Dos

Una de las ventajas de que el sistema educativo lo hiciera todo por orden alfabético era que mi taquilla en el instituto quedaba a solo tres puertas de la de mi novio.

Ryan me saludó el lunes con un rápido beso en la mejilla.

—¡Hola! —empecé a sacar mis libros para la clase—. ¿Qué tal tu fin de semana?

Cerró la puerta de su taquilla.

—Estuvo bien.

Lo miré con una ceja levantada.

—¿Solo bien? Qué raro… Me han dicho que saliste con tu novia, que es impresionante.

—Y también extremadamente modesta —contraatacó.

Eileen Vodak, una socia reciente del club, se acercó a mí.

—Oye, Penny, ¿sabes quién es el chico que está con Diane? Los he visto en el despacho… ¡Un bombón!

—Debe de ser el nuevo alumno extranjero de intercambio, viene de Australia —respondí—. Aún no lo conozco. ¿Está bueno?

—¡Que estoy aquí! —protestó Ryan.

Lo miré y puse los ojos en blanco con gesto exagerado antes de girarme de nuevo hacia Eileen.

Ella señaló en dirección al pasillo, por donde Diane iba ahora caminando con un chico que, en efecto, era guapo con ganas. Por respeto a Ryan, intenté no quedarme mirando.

Aunque Diane ya no era animadora, seguía caminando con paso saltarín y saludaba con entusiasmo a cuantos encontraba en su camino. Conversaba con el chico que iba a su lado y, a pesar de los treinta centímetros de diferencia en estatura, podrían haber sido hermanos: ambos tenían el pelo rubio (ella, largo y ondulado; él, descuidado) y los ojos azul claro. La gran diferencia era que la piel del chico estaba unas diez veces más bronceada que el cutis de alabastro de Diane.

—¡Penny! —me saludó Diane con voz cantarina—. Quiero presentarte a Bruce Bryson —se giró hacia él—. Bruce, te presento a Penny Lane, mi amiga más antigua.

Se le iluminó la cara.

—¿Como la canción de los Beatles? —asentí con la cabeza. Siempre me preguntaban lo mismo cuando se mencionaba mi nombre completo—. Bottlers!

—Eh… gracias.

—Lo siento, quiero decir que es superalucinante —hablaba a toda prisa, tratando de explicarse—. A veces utilizo expresiones típicas de Australia.

—Qué guay… o quizá debería decir bottlers. Encantada de conocerte. Bienvenido a Parkview, Illinois (Estados Unidos). Me imagino que no estarás entusiasmado con el tiempo que tenemos por aquí —me había fijado en que llevaba unas tres capas de ropa.

—Sí, en Navidad llevaba puesto un cozzie… eh… un bañador —sonrió, dejando a la vista un par de hoyuelos.

Me esforcé al máximo para no imaginármelo con ese cozzie.

Diane se giró hacia Ryan.

—Y este es Ryan, también uno de mis mejores amigos, y novio de Penny.

Me seguía sonando raro que lo llamara mi novio, ya que habían salido juntos durante cuatro años. Diane insistía una y otra vez en que no le resultaba incómodo, pero yo no podía dejar de pensar que lo tenía que ser.

—Encantado de conocerte —dijo Ryan, y le tendió la mano. Bruce se la estrechó. Conducta universal de los varones.

Charlamos un rato con Bruce y nos habló de él a grandes rasgos. Venía de Bondi Beach, a las afueras de Sídney, nunca antes había pisado los Estados Unidos y era aficionado al surf (no me sorprendió lo más mínimo). Después de un semestre con nosotros, iba a reunirse con su familia en Nueva York; luego, pasaría el resto del verano viajando por el país.

Con delicadeza, Diane le quitó el horario de las manos y empezó a repasarlo.

—Vale, tienes Español con Penny, Historia Universal con Penny y Ryan, y Química conmigo —continuó el escrutinio mientras Tracy se acercaba hasta nosotros.

—Hola, Pen, se me olvidó preguntarte…

Diane la interrumpió.

—¡Tracy! Cuánto me alegro de que estés aquí. Quería presentarte a Bruce, el nuevo alumno de intercambio que viene de Australia. Esta tarde tienes Lengua con él.

Tracy echó un vistazo a Bruce y le dijo, con un acento australiano exagerado:

—¡Buen día!

Él se echó a reír.

—¡Buen día, Tracy! —Se rascó la cabeza, haciendo que su pelo enmarañado se quedara de punta hacia un lado.

—Bienvenido al hemisferio norte —le dedicó una fugaz sonrisa antes de volver su atención hacia mí—. A ver, Pen, se me olvidó por completo preguntarte por los deberes de Trigonometría.

Era poco menos que inconcebible. Tracy estaba parada junto a un chico que, aunque no fuera exactamente su tipo, le dedicaba su completa atención. Y ella no le hacía ni caso.

El club había obrado milagros en todas las socias, sobre todo en el caso de Tracy. Seis meses atrás, Tracy habría puesto a Bruce en primer lugar en su lista anual de novios en potencia, para terminar tachándolo por algún motivo insignificante. Aquella lista solo le había procurado sufrimiento, y ahora centraba su interés en sus amigas y en ser feliz sin necesidad de un chico. Lo que era genial, pero aun así…

Yo no fui la única que me di cuenta de que Bruce clavaba la vista en Tracy mientras ella consultaba mis apuntes. Diane me miró levantando las cejas y yo reprimí la risa. Tracy nos habría matado de haber sabido lo que estábamos pensando.

Una vez que Diane se convenció de que Tracy no iba a corresponder a la atención del alumno nuevo, continuó.

—Bueno, será mejor que te lleve a tu primera clase —le dijo a Bruce.

Bruce hizo un gesto de afirmación.

—Me ha encantado conoceros.

—Y a nosotros conocerte a ti. «Nos vemos en Español» —me despedí hablando en castellano.

Bruce se inclinó hacia Tracy, que ahora estaba sentada en el suelo, copiando a toda prisa mis deberes antes de la clase.

—¿Nos vemos, Tracy?

—Sí —ni siquiera levantó la vista—. Nos vemos, gambas a la barbacoa, dingos asesinos de bebés y todo ese rollo.

Aunque Tracy se estaba limitando a ser ella misma, Bruce tomó su burla hacia los tópicos australianos como una manera de querer ligar. Se alejó con una sonrisa satisfecha, deteniéndose varias veces para volver a mirarla.

—Vale —Tracy cerró su cuaderno y se levantó—. Estoy lista como la que más.

Me despedí de Ryan, y Tracy y yo tomamos el camino hacia Trigonometría.

—¿Qué impresión te ha dado Bruce? —le pregunté.

—Parece majo —se encogió de hombros—. ¿Crees que vamos a tener un examen sorpresa? Sería chungo, ¿a que sí?

La forma en la que Tracy había despachado a un chico tan guapo era prueba más que suficiente de los cambios que habían ocurrido en poco tiempo.

No había un orden del día para el Club de los Corazones Solitarios cuando nos sentábamos juntas a almorzar. Era un rato en el que solo nos dedicábamos a ponernos al corriente. A veces ayudábamos a alguien que tuviera problemas (en muchas ocasiones, en el pasado, había sido yo) o bien organizábamos una próxima reunión. A medida que el grupo de veinticinco socias iba entrando en fila en la cafetería, juntábamos mesas para hacer sitio a todas: tercero y cuarto de secundaria, primero y segundo de bachillerato.

Estábamos comiendo y comentando las novedades del día cuando un visitante inesperado invadió nuestra mesa.

—Buen día, señoritas —nos saludó Bruce—. ¿Os importa que me siente? —Aunque su voz sonaba tranquila, sus manos se aferraban con fuerza a la bandeja de comida. Entendía que estuviera nervioso. Como grupo, resultábamos más bien intimidantes.

Un segundo antes, nuestra mesa había sido un hervidero de bullicio y energía, pero ahora se sumió en un silencio inquietante. Hasta el momento, ninguna persona ajena al club se había sentado a nuestra mesa. Ni siquiera nuestros novios comían con nosotras. No era una regla oficial, pero así funcionábamos.

Al ver que nadie contestaba, Bruce, nervioso, dio un paso atrás. Mientras que todos los ojos alrededor de la mesa se clavaban en mí para que tomara una decisión, mis propios ojos hicieron un rápido barrido de la cafetería. En parte, para comprobar si había un sitio mejor donde Bruce se pudiera sentar, y también para ver si alguien se había percatado de nuestro dilema. Varias personas observaban la mesa. Desde la mesa «para uso exclusivo de deportistas y animadoras», el mejor amigo de Ryan, ese grosero llamado Todd, daba codazos a su amigo Brian mientras señalaba a Bruce. La risa engreída de Todd selló el destino de Bruce.

—Por supuesto —me dispuse a hacerle sitio—. Ven a sentarte aquí, entre Tracy y yo.

—Gracias —respondió él—. Os lo agradezco de veras. Espero no haberos interrumpido.

El grupo continuó escrutando en silencio a nuestro invitado, lo que hizo que Bruce se mostrase de nuevo cohibido. Apenas levantó la vista mientras jugueteaba con su sándwich.

—Bueno… —dije yo, devanándome los sesos para encontrar un tema intrascendente de conversación—. ¿Cómo te ha ido el día, por el momento?

—Ha estado bien —dio un mordisco, pero se seguía negando a levantar la vista, lo que fue un acierto, ya que todos los ojos estaban clavados en él.

Lancé al grupo una mirada de advertencia, y unas cuantas chicas reanudaron la charla.

—Bueno, te llevaré a clase de Español después del almuerzo, y luego tenemos Historia Universal, así que vas a estar pegado a mí un buen rato.

—Suena genial —miró hacia el otro lado—. ¿Cómo te ha ido esta mañana, Tracy?

Ella dio un largo trago de su refresco.

—Clases… y punto. Dime, ¿echas de menos el koala que tienes de mascota en casa?

Noté que el cogote de Bruce adquiría un leve tono carmesí.

—Hum…, no. El koala es una especie en peligro de extinción. La mayoría los conservamos en reservas protegidas.

—¿En serio? —Curvó los labios y esbozó una sonrisa—. Entonces, ¿eres pariente de algún hobbit?

—Ah, esas películas se rodaron en Nueva Zelanda…

Me decidí a intervenir.

—Está de broma, nada más —no quedaba claro si realmente Bruce no se daba cuenta o si Tracy lo ponía nervioso porque estaba colado por ella. Yo esperaba que fuera lo segundo, la verdad. No es que quisiera que Tracy empezara a salir con alguien, pero ya era hora de que algún chico estuviera por ella. Y si ese chico era ese alumno de intercambio que estaba tan bueno, mejor todavía.

Tracy volvió a entablar conversación con Morgan. Por suerte, Diane estaba sentada enfrente de Bruce, de modo que los tres intercambiamos opiniones acerca de Australia, Estados Unidos y el instituto McKinley, evitando así el gran tema tabú que flotaba en el aire: nuestro club.

Más tarde, mientras poco a poco nos fuimos dispersando, me dirigí a mi taquilla para recoger los libros. Al doblar la esquina, Ryan me miraba negando con la cabeza.

—¿Qué? —pregunté, aunque ya sabía adónde quería llegar.

—Bueno… —Enroscó en su dedo un mechón de mi pelo—. Ya veo lo que hace falta para que te inviten a vuestra mesa: acento extranjero.

Le aparté la mano de un golpe.

—¿Qué querías que hiciera? Era una situación incómoda.

Se echó a reír.

—¿En serio?

—Gracias por invitarle a sentarse contigo y los chicos —repliqué con sequedad.

Cruzó los brazos.

—Entonces, ¿preferirías que se sentara con Todd?

En eso tenía razón.

Bruce iba a conocer a Todd en clase de Español, por lo que supe que tenía que contarle lo del club antes de que escuchara una versión demente de la historia por parte de Todd Chesney.

Todd y yo solíamos llevarnos bien. Era el típico deportista vivaracho que iba por ahí como si su única preocupación en el mundo fuera anotar puntos dentro y fuera de la cancha. Había salido con casi todas las chicas de la clase, y se había fijado en mí justo cuando fundé el club. No se tomó bien el rechazo. A medida que el club despegaba, fue acumulando rencor hacia mí, y la situación acabó en una bronca entre nosotros después de lo que, por otra parte, había sido una noche de karaoke superdivertida. Aunque se acabó disculpando por su conducta, provocada por el alcohol, las cosas entre nosotros ya no fueron lo mismo. Y yo dudaba de que lo volvieran a ser.

Bruce se reunió conmigo mientras me dirigía hacia la clase.

—Oye, siento lo de la cafetería.

—No tienes que disculparte —lo cual era la verdad.

Miró a ambos lados del pasillo.

—Tuve la sensación de que estaba molestando. Pero vi una mesa enorme llena de chicas. ¿Qué tío no querría sentarse ahí?

—Sí, pero hay algo que te conviene saber —resolví que era el mejor momento para contárselo, pero nunca sabía qué decir exactamente. «Había un chico del que estaba enamorada desde niña y me rompió el corazón. Decidí fundar el Club de los Corazones Solitarios y dejar de quedar con chicos durante el resto de mi vida escolar. Otras chicas se unieron al club y estalló una revolución en el instituto, hubo egos heridos, se libraron peleas y, al final, decidimos que estaba bien salir con chicos siempre y cuando no fueran unos cretinos».

¿Podía ser así de simple?

Le conté la historia resumida y luego añadí:

—Al principio, juramos más o menos no quedar con chicos nunca más; ya sabes, porque son estúpidos y todo eso.

Bruce asintió.

—Como chico que soy, lo comprendo.

—Pero entonces, nos volvimos a plantear las cosas.

—Ya me imagino, puesto que tienes novio.

—Sí —hice una pausa antes de que entráramos en el aula—. El caso es que tenemos un reglamento. Nos reunimos los sábados por la noche, comemos juntas al mediodía y hacemos muchas cosas en grupo, sobre todo del estilo «las chicas son guerreras» —en silencio, me maldije a mí misma por hablarle del club de una manera tan frívola. Éramos mucho más que eso. No debería haber sentido la necesidad de restarle importancia.

—Suena guay —respondió—. Entonces, ¿es solo para chicas?

—Sí, eso me temo.

Parecía pensativo.

—¿Sabes? Las chicas no son las únicas a quienes les rompen el corazón.

No supe qué responder. Sabía que era verdad, pero por otra parte no estaba preparada para ampliar el club. El añadir chicos a lo que fuera siempre acarreaba problemas.

Le hice un gesto para que entrara en el aula. Antes de que tuviera la oportunidad de presentárselo al profesor, Todd irrumpió en la clase.

—Vaya, vaya —su sonrisa arrogante provocó que me indignara de inmediato—. Penny, ¿me vas a presentar a tu nuevo socio? ¿Quién es el lesbiano?

Típico de Todd. Cada vez que una chica se apuntaba al club o rechazaba una cita con él, automáticamente daba por hecho que era lesbiana. ¿Por qué si no una chica se iba a negar a aguantar sus chorradas? Otra prueba más de que era un memo integral.

—Tú, ni caso —le advertí a Bruce.

Pero Bruce no estaba dispuesto a permitir que Todd se riera de él.

—Eh, colega, soy Bruce, el tío que hoy ha conseguido sentarse a comer con un montón de chicas increíbles. Nos vemos —se alejó, dejando a Todd sin réplica. Bruce fue a presentarse al profesor mientras yo me dirigía a mi asiento, que desgraciadamente seguía estando al lado del de Todd. El orden alfabético tenía sus pros y sus contras.

Todd se sentó y me dio la espalda; ahora era lo normal. Aun así, no hizo ningún esfuerzo por hablar en voz baja cuando le dijo a otro deportista:

—Supongo que los tíos británicos prefieren pasar el rato con lesbianas que con hombres de verdad. ¡Fracasados!

Todd nunca se molestaba en contrastar los datos.

Yo sabía que Ryan y Todd eran amigos desde que habían jugado en la liga de béisbol infantil. Vivíamos en una ciudad pequeña y, en fin, te hacías amigo de quien estaba en tu equipo o vivía en tu misma calle. Aun así, al escuchar las idioteces que Todd soltaba por la boca, se me ocurrió que tal vez había llegado la hora de recordar a Ryan que, al contrario de lo que pasa con la familia, a los amigos los puedes elegir.