Diez

Aunque podíamos haber utilizado la noche del viernes anterior a San Valentín para terminar los preparativos de la fiesta, decidimos evadirnos acudiendo al partido de baloncesto de las chicas.

—¡Vamos, Jen! —vociferó Tracy cuando Jen encestó en bandeja un tiro que no entrañaba dificultad.

—¿Crees que tendremos suficientes bebidas? —pregunté mientras repasaba la lista de confirmaciones de asistencia, cada vez más extensa. Por desgracia, no era capaz de quitarme por completo de la cabeza las obligaciones para el día siguiente.

—Todo va a ir genial, Pen —me aseguró Tracy—. No creo que toda esa gente vaya a conducir un par de horas por nuestros refrescos.

Meg subió por las gradas y se sentó a nuestro lado.

—Hola, chicas, ¿me he perdido algo?

Tracy señaló el marcador, que informó a Meg de que la puntuación era seis a dos. Meg hizo un gesto de afirmación y luego me miró. Abrió la boca, la cerró y volvió la vista al partido. Movía una pierna con nerviosismo.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí —respondió, y entonces negó con la cabeza—. No, quiero decir, no me pasa nada; pero tengo malas noticias.

—Ay, no, ¿qué pasa?

—Acabo de hablar con mi jefe y necesita que trabaje mañana por la noche. Sé que te lo digo con poca antelación, pero al menos no empiezo a trabajar hasta las cinco, de modo que puedo ir a ayudar con el montaje. Me apunté de suplente en el turno de las cenas porque en San Valentín se consiguen muchas más propinas. Nunca pensé que me llamarían. Siento mucho dar plantón al club, pero tengo que pagar parte de la señal para mi matrícula del curso que viene.

Meg contuvo el aliento. ¿De verdad creía que le iba a echar la bronca?

—No te preocupes —respondí—. Nos las podemos arreglar. Te echaremos de menos, pero lo entendemos perfectamente.

Una oleada de alivio le recorrió el semblante.

—Gracias. Hasta ahora, nunca me he perdido una reunión del club, y esta es una de las grandes.

Era una de las grandes, pero una parte de mí no se podía creer que toda la gente que iba a acudir fuera digna de confianza. Según mi experiencia, cuando algo parecía demasiado bueno para ser verdad, en efecto, así era.

Meg señaló la segunda fila por encima de nosotras.

—Erin me está guardando un asiento, será mejor que me vaya. ¡Nos vemos mañana! —se alejó abriéndose camino.

Tracy se levantó con brusquedad.

—¡Venga ya, árbitro! ¡Es increíble! —soltó un gruñido y negó con la cabeza. Íbamos ganando y aún quedaban tres cuartos, pero a Tracy le gustaba simular que todos los partidos eran la Super Bowl o la World Series, o lo que fuera más importante en baloncesto. Seguramente no resultaba demasiado disparatado imaginar que los deportes nunca habían desempeñado un papel significativo en la vida de los Bloom.

—¡Ah! —exclamó Tracy—. ¡Ya lo tengo! —Se giró hacia mí y yo estaba convencida de que iba a insistir sobre alguna jugada que el equipo debería hacer. En vez de eso, me quedé desconcertada cuando me preguntó—: ¿Cuánto recaudamos en ese karaoke del año pasado?

—Unos tres mil, creo. Seguro que Jen lo sabe —bajé la vista y, orgullosa, contemplé los uniformes nuevos del equipo, pagados con la colecta que preparó el club—. ¿Por qué?

—Bueno, estoy segura de que las demás chicas del club que están en último curso tienen problemas parecidos. ¿Y si organizamos unas becas del Club de los Corazones Solitarios o algo por el estilo?

—Es una idea excelente.

Supondría mucho trabajo, pero Tracy tenía razón. Podíamos hacer algo para ayudar a una de nuestras compañeras. Lo anoté en el cuaderno que llevaba conmigo, donde apuntaba todas las tareas que había que llevar a cabo para la fiesta.

Era un asunto que podíamos tratar una vez pasado San Valentín. Hasta entonces, no me veía capaz de añadir nada más a mi lista de cosas que hacer. Ni siquiera había decidido el plan del domingo con Ryan. Había estado esperando que me llegara una inspiración divina. Pero, hasta el momento, nada.

Diane salió a la cancha y oímos escandalosos vítores desde la zona que ocupábamos las socias del club. Estaba jugando de defensa cuando una integrante del equipo rival la derribó.

—¡Nos vemos en la calle, número veinticuatro! —chilló Tracy. Unos cuantos padres, situados en la zona de invitados, mostraron gestos de preocupación.

—¿Y si te moderas un poco? —sugerí.

—De eso nada, monada. No pienso quedarme callada cuando alguien derriba a una amiga mía.

Bueno, eso sí que deberíamos escribirlo en una pancarta.

Me pareció un tanto irónico que Tracy estuviera a cargo de los adornos y los carteles cuando, en realidad, era incapaz de ver el enorme cartel que tenía delante de sus narices.

—¿Está bien? —Bruce se mantenía en equilibrio sobre un taburete plegable mientras colocaba el póster de Revolution—. ¿O prefieres que lo cuelgue de otro sitio?

Tracy examinó la colocación; luego, observó los demás carteles colgados en el centro de recreo.

—Está bien —declaró, para gran alegría de Bruce.

Este se bajó del taburete de un salto.

—¡Genial! ¿Qué más puedo hacer para ayudar? ¡Cualquier cosa que necesites! También estoy disponible para cumpleaños y bar mitzvahs. Ya sabes, dicen que soy un gran bailarín… si necesitas pareja —soltó una risa nerviosa.

—Oh oh… —Tracy bajó los ojos a su lista de cosas que hacer—. Creo que hemos terminado. ¡Pen! —gritó, aunque me encontraba a menos de un metro—. ¿Qué más hay que hacer? El chico koala necesita estar ocupado.

El centro de recreo estaba quedando muy bien. Solo teníamos dos horas para apartar a un lado una parte del equipamiento y, luego, instalar los adornos, las mesas y sillas, la comida y la música. Me dirigí a la parte delantera, por donde la gente iba a acceder. Habíamos cubierto la mesa plegable con una tela roja, pero aún faltaba una cosa.

Estaba observando la mesa como si la respuesta fuera a aparecer por arte de magia cuando Ryan entró por la puerta con un jarrón de rosas en la mano.

—¡Justo lo que necesitaba! —exclamé.

—Bueno, ya era hora de que te dieras cuenta —me dedicó una sonrisa traviesa antes de entregarme las rosas y darme un beso rápido en los labios—. ¡Feliz día de San Valentín!

Me entregó las rosas.

—Aquí quedan genial —las coloqué en la mesa y di un paso atrás—. Perfecto.

—Y yo que pensé que estabas agradeciendo a tu novio que te haya traído flores.

—¿Cómo? —repliqué, y entonces caí en la cuenta de que las rosas no formaban parte de la decoración para la fiesta, sino que eran para mí—. Ay, perdona, sí, ¡gracias!

Negó con la cabeza.

—De nada —se pasó las manos por su pelo recién lavado. Había estado todo el día trabajando en el centro y se marchó para darse una ducha rápida y arreglarse—. Habéis hecho un montón de cosas. Tiene una pinta estupenda.

—¿En serio? —Me preocupaba que las luces fluorescentes y el olor a cloro de la piscina contigua no proporcionaran el ambiente adecuado. Pero, por otra parte, íbamos a ser un grupo de chicas sin pareja en San Valentín. Un ambiente demasiado romántico no habría sido lo más oportuno.

—En serio. Creo que tiene mucho sentido que celebréis la fiesta en este lugar. Recuerdo haberte visto aquí, en el centro de recreo, cuando éramos niños. Ya entonces eras una pequeña líder.

Cuando estaba en primaria solía ir al centro de recreo un par de días a la semana, igual que la mayoría de mi clase. Pero en aquel entonces no pasaba tiempo con Ryan. Él estaba en el exterior, jugando en la cancha de baloncesto.

—¿Qué quieres decir con eso de que era una líder? Creo que habré jugado contigo una sola vez, y únicamente porque fuera estaba lloviendo —traté de recordar algún caso en el que hubiera sido mandona con Ryan cuando era niño.

—Te encargabas de repartir los instrumentos infantiles y, cómo no, la banda tenía que tocar canciones de los Beatles. Diane te seguía a todas partes y hacía todo lo que le decías. Erais inseparables.

Sentí una oleada de cariño al recordar cuando Diane y yo nos instalábamos en la sala de música, en el piso de arriba, y jugábamos a ser pequeñas estrellas de rock.

—Sí, es verdad —respondí. ¡Tantos de mis recuerdos infantiles tenían que ver con Diane! Y allí estábamos, casi diez años más tarde, todavía juntas… gracias al Club de los Corazones Solitarios.

—Penny —Laura se acercó a nosotros con su móvil en la mano—. Otras dos se echan atrás.

Las confirmaciones de asistencia habían llegado a cincuenta y una, pero la gente había empezado a retirarse en los últimos dos o tres días. Me preocupaba que todo aquel trabajo no sirviera para nada. Quizá solo se presentaran las socias del club.

—Entonces, ¿cuántas vienen? —pregunté, temiendo la respuesta.

Laura se puso a contar.

—Estamos en cuarenta y tres invitadas. Con el club y las invitadas, seremos cerca de ochenta.

—Llamando a la señorita Penny —la voz de Diane retumbó desde el micrófono del equipo de karaoke de Erin que habíamos llevado—. Necesitamos que compruebes el sonido.

Ryan levantó las cejas.

—¿Comprobar el sonido? No sabía que nos ibas a dar una serenata.

Solté un gruñido.

—No voy a cantar, por suerte. Pero algunas de nosotras vamos a hablar —a regañadientes, me acerqué al micrófono—. Probando… probando… —Di unos golpecitos en la rejilla—. ¡Buenas noches, Parkview! —Mi voz resonó en el amplio local de paredes de hormigón.

Devolví el micrófono a Diane.

—Parece que funciona —metí la mano en el bolsillo posterior en busca de las fichas con notas para mi discurso—. ¿Sabes qué vas a decir?

Diane hizo un gesto de afirmación.

—Sí, y Tracy también. No te preocupes, no estarás sola ahí arriba.

Mientras observaba a las socias del club, que trabajaban conjuntamente con mis padres, la madre de Diane, los padres de Tracy y los chicos (incluido uno que esperaba ser algo más que mi amigo), supe que de ninguna manera me sentiría sola aquel San Valentín.

Las socias del club nos quitamos nuestra ropa de trabajo y nos pusimos nuestros conjuntos para la fiesta. Todas llevábamos las camisetas idénticas que nos habíamos regalado por Navidad: blancas, con mangas tres cuartos de color rosa, con la leyenda CLUB DE LOS CORAZONES SOLITARIOS en la parte delantera y nuestros apellidos en la espalda. Pensamos que ayudaría a nuestras invitadas a identificarnos con más facilidad.

Repasamos el plan de la fiesta otra vez. Se suponía que la gente iba a llegar a las siete, charlaríamos unas con otras picando y bebiendo algo mientras sonaba la música y, luego, Tracy, Diane y yo daríamos la bienvenida a todo el mundo alrededor de las ocho, les hablaríamos del club y después… no estaba segura, la verdad.

Todos ocupamos nuestros puestos. Los padres estaban al lado de la mesa de aperitivos, Diane y Kara se situaron junto a la mesa de la entrada y otras socias se distribuyeron por la estancia. Los chicos se apartaron a un lado para estar cerca por si los necesitábamos, pero evitando a la vez que las chicas se sintieran incómodas.

Observé el reloj de pared y abrí la puerta a las siete en punto.

Y la fiesta empezó.