3. UN SECRETO TENEBROSO

Unos meses después llegó el verano. Era el mes de termidor. Aunque, para algunos, los más tradicionales, termidor seguía siendo ni más ni menos que el mes de agosto.

Una tarde especialmente sofocante regresaba el muchacho de visitar a Victor. Estaba a la altura de la rue Rambuteau, la calle de la niña a la que había visto una noche, muchos meses antes, mirando las estrellas. No había vuelto a ver a la niña desde entonces, y, aunque por cualquier motivo pensaba en ella, siempre evitaba pasar por allí. Hasta ese día, en que decidió no dar el consabido rodeo.

Conforme se fue internando en la calle, buscó a la niña con ojos erráticos. Su corazón palpitaba acelerado. Pronto estuvo casi a la altura del portal. Ralentizó la marcha. Se quedó mirándolo sin pararse y, cuando ya se resignaba a lo peor, descubrió de repente a la niña saliendo de la penumbra con un abultado saco entre los brazos. Antes de que pensara en ayudarla, ella había depositado el saco en un poyete de piedra, junto al portal. Jadeaba la chiquilla. Él se acercó y se paró tan próximo al poyete que sus ojos se encontraron con los ojos de ella.

La niña le devolvió una mirada limpia en la que no cabía una chispa de temor o recelo. Con los dedos se recogió algunos mechones rubios por detrás de la oreja. Pasó así un lapso indeciblemente breve. El silencio lo llenaba todo cuando él se aproximó algo más, se puso muy despacio junto a ella, como temeroso de romper algún hechizo, y muy dulce pero decididamente preguntó:

—¿Vendrás conmigo algún día?

Sin mediar palabra, la niña cogió su mano con una sencillez desarmante y entonces él, sin decidirlo ni vacilar ni atreverse tampoco, echó a andar tranquilamente a su lado. Como si fuese algo que hubieran hecho juntos desde el principio.

¿Qué trecho habían recorrido hasta que alguien chilló a sus espaldas? Algunos viandantes optaron por darse la vuelta para mirar. ¿Fueron veinte metros? ¿Veinticinco, quizá?

—¡¡Niña!! ¡¡Eh, niña!! ¡Vuelve aquí ahora mismo te digo!

Siguieron andando tomados de la mano. El final de la calle o el comienzo estaba a la vuelta de la esquina, demasiado cerca, en todo caso, como para desandar el camino. ¿Oyó la voz alguno de ellos? Él se concentró sólo en esa mano diminuta dentro de la suya. En cuanto a la niña, seguramente nunca había sido tan feliz como entonces. Pero, de pronto, alguien detuvo a la chiquilla por la fuerza. Era una mujer hermosa, de belleza un poco ajada. Brutalmente, interrumpió el viaje hacia ningún lugar. Tenía el poder absoluto de hacerlo, y ambos lo sabían. El poder de quebrar algo muy delicado, el silencio, las promesas hechas sin palabras, todo eso.

No satisfecha aún, la mujer soltó por la fuerza las manos entrelazadas y se puso a zarandear a la pequeña. Le pegó una sonora bofetada. Después, lanzó al muchacho una mirada reprobatoria.

—Te he dicho mil veces que a una madre no se la desobedece nunca.

Se la fue llevando a tirones calle arriba. La madre tenía en la otra mano algo parecido a un chal. Se detuvieron. Se lo puso por los hombros, con delicadeza, para abrigarla, y reanudaron el paso. Y cada vez que la niña volvía la cabeza para mirar cómo él se perdía a lo lejos, la madre daba mi pequeño tirón. Hasta que desaparecieron en el portal, v el se quedó en el mismo sitio, con el rostro inmutable, los brazos caídos y el maravilloso olor a vainilla que desprendía la pequeña.

Al día siguiente, poco después de mediodía, sonó la aldaba en la mansión de Victor.

—Por el amor de una madre, Émile, ¿qué te ha pasado? —preguntó Victor cuando vio a su amigo con un pañuelo ensangrentado que sujetaba en la alto de la calva con una mano.

—Vengo de la universidad —dijo Émile introduciéndose con urgencia en la casa como un hombre perseguido—. De la conferencia de nuestros insignes doctores en Medicina.

—¿Quién te ha hecho eso? —dijo Victor, que lo cogió del brazo libre mientras lo acompañaba al laboratorio.

—Lo he intentado, Victor. Pero no es posible. Sus cerebros están tan cerrados como sus bolsillos.

—Émile, Émile, Émile. ¿No les habrás hablado de nuestras investigaciones? Mira que te lo advertí... Baja con cuidado las escaleras.

—Qué va —dijo Émile, que le precedía, con el tono de quien sabe que ha hablado demasiado—. ¡Pero si no les dije apenas nada! Fue como hablar del sol cuando es de día.

—¿Qué les dijiste exactamente? —preguntó Victor haciéndole tomar asiento—. ¡Muchacho! Agua limpia, y paños.

Del fondo del sótano, sentado a la mesa en la que se colaba la luz del ventanuco, estaba el muchacho sin nombre. Apartó con cuidado el mortero, y se levantó raudo.

—Les expliqué que lo similar se trata con lo similar —dijo Émile impartiendo unas lecciones que Victor conocía de memoria—. Les hablé de las dosis infinitesimales, y de cómo éstas, administradas al paciente de modo adecuado, son susceptibles de provocar los deseados efectos curativos. Ya lo dijo Paracelso: «Nada es veneno, todo es veneno; la diferencia está en la dosis».

—¡Válgame el cielo, Émile! ¿Ves como tenía razón al no creerte? Aparatosa, pero muy superficial —exclamó Victor examinando la herida mientras cogía un paño húmedo de manos del chico—. ¿Quién ha sido el canalla?

—¿Y cómo voy a saberlo? Yo sólo vi un bastón de madera. —Y, de improviso, como si recordara algo—: ¡La dosis! ¡La cuestión está en la dosis! Ha de ser muy pequeña —dijo, uniendo los dedos pulgar e índice a la altura de los ojos—, totalmente atóxica. ¡Cu-ra-ti-va! La ley de la similitud, ya conocida por los griegos: Similia similibus curantur, los semejantes se curan con los semejantes. Les expliqué que la medicina tradicional basa sus tratamientos en la curación por contrarios: Contraria contrariis curantur, los contrarios se curan con los contrarios, y que utiliza medicamentos a dosis ponderables. ¡Ay!, eso duele, Victor, pero que mucho...

—Aguanta —replicó Victor intercambiando el paño húmedo por otro que le pasó el chico, mientras éste, agachado, enjuagaba el paño ensangrentado en un barreño de agua.

Émile, de pura excitación, se puso a gesticular como quien muestra a una cuadrilla de ciegos un elefante situado justo delante.

—¡El café! ¡Les puse el ejemplo del café! Oh, vamos, Victor. El café provoca excitación, incluso insomnio. ¡Ah!, pero —y aquí se levantó cual resorte. Era como si la cuadrilla de ciegos hubiera recuperado la vista en el último momento— la misma sustancia en dosis muy pequeñas, preparada de un modo particular, haría desaparecer los padecimientos de un enfermo de insomnio sin provocar efectos indeseables. O sea, ¡justo lo contrario! Les dije que tú habías experimentado en tu propio cuerpo con dosis diluidas en grado infinitesimal.

—¿Te referiste a mí? —tronó Victor.

Émile volvió a sentarse e hizo un ademán con el brazo como restándole importancia.

—Por el bien de la ciencia, Victor, fue por el bien de la ciencia. Y ¿cuáles fueron los efectos que verificó Victor?, pregunté al auditorio. ¡¡Justo los contrarios!!

—¿Te faltó por decir algo?

—Por Dios, mi buen amigo, pero si todo el mundo en su sano juicio debe... —dijo Émile irguiéndose.

—Siéntate inmediatamente.

Émile se derrumbó en el asiento, apoyó el codo en la mesa y dejó descansar el carrillo en el puño como un crío al que hubiesen regañado. Pues bien, en ese preciso instante, aconteció algo sorprendente.

El muchacho sin nombre cogió el barreño, cambió el agua sucia por agua limpia y regresó con él, pero, en esta ocasión, depositó el barreño sobre la mesa. Cogió uno de los paños, lo enjuagó aplicadamente, lo escurrió y retorció entre las manos girando las muñecas justo a la altura de los ojos de Émile. Y entonces, Émile se transformó.

Sujetó con tal fuerza el antebrazo del chico que le hizo soltar el paño. Se acercó el antebrazo a la cara y examinó la muñeca con un rictus de pánico y estupor. Luego lo miró a los ojos con la misma expresión inefable y, sin soltarlo, dijo:

—No puede ser. Es imposible. No puedes estar vivo.

—Émile... en fin, me culpo de no haberos presentado antes, pero...

—¿Quién eres? ¿Dónde vives?

—Soy mozo de cuadras en el burdel de madame Bastide —replicó asustado el chico.

Émile se irguió en toda su longitud.

—¡Dios Todopoderoso!... Pero es imposible. Tú deberías estar muerto... —exclamó Émile dirigiéndose alternativamente a uno y a otro.

—Cálmate, amigo mío —dijo Victor cogiéndolo del brazo—. Subiremos y te recostarás en mi cama. Quiero que reposes. Has recibido un fuerte golpe en la cabeza.

—No lo entiendes, Victor. Hace años, cuando ejercía, me llamaron para salvar a un niño. Le había mordido una serpiente venenosa. Era imposible salvarlo. Estaba condenado —explicó Émile como si hubiera consumido sus últimas reservas.

—Está bien, te creo. Y ahora vamos arriba, Émile. Te llevaré a mi cuarto —dijo Victor ayudándole a subir las escaleras—. Y tú, muchacho, una tisana cuando puedas.

—Es imposible. Imposible —repetía Émile por las escaleras.

El chico hurgó en un tarro de porcelana, cogió un puñado de hierbas y se puso a calentar el agua en el hornillo. Aún le temblaban las manos. Prefirió no darle vueltas a lo que había dicho el doctor Émile. Annette y Camille se lo habían contado tantas veces que se lo sabía de memoria. Poco después, salió con la tisana del laboratorio y Victor se topó con él en el vestíbulo.

—Gracias, hijo. Yo me encargo de subirla.

—¿Qué ha pasado?

—Émile se ha ido de la lengua. Pero la comunidad científica no está preparada. —Victor se quedó observándolo sin decir nada. No había en ello una intención escrutadora. Era como si esperase que el chico le revelara algo, sólo eso—. Son sustancias peligrosas. Y aunque resulten benéficas en dosis adecuadamente ínfimas, por encima de lo prescrito son mortíferas de necesidad. No corren buenos tiempos para las revoluciones.

—¿Y Émile?

—Émile, por ética profesional, tuvo que abandonar el ejercicio de la medicina hace tiempo. ¿Cómo crees que lo miran ahora esos malditos burócratas? Hace mucho que se gana la vida como traductor. Espérame aquí —dijo mientras subía las escaleras—. Quiero que veas los últimos preparados.

El chico, tras echarle un vistazo al reloj de pie, regresó por donde había venido y desapareció por la escalera del laboratorio.

Los días transcurrían e, infaliblemente, llegaban las vacaciones escolares. Y, con ellas, el reencuentro con Gilles. Cuando Gilles estaba en el internado, y el muchacho sin nombre hacía escapadas para reunirse con Victor, el futuro inmediato era una fuente de dicha: asimilar las lecciones del maestro, asistirle en sus experimentos, poner en práctica sus propias e incipientes intuiciones o desempeñar las labores de secretario. Entre Victor y él ni siquiera hacían falta las palabras. A veces bastaba un gesto, una mirada era bastante. El único inconveniente era que al final el curso siempre tocaba a su fin y, en consecuencia, Gilles reaparecía. Y no es que le afligiese o preocupase demasiado que la relación con el hijo de Victor fuese tan difícil. Tan sólo le irritaba. Por no hablar de la actitud de Gilles hacia él. A veces llegaba y los veía trabajar, a su padre y al chico sin nombre, codo con codo, y se reía por lo bajo con una mueca desdeñosa. Esa mueca le crispaba los nervios al muchacho, pero se obligaba a contenerse, por Victor.

Uno de los últimos días de vacaciones, Gilles aprovechó que su padre acababa de salir para bajar las escaleras del laboratorio y llamar al muchacho a su habitación. Luego, se volvió sobre sus pasos. El muchacho apretó los puños, pero, al cabo de unos minutos, estaba llamando a la puerta de Gilles, quien hasta ese día nunca le había invitado a subir a su aposento.

—¡Pasa! —se oyó del otro lado de la puerta.

El chico acertó a vislumbrar un cuarto revuelto, prendas por el suelo, y a Gilles tumbado en la cama cuan largo era. Había una luz mortecina y se oía un leve pero muy regular golpeteo.

—Descorre las cortinas. Hay demasiada oscuridad aquí para vernos —ordenó Gilles. El chico hizo lo que le decía. Gilles estaba en el lecho, con un brazo cruzado bajo la cabeza y una pierna sobre otra mientras golpeaba regularme con su fusta unas botas que parecían recién embetunadas—. Conmigo no tienes por qué disimular. Dime, estás satisfecho con las clases de mi padre, ¿no es cierto?

—Sí, lo estoy —contestó sosteniendo su mirada.

—Entonces agradécemelo —replicó Gilles incorporándose de un salto. Se dirigió a una cómoda, abrió el cajón superior y extrajo una carta doblada por la mitad. La desdobló ante los ojos del muchacho y se la tendió—. Lee —dijo—. Quiero que la metas en la firma. —El muchacho levantó la vista tras haberla leído y clavó en Gilles una mirada de extrañeza—. Si no me equivoco, él firma sin mirar todo cuanto le pasas, ¿no? Mi padre confía en ti como en un hijo.

—No puedo hacerlo, Gilles —declaró el chico desconcertado—. No estaría bien. Sería una bajeza.

—Pobre ser. Demasiado nombre para un acto tan insignificante. ¡Se la pasarás antes de irme!

—No debo —dijo alargándole el papel. Un sentimiento de indignación y de repugnancia lo invadió.

Gilles le dio la espalda y se puso a pasear de un lado a otro del cuarto golpeando las botas con la fusta antes de encararse nuevamente con él:

—Mide bien cada uno de tus pasos. Ésta es mi casa, y tú no eres aquí más que un extraño. Yo podría hacer que perdieses su favor en menos de lo que te imaginas —dijo plantándose con las manos cruzadas por la espalda—. Podría hacer que no recibieras ni una sola lección gratuita más, que no volvieras a pisar ese asqueroso laboratorio. Haz que la firme, o me encargaré de que no entres por la puerta de esta casa durante el resto de tu vida.

En el horizonte su cabeza registró varias réplicas posibles. Pero la palabra era una tierra yerma. Sentía la sangre rebullir con violencia incontenible. La sangre fortalecía su orgullo y su corazón, pero disipaba cualquier propósito de explicarse. Supo entonces qué fácil es dejarse arrastrar por ella, y cuán difícil contenerse. Cogió la carta, la dobló por la mitad y, sin despegar los labios temblorosos, se dio media vuelta y salió de la estancia.

Al día siguiente, en la residencia de Victor, el silencio era casi doloroso.

El muchacho innombrable se había acercado un par de horas después del almuerzo y se había marchado con urgencia. Tan sólo Victor y Gilles permanecían en la mansión.

El reloj de pie comenzó a dar la hora, y afuera empezó a llover suavemente. Se oyó el traqueteo de un landó que circulaba a velocidad endiablada. Y de nuevo el silenció. El reloj terminó de dar las siete cuando se oyó un débil rumor de pasos escaleras arriba.

—Adelante —dijo Gilles, que, ante su inminente regreso al internado, ya ultimaba los preparativos—. Querido padre. Bienvenido. Me pregunto qué apremiante necesidad puede hacer que llames a esta puerta. Tan poco has entrado en mi habitación que en verdad esto es milagroso —concluyó mientras se sentaba muy ufano a los pies de su cama, junto a un baúl en el que se apilaban varios montones de ropas.

—Éste es el motivo, Gilles —dijo Victor exhibiendo una carta a modo de gallardete.

—¡Ah! —exclamó Gilles con abandono—, no es para tanto. Un permiso para una fiesta cerca del internado, nada fuera de lo común. —Se levantó de su asiento y reanudó la tarea a medio concluir.

—No es el contenido de la carta lo que me enfurece; ni siquiera que la fiesta dure una semana, que justifiques la ausencia con una enfermedad, sino el modo que eliges para lograr tu objetivo. Tu estilo: la cobardía y el engaño —declaró Victor rompiendo la carta una y otra vez y esparciendo al aire los trozos—. Cómo has podido cambiar tanto, Gilles. De niño...

—Cobardía y engaño —repitió Gilles rectificando el tono altivo hasta hacer de él un susurro—. A eso sí que estoy acostumbrado, padre.

Victor, pálido como la cera, se aproximó a Gilles decididamente.

—¿Con qué patraña lo amenazaste? —preguntó Victor.1 Izando la voz mientras pensaba que él nunca, jamás, habría golpeado a su hijo. Que fuese un tipo de trato difícil, con un temperamento extravagante, podía aceptarlo, pero ¿violento? Eso no, al menos no lo bastante violento como para darle una paliza a un hijo que se la merecía. Por el contrario, él siempre había sido indulgente con Gilles; y, aunque le atormentase pensarlo, a esa indulgencia y a la desdicha de haber crecido sin una madre desde pequeño atribuía la elástica conciencia moral de su hijo. Pero siempre habría otros motivos. Los principales motivos, los motivos secretos nunca salían fácilmente a la luz.

—¿Qué te ha dicho ese perro sin dueño a quien das más credibilidad que a tu propio hijo? —La voz de Gilles sonaba de nuevo desafiante.

—El chico no me dijo nada.

Un segundo después, Gilles le sujetó la barbilla con una mano como si pretendiera que su padre no desviase la vista de él.

—¿Por qué le quieres tú?, dime. ¿Qué diablos admiras de ese hijo de la calle? ¿Por qué le defiendes siempre frente a mí, aun sin saber lo que ha ocurrido? ¿Por qué le regalas tu respeto, tu confianza? —Lo miró con ojos húmedos, y le apretó aún con más fuerza la barbilla. De repente la soltó y, recuperando la compostura, se acercó a la ventana para abrirla de par en par—. Cualquiera es mejor que nosotros, ¿no es cierto? —dijo dándole la espalda.

—¿Vosotros?

—Mi madre y yo... la bella Sophie. —Pronunció su nombre con fruición, casi voluptuosamente, volviéndose para mirar al padre.

Victor pensó entonces que los motivos secretos, los más dolorosos, no se guardan o se ocultan por capricho. Como mucho, por voluntad de supervivencia, se finge que no existen.

—¿Qué quieres decir, hijo mío?

—Recuerdo el día de su muerte como si hubiera ocurrido ayer mismo. —Comenzó a pasearse cabizbajo por la estancia. A su vez, Victor tomó asiento al pie de la cama, junto al baúl, con la resignación o la angustia de quien ve llegada una hora largamente postergada, inevitable—. Mi abuelo y tú entrasteis en el despacho. Yo estaba escondido bajo el escritorio. No soportaba ver el cadáver de mi madre expuesto a las miradas de todos. Ellos me la estaban robando, padre. ¡Y tú!... ¡Tú lo permitías! Por eso me escondí. Aún hoy... aunque quisiera, no podría perdonártelo. Aquellos espectadores abatidos, aquellos afligidos testigos... ¡Ah, gentuza! Qué sabía del verdadero dolor aquella chusma a la que permitiste contemplar por última vez su belleza. Qué sabían ellos cuánto significaba su muerte para mí, su único hijo. —Gilles medía la estancia con sus pasos—. Uno tras otro se acercaban al féretro, según ellos, para decirle adiós. Ella era el único ser en el mundo con el que sentía complicidad y amor. Y siempre, padre, supongo que lo sabes, seguirá siendo así. Ella y yo éramos dos puñados de la misma tierra. —Al decir esto, el joven llenó imaginariamente sus manos y las cerró con violencia hasta hacerse daño. A continuación llevó los puños a la altura del rostro y los besó a modo de juramento—. Sí, era muy niño entonces, pero comprendí que el abuelo te había ofendido gravemente, y me puse de tu parte hasta que las palabras brotaron de tu boca como cuchillos. No fue el sentido, sino el tono lo que me puso en tu contra. ¿Traidor? ¿Quién es el traidor aquí, padre? Recuerdo tus palabras. Que no la quisiste. Que su hija había sido una mujer sin escrúpulos. Que te creyó rico. Que te sedujo para obligarte al matrimonio con el embarazo. Que cuando, para su inconmensurable sorpresa, comprobó tu patrimonio, el estado de tus finanzas y tu obsesión enfermiza por la química, se convirtió en tu peor enemiga... Aunque era un niño entonces, y no comprendía bien el significado de lo que decías, no me permití olvidar. Yo tengo memoria, padre.

—Tú no tenías que haber escuchado aquella conversación. Lo siento tanto, hijo. Lamento que perdieras a tu madre, que escucharas aquello, y posiblemente lamentaré más tarde lo que voy a decirte ahora. —Victor apoyó ambas manos en los muslos y se puso en pie con dificultad—. Todo lo que le dije a tu abuelo era cierto.

—Qué poco me conoces, padre. ¿Crees que alguna vez lo lie dudado? —replicó Gilles— Por eso nos castigaste con una vida que ha rozado la indigencia. Aquí, en esta miserable casa, sin el bienestar, sin las comodidades que todo padre debe a su familia. Le robaste su vida, padre. Por eso tampoco me quieres a mí, su vástago, el hijo de la hermosa Sophie. —Gilles se fue aproximando lentamente a Victor— Pero yo no soy más que esto —afirmó deteniéndose de repente—: La viva imagen de la mujer que odiaste.

—Cálmate, Gilles —dijo Victor procurando dominar su excitación—. Aquí nunca te ha faltado nada. Esta casa es una buena casa. Tu educación se confió a los mejores colegios y maestros. Lo hemos hablado otras veces antes. El lujo no es sinónimo de bienestar, hijo, y mucho menos de buena educación. Al contrario, conoces mi parecer; si este carácter tuyo se ha forjado en una situación desahogada, de haber nacido en la abundancia serías un monstruo. Créeme, hijo mío, por eso yo... ya con tu madre... yo...

—Escúchame tú, padre —interrumpió Gilles amenazándole con el dedo índice—, esos pecados que como un inquisidor atribuyes a mi madre son cualidades que yo he heredado de ella. Yo mimo esos pecados con orgullo —dijo esbozando una ligera sonrisa—. Y me recuerdan que de algún modo sigue viva, que jamás renunciaré a mi sangre.

—Yo te quiero, Gilles... a mi manera... ¡Eres mi hijo!

—¿Tu hijo? ¿Me quieres? Entonces, dime una cosa, padre. Dímelo, ahora que ha llegado el momento. ¿Me estimarías si no fuera de tu propia sangre?

Victor sintió la boca pastosa y una ligera punzada en el pecho. Ahí estaban las razones secretas; ahí, revoloteando, los motivos camuflados que habían escapado a su encierro, liberadas las palabras que salían por la puerta de la jaula. Y ahora era imposible atraparlas, pues jamás volverían a dejarse apresar. Y, aunque fuera posible, siempre quedaría una atmósfera viciada durante un tiempo, un no sé qué flotaría en el aire que haría más irrespirable la vida.

—No —respondió sin poder reprimir esa maldita propensión a decir la verdad—. No admiro ni una sola de esas cualidades. Creo que son un abanico de principios morales a cada cual más detestable. Pero eres mi hijo.

Abatido, como si una amargura más inolvidable que esas palabras se filtrase en su corazón, tomó asiento dejándose caer en la cama.

—No basta el lazo de la sangre. No aprieta lo suficiente, padre. Yo necesitaba tu admiración. La merecía. Pero también tú estabas en mi contra. ¿Qué me ofreces a cambio? ¿Tu compasión? A estas alturas me deja frío tu compasión, padre. Que me quieras o que me odies ni siquiera despierta ya mi curiosidad.

El sudor perlaba la frente de Gilles.

Su padre, sentado a los pies de la cama, apoyaba los antebrazos en las rodillas. Cabizbajo, rendido a una especie de muda reflexión, ni tan siquiera lo miraba ya. Las pruebas, todo había sido visto en el proceso que acababa de concluir. Todo sopesado, analizado con franqueza descarnada y cruel. Y la sentencia había sido dictada.

Había dejado de llover, pero el cielo no había perdido ese tono plúmbeo que arrastraba desde primeras horas. Los ruidos se reanudaron en la calle. Parecía que hasta ese preciso instante la vida hubiera estado en suspenso.