Veinte
—Ni se te ocurra pensar que voy a enrollarme con alguien —sentenció Tracy mientras se daba los últimos toques de maquillaje—. No sé qué habrás leído en las cabinas del baño, pero es mentira. Bueno, excepto lo de ligera de cascos.
—Sí, vale —respondí mientras me abrochaba con cuidado la camisa blanca que llevaba puesta para nuestra foto familiar de Navidad. Desde el momento que estuve peinada y maquillada, me daba miedo tocarme la cara o la cabeza. Probablemente no había sido la idea más acertada encargar que nos hicieran una sesión de fotos en las que todo era blanco, cuando había bastantes posibilidades de que algo se manchara antes de la boda.
Tracy y yo bajamos las escaleras hasta donde el fotógrafo había colocado el fondo de color blanco. Me puse los guantes blancos y me coloqué en el sitio marcado para mí. El fotógrafo me hizo varias fotos de prueba para comprobar la iluminación. Estábamos preparados, salvo por una cosa: seguían peinando a la novia.
Mi madre consultó el reloj. Desde el pie de la escalera, preguntó cuándo estaría lista Lucy. Luego, ahogó un grito. Papá, Rita y yo nos acercamos a la escalera… y allí, en lo alto, vimos a la radiante novia. Estaba absolutamente impresionante.
—Ay, sir Paul… mío —dijo mi madre con apenas un susurro—. Lucy, estás… —Salió disparada a por pañuelos de papel, pues cuando vimos a Lucy con su vestido blanco de princesa, su pelo arreglado con largos tirabuzones y un medio recogido adornado con flores, a todos se nos saltaron las lágrimas.
Con mucho cuidado, Lucy empezó a bajar y sus otras dos damas de honor, Sarah y Joy, sujetaban la cola del vestido.
Me di unos toques en el rabillo de los ojos con un pañuelo de papel para intentar no arruinar el maquillaje que con tanta habilidad me habían aplicado solo una hora antes.
Los cinco Bloom nos colocamos en círculo, esbozando una amplia sonrisa. Di un paso adelante para abrazar a Lucy, pero mamá no iba a permitir que un momento emotivo pudiera, en potencia, arruinar una foto que ella había tardado décadas en conseguir.
—¡Todo tiene que estar completamente blanco! —ordenó antes de que permitiéramos que algo como rímel corrido o lápiz de labios lo destrozara. ¿Es que no había oído hablar de Photoshop?
Nos colocamos en fila y nos hicieron lo que iba a convertirse en el hito de las fotos de Navidad de la familia Bloom. Una vez que nuestros padres estuvieron satisfechos (para ser una simple foto dedicamos un tiempo sorprendentemente largo), nos dispusimos a fingir que éramos una familia de las que se hacen las típicas fotos de boda. Pero, antes, cuatro de nosotros teníamos que quitarnos nuestros conjuntos blancos.
Rita y yo nos pusimos nuestros modelos de damas de honor: un vestido hasta la rodilla de gasa púrpura oscuro, con flores de tela en un hombro. Las dos llevábamos el pelo rizado y recogido con las mismas flores que Lucy.
Al observar a los miembros de nuestra familia posando para las fotos, se diría que éramos una familia normal.
—Y ahora, Lucy, ¿te importa complacernos con una última foto? —preguntó mamá mientras papá sacaba las figuras recortadas de los Beatles de los comienzos.
«O quizá no tan normal».
Una vez que llegamos a la iglesia, se produjo un delirio de actividad: más fotos, cambios e instrucciones de última hora. Los únicos treinta minutos tranquilos de los que disfrutamos fueron los de la propia ceremonia. Pero tan pronto como Lucy y Peter fueron declarados marido y mujer, y recorrieron el pasillo bajo una versión instrumental de All you need is love, el caos fue continuo. Nos hicieron más fotos dentro y fuera de la iglesia y, luego, en un parque cercano y en una playa que daba al lago Michigan. Podría haber sido divertido si la temperatura exterior no hubiera rondado los cinco grados.
Para cuando llegamos al banquete, pensé que no era capaz de esbozar ni una sola sonrisa más. Me dolían las mejillas, pero cada vez que miraba a Lucy y a Peter, no podía evitar sonreír de oreja a oreja. Lucy y su marido, Peter. Me resultaba un concepto totalmente ajeno. Lucy está casada.
El salón del banquete estaba decorado con tiras de papel de tonos púrpura oscuro, blanco y plata, además de flores y velas. Miré alrededor en busca de Tracy, pero cada vez que me giraba me encontraba con algún pariente o amigo. Después de casi treinta minutos de saludos, de más fotos y de intentar desesperadamente poder comer algo y quitarme los tacones, la encontré por fin.
Estaba en un rincón, cautivando a mis tías y mis primas por parte de padre.
—¡Pen! —Arrastró la silla que tenía a su lado—. Da la impresión de que necesitas un asiento y algo de beber.
Me desplomé en la silla.
—Y comida —había estado mirando con envidia los aperitivos que estaban pasando.
—¡Eh, chiquitajos! —Tracy chasqueó los dedos y dos de mis primos pequeños se acercaron corriendo—. Necesito que me traigáis un refresco y un poco de queso, esas cosas pequeñas que parecen quiche y… en fin, un poco de todo. Pero no llenéis el plato de verduras. Solo de cosas buenas. Y decidles que es para la hermana de la novia. ¡Venga, a darse brillo!
Ambos se echaron a reír y salieron corriendo.
—Veo que los has entrenado como es debido —comenté.
—Lo he aprendido después de años de hacer de canguro: hay que mantenerlos ocupados. Y demostrarles quién manda.
—Esa teoría de «demostrar quién manda» la aplicas a casi todo, ¿verdad?
—Verdad —se echó a reír—. Hasta el momento, me ha funcionado bastante bien.
No podía discutírselo. Tracy era una de las canguros más solicitadas en nuestra zona. Los niños la adoraban y sabían que no debían enfadarla. Eso mismo le pasaba a la mayoría de la gente.
Los críos solo tardaron un par de minutos en procurarme sustento.
—Buen trabajo —Tracy entrechocó las manos con ellos—. Puede incluso que luego os deje bailotear conmigo. Ahora, a molestar a vuestros padres. Tenemos que hablar de cosas de chicas.
Ambos la abrazaron antes de salir corriendo obedientemente. Agradecida, empecé a devorar mi plato.
—Estamos sentadas allí —Tracy señaló una mesa situada a la izquierda de la que iban a ocupar Lucy y Peter con sus padres y abuelos.
—He colocado las tarjetas con nuestros nombres junto al tío con el que entraste en la iglesia. Parece agradable.
Le pillé el farol.
—Querrás decir que parece guapo.
—Guapo, agradable, lo que su majestad disponga. Es una boda. Pero eso no significa que no pueda poner en práctica mis habilidades para ligar. No quiero que estén oxidadas cuando llegue a la universidad.
—Hablando de Brent, el testigo del novio —di un buen mordisco al queso—, tiene una hermana de quince años a las afueras de Boston a la que tenemos que reclutar.
—Pen —me puso una mano en el hombro—. Me encargo personalmente de hablarle a Brent sobre el club.
—Qué noble por tu parte —respondí con la boca llena.
—¡Los sacrificios que hago por ti! —exclamó ella. Luego, bajó la voz—. ¿Cómo lo llevas?
El langostino que me estaba comiendo se me atascó en la garganta. Mientras estuviera ocupada con la boda y mi familia, no tenía tiempo para pararme a pensar en cómo me encontraba.
—Bien, supongo.
Me volvió a colocar una mano en el hombro.
—No hace falta que hablemos del tema. Es que no quiero que pienses que no me preocupo por ti. Dijiste que estabas bien, pero…
Asentí con la cabeza. Sabía que Tracy veía más allá de mi fachada valiente. Sentí que no tenía más remedio que mantener esa fachada durante las próximas horas, por lo menos. Aunque sabía que, durante aquella celebración feliz, no iba a costarme demasiado.
Una voz resonó por los altavoces y nos pidió que ocupásemos nuestros asientos. Tracy y yo nos levantamos y nos dirigimos a nuestra mesa. Nos fuimos abriendo camino entre numerosas personas que habían influido mucho en mi vida: tías, tíos, primos… no podía dejar de sentir el cariño que todo el mundo desprendía.
Cuando llegamos a nuestra mesa me encontraba tan a gusto que estuve a punto de caerme al ver a la única persona que no esperaba. Sabía que iba a asistir a la boda, pero me figuraba que estaría sentado a varias mesas de distancia. Pues no. Estaba a cuatro sillas de distancia, justo enfrente de mí, sentado a nuestra mesa redonda.
Esbozó una amplia sonrisa cuando me acerqué, y yo hice todo lo posible para pasar por alto su mirada.
Sin embargo, Tracy no iba a permitir que se saliera con la suya con tanta facilidad.
—Pero ¿qué puñetas pasa aquí? —Se acercó a él directamente y recogió la tarjeta con su nombre—. Ni muerto te vas a sentar aquí —se alejó hecha una furia en busca de alguien que solucionara el problema.
Me senté y saludé a todo el mundo alrededor de la mesa, excepto a él.
Se levantó y se inclinó por encima de la mesa.
—Hola, Penny.
No tuve más remedio que darme por enterada de su presencia.
Con mi voz más indiferente, respondí:
—Nate.