15. LA POSADA

DEL DESENCANTO

Esa mañana Boukmou, uno de los sirvientes negros de Julien, tras haber ordenado el guardarropa de su señor, pasó por delante del gabinete. Al principio no reparó en nada extraño, salvo que la puerta estaba entreabierta. Julien solía levantarse al amanecer, y se pasaba gran parte de la mañana enclaustrado en su gabinete, con la puerta cerrada. Así que Boukmou aprovechó para echar un vistazo dentro y luego siguió por el corredor; pero, en el último instante, volvió sobre sus pasos, incapaz de sustraerse a la curiosidad.

Había algo extraño en la mesa de trabajo del amo.

Era una pequeña urna de cristal. Empujó la puerta. El gabinete estaba vacío. De modo que se acercó a la mesa. El fondo de la urna parecía recubierto de arcilla, musgo y hojarasca húmedos, y dentro había una diminuta rana de color amarillo dorado que lo miraba fijamente.

Boukmou era un amante incondicional de los animales. Allá en África, de donde los negreros lo habían arrancado, al joven Boukmou se le conocía porque confraternizaba mejor con el universo animal que con los hombres de la tribu. De ahí que su aproximación a la urna la causara una llamada irresistible. Por otro lado, la ranita parecía muy sociable y no mostraba el menor indicio de temor. Así que entreabrió la urna para acariciarla con el dedo.

—Yo que tú no lo haría, Boukmou —oyó una voz tras él.

—Amo, perdón, amo —dijo Boukmou muy azorado mientras cerraba la urna—. Yo sólo querer tocarla.

Julien se puso al lado de Boukmou. Boukmou se estremeció. Aunque era muy considerado con la servidumbre, Le sorcier inspiraba el mismo temor reverencial de siempre.

—Son peligrosas.

—¿Tan... pequeña? —dijo Boukmou, que miraba la ranita amarilla no tanto porque lo fascinara, sino porque no se atrevía a mirar al amo.

—Miden sólo cinco centímetros, pero sus toxinas matan en pocos segundos.

—¡Vaya! —dijo Boukmou, que dio un paso atrás, como si hubiese acertado con la mejor razón para retirarse.

—Ahora parece tranquila; pero si se siente amenazada segrega una sustancia venenosa.

—¿Y poderse emplear veneno de ranita, amo? —preguntó Boukmou, que de lo nervioso que estaba no sabía ni lo que decía.

—Los indígenas, para extraerlo, las calientan al fuego sin hacerles daño. Con el calor expulsan el veneno a través de la piel. O las empalan. Entonces, una vez muertas, exudan las toxinas durante varias horas, y los guerreros rozan cuidadosamente sus armas contra su piel. Es un veneno tan poderoso que una flecha impregnada sigue siendo mortífera dos años después.

—Ser rana de muerte, amo.

—Se llama rana de flecha dorada, Boukmou. Es el animal con el veneno más letal que se conoce.

Entonces, Boukmou, intimidado como quien ha descubierto uno de los secretos mágicos de Le sorcier, algo por lo que en el futuro habría de ser castigado, inclinó la cabeza y se marchó de allí sin pedir permiso.

Julien cerró la puerta, cogió un vaso de agua que había sobre la mesa, abrió la urna con cuidado y fue vertiendo en ella el contenido del recipiente.

Por la tarde salió a dar una vuelta. Porque la tensión era creciente, hora tras hora. Temía por la vida de Sarah, y con frecuencia se preguntaba cómo protegerla de los riesgos a que la joven se exponía. El plan era sencillo y audaz, el mejor de los que había concebido, y faltaba sólo que llegasen las navajas al punto de recepción. Sarah, Auguste y él habían fijado el día X en el calendario: el 1 de junio, día de la parada militar del Champ du Mai. Con lo que el Emperador debía recibir el obsequio un día antes, el 31 de mayo.

Se subió al carruaje y dio orden al cochero de conducirlo a la rue Saint-Denis. No pudo por menos de sonreírse ante la máxima de que todo asesino regresa siempre al lugar del crimen. Le dijo al cochero que se detuviese junto a la iglesia de Saint-Eustache y le mandó dar la vuelta.

Fue recorriendo la rue Rambuteau. Pasó por delante de la barbería de los Marcel, y hasta le pareció distinguir a Marcel padre. Pasó luego por delante de la casa de Sarah, y un escalofrío le recorrió el espinazo, como si reviviera el día del accidente de la chiquilla, cuando la creyó muerta, postrada en su lecho de dolor. Desembocó en Saint-Denis. Al llegar a la altura del burdel vio la casa cerrada; los cristales de los pisos altos, rotos. El edificio tenía el aspecto de estar abandonado. En el portal de al lado, una mujer barría aplicadamente hacia la calle. Julien la saludó y le preguntó por la casa, a lo que ésta repuso que en un tiempo había sido un prostíbulo, y que nadie quería vivir allí debido al horrible crimen de la Madame que lo regentaba.

—Un empleado la tiró por la ventana. La Madame reventó contra el suelo.

Julien continuó calle abajo. De repente, subida a una tapia, se puso a gritar con voz quebrada una mujerzuela. La pobre dejaba al descubierto las enaguas. Presentaba una delgadez extrema y el cabello desgreñado. Una observación más cercana le descubrió un rostro cubierto de pequeñas costras y heridas. La mujer tenía un ojo nebuloso.

—¡Que no! ¡Que te digo que no! —dijo la mujer apenas sin fuerzas.

Abajo, un sujeto tocado con un gorro frigio y aspecto de rufián la amenazaba con el puño. La tapia tendría sus buenos dos metros y medio de altura, pero era fácil de escalar excepto para un tipo de esa corpulencia. El tipo trató de cogerle el pie sin éxito y ella prorrumpió en quejidos.

—¡Mimi! ¡Baja, Mimi! ¡Que bajes, te digo! Mira que si no bajas será mucho peor. Nadie, óyeme bien, te librará de la paliza que te espera.

Julien cruzó las manos debajo de los faldones y se acercó al tipo, que no había reparado en él. Miró a la mujer desde más cerca y, de forma casi imperceptible, los rasgos de la cara de Julien se dulcificaron.

—Monsieur, le sugiero que abandone esta empresa —dijo—. A partir de ahora, mademoiselle tiene quien vele por ella. Y dejó caer unas monedas de oro que rodaron por el suelo, y que el rufián se apresuró a recoger.

—No crea que esto es suficiente. Tiene que darme mucho más. Esa perra me debe la vida, y ahora está vieja y enferma. Créame que no lo complacerá, monsieur. Ya no sirve para nada.

A Julien se le había endurecido nuevamente la expresión. Se acercó un poco más al tipo y, rozando su pechera con el índice, le habló con voz suave. No es que tratase de someterlo; en realidad, sólo intentaba dominarse. Como si estuviese en el mismo centro de una confluencia de fuerzas destructivas e hiciera visibles esfuerzos por contenerlas. Como si, además, tuviese frente a él a un tipo muy inconsciente:

—Hágame caso. Desaparezca ahora —dijo—. O deseará que la policía lo proteja de mí.

El tipo retrocedió y, ajustándose el gorro frigio, se escabulló con pasos presurosos bajo la mirada atenta de Julien.

—Mimi, baja de ese muro. Se ha ido. Y no creo que vuelva a molestarte.

—¿Quién es usted? ¿Cómo se llama? Yo... ¿lo conozco? —dijo Mimi, que, pese a que el rufián había desaparecido, no se atrevía a bajar.

—Claro que me conoces, Mimi. Cuando era un muchacho me enseñaste a jugar al póquer. Los dos vivíamos en casa de madame Bastide. ¿Qué fue de Pierre, Mimi? ¿Qué fue de Annette, de Camille? ¿Qué fue de mi caballo zaino?

Mimi se cubrió pudorosamente las enaguas, fijó en Julien la vista de su ojo bueno y, sin querer, emitió un quejido blando, prolongado. Empezó a bajar por la tapia de espaldas a él. A Julien le pareció oír un susurro a modo de oración, algo así como: «Querido muchacho, Dios te bendiga. ¿Por qué tardaste tanto?...», y, cuando estaba cerca del suelo, Mimi se resbaló sin fuerzas y, desmayada, cayó en brazos de Julien.

Le dio el alto al primer coche que pasaba y, abriendo la portezuela, depositó cómodamente a Mimi en el interior del carruaje.

Mimi se quedó a vivir en casa de Julien. La pobre mujer apenas si daba crédito al lujo de que vivía rodeado su «pequeño amigo sin nombre». Julien se encargó de que un reputado médico tratara sus dolencias con las atenciones que se ofrecen a los pacientes predilectos. Puso especial cuidado en que sus más pequeños antojos fueran puntualmente satisfechos; pero casi podría decirse que Mimi carecía de antojos, si exceptuamos el hecho de admirar una y mil veces los vestidos de Sarah. Julien la cuidó robándole horas al sueño, y a veces se dormía escuchándola hablar de un tiempo tan lejano que le parecía mítico. En justa correspondencia, la salud de Mimi empezó a mejorar y, por vez primera desde que su abuelo el vagabundo la abandonase, supo lo que era sentirse cuidada por alguien.

Mimi le contó lo que sabía de Annette, de Camille, del viejo Pierre, que no era mucho, pues, a raíz de que la policía clausurase el burdel, cada uno siguió su propio camino y no volvieron a verse. Después de la tragedia, dijo Mimi, Annette y Camille se colocaron en buenas casas merced a la intercesión de un par de clientes agradecidos, creía. ¡Ah, sí!, el viejo Pierre había vuelto con su hermano, en el pueblo, pero ¿qué pueblo? Y hacía unos años, una de las muchachas del burdel, Agathe (¿se acordaba él de Agathe?), le dijo que Pierre había fallecido de muerte natural.

—Muerto... —susurró Julien. Y Mimi posó una mano sobre la suya.

—Allí todos te queríamos —dijo Mimi apenas rozando con las yemas la cara de Julien—. Todos nosotros te vimos crecer. Cuando pasó lo que pasó, y escapaste, rogamos a Dios para que no te capturasen. La policía entró en la casa, pusieron patas arriba el aposento de Madame, cerraron el negocio. Y nadie volvió a saber de ti.

—Mimi, querida. A partir de ahora vivirás conmigo —repuso Julien cambiando de tema. Y Mimi, la triste, la desconsolada Mimi, sintió cómo le escocían unos ojos que estaban al borde de las lágrimas.

Lo cierto es que, tan sólo unos días antes del día X, se recibió el encargo en el lugar y por la persona convenidos, y todo se precipitó.

Julien y Sarah salieron inmediatamente para Vernon, una pequeña localidad a unos ochenta kilómetros al oeste de París. Sarah se empeñó en acompañar a Julien, y como éste quería impedir a todo trance que la joven se quedara sola, partieron después de muchas precauciones para despistar a los espías.

La intención era regresar por la noche, pero a mitad de trayecto, mejor dicho, a unos treinta kilómetros de Vernon, se rompió el eje trasero del carruaje, y, aunque el cochero puso todo de su parte para repararlo, tuvieron que hacer noche en una posada de nombre insólito: Posada del Desencanto.

El tablón del rótulo pendía de dos viejas cadenas a las que el viento arrancaba gemidos. Era lo único inquietante de una posada en la que no tenían cabida ni las urgencias ni los espejos. En la planta baja, y sorteando las dos vigas, había una docena de mesas cuadradas. A su alrededor se congregaban varios puñados de vecinos que daban buena cuenta de sus bebidas. Al fondo, una escalera conducía al piso alto. Había un olor maravilloso a tabaco de pipa, y el ambiente festivo no lo era menos por el hecho de que todo pareciera en calma. La barra estaba ocupada por parroquianos que departían tranquilamente. Un viejo que se apoyaba en un bastón de puño curvo parecía dormirse encima de su jarra, y un tipo que se movía entre el entusiasmo y el vértigo trataba de convencerle de algo.

Pero en el instante en el que la pareja irrumpió, las cosas se pararon en la Posada del Desencanto, y la feligresía, como un solo hombre, se dio la vuelta para observar a los intrusos. Julien barrió el local con la mirada, y Sarah se bajó la capucha con la desenvoltura de quien ignora la expectación que ha levantado. A continuación, todo siguió aparentemente su curso y la parroquia volvió a enfrascarse en sus quehaceres.

Detrás de la barra, dos sofocados empleados discutían acaloradamente. Tendrían unos treinta años y eran secos como brahmanes. Uno, el más bajo, tenía el cabello peinado hacia atrás con pomada y un zarcillo en el lóbulo izquierdo; el otro, el más alto, lucía una perilla y un bigote de mosquetero real. Justo encima de ellos, una pequeña panoplia con forma de escudo exhibía dos espadas relucientes sobre un fondo de terciopelo rojo. De pronto, el que tenía aspecto de mosquetero cogió la bayeta que llevaba al hombro y se la restregó por la cara al del pendiente.

—Esto ha llegado demasiado lejos, Baptiste —exclamó Jérôme, que le arrebató la bayeta tirándola al suelo como si fuera un guante—. Debemos solucionarlo como caballeros. ¡Mademoiselle Barrault! ¡Pronto, las espadas!

—¡Salgamos! —repuso Baptiste afilándose la perilla con los dedos.

Mademoiselle Barrault, la dueña de la Posada del Desencanto, estaba en la otra punta de la barra hablando con un viejo cura, sospechosamente parecido a ella, de no ser porque el cura pesaría en torno a cincuenta kilos más. El cura, sentado en una banqueta, elevó los ojos al cielo raso. Tenía una mata de pelo blanco, y protegía un recipiente espumoso de tamaño muy superior a lo común. Mademoiselle Barrault, delgada como un junco y con un moño en la cima de la cabeza, se activó como por un resorte, sacó la punta de la lengua, se remangó un brazo, luego el otro, y se dirigió a la panoplia con ligereza. La Posada del Desencanto empezó a agitarse de animación.

Los parroquianos se pusieron en pie. Empezaron a aplaudir. El asunto adquirió el aire de una romería. Hubo varios gritos de hurra, y, antes de que la dueña alcanzase la panoplia, el viejo adormilado se desperezó, se reanimó de golpe, soltó el bastón, apartó su jarra de cerveza y, con un espíritu combativo que para sí quisieran muchos jóvenes, salvó la barra y, ebrio de euforia, cogió una espada con cada mano. El borracho secundó su iniciativa y brindó por lo que quiera que fuese.

Sarah y Julien permanecían de pie observando el panorama con ojos atónitos.

Antes de lo que se piensa fueron todos desfilando hacia la calle. Primero, los duelistas, seguidos a corta distancia del viejo que portaba en alto las dos espadas como antorchas; luego la dueña, con cara de júbilo y paso muy decidido, y, sin transiciones, salió el resto de los feligreses. Se quedó sólo el cura, que, no sin dificultades, terminó bajándose de la banqueta y se dirigió hacia la pareja de intrusos.

—¿No va a impedirlo, padre? —preguntó Julien cuando pasaba por su lado.

—¿Impedirlo? Oh, no, monsieur. No hay temor. Jérôme y Baptiste Turgut son hermanos, y tienen un duelo a muerte dos o tres veces al mes. Los mantiene en forma. Son magníficos espadachines. Los mejores de la comarca. Y están exactamente al mismo nivel. Yo siempre les digo que han nacido para otra cosa, pero quien conozca los designios del Todopoderoso, que levante la mano... El duelo es un deporte para los Turgut y un acontecimiento para los demás. Al acabar, vuelven tan amigos. Les ayuda a solucionar sus problemas. Pero díganme qué desean. Son... En fin, discúlpenme, pero son un matrimonio recién casado, ¿no es así?

—Sí, deseamos una habitación. Quiero decir, no, dos habitaciones. Y no, en absoluto, mademoiselle y yo no estamos casados —repuso Julien incómodo.

—Ya, ya —replicó el cura con una sonrisa de suficiencia—. Dos habitaciones, ¿eh? Sí, por supuesto —continuó, poniéndose serio—. Pero los señores desearán cenar algo antes, ¿no? Mi hermana y yo somos los dueños de la posada; aunque, en verdad, ella es el alma de todo esto —dijo abarcando con los brazos el local entero—. Es soltera —y aquí bajó la voz—; lo reconozco. Ahora bien, puedo asegurarles que tiene los mejores capones en veinte leguas a la redonda. Tomen asiento, por el amor de Dios. Elijan la mesa que deseen. Ella acaba de salir con los duelistas.

Afuera, el silencio se rompía ocasionalmente por un «¡huy!» que llegaba como salido de una gruta.

Sarah escogió la mesa que estaba más cerca.

—¡Oh, no, no! —dijo el cura haciendo un patente esfuerzo de contención que era casi contrario a su naturaleza—. Ejem, si me permiten, los señores estarán mucho más cómodos y tranquilos en la mesita del rincón, junto a la ventana —dijo señalando la mesita—. ¿No les parece?

Los jóvenes se miraron desconcertados, y Sarah movió la cabeza en señal de aprobación.

—Si me disculpan —dijo el cura—, yo no estoy muy puesto en los menús de la casa. Tengan, por favor, la bondad de ser pacientes mientras se van ambientando. En cuanto termine el duelo, se les atenderá como merecen.

—Extravagante esta taberna, ¿no? —dijo Julien a Sarah.

Sarah afirmó con los ojos mientras se sacaba los guantes y veía cómo el cura, discretamente, se colocaba detrás de la barra, hincaba los codos en ella y, apoyando la cara en las manos, se les quedaba mirando con gesto embelesado.

Llevaban un rato sentados a la mesa cuando los parroquianos volvieron a desfilar, esta vez hacia dentro. Paulatinamente iban entrando todos. Regresaban con las cabezas gachas, con cara de pocos amigos, abatidísimos a la vista del resultado del duelo. El viejo, que se había dejado el bastón en la taberna, precedía al borracho, que, en el colmo de la lucidez, avanzaba cabizbajo y con un pie delante del otro. La propia mademoiselle Barrault, que traía las dos espadas en una mano, lucía una cara de desengaño que hablaba por sí misma.

Sólo al final aparecieron los duelistas. Entraban abrazados y felices, y, a diferencia del resto, parecían revigorizados y muy en armonía con el universo.

—Lo dices como un cumplido —dijo Baptiste afilándose la perilla.

—En absoluto, hermano, en absoluto —replicó Jérôme pasándose con suavidad una mano por el pelo para comprobar la resistencia de la pomada—. Tus fintas son las mejores. Y tus molinetes, los más rápidos. Eres un maestro de la esgrima. El segundo maestro de Europa, después de mí.

—Para perfección, tu juego de pies, hermano —rebatió Baptiste—. Imposible de superar por nadie que no sea Baptiste Turgut. Me siento muy orgulloso de ti.

—Pero... ¡Rápido! ¡Vamos, vamos! Tenemos clientes esperando —intervino el cura batiendo palmas mientras miraba a los duelistas. Jérôme y Baptiste se pusieron los delantales como si nada hubiera ocurrido.

En el rincón más apartado del local, junto a una ventana decorada con unos visillos de puntillas, tan humildes como pulcros, se diría que Julien y Sarah estaban cada vez más ausentes.

—Cuando supe que eras tú, apenas podía creerlo —dijo Sarah, que apoyó un codo en la mesa y dejó descansar la mejilla en la mano—. Demasiada casualidad.

—Yo no creo en las casualidades. Creo en el destino.

—En el destino... —dijo ella soñadora.

—Un animal que nos persigue hasta darnos caza. Una solución a la que ninguno debemos renunciar.

—Ya. Y si renuncias, ¿qué ocurre? —preguntó Sarah.

—Vagas por el mundo desorientado.

—Sin estrella —dijo Sarah.

—Sin estrella —dijo Julien.

—En ese caso, supongo que hace falta ser valiente para aceptar un destino difícil. ¿Tú nunca has sentido miedo?

—Muchas veces. Pero si llega un día en que ya no tienes nada que perder, Sarah, ¿qué importa el miedo? Ya no puede amenazarte. No te puede quitar nada. Te conviertes en un tipo sin opciones. Dejas de ser valiente.

El cura apareció de improviso y, con una sonrisa imborrable, se puso a extender sigilosamente un mantel de cuadros rojos sobre fondo blanco, y desapareció.

—También yo he sido presa del miedo a menudo; pero, a diferencia de ti, a mí aún me sigue acechando. —Sarah fijó en él una mirada más elocuente que las palabras; y, a continuación, como un pez cogido en el anzuelo que para huir da un coletazo que le provoca un dolor aún mayor, prosiguió—: Pero, si pienso en el miedo, me acuerdo de la noche en que murió mi padre adoptivo.

—¿Hace mucho? —preguntó él con toda la naturalidad de que fue capaz.

—No tanto como para que lo haya olvidado. Fue unos meses antes de que el señor Fouché —dijo con una nota de desprecio— fuese nombrado duque de Otranto.

Las adolescentes son criaturas de gran memoria, ¿no te parece?

—Estoy convencido —dijo él, y, sin la menor voluntad por su parte, se quedó contemplando los labios de ella como si se remontase en el tiempo. Sarah se colocó un mechón dorado por detrás de la oreja, estiró los dedos de una mano y, jugando con su anillo mientras lo miraba, continuó diciendo:

—William Cobbet era un liberal y un republicano. Había pasado toda su vida adulta en Francia, y aprendió a amarla como a una joven díscola; bueno, como una hija díscola a la que él mismo hubiera contribuido a educar. Aquí creció, se hizo un hombre, se casó, enviudó e hizo fortuna y relaciones. Se forjó, como se dice, una posición envidiable. A los sesenta años, cuando se desposó en segundas nupcias con mi madre, estaba en la plenitud de su vida. Y, de no ser por la debilidad de su corazón, se podría pensar que era un hombre más joven. Al principio, como muchos, creyó en Bonaparte; y, aunque se le partía el alma al ver el pulso que mantenía con su país, y luego con el resto de Europa, quiso creer que era algo transitorio. Pero eso fue sólo al principio. Luego empezó a detestarlo. Procuró mantenerse neutral en una época complicada; sin embargo, jamás negó que era un demócrata y un republicano convencido. Y a veces lo afirmó demasiado alto para un hombre de sus influencias que, después de todo, había nacido en Londres...

La joven se pasó el dedo índice por la punta de la nariz.

—No es necesario que continúes —dijo Julien.

Ella afirmó una sola vez con la cabeza, y siguió diciendo:

—En invierno, todas las noches entraba en mi cuarto justo antes de que me fuese a dormir. Sufría ya entonces para subir las escaleras, y llegaba arriba muy fatigado. Cuando yo entraba en el cuarto para acostarme, él aún respiraba ruidosamente y andaba arrastrando los pies. «Hola, mi niña», me decía. Me preparaba el brasero y lo metía en mi cama muy caliente. Parece increíble que sea ése el recuerdo más imborrable que guardo de él, pero así es.

»Una noche de frío intenso me fui a acostar y él no estaba allí. El brasero, frío, permanecía junto a la chimenea, arrinconado. Ni siquiera la chimenea estaba encendida. Las brasas no ardían. El cuarto estaba helado. Me pareció extrañísimo, pero, al fin, esa criatura extraña que es una adolescente se durmió tan pronto se metió bajo las sábanas. No sé cuánto tiempo llevaría dormida cuando mi madre me despertó llorando. Su marido estaba muerto. Estaba sentado en uno de los sillones del salón, con la cabeza caída hacia delante. Lo habían estrangulado con una corbata de seda.

—¿Se supo quién fue?

—Mi madre terminó diciéndome que su esposo llevaba meses amenazado por los esbirros de Fouché. —Julien se puso tenso de repente. Apretó una mano contra la otra.

—¿Ménéval?

—Imposible saberlo. Y, menos aún, probarlo —dijo Sarah con una mueca de connivencia—. Las dos sabíamos que, aunque procuraba ser más discreto que nunca, la guerra de España lo había puesto fuera de sí. De todas formas, creo que lo habían condenado hacía tiempo. Los asesinos no hicieron más que buscar la mejor oportunidad.

—¿De ahí viene V?

—Eso fue muy poco a poco. En ese entonces yo sólo tenía dieciséis años. V es más reciente de lo que imaginas. Pero ésa es una larga historia que, en efecto, arranca ahí, de las relaciones de mi padre adoptivo. Digamos que llega un momento en que tienes que hacer frente a los tiranos, y que, por volver al principio de la conversación, siempre habrá amantes de la libertad dispuestos a vencer sus miedos, ¿no?

—Sí. Estoy de acuerdo —convino, y ambos hicieron una larga pausa, que Julien se obligó a interrumpir en un tono voluntariamente distinto—: Cuando te conocí, lo que más miedo me daba eran las serpientes.

—¡Serpientes! Brrrrrr —dijo Sarah abrazándose con fuerza en un gesto que a Julien no pudo por menos que parecerle delicioso—. ¿Y lo superaste?

—Verás, tuvieron que pasar años. Sucedió gracias a una... amiga. En América.

—Le debes eterno agradecimiento, me estoy temiendo —replicó ella sin dejar de abrazarse y con una sonrisa a medio camino entre la repugnancia y la picardía.

—En cierto modo. Me obligó a meterme en una trampa con docenas de serpientes dentro —explicó Julien arqueando una ceja.

—¡No me digas más! Por favor, no me digas más. —Y comenzó a frotarse como si se estuviera congelando—. ¡Ay, Señor! ¿Y dices que era una amiga?

—Visto así, empiezo a convencerme de que una maestra no puede ser una buena amiga —repuso Julien sonriéndose—. Pero bueno, ¿y tú? ¿Cómo superabas tú el miedo?

Antes de responder, Sarah hizo un alto para recuperarse de la conmoción, se abanicó con una mano, inspiró y espiró varias veces seguidas, ambos rompieron a reír, y una vez se hubo serenado replicó.

—¿Yo? —preguntó apoyando la barbilla en ambas manos—. No sé... En esa época, cuando éramos niños, me gustaba mirar el cielo estrellado más que nada en el mundo. Mi madre estaba todo el día trabajando y llegaba a casa muy cansada. Las estrellas me quitaban el miedo. Me parecía que siempre me acompañaban. Por eso temía las noches oscuras.

El padre Barrault, haciendo malabarismos, regresó con los platos, los vasos, los servicios y dos velas. Con las prisas se le escurrió un vaso, Julien lo cogió en el airey el padre Barrault, muy abochornado y tartamudeando, se deshizo en disculpas. Volvió a acelerarse. Lo fue colocando todo en su sitio, encendió las velas con mano temblorosa y suspiró tímidamente, antes de volver a marcharse.

—Estuvimos a punto de escaparnos, ¿lo recuerdas? —dijo Julien.

—Aterrorizamos a mi madre. Creyó que me querías raptar.

—Sí. Y te hubiera raptado sólo para protegerte —dijo él repentinamente muy serio.

—Yo lo sabía. No me preguntes por qué, pero lo sabía. De otro modo, jamás me hubiese escapado contigo.

—Aún podríamos hacerlo ahora.

—¿El qué? ¿Protegerme, o escaparnos? —preguntó Sarah con un brillo singular en los ojos.

—Las dos cosas —respondió Julien sin apartar de ella la vista.

Sarah, un rato después, dijo con voz insinuante:

—Aquélla era una noche estrellada, no como ésta. —Y se quedó mirando el cielo por la ventana.

Entonces Julien se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta, y luego en los bolsillos del pantalón. Se puso nervioso, empezó a sudar. «¿Dónde estaban? A ver si consigo sacarlos», dijo para sí, y, cuando ya empezaba a desesperar ante la sonrisa deslumbrada de Sarah, su corazón comenzó a sosegarse. «Ya. ¡Por fin!», se dijo, pasándose el dorso de una mano por la frente. Y, sin más, abrió el puño a la altura de la boca y, con una ligera inclinación de la mano hacia arriba, inspiró hondo, sopló suave y prolongadamente, las llamas de las velas se estremecieron, y un extraño polvillo se esparció por el aire alrededor de los dos.

A la luz de las velas, el efecto del polvillo en suspensión era espectacular. Brillaba con un tono plateado, como si de repente cientos de estrellas se hubieran encendido para ellos.

—Nadie podrá decir que ésta es una noche oscura —dijo Julien.

Los dos se quedaron mirándose fijamente durante un tiempo imposible de precisar.

Fue de repente, y a la vez, como cayeron en la cuenta de que el silencio era de un espesor insólito, que la luz del local era más tenue, y, sobre todo, que el cura, los duelistas, el viejo del bastón, mademoiselle Barrault, los huéspedes, la posada entera los contemplaba absorta, ensimismada, con una mirada beatífica, que estaba muy cerca de la satisfacción absoluta.

Hubo un segundo en que, al sentirse observados, el pudor encogió los corazones de los feligreses. Inmediatamente se oyó un ruido de toses y sillas y bancos que se mueven, y, sin perder más tiempo, cada cual regresó a sus asuntos. El bullicio volvió a ser tan plácido y festivo como unos minutos antes, e incluso el olor a pipa se hizo más intenso. Se reanudaron las conversaciones, y, por casualidad, Julien y Sarah repararon en que nadie les había preguntado qué deseaban para cenar.

—Os aseguro que casaré a esta pareja —dijo el cura a Jérôme y Baptiste Turgut—, o no permitiré que nadie me vuelva a llamar padre en lo que me queda de vida. Están tan enamorados... Nada más entrar por esa puerta, en cuanto les eché la vista encima, lo supe. Yo tengo un don para estas cosas. El don de la clarividencia. Por eso me hice sacerdote.

Mademoiselle Barrault, que miraba a su hermano con el rabillo del ojo mientras secaba una jarra, echó una ojeada al cielo raso moviendo la cabeza arriba y abajo, y suspiró.

Ocurrió unas horas después. En la Posada del Desencanto todo el mundo dormía. O casi todo el mundo. Alrededor de las cinco y media de la madrugada el padre Barrault se despertó sobresaltado. Alguien llamaba a su puerta.

Al principio pensó que eran los efectos del sueño. Se restregó los ojos. Aguzó el oído. Por dos veces se oyeron golpecitos reiterados, en series de tres o cuatro. Al padre Barrault la imaginación le jugaba malas pasadas. Temblando, encendió una vela, cogió la palmatoria y, así como estaba, con el camisón y el gorro de dormir, se fue hacia la puerta y la abrió con muchas precauciones.

Frente a él, con otra palmatoria en la mano, estaba Julien, tan apresuradamente vestido que tenía deshecho el lazo de la corbata, y sus extremos colgaban por encima de la chaqueta.

—Padre Barrault, tiene usted que casarnos inmediatamente.

—¡Bendito sea el Todopoderoso! —exclamó el cura juntando las manos en actitud de oración.

—Cuanto antes mejor, padre —insistió Julien, deduciendo, muy razonablemente, que las plegarias del cura habían gozado de la atención del Altísimo—. Partimos por la mañana.

—¡Ay, hijo mío! ¡Un romance huracanado! ¡Ése es el camino más seguro! —dijo el cura. Y, ya por completo despejado, levantó los brazos al cielo—: ¡Lo sabía! —Y, dejándolo en el vano de la puerta con la palabra en la boca, prosiguió mientras corría de un lado para otro del cuarto a la búsqueda de los hábitos—. Cuarenta años llevo casando, y reconozco a las parejas enamoradas sólo con verlas. A mi hermana se lo dije siempre: Charlotte, querida, cásate sólo si estás muy enamorada, ¿por qué diablos habrías de casarte si no? ¿Acaso no vives a gusto conmigo? ¡Ah, pero ustedes!... —dijo abrazando la Biblia y una estola malva—. ¡Lo sabía! ¡Fue algo que ya vi venir desde la puerta!

Con discreción, para no despertar a nadie, habilitaron un espacio en la taberna, en una esquina, justo enfrente de la ventana donde Sarah y Julien habían estado cenando. El padre Barrault llevaba una sobrepelliz por encima de la sotana, y su estola malva por los hombros, un crucifijo de plata le colgaba del pecho, y, en la mano, un rosario y un misal.

Los novios escuchaban las palabras del padre Barrault a dos pasos. Y, un paso por detrás de los novios, Jérôme y Baptiste, que actuaban de testigos, sostenían cada uno un cirio de tamaño descomunal.

La cosa fue tan precipitada, hubo que improvisar a tal velocidad y los preparativos fueron tan escasos que Jérôme, a quien nadie había visto nunca sin su pomada para el pelo y su pendiente, tardó en ser reconocido por el padre Barrault, que lo confundió con un intruso que dormía de incógnito en la posada. En cuanto a Baptiste, con toda su presencia de mosquetero, el camisón de dormir le sobresalía por debajo de la chaqueta, y los puños no hacían más que rebelarse contra su voluntad.

El padre Barrault vio llegado el momento crítico, y con él, su aplomo empezó a vacilar.

—Así pues, estamos aquí reunidos, y felices, para unir a esta pareja en santo matrimonio —dijo el cura, que, haciendo un alto, miró con cara de arrobo a los novios. Jérôme y Baptiste, que se mantenían igual de tiesos e inexpresivos que sus cirios, estaban a punto de ceder a los estímulos del sueño; ahora bien, como la cera rebosaba, algunas gotas empezaron a escurrirse cirio abajo—. Nuestros amigos, Sarah y Julien, que se han dado cita en la Posada del Desencanto, ante los ojos de Dios, por propia voluntad... —Y otra vez hizo el cura un alto en el camino. Por lo demás, Jérôme y Baptiste, que apenas parpadeaban, se despertaron como heridos por un rayo. Los dos hermanos sufrían en silencio los efectos de la cera que les salpicaba en las manos. Ambos testigos, con gran presencia de ánimo, continuaron inconmovibles, con los ojos llenos de lágrimas—. Querida Sarah, ¿quiere a su amado Julien por esposo, y promete ante Dios Nuestro Señor serle fiel, amarlo y respetarlo, en la salud y la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza, y promete no dejar marchitar su amor y hacerlo crecer día tras día, y así, hasta que la muerte, de forma temporal, les separe?

—Sí, quiero —dijo Sarah, con una sonrisa que la iluminaba entera.

A estas alturas, Jérôme y Baptiste, que únicamente apelando a su espíritu de lucha resistían la quemazón de la cera, dejaron escapar unos lagrimones de dolor que se les escurrieron por las mejillas. El padre Barrault, muy atento a los detalles, al ver la reacción de los testigos, dio por sentado que la emoción desbordaba sus cauces naturales, y entonces comenzó a sufrir él mismo para contenerse. Se sacó un pañuelo del bolsillo de la sotana, se sonó con estrépito.

—Querido Julien —prosiguió una vez guardado el pañuelo—, ¿quiere a su amada Sarah por esposa, y promete ante Dios Nuestro Señor serle fiel, amarla y respetarla, en la salud y la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza, en la adversidad y en la fortuna, y así por los siglos de los siglos, durante el resto de su vida?

—Sí, quiero —dijo Julien.

El padre Barrault volvió a sacar el pañuelo, hizo uso de él y, a renglón seguido, proclamó, dando la bendición con la mano libre:

—Lo que Dios ha unido, que no lo separe hombre alguno. —Y, tras guardarse definitivamente el pañuelo, con la emoción a flor de piel, declaró—: Hijo, puede besar a la novia.

Por toda respuesta, Julien cogió a su esposa en brazos y giró sobre los talones para enfilar el tramo que lo separaba de la escalera. Si le dio tiempo o no a ver a los huéspedes de la Posada del Desencanto que abarrotaban las escaleras, justo antes de producirse la desbandada general, quién puede decirlo.

Allí estaban todos, incluida la dueña, mademoiselle Barrault. La mayoría en bata, en camisón o en camisa de dormir. Unos con gorro de borla, y otros con pañuelos anudados para sujetar los cabellos; unos se acodaban contra la barandilla, y otros, los más dormidos, sentados en los peldaños, apoyaban la cabeza contra los balaústres de la escalera; unos llorando en silencio, y otros con los ojos enrojecidos; pero todos, sin excepción, tan pronto como Julien se dio la vuelta con su esposa en brazos, huyeron con estrépito escaleras arriba.

El padre Barrault, que, sensible como nunca, vio la cara arrasada por las lágrimas de los testigos, exclamó suspirando:

—¡Ha sido mi mejor boda! —Y, cerrando el misal, lo apretó contra el pecho como si fuera un devocionario.

Poco después, los recién casados partieron para Vernon, donde una cita inaplazable les aguardaba.

Por desgracia, había otra realidad urgente que se imponía.

Esa mañana, en Gante, donde se había exiliado Luis XVIII, cierto cardenal italiano y cierto ex ministro francés departían mientras paseaban por los jardines de no importa qué palacio. El día era gris, y uno de ellos se apoyaba en un bastón para compensar su cojera.

—¿Qué queréis decir? —preguntó el ex ministro, que se detuvo apoyándose en el báculo.

—Todo cuanto ayude a devolver a Francia el orden y la tradición será bien recibido por las potencias europeas. La Iglesia, como es bien sabido, no siente devoción alguna por Napoleón. Así pues, la restauración de los Borbones es imprescindible, pero... no hemos estado acertados, monsieur.

—¿Por qué lo decís, Eminencia? Aun ahora los destinos de Francia y el de la Casa Real son inciertos. Además, hasta los oficiales del Rey son de la opinión de que Napoleón es imbatible en el campo de batalla. Hay que acabar con el hombre.

El cardenal reanudó la caminata.

—Sin embargo, toda Europa está en su contra. Y en el Vaticano se rumorea que la victoria de Napoleón es imposible. Su tiempo ha concluido. ¿Conocéis los planes de Wellington? —preguntó el cardenal.

—Piensa dirigir sus propias tropas junto con las prusianas, el ejército austríaco y el bávaro a la frontera belga. Luego llegarán los rusos desde el este. Aunque quizá cambie el plan sobre la marcha, el proyecto es caer sobre Francia por la parte oriental.

—Conociendo al corso, dudo que éste no ataque antes —repuso el cardenal.

—No si el atentado tiene éxito, y para entonces Napoleón es sólo un mal recuerdo.

—Ya —dijo meditabundo el cardenal—. ¿Estáis al corriente de los preparativos?

—Un envenenador. Por medio de una de las navajas de afeitar del corso.

—¡Vaya! Ingenioso. Y ¿cuándo pensaban hacerlo?

—El 1 de junio. Día de la ceremonia del Champ de Mai. ¿Habéis dicho «pensaban»?

—¡El 1 de junio! Os referís a la gran parada militar, supongo. Faltan pocos días. De modo que buscaban la máxima y más inmediata repercusión... —prosiguió el cardenal.

—Si tienen éxito, habrá que desenmascarar a los conspiradores y presentarlos como traidores a la patria. Si no lo consiguen, mucho me temo que el Emperador dará buena cuenta de ellos. De uno u otro modo, los héroes jamás sobreviven. La política les viene grande.

—Habréis tomado precauciones para no veros mezclado, monsieur de Talleyrand.

—Hay tantas posibilidades de que alguien me involucre, como de que se pruebe vuestra participación; pero, insisto, ¿por qué habláis en pasado, Eminencia?

—Mi querido monsieur, soy el último que quisiera ver el linaje de Bonaparte sentado en el Trono. Un cambio de dinastía sería un acto revolucionario. Sin embargo, hay un pequeño y definitivo cambio de planes. Por ahora, no habrá atentado. No correremos el riesgo de hacer de ese hombre un héroe para el pueblo. Si Dios quiere, Wellington se encargará del asesino del duque de Enghien. En el Vaticano todos confían en una victoria de las potencias. Y, si no fuera así, siempre habría tiempo de atentar contra su vida.

—Pero, Eminencia. La trama está muy avanzada.

—Aun así. Imaginaos en lo que se verían envueltos los Borbones en cuanto la noticia de su asesinato cruzase el país. Con toda seguridad, los veteranos de Bonaparte encabezarían una rebelión popular que pondría fin para siempre a su reinado.

—No estoy muy seguro de que Monsieur participe de esta opinión.

—Antes no —dijo el cardenal esbozando una sonrisa política—. Pero todos sabemos que Monsieur es un impaciente. Y, como legítimo heredero al Trono, le conviene, si no más sensatez, al menos un poco más de paciencia.

—Entiendo que el Vaticano se adelanta a los acontecimientos. Sin embargo, Eminencia, mi tiempo es oro, para mí.

—Hacedme caso, Talleyrand. Vuestro tiempo se os compensará igualmente, como merecéis. Y siempre podremos volver sobre estos pasos.

—¿Qué proponéis? —preguntó Talleyrand.

—Un conspirador es siempre un conspirador, un descontento, un insatisfecho. ¿De quiénes estamos hablando, al fin y al cabo? ¿Revolucionarios, republicanos, anarquistas, liberales? En todo caso, no es un desacierto librarse de esa gente. El hecho de que sus intereses y los nuestros confluyan de manera accidental no significa que sean nuestros amigos. Antes lo habéis dicho vos: «Los héroes nunca sobreviven». Actuad rápido. Filtrad la noticia del atentado y los nombres para que todo llegue a oídos del señor Fouché, y sólo de él. No os fiéis de agentes o intermediarios. Poned sobre aviso a ese hombre. Él, personalmente, sabrá bien cómo actuar.

—¿Fouché? Tengo que ver antes a Monsieur, Eminencia.

—Por supuesto, hacedlo, amigo mío. Ah, y otra cosa, ¿no os parecía un poco caro el negocio? —preguntó el cardenal parándose en seco.

—Eminencia —dijo Talleyrand, que se detuvo al mismo tiempo—, con atentado o sin él, si algo distinguirá al nuevo gobierno del Rey, será la gratitud con sus amigos. Y continuaron paseando en silencio.