16. EL ATENTADO DE
LOS CIEN DÍAS
El 1 de junio amaneció sin nubes, como todas las celebraciones en la vida del Emperador de Francia, excepto la fiesta que se celebró en vísperas de la campaña rusa.
Fue despertado por su valet a las seis y cinco, se puso una bata y sus chinelas de cuero marroquí, luego bebió una taza de agua aromatizada con azahar, y abrió las cartas, que ojeó por encima. Después, se sumergió en un baño caliente y su valet comenzó a leerle los diarios.
Permaneció en el baño una hora, más o menos, abriendo continuamente el grifo de agua caliente y llenando la estancia de vapor. Al salir, se puso una camiseta de franela, pantalones y bata, se enjabonó la cara con jabón perfumado con hierbas y, mientras su guardaespaldas mameluco le sostenía el espejo, abrió la navaja de afeitar.
—Sire —dijo el mameluco—, no he visto nunca navajas iguales. Ni siquiera las que Vuestra Majestad tenía por costumbre usar parecían mejores. Son dignas de un emperador.
La navaja era suntuosa y tenía un contorno exquisito; sin embargo, un detalle le había llegado al alma al Emperador: conservaba el mango de madreperla, como las inglesas que tanto había usado en otro tiempo, aunque con incrustaciones de plata y lapislázuli.
—El acero está templado en Francia —dijo Bonaparte sopesándola en la mano—. Esta remesa es un regalo de nuestro pueblo, y así lo recibo. Como el mejor de los augurios, mi fiel Rustam.
Cogió la navaja, la levantó en el aire y con la otra mano se estiró la piel de la mejilla.
Se detuvo un instante a contemplar el filo. Lo acercó a la cara. Dos ojos grises y ligeramente rasgados, de una expresividad un poco melancólica, lo escrutaban como si no fueran suyos, o no pudieran dar crédito a lo que estaban viendo.
Continuó mirándolos, o, más bien, los ojos grises, ligeramente rasgados, no dejaron de observarle hasta que el vapor del agua borró su mirada del filo. Echó un vistazo al espejo, también empañado, lo limpió con el dorso de la mano y se acercó un poco más. Con pulso seguro y la voluntad de no permitirse distracciones, sumergió la navaja en el agua, estiró la piel y se pasó el filo por la mejilla con un movimiento descendente. Casi al momento sintió un leve escozor a la altura del pómulo.
Eran las siete y quince minutos de la mañana.
Se puso un dedo en el corte y lo retiró al momento. El dedo estaba manchado de sangre.
—¿Crees que estará afeitándose? —preguntó Auguste, que ya estaba acicalado, desde el umbral de la puerta.
—A estas horas, puede que no le haya dado tiempo a acabar —dijo Julien lavándose la herida.
—¿Y si no se corta?
—¿Cuántas veces te has afeitado sin cortarte? Un corte ligerísimo. No como éste —dijo Julien secándose el rasguño con el extremo de un paño—. Aunque no fuera visible, sería más que suficiente.
—Estás seguro, ¿no?
—Tranquilízate. No se trata de un veneno normal. Y, según cierto joven de tu entera confianza, el Emperador se apura meticulosamente.
—Estoy demasiado nervioso —declaró Auguste, y se dio media vuelta.
A las nueve, los dos paseaban por las calles haciendo tiempo. Definitivamente, era un día claro, sin una sola nube. Las avenidas estaban abarrotadas de gente. Todo el mundo se dirigía a la gran parada en el Champ de Mars, junto a la Escuela Militar. Para nadie era un secreto que, con la ceremonia, el Emperador pretendía que el pueblo se involucrase en las cosas de la guerra. Bonaparte deseaba emocionar a los ciudadanos; más aún, deseaba embriagarlos. Porque la guerra ya no concernía sólo al ejército, concernía también a la nación. Al pueblo estaban dedicados los cañonazos de las cinco baterías que abrirían fuego desde el puente de Iéna, los Inválidos, las colinas de Montmartre, el castillo de Vincennes y el mismo Champ de Mars. Un estruendo histórico para levantar los corazones. Así estaba programado.
Luego, para acabar de impresionar a la plebe, llegarían los lanceros con sus casacas escarlatas, los guardias montados, los heraldos con sus túnicas malvas con bordados de águilas doradas, las carrozas oficiales tiradas por caballos con penachos de plumas que conducirían a los príncipes y a los dignatarios de la corte; y, por último, llegaría el Emperador, escoltado por sus mariscales a caballo, palafreneros y pajes, y, entonces, el público prorrumpiría en aplausos y vítores. Y la guerra sería el mejor y más clamoroso símbolo de un porvenir en paz con Europa.
En la explanada del Champ de Mars se había levantado una gran estructura con gradas para los dignatarios de la corte, varias tarimas y un trono. Pero, a las diez menos cinco, como los miembros del gobierno empezaran a ocupar sus sitios, la gente que estaba congregada en el Champ de Mars sucumbió a la sospecha de que el Emperador se estaba demorando.
Las diez y cuarto, y algunos cardenales, obispos y arzobispos, que lucían sus más engalanados hábitos, se removieron impacientemente en sus asientos. Ondeaban las banderas, y, entretanto, cincuenta mil soldados esperaban a pie firme bajo un sol que resplandecía sin piedad. Y la gente continuaba afluyendo.
Por su parte, Julien y Auguste decidieron esperar acontecimientos en las cercanías del puente de Iéna, mezclados con un público acostumbrado a las demoras, reapariciones y exilios de sus soberanos. ¿A quién podía extrañar que Napoleón se retrasara?
Por allí, por el puente de Iéna, debería cruzar la comitiva en el supuesto de que Napoleón saliera ileso. Algo que Julien juzgaba imposible. Su pronóstico era que habrían de anunciar la tragedia y cancelar la ceremonia. Sin embargo, a la luz de lo que estaba en juego, y conforme transcurrían los minutos, comenzó a admitir una segunda y hasta una tercera posibilidad: que la ceremonia se iniciara sin la presencia de Napoleón. Podría presidirla algún alto cargo, que salvaría las apariencias pretextando que el Emperador se hallaba indispuesto, pero ¿tenía algún sentido prolongar la agonía del régimen? Porque si de algo estaba seguro Julien era de los efectos del veneno. Nada de sorpresas. Nada de agonías. Nada de esperanzas. Nada de prórrogas. La hora de la verdad había llegado.
Fueran cuales fuesen las consecuencias, hubiese o no entrado en contacto con su piel la navaja, a esas horas el destino ya había pronunciado su última palabra. Eran las diez y cuarto. Y Bonaparte era un militar de costumbres que se afeitaba con el alba.
Julien fijó la vista en la otra orilla del Sena. Por ahora, todo hacía suponer que el cortejo no había salido de las Tullerías. ¿No era un poco tarde ya? ¿No se estaba retrasando en exceso? Auguste miró a Julien de reojo, como buscando explicaciones, pero Julien se mantuvo impávido y no dejó traslucir su estado de ánimo. Un poco más, media hora tal vez, y podrían estar seguros de haber ganado. En el más falso de los escenarios posibles, el régimen podría ganar tiempo con las salvas de los cañones, pero levantar la moral de los franceses y devolver la vida a su Emperador eran dos cosas muy distintas.
No obstante, en su fuero interno, Julien admitía una tercera posibilidad, aunque no la habría reconocido abiertamente: que alguien hubiera frustrado el envenenamiento. Pero cómo, si era un plan diseñado con precisión milimétrica... Se aseguraron de que la remesa fuera recibida en palacio un día antes, con las formalidades que identificaban a la empresa fabricante; e incluso, a través de un agente infiltrado en palacio, se cercioraron de que llegase directamente a manos de Marchand, el valet de Bonaparte.
Julien se aferró al medallón. Todo había salido según lo previsto. Y el fracaso no figuraba en sus planes.
—Mis más sinceras felicitaciones, monsieur —dijo una voz muy familiar casi al oído de Julien. Éste se dio la vuelta para toparse cara a cara con Gilles, apoyado en su bastón. Llevaba una chaqueta con encaje blanco en sus bordes, y debajo un chaleco de ante. De uno de los bolsillos del chaleco colgaba una cinta con una llave dorada a su extremo. Lo escoltaban tres sujetos robustos. Auguste empezaba a hacerse cargo de la escena—. Son pocos los que tienen la fortuna de desposar una dama tan hermosa.
—¿Qué hacéis aquí, vizconde? —inquirió Julien sobreponiéndose a la primera impresión—. No sois nunca bienvenido. Al menos, todavía.
—Siempre tan arrogante, monsieur. Aun así, hay algo urgente que debo mostrarle, a solas. Y éste es el día apropiado. Si mal no recuerdo, la última vez que nos vimos le sugerí que protegiera a los que amaba. —Y aquí Gilles levantó un solo dedo, y los guardaespaldas se dispersaron entre la multitud. Muy turbado, Julien miró a Auguste y le rogó que se dirigiera a la mansión a toda prisa y se asegurase de que Sarah estaba a salvo.
—Esto es entre él y yo —concluyó diciendo a Auguste—. Pase lo que pase, no quiero que intervengas.
Cuando se quedaron solos, Julien dijo:
—Si le rozas uno solo de sus cabellos a mi esposa, acabaré contigo antes de tiempo. No te salvará ni la promesa que le hice a tu padre.
—¿Tocarla? ¿A ella? Eso sería lo último que haría —dijo Gilles poniéndose a su altura, y mirando hacia las Tullerías como un espectador más que aguarda la llegada del cortejo—. Pero me sorprendes. Hablas como si te creyeras mejor que yo. —Sin mirar a Julien, sacó un papel doblado de un bolsillo de la chaqueta—. Vengo a darte dos noticias. La buena: estás esperando en vano. Tu plan ha tenido éxito.
—No sé a qué te refieres —repuso Julien, a quien cada vez le costaba más contenerse.
—Sí, reconozco que era hábil. Las navajas, el veneno... ¿En serio pensabas que no lo descubriría?
—No comprendo ni una sola palabra de lo que dices —repuso Julien sin mover un solo músculo.
—Despreocúpate. No te voy a delatar. Nunca he tenido esa intención. Esa sigue siendo la buena noticia. ¿La mala? —añadió alargándole el papel—. Lee —dijo con un brillo irracional en los ojos.
Julien, ávido de respuestas, devoró las palabras de la carta. Llegó al final consternado, y regresó al principio. La leyó nuevamente y miró a Gilles, cuya débil sonrisa mostraba dos pequeños hoyuelos. De pronto, sintió como si le hubieran puesto un velo negro delante de los ojos. No comprendía. Le flaquearon las piernas. Experimentó un ligero vértigo al releer el nombre de su madre en el encabezamiento de la carta, y, sobre todo...
—¿Reconoces la firma? —volvió a la carga Gilles—. Hace de eso veintiséis años. Entonces era un simple teniente de artillería que utilizaba el apellido italiano.
—¿De dónde has sacado esta carta? —preguntó Julien con un leve temblor en los labios.
Haciendo caso omiso, Gilles repuso:
—¿Qué nos diferencia ahora a los dos? —Y, arrancándole la carta de las manos, añadió—: Acabas de matar a tu propio padre.
Gilles lo invitó a que lo acompañara. No tuvo necesidad de amenazarle. El impacto era de tal envergadura que Julien había agotado su capacidad de reacción, y con ella, todas sus reservas de esperanza. Los guardaespaldas no daban señales de vida, y él se dejó conducir con un manso orgullo al carruaje. No permitió que le tocase. Sólo para eso tuvo fuerzas, y para mantenerse en pie, y luego tomar asiento en el coche y cerrar los ojos. Por lo demás, algo dentro de él había muerto, o desaparecido para siempre.
Ninguno pronunció una sola palabra desde que subieron al carruaje hasta que se apearon.
—Oh, madame, son preciosos. No sabría cuál ponerme —dijo Mimi, que, ante la fausta visión de los vestidos que yacían esplendorosamente expuestos fue superando el apuro que le entraba.
—Pruébatelos todos. Y, por favor, Mimi, cuántas veces debo decirte que me llames por mi nombre —replicó Sarah, que seguía mirando a través de los visillos mientras se acariciaba el pendiente de manera compulsiva.
—Oh, madame —dijo Mimi con voz estrangulada—. Monsieur Julien aún se acordaba de los sueños de Mimi, la triste. ¡Ay! ¡Los vestidos elegantes! Ese muchacho tiene un corazón de oro...
Sarah había preferido quedarse en la mansión. No hubiera soportado la angustia de la incertidumbre. Quiso persuadir a Julien para que no saliese, pero eso era tan absurdo que desistió. De un tiempo a esta parte, presentía el peligro como nunca. El peligro acechaba sus vidas y amenazaba las ilusiones que empezaban a arraigar. No uno, sino mil peligros; y lo peor, lo más angustioso es que Julien era su más preciado blanco.
—Perdona, Mimi. ¿Qué decías? —preguntó Sarah.
Entonces, a las once en punto de la mañana comenzaron a rugir las baterías. Sarah dio un respingo. Una larga comitiva pasó por los jardines de las Tullerías e inició el desfile ante las aclamaciones del público. Los cuatro mariscales que cabalgaban junto a la carroza principal iban excepcionalmente serios. Cabalgaban con el ánimo abatido de quienes saben que, pese a las apariencias y el brillo, esa mañana se han torcido irremisiblemente los destinos de Francia. Uno de ellos era Michel Ney, príncipe del Moscowa, que un día decidió seguir al Emperador en su carrera hacia la nada, y ahora pensaba que más le hubiese valido emigrar. Las salvas, los redobles de tambores y las voces de mando llenaban las calles.
En París, mientras el cortejo se dirigía hacia la Escuela Militar, más de uno se preguntaba cómo estaría realmente el Emperador.
En otra parte de la ciudad, justo en las cercanías del palacete del vizconde de Ménéval, en el 145 de la rue Saint-Honoré, Auguste escuchaba el fragor de los cañones con el alma en vilo. Cualquier cosa podía haber pasado. Desde que suplantaran al Emperador por unas horas, hasta que hicieran circular entre la muchedumbre el rumor de que estaba enfermo, pasando por que el veneno hubiera sido un fiasco. En estas condiciones, era imposible estar seguro de lo que realmente sucedía.
Auguste había hecho oídos sordos a las palabras de Julien. A juzgar por lo ocurrido, tal vez se equivocó.
No fue directamente a la mansión. Estaba seguro de que el peligro no rondaba a Sarah. Por si acaso, siguió de lejos a los guardaespaldas y, en cuanto vio que deambulaban por los alrededores sin prisas ni aparente propósito, se desentendió de ellos y optó por no alejarse demasiado de Julien. Ése fue su error. Le faltó perspectiva para comprender cabalmente lo que estaba a punto de ocurrir. Más tarde, vio que su amigo y Gilles subían juntos a un coche. En ese instante, entre la algarabía y el ambiente cada vez más multitudinario, ya había perdido definitivamente de vista a los matones. Se montó a su vez en el primer coche que pasaba, y dio orden al cochero para que siguiera al otro a distancia. Así había llegado hasta el palacete, donde montaba guardia y se consumía de impaciencia.
Pasaban cinco minutos de las doce. El cortejo llegaba entonces a la Escuela Militar, y las miradas se concentraron en la carroza que acababa de detenerse.
Al mismo tiempo, en los bajos del palacete de la rue Saint-Honoré, en un sótano húmedo, cerrado a cal y canto por una puerta de hierro cuya cerradura se abría sólo merced a una llave dorada, el vizconde de Ménéval ordenaba que sentasen al prisionero en la silla y le atasen al respaldo.
Los tres matones, que habían estado esperando la llegada de su jefe desde hacía un buen rato, cumplieron satisfactoriamente su cometido. Primero lo arrastraron al sótano por la fuerza y, una vez que terminaron de atarlo, cedieron el protagonismo al vizconde de Ménéval. El rostro de Julien ya mostraba un fuerte hematoma en el pómulo izquierdo. Entonces, sin mediar palabra, el puño de Gilles salió proyectado contra su cara y Julien empezó a sangrar por la nariz. Gilles sacó un pañuelo de puntillas de una de sus mangas y se lo aplicó en la nariz rota.
—Puedes gritar cuanto quieras. Nadie te oirá. Los muros tienen el doble de grosor que en la superficie —dijo Gilles.
—No eres más que un miserable cobarde —replicó Julien con dificultad—. Lo fuiste siempre.
—Así que estás resuelto a no firmar —dijo Gilles tamborileando con los dedos en el papel que había sobre una mesa de caballete—. Hum, es un documento sin fecha, lo reconozco, pero cuando entres en posesión de los bienes de mi padre como titular, podemos añadirla. Habrás leído, supongo, que un notario dará fe con todas las formalidades necesarias. Y, en fin —dijo retirando el pañuelo. La nariz sangraba de modo aparatoso. Algunas gotas cayeron sobre el medallón de plata y Gilles, atraído por él, se lo arrebató de un golpe—, como verás, me he tomado mi tiempo para hacer una investigación exhaustiva. Aquí aparece una relación de los bienes del donante, entre nosotros, un miserable asesino a sueldo que atiende al nombre de Julien Lasalle. En ella se incluye, claro está, la productiva plantación de azúcar de Nueva Orleans. Me la cedes, como todo lo demás, a título de donación —dijo contemplando detenidamente el medallón—. Es justo, ¿no te parece? Tú me quitaste lo mío, y yo te quitaré lo tuyo.
—Devuélveme ese medallón —dijo Julien haciendo un último esfuerzo por hacerse entender.
—Ya no fanfarroneas tanto, ¿eh, gallito? —repuso Gilles lanzando al aire el medallón como si lo sopesara en la mano una y otra vez—. Esto no es lo más grave que te puede ocurrir si no firmas. —Y, antes de que al matón le diese tiempo de colgar la chaqueta de la que se había despojado, un segundo guardaespaldas le descargó un puñetazo a Julien en la boca del estómago, y, luego, dos más en el rostro. Con gesto mecánico, Julien intentó doblarse sobre sí mismo, pero era tan inútil como llevar una bocanada de aire a los pulmones.
—¡Ese chiquillo!... —suspiró Mimi probándose el tercero de los vestidos—. Ese chiquillo se merece lo mejor del mundo, madame. Acordarse de esta pobre vieja —dijo sujetándose la cara con las manos mientras admiraba el vestido de crêpe en el espejo—. Eso basta para llenar una triste vida, madame.
—¡Mimi! —exclamó Sarah, que de repente palideció sin desviar la vista de la ventana. Abajo, de un carruaje policial que se había detenido, bajó un puñado de agentes armados que se desplegó frente a la puerta de entrada—. Acaba de pasar algo horrible.
Entretanto, Auguste esperaba. ¿Cuánto llevaría apostado allí, en las inmediaciones del palacete? No sabría decirlo. ¿Dos horas, quizá tres? Por de pronto, había cesado el estruendo de los cañones, y no estaba muy seguro de qué hacer. Si hubiese sabido de cuánto tiempo disponía habría reclutado un ejército, pero moverse quedaba descartado. Julien podría salir en cualquier momento, no había ni rastro de los matones y nada aconsejaba entrar en el palacio; primero, porque su amigo le había pedido que no interviniese, y segundo, porque si le impedían pasar, o negaban que Julien estuviese dentro, no le quedaría sino el recurso de la fuerza, y ¿con qué consecuencias para Julien? Pero tampoco había más alternativas. Se echó la mano a la espalda. La pistola seguía ahí, en la cintura. Supo que estaba listo para llamar y abrirse paso por la fuerza cuando, para su asombro, vio que un grupo de policías cercaba sigilosamente el palacete. Las cosas parecían marchar rumbo al desastre.
—No... conseguirás... nada de mí —balbuceó Julien, a quien hablar le resultaba cada vez más insufrible. Se resistía a perder la conciencia, y, cuanto más brutal era el castigo, más aún se resistía—. Devuélveme el medallón. —Todo él estaba empapado de agua y sangre, y casi no podía abrir los ojos de la hinchazón.
—¿Qué te importa un vulgar medallón cuando estás tan cerca de perderlo todo? —dijo Gilles, que continuaba jugando con el colgante—. Escúchame bien. Te quedan únicamente dos opciones. Si firmas, tan sólo me cedes tus bienes. Si te niegas, tomaré por la fuerza todo lo tuyo. ¿Entiendes lo que te digo? —gritó Gilles, que daba muestras de estar agotando la paciencia—. ¿Firmarás? —preguntó—. ¿¿Firmarás?? —gritó a la cara de su enemigo. Julien tenía la cabeza vencida contra el pecho. Cualquiera hubiese afirmado que estaba inconsciente de no ser porque movía un poco los brazos, procurando desasirse de las ligaduras, o buscando alguna clase de alivio.
Ante la mirada de su jefe, uno de los subordinados, el más temible, un bretón imponente de cara rubicunda, que había sido policía hasta que lo expulsaron del cuerpo por la contundencia de sus métodos, dio un paso adelante. Gilles le cedió el sitio. El sujeto se colocó delante de Julien y, como si éste lo intuyera, levantó la cabeza, lo miró de frente y, justo cuando trataba de enfocar la imagen del verdugo, sintió un impacto salvaje en la cabeza y, al instante, el dolor desapareció.
—Desatadle, y comprobad si está muerto —dijo Gilles.
La silla, con el prisionero atado al respaldo, había perdido el equilibrio. Lo desataron tal y como estaba. El cuerpo inerte se desplomó en el suelo encharcado. La nueva brecha sangraba copiosamente. Entonces sonaron unos golpecitos en la puerta.
—¿Qué ocurre? —preguntó Gilles sin girar la llave dorada en la cerradura.
—Dos agentes de la policía desean hablar con monsieur —repuso una voz vacilante desde el otro lado.
—Di que ahora voy —dijo lanzando una vez más al aire el medallón, que se le cayó al suelo, y volviéndose hacia los otros preguntó—: Rápido, ¿cómo está?
—Más muerto que vivo, monsieur —dijo el bretón.
—Si no vuelvo en media hora, lleváoslo de aquí. Ya sabéis lo que tenéis que hacer con él. —Iba a salir cuando vio que el medallón de plata se había abierto al caerse. Intrigado, lo cogió y, con él, un billete doblado que se deslizó fuera del medallón. Desdobló el billete, leyó por encima su contenido y, sin que una sola línea de su rostro delatara la menor sorpresa, volvió a doblarlo cuidadosamente y se lo metió en el bolsillo opuesto al del medallón.
En pocos segundos, Gilles repasó las posibilidades. A la vista del más que probable éxito del atentado (aunque así se lo había hecho creer a Julien, aún no tenía ninguna certeza al respecto), lo lógico era que Fouché lo llamase a su presencia, que la policía fuera una escolta. Aun así, estaba tan excitado que se le pasó por la cabeza fugarse; pero eso era tanto como ponerse en evidencia y, en el peor de los casos, convertirse en un evadido, renunciar a sus proyectos personales. Por el amor de Dios, ¿qué podía temer? Su confianza era inmensa, su futuro despejado, y su fortuna privada, aunque no fuera a través de los bienes de su padre, iba a incrementarse de todos modos. Ya encontraría la manera.
Por si fuera poco, gozaba de la protección del hombre más poderoso de Francia, ahora que Napoleón había muerto; y, en cuanto a la carta robada, o a los secretos profesionales que se había reservado, nada debía temer. Era cierto que había permitido la muerte de Napoleón después de haber averiguado toda la trama. Hasta ayer mismo, cuando la remesa de navajas llegó a manos de su valet, había seguido la pista buena. Pero su venganza estaba muy por encima de su adhesión a Fouché, su venganza consistía en hacer justicia a su modo. Además, Fouché no sabía más que lo que él, su mejor hombre, su investigador más capaz, le había dicho. Y, aunque el ministro hubiese recabado información por otras fuentes, tenía más que callar que nadie. ¿O es que él no conocía más secretos de Fouché que todos los dignatarios de la corte juntos?
De modo que, muy seguro de sí, recibió a los agentes en el salón de invitados. Sólo cuando, después de los saludos corteses, le extendieron una orden de detención, sólo cuando se puso a examinar la orden y vio que estaba firmada por Su Excelencia el ministro de la Policía, sus facciones se desencajaron.
—Por su bien, espero que no hayan cometido un error —declaró sólo por quedarse con la última palabra, y, mientras se levantaba, sacó el medallón del bolsillo y lo dejó sobre la mesa.
Mimi, que se echaba a temblar como una hoja ante la simple mención de la palabra «policía», se apresuró a tomar la iniciativa. Fuese cual fuese el lío en el que sus amigos se viesen involucrados, no era de su incumbencia, pero sí que lo era tratar de salvarles el cuello.
—¡Abran a la policía!
Se aclaró la voz, sacó fuerzas de donde nunca tuvo fuerzas, y abrió la puerta. Frente a ella había varios agentes de uniforme y armados hasta los dientes.
—¿En qué puedo ayudarles? —dijo sin invitarles a entrar.
—Venimos a arrestar a mademoiselle Cobbet en nombre de Su Excelencia el ministro de la Policía. La casa está rodeada. Depongan cualquier resistencia.
Ella se responsabilizó de todo. Les hizo pasar al saloncito. Estuvo locuaz en el justo término, ni poco ni demasiado, argumentó algo, les dijo que mademoiselle no estaba convenientemente vestida. Ocultó los dedos para que no viesen que temblaba, se sobrepuso y dejó abierta la puerta al objeto de que no desconfiasen.
Presa de los nervios, corrió a su cuarto. Cogió los andrajos que por alguna razón sentimental aún no había tirado, se disculpó mil veces por atreverse a vestir a Sarah con alguno de ellos, le cortó la melena a tijeretazos, la despeinó, le tiznó la cara con una astilla requemada y, cuando pensaba acompañarla hasta la puerta de atrás, Sarah se quedó mirándola con una sonrisa.
—Ahora es tu turno, querida Mimi.
—Pero... alguien tiene que quedarse, madame.
Y, sin dar lugar a réplicas, Sarah se puso a desvestir a Mimi, y a continuación la ayudó a vestirse con los harapos restantes. Antes de salir por una de las puertas traseras, Sarah le dijo a uno de sus sirvientes de confianza:
—No permitas que se acerque. No permitas que lo capturen. Y dile que estaré esperándole. ¿Te acordarás del nombre de la posada? Dile que le esperaré todo el tiempo que sea necesario —dijo Sarah.
—Se lo prometo, madame.
Sarah y Mimi salieron como una pareja de pordioseras, con varios mendrugos de pan en las manos. Nadie las reconoció.
Cuando Gilles subió al coche policial acompañado de dos agentes, Auguste se quedó paralizado. ¿Y Julien? Inmediatamente, pensó en entrar como fuese. Pensó en los matones y, por vez primera, se preguntó si no se habría equivocado, si no estarían dentro del palacete, si no habrían estado allí todo el tiempo. Y la simple idea de que fuera cierto hizo que se le encogiese el estómago. Esperó un rato más y, como viera que nada se movía, echó a andar hacia la puerta.
Entonces apareció el carro por el callejón lateral. Instintivamente, Auguste se pegó a la pared, se quedó quieto. En apariencia, era un simple carro de heno cubierto por un pedazo de lona. Estaría a unos veinte metros de él. Lo suficiente como para distinguir a los tres matones. Dos iban en el pescante, y el tercero iba sentado en la parte de atrás, entre los varales. Sin embargo, Auguste estaba cegado por una sola idea: arrojarse sobre la puerta del palacete, entrar aunque fuese lo último que hiciera en su vida. Y ahí habría perdido la pequeña oportunidad que le quedaba, de no haber sido porque entonces sucedió algo, un detalle que primero le heló la sangre, y al instante hizo que fluyese por sus venas con un vigor renovado.
El carro iba a doblar a la derecha para dejar atrás la fachada del palacete cuando, a consecuencia del giro, se desprendieron unas briznas de heno y sorpresivamente un brazo inerte sobresalió por entre los travesaños. Fue muy fugaz. El tercer guardaespaldas, el que iba sentado en la parte de atrás, se precipitó a ocultarlo, al tiempo que miraba con disimulo alrededor. Pero Auguste ya buscaba desesperadamente un coche de punto, y se palpaba de nuevo la pistola.
Tres días después, el 4 de junio, fue declarado festividad pública. En los Campos Elíseos, treinta y seis fuentes manaban vino sin interrupción, y había manjares, funciones de teatro y orquestas al aire libre. Aquel día, víspera de algo glorioso, era todo gratuito. Por la noche, después del concierto frente al palacio de las Tullerías y de los fuegos artificiales en la plaza de la Concordia, la gente empezó a retirarse. Sin embargo, alguien, contraviniendo sus hábitos nocturnos, llegaba de incógnito a la prisión de La Conciergerie.
Lo condujeron a una pequeña celda y, una vez allí, él mismo cogió el candil y ordenó a los carceleros que le dejaran con el cautivo. Sostuvo el candil en alto y se descubrió el rostro.
—Me has decepcionado, amigo mío. Y te previne contra mis decepciones —dijo suavemente.
—Excelencia —dijo Gilles, que vestía las mismas ropas con las que había sido arrestado tres días antes, aunque sensiblemente más sucias. El suelo era de tierra apelmazada. Se incorporó descalzo en el jergón y se aproximó a los barrotes—. Todo esto no es más que una lamentable equivocación. No sé qué os habrán dicho ni quién os lo habrá dicho, pero os juro por Dios que no pude evitar su muerte.
—¿Qué muerte?
—La muerte del Emperador.
—El Emperador, majadero, está más vivo que tú y que yo. Y dispuesto a hacer la guerra a toda Europa. Pero no creo que aún estés interesado en la alta política.
—¿Vivo? ¿El Emperador? —preguntó Gilles, cuyo asombro era inconmensurable.
—Y más ambicioso que nunca. Esa mañana, la mañana en que interrumpí su afeitado... Seamos exactos, la mañana en que evité que diera uso a la navaja envenenada, tuvimos una breve charla. Es notoria la sangre fría del Emperador. El atentado nos llevó al trono y el trono a la abdicación. Le aconsejé que abdicase. La ceremonia del Champ de Mars era idónea y, si lo hubiese hecho, su hijo reinaría y no habría guerra.
—Pero ¿cómo, cómo os enterasteis del atentado?
—Ah, joven Gilles. Digamos que fui alertado a tiempo. Y digamos que llegué a tiempo sólo por un pelo, nunca mejor dicho. Es superfluo añadir que los responsables que no están encarcelados... están muertos. ¡Ah, qué desperdicio las vidas de los conspiradores supervivientes! Pero es demasiado tarde para emplearlas provechosamente en favor del Ministerio. Con respecto a ti, en fin, quien no existe no puede ser responsable de nada, ¿no? Verás, tu pequeño robo en mis archivos privados es la menor de las razones por las que se te encierra de por vida. La más importante es que no puedo fiarme de ti. Las traiciones tienen un límite, y un precio.
—Pero Excelencia, Excelencia —rogó Gilles haciendo presa en los barrotes con ambas manos. Fouché retrocedió un paso—. Después de estos años de servicios... yo no me lo merezco, Excelencia.
—Son malos tiempos para los traidores, y la carrera del vizconde de Ménéval, amigo mío, toca a su fin. Nadie, ni ahora, ni mañana, créeme, se acordará de él. En cuanto a ti, pobre preso anónimo, se te despoja de todo. No tienes pasado, no tienes futuro, no tienes bienes espirituales, ni bienes materiales tampoco. Tu verdadero nombre se pudrirá entre estos muros húmedos.
—Os lo ruego, Excelencia —gimoteó Gilles arrodillándose contra los barrotes—. No me hagáis esto. Yo sé mucho más de lo que imagináis. Aún podría seros útil. Podéis utilizarme a vuestra conveniencia. En caso contrario... yo sé de gente que pagaría lo indecible por conocer muchos de vuestros secretos.
Fouché emitió una risa apagada, volvió a cubrirse con la capucha y de nuevo elevó el candil. La luz iluminó sus dientes.
—Sólo me queda una duda, joven Gilles, ¿para qué diablos querías esa carta? ¿Tenía tanto valor para ti? —Gilles, aferrado aún a los barrotes, se había ido deslizando insensiblemente, y ahora gemía aovillado en la tierra, con la cara pegada a los hierros—. ¡Carcelero! —llamó el encapuchado, y se fue por el corredor sin decir más.
Ahora estaba solo en la oscuridad, sin moverse. Continuaba gimiendo en la misma postura. Tanteó nerviosamente sus bolsillos, sollozando, lamentándose, y, como si de repente recordara, se puso a gatear por la celda. Se arrastró hasta el rincón del fondo y, hurgando en una grieta de la pared, sacó una carta y un billete con evidentes signos de deterioro. Los cogió entre las manos sucias con avaricia, como dos joyas preciosas, y, de rodillas, en el rincón, se quedó murmurando:
—Valor. Ahora sí que tiene valor. Ahora sí.
—Sarah —dijo el padre Barrault acercándose a ella—, tienes que comer. Llevas todo el día sin despegarte de la cama. Mi hermana te ha preparado algo caliente.
—Gracias, padre. No tengo hambre —dijo Sarah, que cogió del brazo a Auguste.
El padre Barrault se puso detrás de ellos, junto a Jérôme y Baptiste Turgut, y volvió a juntar las manos en ademán de oración. El padre Barrault, y su hermana, mademoiselle Barrault, no sólo tenían un sincero afecto por Sarah, sino una deuda de gratitud para con ella. Estaban al borde de la ruina y, sin la ayuda económica que Sarah les había prestado, habrían tenido que deshacerse de la Posada del Desencanto. Incluso Jérôme y Baptiste, sobre todo Jérôme y Baptiste, que después de toda una vida trabajando para los Barrault ya se veían en la calle, les estaban impagablemente agradecidos, y no sabían cómo demostrar su gratitud en esa hora dramática.
El doctor estuvo un largo rato examinando al enfermo. Como ayer y anteayer. Luego le abrió los ojos e hizo girar su cabeza con brusquedad a un lado y a otro de la almohada. Sarah estaba al pie de la cama. Llevaba los restos de su melena recogidos en una pequeña coleta. Con una mano apretaba el brazo de Auguste, y con la otra tenía un pañuelo cogido y pegado a la boca. Auguste estaba pálido, y una incipiente barba no enmascaraba el tajo reciente que le cruzaba la mejilla.
—¿Continúa inconsciente, doctor? —dijo Sarah, con un tono de voz que denotaba un cansancio extremo.
—Mucho me temo que sí —dijo el doctor, que, tras arropar a Julien, se levantó de la cama.
—¿Cómo es posible, después de cuarenta y ocho horas? —preguntó Auguste.
—Mantiene el reflejo de deglución. Y tampoco tiene afectada la función respiratoria ni la cardíaca. Duerme como si se encontrase en un sueño profundo —dijo el doctor con un tono de evidente impotencia. Echó una fugaz mirada al suelo, como si buscase inspiración, y continuó diciendo—: En ciertos casos, después de un traumatismo cerebral, se puede entrar en un estado vegetativo. Se tienen patrones relativamente normales de vigilia y sueño, se puede respirar e incluso deglutir espontáneamente, pero no se piensa ni actúa espontáneamente. Sólo algunos movimientos espasmódicos de las extremidades. Julien está en esa situación.
—¿Y cuánto tiempo puede permanecer así? —preguntó Sarah.
—Días, semanas, años... —replicó el doctor, que cogió el maletín de la butaca—. Nadie lo sabe.
—¡Pobre joven! ¡Pobre joven! —murmuró el padre Barrault.
—Si creen en algo más allá de esta vida —añadió el médico—, confíen y recen por su recuperación. Hasta donde yo sé, no podemos hacer otra cosa que esperar —dijo cerrando el maletín y cogiéndolo por el asa—. Volveré mañana, querida. No desespere. —Y pellizcó muy suavemente la barbilla de Sarah.
—Yo le acompaño, doctor —dijo el padre Barrault, cerrando la puerta del aposento.
—La culpa es mía. No tenía que haberlo salvado. No tenía que haberlo salvado —dijo Auguste, que se soltó del brazo de Sarah y se acercó a su amigo. El rostro de Julien, aún tumefacto, conservaba las señales del castigo— Hubiera sido mejor que nos matasen a los dos.
—No debes decir eso. Él se despertará. Es necesario que se despierte —dijo Sarah, con toda la serenidad de que fue capaz antes de enterrar la cara en el pañuelo.