18. LA CEREMONIA

DE INVOCACIÓN

Por edad, Auguste se había convertido en un padre para Sarah, pero casi podría decirse que era justo lo contrario. Durante los meses que siguieron a la abdicación de Bonaparte, permanecieron de incógnito en la posada de los Barrault; y, al cabo de ocho o nueve meses, a la vista de que Luis XVIII parecía instalado en el trono, empezaron a moverse discretamente.

Al principio, Auguste viajaba a América una vez al año para supervisar los negocios. La última vez, poco antes de comprar la casa de Nemours, incluso vio al pequeño Soho. Pero el pequeño Soho ya no lo era tanto y había crecido hasta convertirse en un hombre. Soho esperaba ver al amo Julien, y Auguste, aunque lo intentó, no fue capaz de mentirle: su amigo llevaba años sin recuperar la conciencia.

Al final, Sarah y él se habían convencido de que controlar el negocio a distancia era una quimera, así que, por iniciativa de Sarah, terminaron vendiendo la plantación y compraron una casa de campo a las afueras de Nemours.

Cuando Mimi hizo pasar al vestíbulo a la extraña pareja; mejor dicho, cuando Auguste los vio en el vestíbulo como escapados de un sueño, no dio crédito a lo que tenía delante. Fue tal su desconcierto que no supo si alegrarse, entristecerse, horrorizarse o llamar sencillamente a la señora de la casa.

—¿Piensa tenernos en el vestíbulo toda la tarde? —preguntó Grand Perle muy ofendida.

—¿Cómo... Cómo sabía dónde encontrarnos? —se le ocurrió decir a Auguste.

Grand Perle frunció el ceño y, con la gravedad de un oráculo, dijo:

—Usted perderá algún día la cabeza. —Y, sin más, le extendió un billete con las señas completas de la casa de Nemours, y el nombre y los apellidos del antiguo propietario—. En su último viaje, se lo dejó olvidado en la plantación. Supongo que ya por ese entonces tenía intención de comprarla.

Para Sarah fue una prueba difícil de admitir. Lo fue hasta el final. ¿Por qué debía acceder a que se celebrase la ceremonia? Lo dudó hasta el último instante, cuando, tras guiar a Grand Perle al aposento donde reposaba su esposo con una expresión de serenidad imperturbable, la negra se acercó a él muy suavemente y susurró como un eco:

—¡Le sorcier!... ¡Le sorcier!

Pero el argumento de Auguste fue del todo irrefutable.

—Ha venido directamente desde Nueva Orleans, querida. Permítele intentarlo. Luego, se irá como ha venido.

La ceremonia se demoró tres días porque convocaron al padre Barrault, a su hermana, y a Jérôme y Baptiste Turgut. Grand Perle expresó con firmeza su deseo de que... bueno, ordenó que asistieran quienes sentían afecto por Julien. Y Sarah volvió a mostrar ciertas prevenciones. ¿Es que no le parecía demasiado a Auguste invitar a un cura a una ceremonia pagana?

—El padre Barrault no es un cura cualquiera. Estoy seguro de que él diría que Dios está en todas partes —repuso Auguste un poco por decir. Con todo, Auguste temía tanto a esa negra como, en cierto sentido, confiaba en sus artes, y, aunque lo último que deseaba era que Sarah abrigase vanas ilusiones, el corazón le decía que si alguien podía hacer algo por su amigo era Grand Perle.

Fuese como fuese, llegó el día, y durante toda la tarde Soho llenó el dormitorio de flores y velas que fue colocando exactamente donde le ordenaba Grand Perle. La mayoría en un altar de honor, frente a la cama de Julien, junto con la cruz de Vevé de «Guedé», espíritu de la muerte. En otro lado del aposento, Soho había preparado una mesa propia de un banquete.

Cuando cayó la noche, Grand Perle dispuso que Soho encendiera las velas y que los demás fueran entrando. Sarah, el padre Barrault, su hermana, Mimi, Jérôme y Baptiste Turgut, y, cerrando el grupo, Auguste, todos ellos vestían sólo prendas negras, de acuerdo con las instrucciones de Grand Perle. Auguste prefirió no mirar la cara de espanto de Mimi, y, en especial, la del padre Barrault, que en cuanto echó la vista sobre la cruz de Vevé de «Guedé» entrelazó los dedos y se puso a recitar oraciones. Para terminar de arreglarlo, Grand Perle llevaba puesto un sombrero de paja y gafas oscuras.

Les ordenó que tomaran asiento a la mesa. Les dijo que comieran y bebieran en honor de Julien. Ella misma cogió una botella por el gollete y bebió un largo trago. En apariencia, eso fue lo único que hizo que el padre Barrault se volviera desafiante con sus propias creencias, e interrumpiese las oraciones empeñado en ensanchar su espíritu. Por lo demás, la secuencia era tan extraña como pueda imaginarse. Sólo Grand Perle y Soho permanecían de pie.

Soho cogió la pipa de Julien, que ya tenía preparada, y se la pasó a Grand Perle. Esta inhaló una bocanada de humo, se fue hacia el altar de Vevé de «Guedé», y lo exhaló alrededor de la cruz. Hizo una pausa, y volvió a repetir la operación. Luego le devolvió la pipa a Soho, que estaba a su espalda, en actitud de respetuoso recogimiento. El olor a opio se metía por todas partes.

Entonces Grand Perle comenzó la invocación a los loa de la muerte.

—¡Barón Cimitière!... ¡Maman Brigitte!... ¡Guedé Nimbo!... ¡¡Barón Samedi!!... ¡¡¡Damballah!!!

La invocación fue repetida una vez; y luego otra, y otra más, y otra más, hasta que los testigos perdieron la cuenta de las veces. En lengua criolla, Grand Perle introducía variantes nuevas en cada nueva invocación, pero siempre en todas y cada una recurría a los mismos loa: Barón Cimitière, Maman Brigitte, Guedé Nimbo, Barón Samedi, el príncipe y señor, el amo de los placeres y guardián de los entresijos de la muerte, y, por encima de todos ellos, Damballah, el Dios serpiente, bajo cuya protección estaba Julien. Era una especie de mecánica reiteración que tenía más de pavoroso que de humano, más de odioso que de conmovedor.

Sarah miró a Auguste con viva inquietud, y éste, en respuesta, posó una mano en su antebrazo.

Después, Grand Perle se quitó el sombrero y las gafas, se arrodilló ante la cruz de Vevé de «Guedé», dobló el torso hacia el suelo con los brazos extendidos y la cabeza gacha, y volvió a la carga desde el principio. Cada vez que erguía el torso, como si fuera una posición de partida, descansaba empapada en sudor, e, inmediatamente, reanudaba las invocaciones con la cara contra el suelo.

Las velas caldeaban el ambiente del dormitorio. Sarah paseó la mirada entre su marido y Auguste, como avisando a éste de que pensaba detener semejante despropósito. Auguste apretó con fuerza su muñeca, tragó saliva, asintió con la cabeza. Había en esa aquiescencia comprensión y un ruego desesperado. Auguste quiso decirle que la comprendía, pero que no se rindiese y confiara en él si no podía confiar en la negra.

En un momento en que Grand Perle parecía muy concentrada, casi en trance, Soho se aproximó a la mesa y les instó a que comieran y bebieran, puesto que era esencial que los loa de la muerte tuvieran la certeza de que no estaban tristes. Entonces, Jérôme y Baptiste Turgut se constituyeron en protagonistas.

Primero, desplegaron las servilletas con una desenvoltura que, como mínimo, dejó perplejo y muy atrás al resto de convidados. Seguidamente, se las remetieron por el cuello y, a continuación, sin la menor prisa, pero sin la menor pausa, se afanaron en disipar las dudas de los loa de la muerte. Empezaron por un plato; pero, no contentos con ello, prosiguieron por aquí y por allá, picando, escogiendo, triturando con paciencia y una voracidad tan saludables que se erigieron en objeto de todas las miradas. Que se sepa, no pronunciaron ni una sílaba. Fueron discretos, metódicos, concienzudos, y engulleron, como estaba mandado, sin despistarse más que para atender a los movimientos de la negra. El padre Barrault, que tenía una buena perspectiva de ambos hermanos, sentados a uno y otro lado de la mesa, paseaba la mirada de Jérôme a Baptiste, y de Baptiste a Jérôme, con las manos sujetando la frente y los codos apoyados en la mesa. «¡Jesús!», pensó el padre Barrault mirando ora a uno, ora a otro. Ahí, Jérôme soltó un muslo de pollo en el plato, y, cambiando una mirada con Baptiste, juntó el dedo índice y el pulgar de una mano, los llevó a los labios y, con los demás dedos estirados, los besó con arrobo. Algo a lo que Baptiste, a dos carrillos, replicó asintiendo mientras elevaba las cejas con gestos muy expresivos. Bajo esa luz, la confianza del padre Barrault en su conocimiento del alma humana empezó a resquebrajarse. Y baste decir que eso fue sólo el principio.

Habían transcurrido tres o cuatro horas desde que el ritual diera comienzo, y, para todos, incluyendo al padre Barrault, parecían haber transcurrido sólo unos pocos minutos. Sin embargo, ahora Grand Perle se desplazaba muy despacio, casi tambaleándose de puro agotamiento, hasta la cama. Se sentó junto a Julien, extendió un brazo para que Soho le alcanzase la pipa, succionó una nueva bocanada y, acto seguido, expulsó todo el humo lenta e interminablemente en la cara de Julien. Mademoiselle Barrault se tapó la boca con las manos. Su hermano ni siquiera fue capaz de concluir las oraciones. Auguste bajó la cabeza, avergonzado. Sarah escondió el rostro en el pañuelo.

—Lo va a matar —murmuró Sarah.

Auguste puso una mano sobre las suyas con firmeza, y con el otro brazo la rodeó diciendo:

—Ten confianza, te lo suplico.

Grand Perle volvió a expulsar otra vaharada de humo en la cara de Julien y Soho tomó la pipa. La negra le pasó las manos al enfermo por ambos lados del rostro, acariciándoselo con el humo mientras decía:

—Julien... Julien... Regresa... Sigue a Damballah. ¿Me escuchas? Tú no mataste a tu padre. Tu padre no ha muerto... Él está vivo, Julien. Escúchame, Julien... —exclamó pasando repetidamente las manos por la cara—. Él te necesita... Tu padre te necesita.

Pasó un tiempo. Sarah rompió a llorar en silencio. Grand Perle llamaba una y otra vez a Julien con una autoridad en la que había un poso de dulzura. Una dulzura a la que no parecía fácil sustraerse viniendo de la vieja sacerdotisa.

Y entonces, súbitamente, por primera vez en casi seis años, y ante el estupor de quienes, de pronto, se habían levantado, Julien abrió los ojos por voluntad propia y, con voz casi inaudible, preguntó:

—¿Dónde estoy?

—Has regresado, mi niño. Damballah te ha traído de vuelta con nosotros —dijo Grand Perle.

Durante largos días luchó contra su propia debilidad. Su mente y su corazón mandaban, y su cuerpo obedecía, aunque lenta, perezosa, dolorosamente. Hablaba muy poco con Sarah. Y ella sufría por él. A todas horas lo veía ejercitarse con una perseverancia que iba mucho más allá del tesón. Era una atormentada carrera contra el tiempo, contra sí mismo. Y ella estaba en tinieblas. No sabía a qué atribuir semejante actitud. ¿Por qué se expresaba tan poco con ella? Ahora que por fin se lo habían devuelto, ¿qué era lo que los separaba? ¿Tenía la culpa Grand Perle?

En cuanto a Grand Perle, Sarah le estaba agradecida; agradecida no era la palabra, le hubiese pagado con su alma si se la hubiese exigido. Lo que, naturalmente, la hacía a sus ojos mucho más inquietante que antes. Además, la negra apremiaba a su esposo. En ocasiones, Sarah los espiaba sin querer. No podía evitarlo. Luego se avergonzaba. Y un día escuchó cómo Grand Perle le decía a Julien:

—Sí, lo están matando poco a poco. Pero tú aún estás débil.

—Tengo que irme. Debo partir ya —dijo Julien apretándose alternativamente las manos, para que recuperasen un poco de sensibilidad.

—Ten paciencia. Antes debes restablecerte.

—Sólo dime quién. Quién lo está matando, y por qué.

—Alguien que no quiere que cumplas tu misión. Alguien que busca tu infelicidad.

—¿Gilles? ¿Es Gilles?

—Cómo va a saber eso Grand Perle. Todo el mundo cree que Grand Perle lo sabe todo. Pero nadie puede saber cosas como ésa —dijo no tanto irritada con Julien como consigo misma.

A menudo Sarah lo veía levantarse por la noche calmosamente y dirigirse hacia una estancia contigua. Como lo atribuía al insomnio, durante los primeros días no dijo nada; pero una noche, la misma en que Julien iba a revelarle el nombre de su padre, Sarah se levantó y fue tras él.

Estaba sentado a la mesa del gabinete, frente a una vela encendida y varios rollos atados con cintas.

Tal era la distancia que separaba a Julien del mundo real, y de Sarah, que hasta esa noche no se lo contó todo. Al menos, lo esencial. Había pasado una semana desde que recobrase la conciencia.

Y el hecho es que él apenas recordaba lo que había sucedido aquella tarde, seis años atrás; pero eso sí. Lo importante sí: las palabras de Gilles y la carta, la identidad de su padre, la conmoción, la sensación de flojedad en la sangre, la evidente certeza de que todo era absurdo, un juego cruel, y el deseo ferviente de no querer formar parte ya de ese juego. Era como si un hierro al rojo le hubiera marcado en su conciencia todo lo ocurrido. Lo curioso es que al despertar aún pesaba sobre su alma; aún le dolía; en rigor, más que antes. La diferencia entre aquel Julien y éste es que había recuperado parte de sus fuerzas, y el odio le hacía más fuerte de hora en hora.

Pasaron unos minutos antes de que Sarah reaccionase:

—¿Me estás diciendo que el hombre que planeábamos asesinar era tu padre? —preguntó brutalmente. ¿Es que había otro modo de preguntarlo? Desde luego, ahora las cosas se explicaban por sí mismas. Lo peor fue que entonces supo lo que iba a suceder—. Me odias por eso. ¿Verdad? Me odiarás siempre —dijo ella angustiada.

—¿Odiarte? —preguntó Julien con franca sorpresa.

—Por haber intentado matar a tu padre.

—¿Odiarte? —repitió consternado. Parecía haberse despertado definitivamente del coma. Parecía el mismo Julien de antes—. ¿A ti? ¿Acaso podría odiarse a un ángel? Ni siquiera yo podría. Hiciste dos apariciones en mi vida, y no viviré lo bastante para agradecerte cada una de ellas. De odiar a alguien, me odiaría a mí mismo, por separarme de ti. Merecería ser castigado por eso.

—Entonces no te vayas. No tienes por qué irte, ¿comprendes? —Él la cogió de las manos y asintió con la cabeza, con gesto culpable—. Y yo no lo permitiré —continuó ella, apretándole las manos, que a duras penas empezaban a recuperar algo de sensibilidad. Julien la atrajo hacia sí, y la rodeó con los brazos tierna y apasionadamente, como seis años antes—. No lo haré. No lo pienso permitir.

—Debes hacerlo. Es preciso.

—Entonces, déjame acompañarte. Ya no tengo miedo. A nada. ¿Recuerdas aquella conversación en la Posada del Desencanto acerca de los miedos? Tú has disipado todos mis miedos —dijo Sarah.

—Ah, entonces, amor, ya no necesitas ser valiente. Y te envidio. Ahora me toca serlo a mí por los dos. Confía en tu esposo. Será un viaje rápido, de ida y vuelta.

—Júramelo por tu vida.

—Lo juro por ti.

—Por mí, preferiría que hicieras algo distinto —dijo ella soltándose bruscamente de su abrazo—. Que olvidases que el vizconde de Ménéval era Gilles. ¿Lo harías por mí? —Él se quedó absorto, mirándola. Hubiese matado por no dejarle una última imagen borrosa, triste, desencantada.

—¿Por qué me pides eso?

—Necesito saber quién te arrebata de mi lado. ¿Es Gilles o Bonaparte?

—Oh, qué importa ahora, vida mía. Nos queda muy poco tiempo.

—Importa mucho —dijo ella con voz quebrada—. Si es el odio el que te aleja, quizá no volveré a verte. Pero si es el amor, para el amor siempre queda una última esperanza.

Él titubeó. Hubiera sido lo último que habría deseado en ese instante, pero lo hizo, titubeó, antes de replicar:

—Voy en busca de mi padre, Sarah.

Ella bajó la cabeza y, tratando de recobrarse, lo miró con ojos inflamados de ternura, diciendo:

—Entonces, déjame oír sólo el final. Dime que volveremos a estar juntos de nuevo. Dime que regresarás a mi lado, y que nada volverá a separarnos nunca. Dímelo, y no volveré a tener miedo —dijo ella, que temblaba estremecida.

—Volveré a tu lado. No tengo elección. No tengo otra vida lejos de ti.

Y Julien la estrechó contra su pecho como si nunca antes la hubiera abrazado.

A finales de febrero los preparativos habían concluido. Julien lo tenía todo arreglado. Contrató los servicios de Jérôme y Baptiste, dos profesionales de la espada como no había muchos, y que actuaban con él como amigos. Les pagó, no obstante, una parte muy sustancial como anticipo. Hizo buscar un navío bien armado, muy marinero y con las condiciones idóneas para afrontar con garantías el viaje y salir bien librado de cualquier persecución. Se preguntó si el Excelsior, aquel velero que le había trasladado al Nuevo Mundo, aún estaba a flote, y su sorpresa fue inmensa cuando sus hombres le dijeron que lo habían localizado.

El buque, con destino a Oriente, se haría a la mar desde Saint-Malo. El capitán del Excelsior, un viejo bribón que no supo reconocer en Julien al muchacho que un día embarcó rumbo a las Américas, tenía un precio prohibitivo; pero, una vez efectuado el desembolso, el buscavidas se puso a disposición de la empresa. Cuatro hombres debían desembarcar clandestinamente en Santa Elena, y cualquier ayuda, si era profesional, sería bienvenida.

Julien adoptó, también, las disposiciones de rigor por si no regresaba. No sólo era consciente de que se trataba de un viaje temerario. En su fuero interno, sabía que estaba cara a cara con el viaje definitivo. Tanto era así que Auguste, el día antes de partir, hizo un último y desesperado intento por convencer a su amigo.

—¿Qué podría decirte para detenerte?

—Tendrías que matarme, Auguste.

—Pues a donde vas, querido, habrá docenas de hombres felices de intentarlo. Esa isla está más vigilada que el infierno. Y el hombre, más que un preso, es un condenado. Imposible salir de allí con vida. Hay vigilancia por tierra, mar... y aire. Las alturas están vigiladas, los barcos patrullan las aguas y los soldados acechan por toda la isla. Los ingleses no pueden permitirse que se escape por segunda vez. Y tú pretendes entrar y salir de Santa Elena como si fuera tu casa de campo.

—Tengo un plan —replicó Julien.

—¿Un plan, dices? ¿Un plan? Pero si ni siquiera hablas inglés.

—No tienes por qué venir, Auguste. Es preferible que te quedes.

—¡Cabezota! ¡Eres un endiablado cabezota!

—Cuida de Sarah —dijo Julien dándose la vuelta y cogiendo el picaporte.

—Ni lo sueñes. Puedes apostar a que yo también iré. ¡Y no serás tú quien me lo impida! —exclamó Auguste muy exaltado—. Ni todos los Borbones juntos podrían impedir que fuese. No me perdería por nada del mundo ese maldito plan tuyo.

Julien cerró la puerta y salió del cuarto con una sonrisa.

La mañana de la partida era fría y ventosa. Empezó a nevar. Jérôme y Baptiste Turgut ya estaban sentados en el pescante. Soho y Grand Perle harían el viaje con el resto hasta Saint-Malo, y desde allí embarcarían rumbo a Nueva Orleans. Auguste se acomodó en el carruaje, mientras Julien se despedía en la puerta principal de una abatidísima Mimi.

—Que Dios te acompañe —dijo ella con un pañuelo en las manos.

—No creo que yo sea una buena compañía para él, querida Mimi.

—¡Ah, cómo te equivocas en eso! Él siempre estuvo a tu lado. Y te acompañará siempre, hijo. —Y, diciendo eso, para no derrumbarse, lo dejó en la puerta y se fue corriendo escaleras arriba.

Por si acaso, Julien se quedó un rato aguardando a Sarah, hasta que juzgó que la salida no podía demorarse más.

Fue un intervalo durante el que ella ocupó el centro absoluto de sus pensamientos. Volvió a ver su nombre escrito, como tantos años atrás, en un trozo humilde de madera colgado encima del cabezal de su cama: «Sarah». Le parecía haber vivido una larga vida al lado de ese nombre, y sentía hacia él eterna gratitud por haberle descubierto un amor del que se creía indigno. «Sarah», se dijo para sí antes de encaminarse hacia el coche. Ese nombre insinuaba la nostalgia y también la felicidad. Era una fuente de promesas. Todo lo contenía; y, aún más, el solo hecho de pronunciarlo en un susurro lo reconciliaba con el mundo de los hombres. Fueron instantes en que supo que aún había para él una oportunidad, y quiso aferrarse a ella. ¡Ah, cómo gozó entonces de que nadie le oyera susurrar: «Sarah», «Sarah»! Habría sido incapaz de compartir su nombre, y, por primera vez en años, descubrió que el adiestramiento de Grand Perle no había desplegado todos sus efectos porque volvía a sentir miedo, más incluso del que había sentido antes de convertirse en Le sorcier. Miedo a perderla. Miedo a hacerle daño, y a hacerla sufrir si no regresaba a su lado. Supo, pues, que si quería actuar sin arrepentirse, no le quedaba sino apelar a su valor más decididamente que antes para poder seguir adelante.

Se dirigió al carruaje, pero, con el pie en el estribo, miró hacia arriba y la vio con la cara pegada a los cristales.

Ella se apresuró a limpiar el vidrio empañado y, bajo los primeros copos de nieve que caían ese año sobre Nemours, sopló un beso frágil a su esposo, y afirmó con la cabeza. Ve a por él, parecía decirle Sarah; si hay alguien que pueda conseguirlo, si existe alguien sobre la faz de la tierra capaz de lograrlo, eres tú. Y el coche partió al encuentro del barco que los llevaría a los confines del mundo.

Esa noche, en el dormitorio de Sarah se escribió el último capítulo de una despedida. Seguía nevando cuando Sarah decidió acostarse, desfallecida, aunque sin sueño. Subió las escaleras, abrió la puerta y vio como la vieja Thérèse, una de sus más queridas sirvientas, se situaba a los pies de su cama, alzaba la colcha y, como si fuera un ritual sagrado, metía morosamente el brasero caliente sin decir ni una palabra.

—¿Y esto? —preguntó Sarah con una mueca desolada.

—El señor me pidió que, en su ausencia, todas las noches frías me encargase yo —dijo. La voz de la vieja Thérèse sonó como una orden.

Y si hubo algo (y lo hubo) que maravilló a Sarah más que ese gesto, fue que cuanto le había dicho Julien acerca de los miedos iba más allá de la retórica de los amantes; era todo cierto. Era la única verdad. Ya no sentía miedo de perder a Julien porque, de algún modo que no estaba segura de poder explicar, los dos, pasara lo que pasase, estarían juntos para siempre. Que el miedo ya no podía amenazarlos porque, por mucho que lo intentase, ya nada podía arrebatarles.