PRÓLOGO
El 13 de diciembre de 1789, a la hora en que se arriaban y encendían los primeros faroles en París, una diligencia con un tiro de cuatro caballos de posta salió discretamente de la ciudad de Seurre con destino a la capital.
Dentro del coche, una figura encapuchada aseguró la portezuela, echó la cortinilla y se acomodó con una expresión atormentada en el rostro. Acto seguido, cogió del asiento un pequeño cesto de mimbre y lo depositó en su regazo. El cochero hizo restallar el látigo, los caballos se aventuraron a cruzar un puente cuyo piso crujió bajo los cascos, y el carruaje se perdió en la lejanía levantando nubes de polvo.
Durante las primeras cien leguas los caminos estaban secos, la luna favorecía la visibilidad y los tiros respondían al látigo con tal ímpetu que en cada casa de postas los mozos tenían que enfriar las ruedas con cubos de agua. Sin embargo, conforme la noche se volvía cada vez más tenebrosa, una lluvia fina hizo su aparición, los caminos pronto se convirtieron en barrizales y el cochero, a su pesar, se obligó a refrenar el ímpetu de las bestias. Al salir de una pronunciada curva, en medio del camino embarrado, un grupo de sans-culottes dio el alto al carruaje con ademanes autoritarios.
Llevaban pantalones largos y chalecos cortos, carmañolas, bicornios y escarapelas. Iban provistos de trabucos y mosquetes amartillados que protegían del agua bajo las capas y prendas de cuero, así como de horcas, picas y barras de hierro que goteaban bajo la lluvia. Inspeccionaron el interior del vehículo con candiles y, de malos modos, conminaron al viajero a descubrirse. Era un olor a sacrilegio, a miseria, que se le metía al viajero en el alma, le ensuciaba y le daba una ocasión inigualable de despreciar aún más el espíritu revolucionario. Le pidieron la documentación. Olían a cuero, a sudor, a vino, a ropas húmedas. Pero, cuando el viajero mostró al bebé que llevaba en los brazos, compadeciéndose de la criatura, le permitieron continuar el viaje.
En cada pueblo por el que pasaba se repetía la secuencia: los campesinos detenían el carruaje, le pedían la documentación y comenzaban a interrogarle; pero, en el instante en que dejaba ver al crío, los sans-culottes cerraban la portezuela, y el viaje insufrible, interminable, se reanudaba.
Durante la etapa final dejó de llover, y el cochero azotó a los caballos más de lo que la prudencia aconsejaba. A las puertas de París, el viajero encapuchado descorrió la cortinilla.
Las primeras horas de la mañana le traían imágenes de tiempos idos, menos convulsos. No eran más que recuerdos. El presente era agitación, turbas hambrientas y alboroto. Por las calles sin pavimentar, los restos de las saturnales nocturnas, las inmundicias y el vulgo en pie de guerra lo ensuciaban todo. Alrededor de los guardacantones de piedra, en las esquinas de las casas, según había oído, se reunían los agitadores para pronunciar discursos. Vio clavadas en picas cabezas transfiguradas. Los periódicos, libres de la antigua censura, cubrían las paredes. ¿Dónde estaban los tiempos en que cada cosa tenía su sitio, cada uno conocía su lugar en el mundo y Dios, en su infinita misericordia, velaba porque ese conocimiento perdurase en los corazones?
—Con suerte, a estas horas no nos detendrá ninguna partida de milicianos —dijo el cochero girándose en el pescante—. Cada uno de los sesenta distritos de París ha creado su propio ejército revolucionario. Durante el día, eso dificulta mucho el tránsito.
El viajero encapuchado se santiguó varias veces.
Mientras, los faroles ondeaban suspendidos de sus cuerdas y el coche avanzaba al paso. Después de la lluvia, las calles se enlodazaban, y por los rincones y por todas partes se acumulaban desperdicios en los que hurgaban niños desharrapados, mendigos profesionales y perros famélicos. Un hedor mezcla de mil olores corrompía el aire hasta hacerlo irrespirable. De tanto en tanto, llegaban a oídos del viajero encapuchado alaridos de borracho, carcajadas de buscona y canciones entonadas a coro por la canalla.
—Ésta es la rue Saint-Denis —anunció el cochero.
—Más adelante, más adelante —replicó el otro antes de que la diligencia se detuviera frente a una puerta blanca con un aldabón dorado—. Aguarde aquí —dijo poco después—. No voy a tardar.
La mano pálida, de venas abultadas y nudillos salientes, agarró el aldabón y golpeó con impaciente insistencia. El otro brazo permanecía oculto bajo la capa.
—¿Sí? —dijo una mujer regordeta tocada con una cofia de volantes.
—Déjame ver a tu ama.
—Demasiado temprano, caballero. Madame está acostada. Me mataría, a estas horas...
El viajero encapuchado, haciendo caso omiso, se abalanzó sobre la puerta, apartó a la mujer con el hombro, cruzó a grandes zancadas un vestíbulo iluminado en tono frambuesa por grandes globos de luz, y, como podría haberlo hecho si hubiera conocido el camino de memoria, se precipitó escaleras arriba. Subió hasta la primera planta, luego a la planta siguiente, giró a la izquierda y enfiló un pasillo en penumbra. Se detuvo frente a la última puerta del pasillo.
Golpeó la puerta una, dos, tres veces. Su perseguidora, al oír los golpes, se paró sin saber qué hacer. El viajero echó mano al pomo. Alguien giró la llave por dentro. La puerta se abrió con un chirrido.
Una mujer pelirroja, cuyas formas incluso bajo el camisón de puntillas se adivinaban demasiado exuberantes, se quedó mirándolo con una palmatoria en la mano. Una melena de bucles le caía por ambos lados de un rostro empolvado con harina de arroz, y tenía las cejas depiladas y pintadas con carboncillo. El cabo de vela proyectaba sombras sobre su rostro. Era una belleza arrasada, reducida a ruinas por el olvido. El viajero se descubrió y entró resueltamente en la alcoba.
—Tienes que ayudarme —susurró el viajero con voz desfalleciente.
En el pasillo, la cocinera optó por descalzarse. Del interior de los zuecos se desprendieron unas briznas de paja. Se arrimó furtivamente a la puerta, entre admirada y horrorizada de su propia audacia. Allí, a través de la ranura de la puerta entreabierta, se veía una estrecha franja de alcoba iluminada por una luz parpadeante. Se inclinó para mirar por la abertura. El aposento estaba lleno de humo. Distinguió el reflejo del anciano y de Madame en el espejo del tocador. ¿Quién era ese hombre? No tenía aspecto de ser un viejo lascivo. Ni siquiera lo conocía de vista. Pensó en el bebé, y, mientras se pasaba una mano por el vientre, experimentó un pellizco en el corazón.
Madame encendió otra vela de sebo. El viejo tenía la expresión de un condenado a muerte que aún no se hubiera resignado.
—¿Cómo osa presentarse así? —preguntó Madame con voz estrangulada.
—Los hijos del pecado se abandonan sin bautizar. Son hijos del diablo —repuso el viejo.
Entonces, aquel viejo altísimo, de pelo blanco, tez demacrada y aspecto casi cadavérico, depositó el cesto en la cama con baldaquino, se acercó a Madame y, cogiéndola con firmeza por el codo, la enfrentó con el espejo. En la penumbra del pasillo, la cocinera, aterrorizada, se tapó la boca con la mano.
—Mírate bien —dijo el anciano, y, alzando la voz, le apartó la melena pelirroja de un lado de la cara. Al descubierto quedó una cicatriz que nacía en la oreja y, perfilando el mentón, acababa en la barbilla. El viejo se acercó aún más—: ¿Has olvidado ya la dureza de las calles? Sin mí, ninguna de las dos hubierais sobrevivido.
—Ya no le tengo miedo —replicó Madame zafándose del viejo—. Hace mucho que dejé de quererle.
Del otro lado de la puerta, la cocinera se puso a temblar. Se retiró unas pulgadas, agachó la cabeza, comenzó a rezar un padre nuestro. Al oír el sollozo del bebé, volvió a mirar por la abertura.
—Cuídalo mientras no pueda valerse por sí mismo —dijo el viejo, que dejó una abultada faltriquera en el tocador—. Dinero no te va a faltar.
—¿Y su madre? —inquirió Madame con una mezcla de animosidad y resentimiento.
—Mi hija debe entregarse a los asuntos de Dios.
—¿Su hija? —dijo ella despectivamente.
Aunque la conversación no languidecía, de nuevo habían bajado la voz. La cocinera estaba aterrada por el sollozo del niño. No pudo ya concentrarse ni escuchar lo que siguió, a excepción de una réplica del viejo.
—¡Se la quería llevar! —exclamó sacando de un bolsillo lo que parecía una carta, y blandiéndola como si fuese la prueba de su salvación eterna—. Se la quería llevar lejos de mí. Para siempre. De traslado en traslado, el miserable. —Y, así diciendo, arrojó el papel al suelo con una furia insospechada.
¿Cuánto tiempo había transcurrido hasta que el viejo abrió la puerta y casi tropezó con ella? Se hizo a un lado. Se encogió sobre sí misma. El viejo, sin tan siquiera rozarla, se cubrió con la capucha y desapareció como una sombra en el recodo del pasillo.
—Has estado espiando, Annette, ¿verdad? —dijo Madame con la vista fija en los zuecos—. Cálzate y pasa. Y no olvides echar la llave.
Madame se agachó, cogió el papel, documento o carta que había tirado el viejo y, sin tan siquiera mirarlo, lo guardó en un bolsillo. A continuación tomó su pipa, la aplicó sobre la llama y, entornando los ojos, succionó con devoción. Un olor inconfundible lo impregnó todo. Annette no desviaba la vista del cesto de mimbre.
—Llévate eso de aquí —ordenó Madame señalando al niño con la pipa—. ¿No perdiste uno? Pues encárgate de este otro. Y cuando pueda ganarse el pan, échalo de esta casa.
—No diga eso, Madame —replicó Annette horrorizada—. Se puede pecar de palabra.
—Mi torpe Annette —dijo Madame recostándose con gestos ralentizados en un diván de felpa grana mientras aspiraba el humo profundamente—, el pecado es como el opio. Hay que creer en él para que despliegue todas sus virtudes. —Le brillaban los ojos a la luz de las velas como si hubiera regresado de una orilla prohibida.
Annette se acercó al cesto de mimbre, cogió al bebé y lo arrulló en los brazos. Madame se levantó del diván envuelta en humo; una vez en pie, titubeó y se deslizó, casi flotando, hasta el espejo. Se apartó con dulzura el pelo, los bucles rojos, hacia un lado y se inspeccionó la cicatriz.
—Madame, ¿cómo se llama?
—¿Importa el nombre de un bastardo? No está bautizado —contestó sin darse la vuelta.
—Tenga piedad de él. No es más que una criatura. Permita que le bauticen.
—Es un niño sin nombre. Y así continuará mientras esté bajo mi techo —replicó Madame, y se dio la vuelta aspirando otra bocanada—. Y que no moleste. No pienso permitir ni una sola distracción en el negocio.
Por las calles enfangadas de París, el carruaje del viajero encapuchado iniciaba su viaje de vuelta.
El viajero se ajustó el cilicio un poco más y cerró los ojos concentrándose en el tormento, meciéndose en el dolor, sumiéndose en la debilidad de la carne. Procuraba no pensar. Notaba la sangre viscosa y tibia en la cintura, en la piel, en la ropa. De vez en cuando, a pesar de los esfuerzos que dedicaba a ahuyentarlas, acudían imágenes de su hija a revolotear a su alrededor como en torno a la llama de una vela y, después de aletear un rato, se posaban en el centro de sus remordimientos, y le quemaban, y el dolor se recrudecía.
El cochero se arrebujó en el capote y manejó el látigo con destreza. Los caminos se habían secado, pero ahora el frío era más intenso.
El viaje discurrió sin incidentes. El sol ya se había puesto cuando el cochero vislumbró las montañas que dominaban Seurre, y, cada vez más próximo, el puente de madera. Unos metros por debajo, el río bajaba muy crecido después de las últimas lluvias.
El cochero tensó las riendas y detuvo los caballos. Aunque los notó especialmente inquietos, levantó el látigo y lo hizo caer sobre ellos. Eso ocurrió una décima de segundo antes de que uno de los que iban en cabeza resoplase y, encabritándose, se arrancara en un galope que tiró de los otros. El caballo se volvió loco y embistió lateralmente el pretil. El coche perdió el equilibrio y caballerías y diligencia se despeñaron puente abajo.
El cochero salió despedido y, cuando pudo sacar la cabeza del agua y tomar una bocanada de aire, vio que estaba muy cerca de los juncos. Se desprendió del capote, braceó animosamente a favor de la corriente y logró aferrarse a una roca de la orilla. No le dio tiempo a prestar socorro al viajero, ni siquiera a ver que yacía inmóvil, con un profundo corte en la sien, tumbado en el suelo de un carruaje que se llevaba la crecida y que, a lo lejos, empezaba a hundirse arrastrando con él a los caballos.
—¡¡Que me devuelvan a mi bebé!! ¡¡Por Dios, que alguien me devuelva a mi bebé!! —chillaba una mujer joven de cabellos desgreñados y ropas harapientas. Uno de los porteros abrió la cancela para franquearle el paso. El otro la sujetaba con fuerza— ¡¡Fue padre quien se lo llevó!! ¡¡Padre fue quien se lo llevó!!
Llegaron dos robustas enfermeras. La sujetaron por los brazos. La forzaron a cruzar la entrada. La mujer dirigía miradas de angustia a su alrededor. Con las dos manos tenía agarrado un medallón de plata que pendía de su cuello por una cadena.
—Aguarden un instante —dijo una monja de edad más que respetable que llevaba unas gafas diminutas en la punta de la nariz. La monja se acercó calmosamente con una cesta de margaritas colgada del brazo. Al llegar a su altura, pasó una mano por la cara de la mujer—. Serénate, hija mía. Nadie tiene intención de quitarte nada.
La mujer crispó el rostro, que quedó semioculto por la melena, y en un acto reflejo ocultó el medallón a la vista de todos. La monja, conmovida hasta las lágrimas, le ofreció un pequeño ramillete de margaritas haciendo cuenco con las manos. La enferma, al ver el gesto, pareció apaciguarse. Alargó un brazo, trató de acariciar las flores. Empezó a gemir nuevamente:
—Mi bebé... Mi bebé... Mi bebé.
—Permítame, hermana Geneviève —dijo la más robusta de las enfermeras, que, al empujar a la mujer, hizo que el ramillete cayera al suelo y fuera pisoteado inmediatamente.
La arrastraron y la obligaron a seguir adelante; justo cuando se perdía en los corredores, entre gritos, la mujer volvió la cabeza hacia la monjita.
—¿Quién es? —preguntó uno de los porteros al otro.
—Quién sabe. Dicen que ha perdido la memoria.
—¿Dicen? —repitió el primero con un brillo codicioso en la mirada.
—Lo dice la dama del carruaje —repuso el compañero haciendo relumbrar en el aire una moneda de oro.
Afuera, a instancia de una dama que coquetamente se cubría la cicatriz de la cara con los bucles rojos de su melena, arrancaba un coche de caballos. Entonces, como si fuera una señal de inteligencia, la cancela principal del hospital de la Salpêtrière, internado para locas, epilépticas, deformes, prostitutas, alcohólicas, pordioseras e indeseables, se cerró con estrépito.