1. EL JOVEN DE LOS
MUCHOS NOMBRES
El público rompió a aplaudir con entusiasmo. Fue una larga, ruidosa ovación. Desde el paraíso, el griterío del pueblo era tal que nadie se hubiera atrevido a decir si la obra era un éxito o un fiasco. Por si acaso, los actores salieron al proscenio a saludar por tercera vez. También por tercera vez consecutiva, Auguste abrió su caja de ébano y aspiró una pulgaradita de rapé.
—Auguste, es casi seguro que me voy a ruborizar.
—Pero, Madame, si se ha aplicado dos capas de albayalde... No hay rubor que las traspase. Se lo juro.
—Le quitas emoción a todo. Mi pañuelo de esencias, per favore. Estoy inconsolable —articuló madame Bastide detrás de su abanico de nácar y seda.
—¿Inconsolable? —protestó Auguste haciéndole entrega de un pañuelo de batista—. Que la he visto, Madame. Que se ha pasado la obra mirando por la parte ancha de los anteojos a los palcos de enfrente...
—¿Y desde cuándo la sensibilidad es incompatible con la coquetería? Recuerda que mirar por la parte ancha de los anteojos es un guiño italiano —dijo Madame asomándose al antepecho del palco—. ¿No te parece muy oportuno en un Romeo y Julieta?
—Conozco la traducción del guiño, Madame: «Venid a verme». Pero nosotros somos franceses —replicó Auguste mientras la ayudaba a levantarse—. Y nos conmovemos con el amor. El amor es un templo en el que resguardarnos. El amor, en fin, es una llama sagrada —concluyó al tiempo que retiraba la cortina.
—¡Ay, querido mío, no dramatices! Si no conociera tus mañas, diría que hablas como un enamorado; conociéndolas, diría que hablas como un usurero. —Auguste abrió la puerta del palco y ofreció su brazo a madame Bastide, que se detuvo, lo miró irónicamente a los ojos y aguardó a que se oyesen las puertas de los palcos contiguos—. Y, sin embargo, qué hombre resultarías si pusieras tu virilidad al servicio de ellas, y no de ellos —le susurró.
—Me temo, Madame, que ellas se las arreglan mejor con mi amabilidad —dijo Auguste.
—Eres despiadado —sentenció Madame, que tomó del brazo a su pareja, sacudió con ceremonia su pañuelo y se lo llevó a los labios mientras salían del palco.
El pasillo se convirtió en centro de afluencia de escotes y pelucas empolvadas, monóculos, levitas y corbatas de seda, talles estrechos, tocados de raso, escarpines y botas de caña. En las escaleras concurrieron con el público de los pisos superiores, parte del cual procedía del paraíso, a juzgar por su atuendo y ademanes, su aroma mezcla de agua de colonia, salchichas y ajo.
Para Auguste, era manifiesto que los hombres que reconocían a Madame la esquivaban, o bien le torcían directamente la cara. Se recreó en la hipótesis de que para él mismo, a sus veintitrés años, ya era demasiado tarde. Y en eso había un regusto trágico que lo elevaba muy por encima del común de los jóvenes.
Auguste, en opinión de madame Bastide, no era hermoso. Pero el cabello ensortijado, la piel cobriza, los labios, de una generosidad palpitante, el buen porte y la altura, lo hacían muy deseable. Tenía, además, ese grado de fortaleza y hasta de brutalidad ocasional que conviene al hombre amanerado si no quiere dejar de ser codiciado por las mujeres.
—¿Te importa que vayamos andando al café Ture? —preguntó Madame ya en la calle.
—Por el contrario. El bulevar Du Temple no queda lejos —replicó Auguste, y, seguidamente, dijo—: Verá, estaba pensando en lo poco que me gustan los ingleses. ¿Sabe lo que más odio de ellos?
—Deja que lo adivine —dijo ella haciendo un meditado paréntesis—. No será la lengua, que hablas a la perfección. ¿Será su frígido puritanismo, o quizá su puritana frigidez?
—La moda, Madame, es la moda. Odio que Inglaterra ostente el cetro de la moda. Estas casacas, que hay que llevar abiertas —dijo limpiándole a la solapa una mota invisible—, y estos anchísimos cuellos, y esas horribles botas altas, de borde doblado, que llegan hasta poco más abajo de la rodilla. ¡Qué ligereza! ¿Ha visto tiranía semejante? La culpa es de Inglaterra y de su afición al deporte.
—¿Y en cuanto a esas camisas desaliñadas que lleváis los jóvenes? ¿También de eso echas la culpa a Inglaterra, Auguste, o debería decir al deporte?
—Ignoro su procedencia, Madame. Sólo sé que el buen tono nos impone a los jóvenes dormir con la camisa para arrugarla y darle un aspecto moderno.
—Pues tampoco del sombrero de copa es culpable Inglaterra. Aunque caro, aquí está muy de moda desde hace tiempo.
—Por cierto —dijo Auguste rozando con el meñique el ala del suyo—. ¿Sabe usted que el año pasado un sombrerero londinense tuvo el coraje de hacerse un sombrero de copa y originó un alboroto fantástico?
—¿En Londres?
—En Londres.
—Increíble.
—Pues no acaba aquí. Fue llevado ante la justicia y multado con cincuenta libras por aparecer en la vía pública llevando en la cabeza una estructura alta, lustrosa y calculada para alterar a la gente tímida.
—Me tomas el pelo —dijo Madame soltando una carcajada.
—En absoluto, querida, en absoluto.
—Mi joven Auguste, no sólo eres un incroyable, sino un incroyable encantador. Lo que no se puede decir de todos los jóvenes elegantes.
Era un mes de frimario inusualmente templado. El frío aún no había hecho irrupción, y a pesar de que las tardes eran muy cortas la gente se echaba a los bulevares con la misma y desquiciada euforia de quienes se desvivían por respetar los dos calendarios: el gregoriano y el republicano.
—Tenemos la obligación de divertirnos, Auguste, créeme —dijo en voz baja madame Bastide— La República vacila, y somos supervivientes del Terror. Eso nos confiere un estatus valioso, por no decir único. Nuestro deber histórico es gozar de la vida. ¿Quién puede predecir cuándo nos espera un nuevo Robespierre? —continuó Madame extrayéndose algo de la boca y arrojándolo a un lado—. No te imaginas cómo aborrezco las bolas de corcho. Antes que estos postizos absurdos, prefiero ocultar los dientes detrás del abanico.
—Pero París se muere de hambre, Madame. ¿Fíjese en esta camisa? —preguntó Auguste exhibiendo las mangas abullonadas—. ¡Tres mil libras! Hace tan sólo ocho años me hubiese costado diez.
—En efecto, estamos en la bancarrota. No veo más que mendigos por las calles salpicándolo todo de barro. ¿Te has fijado en la cantidad de calles que aún tenemos sin pavimentar? ¡Casi en pleno siglo XIX! Qué lástima que en eso no le copiemos a Londres.
—Nuestra corrupción es proverbial, Madame. El aire fétido de París es conocido en toda Europa.
—Muy cierto. Dudo que exista una capital más sucia que ésta. Y, encima, hay espías y agentes monárquicos por todas partes. El oro inglés lo compra todo —dijo Madame haciendo pantalla con la mano en la boca—. Sin embargo, la gente no cambia. Son las mismas caras y los mismos miembros viriles que hacen tu felicidad y mi riqueza. ¿O tal vez debiera decir al contrario?
De pronto, al doblar una callejuela que tenía salida al bulevar Du Temple, sucedió algo imprevisible. Una figura ágil y encorvada se aproximó en dirección opuesta caminando a pasos apresurados, y, cuando estaba a su altura, arrebató a Auguste la chistera de un golpe veloz como un tajo. Pero Auguste, como si lo estuviera esperando, se dio media vuelta y, con el brazo libre, sacudió un bofetón al tipo que le restalló en la oreja lanzándolo por el aire. El ladrón aterrizó aferrado a la chistera.
—Por lo que parece —exclamó Madame con un deje de admiración espontáneo—, no sólo eres diestro con la lengua inglesa.
—Mon Dieu! ¿Cree que tendrá arreglo este desastre? —preguntó Auguste mostrando una uña rota a Madame mientras se limpiaba el puño de encaje—. Por lo visto, las buenas chisteras son reconocibles hasta por los ladrones de medio pelo —prosiguió mientras se acercaba a la figura encogida.
Auguste se agachó, levantó un índice admonitorio y se puso a moverlo como un metrónomo reprobando la actitud del desventurado. Fue tal su capacidad de persuasión que el rufián comprendió enseguida, le entregó la chistera y se apresuró a cubrirse el rostro con los brazos.
—El padre de mi padre, Dios lo tenga en su gloria —dijo Auguste, que, sin dejar de alisar el sombrero, regresó al lado de Madame—, contaba que esto ocurría sin cesar con las primeras pelucas. Había bandas de ladrones de pelucas operando en las ciudades. ¿Lo sabía?
—No soy tan vieja como para certificarlo, Auguste. Pero tu abuelo estaba bien informado.
—Lo sufrió en sus propias carnes, Madame —replicó él, y ambos reemprendieron la caminata como si tal cosa.
En el interior del café Ture había, como siempre, una poderosa mezcla de olor a nuez moscada, canela y café recién hecho. En un pebetero empezaban a quemarse hierbas aromáticas. Los cortinones que recubrían las cristaleras, recogidos hacia arriba y formando pliegues, las lámparas de araña, las molduras ornamentadas y las paredes revestidas de tapices de un realismo heroico, prestaban al café un resplandor exótico pero ambiguo, más que un resplandor verdaderamente turco; sin embargo, su céntrica ubicación, en las proximidades del Palais Royal, y su inmenso jardín, que daba a la calle, hacían de él un café muy concurrido.
—Por la Monarquía —masculló Auguste alzando su copa de madeira.
—Estás loco —dijo ella emitiendo una risita gutural mientras alzaba a su vez la suya y se recomponía las plumas del sombrero.
—En lo que a mí respecta, ser monárquico es una emoción puramente estética.
—Excelente, Auguste; pero sé discreto y si-gi-lo-so. ¿Sabías que en los muelles del Sena se venden muñecos de Bonaparte?
—A propósito, y usted ¿ha leído Les Nouvelles o Le Publiciste?
—No, querido.
—¿Y Le Républicain?
—En París todo el mundo lee la prensa. Cada vez se publican y se leen más periódicos. También los realistas, si pasan la censura —dijo bajando la voz—. Pero a mí la prensa me provoca repulsión. Incluso el tamaño francés, me refiero al periódico, ese formato diminuto con tamaño de octavilla, me provoca repulsión. En el tamaño deberías alabar el gusto a la prensa inglesa. ¡Ah, no! No me hables de la prensa a mí. La prensa desinforma. Y yo me surto de mis propias fuentes, Auguste.
—Escúcheme un minuto, todos los periódicos dicen que han matado al general Bonaparte en El Cairo. Y que el Directorio conocía su muerte desde hacía semanas.
—No hagas caso de lo que dicen. Lo único cierto es el descalabro naval que nos ha infligido Nelson.
—Y el descalabro moral. Así pues, ¿usted no cree que eso podría propiciar un golpe de Estado realista y la restauración de los Borbones? ¡Oh, qué obra de arte culminaría la Revolución! —dijo él en un tono más que discreto.
—Mi querido, yo sólo creo en lo que veo: impuestos altos, miseria, paro y que las revoluciones terminan todo lo más en reformas. ¡Ah!, y otra cosa. Que el gran asunto y la gran ganancia es especular.
—Prefiero los amores mercenarios —dijo Auguste bebiendo otro sorbo.
—Cómo se nota que tu juventud no ha comenzado a marchitarse. Es sólo cuestión de tiempo que dejes de lado esos escrúpulos que te nublan la visión.
—Mon Dieu, Madame, ¿desea darme lecciones sobre cómo especular?
—Haz volar tu imaginación, mi joven amigo. Lo único que necesitamos para hacernos de oro es crear una compañía que abastezca a los ejércitos franceses —replicó Madame ingiriendo un último trago de vino y haciendo un gesto para que les sirvieran otra ronda.
—Oh, Madame, qué vulgaridad. Preferiría ser vidente. Lo oculto se ha puesto de moda. Todo París habla de magos, adivinadores y brujas. Desengáñese, lo que la gente necesita son héroes, no especuladores. ¿Y si nos dedicamos a la cartomancia? Si no me equivoco, nuestros oficios nos conceden una flexibilidad sólo al alcance del Primer Estado... —comentó él mientras afilaba la barbilla entre el dedo índice y el pulgar.
—Deja tu aprendizaje de cínico para mejor oportunidad, querido. Sé que no soy una dama. Pero de ahí a ser una bruja median varias reencarnaciones, ¿no crees? —dijo Madame cuando llegaron las copas de madeira.
—Perfectamente, Madame. Brindo por ello, y por un futuro afortunado. Cualquiera que sea el color de la fortuna —contestó él alzando su copa.
—Salud, Auguste.
Y en esa línea prosiguieron un largo rato y dos rondas más, justo hasta que Madame declaró que los negocios eran los negocios y que, en una época tan inspiradamente igualitaria como ésta, no podía dejar a sus chicas solas tanto tiempo.
—Si me lo permite —dijo Auguste, que estaba alcohólicamente persuadido de ser inmune a los efectos del vino—, en el fondo es usted una genuina representante de la clase emergente.
Madame Bastide esbozó una sonrisa e hizo ademán de levantarse.
Y entonces Auguste, con galante precipitación, se puso en pie velozmente, como un auténtico caballero.
Al día siguiente llegó el frío. Un frío seco que parecía haber estado agazapado, a la espera. Eran poco más de las diez cuando Madame bajó las escaleras y sorteó la mesa con su centro de flores. Vio la puerta de entrada entreabierta, enarcó las cejas, se anudó la bata, cruzó el vestíbulo, pasó por delante de la puerta entreabierta y entró en el salón principal sin perderla ni un solo instante de vista.
Se repantigó en una butaca desde la que se dominaba el vestíbulo, y, con los pies sobre un escabel, cruzó una pierna sobre otra. Al poco, chirrió la puerta de entrada y asomó un niño con una silla de montar al hombro que le colgaba por detrás. El niño entró, giró el pomo, cerró sigilosamente y dio un saltito para colocarse mejor el aparejo.
—¿Ben-ja-min? —silabeó Madame al tiempo que se levantaba. El niño se detuvo, de espaldas a ella, como por efecto de un ensalmo—. ¿Antoine?, ¿Charles?, quizá... ¿Philippe?... ¿Paul?, ¿Michel?, ¿Sebastien? ¿Cuál de ellos, por ejemplo, muchacho? Aunque, no sé por qué, pero tengo la impresión de que nunca conocerás el tuyo. —Madame Bastide se paró a medio camino—. Y un hombre sin nombre es un hombre sin alma, muchacho, una sombra tenebrosa en el reino de los vivos —dijo paladeando las palabras de tal modo que habría podido creerse que las exprimía—. ¿Sabías que los egipcios creían que el nombre, el más fiel de todos los atributos, era el último en abandonar a su dueño, y la sombra la primera? ¿Estás de acuerdo? —preguntó entre sonrisas.
—No sé, Madame —dijo el chico en un hilo de voz, sin darse la vuelta.
—¿No sabes? ¿Tampoco sabes que el mozo de cuadra no entra por la puerta principal, sino por la trasera?
—Eso sí, Madame.
—Entonces fuera de mi vista —dijo ella cruzándose de brazos.
El niño dio otro saltito que amenazó el inestable equilibrio de la silla, y, sin girar la cabeza, a paso ni lento ni rápido salió por la puerta interior que daba al pasillo lateral.
Al llegar al fondo del pasillo, el niño cogió el picaporte con ambas manos mientras apretaba. Descansó la frente contra la puerta como si buscase un punto de apoyo. El hombro empezaba a dolerle de veras. Se apresuró a entrar en la cocina, y cerró la puerta tras él. Había un olor dulce ahí dentro.
Vio a Camille, que se volvió hacia él tan enjuta y enérgica como siempre. A estas horas aún no llevaba el uniforme de sirvienta, pero iba ya con el pelo cano recogido. Vio a su hermana Annette con su delantal y su cofia, su cara redonda y arrebolada, y los antebrazos cubiertos de harina. Annette introdujo la pala de madera en el horno y, a continuación, sacó unos buñuelos. Junto a ella, una de las ayudantes de cocina elaboraba la masa, y la otra no cesaba de majar en el almirez de bronce. Él cruzó una mirada vidriosa con Annette y Camille, y salió al patio de cocheras con el estribo de la silla golpeándole cadenciosamente en la pierna.
Transcurrieron sólo unos pocos minutos, y Annette fue tras él. Salió al patio de cocheras que daba acceso a las cuadras, y al empujar el portón, como era de esperar, lo vio junto al caballo zaino. Estaba subido a una pequeña escalera, limpiando las heridas del animal.
—He ido al talabartero. La silla ya está arreglada —dijo el niño.
—No te acerques tanto. Ése es un caballo malo.
—No es malo. Sólo tiene miedo.
—¿De qué va a tener miedo, hijo?
—De los hombres.
—¿Le duele? —preguntó Annette.
—Se curará —dijo él introduciendo el paño en el cubo de agua por un extremo. Al sacarlo, se quedó mirando la cara interior de la muñeca, se levantó de un salto, dejó caer el paño, que se adhirió al borde del caldero, y se agarró la muñeca como si procediera a tomarse el pulso.
El niño palideció, y Annette, haciendo un esfuerzo por superar sus temores, se acercó vigilando al caballo con el rabillo del ojo. Se agachó lentamente, cogió el trapo, lo lavó en el agua ensangrentada y se lo entregó escurrido en la mano. Antes de decidir el próximo movimiento, Annette ya había retrocedido.
—¿Aún sueñas con aquello? —preguntó la mujer.
El niño asintió con la cabeza mientras volvía a pasarle el paño al caballo. El caballo sacudió la suya a derecha e izquierda y resopló.
—¿Pesadillas?
El niño asintió de nuevo.
—Me da vergüenza —dijo.
—¿Vergüenza? —repitió Annette—. Pero si debes sentirte orgulloso, pequeño. Nadie sobrevive a la mordedura de una serpiente como aquélla. Fue un milagro. Es natural que no lo recuerdes. Eras tan pequeño... —e hizo una pausa como si quisiera recuperar fuerzas para seguir hablando—. Escucha, cariño, ¿por qué no nos dejas llamarte como entonces, cuando eras un crío y dormías con nosotras?
El caballo bajó la cabeza y lo olfateó. El niño, en lo alto de la escalera, pasó el paño amorosamente por el lomo cubierto de heridas. Con el otro brazo rodeó el pescuezo del animal.
—Ninguno de esos nombres es el mío, Annette. —La cocinera tomó aire. Parecía a punto de dar un salto definitivo hacia algún lado. Entonces él prosiguió—: Yo no tengo nombre, todavía. Pero tengo padres, o los tuve. Todos tienen padres. Cuando los encuentre, tendré que preguntarles cómo me llamo. —Y así diciendo apretó el paño contra el lomo de forma que una mezcla abundante de agua y sangre empezó a escurrir por el flanco—. Hasta entonces no quiero que nadie me llame de ningún modo.
—¿Ni siquiera nosotras? Cariño, nosotras te hemos puesto tantos nombres sin que lo supiera Madame... —dijo persignándose.
El niño no se dio la vuelta, y apretó los dientes antes de decir:
—Sílbame, grítame, pégame si quieres; pero no me pongas un nombre que no me pertenece...
Al salir, a la cocinera le temblaban un poco las manos. Cierto que el día era especialmente frío, y triste. Pero en días así era conveniente recordar que su hijo, el único y verdadero hijo que había concebido de su esposo poco antes de ser ejecutado en los días aciagos del Terror, había muerto antes de nacer. Y eso, por desgracia, era algo irreemplazable, como su hermana mayor, juiciosamente, tenía el mal gusto de recordarle a cada paso. Miró un segundo hacia atrás, y luego prosiguió el camino hacia la cocina con la cabeza gacha, como si fuera demasiado vieja para no claudicar.
Había una sola cosa en el mundo que le fascinaba al niño: acompañar a Pierre, el cochero, al mercado. Eso sucedía casi de madrugada. El viejo Pierre, a quien empezaba a fallarle ostensiblemente la vista, era el único de los sirvientes adultos que no dormía en la mansión, arriba, en las habitaciones de la servidumbre, donde tenían sus aposentos Annette, Camille y las dos ayudantes de cocina, que eran, en realidad, criadas para todo. Por su parte, para el niño era una fiesta cuando, algunas mañanas, Pierre entraba en las cuadras y le despertaba peinándose el bigote con los dedos. Antes de que le preguntase si le apetecía acompañarle, el pequeño se levantaba de un brinco frotándose los ojos, y enganchaba a la carreta el caballo zaino mientras Pierre refunfuñaba.
Por otro lado, a Pierre le encantaba tomarle la lección por el camino. ¿Qué libro estás leyendo? ¿Qué capítulo? Explícame tal o cual cosa, o dame tu opinión sobre tal otra. A escondidas de su ama, Pierre suministraba lecturas al pequeño. Sabe Dios las represalias de Madame si hubiera descubierto que Pierre tomaba en préstamo libros de su biblioteca privada para el niño. Y ni siquiera había tenido que aplicarse demasiado para enseñarle a leer. El pequeño se las arreglaba solo de maravilla.
—Deberías cambiarte de gafas —decía el niño.
—Tonterías. Veo perfectamente. Veo incluso mejor que hace años. Hablábamos de Rousseau. Gran hombre, gran filósofo, Rousseau. Y gran padre de familia. Padre de varios hijos, ¿eh? Como un servidor —sentenció Pierre.
—Los envió a todos al hospicio.
—¡No me digas! ¿Hablas en serio, muchacho? No querrás darle lecciones al maestro... —Y, con la última palabra, ordenaba al chico que cerrase los ojos, tomaba las riendas y la pipa con una sola mano, hacía aparecer una pequeña damajuana, sacaba el corcho, la cogía por el garguero y bebía un largo trago. Luego, repetía la operación a la inversa, se limpiaba la boca con el dorso de la mano y decía al niño—: Ya puedes abrirlos. Esto es cosa de mayores.
Pierre se calaba el sombrero y dejaba salir un poco de humo por la comisura. A veces el niño, que rebuscaba en la carreta algo con que abrigarse, apenas tenía tiempo de agarrarse antes de salir despedido.
—¡Cheeeeeeeeeeee! ¡Vaya caballo tozudo! ¿Por qué diablos te paras ahora? —aullaba Pierre.
El caballo emitía un relincho prolongado, y movía la cabeza a uno y otro lado resoplando.
Justo delante, a tan sólo unos palmos del hocico del caballo, una vieja cubierta con un sayal negro, sombrero de paja y un pañuelo anudado por debajo de la barbilla miraba ese hocico con una expresión de mudo terror. La vieja, que ni siquiera pestañeaba, se había paralizado en el medio de la calle. Su cabeza estaba envuelta en el aliento del caballo, y no había sido atropellada por un pelo. Con razón, era la suya una expresión inenarrable. Solía pasar que el niño le decía algo a Pierre al oído. Pierre guiñaba los ojos, miraba al niño, miraba al caballo, y se aventuraba incluso a mirar a la vieja.
—Bien hecho, caballo. Bien hecho —decía mientras la vieja cruzaba renqueando, y él tensaba la nuca hacia delante.
Después aparcaban la carreta, y a partir de ahí las cosas se sucedían con el respeto debido al ritual.
Por lo demás, el mercado a esas horas ya estaba repleto de mercaderes y compradores. Los puestos, algunos con toldo, se multiplicaban a lo largo y ancho de la plaza. Las carretas diseminadas se ubicaban en los sitios de costumbre. Por doquier había cestas, abultadísimos sacos de esparto rebosantes de legumbres, barriles que exhibían hortalizas en peores o mejores condiciones, y barricas de vino de tamaños diversos. Una muchedumbre vocinglera se hacinaba aullando las excelencias de sus productos. En grandes cajas de mimbre o madera se transportaban pollos o conejos vivos, y un olor a fruta pasada, huevos rotos, aves de corral y sudores rancios impregnaba el aire. Aunque lo verdaderamente inmundo eran los puestos de pescado, que ambos esquivaban limpiamente mientras Madame no hiciese alusión a la nula relevancia que tenía el pescado en la dieta de la casa. Allí, en los puestos más antiguos, durante años y más años las tablas podridas se habían ido empapando de los efluvios del pescado en descomposición. Esos vapores infernales subían hasta el cielo, y por sí mismos eran capaces de estimular los olfatos más apáticos.
Pierre comenzaba a guiñar los ojos y se paraba delante de un puesto. La vendedora y Pierre se saludaban.
—Cinco docenas de tomates.
—¿De cuáles, Pierre? —preguntaba la vendedora.
Pierre exhalaba una bocanada de humo. No muy decidido, señalaba un cesto, y, como dando por zanjada una duda irrelevante, empezaba a inspeccionar otros productos. Veloz como su sombra, el niño alzaba una ceja, miraba impávido a la vendedora y hacía un ademán con la cabeza señalando otro cesto de tomates mejores.
—¿Las patatas? —decía Pierre husmeando con tal inquietud que parecía haberse equivocado de mercado.
—¿De cuáles, Pierre?
Con la misma indecisión de antes, Pierre señalaba un cesto de nabos. Y, con la misma celeridad, como si padeciera un tic nervioso, el niño movía repetidamente la cabeza y, ayudándose de la mirada, indicaba a la vendedora un cesto de patatas auténtico.
—Cincuenta libras —decía Pierre.
—Kilogramos, Pierre, kilogramos. Desde el 91 —replicaba la vendedora.
—Yo ya soy viejo para estas modernidades —reponía Pierre.
—Al menos, me pagarás en francos, ¿no?
—Qué remedio, ciudadana —decía Pierre dirigiéndose a otro puesto antes de cargar con las patatas—. ¿Has visto esos gallos, muchacho? Annette prepara un gallo en salsa de alcaparras que vuelve locas a las chicas.
Y entonces la cara del niño se ensombrecía, pues se daba la irritante circunstancia de que conocía al tipo que vendía los gallos. No era la primera vez que el canalla se cruzaba con ellos aprovechándose de las limitaciones del viejo Pierre. Un sujeto robusto, con cara de pocos amigos, y un cobarde. Al niño a veces le costaba aguantar, y un día, cuando el vendedor, con la aquiescencia de Pierre, eligió el gallo más canijo, el que peor aspecto tenía de todos, el chiquillo, con la cabeza gacha y la mirada fija en el cobarde, ya había abierto la boca para hablar.