11. LE SORCIER O

«EL CABALLERO SIN ALMA»

Pasó el tiempo, y a una estación sucedió otra. Y así año tras año.

En las plantaciones de azúcar y algodón, los braceros aprendieron que trabajar resultaba menos arduo cantando. Al menos, en las plantaciones en que el trabajo era un tormento. Por eso en la hacienda de Julien los negros, que eran todos libres, cantaban poco. Por eso y por el respeto supersticioso que inspiraba el amo, a quien nunca veían. Pero, cuando cantaban, eran canciones de ritmos y melodías conmovedoras que alegraban las tardes y las noches sofocantes. Durante los primeros años, Julien no se cansó de escucharlas. Canciones de oración y súplica, de trabajo, espirituales de letras tiernas, desgarradoras, desesperadas, que cantaban acompañados de sus propios instrumentos fabricados con calabazas y huesos, ralladores o palanganas de metal. Era el continuo aprendizaje de la improvisación. Y su ignorancia musical, lejos de representar un inconveniente, constituía un bálsamo para sus atribulados corazones.

A la caída de la tarde, o algunas noches, para no ser visto, el amo de la plantación hechizada, la que inspiraba repulsa y devoción, merodeaba por las inmediaciones de las chozas de los negros. Se aseguraba de que nadie lo había visto, se sentaba a escucharlos contra el tronco de un sauce con un libro entre las manos, y se dejaba mecer por los recuerdos de su infancia. Entonces no le quedaba otro remedio que preguntarse qué hacía allí, en Nueva Orleans. Seguramente, igual que se preguntaban los negros.

La música era la vida para ellos. Para él representaba el único resquicio por el que se colaba en su vida la poesía, con excepción de los libros de ficción, sus amadas, sus queridas novelas, que leía y releía hasta obsesionarse. Aquellas músicas, qué absurdo, le recordaban al París de su infancia y a una chiquilla de cabellos como el oro y mirada extraviada en las estrellas cuyo nombre preservaba en lo más secreto del corazón.

Pero no sólo la chiquilla le traía el recuerdo de su patria. Durante todos estos años las noticias de su país, a menudo trágicas, le habían llegado por una u otra vía: la guerra contra España; luego, la invasión de Rusia y el desastre de la Grand Armée; más tarde, por fin, la derrota de Napoleón en Leipzig a manos de una coalición de ejércitos europeos, la formación de un gobierno provisional a cargo de Talleyrand, y la abdicación del Emperador y su exilio a la isla de Elba. Por no hablar de los continuos rumores que corrían sobre sus proyectos de huida del exilio.

Sin embargo, los recuerdos y las noticias de la patria, por sí solos, no alimentan una vida, y durante años, Julien, el hombre de los muchos nombres, dio nombre propio al miedo.

En efecto, durante años, Le sorcier encarnó en Nueva Orleans algo más malévolo que la peste, más despiadado que un brote de fiebre amarilla, más inexorable que la guerra contra Gran Bretaña y más inclemente que un levantamiento de esclavos negros. Salvo por la inteligencia, no parecía demasiado humano; pero ¿cómo podía ser malévolo algo inhumano? Para muchos era justo como la ira de Dios; para otros, no era sino el más genial envenenador de la historia, y, para todos, un criminal sin rostro que terminaría por cometer algún error de cálculo.

Su fama viajó por tierras que él jamás había pisado, y, sin saber quién era Le sorcier, vinieron a buscarle de lugares remotos para confiarle misiones tan comprometidas como bien remuneradas. Pero él siempre rehusó salir de Nueva Orleans. Allí estaba enterrada su madre, y acercarse a diario hasta su tumba era lo más parecido a tener un hogar que hubiese experimentado nunca.

Lo incuestionable es que si antes del adiestramiento había sido un enemigo del orden, las enseñanzas de Grand Perle lo convirtieron en algo más temible, menos clasificable y más innombrable que antes, algo a lo que sólo los negros se habían atrevido a bautizar: Le sorcier o «el caballero sin alma».

Amasó una fortuna que salvó a la plantación de los préstamos usurarios de los bancos, y, además, siempre había gente que solicitaba favores. O sea, alguien que conocía a otro, que a su vez estaba en condiciones de ponerse en contacto con Auguste para pedir un favor o suplicar un pequeño negocio a cambio de un importante fajo de billetes. Y nadie, o casi nadie, después de un negocio semejante, osaba facilitar pistas a la policía sobre un crimen que no dejaría el menor rastro y cuyo autor tenía el defecto de pagar siempre sus deudas, y de no olvidar jamás a los delatores.

Dicen que el señor Clairborne, un notario de cierta edad con fama de usurero y explotador de pasantes, que ejerció en Nueva Orleans durante unos años, fue el único que tuvo oportunidad de comprobar la memoria escrupulosa de Le sorcier. Pero quién puede estar seguro de nada. La gente se inclina a hablar siempre demasiado, y nadie sabe a ciencia cierta lo que pasó.

Los rumores apuntan a que anduvo en tratos clandestinos con Le sorcier, pero que un buen día le entraron los remordimientos. El señor Clairborne era un protestante que hacía un inflexible uso de la doble moral. Pues bien, se difundió el rumor de que tenía una pista con la que desenmascarar a Le sorcier, y que pensaba compartir esa información con la policía. ¡Pobre! El caso es que, según se dice, de la noche a la mañana el señor Clairborne empezó a deteriorarse a ojos vistas, se le cayó la hermosa mata de pelo cano, también los dientes se le fueron cayendo, empezó a adelgazar como si se hubiera puesto a dieta rigurosa, y, en pocos días, ya no pudo levantarse de la cama. Dicen, pero quién puede probarlo, o, mejor dicho, quién se atrevería a atestiguarlo, que en sus últimas horas apareció una figura alta, vestida con ropa oscura, recortándose contra el vano de la puerta del aposento, y que se quedó mirando al consumido señor Clairborne con la intención de que éste advirtiera su presencia. Cuando los presentes quisieron verle el rostro, la figura ya había desaparecido.

Sorprende cómo se difunden los rumores. Hubo quien dijo que el señor Clairborne empezó a enfermar el día después de que su anillo, que tenía por costumbre ponerse todas las mañanas al levantarse, le hiciese una herida en el dedo índice. Otros atribuyeron sus males a los efluvios de la pintura. Y es cierto que, por ese entonces, el señor Clairborne mandó pintar todas las paredes de la casa; pero, si eso fue así, ¿por qué afectó sólo al señor Clairborne y no a la servidumbre? Otros se refirieron al monóculo, que le causó un pinchazo leve que terminó infectándose. Pero poca relación tiene una herida infectada con los síntomas que llevaron al notario a la tumba. ¿O no? En fin, la mayoría de sus conciudadanos alegó que la verdad es que era un hombre de salud delicada. Y pronto dejó de hablarse del señor Clairborne, que fue sustituido por un nuevo notario.

Lo cierto es que Julien se había convertido en un hombre. Por su estatura, descollaba por encima de muchos. Tenía las manos finas y la tez muy blanca. Su nariz prevalecía armoniosamente en el conjunto, y sus ojos grises, enormes, cercados por unas prematuras ojeras, realzaban un atractivo bastante despreocupado de sí mismo. En cuanto a su cabello oscuro, lo llevaba siempre recogido en una lazada de terciopelo negro. Quienes sucumbieron a su voz áfona decían que era reservado, que hablaba lo indispensable, que ignoraba el sentido del humor, que era poco ceremonioso y muy susceptible; y quienes le habían visto juraban que tenía por costumbre pasear a grandes zancadas con las manos debajo de los faldones, y que era adicto a fumar una extraña pipa que ponía un irresistible matiz de locura en su mirada.

Despertaba sentimientos encontrados. Los negros habían propagado el nombre por el que lo conocían, Le sorcier o «el caballero sin alma», el que había hecho un pacto con Damballah, y lo temían y admiraban a partes iguales y por las mismas razones, aunque sólo «sus» negros, y pocos más, se dirigían a él personalmente. Con frecuencia, sobre todo después de algún crimen que llevaba su firma, algunos de los bailes y hechizos de los negros iban destinados a Le sorcier, no tanto con el fin de atacarlo (lo creían invulnerable), sino de aplacar su furia, y de protegerse ellos mismos. A los blancos, sólo el nombre los aterrorizaba. Y, en realidad, sólo unos cuantos, entre quienes se contaban los prohombres de la ciudad y algunas autoridades, se planteaban si tendría algún fundamento prestar credibilidad a la superstición que rodeaba a cierto acaudalado hacendado, dueño de una pequeña pero próspera plantación de azúcar, y que apenas se dejaba ver en público.

Pero el azar quiso que el 30 de abril de 1812 Luisiana fuera admitida en la Unión, y que, tan sólo seis semanas después, Estados Unidos declarase la guerra a Gran Bretaña a causa de las restricciones comerciales que imponía el bloqueo británico.

Durante los dos años y medio que duró la guerra, cuánto lamentó Julien haber permitido que Victor le acompañase en su fuga. Porque Victor, cuya cabeza ya no era la de antes, se iba marchitando de día en día, aquí, en el extremo del mundo, en medio de una guerra cuyos contornos se volvían cada vez más difusos. Dónde estaba el hombre que él había conocido, su preceptor ecuánime, el investigador voraz y estrafalario, el descubridor de una nueva forma de hacer medicina, dónde. Ese hombre de paz, que había colocado sus investigaciones en el centro de su vida, era el mismo hombre derrotado, avejentado, recluido en sí mismo, que se ocultaba hasta de sus propios recuerdos. Ya nunca entraba en un laboratorio que no consideraba suyo. Dejaba transcurrir los días cuidando de sus plantas, que transportaba de un lado a otro de la casa con ternura paternal, mientras deploraba los efectos de la guerra sobre los pueblos.

Cada día, cada hora que se prolongaba la contienda parecía enterrar un poco más a Victor en sus silencios; por eso, cuando el 24 de diciembre de 1814, después de múltiples rumores contradictorios, se firmó el Tratado de Gante que ponía fin a la guerra, en la plantación fue un día de celebración. Y a Victor parecieron brillarle los ojos como en los mejores días.

Pero tan sólo cuarenta y ocho horas después, de modo tan sorprendente que nadie hablaría de una coincidencia, Julien recibió una visita que no olvidaría.

Sucedió una tarde inusualmente tibia de diciembre, cuando un cabriolé se detuvo frente a la puerta principal de la mansión. Del coche bajó un sujeto muy atildado con un portafolios de piel negra en la mano. Era de corta estatura, rechoncho, con un fino bigotito y el cabello escrupulosamente demarcado por una raya que desde el occipucio llegaba hasta la sien. Arrastraba una leve cojera en el pie izquierdo. Vestía una capa no demasiado larga, y una gruesa cadena de oro le colgaba por encima del bolsillo del chaleco. Llamó a la campanilla y, con un francés impecable, preguntó a la doncella mulata por el amo de la plantación. El caballero se presentó con un nombre que no tiene ninguna importancia. Dijo que se trataba de un asunto de la máxima urgencia y que así debía exponérselo a su señor. La doncella lo condujo al salón de fumar y le rogó que tuviera la bondad de aguardar al amo.

Al cabo de unos minutos, Julien compareció y el hombrecillo le presentó sus respetos. La visita, a puerta cerrada, se prolongó hasta muy entrada la noche.

Una vez terminada la entrevista, el caballero salió a la veranda acompañado por la doncella y, sin duda atraído por una mecedora en movimiento, giró la vista a un lado y no le dio tiempo más que a ver una sombra que exhalaba una fantástica bocanada de humo. Con rostro vigilante, subió de nuevo al cabriolé, que había estado esperándole durante horas, y partió muy ligero. Nunca se le volvió a ver por allí.

Con respecto a la mecedora, bueno, sólo alguien era capaz de imprimir ese diabólico movimiento al trasto. De hecho, no había nada, con excepción de las joyas de oro, que entusiasmase tanto a Grand Perle como las mecedoras. En los últimos años sólo muy ocasionalmente se acercaba por allí, y no siempre para visitar a Julien, aunque siempre sin avisar. Desde luego, cuando Julien salió a la veranda a respirar el aire aún tibio de la noche, no pareció sorprendido de verla.

—Nuevos vientos llenan las velas, y presagian cambios de rumbo —dijo Grand Perle exhalando una interminable bocanada de humo.

—Antes no solías hablar con metáforas —replicó él sin mirarla mientras apoyaba a su vez ambas manos en la barandilla.

—Antes las cosas eran distintas —repuso Grand Perle.

—Reconozco que tienes el don de la casualidad, amiga mía. Te presentas en los momentos más interesantes —afirmó Julien mirándola de reojo.

—¿Existe acaso la casualidad? Te dije que Damballah te enviaría una señal cuando estuvieras preparado.

—Basta de juegos —interrumpió Julien con firmeza mirándola de frente.

Grand Perle se levantó de un salto. Se acercó a él, cogió su mano con brusquedad y le mostró la muñeca con la señal de la mordedura de la serpiente.

—¿También esto es casualidad? Regresa a París y corre al encuentro de tu destino, niño sin nombre.

—Hace ya tiempo que ese niño se convirtió en el adulto de los muchos nombres, Grand Perle.

—Sin embargo, no descansarás hasta averiguar quién eres y cuál es el nombre de tu padre —rebatió ella soltando la mano con violencia.

—¿Qué me propones? ¿Que me vaya? ¿Que lo deje todo? En París aún podrían reconocerme.

—¿Reconocer a quién? ¿Al muchacho que fuiste? —preguntó desdeñosamente Grand Perle—. Te has convertido en alguien lleno de recursos para enfrentarte a tus enemigos. Y tienes una misión que cumplir. Niégate, pero en ese caso no hallarás reposo, y la ira de Damballah te perseguirá por las noches. Volverás a soñar con serpientes. Te arrepentirás durante toda la vida.

—Ya no me dan miedo tus malditos cuentos —levantó el tono Julien.

—Eso es buena cosa. Mis enseñanzas no fueron inútiles, entonces. Tampoco lo fueron con las serpientes —dijo ella en tono sentencioso.

—Además —añadió Julien—, Bonaparte ni siquiera se ha escapado de Elba. ¿Cómo pueden hacer planes sobre lo que no ha sucedido todavía?

—Pero sucederá —se apresuró a afirmar Grand Perle con decisión—. Es inevitable. Los espías del emisario francés están bien informados. —Él se dio media vuelta para entrar en la casa—. Julien —dijo Grand Perle, que muy raramente le llamaba por el nombre—. Tu madre y yo hemos estado hablando.

Él apretó los puños y replicó con los labios temblorosos:

—¡Calla! No tienes ningún derecho, vieja.

—Ella ansia que conozcas a tu padre. Y su espíritu no descansará hasta que no averigües quién es —dijo Grand Perle en un susurro—. Cumple con tu destino. —Él la miró sin articular palabra—. Acepta la misión que tienes ante ti, y no dudes en llevarla hasta el final. Confía en que ése es el camino correcto. Sigue adelante siempre, y Damballah terminará revelándote el sentido. —Se hizo el silencio, y, al final, Grand Perle agregó—: Hay algo más aún que te da miedo, aparte de las serpientes, ¿no es cierto? La salud del viejo te da miedo. Temes por su vida.

—Ya no. La guerra que turbaba la paz de su espíritu ha terminado. Buenas noches, Grand Perle.

—Pregúntale al viejo lo que prefiere.

—Lo sé mejor que tú —dijo Julien con brutalidad poniendo una mano en el picaporte—. Necesita paz para su vejez. —Y entreabrió la puerta.

—Entonces llévatelo de aquí. La guerra no ha terminado.

—¿Acaso no lees los periódicos?

—Los periódicos mienten —contestó ella. Julien soltó el picaporte con la cara crispada y volvió a mirarla de frente. Ella apagó el cigarrillo y se puso a examinar las alhajas de las manos—. Gran Bretaña reanudará la guerra y atacará la ciudad. Si el viejo permanece aquí, tú estarás arriesgando su vida —afirmó, y a continuación empezó a bajar las escaleras de la veranda.

—¡¡Grand Perle!! —gritó Julien—. ¿Cuándo?

—Queda muy poco tiempo —dijo la negra, y desapareció en la oscuridad.

Al día siguiente Julien abordó a Victor en uno de sus múltiples traslados de plantas, y, cuando éste se disponía a entrar en su aposento, le preguntó:

—Victor, ¿te gustaría ver París de nuevo?

Victor, que tenía la maceta agarrada con las dos manos, guardó silencio, luego levantó la cabeza, miró hacia el techo y respondió:

—Me gustaría mucho ver a Gilles, por última vez.

Los tres, junto con la servidumbre negra, embarcaron a principios de enero. Era una mañana brumosa, y París les aguardaba. Hacía mucho que Victor no estaba tan locuaz, tan vivaracho. En cuanto a Auguste, cuyo abdomen había descompuesto levemente su figura en los últimos años, se sentía rejuvenecer por horas.

El 8 de enero de 1815, tan sólo cuatro días después de que el barco de Julien se hiciera a la mar, y pese al Tratado de Gante que se había firmado en diciembre, las fuerzas británicas lanzaron un nuevo ataque sobre Nueva Orleans. Un ejército de piratas, entre los que se encontraba el famoso Jacques Lafitte, americanos de la frontera, caballeros franceses y negros libres al mando de Andrew Jackson defendieron la ciudad en una proporción de dos contra uno a favor de los ingleses. Después de una batalla cruenta, el ejército americano obligó a los británicos a retroceder, e Inglaterra se vio forzada a dar validez al tratado de paz.