19. UN PLAN METICULOSO
Por esas fechas, Gilles administraba las últimas dosis de arsénico a su víctima. Eran dosis mayores que otras veces, y Napoleón sufrió una recaída con los síntomas clásicos: tos seca, náuseas dolorosas, vómitos, escalofríos, sensibilidad a la luz, sensación de ardor en el estómago, piel amarillenta, debilidad, frío gélido en las piernas, sed abrasadora... Al cabo de unos días, como estaba previsto, interrumpió la fase de intoxicación crónica, o sea, la administración de arsénico prolongada, y aguardó con ansiedad a que el médico, Antommarchi, prescribiese lo que siempre recetaban los galenos ante síntomas parecidos, cuando el diagnóstico era de una vaguedad descorazonadora. Y es que los síntomas, vistos por separado, se parecían a los de muchas enfermedades; pero, en conjunto, no eran concluyentes. La somnolencia alternaba con el insomnio. A ciclos de pérdida de apetito seguían etapas en que Napoleón estaba incomparablemente hambriento. ¿Adónde conducían? ¿De qué mal estaba aquejado el Emperador, que lo consumía poco a poco? ¿Una úlcera gástrica, una enfermedad hepática? Antommarchi, el médico corso, no podía estar más perplejo.
Sin embargo, Antommarchi no se dio por vencido. Apremió al Emperador para que le permitiese consultar con un colega y fue autorizado para que eligiera de entre los profesionales de la isla el que le pareciese más competente. Antommarchi habló con el doctor Arnott, cirujano del 2. ° Regimiento. Le describió los síntomas y su proceder. El inglés opinó que debía aplicarse un vejigatorio grande en la región abdominal, un purgante y vinagre en la frente regularmente.
La reacción negativa del Emperador a los consejos del médico inglés zanjó el debate.
Por su lado, Gilles, viendo que Antommarchi se demoraba en recetar lo que prescribía la costumbre, empezó a desconfiar del médico. Le resultaba indigno de confianza. A lo que se añadía el hecho de que fuera corso, como Bonaparte, y de que no estuviera al servicio de nadie. Todo ello garantizaba una independencia y una cautela excesivas. Gilles trató de convencer al Emperador para que Antommarchi fuera sustituido por un médico francés. Tan fuera de sí estaba esos días que perdió la cabeza. Llegó a decirle a Montholon que, ante los escasos avances, el Emperador vería con buenos ojos que el nuevo médico fuera elegido por el monarca Borbón y sus ministros. Algo que era una media verdad, pues el enfermo nunca se había pronunciado con esa firmeza.
Es seguro que Gilles se habría puesto en evidencia si le hubiera dicho eso a alguien que no fuera Montholon, o si la esperada reacción de Antommarchi hubiese tardado un poco más en llegar. Pero Antommarchi reaccionó, Gilles dejó de preocuparse por los miramientos del corso y Montholon no filtró a nadie ni una sola palabra de los turbios comentarios de Gilles. Así dio comienzo la segunda parte del envenenamiento.
Gilles sabía que en casos de desarreglos estomacales prolongados, los médicos recetaban siempre un vomitivo, un emético que consistía en un tartárico de potasio y de antimonio. Era el procedimiento corriente, incluso en la época de la marquesa de Brinvilliers. En realidad, no había tratamiento alternativo. Su desagradable sabor hacía que pronto se desencadenasen los vómitos a fin de que el organismo se liberase de lo que le perjudicaba. De modo que Gilles contaba con un aliado involuntario en el doctor.
¿Qué buscaba con ello? Dos efectos: que los vómitos eliminasen todo rastro de arsénico en el estómago, ya que el veneno bien podría descubrirse en la autopsia; y, por último, una consecuencia inevitable y contraproducente del vomitivo. El tártaro emético, al actuar en un organismo que ya estuviera debilitado, acabaría por inhibir el reflejo normal del vómito con que el estómago se protege a sí mismo. Sin esa protección, el organismo quedaba más expuesto que nunca.
Bonaparte, en efecto, ingirió las primeras dosis de emético en dos tomas espaciadas, y los resultados fueron los previsibles. Todo marchaba según Gilles había calculado. El Emperador se mostraba con él tan confiado como siempre; o, sencillamente, estaba dispuesto a llegar hasta el final de un camino lleno de sombras. Comoquiera que fuese, lo más importante es que por fin empezó a aludir con frecuencia a la redacción del testamento. Por eso Gilles vio llegada la hora de agilizar el proceso. Tenía el éxito al alcance de la mano, y, a estas alturas, sólo una cosa le preocupaba: que alguien sospechase la verdad.
La duda se infiltró en él, se instaló y fue creciendo día tras día, como el mal en el organismo de su víctima. ¿Quién podía estar al tanto de un proceso tan meticuloso? ¿Marchand? ¿Bertrand? ¿Montholon? La complacencia de Montholon, que era quien más tiempo pasaba junto al lecho de Napoleón, exceptuándole a él, había que tenerla presente. Hasta recordó aquel día en la bodega, cuando a punto estuvo de descubrirle vertiendo el arsénico en los toneles. ¿O le había descubierto? Siempre le habría quedado la duda si el propio Montholon no se la hubiera esclarecido. Pero para llegar a este extremo, antes habrá que hacer referencia al siguiente paso en la fase del envenenamiento. Aconteció unos días más tarde.
El Emperador, que a menudo se quejaba de una sed abrasadora, se había aficionado a la horchata o sirope de almendras. Era una bebida con sabor a naranja, hecha con almendras dulces y agua de azahar. No obstante, Gilles tenía pensado añadir algunas almendras amargas, condimento habitual en la preparación del sirope, pero, eso sí, en la combinación adecuada, también al estilo de la Brinvilliers. Sin embargo, en Santa Elena eran difíciles de encontrar. Entonces Gilles recordó que se podían reemplazar por huesos de melocotón. Los huesos de melocotón, al entrar en la composición del sirope, producían el mismo efecto que el aceite de almendras amargas.
La tarde en que salió para recoger melocotones, el conde de Montholon lo abordó.
—¿Se dedica ahora a la recolecta de fruta, Gilles?
Gilles se dio media vuelta mientras depositaba otro melocotón en el cesto.
—Son necesarios para la composición del sirope, monsieur. En lugar de almendras amargas.
—¿En lugar de almendras amargas? Qué curioso.
—En Jamestown no las tienen a la venta, y los huesos de melocotón pueden sustituirlas.
—Entiendo. Pero ¿cómo es posible que no me lo haya comentado antes? Hoy mismo solicitaré al gobernador que se nos provea de almendras amargas.
—Os lo agradezco, monsieur.
—No tiene por qué. Aunque estoy aquí única y exclusivamente al servicio del Emperador, en atención a su familiaridad con él, cualquier necesidad suya haré lo posible por satisfacerla, ¿me explico?
—Perfectamente, monsieur.
—Sepa que su entrega devota a Su Majestad, que su interés por su estado no me pasan inadvertidos. Es más, esté seguro de que nadie, a excepción de mí, es capaz de valorar sus esfuerzos en la medida justa.
—Es un honor. Y, ahora, si me disculpáis, Su Majestad me está aguardando.
—Claro, Gilles. Y, en lo sucesivo, permita que un trabajo como éste lo lleve a cabo la servidumbre. Seguro que tendrá cometidos más importantes.
Gilles efectuó una breve inclinación de cabeza, le dio la espalda y caminó deprisa hacia la mansión.
Con ser valiosas, había algo aún más valioso que las palabras de Montholon: el tono en que fueron dichas, y la expresión del conde. No hacía falta ser un observador sagaz para detectar que Montholon estaba al tanto de su empresa, y que pretendía que Gilles supiera que él lo sabía. Sobre eso Gilles no abrigaba la menor duda. Tal vez, sin querer, ocupaba el papel que Montholon tenía reservado para sí en este macabro teatro ubicado en el fin del mundo. Tal vez se trataba de un nuevo complot para acabar con la vida de Bonaparte.
Durante horas elucubró sobre los motivos (personales y políticos), y sobre la gente que podía estar involucrada en el asunto. Pensó en abandonarlo todo y salir de allí con vida, ahora que aún estaba a tiempo. Pero con la noche llegó la calma, lo pensó mejor, lo reflexionó maduramente sin dejarse llevar por las pasiones. Si no lo habían detenido antes, ¿cómo iban a detenerlo cuando ya sólo quedaba el golpe de gracia? Si era cierto que Montholon lo sabía, no era menos cierto que no pensaba delatarlo. Y ello sin contar con que Bonaparte acababa de redactar el testamento, y que, por los indicios, él sería uno de los beneficiarios. Tres paquetes atados con cintas y lacrados con el escudo de armas del Emperador contenían la respuesta. Gilles había tenido la oportunidad de verlos, pero habían desaparecido de su vista, por ahora.
Unos días más tarde el gobernador envió a Longwood House una caja de almendras amargas. ¿Estaría en el secreto también Hudson Lowe?
Pero la tranquilidad de Gilles duró poco. Al día siguiente llegó a sus oídos cierta información por una fuente inesperada: el general Bertrand, el oficial más leal al Emperador, y también el más desdichado en Santa Elena.
Henri Bertrand había dirigido el palacio de las Tullerías con el rango de gran mariscal, y había acompañado al Emperador en el destierro de Elba. Y no sólo eso. Estaba a su servicio desde la campaña de Egipto. Rondaba la edad de Napoleón, y era un hombre muy detallista, hosco, reservado y sin mucha agudeza psicológica para juzgar a sus semejantes. Si bien iba todos los días a Longwood House, vivía apartado, con su esposa Fanny y sus cuatro hijos. Esa distancia fue insalvable y enfrió sus relaciones con Bonaparte en beneficio de Montholon, que vivía en la casa, entregado al Emperador desde que su familia partiera de la isla. Bertrand nunca superó que el lugar de privilegio lo ocupase un aristócrata con el pasado ambiguo de Montholon, y con su catadura moral.
Pues bien, Bertrand, sin duda en un momento de debilidad (estaba casi tan deseoso de marcharse de la isla como su esposa Fanny), le dijo a Gilles que el Emperador había perdido el juicio. Dijo que con sus facultades tan mermadas era imposible pensar que él había hecho el testamento, sino que el conde de Montholon se lo había dictado. ¡Y eso lo decía uno de los tres albaceas testamentarios, junto con el propio Montholon y el primer ayuda de cámara, Louis Marchand!
Gilles se sintió autorizado a temer por su parte de la herencia. Ya en su momento soportó como pudo que Napoleón no lo designase albacea a él (su hijo), pero esto de ahora incidía en sus más ocultos temores. A pesar de haberse consagrado durante meses a Bonaparte, si su futuro económico estaba en manos del conde de Montholon, ya podía irse despidiendo de heredar una suma cuantiosa.
Desde luego, el estado del Emperador se agravaba con el paso de las horas. Ya apenas salía de la cama. Lo cual no sorprendía a Gilles. Y casi no comía, excepto sopa, algún huevo, alguna galleta; pero eso sí, ingería cucharadas de vino y también generosas dosis de sirope con almendras amargas, que Gilles le daba continuamente para calmar la sed.
Napoleón demostraba una docilidad que estremecía a cualquiera que lo hubiese conocido en la plenitud de sus facultades. Y, en ocasiones, detenido al borde de la lucidez, se pasaba un buen rato preguntando cualquier cosa, obsesionado con una idea, como si hubiera perdido la memoria. A la vista de las circunstancias, Gilles decidió precipitar el fin. Era la madrugada del 1 al 2 de mayo de 1821.
Esa misma noche, a la misma hora en que Gilles empezaba a actuar, Julien Lasalle, heredero de la casta de Napoleón, permanecía de pie en la toldilla de un navio con las velas a todo trapo. Las piernas separadas; y las manos, que cruzaba bajo los faldones del abrigo, aún no habían recuperado buena parte de la sensibilidad. Auguste se puso a su lado.
—El capitán afirma que con viento favorable estaremos en la isla en cuatro o cinco días, como mucho —dijo Auguste.
—Habrá recompensa si lo hace en tres días. Díselo de mi parte —replicó Julien sin dedicarle una mirada. Auguste se volvió sobre sus pasos, y Julien hundió los ojos en la lejanía.
Alrededor de las tres de la madrugada Gilles ejecutó la última parte del plan. Tras asegurarse de que se había quedado solo con Bonaparte en el salón, adonde se le había trasladado para comodidad de todos, abrió la persiana y su correspondiente ventanal, destapó al enfermo y lo expuso a la corriente. Lo suficiente para que, por la mañana, Antommarchi se mostrase muy intranquilo por la fiebre del Emperador.
Como era de esperar, Antommarchi no se conformó con sus propias observaciones. Consultó con el doctor Arnott y con dos médicos ingleses (los doctores Shortt y Mitchell). Todos, por cierto, bajo el mando y la tutela de Hudson Lowe, estuvieron de acuerdo en prescribir un purgante de diez granos de calomel diluido en agua azucarada. La dosis normal para curar un constipado era de un cuarto de grano: cuarenta veces menor. Antommarchi se opuso a semejante dosis brutal, pero los ingleses arguyeron que un caso desesperado requería una dosis desesperada. El calomel era aconsejable para el estreñimiento crónico de Bonaparte, y también para el constipado que amenazaba su delicada salud.
Gilles respiraba con alivio. Si algo quedaba claro era que Montholon no sólo conocía sus planes, sino el secreto de los envenenadores profesionales de la época, la combinación perfecta que Gilles había estado buscando desde el principio: primero arsénico, prudente y paulatinamente administrado; segundo, un emético para debilitar el estómago, y, tercero, sirope de almendras amargas más calomel. Sólo eso explicaba la reacción de Montholon cuando los médicos solicitaron su aprobación a la dosis exagerada de diez granos.
El calomel era un medicamento recurrente y considerado casi milagroso. Se prescribía para curar las enfermedades que nadie sabía tratar de otra forma, y, en particular, los constipados y el estreñimiento. Lo que, por experiencia, sabían los envenenadores profesionales (y los médicos ignoraban) es que el calomel, bastante inocuo de por sí, mezclado con el sirope de almendras amargas se convierte en un veneno mortal que corroe la pared del estómago y provoca parálisis en los músculos. Pero el conocimiento de los discípulos de la marquesa de Brinvilliers iba más lejos.
La combinación de almendras amargas y calomel la habría rechazado un estómago sano que se protege mediante la acción normal del vómito. Ahora bien, ¿y si se le hubiese administrado previamente tártaro emético, que, en dosis suficientes, inhibe los reflejos del vómito? En ese caso, el estómago no podría expulsar el tóxico, y éste produciría todos sus efectos.
Se solicitó la aprobación de Montholon, y también la de Gilles (a quien todos, de un modo u otro, conocían como el hijo de Napoleón). Ambos fueron partidarios de administrar los diez granos de calomel, y Louis Marchand, primer ayuda de cámara del Emperador, fue el encargado de dárselo a beber.
Pero Marchand se mostró remiso, y objetó que el Emperador le había dicho expresamente que no quería bebida ni poción alguna que no hubiese aprobado antes. El general Bertrand, resignado o convencido, dio muestras de nuevo de su poca perspicacia, y, avanzando un paso, como haciéndose responsable, replicó:
—Sí, sin duda, pero se trata de un último recurso. No debe pesar en nuestras conciencias el no haber hecho todo lo humanamente posible por salvarle.
El fiel Louis Marchand, que si veía a alguien con buenos ojos era al general Bertrand, no necesitó más para disolver el polvo en agua con azúcar. Cuando el Emperador se quejó de sed, Marchand se lo hizo ingerir suavemente. Al terminar, con un tono entre afectuoso y pícaro, Bonaparte le preguntó:
—¿También tú me engañas?
Marchand no olvidó nunca esas palabras. Era el 3 de mayo de 1821.
Veinticuatro horas después, el mercante Excelsior, con destino a las Indias, fondeaba en el embarcadero de Jamestown para repostar.