impropio en primavera.

Cuando Lady Annabella vio que Leonor iba a justificarse o rehusar, sentenció con una voz férrea y que hacía mucho tiempo que no utilizaba:

—No hay nada más que objetar. Nos acompañaréis adentro, caileag.

Sir William Brisbane llegó en ese momento con los tres hombres maniatados con cuerdas y se sorprendió del tono de Milady. Miró con el entrecejo fruncido a Leonor, sin saber a qué se debía la reprimenda, pero se tranquilizó con el gesto divertido de Sir Irwyn. Además de haber capturado a los ladrones, habían recuperado las pieles, las espadas, varios pellejos de vino y un par de sacos de grano de buena calidad. A los muy codiciosos no les había bastado la primera remesa, que viendo la desprotección del castillo, habían vuelto a por más botín.

—¿Qué hacemos con ellos, mo baintighearna? —preguntó Sir William Brisbane, al tiempo que le daba a uno de ellos un pescozón para que desviara la mirada libidinosa de Leonor.

—Curadles y dadles un trabajo en los campos o arreglando la muralla hasta que paguen la afrenta. También hay tejados que necesitan reparación y hay que comenzar la siembra tras la devastación de la última tormenta. Preguntadles por su oficio antes de dedicarse a tales dislates y supervisad su labor. Se les cederá una cabaña y dos comidas al día. Si cuando terminen, desean quedarse en Blair Atholl y jurarle lealtad a mi hijo, formaran parte del clan.

—Pero, baintighearna… —comenzó a decir Sir Brisbane, que no le parecía apropiado tener a sus órdenes a ladrones o proscritos. ¿Quién sabía de dónde salía esta gente?

—Me parece justo —la apoyó su hermano para desagrado del otro caballero.

Sir William de Irwyn se estaba haciendo mayor. ¿Qué hombre, en su sano juicio, aprobaba dar cobijo a unos desalmados de los que no sabían ni su nombre? Solo esperaba que el Guardián y sus hombres se quedaran el tiempo suficiente para salvar la cosecha y poner al día la fortaleza. Sir William Brisbane resopló como un caballo después de una larga caminata e hizo lo que le indicaban, mientras veía cómo ambos hermanos se iban cogidos del brazo cariñosamente de nuevo al interior de la torre de homenaje, seguidos muy de cerca por Leonor.

En las cocinas y al poco rato, Deirdre entró con todo lo necesario para la cura del rasguño y, mientras lo hacía, le estuvo riñendo a Leonor por su imprudencia, con una larga retahíla de frases tan rápidas que la muchacha se sentía incapaz de seguir aunque se lo propusiera con el mayor de los ahíncos. Nada de eso le importaba a Leonor, estaba acostumbrada a las monsergas de su madre… Una lágrima rodó por la mejilla y Deirdre se la limpió con rapidez, pensando que le había hecho daño. ¡Nada más lejos de la realidad! La herida era superficial y los pocos puntos no se notarían pasados un par de semanas. Sin embargo, las regañinas la hacían sentir como en casa, como en su casa, cuando era pequeña y todo en la vida parecía ser más sencillo. Leonor comió pausadamente lo que le ofrecían y sonrió. Estaba tan exquisito el estofado que se le hacía la boca agua a cada cucharada que se metía en la boca. ¡Dios solo sabía lo que le gustaba las atenciones de la vieja tata! Para ella, era como la abuela de la que ya no recordaba por su cara, pero sí por sus abrazos. Para ella, era la oportunidad de recuperar un poco de Khalida, de su madre y de su hermana a la vez. Desde que se había distanciado de los Murray, Deirdre había sido lo más parecido a una familia. La miraba con ternura, como seguía haciendo Lady Annabella, y la trataba como a una nieta, siempre preocupándose por su bienestar.

Elsbeth entró como un soplo de aire fresco en la estancia, ajena a todo lo que había pasado en el exterior. Saltó por encima del banco con elegancia y se sentó con una sonrisa traviesa con algo muy preciado en las manos. La melliza llevaba dos pergaminos lacrados, uno con el distintivo Corda Serrata Pando de los Lockhart y el Tout Pret de los Murray. De pronto, se dio cuenta de la presencia de su amado tío.

—¡Tío Will! ¿Cuándo habéis llegado? ¡Qué alegría más grande volver a veros por Blair Atholl! —le decía con dulzura, mientras lo estrechaba entre sus brazos largamente. El anciano se conmovió, pues su sobrina era la niña de sus ojos, nunca mejor dicho.

—Hace poco, el tiempo justo para presenciar lo precario que se está haciendo vivir por estas tierras. Veo que estáis radiante, mi pequeña bean-shìdh, y que traéis correspondencia…

—Sí. ¡Acaba de venir un mensajero! Son las primeras noticias que tenemos de mis hermanos desde que marcharon —dijo tendiéndole a Leonor ambos pergaminos—. ¿No es maravilloso?

A Leonor comenzaron a temblarle las manos y no había dejado de tragar saliva desde que reconoció los sellos de cera lacrados. Deirdre cogió los pergaminos y se los devolvió a Elsbeth, pues sabía lo mal que había llevado Leonor la falta de noticias en estos meses y lo mucho que se había arrepentido de no despedirse de Neall. Sir William de Irwyn observó la escena con detenimiento, preocupado por la reacción de la joven extranjera, a la que no le había temblado el pulso para abatir a un hombre, pero que había sido nombrar a sus sobrinos y quedarse lívida como la cal. Con un gesto a su hermana para que le siguiera y dispuesto a saber más, los hermanos se excusaron ante las muchachas y ante Deirdre.

Bainthighearnan, iremos a atender al mensajero, para sonsacarle algo más de información —dijo el caballero, guiñándoles un ojo con picardía—. El hombre debe estar exhausto tras el largo viaje. Os ruego dispongan unas tortas de avena, algo de cecina y una jarra de licor para devolverle el espíritu al cuerpo. De seguro, lo agradecerá.

—Sí, Milord —dijo diligentemente Deirdre.

Ya a solas, la melliza intentó devolverle el pergamino con el sello de su familia a Leonor, pero esta no lo cogió y Deirdre habló en su lugar.

—Será mejor que los leáis vos, mo baintighearna. Leonor aún no se ha terminado el plato de comida y estaba en medio de una reprimenda por haberse dejado embaucar por ese viejo Sir Brisbane para que siga jugando a los marimachos.

Elsbeth hizo un mohín, sin terminar de creerse que la vieja tata fuera la que diera la coartada perfecta a Leonor. Abrió el pergamino lacrado de Sir Lockhart primero, impaciente por saber noticias de su amado. Leyó en silencio unas líneas y sus bellos ojos azul verdoso brillaron como dos estrellas en un cielo de luna nueva, llevándose una mano temblorosa a la boca y ahogando un gemido lastimero.

—¿Qué ocurre, baintighearna? —preguntó Deirdre, buscando con la mirada a Leonor, pero la española no parecía querer saber nada de las nuevas o quizás temía lo que estas pudieran acarrearles en su monótona vida.

Pero Elsbeth no contestó y la curiosidad pudo con la muchacha inevitablemente. Leonor devolvió la mirada a Deirdre y la tata asintió. Aún con dudas, la muchacha cogió la hoja que había dejado caer Elsbeth sobre el regazo y comenzó a leerla en voz alta:

 

«Mi amada Elsbeth:

Si no he podido escribir antes es debido a que hemos estado llevando una misión secreta para nuestro rey. En el camino de regreso de Francia, caímos en una emboscada de la que solo Dios sabe por qué salimos indemnes. Bueno, sí. Porque dos allegados vuestros nos reconocieron a tiempo, evitando una auténtica masacre. La vida ya no tiene sentido para mí si no estáis vos cerca y cuento los días para haceros mía. Quizás antes de lo convenido con vuestros hermanos, por junio, estaré allí mi dulce rosa.

Os ama, siempre vuestro,

Sir Symon Lockhart».

 

—No tenéis de qué preocuparos, Milady. Vuestro hombre está bien y deseando veros —replicó Deirdre, mientras le acariciaba el pelo para devolverle el sosiego al cuerpo, sin entender del todo el contenido de la carta.

—Elsbeth, ¿creéis que…?

—¿Esos dos allegados míos son Ayden y Neall? Sí, eso me temo.

—¡Oh! —exclamó Leonor, llevándose ahora ella las manos a la boca.

Deirdre se bebió de un trago la copa de licor que le tenía preparada al mensajero y no hacía más que nombrar a todos los santos y persignarse. Elsbeth lloraba en silencio. Su amado había estado a punto de morir y ella tenía que quedarse cruzada de brazos esperando que volviera sano y salvo… Leonor la abrazó y sonrió mecánicamente entendiendo la impotencia que debía sentir su amiga. La echaba de menos, muchísimo, pero cuanto antes se fuera haciendo a la idea de que ella no pertenecía a ninguna parte, sería lo mejor. Elsbeth le había pedido que la acompañara a las tierras de Sir Symon Lockhart cuando se casara, pero qué pintaba ella entre dos recién casados. Nada. Eso sin contar con las habladurías que tendrían que soportar y la duda que siempre cerniría sobre el capitán y ella. Cuando Elsbeth se casara y su misión hubiera acabado, quizás regresara con Sir William Keith al norte o quizás se aventurara a tomar los caminos por su cuenta y riesgo. Pero, ¡que la aspasen si no había sentido una punzada de celos al leer la carta! En su fuero interno, Leonor deseaba con Neall una historia de cuento, como la que tendrían Sir Symon y Elsbeth, de esas donde el caballero lucha por el amor de su amada y ella salva con entereza los designios del destino. Un amor sin límites, sin verdades a medias, con el único deseo de formar parte el uno del otro. Un amor pasional, desinhibido y carente de reglas sociales. En definitiva, un amor imposible… pues ¿qué bardo loco escribiría una historia sobre ellos? Leonor suspiró y comenzó a cortar en tiras largas la cecina con la daga, apartando los montoncitos rectos y finos como su dedo meñique sobre un plato. Ella misma lo había echado de su vera… y Dios solo sabía lo que se había arrepentido cada día.

Cuando Elsbeth se hubo repuesto un poco de saber lo cerca que había estado de no volver a ver a su prometido y al ver que Leonor no tenía intención de leer las noticias de su familia, respondió ceñuda:

—¿No pensáis leer el otro pergamino? Seguramente sean noticias de Neall, pues Ayden siempre ha huido de las florituras y se prodiga poco en la escritura…—sin poder creerse el desinterés de Leonor ante las noticias que la misiva traería de sus hermanos.

—Creo que vos o vuestra madre sois las más indicadas para hacerlo —dijo secamente, intentando mostrarse indiferente, aunque realmente mataría por saber el contenido de la carta de primera mano.

Leonor se levantó para retirar el plato acabado de su comida, apartando el de las tiras de cecina de la mesa y excusándose para remover la gran olla puesta al fuego, mientras trataba de controlar inútilmente los nervios. Deirdre le devolvió a Elsbeth los pergaminos y las dejó a solas para cumplir con el recado de Sir Irwyn, cabeceando y murmurando por lo bajo: «Dios mío, que no vuelvan a discutir». Ya era hora de que las muchachas hablaran a solas sobre el tema, si es que había algo de qué hablar, pero no quería que pasaran mes y medio sin hablarse como la última vez.

—¿No queréis saber noticias de Neall? —preguntó entre enojada y sorprendida Elsbeth en cuanto la vieja tata desapareció por la puerta con el recado.

—No.

—Mentís, Leonor, lo sé.

—¿Por qué tendría que hacerlo, Elsbeth? —dijo encarándose a la joven señora con arrojo y por primera vez—. Decidme. Porque que yo sepa él no es mi prometido, ni siquiera hemos intercambiado palabras de amor. ¿Acaso no lo entendéis? No puedo esperar a alguien que no desea que lo esperen y, si queréis que os sea sincera, ni yo misma sé qué es lo que siento. Así que, centraos en lo vuestro y dejadlo estar.

Elsbeth se quedó en silencio mirando las llamas del fuego, un poco perpleja. Hacía meses que buscaba que Leonor le abriera su corazón, pero no sabía la carga que había soportado sola todo ese tiempo.

—Pensaba que amabais a mi hermano y que nada más importaba.

—¡Ja! Como si fuera tan sencillo —se jactó Leonor, poniendo los ojos en blanco y los brazos en jarras, mientras resoplaba y se dejaba caer en una mecedora destartalada.

—Lo es.

—¿Lo es? ¡No! Porque vuestra vida siempre haya sido un camino de rosas… —se calló Leonor al darse cuenta de que había hablado por hablar.

—¿A qué os referís con un camino de rosas? ¿A que os arrebaten al amor de tu vida vilmente por una cuestión de celos en un duelo a muerte o a que tenga que esperar mi segunda oportunidad durante un año, porque tienen que olvidarse primero de vos, mo bancharaid?

Leonor enmudeció. Eso había sido un golpe bajo. La española no tenía respuestas para eso, incluso admiraba que Elsbeth quisiera ser su amiga en esas condiciones. Ella no amaba a Sir Symon, realmente nunca lo había querido más que como a un fiel amigo y había evitado por todos los medios que él creyera lo contrario. Era cierto que al principio se había sentido deslumbrada por el caballero, siempre atento y afable, apuesto y viril, incluso se había pensado su proposición de matrimonio seriamente, pero nunca por amor. Nada más ver a Neall, lo supo. Lo que ella sentía por Sir Symon Lockhart era profunda admiración, pero nada más. Sin embargo, solo pensar en Neall y le ardían hasta las entrañas… ¡Maldito fuera!

—Sois injusta, Elsbeth. Sabéis que yo no amo a Sir Symon, además… ¡Yo no tengo nada que ofrecerle a vuestra familia!

—¡Por fin sois sincera! ¿De eso se trata, no es cierto? ¡De la dote! No puedo creer que penséis que mi familia sería tan ruin que sacrificaría la felicidad de Neall por un puñado de tierras. Estas son prácticamente prestadas… Si el rey sigue empeñado en obsequiárselas al maldito Sir Kenion Strathbogie por sus leales servicios a la Corona, tampoco nosotros tendremos nada que ofreceros a vos.

—No solo se trata de la dote… —comenzó a decir Leonor con lágrimas en los ojos.

—Entonces ¿de qué se trata si puede saberse?

Lady Annabella y Sir William de Irwyn entraron en las cocinas sin previo aviso. Leonor se secó rápidamente las lágrimas que resbalaban por sus mejillas e intentó sonreír sin suerte. Nunca había sido buena disimulando sentimientos y menos aún llegado a un punto sin retorno. Sus ojos hablaban siempre, en cuanto al corazón se refiere.

—Veníamos a buscaros Elsbeth para… ¿Qué ocurre Leonor? ¿Tanto os duele el brazo?

—No, no os preocupéis, Milady. No es nada. Ha debido de entrarme algo en el ojo. Además, esta época del año siempre me da por deshacerme en lágrimas como una María Magdalena. Si me disculpan… iré al pozo a refrescarme la cara.

Lady Annabella conocía a Leonor como si fuera su hija. A otra con el cuento. Se maldijo por lo bajo el no haber dejado tiempo suficiente para que las jóvenes hablaran, después de tanto tiempo prácticamente indiferentes. Su hija lo necesitaba. Leonor lo necesitaba. Incluso ella misma lo necesitaba. La dama observó con preocupación cómo la española se marchaba a grandes zancadas de la cocina, pasándose de nuevo el antebrazo por las mejillas, para enjugarse las lágrimas. Sabía que la decisión de marcharse a vivir fuera del castillo era un intento desesperado de alejarse de Neall. No sabía muy bien las razones que la habían llevado a ello, pues todos le habían aclarado la relación que unía a Malen con Neall. Fuera lo que fuera, lo lamentaba profundamente. Desde esa noche de Samhuinn, el menor de sus hijos tampoco había sido el mismo, continuamente malhumorado, ensimismado o triste. Ante las atenciones de Ayden o Erroll, lo mucho que Neall hacía era responder con una media sonrisa forzada. Lo que debería haber sido el inicio de un noviazgo, se había convertido en un fatídico desencuentro. Pero Lady Annabella no había perdido la esperanza. Si algo le habían dado los años era el ver con claridad que, por mucho que se quiera, el destino une a quien él quiere. ¡Que el demonio se la llevara si no conseguía que esos dos acabaran juntos! Tampoco sus inicios con Alastair habían sido fáciles… y había sido durante años la razón de su vida.

—Sentimos haber interrumpido, Elsbeth, pero el mensajero ha huido como alma que lleva el diablo y no hemos tenido ocasión de preguntarle nada —dijo su tío Sir Irwyn, que andaba con la mosca detrás de la oreja.

—¿Son las nuevas de Sir Symon y de mis hijos? —preguntó Lady Annabella intrigada a su hija, para intentar dulcificar el carácter de Elsbeth—. ¿Y qué dicen?

Le pasó el pergamino abierto de Sir Symon y, al leerlo, Lady Annabella sonrió a su hija.

—Vaya, vaya… creo que lo tendremos a finales de junio por aquí —dijo con una sonrisa picarona—. ¿Y la de Neall, no la habéis leído aún?

—En eso estábamos.

—Entiendo —y volviendo el rostro hacia la puerta concluyó—. Dadle tiempo, Elsbeth. Solo ella puede luchar contra sus propios demonios y nosotras debemos estar ahí para apoyarla.

Màthair, no sé qué pensar —dijo la muchacha haciendo una profunda inspiración y negando con la cabeza.

—Yo tampoco, porque no me estoy enterando de nada —comentó su tío con un tono jocoso y pasándose la mano enguatada por la incipiente calva sacerdotal.

—Será mejor que os ponga al día, bràthair. Ya me contaréis después, hija mía —le dijo Lady Annabella, mientras le tendía el brazo a su queridísimo hermano y salían ambos de la cocina.

—Será un placer.

Ya a solas, Elsbeth abrió el lacre del clan Murray y sintió un escalofrío al ver que no se trataba de la letra de Neall, si no de la de Sir Kenion Strathbogie. ¿Qué diablos significaba esto? Con los nervios en el estómago, leyó de carrerilla su contenido sin poder creer del todo sus palabras.

 

«Amada Elsbeth:

No querrán los años ni mi creciente familia que me olvide de vuestra persona. Al oír que seguíais aún prometida, no podía creerlo. ¿Acaso no os había quedado claro la última vez que tuvimos esta misma conversación? Si no sois mía, no lo seréis de nadie. Viendo que el compromiso sigue adelante, he tenido la deferencia de avisaros, por el bien de ambos, claro. Esta vez será un placer aún mayor deshacerme de un traidor como Sir Lockhart, del que incluso podría sacar provecho. Siento deciros que esta vez yo mismo me preocuparé de que no esté vuestro querido hermano para darle una muerte digna. Tendréis noticias mías, guardad silencio si no queréis más muertos sobre vuestra conciencia, leannan.

Vuestro abnegado servidor,

K. S.».

 

—¡Maldito bastardo! —gritó enfurecida Elsbeth tirando la jarra de barro al suelo y haciéndola añicos. El suelo se oscureció donde se había derramado el cuirm. Una mancha grande y negra, que le recordó a las macabras imágenes del cancerbero que tanto le gustaba detallar al reverendo Patrick Lynch en las vigilias.

Dejándose caer en el suelo y con las manos apretándole las sienes, Elsbeth tembló, a pesar de la calidez de la estancia. Era un frío que le rasgaba el alma, como un preso que termina sin uñas de escarbar la pared, en busca de una salida o de una pronta muerte. Uno de los troncos de la lumbre se desboronó dejando caer pavesas de un color naranja brillante. Se levantó y con el pie, las empujó hacia la chimenea. Una de ellas prendió el bajo del vestido. Se echó agua con rapidez y consiguió controlar el estropicio, respirando algo más tranquila. ¡Ojalá fuera tan fácil con su estado de nervios! Cuando se dio la vuelta, la imagen lívida del fallecido Sir James Stewart le sonreía desde la puerta que daba al salón. Llevaba las mismas ropas que el día del duelo, el mismo brillo en los ojos y el mismo broche prendido en su feileadh mor. El mismo que ella tenía guardado en la caja de sus recuerdos, bajo su cama, desde ese fatídico día. Quiso acercarse, tenderle la mano, pero la imagen de Sir James le tiró un beso y se llevó la mano al corazón, antes de desaparecer de nuevo.

Elsbeth se refregó los ojos, no podía ser. No podía ser él. No podía tratarse más que de las palabras de un loco y su mente le había jugado una mala pasada. ¿Sir James la estaba previniendo de algo? ¿Acaso Sir Kenion cumpliría su palabra? Con todo, en su interior se enraizó un mal presentimiento que no era capaz de controlar. Gracias a Dios, Leonor no había leído la carta, pensando que fueran nuevas de su hermano. Cuanto más alejada pudiera mantenerla de ese demonio, mejor. Por otra parte, ¿qué había querido decir ese malnacido sobre la muerte de Sir James Stewart? ¿Y sobre que no estaría su hermano para darle una muerte digna? Y sobre todo y lo más importante, ¿por qué se le había aparecido su prometido después de tanto tiempo?

La melliza se sintió morir. Ese maldito bastardo nunca dejaría de atormentarla. Siempre había un condenado Strathbogie dispuesto a arruinarle la vida a una Irwyn. Pensó en su madre y en lo mucho que había soportado la locura de amor que sentía el padre de Sir Kenion por ella. No se alegraba de las desgracias ajenas, pero desde que supieron que una rara enfermedad tenía a Sir David postrado en cama, en el clan Murray se respiraba paz. Pero ella no era su madre, no estaba dispuesta a que le arrebataran de nuevo la felicidad entre los dedos. Recordó con nostalgia al niño bonachón y algo consentido que había sido su vecino y su fascinación por ella desde muy joven. Mientras Neall jugaba con un caballito de madera, Sir Kenion estaba junto a Elsbeth admirando sus bordados, leyéndole historias o paseando por la finca. Neall nunca había sido un niño fuerte, hasta que Sir William Brisbane lo tuteló y se lo llevó lejos de la influencia de los Strathbogie. Hasta entonces, Elsbeth lo había cuidado primorosamente para que nunca le pasara nada.

En cambio, la relación de amor-odio que Sir Kenion sentía por Neall parecía venir desde la cuna. Siempre se había relacionado con sus hermanos mayores y despreciaba los intentos del niño de ser audaz e intrépido como el resto, ridiculizando sus esfuerzos cada vez que había ocasión. Hubo un tiempo en que Neall se recluyó en sí mismo y se olvidó incluso de hablar. Sus grandes ojos verdes oscuros lo expresaban todo, pero no abría la boca para pronunciar palabra. Ni siquiera su madre conseguía nada de él. Gracias a Sir William Brisbane, el niño volvió a recuperar la confianza en sí mismo y la familia Murray convino siguiera su educación con él.

 

Elsbeth hizo una mueca y brotaron dos grandes gotas que se negaban a caer, aferradas al recuerdo y al precipicio contenido de sus largas pestañas. El día que había regresado Neall de visita con Sir Brisbane, apenas lo reconoció. Diez años en la vida de un niño, que lo habían devuelto prácticamente hecho un hombre. Elsbeth pensó que era el muchacho más guapo que había visto nunca: alto, robusto, seguro de sí mismo… en definitiva, feliz. Sintió una punzada de remordimiento por no haber sido capaz de devolverle a ese estado ella misma y supuso que el resto de la familia sentiría lo mismo al verlo, por lo embobados que estaban con él. Ese día, ese maldito día que regresó, Neall se abalanzó a Elsbeth y la levantó por los aires dando vueltas y más vueltas, estrechándola contra su musculoso cuerpo como si fuera una muñeca. Elsbeth reía a carcajadas sujeta por la cintura y sintiendo el cielo más cerca, casi al alcance de sus manos. ¡Cuánto había crecido su hermano! ¡Segura estaba que era más alto que Ayden y que Arthur!

Cuando vio cómo Sir Kenion se acercaba furioso por la espalda a Neall, ella había gritado. El joven Strathbogie no lo había reconocido y si lo había hecho, el odio y los celos que sentía por su hermano no habían menguado lo más mínimo a lo largo de los años. De un empujón bajó a Elsbeth de los brazos de Neall, pero este no se amilanó como lo hubiera hecho antes. Ahora no, ahora era distinto, era un muchacho seguro de sí. Colocando a su hermana tras de él, como si de un escudo humano se tratase, se dispuso a presentar batalla. Sir Kenion intentó golpearlo repetidas veces, pero Neall esquivaba cada envite con total maestría. En una de esas, Sir Strathbogie calculó mal la distancia y, al retirarse el joven Murray, cayó de rodillas en un enorme lodazal. Sin haberlo tocado ni haber hecho el intento, Sir Kenion había hecho por primera vez el mayor de los ridículos. Recordó que nadie de los presentes se rio al ver entrar a Sir Strathbogie de tal guisa en el salón principal, pues sabían del carácter vengativo del joven señor, no porque les faltaran ganas de hacerlo. El clan Murray toleraba la impertinente y continua visita de Sir Kenion a sus tierras, pero ninguno sentía aprecio por lo soberbio y déspota que se portaba con todos, incluida la que deseaba fuese su prometida.

—No volváis a tocar a mi hermana sin su permiso, ¿lo entendéis? —dijo con voz profunda y serena Neall.

«Voz de hombre, mi hermanito se ha convertido en mi caballero y ha venido a rescatarme del dragón justo a tiempo», recordó que había pensado en su momento Elsbeth. Feliz de que alguien le parara por fin los pies al pesado de Sir Kenion en ausencia de su padre y sus hermanos, abrazó a Neall con fuerza.

Esa misma mañana, Sir Kenion la había amenazado con inventarse algún bulo si continuaba su amistad con el mayor de los Stewart. Y ella había corrido al jardín para evitar su desagradable presencia por más tiempo. ¿Cuándo había empezado a comportarse como un cretino? Realmente, Elsbeth no lo recordaba con certeza, solo era capaz de hilvanar retales de su vida inconexos, situaciones que se le escapaban cronológicamente hablando. Desde que sus hermanos varones se habían ido con sus respectivos tutores, Sir Kenion Strathbogie no paraba de atosigarla con furtivos encuentros, soeces comentarios y miradas poco decentes.

El vecino se marchó ese día de Blair Atholl, lleno de barro y rojo de ira, asintiendo a la pregunta que Neall le había hecho segundos antes. Con la mandíbula y los puños apretados, miró con dureza a Elsbeth, por no haber corrido en su auxilio y sí a los brazos de él. «Puta…». Ese día había comenzado la guerra contra los Murray y Sir Kenion estaba dispuesto a ponerle fin. No fue el primero, ni tampoco el último día que Sir Kenion quedó en evidencia ante Neall. Elsbeth sonrió con amargura, arrugando aún más la carta entre sus dedos y tirándola al fuego para que las brasas la engulleran sin dejar rastro. Ya se inventaría cualquier excusa ante su madre.

Pocas semanas le dio de tregua el condenado Sir Kenion Strathbogie a Elsbeth, apenas el tiempo de olvidarse de la primera carta y pensar que todo había sido producto de un mal sueño. Sin embargo, una segunda misiva llegó a finales de abril, cuando más tranquila estaba la joven, y con las mismas malas artes y mismo remitente:

 

«Si no os reunís mañana conmigo en Moulin, cualquier día lloraréis la muerte de vuestro querido hermano. Si no venís, que sea más pronto que tarde…

Vuestro,

K.S.».

 

El día de enfrentarse a Sir Kenion había llegado y no tenía tiempo que perder, pensó Elsbeth con una triste mueca en el rostro. Si solo una de las atrocidades que se decían de él era cierta… La joven se santiguó y prefirió centrarse en las posibilidades antes que sucumbir en la desesperanza. Quizás si consiguiera hacerle entrar en razón, apelar al niño bueno y justo que en su día fue, al enamorado, y no al cruel en el que se había convertido… quizás y solo quizás, pudiera enmendar el error de haberlo subestimado en su momento. Elsbeth ya había pagado un altísimo precio: la muerte de su prometido James. No soportaría cargar en su conciencia con la muerte de Sir Lockhart, ni la de su hermano o alguno de los suyos. No obstante, si algo sabía, era que Sir Kenion jamás jugaba limpio.

La melliza Murray se preparó para ir a Moulin al día siguiente, teniendo especial cuidado de no levantar sospechas en Leonor ni en su madre. Elsbeth miró las cuatro paredes de su habitación con nostalgia mientras escuchaba cómo se blandía en el patio de armas el acero de las espadas. Se asomó por la ventana y vio a los dos muchachos luchar contra Sir William Brisbane, desde luego habían mejorado muchísimo, pero aún necesitaban ser dos para cansar un poco al caballero. Nada comparable con Leonor, que muy pronto haría tragar polvo a ese maestro de armas. Sonrió amargamente. ¡Cuánto daría ella por saber defenderse como la española! Se extrañó de no verla por allí, en realidad, hacía un par de días que no la había visto por el castillo. ¿Le habría pasado algo a ella o a Deirdre?

Tuvo la tentación de contárselo todo, de ir a su cabaña y pedirle que la acompañara… pero una voz en su interior le decía que este camino lo tenía que andar ella sola, si quería tener alguna oportunidad. Pensó en su hermano Neall y en lo tonto que sería si dejaba pasar la oportunidad de cortejar a una muchacha como aquella. Leonor era una rosa por descubrir. Era especial. Sus espinas solo la hacían parcialmente inaccesible, pero a la vez más bella y deseable. Contempló los ejercicios desde la ventana, cómo Sir Brisbane vencía a los dos escuderos y les tendía la mano para que se levantasen. No, no podía enrolar a Leonor en semejante aventura. Algo dentro de ella volvió a decirle que era lo correcto. «Si algo sale mal, no quiero que ese maldito bastardo utilice a Leonor en contra de Neall».

Aquella madrugada previa a Samhuinn, Sir Strathbogie se había despedido de todos ellos con una risita maliciosa al ver llegar a Leonor y a Neall juntos de nadie sabía dónde… Un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¿Sabría el condenado Sir Strathbogie de la pasión que la joven desataba en Neall? No, o ya habría hecho algo, suspiró aliviada. Menos mal que Erroll supo andar ojo avizor esa noche y leer el ponzoñoso y negro corazón de Sir Kenion, agarrándose a la cintura de la española con picardía ante la anonadada cara de todos, incluida la de su hermano. «No, no puedo ponerla en peligro. Ella ha cuidado de mí todo este tiempo y yo lo haré ahora de ella», sentenció Elsbeth reafirmándose y decidida a luchar sola este mano a mano con el mismísimo diablo. Terminando de echarse una fina capa sobre los hombros, bajó las escaleras de la torre de homenaje. Nada más salir, tuvo que entrecerrar los ojos al enfrentarse al brillante sol de primeros de abril. Tenía que poner en marcha su hilvanado plan y para ello necesitaba la ayuda del jovencísimo escudero encargado de las caballerizas: Lorcan Mackinnon. Elsbeth se dirigió al muchacho con una suave batida de pestañas y con la habitual coquetería utilizada, cada vez que quería sacar algo:

—Lorcan, ¿podríais acompañarme un momento al establo? Necesito que reviséis la herradura de Runag.

—¿Le pasa algo a su caballo, mo baintighearna? —le preguntó diligente.

Ella no contestó, solo le sonrió. El escudero no tenía aún cumplidos los catorce años y la acompañó embobado hasta que llegaron junto a las balas de heno que estaban apiladas fuera de las caballerizas. Su hermosa señora se sabía su nombre, no cabía en él de gozo. Elsbeth sabía de la especial lealtad y carácter reservado de su joven enamorado y que no iría rápidamente con el cuento a Sir William Brisbane, Leonor o su propia madre. Lamentaba profundamente meterlo en semejante despropósito, pero no tenía otra opción. Con picardía, le dijo:

—Lorcan, he recibido carta de mis hermanos como sabéis —haciéndole partícipe de la mentira—. Se encuentran de camino a Blair Atholl y me gustaría darles una fiesta de bienvenida. Nuestros hombres llevan tantos meses fuera de sus hogares que merecen ser recibidos como reyes.

El joven asintió, tragó saliva y miró hacia donde hacia unos instantes había tenido lugar el duelo de espadas. Elsbeth aprovechó la ocasión para seguir engatusando al muchacho.

—Lorcan, necesito vuestra ayuda y, sobre todo, vuestra máxima discreción. Si mi hermano Neall se enterara de mis intenciones para desposarlo con la española… me mataría o quizás, pensándolo bien, me matara ella antes —dijo entre risas—. Pero me apenaría mucho que una pareja tan bonita como Neall y Leonor no terminen comprometiéndose por una tontería como la que pasó en Samhuinn. ¿No creéis?

El muchacho asintió. No era que él hubiera presenciado lo que había pasado en la fiesta, pues había quedado al cargo de cuidar a sus siete hermanos, mientras sus padres iban al festejo del castillo. Sin embargo, durante meses, no se había hablado de otra cosa en la villa.

—¿Y cómo podría ayudaros, Milady? —respondió algo nervioso por si no podía complacerla después de tantas deferencias hacia su persona.

—Mañana me acompañaréis al mercado de Moulin, compraremos un bonito vestido para Leonor y lazos y velas para adornar el salón principal. Todo tiene que ser secreto, ni siquiera Milady podrá enterarse u obligaría a Leonor a que nos acompañara y ¡adiós sorpresa! Seguro que conseguimos que mi hermano no sea capaz de quitarle los ojos de encima, ya lo veréis. No podemos consentir que Leonor lo reciba vestida de muchacho y tan demacrada… ¡Si no parece la misma desde que él se fue! Creo que con el empujoncito adecuado, quizás consiga armar a Neall de valor y que se decida incluso a pedirle matrimonio. ¿No sería hermoso que Sir Symon, Neall, Leonor y yo misma nos casáramos el mismo día?

Lorcan Mackinnon sonrió. Aunque todo el clan sabía lo mucho que el capitán se desvivía por la extranjera, también era conocido por todos la falta de entendimiento entre ambos. Uno y otra eran muy orgullosos y temperamentales, andando todo el día entre dimes y diretes que divertían a todo el que estuviera a su vera. La pareja no era que discutiera, pero parecía gustarles ponerse a prueba y contestarse con preciado sarcasmo e ironía. La española incomprensiblemente tenía respuestas para todo y todos y no se dejaba amilanar. Su capitán era incapaz de dejar de sonreír y disimular en su presencia. Muchas eran las veces que lo había pillado espiándola de lejos con ojos de cordero enamorado, como decía su abuela, tras Samhuinn. Lorcan no quiso contradecir a su joven señora, aunque veía el arreglo bien difícil entre ellos. Por primera vez, se sentía importante, con la misión de un guerrero experimentado y no dudó en concretar los planes para la mañana siguiente. Elsbeth siguió con su habitual rutina de quehaceres, más tranquila desde que había sabido que Leonor no vendría en todo el día al castillo.

Al día siguiente, sin haber despuntado aún el alba, Elsbeth Murray y Lorcan Mackinnon salieron sigilosamente con los caballos cogidos por las riendas. Sabían que debían darse prisa si querían pasar justo durante el cambio de guardia, que tardaría unos valiosos minutos en completarse. Pasado el rastrillo y ya en el breve trecho que compartía el camino de la villa hasta la bifurcación que llevaba a Moulin, Elsbeth comenzó a rezar por lo bajo para no encontrarse con Leonor o Deirdre, porque no sabía qué explicación creíble podría darle. Leonor había estado al cuidado de la anciana varios días, unas fiebres altas que la tenían postrada en la cama y nadie sabía muy bien qué hacer. No podía dejar nada en manos del azar con Leonor. Si los descubría, iría con ellos, poniendo su vida en peligro y no podía consentir exponer a más gente a los delirios de un loco salido como Sir Kenion.

La melliza no respiró tranquila hasta que no tomaron el sendero por la ribera del río. Para cuando los del castillo se dieran cuenta de que Elsbeth y Lorcan faltaban, ellos ya estarían suficientemente lejos como para alcanzarlos. Además, la joven había tomado la precaución de no referir su viaje a nadie. Solo una nota debajo de su almohada con una breve reseña y despedida, por si todo salía condenadamente mal.

El camino a Moulin se hizo tedioso. Lorcan era muy correcto, pero carecía de la conversación y ocurrencias de Neall o de Leonor y ni qué decir de Erroll. Elsbeth añoraba a la española, a la que había llegado a querer como a la hermana que siempre había querido tener. Leena y ella eran sus dos únicas amigas, pero con esta última hacía casi dos años que no coincidían por diferentes motivos. La melliza deseó con todas sus fuerzas volver a verlas, pero algo en su interior le decía que no lo haría. No, al menos, en mucho tiempo. Elsbeth se llevó la mano derecha al corazón, la aprehensión no la dejaba apenas respirar. ¿Qué le estaba pasando? Aún estaba a tiempo de echar marcha atrás… No era normal en ella comportarse así, pero estaba realmente asustada. Solo el pensar en Sir Kenion y su piel reaccionó erizada como la de una gallina. Al verla tan inquieta sobre su silla de montar, Lorcan le jactó con voz firme e inusualmente varonil:

—No os preocupéis, mo baintighearna. Encontraréis algo bonito para Leonor, aunque no creo que mi capitán se fije mucho en lo que lleva puesto cuando vuelva a verla.

Lo dijo tan espontáneamente y sin pensar, que Elsbeth no pudo más que echarse a reír. Desde luego estos hombres… podías llevarte un sinfín de tiempo acicalándote y poniéndote hermosa para ellos, que no parecían deleitarse más que en el conjunto, sin prestar atención a los detalles. Al darse cuenta de lo que había dicho, Lorcan tartamudeó un:

—Que-quería decir…

—Sé lo que queríais decir, no os preocupéis. Leonor es muy bella y tiene una gracia natural que hasta el más ciego podría ver. Si yo fuera hombre, ya me la hubiera echado al hombro como mis ancestros.

Lorcan se sonrojó y Elsbeth escuchó como maldecía por lo bajo, provocando que la melliza volviera a reír por sus incontables muecas.

—Sí, mo baintighearna. Pero no tan bella como vos —se apresuró a decir, para no hacer de menos a su señora.

—Zalamero… —dijo sonriendo y dándole un pequeño empujoncito en el hombro, que llegó a desestabilizarlo de la montura.

Cuando llegaron a Moulin, las calles se encontraban medio vacías y en los puestos no había las grandes colas de compradores de los sábados y domingos. Era jueves y una tensa calma se había adueñado del pueblo, como si presintiera que el mal rondaba ese día entre sus vecinos. Elsbeth hizo como que miraba las telas en un puesto de género de dudosa calidad y se interesaba por lo que le mostraba la tendera, pero realmente esperaba que Sir Strathbogie apareciera de un momento a otro. Una leve brisa le volvió a erizar el vello de la cabeza a los pies y fue entonces cuando notó su intensa mirada sobre la nuca. Él estaba allí. ¡Dios!

—¿Me estabais esperando, Milady?

Elsbeth se giró sobre sus pies lentamente, mostrándole la más radiante y a la vez inexpresiva de las sonrisas. Lorcan dio un paso hacia su señora, con la mano en la empuñadura de la espada, como si el pobre muchacho tuviera alguna posibilidad de hacer frente a esa bestia de guerra. Sir Kenion hizo un aspaviento despectivo al muchacho y Elsbeth tranquilizó a Lorcan con un dulce gesto. Él no tenía nada que ver en esto y no quería que al pobre muchacho le ocurriera ningún mal, no si ella podía de alguna forma impedirlo. Dirigiéndose a Sir Strathbogie para que dejara de prestarle atención a su acompañante y anteponiéndose a Lorcan, le dijo:

—Acabemos de una vez con esto, Sir Kenion. He venido tal y como me habéis pedido. Os ruego seáis breve y me digáis qué es lo que esperáis de mí.

Sir Kenion no se esperaba esa reacción de Elsbeth, siempre se había mostrado dulce y cautelosa con él. Ese carácter lo enardeció al punto de pasar lentamente su lengua por sus labios, humedeciéndolos de forma obscena, y acompañándolos con una mirada sucia y vejatoria.

—Adoro cuando os ponéis guerrera…

Su tono de voz se volvió oscuro y el brillo de los ojos delató sus intenciones, sin haber cruzado más que esas palabras. Que Dios se apiadara de sus almas, ¡ese maldito bastardo se había empalmado con solo oírla hablar! Miró de soslayo a Lorcan Mackinnon y temió por su vida. «Pobre niño, ¿qué he hecho? Tengo que alejarlo de aquí como sea».

—Lorcan, por favor, ¿seríais tan amable de traerme una jarra de agua fresca? Estoy sedienta tras el largo camino.

—Pero… mo baintighearna.

—No me moveré de aquí, Lorcan. Sir Kenion tendrá a bien acompañarme, ¿no es cierto?

El malnacido se pasó la mano por la barbilla y aguantó una carcajada. De un gesto con la cabeza, mandó a Lorcan que se fuera y que lo hiciera rápido o lo lamentaría. Cuando el muchacho estuvo lo suficientemente lejos como para ser partícipe de la conversación, Elsbeth se dirigió a Sir Kenion con ánimo de terminar lo antes posible con aquello y que de una vez por todas mostrara su jugada.

—¡Hablad! —insistió Elsbeth, frotándose nerviosa las manos y evitando todo contacto con la bestia.

—Lo quiero todo.

Elsbeth miró a Sir Kenion con recelo, sintió que en esa partida de cartas, no tenía ninguna figura a la que agarrarse y previó que se había equivocado en ir prácticamente sola al encuentro. Que Dios la ayudara, porque no habría nadie más que pudiera hacerlo.

—Sed más específico —respondió Elsbeth, sin una pizca de aplomo en su voz.

—Quiero convertiros en mi amante, ya que aún vive mi mujer… —dijo con desdén Sir Kenion, con su magnífica sonrisa blanca, enmarcada por pequeñas cicatrices de guerra, mientras se ajustaba el cinto de la espada al caro cotun de piel finamente labrada.

Elsbeth no daba crédito a lo que acababa de oír y el muy bastardo lo decía en serio. Instintivamente, fue a ponerse con los brazos en jarras pero se contuvo. Cuanto menos provocara a la bestia, mejor que mejor.

—No creo que a Lord Henry Beaumont le gustara escuchar en vos esas palabras sobre su querida hija. Al fin y al cabo, no solo es vuestra esposa, también es la madre de vuestro hijo.

—¡Al cuerno con Lord Beaumont y su hija! Si no llega a ser por el entrometido del rey Eduardo, ahora mismo seríais mía, mi esposa. Ese era el trato. ¡Malditos sean! —exclamó, perdiendo los papeles por completo.

Elsbeth no podía creerse que hubiera dado su apoyo a Eduardo Balliol solo por la vaga promesa de que algún día sería su esposa y, si así era, tampoco entendía por qué no se había negado a unirse en matrimonio con alguien que no quería, por muy buen partido que fuera. Para ella, el día que Sir Kenion había contraído nupcias había sido el mejor de su vida con diferencia y ahora, ante Dios y ante los hombres, no podía dar marcha atrás por más que quisiera. Su amante, ¿se había vuelto rematadamente loco?

—Cuidado, Sir Strathbogie. Eduardo I de Escocia tiene ojos y oídos en todas partes, podría tomar vuestras palabras como alta traición. Tengo entendido que vuestro suegro es su mano derecha…

Un incómodo silencio se apoderó de ellos. Elsbeth se mordió la lengua, comprendiendo tarde que no debería haberle contrariado. Ese hombre era ruin, vendería a su propio padre con tal de conseguir cualquier fin, por nimio que fuera. Sir Strathbogie había esperado mucho tiempo para tener a la joven Murray a su merced y quería deleitarse en su venganza. La boca se le hacía agua solo con seguir de principio a fin su dorada melena y la entrepierna le presionaba como nunca. La velada amenaza de que alguien pudiera ir con el cuento al pelele de los ingleses, solo había hecho enardecerlo más. Sir Kenion no admitiría un no por respuesta, pero ¿qué otra cosa podría Elsbeth darle?

—Sir Kenion, vos creéis que me amáis, pero son solo los recuerdos de una bonita infancia compartida. No consintáis que vuestro hijo crezca pensando que sus progenitores no se aman, como hizo vuestro padre. Yo siempre os he querido como a un hermano —dijo desesperada e intentando que entrara en razón con argumentos que parecían caer en saco roto— y ahora vos estáis casado y yo estoy comprometida con otro hombre. Lo que me pedís es imposible.

—No.

Un jarro de agua helada hubiera sido más cálido que el tajante y significativo monosílabo.

—¿No?—preguntó aturdida Elsbeth, mientras Sir Strathbogie la cogía por el brazo bruscamente y la llevaba unos pasos a parte.

—¿Me queréis como a un hermano, decís? —bufó iracundo, a contra sol, con una risa macabra que le heló la sangre.

«Quien juega con el demonio tarde o temprano se quema», pensó Elsbeth intentando aferrarse a alguien, mientras el mundo parecía engullirla a sus pies. Con una voz oscura y macilenta, Sir Kenion le susurró:

—No habrá nadie en esta vida que os ame y desee tanto como yo… ¡maldita zorra! Vos siempre habéis mancillado mis sentimientos, rechazándolos, postergándolos, comprometiéndoos con peleles de tres al cuarto, con traidores a la patria que no sabrían ni encontrársela en los calzones y mucho menos complaceros en la cama. Pero, ¿sabéis? Somos demasiado mayores para seguir jugando a este juego, yo ya me cansé de esperar vuestras migajas. Yo no soy mi padre. Si no queréis ser mía, pues sed de todos… ¡Puta!

Lorcan acababa de llegar con la jarra de agua fresca e intentó llegar a su señora, al ver que Sir Kenion la alejaba del puesto de telas y el rostro descompuesto de ella. Sin embargo y de repente, el muchacho se vio rodeado por cinco corpulentos hombres que le doblaban en experiencia, tamaño y edad. Elsbeth vio como el más corpulento de ellos le propinaba un tremendo golpe en el vientre que dejaba al valiente muchacho encogido en el suelo, antes de doblar la esquina hacia un callejón. La jarra que tan cuidadosamente había traído a su señora había salido disparada por los aires y la poca gente que había rondando los puestos del mercado parecía habérsela tragado la tierra junto al contenido del vaso. «Cobardes…», masculló Elsbeth, que apenas andaba, arrastrada prácticamente por las callejuelas inmundas y más alejadas del comercio. Supo que había perdido la partida y que lo más probable era que Lorcan y ella no vieran el atardecer ese día. Se maldijo por lo estúpida que había sido. Esa bestia, esa mala bestia podría hacer con ella lo que quisiera, pero jamás le daría lo que quería: amor. «Si no queréis ser mía, pues sed de todos… ¡Puta!», le había dicho Sir Kenion. ¿Qué había querido decir con eso? Las crueles y sanguinarias historias que se rumoreaban sobre él, martillearon su cabeza una y otra vez, perdiendo la cuenta de las calles y casas que habían cruzado.

—Sir Kenion, por favor —dijo con lágrimas en los ojos y la voz temblorosa, por no saber a dónde la llevaba—. Si realmente me amarais, buscaríais mi felicidad. No puedo complaceros, no podéis pretender de mí más que cordialidad después de lo que pasó con Sir James. Vos matasteis a mi prometido llevado por los celos. ¡Diablos! Destrozasteis a su familia, me destrozasteis a mí. ¿Cómo podéis pedirme amor después de aquello? ¿Por qué no lo entendéis?

—Creo que la que no lo entendéis sois vos, Elsbeth. Si no sois mía, no seréis de nadie por voluntad propia. Deshacerme de Sir James Stewart fue sencillo, porque no esperaba mi ataque por la espalda. Sí, no os horroricéis. Fue sencillo. Cuando ya me encontraba en el suelo, el muy imbécil me perdonó la vida y me dio la espalda. Me abalancé hacia él y lo apuñalé en el costado. No olvidaré su cara de sorpresa y la de vuestro honorable hermano —dijo riéndose de forma histriónica, con la mandíbula y los ojos desencajados de un loco—. Si no llega a ser por el heroico gesto de vuestro hermano, habría muerto a manos de los lobos.

—Dios mío, ¡no! ¿Cómo pudisteis…? —le interrumpió horrorizada Elsbeth, sin querer oír más—. ¡Jamás sería vuestra amante! No lo sería ni por todo el oro del mundo. ¿Me oís? Todo lo que dicen de vos es tan repugnante como cierto. ¡Soltadme! —gritó al saber por fin la verdad de cómo había sucedido todo en el duelo. Esa verdad que siempre había intuido, pero que su hermano siempre había querido ocultarle, para evitar precisamente el dolor que ahora estaba sintiendo.

—Seguid así, el precio por vuestra persona crecerá como la espuma, mi dulce palomita.

Elsbeth lo miró entre lágrimas y con los pelos de punta. De pronto, entendió que Sir Kenion no tenía ninguna intención de hacerla su amante o contaba con un as escondido en alguna parte. Ese hijo de puta había urdido una venganza ladina y enrevesada, digna del peor pendenciero. Y ella, al venir prácticamente sola, se había expuesto en bandeja como parte de su menú. «Tonta, tonta, más que tonta», se repetía una y otra vez la melliza.

—¿Qué… qué queréis decir?

—Pues que una virgen y dulce preciosidad como vos vale demasiado como para cedérsela a un traidor como Sir Symon Lockhart.

Sin dejar que Elsbeth se repusiera de sus palabras y señalándose una vieja cicatriz en la ceja, añadió Sir Kenion con una endiablada sonrisa:

—Esta cicatriz que aquí veis me acompaña como recuerdo desde los doce años, gracias a vuestro querido prometido. ¡Ja! Nunca ha sido otra cosa que un muerto de hambre, advenedizo del rey Bruce. Siempre buscando sobresalir a toda costa entre todos los escuderos para sacar a su familia de la miseria. Un nacido con estrella, al que se le acabó su suerte.

—¡Dejadle en paz, Sir Kenion! Él no sabe nada de vuestras intenciones hacia mi persona…

—¡Ja! No hay piedra en este país, que no sepa lo que siento por vos y pagará su osadía de pretenderos con la muerte.

—¡No! ¡No, por favor! —le repetía deshecha en llanto, mientras Sir Kenion se deleitaba en cada lágrima, en cada gesto de espanto, en el temblor de su voz.

El malnacido hacía tiempo que no se sentía tan viril, tan salvaje, tan sediento de sangre…

—Ya que tantas ganas tenéis de yacer con un hombre, que sea al menos por el mejor postor. ¡Maldita zorra! —le dijo antes de empujarla contra una pared mugrienta de una de las calles que daban a las afueras, llevado por el deseo, frenético por los forcejeos de ella. La muy puta no solo era lo más hermoso que había visto nunca, sino que también le plantaba cara. Todo un descubrimiento que le hizo dudar por unos segundos si desviarse o no del plan que había trazado para ella.

—¡No, nooooo…! ¡Soltadme! —gritó Elsbeth entre lágrimas, forcejeando e intentando darle una patada en algún sitio donde le doliera.

Sir Kenion Strathbogie no pudo reprimirse ni un segundo más y la besó con fuerza, oprimiéndola contra la pared, apenas dejándola respirar. La discusión lo había animado. Sus lágrimas y ruegos lo habían enardecido. Si no hubiera sido porque hubiera echado al traste todo lo convenido, la hubiera violado allí mismo. No había cosa que deseara más en el mundo que clavársela mil veces hasta el fondo y en infinidad de posturas diferentes. Tenía planes mejores para ella y no era el hacerla gozar con sus rudos encantos. Sin embargo, ¿qué más daría un beso, un pequeño premio antes de la despedida? Elsbeth lo volvía loco. Sir Strathbogie la cogió del pelo con fuerza, forzando que lo mirara, mientras volvía a hundir su lengua hasta el fondo de su garganta. «¡Qué bien sabes, puta!», pensaba el muy bastardo, deleitándose en el regusto de la saliva y de la sangre de la joven.

—Tu sabor me acompañará siempre, querida, pena que no tengamos tiempo para mucho más.

Los modos de la bestia se fueron haciendo cada vez más salvajes, primarios, como un lobo hambriento que por fin le hinca el diente a su presa. Elsbeth sintió la nauseabunda lengua de Sir Kenion recorrer sus dientes y le entraron arcadas. Por mucho que pataleaba e intentaba apartarse, la bestia se mantenía firme, inflexible, clavándole la verga entre sus piernas hasta el punto de hacerla gritar. Si no hacía algo, terminaría violándola allí mismo. «Piensa, tonta, piensa». Una fugaz idea cruzó por la mente de la muchacha como un rayo en plena tormenta. Elsbeth consiguió armarse de valor y mirarlo a los ojos entre magreos y embestidas de su asquerosa lengua, comprendiendo que cuanto más se resistiera, más salvaje y libidinoso respondería el malnacido. Tragándose las lágrimas, el orgullo y lo que quedara de su razón en esos momentos, Elsbeth se dejó hacer. Cuando Sir Kenion Strathbogie notó el cambio de actitud de ella, la dejó asqueado, limpiándose los restos de sangre de la boca de Elsbeth con la manga de su camisa.

—Todas sois iguales, no hay nadie mejor que yo que sepa lo que en realidad os gusta —le musitó nariz con nariz, cogiéndole la barbilla con fuerza y haciendo que la boca ensangrentada de la muchacha se pareciera a la de un pez. El bastardo la miró con ojos de buitre y sonrisa de hiena, cruzándole la cara con su rotunda mano y dejándole una pequeña marca en el pómulo con su anillo. Seguidamente, se jactó con una genuflexión muy florida el muy cabrón —Hemos llegado, Milady.

«Algún día lo pagaréis muy caro, Sir Kenion», pensó la joven, mientras la empujaba al punto de caerla al suelo. Ambos entraron en un destartalado caserón venido a menos. Elsbeth iba de nuevo a rastras, pataleando, pero sus fuerzas flaqueaban después de lo sucedido en la calle. Pensó en su familia, en Leonor y se bebió las lágrimas amargas, una a una. ¿Cómo podía haber sido tan ingenua? ¡Ese demonio jamás había querido a nadie más que a él mismo! De repente, como si la hubiera engullido la mismísima boca del infierno, se vio rodeada de hombres malolientes, con dientes de oro y horrorosas cicatrices que la miraban babeantes, echándose mano al paquete que guardaban sus ajados calzones.

«Piratas», pensó Elsbeth temblando como una hoja en otoño.

De fondo, una letanía de gemidos y latigazos servía de macabra ambientación. La estancia estaba llena de hombres de distintas razas y complexión. Algunos eran grandes como casas y negros como tizones. Gordos como montañas o enjutos y fibrosos como culebras. Mareada por el olor nauseabundo, dejó de patalear por un momento, irguiéndose con el porte de una reina. Si este era su final, lo asumiría lo más dignamente que pudiera.

Sir Kenion Strathbogie comenzó a hablar con un pirata vikingo rubio, el más imponente de ellos, y con cara de pocos amigos, que respondía al nombre de Siaibhin. Era una especie de dios. Sus ojos azules y pequeños brillaban como antorchas incluso en la penumbra de esa lúgubre estancia. Llevaba la cabeza rapada por las sienes y recogida en una gruesa trenza central de la que oscilaban unas pequeñas cuentas cerámicas de colores. «Una por cada diez hombres muertos», se había jactado el pirata cuando Sir Kenion le había preguntado por ellas y Elsbeth ya había contado en la distancia más de treinta y cinco. Quizás no fuera más que la bravuconería de un perturbado, en un intento de infundir aún más respeto del que, su colosal cuerpo, ya de por sí le daba. Pero por cómo lo temían sus propios hombres, Elsbeth creyó a pies juntillas lo que había dicho. Mientras Sir Kenion y Siaibhin hablaban, uno de los piratas se acercó a Elsbeth, dedicándole la más desdentada y negra sonrisa que jamás hubiera visto. Ante el horror de la joven, el hombre le escupió en la cara y se limpió los restos con el pulgar, para después lamérselo. No había acabado el repugnante pirata de hacerlo, cuando un puñetazo certero de Siaibhin lo envió al suelo y lo dejó inconsciente. Sin más, volvió a la conversación que mantenía con Sir Kenion Strathbogie como si tal cosa.

—¿No es mucho dinero, Sir?

—Es noble, virgen y preciosa. Será vuestro plato estrella en la subasta.

El pirata la miró de arriba abajo, cogiéndola por la cintura de malos modos y encarándola. Como si de la compra de un caballo se tratase, le abrió la boca y le contó los dientes. Le abrió los ojos echando los párpados inferiores con sus sucios pulgares y le echó mano a los pechos, ante el espanto de la muchacha. No quiso mirar a Sir Kenion, ni quiso volver a suplicarle. Asumiría su destino de la mejor forma posible. Después de seguir palpándola durante un rato y de cogerle el trasero bajo las enaguas, espetó no muy convencido y haciendo a un lado a la joven, para que no interviniera en la conversación de los hombres:

—Tendré que confiar en vuestra palabra… ¿No es demasiado mayor para ser virgen? —dijo frotándose la barba de varios días con las manos sucias y dudando de que le estuviera diciendo la verdad.

—Quizás —aseguró Sir Kenion, mirándose las uñas y quitándose alguna pelusa invisible de ellas—, pero valdrá la pena ver la cara de Sir Arthur Murray cuando sepa el destino de su querida hermana pequeña. Ese traidor mató a vuestro hermano pequeño, si mal no recuerdo, en Dupplin Moor. Sería una buena forma y hora de ajustar cuentas. ¿No creéis, Sandwood?

Sir Kenion sabía perfectamente manipular una mente simple y retorcida como la del pirata. Ese tipo no era muy distinto de él y Sir Kenion Strathbogie jamás dejaba un cabo suelto. Lo primero que había hecho era informarse sobre la vida del pirata y sus allegados. Cualquier información, por pequeña que fuera, podía darle el punto débil de su aliado y tener ese as en la manga en una negociación podía hacer que la balanza cayera finalmente a favor de Sir Strathbogie. El malnacido sabía que tenía que hilar muy fino y medir muy bien sus palabras para que Siaibhin aceptara un encargo como ese. Sería un pirata, un usurero y un asesino… pero no era tonto.

Llevar en su caravana de mujeres a una noble escocesa podía dar al traste con toda su organización clandestina. Huérfanas, viudas, adolescentes sin recursos o niñas compradas a sus familias por unas cuantas monedas… esas eran las mujeres con las que normalmente trabajaba y llevaba para ser subastadas, en cuanto dejaban de darle suficiente dinero como para pagar su sustento diario, las dejaba en cualquier lupanar. Pero ese caso era distinto, Elsbeth era noble. Si alguien se iba de la lengua, si alguien la reconocía de camino a la subasta, serían ajusticiados por orden del rey sin ningún miramiento. Daba igual que muchos nobles hicieran la vista gorda a sus corruptos encargos. Muchos de ellos se beneficiaban por un módico precio y daban rienda suelta a sus perversiones de desvirgar niñas, retozar con varias mujeres o experimentar los límites del dolor y del sexo, incluso habían llegado a él peticiones de fornicar con muchachos. Siaibhin solo era la mano ejecutora que satisfacía la demanda de esos ricos, hartos de todo. Sin embargo, Sir Kenion había tocado el hilo exacto para que Siaibhin Sandwood no pudiera echarse atrás en el trato: la venganza.

—Esta puta recibirá su merecido, Sir Kenion. Lo juro por el alma de mi hermano.

—Que así sea.

Y con las mismas, el muy cabrón se fue riéndose.