Veinticuatro

El Club de los Corazones Solitarios no era una dictadura. De modo que sometí el dilema sobre Missy a votación.

—Lo decidiremos este sábado —declaré el miércoles, dos días después del altercado en la cafetería. Missy no había estado presente durante el almuerzo el día anterior, y algo sobre su ausencia me había desconcertado. Así que explicamos los hechos a las socias del club. Tendrían un par de días para meditarlo y tomaríamos una decisión entre todas. Como grupo.

Luego, devolvimos nuestra atención al asunto principal: el maratón de baile. El colegio de primaria había accedido a celebrar allí el evento, así que por fin pudimos seguir adelante buscando patrocinadores y, más importante aún, asistentes al maratón.

—¡Penny! —Bruce me alcanzó camino de la clase de Español—. ¿Necesitas ayuda para la fiesta?

—Sería genial. Gracias, Bruce —desde que había llegado, se había mostrado amable y servicial en todo momento. Deseaba de veras poder hacer algo por él, pero no había forma de que yo pudiera conseguir que Tracy cambiara de opinión. De pronto, me entró un ataque de tos.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Bruce.

Solo pude asentir con la cabeza mientras seguía tosiendo. Los últimos días me había sentido débil, pero pensaba que, si me mantenía ocupada, se me pasaría.

—Dame —Bruce agarró mi bolsa—. Guau —comentó al notar el peso—. ¿Qué llevas aquí? ¿Ladrillos?

Había metido todos los libros de las clases de la tarde en mi bolsa para tener que acudir a mi taquilla solo dos veces al día. Cuanto menos me tuviera que ver Ryan, mejor. Para los dos.

—Lo siento —me disculpé por fin, una vez que se me pasó la tos—. De todas formas, agradeceríamos tu ayuda, de veras. Todas nosotras.

—No te preocupes —sus hoyuelos se hicieron más profundos—. Ya no te molestaré más por Tracy. Sé pillar las indirectas.

—Personalmente, pienso que está loca por no intentarlo contigo. Pero el club significa tanto para ella que, en mi opinión, le preocupa hacer cualquier cosa que pudiera perjudicarlo.

O a lo mejor estaba hablando de mí misma.

El talante de Bruce, por lo general alegre, se volvió reflexivo.

—¿Sabes por qué quería ayudar tanto al club? No era solo por Tracy, aunque ella jugó un papel fundamental.

Negué con la cabeza.

—Me partieron el corazón antes de marcharme para venir al McKinley. Cuando llegué, estaba hecho polvo, y al principio pensé que la distancia entre ella y yo ayudaría. Pero no fue tan sencillo. Cuando me hablaste del club, pensé que era lo que necesitaba. Que me recordaran lo que de verdad importa. Pero cuesta hacerlo cuando tienes el corazón destrozado y estás a miles de kilómetros de casa.

Entendí perfectamente la parte del corazón. De ninguna manera podría yo haber manejado lo que me estaba pasando si estuviera en otro continente, lejos de mis amigos y mi familia.

—Lo siento mucho, Bruce —recorrí el pasillo con la mirada para asegurarme de que no había nadie cerca que pudiera escucharnos a escondidas—. ¿Te apetece hablar del tema?

En un primer momento, pensé que no iba a decir nada; parecía como perdido en un recuerdo.

—Había una chica, Zara —al pronunciar su nombre, se estremeció ligeramente—. Llevaba años enamorado de ella, pero nunca pensé que llegaría a pasar algo entre nosotros. Presenté la solicitud para estudiar en el extranjero, y como tengo la peor suerte que se puede tener, me enteré de que me aceptaban el día después de nuestra primera cita. Al principio, me mostró su apoyo por el hecho de marcharme. Íbamos a conseguir que funcionara. Solo eran cinco meses. Y entonces…

»Pensé que todo iba genial entre nosotros. Estuve a punto de echarme atrás a la hora de venir aquí, pero mis padres pensaron que la sola idea de rechazar la oportunidad era una insensatez. Después, ella rompió conmigo en mi fiesta de despedida al llegar del brazo de otro chico.

Se le veía agotado.

—Sé que el club tiene una opinión más bien negativa de los tíos, pero el daño se puede hacer en ambas direcciones. No es un problema de chicos o de chicas. Es un problema de personas.

La verdad era que nunca me había parado a pensar en una relación desde la perspectiva de un chico. Siempre lo había hecho desde el punto de vista que yo había experimentado: la chica que pierde a su mejor amiga por culpa de un tío, la chica a la que engañaron, la chica que tenía miedo de volver a confiar en alguien.

La idea de que los chicos podían sentirse tan heridos como nosotras resultaba hasta cierto punto revolucionaria.

No soportaba pensar en lo que yo le había hecho a Ryan. Él había dejado muy claro lo mucho que lo había herido, pero yo solo argumentaba que era lo mejor.

—Así que, poco a poco, voy tirando. Va siendo más fácil con el paso del tiempo.

Asentí en señal de acuerdo con Bruce, aunque en mi caso no se había vuelto más fácil.

—Si te soy sincero, enamorarme de Tracy me ha servido de ayuda. Creía que nunca iba a superar lo de Zara. Entonces, entré en el instituto el primer día y vi a Tracy. Es diferente a todas las personas que he conocido. Verdaderamente única.

Sí, era única. Me indignaba que el primer chico capaz de entenderla tuviese que venir de miles de kilómetros de distancia y hubiera llegado en un momento en el que estar con Tracy no era una opción.

—Así que, de alguna manera, tu club me ha recordado que me irá bien. Te lo tengo que agradecer, supongo —Bruce hizo una pausa antes de entrar en la clase—. ¿Sabes? Deberías contemplar la idea de permitir la entrada a los chicos, en serio.

Me eché a reír. Era verdad, a los chicos también les podían partir el corazón; pero no estaba dispuesta a meterme en ese berenjenal. Aunque no existía ninguna razón para preocuparse de que algo así llegara a suceder. Las nuevas incorporaciones tenían que enfrentarse a un obstáculo gigantesco. Ningún chico en sus cabales lo aceptaría.

Tracy.

Tyson tenía los nervios destrozados.

—Todos los días me entran ganas de vomitar cuando repaso el correo —comentó la mañana siguiente, mientras nos preparábamos para empezar la clase de Biología. Estaba esperando noticias del centro educativo que había escogido en primer lugar: la escuela Juilliard de interpretación musical.

—Si no te aceptan es que están locos —comenté, y no solo porque Tyson fuera mi amigo. Era un músico brillante de verdad. Sabía que al cabo de unos años podría presumir de conocerlo de antes.

—Dios te oiga… —Se puso a dibujar en su cuaderno. Clavaba el bolígrafo negro con más agresividad de la que guardaba para las letras de sus canciones.

Le di un golpecito en el brazo.

—Bordaste tu audición, recuerda…

—Penny Lane Bloom —interrumpió nuestro profesor. Miré el reloj de pared, sabiendo que no me había perdido el timbre—. Ve por favor al despacho del director. Quiere hablar contigo.

Reuní mis libros sin dejar de pensar qué podría haber hecho para merecer una conversación con el director Braddock. Cuando llegué, de inmediato sentí alivio al ver que no habían vuelto a avisar a mis padres. Aunque, por otra parte, no estarían allí para apoyarme.

—Señorita Bloom —dijo Braddock a través de la puerta abierta.

Entré con cautela, poniéndome en lo peor. Braddock tenía los ojos en el ordenador, pero señaló la silla frente a su mesa. Obediente, me senté.

—Hola, director Braddock —traté de decir con una pizca de respeto. Me resultó extremadamente difícil.

—Permítame que vaya al grano —por fin dejó de teclear y me miró—. Me han llegado noticias de su maratón de baile.

«Ah, mierda».

Cómo no, el director tenía que meter las narices en el asunto. Iba a encontrar la manera para que el colegio de primaria retirara su oferta.

—¿Lo va a celebrar en la escuela de primaria? —Se frotó su cabeza calva, que reflejaba los fluorescentes del techo.

Asentí con debilidad, temiendo adónde llevaría aquello.

—Una parte de las ganancias se destinará a una beca para una alumna de último curso de su club, y la otra, al Parque Municipal de Recreo del Distrito de Parkview, ¿no es verdad?

—Mitad y mitad —respondí.

Se recostó en el respaldo de su silla y se plantó las manos en el estómago.

—¿Sabe?, yo iba al centro de recreo cuando era niño. Allí aprendí a jugar al fútbol americano —desvió la mirada hacia la pared de su despacho, que era un altar a la antigua gloria deportiva de Braddock en el McKinley y en la universidad.

Permanecí en silencio. Supuse que era lo mejor para no meterme en líos.

Me miró de nuevo, como si estuviera sopesando mentalmente sus opciones.

—Ese club suyo no acaba de convencerme al cien por cien. Pero agradezco su apoyo al centro de recreo, y que el club comprenda la importancia de continuar la formación académica con la beca que ofrece.

Ahora, mi silencio se debía a una profunda incredulidad.

—Así que… —Siguió clavándome la mirada—. He pensado que, si quieren, podríamos permitirles celebrar el evento aquí.

—¿Cómo? —solté de sopetón, absolutamente atónita porque nos ofreciera el instituto.

Braddock no se inmutó.

—Usted es alumna de este centro. Parte de los beneficios del evento irán destinados a un alumno de este instituto. Es lógico que se celebre en el McKinley.

Recogí mi mandíbula, que se me había caído al suelo.

—Sería genial. Yo… yo, realmente…

Agitó una mano en mi dirección como para quitarle importancia.

—Sí, estoy seguro. Le pediré a la señora Hutnick que le entregue los requisitos. Vienen de la Junta de Educación del Distrito, así que serán muy parecidos a los del colegio de primaria.

Asentí con lentitud, mientras asimilaba la noticia de que celebraríamos el maratón en el McKinley. Entonces, dije unas palabras que nunca habría pensado que pronunciaría.

—Muchas gracias, director Braddock.

Las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba.

—Es un placer.

Me levanté para marcharme, pero lo pensé mejor. Tan solo unos días atrás, a Braddock no le había temblado el pulso a la hora de prohibir que el karaoke se celebrara en el instituto. Recordé lo que mi madre me había dicho una vez acerca de confiar en los demás: «La palabra de una persona está muy bien, pero hay otra cosa que está incluso mejor».

—¿Director Braddock?

Levantó la vista del ordenador.

—¿Sí?

—Espero que no lo tome como una grosería, pero ¿le importaría ponerme todo esto por escrito?