20. FRENTE A FRENTE
Al tratarse de un navío con destino a las Indias, al Excelsior le estaba permitido echar el ancla en Jamestown, privilegio sólo al alcance de los navíos de guerra del Rey. Y eso que las medidas de seguridad se habían atenuado desde que la salud de Bonaparte empeorase.
Julien lo sabía. Ignoraba pocas cosas de la rutina de Santa Elena. Durante semanas había tenido tiempo de reunir mucha información, y de estudiarla. Habló con marineros, escuchó los testimonios de gente que vivía exclusivamente del comercio marítimo y conocía la isla como su propia casa. Durante largas noches en vela sobre mapas extendidos en el escritorio del gabinete, memorizó el islote palmo a palmo: el pequeño puerto de Jamestown, con sus casas pintadas en tonos claros que se levantaban entre dos colinas erizadas de piezas de artillería; la distribución de las dependencias de Longwood House (un edificio de estuco amarillo con forma de T, de unos setenta años, veintitrés habitaciones, techos de pizarra, y que había sufrido serias remodelaciones para acoger al prisionero); los caminos sinuosos y accidentados, el toque de retreta de la guarnición en esta época del año; visualizó el cordón de centinelas, el número de soldados, sus posiciones, los relevos, los vigías y las cumbres de los alrededores donde se instalaban, las banderas de señales para comunicarse y transmitirse las novedades, los quince postes de telégrafo óptico emplazados en las alturas, las dos divisiones de navíos cruceros que se relevaban para el servicio de observación constante del océano. No pasó por alto nada que pudiese resultar de utilidad. Y ahora tenía plena conciencia del mapa, las cruces y las rutas, los peligros y el modo de sortear cada peligro. Estaba todo en su cabeza, detallado.
Alrededor de las seis, la noche de los trópicos cayó de repente sobre la isla. No sólo la estación otoñal favorecía la operación; también el tiempo era aliado de Julien. Llovía sin tregua. Llovía como si el cielo quisiera apagar todas las luces que alumbraban el destierro de su padre. Esperaron, no obstante, unas cuantas horas para reducir al máximo los riesgos.
Justo cuando se disponía a zambullirse, Julien notó la mano del capitán en su hombro.
—Recuerde. Dispone de doce horas. Levaré anclas por la mañana. Con usted, o sin usted.
—Cuento con ello —dijo Julien, que inclinó la cabeza hacia delante y se recogió el pelo en una lazada negra.
—Dos marineros de confianza montarán guardia durante toda la noche. Y tendré el bote preparado, por si acaso —dijo el capitán dulcificando la voz. Y luego, en un tono más íntimo y casi anhelante—: ¿Piensa en serio que podrá conseguirlo, que podrá subirlo a bordo? —A fin de cuentas, por muchos negocios sucios que se trajese entre manos, el capitán se sentía más francés y patriota que muchos.
—Hace usted demasiadas conjeturas —zanjó Julien—. Mis hombres estarán aquí a la hora prevista. Es cuanto puedo decirle.
—Disculpe una última pregunta, monsieur. ¿Usted y yo nos hemos conocido antes?
—En otra vida, tal vez, capitán —dijo Julien, que se descolgó sigilosamente por la borda detrás de Auguste.
—Buena suerte —dijo para sí el buscavidas.
Los dos amigos, junto a Jérôme y Baptiste, nadaron silenciosamente hasta ganar el muelle. Llevaban ropas oscuras. Se deslizaron en la noche como sombras en la niebla. Cruzaron el pequeño pueblo de Jamestown, y, con Julien sirviendo de guía, enfilaron el camino que llevaba al interior, a la meseta donde estaba Longwood House, a más de quinientos metros de altura.
Por delante tenían ocho kilómetros de camino tortuoso y estrecho, con poca vegetación y barrancos y precipicios por todas partes. Algunos árboles se combaban por la fuerza del viento. La lluvia arreciaba. El tiempo era espantoso, pero también providencial. Los cuatro se habían vuelto casi invisibles. Si con una noche clara hubiera sido más difícil eludir a los piquetes apostados a lo largo de la ruta, el mal tiempo hacía que los centinelas se resguardasen en los refugios y bajasen la guardia. Con todo, a veces Julien ordenaba que se detuvieran, y, escondidos entre la maleza, sólo reanudaban la marcha cuando se sentían seguros.
Hubo un instante en que Julien, que había desplegado y superpuesto su mapa mental sobre el terreno brumoso, vislumbró una luz en una cumbre volcánica. Jérôme y Baptiste, tensos como el cable de un ancla, desenvainaron sus espadas. Julien tuvo que echar mano de todos sus recursos para convencerles de que allí no había un peligro inminente. Era Alarm House, desde donde los británicos disparaban el cañón de aviso.
Durante la subida, el único instante de verdadero peligro lo vivieron antes de llegar al último puesto de vigilancia. Y no lo protagonizaron los ingleses, sino Jérôme Turgut. Sencillamente, se petrificó en medio del camino, bajo la lluvia. Su hermano Baptiste, que se dio la vuelta, lo vio allí, como un poste. Lo único que se le movía era el zarcillo del lóbulo.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Julien muy cerca de Jérôme. Súbitamente, algo pasó corriendo entre sus pies.
—Monsieur Julien —empezó Baptiste, atando cabos— Aquí hay ratas. Y a mi hermano le aterrorizan las ratas. Cuando ve una rata le entra una parálisis temporal. Es algo superior a sus fuerzas.
—Por Apolo —dijo Auguste haciendo aspavientos con las manos—. Haz que tu hermano suba como sea. No importa lo que hagas.
Por fortuna, Baptiste era más alto y fuerte que Jérôme, y, con mucha decisión, lo cogió en brazos y lo subió duran te un tramo.
—¿Tú crees que éste era el momento oportuno? iba diciendo Baptiste, sabedor de que sus palabras eran mi bálsamo para el sistema nervioso de Jérôme—. Al menos, podías haber esperado un poco hasta llegar arriba.
Poco después, con Jérôme casi recuperado, llegó la crisis de que todos fueron testigos. Una rata del tamaño de un gato atravesó el camino a una velocidad satánica. Jérôme abrió la boca para gritar. Julien supo que todo estaba perdido, y Baptiste, con una velocidad de reflejos envidiable, introdujo casi el puño entero en la boca de su hermano. Jérôme, ante una reacción tan irreflexiva, mordió instintivamente el puño, y Baptiste, que se retorció en muecas de dolor, si no lanzó el temible alarido fue por un milagro del cielo. Hubo que esperar otro poco a que ambos hermanos se repusieran de la crisis.
Y tanto se repusieron que, en el último puesto de vigilancia, ellos solos entraron en acción con la sorpresa como aliada. No les hubiera hecho falta. Desenvainaron sus aceros y, los más diestros espadachines que Julien había conocido, demostraron, con la misma serenidad como si toda la vida se hubieran estado preparando para ello, con qué objeto habían venido a los confines del mundo.
—¡Atízale! ¡Atízale! —alcanzaron a oír Julien y Auguste antes de entrar por la puerta.
Y, al instante, los Turgut ya habían reducido a los tres centinelas. Entre los cuatro, los ataron y amordazaron, y luego Auguste, Jérôme y Baptiste se vistieron con sus uniformes, cogieron los fusiles (prescindieron de calar las bayonetas para que no les delatase un posible destello) y se echaron por encima los impermeables militares. Cuando llegaron a la planicie, eran las dos y diez de la madrugada.
Vieron parte del muro de piedra que abarcaba Longwood y sus inmediaciones. Se extendía a lo largo de seis kilómetros y medio. Era imposible percibir la disposición de los soldados a simple vista; sin embargo, Julien albergaba la esperanza (así se lo habían confirmado sus fuentes) de que el muro estuviese mucho menos protegido que hacía meses. Era verosímil, incluso muy probable, que ni siquiera hubiese centinelas emboscados ahí. De hecho, lo único cierto es que los centinelas nocturnos rodeaban Longwood House, y que estaban apostados en las esquinas de la mansión, exactamente en los límites del jardín, a veinticuatro metros de la casa.
La lluvia y el viento los azotaban sin cuartel. Siguieron la línea del muro por fuera, y se dirigieron a la casa del oficial de guardia a la búsqueda de un cuarto uniforme.
Auguste, Jérôme y Baptiste tomaron posiciones y llamaron a la puerta. Un militar adormilado, con el capote rojo del ejército británico, abrió la puerta y sonrió al ver a sus colegas. Un golpe de Auguste en el sitio exacto, y se desvaneció la mueca. Lo arrastraron y, mientras Julien se cambiaba, registraron el refugio. Desde un ventanuco Julien intuyó la planicie que conocía de memoria. Al fondo, la meseta terminaba en un peñón suspendido a una altura vertiginosa sobre el mar, y, del otro lado de la casa, a más de un kilómetro del peñón, por un lado había un barranco impracticable, y por el otro, una montaña inaccesible. A su derecha, a kilómetro y medio, aproximadamente, el campamento de Deadwood, con los soldados del 53 Regimiento.
Al salir de la casa fueron a refugiarse detrás de unos riscos a esperar el siguiente relevo. Al menos para Julien, fue lo peor de la noche. Esperar allí, pacientemente, bajo el agua, encogidos, provocaba la impresión de estar perdiendo un tiempo precioso, pero les garantizaba un turno entero, con la tranquilidad que eso infundía para maniobrar sin verse interrumpidos por un nuevo relevo.
Después de una hora, más o menos, llegó el relevo de los cuatro centinelas. Julien contuvo a sus hombres. Les exhortó a esperar hasta que los relevados se esfumasen camino del campamento. Cuando el temporal arreciaba con más intensidad, Julien hizo una seña. Era preciso coordinarse, recordar la secuencia de gestos, mirar al compañero de soslayo, hacerlo todo simultáneamente.
Jérôme y Baptiste, cuya misión era de estricta vigilancia, camuflarían los cuerpos de sus dos centinelas entre los arbustos, y ocuparían sus lugares respectivos en el límite del jardín. Por su parte, Julien y Auguste, después de encargarse de los otros dos, los amarrarían a los árboles más próximos, en consideración a cualquier anteojo indiscreto. De este modo, la casa tendría el aspecto de seguir vigilada por centinelas en los cuatro puntos cardinales.
Cada uno se dirigió hacia su hombre con aplomo, serenidad, sin prisas. Julien se había adjudicado el centinela que estaba más cercano a las ventanas del salón, en la planta baja que daba al oeste. Según avanzaba, le sorprendió ver que sólo había luz en un ventanal, y que el otro estaba a oscuras. ¿Qué podía significar eso si, de acuerdo con sus informes, las dos ventanas pertenecían al salón? Continuó avanzando al encuentro del soldado. Al ver a Julien, el soldado dijo algo en inglés. Era un tono jocoso, o interrogante. Julien blandió el fusil en alto, a la manera de un trofeo. El otro se echó a reír. Cuando lo tuvo a su alcance, le bastó un golpe seco de culata y el centinela se desplomó como un saco. Luego lo levantó y lo ató al árbol más cercano.
Miró hacia los dos centinelas que abarcaba con la vista. Auguste casi había terminado con el suyo, y Baptiste había hecho bien su trabajo; pero desde su posición no podía ver al cuarto hombre. Por un instante, se preguntó qué pasaría si Jérôme tropezase con otra rata.
Al cabo de unos segundos de incertidumbre (hasta el extremo de que Julien creyó escuchar un «¡atízale!» sofocado, sin duda producto de la tensión), Baptiste, que sí tenía a Jérôme en su campo visual, hizo una seña inconfundible con la mano. Y entonces, Julien y Auguste se abalanzaron hacia la casa.
Se agazaparon bajo la ventana por la que se filtraba una luz tenue. La respuesta a la duda de Julien estaba a la vista: uno de los dos ventanales del salón tenía cerrada la persiana; el otro no, y, encima, estaba entreabierto... Miró a través de las cortinas que el viento agitaba. Era un salón de dimensiones casi reducidas. Frente a él, había una cama con el mosquitero alzado por el otro lado. El presentimiento de quién reposaba en ella lo indignó, lo enfureció, hizo que se olvidara de quién era, de dónde estaba, de por qué había arrastrado a sus amigos hasta aquí. ¿Qué inconsciente o qué loco se dejaba la ventana abierta en un día como éste, y con un enfermo en la estancia?
—No tienes mucho tiempo —susurró Auguste.
En una silla, a los pies del lecho, dormitaba un hombre en una posición forzada. La cabeza reclinada sobre el brazo, que a su vez reposaba en la parte de arriba del respaldo.
Ambos se colaron dentro. Ante la cara de alarma de su amigo, Julien atrancó las hojas, cerró la persiana. A continuación, rodearon el catre por la cabecera, y se acercaron al tipo por detrás. La puerta del salón estaba abierta. Reinaba un silencio absoluto en la casa.
Julien indicó a Auguste que vigilase la entrada. Mientras, él desenvainó su cuchillo y rozó con la punta la garganta del que dormía en la silla. Las cosas sucedieron como siguen: el escalofrío de Julien, la cara de pánico del tipo, el horror en sus ojos, la incredulidad de Auguste desde la puerta. Julien sintió que sus manos recuperaban parte de la sensibilidad que les faltaba. El tipo se restregó los ojos y la huella del horror pareció disiparse, como un mal sueño.
—Sabía que eras tú —dijo Julien—. Estaba seguro. Hasta el último suspiro, la hiena rastrea su carroña.
—¿¡Tú!? ¿¡Aquí!? ¡Cómo es posible! ¡Estás muerto! ¡Tú...Tú estás muerto! —musitó Gilles.
—Puede que tengas razón. No soy más que un fantasma del pasado. —Y, acercándose al oído de Gilles, susurró—: Y la más real de tus pesadillas. —Al ver el manojo de llaves que colgaba de su cintura, dijo empujando un poco más el cuchillo—: Y ahora dame la llave de la bodega.
Auguste se acercó. Miró a Gilles con una indisimulable expresión de asco.
—¡Has estado vivo todo este tiempo! —exclamó Gilles.
—Digamos que he estado en deuda. Hoy he venido a pagar.
—Llegas tarde —dijo Gilles, dándole la llave—. Muy pronto esto se llenará de gente. Y yo sonreiré.
—Llévate a la bodega a esta hiena —dijo Julien entregando la llave a Auguste, y, no bien salieron por la puerta, se dirigió a la cama, cogió una silla y tomó asiento a la diestra de su padre.
Napoleón respiraba con dificultad. A intervalos, emitía suaves gemidos. Por fin lo tenía junto a él. Aquel hombre que reposaba semiincorporado, con almohadones a la espalda, grueso, irreconocible, desmejorado, era el hombre que había estado buscando toda la vida sin saberlo. Esperaba encontrar a un hombre descarnado (¿acaso no se rumoreaba que padecía una enfermedad de estómago?), y ante sí tenía un hombre enfermo, sí, pero exagerada, sospechosamente grueso y con la tez amarillenta. Y eso no era todo. Allí donde nadie percibiría un olor sospechoso, percibía Julien el sutil olor a arsénico que emanaba del cuerpo, y que constituía una prueba que no podía pasarle inadvertida.
De súbito, el enfermo entreabrió los ojos y le sobrevino una arcada. Julien cogió una jofaina de plata que había a los pies del camastro, le ayudó a incorporarse, pero Napoleón fue incapaz de vomitar. Dejó la jofaina en la alfombra. Con un pañuelo secó sus ojos, su boca, le enjugó el sudor del rostro.
—¿Desde cuándo... Desde cuándo los soldados ingleses se preocupan por mi salud? —farfulló Napoleón con los ojos clavados en su uniforme.
—No soy un soldado inglés, monsieur —dijo Julien tirando el sombrero al suelo. A continuación, se levantó y, dirigiéndose a la mesita auxiliar, examinó el contenido de los recipientes. Olió y mojó los labios en los dos primeros. Uno contenía una simple limonada; el otro, grosella. Por último, escanció un vaso de horchata de almendras, mojó los labios, bebió un sorbo. Su cara adquirió la palidez del mármol.
—Escuchadme atentamente, monsieur. ¿Qué medicina os han administrado?
—Mi fiel Marchand cree que no me he dado cuenta —dijo Napoleón con voz muy débil—. Pero yo lo sé todo. Les dije que no quería medicinas... pero al final... —dijo contrayéndose de dolor—. Calomel... Tenían que darme el calomel.
—Calomel —repitió Julien pasándose una mano por la frente—,Y ¿os han hecho beber alguna bebida emética antes?
—Un hombre curioso... usted. Un matasanos disfrazado de casaca roja... que exige, que exige respuestas a un moribundo.
—Os lo ruego. Por vuestra vida, tratad de recordar. ¿Os han hecho beber algún emético?
—Naturalmente que sí... ¿Un emético?... Sí y sí. Les dije que no quería eméticos... que odio las medicinas. Pero todos me engañan. ¿Quién ha dicho que hace falta valor para morir? El valor sólo es necesario para sufrir la ignorancia de los hombres.
Julien se dejó caer en el asiento. Ahora todo el cansancio se le venía encima, le aplastaba un sentimiento de pérdida irremediable. Bajó la cabeza, abatido. Tocó fondo. Fue tan breve como eso. Porque ¿cómo se podía permitir una tregua cuando su padre estaba sufriendo? Napoleón reanudó los gemidos. Julien le secó la frente. Le vio contraer la boca, los ojos cerrados, como si por virtud del dolor se conservase tirante el hilo que le mantenía con vida.
Entonces se levantó por fin. Escanció un poco de limonada y volvió a la silla. Se desabotonó la guerrera y un botón de la blusa. Introdujo la mano en el pecho. Sacó un pequeño cilindro dorado que colgaba de un cordón que rodeaba su cuello y donde guardaba el veneno más compasivo que conocía. Desenroscó el cilindro y, sin que le temblase el pulso, vertió el polvo en la limonada para elaborar la «pócima de la buena muerte». Luego removió la pócima de Grand Perle con una cucharita y se la ofreció a su padre.
—Tomaos esto. Os sentiréis mucho mejor —dijo con una serenidad en la que no había asomo de astucia. Le ayudó a incorporarse. Su padre obedeció. Apuró el bebedizo. Julien lo ayudó a recostarse, lo arropó suavemente y depositó el vaso en la mesita.
Napoleón ya había cerrado los ojos cuando Julien volvió a sentarse. Poco a poco los labios del enfermo se relajaron, sus facciones comenzaron a distenderse y dejó de sudar. Cuando unos minutos más tarde abrió los ojos, su mirada recordaba el brillo de la época en la que era inmortal, un tiempo en el que sus hermanos de armas aún no le habían traicionado y él aún confiaba en el coraje de los hombres de honor. Hasta el timbre de su voz parecía distinto, aunque revelase un cansancio nuevo, algo que iba más allá de lo puramente físico. Era un hombre acabado, y lo sabía. Pero ahora, al menos, podía mirar a la muerte cara a cara, como a un enemigo noble. Las hienas ya no le despedazaban las entrañas.
—Es usted un amigo. De eso no hay duda. ¿Qué me ha dado? ¿Un elixir mágico? No siento ningún dolor.
—Ya habéis sufrido bastante.
—Cualquier hombre ha sufrido bastante. Al final, hágame caso, da igual si a uno lo mata el vino o la medicina. El único, el verdugo auténtico es la pasión de los hombres. Ah, la pasión. Cuánta sangre me ha robado, cuánta he tomado yo por ella.
Julien se levantó y dio un corto paseo hasta la chimenea. Se quedó observando con detenimiento los retratos del rey de Roma.
—Estaban en mi aposento. Prefiero tenerlos a la vista —dijo Napoleón.
—¿Vuestro hijo?
—Sí. Debe de ser muy grande ya. El mayor triunfo de una vida son los hijos. ¿Tiene usted hijos?
—No tengo esa suerte.
—Persígala, entonces. La merece —dijo Napoleón—. Acérquese. —Julien se dio media vuelta y regresó al lecho—. ¿Con quién estoy hablando?
—Vos lo habéis dicho. Un amigo.
—Que, en efecto, actúa en presencia de un emperador con la serenidad y la buena fe de un amigo. Sólo que un emperador no tiene amigos. Déjeme contemplarle más de cerca. Es usted alto, muy alto. Siéntese aquí, en la cama. Antes... he visto algo en sus ojos que...
Le cogió la cara entre las manos. La escrutó con una suerte de curiosidad voraz en la que había un rastro de ternura y de inquietud, como si aún tuviera deudas que satisfacer. Recorrió la cara de su hijo con las yemas de los pulgares. Se diría un ciego ávido de tacto, convencido de que sus ojos están a punto de cerrarse para siempre. Le acarició el nacimiento del pelo, las cejas, siguió la línea de la nariz, los pómulos, bajó hasta los labios, repasó las líneas de la mandíbula... los surcos y las arrugas de expresión, algunas de ellas tan familiares; otras vagamente recordadas. Los ojos de Napoleón se llenaron de lágrimas calientes.
Dio una palmadita a Julien en la mejilla y, extenuado, dejó caer los brazos diciendo:
—Allí, en la chimenea, detrás del retrato de mi esposa, la Emperatriz, hay una carta y un billete escondidos. Hágame el favor de cogerlos.
Julien se acercó al retrato de María Luisa. Estaba junto al primer retrato del rey de Roma. Lo separó un poco de la pared, metió la mano, cogió dos papeles sucios, deteriorados, volvió a sentarse en el borde de la cama e hizo el gesto de entregárselos.
—No, no. Léalos —dijo Napoleón.
Desdobló el billete, pero, sin necesidad de hacerlo, ya había reconocido la carta de su madre dirigida al hombre que ahora tenía enfrente. El mismo billete que la hermana Geneviève había guardado durante años para el hijo de Claire-Marie ; el mismo que él guardaba en el medallón que Gilles le había robado seis años atrás. Luego desdobló la otra carta y, recordando, leyó:
Me rompes el corazón, mi dulce mademoiselle Lasalle. ¿Eres tú quien habla así? Pues yo no te reconozco. Quizá es mi culpa, por haberme hecho demasiadas ilusiones; sin embargo, sería el mejor de los esposos para ti, y, para nuestro hijo, el mejor de los padres. ¿Cómo es posible que esas palabras hayan salido de tu boca? Dices que ya no me amas, y tus actos lo confirman: estás encinta de cuatro meses, y no me habías informado de nada hasta ahora. No contenta con ello, me niegas el pan y la sal. ¿Tanto mal te he causado amándote? Piensa, por el amor del cielo, en nuestro hijo. Necesitará un padre. ¿O es cierto que ni siquiera deseas tenerlo?
Volveré a Seurre cuanto antes. Debo verte. Es preciso. Espero que esta vez tu padre me permita entrar en casa.
¡Ah, Claire-Marie , Claire-Marie ! Mil besos amorosos.
N. Buonaparte
Julien notó una opresión en la garganta. En vano contenía la emoción. No podía levantar la vista del papel y mirar directamente a ese hombre.
—Querido —dijo Bonaparte con una mirada complacida—, hay cosas, como tu cara en este momento, que no pueden disimularse, y que jamás impostor alguno sabrá imitar. Por suerte, heredaste sólo la altura de tu abuelo, y no su dureza de corazón.
Julien sintió que una oleada cálida se apoderaba de él y vencía sus defensas. No hizo ademán alguno por secarse las lágrimas. No había vergüenza ni orgullo, redención o pecado, triunfo o derrota en sus lágrimas. Era todo tan simple como estar asistiendo al instante perfecto e irrepetible. Una conjunción imaginaria. Un producto de la voluntad, el carácter, la memoria, el azar. ¿A eso llamaban los hombres destino?
—¿Cómo se llama mi hijo? —preguntó Napoleón.
—Julien.
—¡Julien!... —Napoleón respiraba con la boca abierta, como si todo el aire de la isla no le bastase—. Julien... Julien era un hermano pequeño de tu madre. El único hermano que tuvo. El muchacho murió desdichadamente muy joven. Ella le adoraba. —Las cartas parecían estremecerse en las manos de Julien—. Me siento tan bien. El dolor ha cedido por completo. ¿Cuánto durará?
—Hasta el final —dijo Julien, que apenas podía despegar los labios.
—Comprendo. Me reservas una muerte plácida. Y ¿cuándo será eso?
—Mañana. Será el final más dulce que podáis imaginaros.
—La maquinaria se había forzado demasiado... pero no era sólo eso, ¿verdad?
Julien vaciló, sobresaltado, y, cuando logró serenarse, dijo:
—Hace meses que han empezado a mataros. Y hace días ya que lo consiguieron. No hago más que adelantarme a vuestro sufrimiento.
—No llores entonces. De algún modo, siempre he sabido que estaba rodeado. Mi testamento es la prueba. Ningún impostor, ningún traidor, ningún miserable heredará nada mío. Y ahora, escúchame —dijo haciendo una pausa—. He llevado a la muerte a muchas personas en mi vida. Mis motivos eran reales; pero, ahora, dudo mucho que fueran humanos. Mis intenciones fueron puras unas veces, y otras... Los tiempos eran difíciles. Al final, sólo cuentan los hechos. Y el hecho es que ayudar a que un moribundo deje de sufrir es un acto de nobleza; en especial —continuó, cogiéndole una mano—, cuando se trata de un padre. No siempre quitar la vida es una iniquidad; y tu valor al venir aquí, arriesgando la tuya, lo demuestra. Muy pronto la habitación se llenará de buitres —concluyó, mirando hacia las ventanas cerradas por entre el mosquitero. Había cesado de llover.
—Ha dejado de llover, de repente. Como en Nueva Orleans —dijo Julien.
—¿Conoces Nueva Orleans?
—He vivido allí. Tenía una plantación muy cerca del Misisipí.
—Ya comprendo. Alguien me engañó —suspiró como un niño pequeño—. Dijo que me acompañaría. Pero no debí creerle. Quizá, podríamos ir juntos, tú y yo.
—Es una gran tierra sin pasado. Pero allí cabe todo un porvenir.
—¿Sí? Háblame de ella.
—Os enseñaré los algodonales y los campos de azúcar, los brazos del río, y los caimanes deslizándose por las aguas pantanosas. Probaréis los cangrejos del sur, la sopa de tortuga. Beberemos el ron y el bourbon de la tierra. Pasearemos por calles recién nacidas iluminadas con lámparas de gas. Oiremos las sirenas de los barcos de vapor que remontan el Misisipí, y veréis espesuras como jamás habréis contemplado en Europa, y los ocasos más teatrales que hombre alguno haya tenido ocasión de presenciar. Y, entonces, al caer la tarde, escucharemos cantar a los negros canciones rebosantes de sensualidad y de misterio, músicas de esas que hechizan a los hombres y seducen a todas las mujeres.
Empezaron a oírse algunos ruidos de gente bajando y subiendo escaleras. Julien se levantó, alarmado, con la mano de su padre cogida.
—Aspirar a la esperanza... Sí. Me parece estar viéndolo. Son hermosos sueños. Los más hermosos que nadie me ha regalado en años.
—Descansad, padre. El tiempo de sufrir ya pasó —musitó Julien, que soltó su mano con la delicadeza de quien procura no despertar a un sonámbulo, y aproximó los labios a su frente para depositar en ella el único y último beso que le daría.
—Julien... —dijo inmediatamente Napoleón—. Toda mi vida he perseguido la gloria de mi nombre. La posteridad. He matado por ello. No permití que nada se interpusiera entre la línea de mi destino y yo. Y para eso yo mismo tuve que hacerme un corte profundo en la mano. Primero sangra; luego, se convierte en cicatriz. Tan sólo quería que mi nombre me sobreviviese. Deseaba ganarme con mi propio esfuerzo la oportunidad que a otros les habían concedido desde la cuna. ¡Me parecía tan injusto!... —Hizo una pausa y respiró profundamente antes de proseguir—. Tú eres un Bonaparte. Y aunque el mundo entero lo ignore, la verdad queda entre tú y tu corazón. Recuerda, pues, que un nombre no te define; que sólo tus actos lo hacen. Y hoy, aquí, tú has hecho suficiente honor a él. Que, en adelante, tu nombre sea digno de ti, hijo mío.
Sin apenas voluntad, muy cerca de desplomarse en el trayecto, Julien se dirigió penosamente hacia la salida. Una vez allí se volvió a mirarlo, una figura borrosa, tenía los ojos empañados, los cerró apretando el índice y el pulgar contra los párpados y, haciendo del coraje su último recurso, tras echar una última mirada a su padre, desapareció del salón.
Después de cruzar corredores y esconderse en los recodos que halló a su paso, dio con la puerta. Nadie le había salido al encuentro. Llamó. Auguste entreabrió cautelosamente.
Era un espacio amplio, sucio, con la atmósfera enrarecida y olor a vino. Ese almacén (no era una bodega propiamente dicha, pues la mansión carecía de sótanos) recordaba los primeros servicios que había prestado la casa como establo y granero. Unas cuantas vigas de madera apuntalaban el techado, y el suelo era de tierra. Arrimados a las paredes había sacos de esparto, y toneles por doquier. Un pasillo iba desde la puerta hasta la ventana del fondo. Contra una pared había una mezcla de utensilios de labranza y armas abandonadas. Colgados de la pared, machetes y cuchillos de diversos tamaños y una doladera. Las contraventanas estaban atrancadas. Dos candiles, sobre un tonel, iluminaban el recinto.
Gilles estaba de pie, junto a una viga, con expresión de pánico. Auguste le apuntaba con el fusil. Julien, al fondo, abrió las contraventanas y regresó.
—Amanece —dijo Auguste con aprensión—. Aún estamos a tiempo, Julien. Tenemos que irnos.
Como ratificando las palabras de Auguste, el cañón disparado desde Alarm House sacudió el islote, y, por un instante, un solo instante, Julien recordó las palabras de Sarah antes de partir hacia el fin del mundo. «Necesito saber quién te arrebata de mi lado. ¿Es Gilles o Bonaparte?... Si es el odio el que te aleja, quizá no volveré a verte. Pero si es el amor, para el amor siempre queda una última esperanza»; y cómo él, contra sus propios deseos, había titubeado antes de darle la única respuesta posible y rodearla con sus brazos como si quisiera apoderarse de ella, guardarla para sí, llevarse con él su inolvidable olor a vainilla.
La imagen se desvaneció, y el recuerdo duró sólo lo que duran los sueños.
—Enseguida, Auguste. Enseguida —repuso Julien, que, situado delante de Gilles, a dos o tres metros, sacó el cuchillo y, agachándose, comenzó a dibujar en la tierra una extraña figura romboidal, al tiempo que murmuraba una especie de invocación o de plegaria.
—No saldrás de aquí con vida —dijo Gilles con voz temblorosa. Auguste continuaba apuntándole. Julien, que parecía ajeno a cuanto no fuera su tarea, terminó el dibujo de otra figura idéntica—. ¿Ya has visto a papá? Llegas tarde, ¿no crees? ¿Te ha dicho él quién soy yo? ¿Quién le ha cuidado y protegido durante los últimos tiempos? ¿Quién es el único de su familia que no le abandonará en su agonía? ¡Qué estás rezando, maldito! —dijo cada vez más exasperado. Al fondo, los primeros rayos de sol se colaban en la pieza proyectando la sombra de Gilles contra la pared de enfrente. Julien volvió la cabeza hacia la sombra, como si estuviera avisado, y dio fin a la tercera figura sin interrumpir sus plegarias—. ¿Se puede saber a qué has venido? En poco aprecio tienes tu vida, innombrable. ¿Qué diablos estás haciendo?
Julien se levantó despacio. Su cara revelaba un aplomo que rayaba en el desdén por la vida. Miró los dibujos. Superficialmente, era una pueril mezcla de símbolos; sin embargo, una observación más cuidadosa mostraba su carácter telúrico, primordial. Las figuras escondían algo así como un impulso, como una pulsión malévola capaz de estremecer de espanto al soldado más valeroso. Después, se dirigió hasta la pared en la que se proyectaba la sombra y con el cuchillo esbozó, sobre el tramo que ocupaba ésta, una figura romboidal idéntica a las anteriores. A continuación, se acercó a la pared en la que estaban las armas arrumbadas. Cogió una lanza oxidada, con la otra mano se hizo con un puñado de la tierra que tenía a sus pies y volvió a situarse frente a Gilles.
—Ya no es necesario que le apuntes, Auguste. Descarga el fusil, cala la bayoneta y dásela —dijo con una frialdad inhumana. Auguste miró sin dar crédito el puño en que Julien guardaba la tierra y, con voz desfalleciente, replicó a su amigo:
—El conjuro para condenar un alma... Al final, ella te lo enseñó...
—Haz lo que te digo —ordenó Julien.
Ahora estaban frente a frente. A tres o cuatro metros de distancia. Julien tenía los brazos semiflexionados. En una mano, un puñado de tierra; en la otra, una lanza. Bajó la cabeza. Siguió mirando a su oponente desde arriba, fijamente. Auguste hizo entrega del fusil a Gilles, que seguía junto a la viga, encogido sobre sí mismo.
—¿A qué he venido? —dijo Julien acariciando las palabras—. A cumplir un juramento y a romper una promesa. Un día prometí a tu padre que nunca te haría daño. Años después, me juré a mí mismo que te mataría como a un perro. Por desgracia, promesa y juramento son incompatibles.
—¿Qué pretendes hacer? —inquirió Gilles blandiendo el fusil con las dos manos—. Espera... Te propongo un trato. Podemos compartir las ganancias... ¿Te parece justo?
—No es suficiente.
—Entonces, puedo decirle... No... Le diré que tú eres su hijo, que yo no soy más que un farsante. Te cederé mi parte de la herencia. Entonces, las cosas quedarán como estaban.
—El arsénico era sólo para matar ratas, Gilles, como tú. Y no padres indefensos.
—Dime, entonces, ¿qué es lo que quieres?... Dímelo. Dímelo —murmuró implorante.
Julien inspiró hondo y replicó:
—¿Puedes devolverle la salud a mi padre? ¿Puedes devolverle la vida al tuyo?
—¿A tu padre? —preguntó Gilles desconcertado—. Lo intentaré. Sí, te lo prometo. Déjame intentarlo. Él está convencido de que yo soy su hijo.
—Te equivocas, Gilles. Él sabe quién eres. No has logrado engañarle.
Gilles se quedó inmóvil, sin palabras. Con las manos crispadas sobre el fusil.
—¡Bastardo! Siempre has estado en mi contra. ¿Qué méritos has hecho tú para ganarte nada? —dijo con labios temblorosos—. ¿Acaso has estado aquí, como yo, hora tras hora, llenando sus odiosos días de destierro, soportando su olor a podrido y sus anécdotas en los campos de batalla? ¿Dónde estabas cuando yo vivía todo eso que tú no has conocido?
En respuesta, Julien asió con fuerza su lanza, se llevó el otro puño a los labios, lo besó, lo abrió lentamente y, a media altura, con la mirada fija en Gilles, vertió la tierra muy despacio mientras murmuraba unas palabras como una letanía. Una vez hecho, empuñó con ambas manos el arma. Entonces, presa de un arrebato de furia, Gilles cargó contra él.
Julien paró la acometida, desvió el fusil y éste salió despedido. Frenado en su ímpetu, desarmado, Gilles procuró intuitivamente aferrarse a su rival. Puso en ello toda la rabia de su desesperación, todo el rencor que abrigaba hacia alguien que había nacido sólo para atormentarlo, pero Julien lo agarró por el cuello con una mano y le hizo retroceder hasta la viga.
—Aún no. Espera —dijo Gilles tratando de liberarse—. No merezco un final así.
—¿Quién ha venido aquí para hacer justicia? —dijo Julien. Y, sin más, lo atravesó con la lanza y ensartó a Gilles contra la viga.
Sólo un débil quejido. Un hilo de sangre brotó de su boca. Gilles trató de decir algo.
—Sin saberlo... me has hecho un último favor... —balbuceó Gilles mientras se desangraba a ojos vistas—. Por fin... me reuniré con mi madre.
—No, Gilles —dijo Julien, que respiraba agitadamente, pero conservaba la mirada dura, imperturbable—. No te reunirás con nadie. Y tampoco nadie te buscará. Te estará vedado cruzar la raya que delimita los dos mundos. Estarás muerto, pero no hallarás reposo ni el perdón para tus crímenes. Tu alma vagará sin rumbo como una sombra doliente atormentada por sus culpas, se arrastrará como un perro malherido, aullará como una alimaña hambrienta, y nunca, jamás, descansará.
—Quién puede estar seguro... bastardo.
—Yo sí. Porque ambos estaremos juntos en el infierno —dijo Julien con voz extrañamente apagada.
Auguste apoyó la espalda en un tonel, con los brazos atrás y el rostro demudado.
—Nadie recordará tu nombre... —dijo Gilles entre convulsiones. Estiró el brazo, crispó los dedos como si aún quisiera atrapar a su enemigo—. Ni siquiera... tus malas artes pueden cambiar eso.
De súbito, el brazo cayó inerte y la cabeza se inclinó sobre el pecho. La lanza, hundida profundamente en la madera, impidió que el cuerpo se desplomase. Frente a él, la sombra de la viga dejaba entrever la silueta de Gilles. Inscrita en el centro de la sombra había una extrañísima figura romboidal.
Casi de inmediato, se oyeron golpes en la puerta.
—¿Quién hay? ¡Salgan ahora mismo, con los brazos en alto!
—Rápido, por la ventana —dijo Auguste—. Dudo mucho que se atrevan a llamar la atención de los ingleses.
—Demasiado tarde —dijo Julien, que parecía un hombre en paz consigo mismo—. Sal tú, mientras te cubro —dijo empuñando su cuchillo.
Los golpes amenazaban con echar la puerta abajo.
—Amigo mío —replicó Auguste, a quien la inminente amenaza parecía haber devuelto a la realidad—, o los dos, o ninguno.
—Sea —dijo Julien poco antes de que la puerta cediese bajo las embestidas.
De la nube de polvo surgió un grupo de hombres. Al frente, Noverraz, el ayuda de cámara a quien Napoleón llamaba «mi oso suizo», el general Bertrand y el conde de Montholon, los dos últimos uniformados. Por detrás, Marchand, Saint-Denis y un número indeterminado de criados.
Bertrand y Montholon dieron un paso al frente. Apuntaron con sus pistolas. Al ver el baño de sangre y el cuerpo de Gilles traspasado, Montholon se quedó sin habla.
—¿Quiénes son? —preguntó el general Bertrand.
—Franceses —dijo Julien, que, impulsivamente, dejó caer el cuchillo. Auguste bajó su fusil.
Alertado por los golpes, Napoleón hizo que los trajeran a su presencia. Ordenó que los soltasen. Montholon puso en su conocimiento la muerte de Gilles, y, por toda respuesta, el Emperador dijo sin apartar los ojos de Julien:
—Están ante patriotas leales a su Emperador. Deseen buena suerte a estos dos hombres. Es lo más sensato que podemos hacer por ellos.
Cuando Julien, exhausto, salía por la puerta principal, inmediatamente antes de reunirse con Jérôme y Baptiste, el conde de Montholon lo agarró por la manga.
—¡Soldado! —dijo con una sonrisa cínica mientras le hacía entrega del sombrero de la milicia británica que había dejado en el saloncito—. Le hará falta si quiere llegar hasta el embarcadero sin llamar la atención.
Julien miró de arriba abajo a ese tipo insignificante, y salió de allí a toda prisa.
La vuelta, gracias a los uniformes, y a pesar de la luz diurna, fue menos comprometida de lo que esperaban. Los cuatro bajaron el camino zigzagueante como si fueran un piquete de relevo. Julien, que de minuto en minuto parecía perder fuerzas, era auxiliado por los Turgut, y sólo una o dos veces fue preciso que Auguste pusiera a prueba airosamente su inglés.
Mientras, en Longwood House, los criados se dispusieron a desprender el cadáver de Gilles. Uno de ellos, un tipo rechoncho que acababa de llegar y cuyo semblante era la encarnación del miedo, al ver el cadáver, la lanza, los dibujos y la sombra en la pared, lanzó un grito y se santiguó.
—¿Te impresiona, Dupin? —preguntó el que dirigía la operación de retirar el cadáver.
—Eso... —dijo señalando la tierra con un dedo—. ¡Y eso! —Apuntó al cuerpo traspasado—. ¡Y eso! —Se volvió hacia la sombra de la pared—. ¡Vudú! ¡Es vudú! —Y, santiguándose, se escabulló de la bodega, despavorido.
—Se nota que no ha entrado en combate, el infeliz de Dupin —replicó el cabecilla, que, meneando la cabeza a un lado y a otro, continuó impartiendo instrucciones para extraer la lanza. Estaba hundida más profundamente en la madera de lo que había supuesto.
A las siete cincuenta, cuando Julien y sus amigos llegaron al embarcadero, por fortuna, ya habían bajado el puente. Auguste, que llevaba uniforme de oficial, cruzó algunas palabras con un soldado, y el piquete subió a bordo del Excelsior. El pretexto era transportar el piquete a bordo de un navío crucero que patrullaba alrededor de la isla.
A las ocho y diez de la mañana el mercante Excelsior partió de Jamestown rumbo a las costas francesas.
Poco después, los relevos de los centinelas dieron la voz de alarma. A Plantation House, residencia del gobernador, llegó pronto la noticia del inexplicable ataque nocturno.
—¿Y Bonaparte? —preguntó Hudson Lowe.
—En su lecho de muerte, Excelencia. Ha sido oportunamente verificado.
La noticia de que Bonaparte agonizaba cruzó la isla. Hudson Lowe creyó conveniente esperar un poco antes de ordenar la preceptiva investigación de los hechos.
Los diarios y la correspondencia de quienes asistieron a las últimas horas del Emperador hablan de que, en un momento indeterminado, durante la madrugada del 4 al 5 de mayo, Napoleón se serenó y dejó de sufrir.
En el transcurso de las horas siguientes no hubo gesto alguno que revelase molestias o dolores. Faltaban once minutos para las seis de la tarde, y Napoleón Bonaparte expiró dulcemente. Era el 5 de mayo de 1821.
Su cuerpo, ataviado con su uniforme de los cazadores de la Guardia, se veló hasta el día 9. Luego, se transportó hasta el valle del Geranio. Allí, según sus propios deseos, fue enterrado, junto a un pequeño manantial y bajo tres sauces llorones, el árbol que, de acuerdo con las profecías de Grand Perle en el pantano del perdón, tendría un significado en el destino de Julien.
Como el gobernador de la isla no aceptó que se grabara en la tumba la palabra «Napoleón», los restos fueron inhumados bajo una lápida sin nombre.
Alrededor de la tumba sin nombre se levantó una humilde cerca de madera.