10. EL BAUTISMO DE

LA DAMA NEGRA

Tiempo después de aquello, Julien se vio con Grand Perle. Pero la cita no tuvo lugar con la urgencia que el joven hubiera deseado.

Fue a través de Soho, que trabajaba esporádicamente en la plantación, por quien le hizo llegar un mensaje para que volviera por allí. Pero pasaron días y semanas, y Grand Perle, la antigua esclava de la plantación a quien Théodore había manumitido, no compareció. Julien vivía devorado por la impaciencia. Sabía que estaba a merced del capricho de esa dama imprevisible. ¿A qué precipitar entonces las cosas?

Una pacífica tarde, a la hora en que los grillos acudían puntualmente a su cita sinfónica con el crepúsculo y el aire empezaba a refrescar, Grand Perle llamó a la campanilla. Julien supo que era ella antes incluso de que el sirviente la anunciara.

Vestía la misma bata estampada y el mismo turbante que la noche de la Dauphine, en que pronunciara aquella sentencia irrecurrible: «Ella está muerta. Búscala en el cementerio». Y, como entonces, llevaba las manos cargadas de cobre, y una ajorca más rutilante que el oro ceñía su antebrazo.

Julien, muy excitado, solicitó de la doncella que les dejase solos, y la condujo directamente al laboratorio.

Ella bajó tras él, y, una vez allí, se puso a inspeccionar los anaqueles. El laboratorio era una réplica moderna del que Victor tenía en París. Habían habilitado una sección entera de la planta baja, y adquirido toda clase de artefactos para reanudar las investigaciones que su viejo amigo había dejado interrumpidas. Pero nada era un acicate suficiente para Victor, a quien no sólo el atraco del muelle parecía haber mermado la salud.

—¿Cómo sabías que mi madre estaba muerta? —preguntó sin preámbulos Julien. Grand Perle prosiguió con su muda inspección. La mujer paseaba su enormidad por el laboratorio con una especie de tedio inconmensurable en los ojos—. Porque la conociste, ¿verdad? —Sin suspender su tarea, ella se rió por lo bajo. Fue una risa bronca y afónica, similar a una tos. Movió la cabeza lateralmente, como resignada, como alguien a quien lo único que puede sorprender a estas alturas es la ignorancia de los hombres. De repente vio un anillo de oro sobre una repisa, y, al cogerlo, en su mirada resplandeció un atisbo de fe en la humanidad. La vieja de antes se había convertido en una niña coqueta y maravillada. Se introdujo el anillo en el dedo anular, extendió el brazo y se miró los dedos recargados de alhajas muy complacida y feliz.

—¡¡Oro!! —exclamó.

—Quédatelo. Es tuyo. Pero, por Dios, háblame de mi madre.

—Ya te he oído, hombre de poca fe. Hablo y entiendo la lengua de los blancos. También mi hermana hablaba francés —dijo paseando su mirada por el anillo—. ¿Y tú? ¿De qué entiendes? ¿Qué sabes hacer tú? Haz algo que me sorprenda —dijo clavándole unos ojos turbios.

En un impulso de rabia, Julien se acercó al terrario y, sobreponiéndose al horror que le inspiraban, cogió una de las serpientes, cerró los ojos, contuvo el aliento y le metió una muñeca en la boca. El animal hincó los dientes, Julien emitió un grito ahogado y, acto seguido, la soltó con una mueca que sugería tanto repugnancia como dolor. Grand Perle se quedó mirándolo reconcentradamente mientras le daba vueltas a su nuevo anillo en el dedo.

Sintió un ligero vértigo. Se cogió al respaldo de una silla a pesar de que estaba fuera de peligro, inmunizado, a salvo del veneno. Esto era lo único sobre lo que su cuerpo tenía un control absoluto: el veneno de serpiente. En las próximas horas, todo lo más experimentaría los efectos pasajeros de una ligera infección.

Grand Perle se aproximó en dos zancadas, le cogió violentamente la muñeca y la observó con atención.

—¡Damballah! —dijo.

—¿Damballah? ¿Qué es Damballah? —preguntó Julien.

—El Dios serpiente. Sólo los elegidos están bajo su protección. —Había un nuevo matiz en sus palabras que denotaba receptividad. Probablemente Julien era alguien más digno de respeto que antes, alguien que se merecía ciertas consideraciones—. Tu madre estaba muerta. Como el niño que iba a ser enterrado. Grand Perle nunca conoció a tu madre viva. Como nunca conoció al niño hasta después de muerto.

—Los muertos no resucitan.

—Qué sabrás tú —dijo ella con severidad, y, tras una pausa—: Hay muchos tipos de muertes —concluyó, dirigiéndose hacia la puerta para salir.

—Enséñame tu magia, entonces —dijo él precipitadamente dando un paso hacia ella.

—Primero ahuyenta tus miedos. Cuando el mal es necesario, el miedo no aporta nada. ¿Puedes entregarte al mal sin temor? ¿Es ésa la clase de poder que tú deseas? ¿Quieres tú ese poder? ¿Lo quieres de verdad? ¿No te da miedo ese poder sobre los hombres?

—Lo necesito.

—Elige, pues, con prudencia, porque quizá luego será tarde —dijo ella tras un largo silencio—. Cuando estés preparado, Grand Perle volverá para adiestrarte —y, dando por terminada la entrevista, cerró la puerta tras ella.

Aquel verano, días y noches se sucedieron como en un sueño febril. Un sueño semejante a la pesadilla con serpientes que solía tener de pequeño (siempre la misma, siempre dolorosa, siempre húmeda, siempre asfixiante), y sus proyectos de ayudar a Auguste con la plantación se vieron truncados por circunstancias que él creía no haber elegido. Es decir, Julien se metió en negocios que le iban a reportar un nombre. Hasta el momento, creía que esos negocios eran fruto de casualidades, y no de elecciones.

Unas veces era un antiguo esclavo que venía a lamentarse de su suerte, y a quien un blanco o un capataz hacían la vida imposible. Pronto dejaron de ser negros los que acudían a él; pero tenían algo en común: o eran desventurados, o él simpatizaba con su causa, o pagaban generosamente. Al principio, ordenaba hacer indagaciones para cerciorarse de que los que recurrían a él no le mentían, de que sus problemas eran reales; pero luego decidió fiarse de sus primeras intuiciones, decidió tener fe en ellas. Una amante deshonrada, una venganza, un amor traicionado, un ajuste de cuentas, una deuda de juego, el acoso de un amo que abusa de su poder, o de un esposo que se comporta como un mal nacido... Había mil causas para que él interviniera. Y mil y un venenos para que se saliera con la suya.

¡Oh, sí! Venenos en forma de extractos, tisanas, infusiones, ungüentos, tinturas, polvos, pomadas, jarabes, emplastos o bálsamos. No siempre terminaba envenenando, como no siempre terminaba por hacer llegar el antídoto a la víctima. Pero, a través de mediadores, cobraba siempre y puntualmente sus honorarios, y las amenazas (nunca en balde), jamás hechas en su nombre, sino por alguien que hablaba en nombre de quien todos conocían, pero a quien nadie se atrevía a nombrar, resultaban más efectivas que las muertes. Sin embargo, hasta el día en que Auguste se vio en un apuro extremo, Julien no hizo uso de su poder con verdadera satisfacción.

Baste decir que Auguste se había encaprichado de un joven adonis de tez como la leche, cabellos ensortijados color miel y maneras delicadas, que le correspondía. El problema es que el muchacho era hijo de uno de esos traficantes de negros de quien Julien tenía repugnantes referencias. Un día, el acaudalado ciudadano se presentó en la mansión después de la cena, a horas más bien intempestivas, creyendo que su hijo estaba con Auguste, cosa que, en efecto, era cierta. Pero el azar dispuso que Auguste y el joven estuvieran paseando por la hacienda cuando el padre hizo su aparición.

Muy indignadamente, el traficante hizo un relato de sus sospechas y amenazas sin pasar del umbral. Suavemente, Julien lo invitó a entrar. Un café en el salón era lo más indicado, le dijo, pero, mientras bebía sorbo a sorbo el café, el invitado ignoraba que la bebida estaba mezclada con una infusión de digital, esa planta tóxica cuya ingestión origina lentitud en el latido del corazón. Y lo estuvo ignorando, por así decir, durante toda su exposición de motivos y amenazas. A esas alturas, los dos estaban sentados frente a frente en sendos sillones de orejas, y la descortesía del visitante llevaba camino de ser insuperable. Después de las tres tazas de café cargado que el tipo ingirió en presencia de Julien, éste dio un giro inesperado a la conversación.

Qué fue lo que hablaron a partir del instante en que el café se consumió, cuáles fueron los términos en que se expresó Julien, bajo qué condiciones ofreció sus conocimientos sobre antídotos, y cómo pronosticó el final de ese corazón que a partir de entonces empezaría a bombear cada vez más débilmente, todo eso es algo que Julien no le dijo nunca al bueno de Auguste. Y puede jurarse que de la boca del traficante no salió ni una sola palabra. Como es lógico, Julien tampoco le dijo que dos veces por semana un criado negro del traficante se acercaba por la hacienda con la cara pálida de terror, y se llevaba un frasquito de un líquido incoloro que era un remedio infalible para los males cardíacos del traficante.

Y ni siquiera le dijo que el corazón de ese padre no volvió a funcionar a pleno rendimiento hasta que Auguste y su hijo, unas pocas semanas después, y por razones que concernían exclusivamente a la pareja, dejaron de verse.

Fue entonces cuando Auguste, que estaba muy al tanto de los negocios clandestinos de Julien, en general, fue atando cabos y, por casualidad, llegó a deducir, si no todo, al menos lo esencial del asunto. Le preguntó por qué lo había hecho. Y Julien, sin entrar en detalles, pero con mucha serenidad, le respondió que estaba en la obligación de cuidar de su amigo. Los ojos de Auguste brillaron como dos lágrimas y, no se sabe bien si por pudor, o porque no tenía mejor respuesta a mano, le hizo una ligerísima reverencia antes de retirarse a su aposento.

Desde esa noche, Auguste se convirtió en una especie de hermano para Julien. Y algunos de los secretos más celosamente guardados de Auguste dejaron de serlo para él.

Pasaron los meses, llegó el otoño, la estación más seca del año, y luego el invierno, y, con la entrada de la primavera, Julien volvió a pensar en Grand Perle de forma casi obsesiva. Una tarde en que Julien fumaba su pipa de opio en el dormitorio, Grand Perle llamó de nuevo a la puerta y él salió a recibirla.

—¿Has elegido ya? —preguntó Grand Perle.

El joven hizo una cortés inclinación de cabeza y observó:

—Sigo esperándote, si eso responde a tu pregunta.

Y de nuevo bajaron juntos al laboratorio. Grand Perle guardó silencio hasta que, una vez abajo, prestó atención a una balanza de cobre que había sobre una de las mesas.

—Las noticias vuelan. La gente murmura. Nueva Orleans es una ciudad llena de temores. ¿Has hecho muchos progresos tú? —preguntó Grand Perle mirando fijamente la balanza, y como Julien callara, de un golpe formidable barrió la balanza de la mesa, que fue a estrellarse estrepitosamente contra una pared desnuda—. No será con eso con lo que pretendes convertirte en un maestro de las pócimas —dijo con ferocidad.

—No es posible hacer las mediciones sin una balanza —dijo Julien procurando templar sus nervios—. Ni con el mejor pulso del mundo.

—¿Y si tus enemigos te dejaran ciego? ¿Y si te vieras obligado a hacerlo en la oscuridad? ¿Y si tu vida dependiera de tu tacto?

—En química, la ciencia de las medidas...

—¡En química!... ¡Bla, bla, bla, bla, bla!... ¡Tonterías! ¡Tú no dices más que estupideces! ¡Entérate!: esto es lo que me importan a mí tus balanzas y tus pequeños conocimientos franceses —aulló Grand Perle haciendo chasquear los dedos—. Los sentidos, los sentidos, nada más que los sentidos, eso es lo único que cuenta en realidad. El instinto es la ciencia, el instinto es lo que da la medida del poder verdadero. ¿Estás preparado para olvidar lo poco que sabes? Tú tienes que saber que no importa con ser valeroso, muchacho; hay que tener el corazón preparado para la fe. ¿Tu corazón?: un recipiente de fe, el corazón de un guerrero. Eso es lo que tiene que ser el corazón de un hombre que ve donde los otros no ven. Así que, si ni siquiera estás seguro de eso, tienes que decírmelo ahora, antes de empezar, antes de que acabe contigo. —Afectando una frialdad que estaba muy lejos de sentir, Julien se cruzó de brazos e hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza—. Empezarás de cero todos los días, y a todas horas tú te imaginarás el más desgraciado de los hombres. Eso será al principio; luego, serás verdaderamente el más desgraciado de los hombres, y, al final, lo más probable es que no haya servido para nada. Pero, si me equivoco, y el niño que eres deja de compadecerse y de pensar como un niño idiota a quien la vida trata injustamente, entonces, y sólo entonces, tu corazón se convertirá en el corazón de un hombre, el corazón de un guerrero, y tu poder será ilimitado, y verás donde los otros no ven —dijo sin hacer pausa alguna.

En ese preciso instante se entreabrió la puerta y asomó tímidamente Victor, que llevaba en una mano una planta cuya vistosa flor color lila sobresalía por encima de su cabeza.

—Perdón, creí que no había nadie —dijo Victor, con el pelo alborotado.

—Victor, por favor, pase. Éste es su laboratorio —dijo Julien.

—No te preocupes, hijo. No te preocupes —dijo con la mirada ausente, y cerró la puerta.

—Quiero al viejo fuera de aquí —dijo Grand Perle con voz cortante.

—Puedo llegar a consentirte muchas cosas, menos una —dijo Julien—: Que te metas con ese hombre.

—Para lo que nos serviría... —zanjó ella. A continuación se dio la vuelta, y, con los ojos cerrados, inspiró y se dejó llenar por los efluvios del laboratorio.

Durante los meses que siguieron, Julien vivió prácticamente recluido en la mansión, entregado a una especie de convalecencia dolorosa, de renacimiento.

Ésa fue la primera parte de un aprendizaje que se convirtió en una tortura. Sus días y sus noches transcurrían como un solo día infinito, sin placeres, ni esperanzas, con los descansos que Grand Perle juzgaba imprescindibles. Procuraba no pensar, no quejarse; sobre todo, procuraba no sentir dolor. Es decir, eso fue al principio, porque al cabo de unos días ni tan siquiera ofrecía resistencia al dolor, ya que toda violencia que ejerciese para evitarlo eran energías de las que se privaba. En el fondo, había una contradicción en todo eso: dejó de sufrir porque sus esfuerzos eran fruto de una elección, y porque, de algún modo, se sentía arrastrado por un destino sobre el que no tenía ningún derecho.

Grand Perle iba todos los días a verle y pasaba largas horas con él, muy vigilante, dirigiendo sus pasos, adiestrando su cuerpo, moldeando su espíritu en un arte letal y milenario, pero nunca se quedó a dormir en la mansión. Y cada poco, Julien la estimulaba con sortijas, pendientes o collares de metales nobles. Nunca con dinero. Grand Perle le tenía una aversión profunda al dinero. Antes de irse, le repetía siempre lo mismo:

—Tú sabes que un guerrero orienta su fe y sus cinco sentidos hacia una meta. Que un guerrero depende sólo de su concentración. Que su mente domina a su cuerpo. Tú sabes que su meta es su destino. Tienes que ser digno de lo que Damballah espera de ti.

—¿Y qué es lo que Damballah espera de mí? —preguntó Julien con cierta sorna el primer día.

—Tú tienes una misión que cumplir —replicó ella con gravedad—. Todo guerrero la tiene. Damballah te enviará una señal cuando estés preparado.

Y él no volvió a hacer alusión a ello.

Pasaron muchos meses, pues era una instrucción de largo aliento, y su razón de ser estribaba en que había un margen de mejora al alcance sólo de los iniciados que se adiestraban en técnicas específicas. De modo que, tan lentamente como Grand Perle había pronosticado, el aturdimiento de Julien dio paso a un esfuerzo concentrado, y después a una concentración espontánea que empezó a dar sus frutos. Volvió del revés sus creencias, y el cálculo dio paso a la intuición, y la intuición dio paso a algo distinto.

—Tu sangre bulle como agua que hierve. Eso te perderá. Aprende de la serpiente. Tu mente domina a tu cuerpo. No hay otro modo de sobrevivir —le decía Grand Perle.

Y, sin embargo, pese al dolor y el esfuerzo, pese a que Julien progresaba a ojos vistas, aún faltaba algo esencial: un salto en el vacío que supusiera un progreso irreversible, un hoy para mañana, el límite del que no se regresa, la distancia imposible de abarcar sin un milagro, la llave que le abriera las puertas de los secretos de Grand Perle. Eso significaría el poder sobre la vida y la muerte de los otros. Eso diferenciaría a un hombre de los demás, a un ser común de un ser extraordinario. Y, para Grand Perle, ese salto era ineludible si él pretendía que le siguiera instruyendo.

Según la negra, Julien padecía «ceguera espiritual». Así que una noche ordenó a su joven aprendiz que le siguiera a los pantanos para conducirle a la luz.

Fue un viaje irrepetible. Mucho tiempo después, Julien todavía recordaba que habían cogido un bote y se habían adentrado lenta, suavemente, en la espesura. La negra iba en la proa de la embarcación, de pie. Sujetaba en alto un candil mientras Julien remaba siguiendo la ruta que abrían las aguas fangosas. A los lados, una tupida vegetación, maleza, robles cubiertos de musgo, cedros y olmos, cipreses de más de mil años.

Mucho tiempo transcurrió hasta que la dama negra dio el alto con su palma blanca, y Julien sujetó los remos a la embarcación.

Las aguas allí eran si cabe más oscuras y se abrían a un bayou, o brazo pantanoso del río, flanqueado por sauces llorones que parecían proteger de modo muy melancólico los Místerios del pantano.

—Aquí la profundidad es grande. ¿Ves estos sauces llorones? Nada es casual aquí. Recuérdalo. A partir de ahora, de algún modo que los dos ignoramos, hasta los sauces llorones formarán parte de tu destino. Muchos antes que tú han encontrado su muerte en estos abismos —dijo Grand Perle, que dejó el candil en el bote—. Muertos que concederían sus favores a cambio de perdón. El pantano del perdón. Así llamaba mi hermana a este lugar, y aquí fue donde comulgué por primera vez con ellos. Tu hora ha llegado, pero antes de convocarlos a la superficie, escucha. No importa que creas o no en lo que vas a ver ahora. Tan sólo esto importa: la grandeza de tu corazón se mide en términos de compasión. ¿Cuánta es capaz de albergar? Y, en consecuencia, ¿eres tú merecedor de que otros te perdonen a ti? Los espíritus son la prueba del alma inmortal, esa parte de ti a la que te ciegas, embrujado como estás por la razón. Ésa es la puerta que hemos de abrir esta noche. Y comenzaremos por implorar el perdón de aquellos a los que arrancaste la vida. Prepárate. Haz, por primera vez, un ejercicio de humildad. Tú tienes que convencerles. Tal vez no te dejen volver. Muchos no han regresado. Pero has de correr esa suerte. Es preciso.

Qué difícil para él dar crédito a eso. Su rostro parecía haber madurado diez años, y un mechón de pelo negro y húmedo le cruzaba la frente.

Grand Perle cerró los párpados y levantó los brazos invocando a los dioses, recurriendo a las antiguas plegarias, apelando a los muertos para que se levantaran de sus tumbas.

—Ya vienen —dijo Grand Perle—. Ya vienen.

Julien despertó en su cuarto con la impresión de haber vivido mil vidas. Fue la sonrisa temerosa, llena de aprensión, de Victor lo primero que le recibió en este mundo. Mientras, Grand Perle caminaba de un lado a otro del dormitorio sin dejar de observarle, como esperando recibir noticias de un lugar muy lejano. Julien se incorporó y dijo:

—Les he visto a todos. Y todos me han perdonado. Pero exigieron un precio. No querían dejarme partir. Fue ella quien pagó por mí. Ella se sacrificó por mí, Grand Perle, ¿lo entiendes? La vi. Era mi madre.

Victor le explicó que se había desvanecido, que había estado trabajando demasiado, que lo recogieron en el laboratorio. Si no llega a ser por Grand Perle, dijo. Subrayó que no se había movido del dormitorio, del lecho, desde hacía horas.

—¿A qué pantano te referías? —titubeó Victor—. Auguste, por favor, te ruego que busques al médico. Este chico se ha golpeado la cabeza, y quiero que lo examinen.

Mientras Victor, cada vez más preocupado, impartía órdenes contradictorias a la servidumbre, la vieja hechicera se acercó al lecho con el rostro cómplice de quien calla una verdad suprema, y le tomó la mano.

—La lección ha concluido, mi niño —dijo acariciándole con sus manos ensortijadas.

A partir de ahí todo cambió, todo se aceleró.

Es cierto, fracasó muchas veces antes de volver a intentarlo otras muchas, pero había alcanzado un grado en que ya no es posible desesperar. Estaba más allá de todo. Y un día llegó en que su tacto era tan delicado y letal como el de una serpiente, su vista tan aguda como la vista de un águila, el oído y el olfato de un lobo no le hubieran hecho justicia, y su gusto hubiera dejado atrás al de un consumado gourmet. Y ni la oscuridad, ni el vacío, ni el aislamiento, ni la presencia o la ausencia de nada ni de nadie iban a impedir que su voluntad prevaleciera.

Y, con él, fue cambiando de forma insensible el laboratorio de Victor y su luz. De hecho, si al principio en nada se diferenciaba del laboratorio de un químico, por obra del tiempo y de las indicaciones de la negra pasó a ser el laboratorio del hombre en que Julien estaba destinado a convertirse. Baste decir que los dos grandes ventanales que daban al norte y al este, y que, hasta entonces, estaban protegidos tan sólo por ventanas enrejadas, fueron revestidos de un día para otro por grandes cortinones de color púrpura que Grand Perle tenía echados durante muchas horas al día. Junto a la gran chimenea, colgado de la pared, había un esqueleto humano, y, diseminadas por la estancia, ocupaban su espacio varias mesas con plantas, matraces, retortas, cubetas, quemadores y alambiques; un escritorio soportaba un voluminoso atril con un libro no menos voluminoso, al tiempo que otra mesa era ocupada de modo casi permanente por una tabla de disección. Los artefactos y los ingenios que antes llenaban la vida del viejo mentor cedieron su sitio, y en las estanterías que circundaban el laboratorio fue creciendo día a día una hilera de jarras de loza y frascos de cristal con nombres de hierbas y semillas.

De las vigas del techo pendían manojos, cada vez más abundantes y variados, de hierbas secas, e incluso, en algunas ocasiones, colgado de las vigas por una simple cuerda, algún que otro reptil destinado a la inmediata disección. Por último, al pie de la escalera que daba al piso de arriba, había siempre plantas y más plantas que la negra mimaba como si fueran hijas, y que, pese a la lúgubre luz que reinaba allí durante horas, salían adelante con la misma fortaleza con que Julien resistía el tormento del aprendizaje.

Por lo demás, la sabiduría de Grand Perle era portentosa. Le enseñó los secretos del agua Toffana, uno de los más enigmáticos y poderosos venenos, y cuyo origen se remontaba a dos siglos atrás. La más admirable de sus virtudes consistía en que era un líquido transparente, inodoro e insípido como el agua; de hecho, en nada se distinguía de ésta, salvo en sus efectos. Le enseñó a componerlo con ácido arsénico al que mezclaba el zumo de la «hierba de campanario», en latín Antirhinum cymbalaria, una especie que crece sobre muros y rocas de lugares sombríos. Bastaban cinco o seis gotas para minar lentamente la salud de la víctima. ¿Los efectos? Falta de apetito, sed desmesurada, molestias intestinales, abatimiento y muerte.

Para castigar una ofensa o impartir una lección inolvidable, le enseñó a cultivar un hongo parásito del centeno, el cornezuelo de centeno, que daba lugar al «fuego de San Antonio» y convertía a sus víctimas en algo peor que leprosos. En general, el cornezuelo de centeno provocaba hormigueos en los dedos, en las orejas y en la punta de la nariz, náuseas, diarreas y formación de vesículas oscuras. Finalmente, las partes afectadas por las vesículas se encogían, se ennegrecían, después sobrevenía la gangrena, y, acompañado de un profundo dolor, el miembro se desprendía. Las mutilaciones o incluso la ceguera eran más o menos inevitables.

Pero lo más interesante no fue eso. El hongo tenía un punto débil: que el centeno sano funcionaba como antídoto. Pues bien, Grand Perle le enseñó a cultivar una variante del cornezuelo de centeno que no tenía antídoto conocido; es decir, conocido por nadie que no fuera ella.

Le descubrió el polvo de cantárida, que proviene de «la mosca española» o escarabajo desecado, y cuya afortunadísima propiedad es que pasa inadvertido al mezclarse con los alimentos. O los «polvos de sucesión», también denominados «polvos de herencia», y que consistían sencillamente en una mezcla de arsénico y «azúcar de Saturno», es decir, un compuesto de plomo que Grand Perle lograba con suma perfección.

Le enseñó a preparar venenos asfixiantes, sanguíneos y cutáneos, a combinar venenos de efectos rápidos con venenos de efectos lentos, a enmascarar el sabor agrio del veneno con dulce, el olor fuerte con sustancias aromáticas, y a emplear cualquier residuo para elaborar un tóxico.

Le enseñó a elaborar una pócima prodigiosa a partir de las tomainas, o sustancias que resultan de la putrefacción de la materia orgánica, mezcladas con el acónito, una planta que Grand Perle cultivaba personalmente. Los efectos de la pócima eran tales que parecía cosa de magia: unas gotas caídas sobre una flor la marchitaban; si con ellas se impregnaba un pañuelo, se podía estar seguro de que su poseedor tenía las horas contadas; si se vertían unas gotas en el líquido de una vela, envenenaba el humo que despedía, y mezclada con la comida resultaba tan cruel como útil: la víctima perdía el control sobre sus órganos internos, y sufría un dolor tan extremo que la muerte se volvía un ansiado alivio. Y, lo mejor de todo, sin que dejase ningún rastro.

La negra le reveló la posibilidad de envenenar a través de objetos punzantes, o cortantes, pero sólo con un pequeño rasguño. Puesto que había sustancias, como la belladona, que se absorbían a través de la piel, le enseñó a impregnar y untar con perfumes y ungüentos el interior de las ropas, de los guantes (especialmente indicados para quienes tenían la inveterada costumbre de morderse las uñas), las páginas de los libros, o la hoja de los cuchillos, aunque sólo por uno de sus lados, para que no envenenase más que una de las dos porciones cortadas. Y, aun reconociendo que los contravenenos universales no existían, Grand Perle amplió hasta límites ignotos sus conocimientos sobre antídotos.

Le reveló el modo de servirse del beleño, la belladona, la mandràgora y el cólquico, el estramonio, la sardonia o la nueza negra con la sabiduría propia de los antiguos. Le enseñó a matar dulcemente, y a matar con dolor. En su paleta de alumno aventajado, el veneno se convirtió en un arte que aplicaba sobre la vida de los hombres como sobre un lienzo en blanco; y eso hasta extremos sorprendentes, desconocidos por el resto de los brujos. Como sucedió con la fórmula, no por antigua menos olvidada, para preparar un compuesto a base de la raíz de la hierba mora mezclada con el opio y el ranúnculo perverso, en proporciones de las que sólo Grand Perle guardaba recuerdo, y que proporcionaba a quien se le administrase la muerte más placentera que cupiese imaginar. La «pócima de la buena muerte», decía Grand Perle con orgullo. Fue en ese entonces, no antes, cuando los negros de su plantación le pusieron el nombre por el que se haría célebre: Le sorcier o «el caballero sin alma».

Y, sin embargo, con respecto al Místerio más poderoso, Grand Perle nunca habría hecho la menor alusión si un buen día Julien no la hubiese interpelado.

—¿Cuándo me enseñarás el conjuro para condenar un alma? —preguntó él mientras Grand Perle daba de comer a las gallinas.

—¿El conjuro? No sabes de qué hablas, niño sin nombre —dijo ella sin dejar de arrojar maíz a diestro y siniestro mientras con la otra mano sujetaba la falda que contenía varias raciones para todo el gallinero.

—El conjuro que condena al amo y a la sombra.

—Tu ignorancia es infinita. Nada, ¿oyes?, nada hay que te interese en el mayor de los Místerios. No hay nada que debas conocer.

—He oído cosas.

—¡Cosas! —repitió ella despectivamente—. Demasiado peligroso. ¿Para qué necesitas saber? Tú no sabes nada de riesgos. Sus peligros —continuó, a punto de pisar a una gallinate son tan familiares como el agua de lluvia al desierto.

—¿Quién es la sombra y quién es el amo? —preguntó Julien.

—El amo es el verdugo, el hechicero. El amo recurre al conjuro para condenar un alma —replicó la mujer arrojando con más ímpetu el resto del maíz que le quedaba—. El maleficio es el último recurso, el más poderoso de todos. El amo dice: «El alma de este hombre vagará sin reposo por toda la eternidad», y manda y ordena. Está condenando más allá de la muerte. ¿Lo entiendes ahora? Porque la muerte es dulce en comparación. La sombra es la víctima, el alma condenada al sufrimiento, a la oscuridad.

Frente al conjuro, la sombra siempre está indefensa —concluyó, y de repente se le cayó el resto del maíz sobre las gallinas.

—¿Y los peligros?

Exasperada, Grand Perle se limpió la falda con ambas manos, espantó a las gallinas y, agachándose, cogió un puñado de tierra en una mano que blandió frente a su discípulo diciendo:

—Mi hermana, la sacerdotisa más grande, se atrevió a hacer el conjuro. El poder del conjuro condena a la víctima primero, y después condena también al amo. Ése es el precio del poder. Ahora ya lo sabes. Ése es el castigo. A partir de entonces, amo y sombra permanecerán juntos, soportarán la misma condena, vagarán inseparables por toda la eternidad. Sé un amo del conjuro y sacrificarás tu vida inmortal. Un amo del conjuro da en sacrificio su alma para condenar el alma de su enemigo. Como hizo mi hermana —terminó diciendo mientras, sin bajar el puño, lo entreabría y vertía la tierra poco a poco.

—Entonces... entonces no debes temer por mí, Grand Perle —replicó él, con una sonrisa inmensamente triste que pretendió ser irónica, y cogió la mano de Grand Perle en la que aún quedaba un pellizco de tierra. Era la primera vez que provocaba el contacto con la negra—. ¿Acaso no has oído cómo me llaman? Dicen que soy «el caballero sin alma».

Ella se soltó de un golpe. Se le quedó mirando con una expresión nueva en los ojos, como si se hubiera expuesto a una luz demasiado intensa.

—No saben de qué están hablando —masculló—. Todos los seres tienen alma. Incluso tú. Sobre todo, tú.

Y no había acabado aún de decirlo, cuando le dio bruscamente la espalda y se fue de allí sin volver ni siquiera una vez la cabeza.