7. RUMBO A NUEVA ORLEANS

Diario de Auguste M.

14 de abril de 1805. (Por la mañana. Canal de la Mancha. Frente a las costas francesas.)

Partimos de El Havre a las nueve. Día azul, aunque frío. Una tenue neblina que se fue disipando poco a poco.

¿Qué sientes, Auguste? Alivio. No recordabas un alivio igual desde tu primera juventud, ay, cuando París era una primavera luminosa, y también el colmo del júbilo. En ese entonces tenías la sangre y el corazón alborotados. Eran tiempos en que ni siquiera concebías hacer carrera con tu cuerpo. Y fortuna.

Unos cuantos de esos jóvenes dioses sudorosos se pusieron en el cabrestante a virar el cable del ancla. Luego largaron parte del velamen, izaron el ancla, la amarraron al pescante y largaron las velas altas. Y el navío fue tomando velocidad rumbo a alta mar. Toda una lección práctica.

He quemado mis naves. Viajo sin dinero, sin contactos, sin ocupación alguna a la vista. El único tesoro al que puedo poner precio son los trajes de mi baúl. En poco más de un mes arribaremos al puerto de destino. Se verá entonces si Nueva Orleans es el Nuevo Mundo.

(Por la tarde.) Excelsior. Curioso nombre, el del navío, que no compromete a nada. Ni con los franceses ni con los ingleses. Lo cual, en tiempos de guerra, es una especie de garantía. Sin embargo, dudo que alguien arrojara el sombrero al aire si nos cruzásemos con la escuadra de Nelson.

El barco es una antigua fragata de veinte cañones reconvertida en buque mercante. Desplaza unas trescientas toneladas y tiene una arboladura formidable. Yo no diría que es un navío marinero, sino un prodigio de velocidad. ¿Qué gavias lleva este barco para que navegue como lo hace? Pobre del que se proponga perseguirlo. La tripulación se hacina como una torre de babel: franceses, portugueses, españoles, holandeses, hasta un chino. No es descabellado pensar que escondan más de un pabellón para hacerlo ondear en caso de urgencia; pero ¿quién podría haber elegido en mi lugar? Era el primero que partía de El Havre y el que más lejos de Francia me llevaba.

Gracias a una bolsa repleta de napoleones de oro, el capitán, un francés taciturno con acento inglés, físico meridional y maneras más que rudas, se decidió a aceptarme como pasajero. Se me asignó un pequeño camarote en el castillo de proa, y el contramaestre juró que yo era el único pasajero embarcado.

Espléndida ratonera, el camarote: húmedo, sucio, mal iluminado, con poca ventilación, tres literas, una mesita de madera carcomida y una silla. Mon Dieu! Una lámpara de aceite cuelga del techo y está en permanente vaivén. Si los marinos no mienten, que alguien se ofrezca a explicarme por qué en el último momento subieron dos pasajeros más.

Día...

Hay que hacerse a la idea. Tengo dos compañeros de camarote: un joven muy alto (más alto incluso que yo, y no soy lo que se dice un duende), de aspecto bastante impresionante, que luce una melena oscura recogida, tez blanca y ojos que arden como tizones, y un viejo que no alcanza a serlo. El viejo pasaría por un sabio chiflado. Tiene un rostro demacrado, y bolsas bajo los ojos. ¿Padre e hijo? El viejo responde al nombre de Victor. El joven andará por los veinte años, qué sé yo. Pero lo más sorprendente es que no tiene nombre. O eso dice. Sublime manera de presentarse.

Parece que somos los únicos viajeros del navío. El mercante transporta en sus bodegas metales y productos textiles, y hará la travesía de vuelta cargado de azúcar, ron, tabaco y café. Todo ello según el sobrecargo, un individuo risueño, de abdomen prominente y con las patillas unidas al bigote, que pasaría por un embustero profesional.

De modo que me he convertido en un criminal. Eso es lo único en lo que no mienten los periódicos. Cada vez que pienso en la manipulación de la noticia del doble crimen... Quedó como un crimen pasional. Hermoso, pero falso. Pero es lógico que lo tergiversaran todo, dado que mi cliente era, precisamente, el dueño del periódico. El mismo que no quiso pagarme y me amenazó. Lo lamento sólo por los dos matones que contrató para matarme. Aquí el único que merecía la muerte era el ricachón, el dueño del diario, el miserable descontento con mi tarifa.

Es dura la vida de un mercenario, sí. Aunque sea un refinado mercenario del amor.

Día...

Dejamos atrás el canal de la Mancha. Haremos la primera escala en las Azores.

Ah, cómo echo en falta los paseos por el Bois de Boulogne, y los cafés y los clubs de la plaza del Palais Royal.

Por no hablar de la manicura de París. No cabe duda de que lo peor de la vida en alta mar es la vida en alta mar.

Por ahora, la marcha es muy plácida. Y el tiempo, inusualmente bueno para estas fechas.

El joven con el que comparto camarote, y que, presumiblemente, es el hijo de Victor, se tiende en el puente envuelto en una capa, boca arriba, frente a un cielo tachonado de estrellas. Definitivamente, el cielo no es para mí, que soy mucho más terrenal y menos contemplativo. Será por mi inclinación a la melancolía. Prefiero el entusiasmo a los ideales, y, sobre todo, los placeres de la carne a los placeres del espíritu.

Estar por completo solo, desamparado, prácticamente sin un franco en medio del mar no es tan indeseable. Es como estar desnudo y rodeado de hombres que llevan una venda sobre los ojos.

Por lo demás, la convivencia con mis compañeros de camarote es un poco siniestra. Apenas conversamos. Se diría que me rehúyen. En lo que a mí concierne, una cómoda compañía. Después de todo, esto no es una travesía de placer, sino una fuga. El viejo, es evidente, parece un hombre letrado. En cuanto al joven, qué mirada. Lo más característico de él es la autoridad que irradian esos ojos.

Y otra cosa. Rara vez he visto un hijo tan preocupado por su padre. Cuida del viejo, vigila que nada le falte y, cuando el padre le llama, acude siempre al instante, dispuesto a satisfacer cualquiera de sus deseos.

Día.

¡Oh, Señor! El rancho es lo más grave de este viaje: galleta de barco, carne de cerdo que conservan en barriles de salmuera, pescados, guisantes, todo seco; y un vino detestable. Y siempre en vaivén permanente. De vez en cuando, zumo de frutas. Por lo que hace a las verduras, más vale consumirlas pronto. No es que yo tenga la sensibilidad culinaria del célebre Carême, pero siempre me ha llamado el arte de la cocina: practicar, inventar y aprender a confeccionar platos delicados. No en vano he tenido la suerte de frecuentar los mejores restaurantes de París. Restaurantes que pagaban mis clientes, dicho sea de paso.

He soñado con ratas y gorgojos infestando los barriles.

Día...

Ayer sucedió algo notable. Una leve brisa presagió cambio de tiempo. El cielo empezó a cubrirse, aunque no hasta el punto de oscurecerse del todo. Aumentó la marejada. El capitán, que no dejaba de pasearse por la toldilla, mandó recoger las velas. Los hombres se pusieron la ropa de aguas y, al cabo de unos diez o quince minutos, empezó a llover. El capitán me ordenó que bajase al camarote.

No hubo temporal, pero el camarote parecía venirse abajo. Los dioses nos asistan si nos topamos con algo en verdad serio. Por si acaso, empecé a marearme de un modo execrable. Me tumbé en la litera y, al cabo de un rato, en la primera aproximación de mis compañeros de camarote, el viejo Victor me ofreció un brebaje que me libró del mareo como por ensalmo. No tardé mucho en quedarme dormido.

Día...

Anoche, una semana después de partir de Francia, la primera comida digna de su nombre. Perdiz a la cazuela con patatas, regada con un Clos de Vougeot. Según el capitán, la botella tiene veintiocho años contados, y está sólo al alcance de los millonarios y de los capitanes de navío. Me callé discretamente. En París no es indispensable ser millonario (y mucho menos capitán de navío) para degustar un Clos de Vougeot.

Semejante novedad se debió a que Victor, el chico y yo fuimos invitados a cenar por el capitán en la cámara de oficiales. Al fin y al cabo, somos los únicos pasajeros del buque.

La estancia que hace de comedor es una sala central a la que se abren los camarotes de los oficiales. Está iluminada por una lumbrera, y una lámpara de cobre cuelga sobre una mesa de dimensiones decentes. Las paredes están revestidas de armarios y de sillones de felpa adosados.

El capitán es un sujeto fornido de unos cuarenta y cinco años, de vello en pecho, moreno, ojos diminutos y cejas muy pobladas y un poco encanecidas. Tiene la boca al sesgo, como vencida por una mueca o por un vicio facial, y los labios sensuales y húmedos. Ésa fue la primera y única vez en que no le vi con la gorra de lado, caída sobre la ceja. Es inverosímil charlar con él sin que le ponga precio a todo; sin embargo, habla de Francia como de una amante a la que siempre echa de menos. Lo único insoportable del capitán es su segundo, un tipo reluciente y taimado como un reptil.

Mis impresiones sobre mis dos compañeros de camarote son cada vez más favorables. La cena, que transcurrió sin protocolos dignos de mención, no es más que un ejemplo. Inútil añadir que los propósitos del capitán eran, supongo, de lo más cordiales. Pero el caso es que, hacia el final de la cena, el segundo del capitán hizo algún comentario sobre los negros. «Los mal nacidos sólo sirven para que los azoten.» Algo así. Entonces, mi joven compañero de camarote, con una serenidad impropia de su edad, replicó que, por una simple cuestión de proporciones numéricas, entre los negros no había tanto mal nacido como entre los blancos. Se hizo un espeso silencio. Velozmente intervino el capitán. Le puso una mano en el hombro al chico.

—Estoy de acuerdo contigo, muchacho. Estoy de acuerdo contigo.

El segundo bajó la cabeza ante la mirada del resto de los oficiales.

Día...

Primera escala en las Azores. Infernal. Una indisposición digestiva me tiene tumbado en la litera durante toda la mañana. Pavorosa comida. Para sobrevivir, debiera ponerme a dieta. Ayunar y ayunar. Partimos en unas horas. Aprovisionamiento, creo, y poco más. Si me recupero, tengo intención de estirar las piernas por cubierta y respirar un aire más civilizado. Llega mi joven compañero. Me dice que no me preocupe. Que me dará algo que me aliviará. ¿Cómo es posible no tener nombre? ¿Con quién comparto camarote? ¿Con dos brujos?

Día...

Navegamos rumbo a la Martinica, donde haremos la segunda y última escala.

Días sin escribir en esta especie de cuaderno de bitácora. ¿Cuándo fue? ¿Anteayer? De lo que voy a contar se desprende que los barcos son un caldo de cultivo idóneo para los dramas.

El grumete, Soho, es un hijo del Nuevo Mundo, un niño negro que parece una propiedad del capitán. El resto de los oficiales y la tripulación no oculta su menosprecio por la raza negra. Estaba anocheciendo. Había sido un hermoso atardecer sanguíneo, y empezaba a refrescar. El joven sin nombre y yo estábamos charlando junto a la barrica de grog, apurando cálidamente nuestras alimenticias raciones.

—¿Me permite hacerle una pregunta impertinente? —pregunté.

—Adelante.

—¿Qué busca un joven como usted al otro lado del mar?

—Mi nombre.

—¿Su nombre? Vaya. Puestos a ser impertinentes, daba por hecho que no tenía nombre, como me había hecho saber hace días.

—Y así es. Me refería a las raíces, Auguste. Yo no llegué a conocer a mis padres.

—Discúlpeme, he supuesto erróneamente que Victor era...

—Victor actúa como un padre, pero es más que un amigo.

—Sin embargo, habrá doscientas mil almas sólo en París con ese mismo problema, y no las empuja a cruzar el océano. Pueden vivir bien y muchos años sin saber realmente quiénes son, o, mejor dicho, de dónde vienen. Yo mismo, si me permite, le diré que tampoco conocí a mis verdaderos padres.

—¿Murieron jóvenes? —preguntó él muy sorprendido.

—Oh, nada de eso. Eran de extracción rural. Y, según parece, resultó más apremiante comer que criar al sexto vástago. Fui vendido a un par de pequeños burgueses parisinos que trataron por todos los medios de hacer de mí un filisteo. Naturalmente, fracasaron. Más o menos a la edad que usted tiene me fui de casa... o me echaron, según se mire.

—Comprendo —dijo él bajando la cabeza.

—Pues más vale que me lo explique. Yo jamás he comprendido que unos padres repudien a su hijo por sus tendencias sexuales.

—No pretendía molestarle.

—Y no lo ha hecho, amigo mío —dije jovialmente—. Y no lo ha hecho. Soy libre, soy feliz, y el mundo es una mierda. ¿Para qué quiero unos padres? Le diré más, no espero lealtad de nadie; y menos que de nadie la espero de un consanguíneo. Pero discúlpeme, me aburre hablar de mí. Hábleme de usted. ¿Qué le hace a usted diferente? Explíqueme qué le empuja a cruzar un océano entero.

—Mi madre fue deportada a Nueva Orleans.

—¡Ah, bueno! Eso lo explica todo.

—Al contrario, Auguste; decir eso es no decir casi nada. Mi madre quería que yo supiera la verdad. Espero descubrir por ella el secreto que su padre ocultó cruelmente.

—Ay, amigo mío. ¿Y cómo piensa encontrar a su madre si no ha llegado a conocerla?

Y aquí extrajo morosamente de un bolsillo de la chaqueta un pequeño medallón de plata del que colgaba una cadena. Abrió el medallón, separó una especie de billete doblado varias veces, y, por fin, en medio de un silencio casi reverente, mostró un diminuto retrato de una joven cuyos rasgos se me presentan bastante brumosos. Poco después, cuando juzgó que había estado suficientemente expuesto a la vista de un extraño, volvió a colocar el billete junto al retrato y guardó el medallón como un pequeño tesoro.

—Es mi madre —dijo.

Desafortunadamente, la charla estaba en el momento más satisfactorio cuando, de repente, nos pareció escuchar gritos en dirección a popa. Corrimos hacia allí y, bueno, antes de que yo mismo pudiera tomar una decisión adecuada a las circunstancias (bastante oscuras, debo decir), el muchacho se había arrojado al agua sin titubeos. Grité al timonel que virase. A su vez, alguien aulló:

—¡Hombre al agua!

Cuando lo subieron a bordo, el chico llevaba en los brazos al grumete. Soho estaba tiritando.

Sorprendentemente, el segundo, que fue de los primeros en llegar, se incomodó porque se hubiera detenido el barco por tan poca cosa. Dijo, sin ninguna convicción, que seguramente el grumete estaba borracho. Cuando apareció el capitán, el segundo cambió el tono del discurso ante sus preguntas, cada vez más incisivas. Entonces, en el momento más oportuno, sin duda atraído por el alboroto inusual a esas horas, compareció Victor, con su pelambrera gris al viento y su cara de permanente desconcierto. Se abrió paso hasta colocarse al lado de mi nuevo amigo.

—No está borracho —afirmó el chico, que sin duda trataba de proteger al grumete—. Sólo aterrorizado.

—Capitán —dijo Victor—, déjelo en nuestras manos hasta que se reponga. Le aseguro que en un par de días estará en perfectas condiciones. Soy médico. Y respondo de ello.

El capitán, como si hubiera leído entre líneas, consintió.

De modo que Soho, el pequeño haitiano, lleva dos noches durmiendo en el camarote, en la litera del joven sin nombre. Al final, se ha atrevido a confesarnos que lo habían arrojado por la borda.

Día...

Los vientos del oeste, como dicen los marinos, llenan las velas. Nos empujan hacia la Martinica, adonde arribaremos en pocos días.

Era previsible que la última conversación con mi joven amigo se reanudase pronto. Y eso que el grumete le sigue a todas partes, con riesgo de ser castigado por negligencia en sus obligaciones. Lo que no era previsible fue el modo en que discurrió.

—Yo propongo que nos desinteresemos un poco más del prójimo —dije por decir algo—. Que la gente piense un poco más en sí misma, en su propia dicha. Eso nos mantendría más ocupados.

—Estoy de acuerdo, Auguste; pero ¿no le parece que somos demasiados? ¿Que el prójimo está demasiado cerca como para desinteresarnos de él?

—Interesante observación. Pronto llegaremos a los mil millones de habitantes. ¡Qué desastre! Es casi tan terrible como vivir en este barco, día tras día, encerrados en una cárcel.

—Respiramos brisa marina, Auguste —dijo sonriéndose—. Y los camarotes no son tan pequeños.

—¿Cómo dice? ¿Que los camarotes no son tan pequeños? —pregunté pensando en las dimensiones del habitáculo en el que sobrevivíamos desde hacía más de tres semanas.

—Teniendo en cuenta que éste es un buque mediano, no me parece tan pequeño.

—¿Dónde ha vivido usted? ¿En un armario?

Afirmo, sin temor a equivocarme, que formulé mi pregunta sin la menor dosis de ironía parisina.

—No. En un cuarto. En las cuadras de un prostíbulo. Junto a los caballos.

—Vaya, algo conozco de esas atmósferas —continué, lo admito, con una cierta ligereza—. Lo que me recuerda a una vieja conocida. Un alma tenebrosa, me temo. Intercambiábamos chismes hace años, cuando yo iniciaba mi carrera en París y el mundo me parecía más frívolo y hermoso.

Pero entrever el fondo de los otros es decepcionante casi siempre, amigo mío. De modo que cuando llegué a conocerla algo mejor, me fui alejando de ella. ¡Ah, la indecente madame Bastide!

Recuerdo que se levantó como un tiro. Y la voluntad no parecía haber influido en ello. Por cortesía, me levanté a mi vez, y entonces, de manera harto inesperada y desagradable, hizo presa en mi cuello.

—Es usted policía, ¿verdad? Ha venido persiguiéndome, ¿no es eso? —soltó.

Me sorprendió la fuerza del chico, que, sin embargo, no parecía haber perdido el dominio sobre sus actos. En verdad, yo estaba rodeado, acorralado por las sorpresas.

—No sé a qué se refiere. Antes de este viaje no le había visto en mi vida —murmuré con dificultad.

Él acercó su rostro al mío y, sin soltarme la garganta, me escrutó los ojos desde muy cerca.

Curioso, ¿por qué no respondí a esa violencia? Creo que era una suerte de respeto lo que me inspiraba ese joven, pues todo él emanaba orgullo, dignidad. O tal vez no fue una cuestión de elección, sino de asombro, desconcierto. Apenas moví un músculo, pese a notar cómo la sangre me afluía al rostro. Entonces, me soltó bruscamente y se quedó frente a mí con los brazos colgando y las manos entreabiertas.

—Le ruego que me disculpe —dijo—. Madame Bastide... Madame Bastide era la hermanastra de mi madre.

—Pero qué es lo que está diciendo, joven. La madame Bastide que yo conocí —repliqué torpemente, inspirando con fuerza y friccionándome el cuello— tenía un prostíbulo en la rue...

—Saint-Denis.

—Saint-Denis —dije como si me hubieran iluminado de repente—. Sí, en efecto, Saint-Denis. —El problema, a estas alturas, era que dudaba entre sentirme ofensor u ofendido.

—Mi abuelo fue quien me arrancó de los brazos de mi madre. Me dejó en el burdel, al cuidado de ella, de madame Bastide. Se me ocultó la identidad de mis padres. Aún hoy no sé quiénes fueron —dijo relajándose mientras apoyaba las dos manos en la borda. El cielo estaba salpicado de nubes y, arriba, el sol lucía a intervalos. Se quedó mirando hacia un horizonte inescrutable—. No era mi intención enviarla al infierno, puede creerme.

—Le creo —dije estupefacto.

—Pero se lo merecía.

Día...

Seguimos rumbo norte hacia Nueva Orleans.

Ayer, escala en la Martinica. Un marinero apostado en el trinquete gritó: «¡Tierra!». Primera vez que asisto a las maniobras de atraque. El navío puso las velas al pairo para embarcar al práctico, que llegó a bordo de una goleta y dirigió enteramente la maniobra. Nos fuimos aproximando al muelle a sus órdenes. Mientras, los hombres sacaban los cabos de amarre de los pañoles y ponían las anclas en los pescantes. El barco atracó con la suavidad de un beso.

Incomparable la animación del muelle. Escala durante medio día. El capitán nos permitió bajar a tierra. Un tiempo magnífico. La luz del Caribe ilumina el rincón más sombrío. Victor, el muchacho y yo dimos un paseo por los alrededores del puerto. Comimos algo en una posada. Palometa fresca, cangrejos y fruta. Pagó Victor, para mi consuelo.

Al fin, algunos Místerios horribles se desvelan. Era verdad que, desde París, el barco transportaba en sus bodegas metales y productos textiles, pero los productos de intercambio no eran el azúcar, el tabaco o el café. La tragedia es que la trata de negros sigue siendo un próspero negocio en la Luisiana. En ciertos puertos en que hacen escala (en el caso del Excelsior, fue sólo en la Martinica) intercambian los productos franceses por negros que luego serán vendidos en Norteamérica.

Docenas de esclavos en las bodegas sin apenas espacio para moverse. Gemidos, un olor que se cuela por todas las rendijas del barco. Victor sostiene que son bonzales, es decir, negros recién llegados de África para ser vendidos en Nueva Orleans. Seguramente ésta es una travesía que se repite varias veces al año. Los beneficios deben de ser sustanciosos.

Los ojos del muchacho a la luz del sol parecían arder o consumirse de odio. Se recogió el pelo por detrás con una lazada.

Día...

Remontamos el Misisipí. Cada vez más próximo el final de la travesía. ¿Cómo serán las cosas en el Nuevo Mundo? ¿Podré recomenzar con tan poco? Sin embargo, aquí, la mezcla de pueblos tiene que promover el entusiasmo, una sed feroz de vivir.

(Por la tarde.) Anoche improvisamos una despedida anticipada. Victor compró dos botellas de ron (ron puro, sin mezcla alguna de agua a la vista) a Van Dick, el cocinero, y nos encerramos animadamente en el camarote. Todo el rato hablando de nosotros. Me sentí un poco vil por no revelar el verdadero motivo de mi huida. Victor habló de sus experimentos de química. Lo que explica los conocimientos que ambos tienen sobre brebajes.

Bastante imperdonable, sin duda, pero, aprovechando que el ron empezaba a surtir efecto, y agobiado como estoy por mi economía, comenté a Victor que sus trabajos le reportarían con seguridad ganancias muy sustanciales.

—Los resultados de mis investigaciones aún no pueden comercializarse, Auguste. No ha llegado el momento —dijo Victor llenándome el vaso.

—Entiendo que usted puede permitirse tener paciencia —me aventuré a decir—. El París brillante que yo he frecuentado estaba lleno de urgencias y de mentiras. Y era preciso abrirse paso a riesgo de morirse de hambre.

—En cuanto a eso —añadió Victor fijando una mirada extraña en el chico, como si se hubiera despejado por causa de una fuerza mayor—, me explicaré... Cuando era joven, yo también trabajé para gente importante. Desde entonces el dinero no ha representado un problema para mí. Pero, francamente, creo que es lo único que no ha representado un problema en mi vida, con excepción de este señor, naturalmente —añadió dirigiéndose a él, ahora con un brillo en los ojos que destilaba dulzura rociada con medio litro de ron.

—Pero me temo que su profesión ha sido bastante más honorable que la mía —dije—. Yo he sido un profesional del amor, y, como es lógico, he terminado arruinando mi carrera.

—¿Honorabilidad? Puede que la honorabilidad tenga tantas caras como la ruina, Auguste. Sea bienvenido a nuestro club —dijo con un brindis que, para mí, tuvo el efecto de un bálsamo, y me reveló un Victor inesperado.

Con todo, el hecho que tiene más interés, y del que me avergüenzo sin rodeos, sucedió cuando anochecía. Mis dos amigos, bastante achispados, todo hay que decirlo (aunque mucho menos el muchacho, a quien Victor controlaba como si en verdad fuera su padre), decidieron salir a cubierta a tomar el aire. El chico se puso el chaquetón por encima y dejó la chaqueta. Por mi lado, me quedé en el camarote con la intención de alcanzarlos más tarde.

Me avergüenzo por haberme dejado tentar.

La chaqueta del muchacho colgaba de la silla. Me senté en el borde del camastro. Cogí la botella de ron que quedaba. Entonces, vi en el bolsillo interior de su chaqueta una cadena de plata que sobresalía. El problema es que no estaba lo bastante borracho como para no recordar esa cadena.

Dudé; pero reconozco que casi enseguida dejé la botella en el suelo y, sin necesidad de levantarme, tiré con suavidad del extremo de la cadena. Al momento tenía el medallón de plata en mis manos.

No soy un fisgón, sino una mente inquieta. Mi propia desfachatez me sirvió para justificarme, supongo. Abrí, pues, sin el menor pudor el medallón de plata. Y bien, lo más enigmático no fue la miniatura de una resplandeciente dama morena, sino el billete. Lo recogí del suelo. Lo leí tantas veces que me lo aprendí de memoria.

Mi querido,

tu nombre acude siempre a mis labios, pero, por precaución, jamás lo pronuncio. Este billete es portador de buenas o de malas noticias. Y ni siquiera sé si me atreveré a enviártelo. No es cierto que ya no te ame. No es cierto que no ansíe desposarme contigo. No es cierto que ya no desee tener al niño. Estar encinta de ti es lo más maravilloso que me ha sucedido; pero temo a padre. Si tú no lo remedias, él no me permitirá ser dichosa. Haz que el águila vuele hacia mí. Corre a mi lado, y llévame contigo a donde vayas.

Tuya siempre.

Claire-Marie Lasalle