Quince

Me di cuenta de que para seguir con Ryan y estar en el club tenía que hacer algunos sacrificios.

El reglamento no estipulaba que las socias tuvieran la obligación de almorzar a diario con sus compañeras. De modo que lo hablé con el grupo y aceptaron que, hasta que se restableciera el orden en el McKinley, yo comería con Ryan y Bruce en días alternos.

Aunque no sabía hasta qué punto deseaba que el orden se restableciera si eso significaba que Ryan y Todd volverían a ser mejores amigos.

El jueves ya había más gente sentada a la mesa de Ryan. No solo porque Diane y Tracy hubieran decidido acompañarnos, sino porque también acudieron dos de los amigos de Ryan del baloncesto. Bruce estaba encantado con la presencia de Tracy, aunque me temí que lo había tomado como señal de que a ella le gustaba él. Por suerte, también tuvo como consecuencia el dejar de insistir acerca de mi conversación con Tracy.

Las cosas se relajaron en el instituto; pero cuando Ryan y yo nos dirigíamos hacia Chicago para ver a su padre, su nerviosismo era evidente. Igual que el mío. Cada vez que el tráfico se atascaba en la interestatal, sentía alivio por contar con unos segundos más antes de tener que conocer al hombre, al mito, al padre ausente. Íbamos a ir a un lujoso restaurante italiano y me había puesto mi vestido negro de la fiesta de antiguos alumnos, ya que en mi armario no tenía ninguna otra prenda apropiada. No pude evitar echarme a reír cuando Ryan apareció con su traje de la fiesta de antiguos alumnos. Al montarme en el coche, me vino la imagen de lo que podría haber sido el año anterior, y de cuál podría ser nuestro futuro.

Ryan, impaciente, dio unos golpecitos en el volante.

—Probablemente no debería meterte a la fuerza en los problemas de mi familia.

Le puse una mano en el cuello.

—Tranquilo. Quiero ir, por ti. Además, también me apetece una buena dosis de carbohidratos.

—No te olvides de pedir un montón de comida. Mi querido papá tiene que pagar por muchas ofensas, y como el dinero es lo único que le importa…

El perfil urbano de Chicago empezó a iluminarse en la distancia. Los altos edificios relucían con el fondo del cielo nocturno, cada vez más oscuro. De niña, siempre se me ponía la carne de gallina cuando conducíamos por la avenida North Lake Shore, con el lago Michigan a la izquierda y el centro de Chicago frente a nosotros.

Aunque habíamos salido con tiempo de antelación por el conocido tráfico de Chicago, al encaminarnos a Spiaggia llegábamos un par de minutos tarde. En cuanto las puertas del restaurante se abrieron, supe que me encontraba fuera de mi ambiente: ventanas altas que miraban al lago Michigan, gigantescas y elaboradas arañas de luz, columnas de mármol. Lo contrario a todas las cenas en restaurantes a las que había asistido con mi familia. O con cualquier otra persona. Jamás.

A medida que nos aproximábamos a la encargada de recibir a los clientes, traté de erguir la espalda. Lo que suponía todo un desafío, puesto que andar con tacones altos no era exactamente uno de mis puntos fuertes.

La encargada consultó el nombre y luego le dedicó a Ryan una cálida sonrisa.

—Sí, me han informado de que una de las personas de su grupo va a llegar con retraso. Hasta entonces, pueden tomar asiento en el bar.

—Me lo imaginaba —murmuró Ryan para sí mientras nos dirigíamos al bar.

Empecé a inspeccionar el reducido espacio en busca de dos asientos cuando descubrí una rubia de bote, alta y bronceada, que nos miraba fijamente. Yo, por otra parte, intentaba apartar la vista de su pecho descomunal, pero luego me figuré que si te gastas tanto dinero en algo y llevas un vestido escotado y con aberturas, no debe de importarte que los ojos ajenos sigan esa dirección.

Justo cuando miré para otro lado, empezó a hacernos señas con la mano. Me di la vuelta y comprobé que no había nadie.

—¿La conoces? —pregunté.

—No —Ryan parecía muy desconcertado por los intentos de la mujer para atraer nuestra atención.

Seguía agitando la mano. Luego exclamó:

—¡Ryan! ¡Aquí!

—Pues da la impresión de que ella te conoce a ti.

A todas luces harta de que no le hiciéramos caso, la rubia se acercó y, para mi horror, estrechó a Ryan en sus brazos.

—¡Ryan! ¡Por fin! ¡Nos hemos conocido! —Todo cuanto decía iba acompañado de un saltito sobre sus tacones.

—Lo siento, ¿te…? —Era evidente que Ryan estaba estupefacto.

Empecé a mirar alrededor en busca de cámaras ocultas mientras me preguntaba si estábamos en un programa de inocentadas. O si el padre de Ryan había decidido contratar a una profesional del striptease para que pasara la velada con su hijo.

La chica —debía de tener solo unos cuantos años más que nosotros— le agarró del brazo con fuerza.

—Ay. Dios. Santo. ¿Es que tu padre te quería dar una sorpresa?

Entonces, en efecto, era una profesional del striptease.

—¿Conoces a mi padre? —preguntó Ryan.

—¿Tú qué crees? —Acto seguido, alargó la mano izquierda, en cuyo dedo anular se veía un diamante del tamaño de una pelota de tenis.

«Madre mía. Se casa con una Barbie».

Tras observar la expresión de Ryan, se llevó una mano a la boca.

—¡Ay, no! Supongo que es lo que te quería contar esta noche. Se va a poner furioso.

Ryan negó con la cabeza.

—Vamos a ver si me entero. ¿Tú… —La señaló con abierta repugnancia— estás prometida con mi padre?

Volvió a abrazar a Ryan, aplastando su silicona contra el torso de él.

—¡Es genial! ¿A que sí? ¡Voy a ser tu nueva madre! —soltó una risita. Y con otro sobresalto, me di cuenta de que no se trataba de la risa de una cabeza de chorlito. Era la risa de una persona que estaba muy muy nerviosa. Asustada, incluso. Al igual que nosotros, no había contado con aquello. Además, si algo sabía yo del padre de Ryan era que le gustaba controlar las situaciones, así que, seguramente, la rubia se iba a meter en un lío por lo que le había contado a Ryan.

Este abrió la boca y, aturdido, dio unos pasos hacia atrás. Masculló algo mientras nos dirigíamos al ascensor y pulsó con indignación el botón para bajar.

—Pero… —La chica hundió los hombros mientras, impotente, observaba cómo Ryan desaparecía.

Se trataba de un desastre en toda regla, y ahora la rubia parecía tan desamparada como nosotros dos. Me recordé que ella no era la persona con quien deberíamos enfadarnos. La persona con la que deberíamos enfadarnos no se había molestado en llegar puntual.

Ella me miró en busca de una respuesta. No supe qué decir.

—Lo siento —balbuceé. Luego, seguí a Ryan y salimos del restaurante.

Una vez en el ascensor, le toqué el brazo y él lo apartó.

—Necesito un segundo —explicó. Apretaba la mandíbula con fuerza.

En silencio, regresamos al coche. Ryan ocupó el asiento del conductor y no hizo movimiento ni sonido alguno durante un par de minutos. Yo sabía que no podía decirle nada para que se sintiera mejor, de modo que permanecí callada.

El timbre de su móvil rompió el silencio. Ryan no se movió para recogerlo, ni siquiera para mirar quién llamaba. Por el tono de la Marcha imperial de La guerra de las galaxias, supuse que Ryan sabía exactamente quién era.

—¿Quieres que conduzca? —me ofrecí, tratando de hacerle reaccionar de algún modo.

Entonces, por fin, reaccionó. Tuvo una reacción que me conmocionó, me asustó y me impresionó. Porque en ese aparcamiento de la «Milla Magnífica» de Chicago, Ryan Bauer perdió la cabeza, totalmente.

Se puso a dar golpes en el volante; luego, lo zarandeó con tal fuerza que estuve a punto de bajarme del coche.

—¡Cabrón! ¡Cabrón! ¡Cabrón! —chillaba. Acto seguido, soltó el volante y se desplomó hacia atrás como un muñeco de trapo. Las lágrimas le surcaban las mejillas—. Lo siento, Penny, pero ya no aguanto más sus chorradas de mierda. No veo el momento de cumplir los dieciocho para que ninguno de los dos esté obligado a fingir que somos familia —se rio con amargura—. Menudo padre. ¿Cuánto crees que hace que la conoce? ¿Crees que ella tiene la más ligera idea de dónde se está metiendo?

Su móvil volvió a sonar. Lo apagó y lo lanzó al asiento posterior.

—Estoy convencido de que el único propósito de esta noche era fingir que es un padre ejemplar, para impresionarla. Es un farsante de primera.

Se inclinó y apoyó la cabeza en el volante.

—Y voy a tener que ser quien se lo cuente a mi madre.

Le puse una mano en la mejilla.

—¿Quieres que esté contigo, cuando se lo digas?

Negó con la cabeza.

—Ryan, sabes que siempre digo en plan chistoso que espero no parecerme a mis padres. Bueno, pues sé que me parezco. Pero tú no te pareces a tu padre en nada, en lo más mínimo. No me hace falta conocerlo para darme cuenta.

No respondió.

—A ver, tú y yo sabemos lo mucho que te gusta la belleza natural —en plan de broma, señalé mi pecho. Aunque no era pequeño, no tenía comparación con los melones que acabábamos de ver—. Ah, y eres lo contrario a un cabrón, así que eso debería contar para algo.

Por fin se incorporó, se secó las lágrimas de las mejillas e hizo un gesto de afirmación para sí mismo. Ya se lo había visto hacer antes, cuando se preparaba para un partido importante en la cancha.

—Vale, paso página —arrancó el motor y luego me miró—. ¿Te importa conducir? Me temo que ahora mismo podría batir el récord de la Asociación Nacional de Carreras Automovilísticas.

Mientras nos bajábamos del coche para intercambiar los asientos, tiré de Ryan hacia mí y lo abracé con fuerza. Todo lo que Diane y Tyson me habían dicho me vino a la cabeza de repente. Lo único que Ryan quería era que yo estuviera allí, que estuviera presente, para él. Tal vez le hubiera fallado en ese aspecto en el pasado, pero ahora sabía que todo lo que necesitaba era que le abrazara y le ayudara a superar aquello.

Se trataba de algo que no estaba dispuesta a fastidiar.