14. SARAH COBBET

Las paredes estaban cubiertas de colgaduras negras, y el féretro, descubierto y protegido por un vidrio, con un cirial de plata en cada esquina. Uno de los sirvientes se adelantó y encendió los cuatro cirios. En el salón, todos permanecían de pie, excepto Julien, que descansaba en un sillón de brocado. Apoyaba el codo en uno de los reposabrazos de madera y se cubría la cara con la mano, mientras Auguste, de pie, junto a él, se aferraba con la suya a la parte superior del respaldo.

La servidumbre, que vestía libreas de luto riguroso, estaba situada unos pasos por detrás. La mayoría lloraba en silencio. Se oía el tictac de un reloj de pared. De vez en cuando, alguien entraba con sigilo, se acercaba a Julien y le daba el pésame. Durante horas hubo afluencia de gente. La mayoría acudía atraída por la aureola del indiano rico, aquel que había convocado a medio París a un inolvidable baile de disfraces. Y, de pronto, alrededor de media tarde, cuando Victor llevaba casi veinticuatro horas fallecido, alguien se acercó al sillón de Julien por detrás.

Ni siquiera Auguste, que estaba atento a cualquier gesto, lo vio acercarse. Una mano con un anillo de brillante en el dedo meñique apretó suavemente el hombro de Julien, mientras una voz susurraba:

—Mis condolencias, monsieur.

Julien levantó la vista y reconoció el bastón con el puño de marfil, los mismos ojos separados y pequeños, la misma tez salpicada de pecas y el mismo pelo ordenadamente despeinado hacia delante del vizconde de Ménéval. Se levantó al instante, lo miró de frente, a no más de dos palmos de distancia. Auguste apretó con fuerza el respaldo y, en ese instante, Julien supo que esa aparición era una prueba, y que lo fácil, lo irresistible era ceder al dolor, abalanzarse y perderlo todo. De manera que se contuvo, bajó la vista y la desplazó hacia el cuerpo de Victor.

—Tal vez, por su aflicción, me atrevería a decir que era su padre —adelantó el vizconde.

—En muchos sentidos, así fue —replicó Julien sin apartar los ojos del cadáver.

—¡Ah!, entonces le quedará el incalculable legado de su recuerdo. Ningún patrimonio en este mundo puede comparársele. No existe mayor tesoro —dijo el vizconde con un timbre de soterrada ironía.

Julien volvió la cabeza y lo miró con tal ferocidad que el vizconde casi descompuso el rictus. Una lucha sorda se libraba dentro de Julien. Sabedor de que Gilles lo estaba incitando, no se le escapaba que dar rienda suelta a sus impulsos lo hubiese dejado a su merced. Auguste, sin perder detalle, estaba tenso como una soga.

—Lamento contradeciros, vizconde. Hay una posesión aún más gratificante... y es haber gozado en vida de su afecto y de su admiración. Sentimientos que, como sin duda conocéis, no se entregan a todo hijo.

El rostro de Gilles adquirió el color de los cirios que velaban el cuerpo de su padre.

—Es obvio que París no le trae buena suerte, monsieur —dijo Gilles—. Sin embargo, le deseo que sus trascendentes negocios aquí no padezcan demoras.

Julien iba a replicar cuando Rochambeau, el viejo notario, se aproximó indiscreta pero cordialmente a Julien, y dijo con voz endeble:

—¿Monsieur Lasalle?

—Yo soy —dijo Julien mirando al vizconde.

—Lo lamento, pero cuando esté disponible hay ciertos asuntos que debemos tratar con urgencia —dijo dando palmaditas a la carpeta que llevaba bajo el brazo—. Me consta que eran los deseos del finado —añadió mirando hacia el féretro—. Si le parece, podríamos citarnos para esta semana.

Julien esbozó una sonrisa amarga y, con un gesto para que le precediera, dijo:

—Permítame que le acompañe al vestíbulo —y, antes de sobrepasar a Gilles, añadió dirigiéndose a él—: Os ruego me disculpéis, vizconde. Es preciso que atienda las últimas voluntades de mi padre.

Durante un lapso casi imperceptible, el vizconde fue incapaz de reprimir su cólera. Con los ojos inflamados agarró el bastón por los bordes, de tal modo que parecía que fuese a quebrarlo, y encarándose a Julien dijo en voz muy baja, pero con un acento en el que se concentraba todo el furor que le inspiraba el indiano:

—¡El viejo expiró con mi nombre en sus labios!

Y, apoyando el bastón en el suelo, abandonó la estancia a paso vivo.

Julien avanzó hacia él con una determinación inconfundible, pero, por fortuna, Auguste ya estaba preparado y, sujetando a su amigo por ambos brazos, lo detuvo antes de que pudiese darle alcance.

—Ahora no. Aquí no, amigo mío —susurró al oído de Julien—. Este no es el lugar, ni el momento.

El día siguiente al entierro, Julien apenas salió de su cuarto en toda la mañana. No había dejado de llover. Cogió la pipa, ejecutó las operaciones de rigor y una fragancia consoladora saturó el dormitorio. Se quedó así, fumando un largo rato, tumbado en el diván, viendo cómo las gotas de lluvia resbalaban por los cristales. De cuando en cuando el viento azotaba las ventanas.

Victor estaba muerto. Y él, que lo había sacado de Nueva Orleans para darle una vida mejor, para que no arriesgase la suya y volviera a ver a su hijo, ni siquiera había podido salvarlo. Era casi un cadáver cuando le tomó las manos heladas. Un cadáver que olía al usurpador de Ménéval. Quizá ningún otro hubiese podido detectarlo, pero él sí. Para él ese olor acre, a flores secas, era tan vivo como si el criminal en persona continuase allí, entre ellos dos, mientras Victor le hacía prometer algo inhumano.

Le hubiera gustado creer que Gilles era el único culpable; sin embargo, el opio, al que estaba habituado, dejaba una huella de lucidez en su alma que no le permitía engañarse por mucho tiempo. Y la culpa estaba ahí, acechándole. ¿Por qué trataba de mentirse? Él era el único culpable. Sólo él había permitido que Victor se alejase de América. A sus años, había consentido que cambiase una vida plácida por un futuro imprevisible en París. Y todo, por qué. ¿Por Victor? ¿Por él mismo?

Al final, se demostraba que la salud del viejo no había sido más que un subterfugio, un pretexto para perseguir su maldita idea de destino, continuar con la búsqueda de su nombre. Se acordó de Grand Perle con rabia, con infinito odio, con infinito rencor. Ahora todo sonaba a leyenda, todo le resultaba odioso, e, incluso por encima de su enemigo, se odiaba a sí mismo infinitamente más que a nadie. Entonces, le vino ella a la mente. Se incorporó en el diván, apagó la pipa, se levantó de un salto e hizo llamar al cochero.

Cuando se abrochaba la capa, Auguste salió a su encuentro en el vestíbulo.

—¿Adónde vas? —le preguntó Auguste haciendo un gesto para que el criado le alcanzase la suya.

—Debo verla ahora —contestó Julien como poseído por una obsesión.

—Voy contigo —replicó Auguste dejando que el criado le pusiera la capa por encima.

—No —dijo Julien con una mirada que no dejaba lugar a dudas—. Iré solo. —Y desapareció bajo una lluvia torrencial.

Cuando el cochero llegó a la rue Neuve-du-Louxemburg, Julien le indicó que se detuviera a la puerta de la casa y que arriase nuevamente a los caballos.

Subió la escalinata y llamó. Se demoraron en abrirle. Una criada gruesa, de pelo gris, en quien reconoció a la señora que había puesto el chai por los hombros a Sarah, abrió la puerta con una expresión desconcertada. En la segunda planta, unos visillos de muselina se agitaron levemente.

—Mademoiselle no está en casa —dijo la criada.

—La esperaré —replicó Julien dándose media vuelta.

—Llegará tarde, monsieur.

—La esperaré. —Y, cruzando de acera, se puso a dar paseos por la calle.

Seguía lloviendo, y hacía frío. Pasaron las horas, cayó la tarde. La multitud que se había congregado en las inmediaciones de las Tullerías para despedir a Luis XVIII regresaba a sus hogares. Y la noche se cernió sobre una ciudad que se disponía a asistir al penúltimo acto de la Monarquía.

Julien, empapado de arriba abajo, volvió a llamar a la puerta. La criada lo recibió con un candil en la mano, una toca de puntillas, el camisón y una bata a medio abrochar.

—Monsieur, por Dios, debe usted irse. Mademoiselle no ha regresado. Tal vez haya partido de viaje. No está... Le digo que no está —repitió muy azorada.

Él cogió el pomo como si fuera una presa y replicó:

—Dígale de mi parte que la estoy esperando. Dígale que no me moveré de aquí hasta que la vea. ¿Me ha entendido? ¡Dígaselo! —ordenó mientras la criada lograba cerrar la puerta. Luego, a paso sereno, cruzó la calle y se apostó bajo un farol encendido, justo frente a las ventanas de la mansión, y esperó.

Se dedicó a esperar sin poner un ápice de voluntad en ello, como lo haría un hombre sin opciones, alguien en cuya ausencia nadie en este mundo repararía. Estaba solo. Como siempre. Y lo sabía. Pero, por qué no, tal vez las cosas serían distintas alguna vez. Por eso y porque no encontraba otra razón para vivir, y porque hubiese muerto por esa misma razón, esperó de pie, irreflexiva, resignada, respetuosamente, sin esperanzas, durante horas, bajo la lluvia, como si los años que había vivido hasta entonces, o, al menos, su más profundo significado, dependiesen del tiempo que pudiera soportar allí, bajo el agua.

Porque la del 19 de marzo de 1815 fue una noche lluviosa y fría. La misma lluvia helada que a esas horas calaba los pies de los pajes que escoltaban a la familia real con sus antorchas en alto, esa lluvia que caía sobre una multitud arrodillada, la lluvia que repiqueteaba sobre la carroza real mientras abandonaba París, fue la lluvia que empapó a Julien durante toda la noche. En la casa de enfrente, una mujer joven, tras unos visillos de muselina, había pasado la madrugada en vela, sentada en un sillón, sin probar bocado, sin apenas levantarse. De vez en cuando atisbaba a través de los visillos.

Hora tras hora, esa joven se debatió en sus tentaciones. Anhelaba engañarse y decirse que lo hacía por el bien de la patria y por el bien de sus amigos; porque, a estas alturas, hasta le costaba diferenciar a una de los otros. Que la razón por la que no iba al encuentro de Julien consistía en que, sencillamente, un criminal que se ganaba la vida envenenando era la peor alternativa, y la menos honorable para llevar a cabo la misión; y, sin embargo, antes de conocer su identidad, cuando le pasaron las inmejorables referencias de Le sorcier, había ordenado sin demora que lo contratasen. ¿Entonces? Anhelaba decirse que a míster Cobbet, su honesto padre adoptivo, no le hubiese gustado que ella se vengara del régimen negociando con un asesino. Anhelaba decirse que el hecho de liderar una amplia facción de republicanos que habían hecho causa común con parte de los enemigos del tirano la hacía responsable de cientos de vidas. Que ella era V, y que tenía un compromiso, y que confiaban en ella. Sí, anhelaba decirse todo eso; pero, en la intimidad de su alcoba, esa larga noche lo único que repicaba en su cabeza era que temía por él, que temía por su vida más de lo que había temido nunca por la vida de nadie, mucho más de lo que temía por el fracaso de la misión; y que, si alguien la hubiese persuadido de hacer lo que deseaba en lo más profundo de su alma, habría abierto esa maldita puerta, cruzado la calle, empapado sus ropas para echarse en los brazos de él y buscar la poca o la mucha protección que pudiesen compartir juntos, mientras le prodigaba sus caricias. Que Dios la perdonase, pero ¿tan malo era? ¿Tan abyecta era esa tentación? Si se hubiera dejado ir (y por cierto que estaba demostrando entereza para vencer todas las tentaciones), ni siquiera hubiese aguardado a que nadie la convenciera. Se hubiera plantado junto a él en menos de lo que costaba imaginarlo y, entre sollozos, le habría preguntado: ¿por qué? ¿Por qué? ¿Qué te ha ocurrido para haberte convertido en esto?

Y él seguía allí, bajo la lluvia. Ni por un instante levantó la vista en dirección a la ventana.

La criada de pelo cano, como todos los días, entró en el aposento de mademoiselle a primeras horas de la mañana y al verla en el sillón la contempló espantada. Sarah permanecía mirando hacia la calle con ojos fatigados mientras sujetaba un pañuelo bajo la barbilla.

—Mademoiselle, por el amor del cielo. ¿Acaso ha dormido algo? Debe descansar, tenderse en la cama. Yo misma se la prepararé. Y el desayuno, es preciso que tome algo —dijo profundamente alarmada. Sarah, por toda respuesta, se limitó a negar con la cabeza sin apartar los ojos de la ventana ni el pañuelo de la barbilla. La criada se acercó a ella, y, entrelazando los dedos en ademán de oración, dijo—: Entonces, mademoiselle, compadézcase de él. Lleva muchas horas de pie, bajo el frío y la lluvia.

Sarah la miró por encima del pañuelo con una mirada de tristeza muy honda, y dijo:

—Lo hago por su bien.

Una larga mañana de lunes transcurrió. Al menos, la lluvia había cesado. Y París se preparaba para recibir a Bonaparte.

Por las calles se vendían medallas de estaño con el busto del Emperador. En palacio se arrió la bandera de los Borbones y se izó la bandera tricolor. Los cortesanos del Rey dejaron paso a los antiguos dignatarios del Amo, y los lirios de la alfombra de la sala del trono fueron reemplazados por las primitivas abejas, símbolo de la Francia imperial. Según transcurrían las horas, y ante la inminente llegada de Bonaparte, que se acercaba desde Fontainebleau a marchas forzadas protegido por una formidable escolta, miles de bonapartistas, de soldados y de oficiales tomaron posiciones en las inmediaciones de palacio, en la plaza del Carrusel.

Eran las nueve de la noche, y en la rue Neuve-du-Louxemburg un hombre ataviado con una capa de piel negra permanecía de pie, junto a un farol, cabizbajo. Su estabilidad no parecía ahora tan firme como veinticuatro horas antes, y, aun así, todo sugería que únicamente se hubiese movido para desplomarse.

En ese instante, la criada de pelo cano entró en la alcoba de Sarah sin tan siquiera llamar a la puerta. Mademoiselle permanecía a oscuras sentada en el sillón, con la cabeza reclinada sobre el pecho, la melena suelta, y los ojos abiertos de par en par, como una chiquilla que aguardara con paciencia a que el firmamento se iluminase. Al entrar la criada con el candil, guiñó los ojos.

—Mademoiselle, se lo ruego por su madre, que la estará viendo desde el cielo. Por míster Cobbet, que la quiso como a una hija. Déjelo entrar. ¿Prefiere que me arrodille yo, o que sea él quien se arrodille?

Sarah se sintió desfallecer. Hizo un esfuerzo por incorporarse y mirar a través de los visillos. Los cristales estaban empañados, salvo un pequeño trozo que estaba cerca de su cara. Él seguía abajo, bajo el farol de nuevo encendido. Entonces, sin pensarlo dos veces, se puso en pie y atravesó la alcoba a toda prisa, bajó las escaleras y abrió la puerta. Aunque hacía frío, era una noche hermosa. Las calles estaban vacías.

Simultáneamente Napoleón entraba en París escoltado por sus tropas. En las Tullerías le aguardaban más de veinte mil parisienses, pero los más exultantes eran sus veteranos militares. Cuando el carruaje llegó a palacio, los soldados abrieron las puertas de la carroza, lo tocaron, lo acariciaron, lo transportaron ante las aclamaciones de los suyos, y emprendió el ascenso de la escalinata flanqueado por sus fieles.

Sarah miraba a Julien fijamente sin decidirse a bajar la pequeña escalinata. Aún le costaba respirar cuando Julien levantó la cabeza y se atrevió a mirarla.

Julien tenía la expresión de alguien que habiendo recorrido muchas leguas lo ha perdido todo en el trayecto, pero le queda la inocencia de su ideal. Se acercó a la pequeña escalinata con paso inseguro y, muy poco después, Sarah, en lo alto de los escalones, se inclinó sobre él y, de forma instintiva, puso sus manos sobre los ojos de Julien, como había hecho muchos años antes, en otra vida muy lejos, cuando eran muy niños y ella estaba malherida. Y ahí, con los ojos cerrados, casi como entonces, Julien se arrodilló y, abrazándose a su talle, apretó su cara contra el vientre de ella, y el dolor y el cansancio y las heridas, todo desapareció.

Durante las semanas siguientes, Julien se enfrascó en los posibles planes de acción. Había elaborado cinco proyectos, pero todos le parecían demasiado arriesgados. Si algo era ostensible es que el asunto iba más lento de lo previsto, y que, como ya pronosticase Sarah, su mansión estaba todo el día sometida a vigilancia.

Con respecto a quienes espiaban los movimientos de ambos, Sarah tenía fundadas razones para desconfiar del vizconde de Ménéval. Según sus propias fuentes, o su propia experiencia (y, en uno u otro caso, se negaba a compartirlas con Julien), él era uno de los más leales confidentes de Fouché. Además, ¿no era acaso Ménéval a través de quien se había filtrado que ella era V? Y ahora, la posibilidad de que alguien les hubiera visto aquella noche, abrazados en medio de la calle, ¿no había facilitado las maniobras del enemigo?

Pero éstos eran sólo los problemas aparentes. Para Julien había otros que entorpecían la acción directa, como la falta de coordinación con los agentes a su servicio, o que el Emperador siguiera un ritmo frenético y que nunca le dijese a nadie, salvo en el último instante, adonde se dirigía o qué camino pensaba tomar. Por eso Sarah le rogó encarecidamente que renunciase, hasta que tuvo que darse por vencida.

—¿Qué interés personal tienes tú en esto? —preguntó ella.

—Es mi destino —replicó él. Y no volvió a hablarse sobre ello.

Según las informaciones que le había hecho llegar Auguste, el Emperador entraba en su estudio a las seis de la mañana, y hasta el atardecer permanecía trabajando. Y así todos los días. Ahora bien, cuando algún suceso alteraba sus rutinas, Julien se enteraba demasiado tarde, horas después. Incluso lo que en principio pareció una ventaja, el cambio de residencia de las Tullerías por un palacio más pequeño, el Elíseo (a la vista de que la vida cortesana era inexistente), no fue nada provechoso. En el fondo, todo apuntaba a que los servicios secretos de la Policía estaban sobre aviso, y a que Julien sólo podía contar con sus propias fuerzas.

Como el día que el Emperador visitó la Malmaison, su legendaria residencia cuando él y Josefina aún estaban casados. Bonaparte salió de París a la siete de la mañana para llegar a la Malmaison a las nueve. La información, que a tiempo hubiera resultado preciosa, no la conoció Julien hasta el día siguiente.

Por lo demás, los pasos políticos que daba el Amo eran muy previsibles para todos. En el exterior, buscaba desesperadamente la paz; y, en el interior, sus gestos anunciaban una política mucho más abierta y dialogante. El hecho de invitar a Benjamin Constant, pocos días antes uno de sus más encarnizados detractores, a que redactase una nueva Constitución, lo demostraba. Constant aceptó muy complacido.

Sin embargo, Europa entera rechazaba la paz con el Usurpador. Puso en juego toda su influencia para atraerse al político que más echaba en falta: Talleyrand; pero el otrora ministro estaba en perfectas relaciones con la Monarquía, y se había convertido en un taimado enemigo cuyos pasos apenas intuían sus propios correligionarios. En cuanto a Metternich, el hombre fuerte de Austria, devolvió la carta del Amo sin tan siquiera abrirla. Por no hablar de las cartas que el Emperador se cansó de redactar a su esposa María Luisa y su hijo. Por razones irrefutablemente políticas, todas fueron interceptadas antes de llegar a su destino.

Napoleón se empleó a fondo en fortificar la ciudad y en reorganizar su ejército. Así las cosas, una guerra cruenta parecía inevitable, pues los aliados no pensaban renunciar a invadir Francia, a menos que alguien lograse evitar a tiempo la catástrofe.

Esa tarde, Julien estaba en su gabinete estudiando los últimos informes cuando llamaron a la puerta.

—Pase —dijo.

En el umbral apareció Auguste vestido de traje y chaleco, precedido por un muchacho de unos trece o catorce años no menos elegantemente trajeado. Julien dejó la pluma en el tintero, cruzó una mano sobre otra y se quedó mirando al chico con curiosidad. Tenía una expresión traviesa, la cara picada de viruelas, y se movía dentro del traje como si lo hubieran disfrazado. Llevaba unos zapatos toscos, y mal lustrados.

—Bien, aquí nos tienes —anunció Auguste con el entusiasmo de un soldado que ve llegar el reemplazo.

—Ajá —dijo Julien, que no esperaba visitas.

A condición de que el chico no hiciera ningún gesto, los dos parecían el vivo retrato de un padre y su hijo. Aunque Julien pensó que ésa era la clase de vínculo que a su amigo nunca se le hubiera pasado por la cabeza. Auguste propinó un ligero y amigable codazo al caballerete y dijo:

—Cuéntale lo mismo que me has contado antes. —El muchacho se rascó la pantorrilla, hizo una mueca de disgusto y, en un ademán de innata coquetería, se pasó la mano por el pelo—. Venga, hombre. Suéltalo —insistió Auguste con una sonrisa picara mientras le propinaba otro codazo.

El chico le devolvió esta vez el codazo, y estalló en una carcajada estrepitosa.

—No sé por qué tiene tanta importancia —empezó el chico—. Sólo lo contaba para que nos riéramos juntos.

Auguste se sacudió el polvo de la manga, y echó una mirada satisfecha al chico mientras éste le pegaba una puñada en el hombro. A Auguste, el puñetazo le pareció irresistiblemente cómico.

Julien inclinó un poco la cabeza hacia un lado y arqueó la ceja contraria. Pocas veces había asistido tan espontáneamente a los caprichos de Auguste, y estaba dispuesto a contemplar la escena hasta el final. Auguste, que continuaba riendo, al igual que el otro, miró alternativamente a Julien y al chico, y volvió a ponerse serio.

—El muchacho carga sacos de patatas para las cocinas del Elíseo —alegó Auguste a modo de disculpa. Y luego, en un tono más bajo, dirigiéndose al chico—: Cuéntaselo.

—¿Lo del afeitado?

—Sííííí —musitó Auguste.

—Pues nada, que el Emperador se afeita solo —dijo el chico mirando a Auguste, que le animó a seguir con un gesto—. No tiene ni valet para afeitarse, ni barbero. ¡Qué bueno! Sólo le ayuda Rustam, su guardaespaldas mameluco, que le sostiene el espejo. ¡El Emperador! Llegó a encargar en Inglaterra sus navajas con mango de madreperla porque decía que el acero inglés era superior al francés. ¡Fijaos! ¡Navajas inglesas! ¡El Emperador! Las cocineras de palacio, que son muy cotillas, me soplaron que es un animal de costumbres, y que prefería hacerse él mismo los cortes con acero enemigo a que ningún amigo le cortase el cuello. —El muchacho rió a carcajadas.

—¿Qué te parece? —dijo Auguste—. ¿No es interesante? —Y, como viera que Julien apoyaba los codos en la mesa juntando las yemas de los dedos, continuó diciendo—: En fin, que le he prometido al muchacho enseñarle la residencia de mi amigo, no sin antes, como es lógico, pedirle su autorización. ¿Me das tu consentimiento?

—Desde luego —dijo Julien sin cambiar la posición de las manos. Y, cuando ya se marchaban, añadió—: ¡Auguste!, un instante. —Auguste le dijo algo al muchacho, que le esperó en el corredor, y con una sonrisa cerró la puerta por dentro—. ¿De dónde eran las navajas?

—De Birmingham —replicó Auguste.

—Lástima que la guerra esté próxima. Levantaría sospechas una remesa de navajas inglesas. Habrá que hacer un pedido a una firma nuestra. Éste es un buen momento para rasurarse con acero francés, ¿no crees?

—Por supuesto. Apelaremos al patriotismo.

—Que la empresa esté radicada lo más lejos de París, por si acaso. Que no les dé tiempo a hacer averiguaciones. Quiero el mejor acero, y mango de madreperla, y las más hermosas que se hayan fabricado jamás. Que las inglesas no puedan ni compararse de lejos. Confiemos en que el resto lo haga el orgullo de Bonaparte.

—Se hará como dices.

—Debemos actuar con rapidez. Diles que el dinero no es problema. La mitad por adelantado. Que no envíen aquí el pedido. Habrá que pensar en un lugar de recepción, mejor fuera de París.

—Será más seguro.

—Auguste, lo del traje ha sido una buena ocurrencia para no llamar la atención —dijo en voz baja.

—¿Verdad que sí? Bueno, me he limitado a decirle que en una vivienda como ésta es aconsejable vestir con elegancia. Así, no creo que ningún fisgón siga su pista —dijo Auguste triunfante.

—Una pena que se te hayan pasado los zapatos. —Y, ante la cara de estupor de su amigo, precisó—: Los zapatos del chico... Eran los suyos.

Con un mohín de contrariedad, Auguste giró sobre sus talones y desapareció cerrando la puerta.

Unos días después de que tuviera lugar esa entrevista, el vizconde de Ménéval recibió en su mansión de la rue Saint-Honoré un billete. El billete contenía una cita y su objeto, y concluía con una rúbrica y un nombre odiosos. Gilles no tuvo que meditarlo. Dio las oportunas órdenes a los esbirros que mantenía apostados en las inmediaciones de la casa de Julien, y a la mañana siguiente, al clarear el alba, su carroza se dirigió al punto de encuentro.

Hacía tantos años que esquivaba esa calle que, cuando se apeó del carruaje, sintió que bajo la gruesa capa de rencores latía una emoción impenetrable. La puerta estaba entreabierta. Se limitó a empujarla, y ésta chirrió bajo sus goznes.

Dentro, todo permanecía como diez, como quince años atrás. Cual si hubieran embalsamado la casa con todos los recuerdos sepultados. Las mismas escaleras, y el vestíbulo, las lámparas, todo estaba recubierto por el polvo de los años, y había un hedor rancio, a húmedo, que camuflaba los olores primitivos. Por un instante se sintió como un intruso y un estremecimiento lo recorrió entero. Instintivamente volvió la vista hacia la puerta, pero se recobró en el acto y apoyándose en el bastón se dirigió hacia el sótano.

Abajo había varias luces encendidas. Julien, con una casaca negra y una camisa de chorrera blanca, sobre la que colgaba un medallón de plata, estaba sentado en una silla con la mirada clavada en el hombre que descendía apoyado en su bastón.

—No te creí capaz de venir —dijo Julien sin levantarse del asiento—. El miedo siempre es una buena razón para ausentarse.

—¿Por qué habría de temer a un bastardo? Te prevengo que la mansión está rodeada —replicó Gilles con un deje de alarma en la voz, y, extrayendo un pañuelo, sacudió el polvo de una silla antes de sentarse.

—De no mediar cierta promesa que le hice a tu padre, ya habría acabado contigo.

—Mi padre... —suspiró Gilles guardándose el pañuelo—. Al menos murió como un buen padre, pronunciando el nombre de su hijo.

—Te equivocas. Entonces aún no estaba muerto, Gilles.

—Bien, no veo en qué cambia eso las cosas. Imagino que no me has citado aquí para reescribir el pasado, innombrable, ¿o debería decir monsieur Lasalle?

—¿Cómo pudiste cometer esa atrocidad?

—¿Le llamas atrocidad a hacer justicia? Los asuntos pendientes entre un padre y un hijo no son de tu incumbencia; sin embargo, voy a satisfacer tus dudas —dijo Gilles acomodándose en el asiento y estirando los puños de encaje—. Poco antes de nuestra última disputa, el viejo me reveló que la mitad de su fortuna te pertenecía. ¿Fortuna? Ésa era la primera noticia que yo tenía de que mi padre era un hombre rico. Y creo que también a mi difunta madre le hubiese cogido por sorpresa; pero parece que la inminencia de la muerte invita a la confesión, incluso a confesar a un hijo que se ha matado a su madre. En resumen, el viejo dio muy mala vida a su esposa, le mintió y, al final, acabó con ella. ¿No te parece suficiente para liquidarlo?

—He venido a esta casa, la que fue tu casa, solo, en prueba de buena voluntad. Y, en honor a la memoria de tu padre, estoy frente a ti, desarmado. —Y así diciendo, Julien dejó caer las manos sobre la mesa con las palmas hacia arriba. Luego, cogió un rollo atado con un cordón de seda que tenía a su lado, se lo tendió mientras se levantaba de la silla como si la presencia del otro le resultara intolerable, y se puso a pasear por el laboratorio observándolo todo—. Lee —continuó sin volverse.

Gilles examinó con voracidad su contenido. La luz se colaba por el ventanuco oblicuamente, como antaño. Julien pasó las yemas de los dedos por los mil y un ingenios recubiertos de polvo. Todo cuanto le recordaba a Victor añadía más odio al odio, y consumía cualquier indicio de piedad como si fuese gresca. Y, junto al odio, por un lapso muy breve sintió que las lágrimas pugnaban por abrirse paso y que una frágil vaharada de nostalgia lo envolvía como una pompa de jabón. La pompa se desvaneció, y supo entonces que era preciso apelar a cualquiera de los caprichosos dioses de Grand Perle para no arrojarse al cuello de Gilles y retorcérselo en el acto.

—¡Despreciable! —dijo Gilles profundamente aturdido—. ¡Permitir que viviéramos en la indigencia con estas posesiones!

—Jamás viviste en la indigencia.

—¡Maldito mil veces! ¡Él nos lo ocultó! Mi pobre madre se casó con él creyéndole un hombre de fortuna. Y la engañó doblemente. Era, en efecto, un hombre de fortuna, el miserable. Pero ella no lo supo. Se sintió engañada y le declaró la guerra. Y yo hubiera hecho lo mismo. Si ella hubiera sabido todo lo que su esposo le ocultaba... —dijo pasando los pliegos uno a uno—. ¡Inconcebible! —masculló.

—Tú no viviste en la indigencia, Gilles. Tuviste todo lo que un niño es capaz de desear.

—Tienes razón —replicó, levantando la cara del testamento—. Éramos pequeños burgueses. Yo no me crié en un prostíbulo, rodeado de putas, no. Ni siquiera me vi en la obligación de dormir en una cuadra, o de robarle el padre a otro porque nunca tuve uno que me arropase por las noches.

Julien se armó de templanza y prosiguió diciendo mientras repasaba el contenido de los anaqueles:

—Si no quiso revelarte su fortuna fue porque siempre te temió. Él te conocía mejor que nadie.

—Nos robó lo que nos pertenecía. El dinero y cuanto compra el dinero: las comodidades y el lujo que nos merecíamos, el respeto de los demás, el poder.

—Esta discusión no tiene objeto.

—Naturalmente, quiero la herencia de mi padre. Lo quiero todo. ¡Y lo quiero ya!

—Qué poco has comprendido, Gilles —dijo Julien sin volverse—. Es a su hijo a quien deja en herencia ciertas propiedades, no al vizconde de Ménéval. Es Gilles Moulins quien debe concurrir como sucesor universal.

—Ese hombre —adujo Gilles dejando los pliegos en la mesa y apretando los puños—, ese hombre está muerto. Pero tú y yo sabemos que yo estoy vivo.

—Continúa leyendo —replicó Julien girando sobre sus talones y haciendo un gesto con la cabeza—. Tu padre tuvo la precaución de dejarlo todo bien atado. En el caso de que su hijo ausente aparezca, la mitad de sus bienes le corresponden; pero, en el supuesto de que no lo haga antes de que se le declare legalmente fallecido, entonces el patrimonio pasará a manos de Julien Lasalle. De modo que te enfrentas a un dilema: aceptar la mitad de la herencia, y con ella asumir tu nombre y tus delitos, o aferrarte al nombre de Ménéval, en cuyo caso el patrimonio entero pasará a mis manos. Te adelanto que si Gilles Moulins se declara legalmente fallecido, donaré su parte de la herencia al hospital de la Salpêtrière.

Gilles se abismó en el documento y al terminar lo arrojó sobre la mesa y rompió a reír a carcajadas. Se agarró con fuerza a los reposabrazos de madera e, irguiéndose mientras cogía el bastón, dijo:

—Te has vuelto loco de remate. Me robas el cariño de mi padre, ¿y pretendes ahora robarme mi herencia? ¿E imaginas que tengo intención de permitirlo? Por última vez, te advierto que si no me entregas lo que es mío, más tarde o más temprano yo lo tomaré. Pactemos, pues, como caballeros.

—¡No hay pacto que valga entre nosotros! —rebatió Julien alzando por vez primera la voz y acercándose a él con la mesa de por medio—. Ni yo soy un caballero, ni tengo por costumbre pactar con hienas.

—Sea —dijo Gilles clavando en él dos pupilas ardientes como puntas de flecha incendiadas—. Ah, se me olvidaba —añadió, suspirando mientras empezaba a sonreírse—, tu amiguita es una magnífica compañera. Claro que es demasiado evidente que tú y ella estáis detrás de algo muy gordo. Así pues, hasta que llegue tu hora, sé feliz y protege a los que amas. —Y, subiendo las escaleras, se dio la vuelta de repente con una media sonrisa—: Por cierto, Lasalle ¿no será en verdad el apellido de tu padre?

—Era el apellido de mi madre.

—Ya veo, el apellido. De modo que no tenía nombre. Igual que tú.

—Se llamaba Claire-Marie —dijo Julien con voz inexpresiva.

—Hum, Claire-Marie —dijo Gilles, que reanudó la subida—. Claire-Marie Lasalle —y lo repitió varias veces para sus adentros.

Cuando salía por la puerta de la casa, Claire-Marie Lasalle siguió resonando sin tregua en sus oídos. ¿Dónde había oído antes ese nombre? De forma espontánea, se miró la palma de una mano como si viese en ella un espectro, examinó sobrecogido la cicatriz que un día le dejase una copa rota y, de pronto, recordó.

—Así pues, ¿a qué debo el inesperado placer de vuestra visita, vizconde? —dijo Fouché apurando un trago de brandy.

—Vengo a traeros buenas noticias —contestó Gilles.

—Eso espero, querido amigo. No se os oculta que la situación es delicada —replicó Fouché dejando la copa en la mesa y retrepándose en el sillón.

—Desde luego, Excelencia. Pero, al fin, todo trabajo rinde sus frutos.

—Decid.

—Los conspiradores han contratado a un asesino.

—¿Barajamos los mismos nombres?

—En efecto. Los mismos agentes ingleses, y los monárquicos.

—Bien, ¿y el profesional?

—Un agente inglés experto en venenos.

—¡Venenos! ¿Cómo se hace llamar?

—No tiene nombre.

—¿Os burláis de mí?

—Excelencia, no circula nombre alguno con el que identificarlo. Sabemos, no obstante, que sus padres eran franceses y que ha vivido en Inglaterra media vida —continuó mintiendo Gilles.

—¿Tenéis pruebas?

—Aún no, Excelencia.

—¡Bah! —susurró Fouché—. ¿Conocéis al menos la fecha del atentado?

—Tengo varias pistas fiables; pero nada definitivo, por ahora.

—¿Ya eso se reducen vuestros informes? —exclamó Fouché levantándose del sillón—. El Emperador ha descubierto mis contactos con Metternich, y vos, en el momento más comprometido, me estáis fallando.

—Pero Excelencia... —dijo Gilles levantándose de golpe.

—Me hubiese mandado arrestar si no fuera porque eso alertaría a la opinión pública de que su gobierno flaquea.

—Permitidme recordaros que vuestras relaciones secretas con el austríaco eran algo más que arriesgadas.

—¿Tenéis intención de darme lecciones de alta política, vizconde? Es importante evitar la guerra y lograr la abdicación de Napoleón. En todo caso, si Napoleón resiste, yo gano; y, si lo derriban, tendré pruebas para demostrar que soy amigo del nuevo gobierno. Pero si a estas alturas lo liquidan en un atentado, ¿de qué me sirve?

—Confiad en mí. No permitiré que eso ocurra.

—¿Confiar en vos? Confío en vuestro sentido común, no en vos. Por eso, ahora más que nunca, no olvidéis que capturar a los conspiradores no significa hacerlos desaparecer, sino exactamente eso: apresarlos y probar su concurso en el complot. Eso me rehabilitaría a ojos del Emperador, y sería la mejor baza contra mis enemigos. Ah, y de paso, frente a toda Europa probaría mi buena disposición a negociar una salida pacífica.

—Como siempre, lo tenéis todo admirablemente estudiado.

—Incluyendo vuestras tarifas, vizconde. Sin embargo, hay algo de lo que debo advertiros...

De improviso, irrumpió en el gabinete el secretario de Su Excelencia. Asomó la cabeza con precaución, y Fouché hizo un leve gesto con la mano para que se aproximase. El secretario hizo lo que se le ordenaba, transmitió alguna información al oído de Su Excelencia y se retiró.

—Debo ausentarme unos minutos. Poneos cómodo. Hay un asunto que debemos tratar antes de iros.

Cuando Fouché salió para dirigirse a la biblioteca, cosa harto frecuente, Gilles se puso manos a la obra. Durante un rato desarrolló una actividad febril. Cogió una llave del segundo cajón del escritorio y abrió la hoja del armario en el que su jefe guardaba las carpetas de los papeles comprometedores.

Había docenas de carpetas en las baldas. El problema no era ése. Reconocerla era un juego de niños. La eligió, sin titubear, entre muchas, la cogió con una mano mientras con la otra sujetaba las que estaban por encima. Era una de las más abultadas. Las gomas contenían restos del asqueroso rapé de Su Excelencia. Tiró de las gomas con dedos temblorosos. El problema era dar con la carta. Le llevaría varios minutos. Aunque, quizá, le daría tiempo de oír los pasos de Fouché y guardar la carpeta. Confió en la suerte. Cualquier asunto que interrumpiese una de sus entrevistas con Fouché no era un asunto baladí, ni significaba menos de media hora.

De todas formas, era un trance apurado. Si bien el mismo Fouché le había mostrado muchos de esos documentos, estaba tentando la suerte. La confianza con que le distinguía Su Excelencia se habría esfumado si le cazase allí, de pie, revisando sus archivos privados a espaldas suyas. Registros ocultos, noticias en clave, confidencias por escrito, nombres de realistas extranjeros, corresponsales secretos. Todas eran revelaciones por las que muchos hubiesen pagado hasta arruinarse.

De repente, dio con ella. Estaba dentro de un pliego doblado en el que figuraba la fecha de la confiscación y los datos completos relativos al hallazgo. Cuando descubrió la calle del prostíbulo en el que se había efectuado el registro, se evaporaron sus pocas dudas.

No se oían pasos. La cogió rápido, la dobló y guardó cuidadosamente en un bolsillo interior de la casaca. Dejó el pliego dentro, ordenó la carpeta, la colocó en su sitio, cerró la puerta del armario, guardó la llave en su cajón y volvió a sentarse en la butaca.

Aún estuvo un largo rato sentado antes de que Su Excelencia regresase.

—Todo, todo muy urgente. Y nada que pueda agravar aún más las cosas —dijo Fouché, que cerró la puerta y avanzó lentamente hacia Gilles—. ¿Nos quedaba algo en el tintero? —preguntó con intención.

—Deseabais hacerme una advertencia, creo.

—Ah, sí, no tiene mucha importancia, en realidad —dijo Fouché—. Una mera cuestión de trámite. Tomaos mis palabras en lo que valen, como el consejo de un protector, y aún más, de un amigo. Veamos, vizconde, no sois hombre que incurra en descuidos, pero, si en este trabajo cometierais algún desliz relevante, o se os pasara alguna información que me pudiera resultar de utilidad, mi desencanto sería definitivo e irrevocable, ¿me comprendéis?

—Absolutamente, Excelencia —repuso Gilles, recordando la sarta de mentiras que había encadenado.

Y, dando por terminada la entrevista, Fouché le invitó a retirarse con el más nobiliario de sus gestos.