Nueve

Diane fue la primera en llegar a la fiesta. Ahora estaba ayudando a mis padres con una «sorpresa». Yo no me imaginaba qué podía ser, pero no me permitían bajar al sótano, ni mirar en la nevera.

No entendía a cuento de qué venía tanto secreto, ya que sabía que todo iba a girar en torno a los Beatles. Cuando era niña y pasaba por la fase de princesas Disney, una vez supliqué, imploré, que quería una tarta de Ariel. Mis padres reaccionaron como si hubiera pedido que otra familia me adoptara. No era justo, para nada. Rita y Lucy podían tener cumpleaños normales porque sus fechas de nacimiento no coincidían con el aniversario del cuarteto de Liverpool.

Diane abrió la nevera y ahogó un grito.

—¿Has visto tu tarta?

La mirada que le lancé le dejó claro que no.

—Es una pasada.

—Seguro que sí.

—¿Qué tal la comida con Ryan?

—Bien —nunca acababa de estar del todo cómoda cuando hablaba con Diane sobre Ryan, aunque la sensación no era mutua.

—Me alegro. No tienes por qué sentirte incómoda —se enrolló alrededor del dedo un largo mechón de pelo rubio—. Ya sabes que él me lo va a contar de todas formas y, para tu información, se lo ha pasado en grande.

—Bueno, me alegra oírlo —respondí—. Creo que las cosas van muy bien. A veces me cuesta atender a todo, pero intento que funcione.

—Está claro que lo intentas. El propio Ryan lo sabe —comentó. Me dolió que, al parecer, también habían comentado ese asunto—. No le des demasiadas vueltas. Mantente a su lado, nada más. Es todo lo que quiere. Así de fácil.

Nuestro momento de intimidad quedó interrumpido cuando Tracy entró en la cocina, sujetando en alto su móvil.

—Antes de nada, feliz cumpleaños —me dio un abrazo rápido—. En segundo lugar, por mucho que sea tu cumpleaños, estoy mosqueada contigo por endosarme a Bruce. No para de escribirme. La vida en Australia debe de ser un muermo total, porque lo de colgar adornos le emociona que no veas.

¿Cómo podía Tracy ser tan torpe? ¡No tenía ni idea de que Bruce estaba por ella!

Diane decidió tantear el terreno.

—Creo que ayudarte le emociona más.

Tracy hizo un gesto abarcando su cuerpo.

—Bueno, salta a la vista —el sarcasmo rezumaba en cada sílaba—. A ver, en serio, sé que le dejamos sentarse con nosotras durante el almuerzo su primer día, pero la verdad es que no nos debe nada.

—No se trata de eso —Diane clavó la vista en Tracy con intensidad, como queriendo provocar que la propia Tracy cayera en la cuenta.

Decidí presionar un poco más.

—Bruce parece un tío legal, y además es supermono.

Tracy soltó un gruñido cuando su teléfono volvió a pitar.

—Y enviar mensajes le gusta. Mucho.

—¿Qué opinas de él, Tracy? —le pregunté.

Apagó el móvil.

—Creo que tiene que conseguirse una vida.

Abrí la boca para añadir algo pero, pensándolo mejor, la cerré. Presionar a Tracy no tenía sentido. Lo que no dejaba de ser curioso, porque tiempo atrás era casi imposible hacer callar a Tracy cuando hablaba de un chico. Si Bruce hubiera llegado el semestre anterior… Aunque entonces, probablemente, Tracy no se habría sumado al club.

—¡Tracy! ¡Diane! —llamó mi madre desde el sótano—. ¿Nos echáis una mano?

Ambas bajaron las escaleras para ayudar a mis padres mientras yo me preparaba para una noche de tarta, amigas y humillación paterna.

En efecto, aquel año mis padres se habían superado a sí mismos. Y las chicas del club se lo estaban comiendo todo.

No dejé de sonreír durante toda la noche mientras, una detrás de otra, las socias del club posaban con las figuras recortadas de los Beatles que no iban a hacer presencia en la boda de Lucy. El sótano estaba lleno de tiras de papel con los nombres de canciones de los Beatles, también relacionadas con el club: Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, Come Together, With a Little Help from My Friends, Revolution y, cómo no, Penny Lane. Yo ya sabía que las utilizaríamos el siguiente fin de semana en la fiesta de San Valentín (excepto la de Penny Lane, claro).

La comida también se ajustaba debidamente al tema: huevos rellenos, en referencia al «hombre huevo» de la canción de los Beatles; ensalada Strawberry Fields (espinacas con fresas, queso de cabra y almendras); manzanas verdes (homenaje al sello discográfico de los Beatles) cortadas en tiras con varias salsas para mojar; y pizza sargento Pepperoni (salchichón vegetariano, en honor a sir Paul).

El videojuego de karaoke Beatles Rock Band estaba instalado en la televisión. Erin terminó de cantar Something, acompañada de Kara, Laura y Amy.

Hasta yo misma tuve que reconocer que estaba resultando increíble.

—¡Penny Lane! —Mi padre me hizo señas para que me uniera a él junto al micrófono. Sonaron los primeros acordes de guitarra y, antes de que me diera cuenta, mi padre y yo estábamos deleitando a las socias del club con nuestra armoniosa interpretación de Drive My Car. Se trataba de una canción que mi padre solía poner al principio de todos nuestros viajes por carretera. O de cualquier trayecto que durase más de dos minutos y medio.

El sótano estaba abarrotado de cuerpos que saltaban al ritmo de la música. Al final de la canción, todo el mundo se unió al estribillo «beep beep mm beep beep yeah».

Cuando acabamos, Tracy me enseñó en su móvil algunas fotos que había publicado. En una me vi arrodillada con el micrófono, cantando con una intensidad tan exagerada que resultaba tronchante en el peor sentido de la palabra.

—Tienes que enviarme esa foto para mandársela a Ryan —le dije, sabiendo que iba a flipar al verme en plan zumbado.

Tracy me la envió mientras me acercaba a la mesa de centro en busca de mi móvil. Al ir a introducir mi contraseña, vi que había pasado por alto varios mensajes. Uno de los nombres destacaba entre el de Ryan y el de Rita.

—¿Qué pasa, Pen? —preguntó Tracy.

Señalé el teléfono con un gesto.

—Me ha escrito Nate: «Las fotos están geniales. Siento perderme la fiesta».

Tracy miró a su alrededor con desconfianza.

—¿Quién le habrá enviado las fotos?

—Ni idea, a menos que sea amigo de alguien etiquetado en una de ellas —empecé a darle vueltas a la cabeza. Sabía que ninguna chica del club era amiga suya, o seguía siendo amiga suya después de lo que había pasado entre nosotros—. Debe de ser mi madre. ¿La has etiquetado en alguna foto?

Tracy asintió con la cabeza.

—Sí. Pensé que le gustaría verlas —entonces, se le iluminó la cara, dejando claro que tenía una manera de arreglarlo—. ¡Señora Bloom! —llamó Tracy a mi madre con su voz más angelical—. ¿Me permite ver su móvil un momento? Estoy tratando de enviarle unas fotos, pero creo que hay un problema con las opciones de su perfil.

Mi madre desvió la mirada de su partida del Trivial Pursuit de los Beatles.

—No tengo uno de esos móviles complicados, Tracy. Pero entraré desde el ordenador para que puedas solucionarlo.

Las tres nos dirigimos al portátil, abierto por la página que habíamos creado para el club. A una semana de la fiesta, ya teníamos cerca de mil «Me gusta» de todas partes del mundo. Treinta y cuatro personas de once ciudades diferentes habían confirmado su asistencia.

Mi madre entró en su perfil y empujó el portátil en dirección a Tracy.

—Gracias por lo que estás haciendo, sea lo que sea. Con estas cosas me pierdo.

Por si alguna vez hubiera existido duda de que fuera una experta en tecnología, nos dejó su perfil abierto. Desatendido. Aunque tuve la tentación de publicar algo en su nombre, en plan… «Los Rolling Stones son el mejor grupo de todos los tiempos», teníamos que encargarnos de un asunto serio.

Tracy entró en el apartado de «Amigos» de mi madre y eligió a Nate. Yo debería haber desviado la mirada, porque su foto de perfil, abrazando a dos rubias, me hizo dar un respingo. Pero solo estuvo en la pantalla unos segundos antes de que Tracy pulsara a toda prisa el botón «Bloquear».

—Ya está —Tracy hizo el gesto de limpiarse las manos—. Dudo de que tu madre llegue a darse cuenta, y si él le dice algo, ella lo achacará a su ignorancia con toda naturalidad.

—Gracias —le dije—. ¿Por qué no me deja en paz? Primero una tarjeta; ahora, un mensaje…

Tracy se quedó perpleja.

—¿Te ha enviado una tarjeta?

—Sí. ¿No te lo he dicho? —La verdad era que no había vuelto a pensar en el asunto después de romper la tarjeta y tirarla a la basura, el lugar que correspondía a cualquier cosa relacionada con Nate.

—Mmm, déjame pensar —Tracy se mostraba incrédula—. No, creo que me acordaría si me hubieras comentado que habías recibido lo que fuera de ese inútil.

—En serio, Tracy, es humanamente imposible que el asunto me pueda preocupar menos —lo que era verdad al cien por cien.

Tracy se quedó mirándome.

—Vale. Pero ¿estás segura de que no te va afectar cuando lo veas dentro de unas semanas?

—Estaré perfectamente —lo que no era verdad al cien por cien.

Amy y Jen se acercaron a nosotras; detrás iba Diane.

—Hola, chicas —empezó a decir Amy—. Estábamos hablando sobre el próximo fin de semana. Después de todo el trabajo que hemos tenido, creemos que sería divertido y, sobre todo, relajante, organizar un brunch al día siguiente. Mis padres se ofrecen para organizarlo.

—Sería genial —respondí.

Tracy estuvo de acuerdo.

—Sí, más que nada porque vamos a gastar toda nuestra energía en San Valentín, una celebración que se ofrece a las masas en bandeja con la única intención de que las tiendas de tarjetas, las floristerías y los fabricantes de bombones saquen beneficio de gente desesperada que quiere comprar algo o bien prefiere librarse de problemas. Es superromántico, si te paras a pensarlo.

Amy parecía reflexionar.

—¿Crees que eso cabrá en una pancarta? La podíamos colgar.

Diane tenía una sonrisa tensa en la cara.

—Oye, Pen, ¿no se supone que ibas a hacer algo con Ryan el domingo?

—Sí, pero no hemos fijado la hora. ¡Quedaremos más tarde! —Traté de ocultar mi enfado porque Diane sintiera la necesidad de recordarme cómo ser una novia mejor. Me había dicho que bastaba con pasar tiempo con él. Pues iba a pasar tiempo con él.

Antes de que pudiera decir nada más, las luces se apagaron. La guitarra y la batería empezaron a sonar a todo volumen por los altavoces, preparándose para mi canción de cumpleaños, cortesía de mis colegas de aniversario. Mi cuerpo reaccionó instintivamente. Empecé a mover los hombros al ritmo de la música, y me encontré con mis padres en el centro de la estancia, rodeada de todas mis amigas del club.

Los tres nos pusimos a bailar con los mismos pasos. Echábamos los hombros adelante y atrás cuando sonaban las guitarras, y luego agitábamos los puños con los redobles. Cuando empezó la letra de Birthday, mis padres se pusieron al mando y me la cantaron, señalando con el dedo al ritmo de la música y pegando botes sobre los talones. Yo seguí bailando, emocionada porque mi parte favorita estaba al llegar, cuando mi madre cantaría: Birthday… y mi padre, agitando el cuerpo y a voz en grito, añadiría: I would like you to dance!, «¡Quiero que bailes!». Lo hacía de una manera que, cuando era niña, me hacía troncharme de la risa; era como si me fuera a castigar si no obedecía sus órdenes y me dejaba llevar por el cuarteto fabuloso.

Dado que la coreografía no era demasiado complicada, casi todas las chicas del club se sumaron a nosotros y giraban los hombros, pegaban botes y agitaban los puños. Para mi horror, Tracy lo estaba grabando todo. Y no era de esas personas que responden a las amenazas.

Pero yo bailé alegremente toda la canción. Cuando acabó, sacaron la tarta. Tenía la forma de un tambor con el logotipo de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band.

—¿Qué te parece, pequeña? —preguntó mi padre mientras sujetaba la tarta para que yo soplase las velas.

—Perfecta —respondí. Y lo era.

Mis padres y amigas me rodearon mientras soplaba las velas. Mi deseo no fue que el club siguiera creciendo; sabía que no hacía falta ninguna intervención mágica para que ocurriera.

Aquella noche solo tenía un pensamiento, un deseo. Y me sorprendí cuando me vino a la cabeza en aquel cumpleaños divertido y memorable.

«Ojalá que Ryan estuviera aquí».