6. EL ACIAGO DESTINO
DEL VIZCONDE
Mientras, en otra zona de París, exactamente en el tramo que va desde la rue Royal hasta la rue du Louvre, en uno de los múltiples aposentos del palacete que ocupaba el 145 de la rue Saint-Honoré, el joven vizconde de Ménéval se hacía vestir por un lacayo frente al espejo.
La cita de esa noche (mejor dicho, de madrugada) con Fouché, el temido ministro de la Policía, en su palacio de Juigné era, hasta el momento, la más trascendente de su vida.
El joven, sin dejar de mirarse en el espejo los puños plisados, hizo una seña al ayuda de cámara para que se detuviese. El criado, un tipo circunspecto como un enterrador, pero que se echaba a temblar cada vez que su amo le ordenaba subir al aposento para vestirle, se congeló con la casaca en alto y tragó saliva. De repente, el joven vizconde alargó el brazo y abrió un opaco cofrecillo de latón.
El cofrecillo emitió un sonido de cuco y, al instante siguiente, la miniatura de una bailarina surgió del fondo y empezó a girar sobre sí misma a los acordes de un vals. El vals, como una presencia etérea, se elevó, ganó altura, aleteó sobre el alma del joven, y éste se abismó en sus recuerdos como si se descolgara por un precipicio.
—Madre, madre, ¿por qué se pinta el rostro? No parece la misma —dijo el pequeño al tiempo que abría un relumbrante cofrecillo de latón que empezó a sonar a ritmo de vals.
—¿Recuerdas la última fiesta de disfraces en casa de monsieur Gautier, cuando te puse alas y un antifaz y nadie te reconocía? —replicó Sophie, que, sentada al tocador, se volvió completamente hacia su hijo.
—¿Es que necesita ocultarse?
—Al contrario, éste es mi verdadero rostro. Persona significa máscara. La máscara del teatro clásico, querido Gilles —declaró Sophie enfrentada de nuevo a la imagen del espejo mientras colocaba en su sitio el frasco de perfume—. Siéntate a mi lado —le invitó, palmoteando un taburete de piel rojo. Sophie respiró el aroma del perfume y se le ensanchó el pecho de orgullo al contrastar el parecido tan notable entre su hijo y ella—. Las personas desperdician su vida en el absurdo empeño de descubrir quiénes son en realidad, y, como es lógico, el carácter se pervierte ocupado en necias fantasías. En otras palabras, quieren llegar a ser lo que desean ser. ¿Me comprendes? —continuó hablando al circunspecto reflejo de su hijo—. Pero el deseo no se alcanza, pequeño Gilles, por eso es una fantasía. Si se obtuviera dejaría de ser un deseo, y entonces buscarían otro, aún más inalcanzable, más difícil de lograr, para poder seguir así, fantaseando.
»Yo soy una mujer práctica —prosiguió, rescatando la polvera para retocarse el maquillaje—. Yo acepto la verdad. Estamos solos, Gilles. Quiero decir que somos un continente sin contenido —dijo señalando al niño un perfumador vacío—. Y, por mucho que busquemos dentro de nosotros, no hallaremos más que huesos y vísceras. Sin embargo, también somos animales atrapados en un cuerpo extraño, con exigencias particulares que han de ser satisfechas. ¡Qué puedo decirte, hijo mío! —sonrió mostrando una dentadura impecable—. El hombre es un ser caprichoso. Hemos de llenar ese vacío buscando fuera, escogiendo las medidas y proporciones exactas para hacer de nosotros una obra de arte, un plato delicioso, irresistible a los demás. Así logramos abrir sus apetitos y seducirlos, hacernos con el poder, el poder para conseguir de los otros lo que merecemos, no lo que deseamos. De este modo, pequeño Gilles, no importa quién seas, sino... por quién pasas.
—¿Os halláis indispuesto, monsieur? —preguntó el lacayo con aspecto de enterrador.
El joven vizconde miró al lacayo a través del espejo, parpadeó varias veces, frunció el ceño y cerró de golpe el cofrecillo de música.
—Date prisa. No quisiera hacer esperar al ministro. —Y se hizo poner la casaca.
Tan sólo pocos meses antes, es decir, el día de la coronación del Emperador, el mismo día en que Gilles descubrió por casualidad al joven vizconde de Ménéval tocando el piano en la ventana de su palacete de la rue Saint-Honoré, ¿quién podría habérselo imaginado? Ni siquiera entonces el propio Gilles comprendió el alcance de aquello. Presintió algunas afinidades entre ese joven y él, cómo no: el palacete y el lujo, su soledad al piano, su desdén olímpico por la chusma, incluso un cierto parecido en las facciones; pero que la providencia corriera en su auxilio, que aquel joven fuera a erigirse en su redención y su desquite, eso tardó unas cuantas horas en imaginarlo.
Durante semanas se dedicó a investigar a François de Ménéval y su linaje. Ah, qué prodigio de investigación. Si hubiera tenido una confidente con la sensibilidad de su madre, cómo le hubiese complacido describir la sagacidad, la discreción, la minuciosidad, la sabiduría con que procedió en todo momento. Tantos recursos desplegó en su tarea que parecía haber nacido para eso.
En pocos días (días en que se vio forzado a desplazarse desde el internado y alojarse de incógnito en fondas de mala muerte para no levantar las sospechas de Victor) averiguó que los padres del joven François, los viejos vizcondes de Ménéval, que habían concebido a su primer y único hijo a edades más que respetables, fueron guillotinados por la ola revolucionaria a principios de los noventa. Averiguó que el niño fue sacado del palacio a través de un pasadizo subterráneo por Claude, un lacayo fiel, y que éste lo ocultó en los sótanos de una de las casas de campo de la familia, donde sobrevivió como un refugiado. Supo que el criado se hizo cargo del palacete merced a las disposiciones que los vizcondes habían adoptado en prevención de lo que ya consideraban una sangría sin remedio. Supo que, cuando las aguas revolucionarias se remansaron, después de que cientos de cabezas aristócratas cayeran bajo el filo de la guillotina, el pequeño François, como legítimo heredero, tomó posesión de las propiedades que no habían sido confiscadas.
La gente habla y habla. Gilles callaba y prestaba oído. Revisó los periódicos de la época, hizo indagaciones con la prudencia digna de un espía, acechó al fiel criado para conocer al dedillo las costumbres y horarios de la casa. Durante horas merodeaba discretamente por las inmediaciones y, cuando surgía la ocasión, vigilaba y estudiaba los gestos de su dueño. El resultado fue que en poco tiempo averiguó las fobias y los gustos, los placeres y los miedos, las virtudes y los vicios, las ambiciones (si tenía alguna) y las renuncias, las debilidades y las fuerzas que ocultabaFrançois de Ménéval. Eso fue antes de transformarse en un joven maestro del piano (lo que no le resultó difícil) y aproximarse al vizconde, a quien ya conocía como si hubieran compartido calabozo durante media vida.
Cierto que el hecho de que el joven y enfermizo François apenas saliese del palacete dificultó un poco la labor indagadora de Gilles; pero, a la postre, facilitó su plan, a la vista de que era un ser poco menos que invisible, alguien que casi no se dejaba ver en público, y en quien nadie hubiese reparado, ni tampoco reconocido por las calles del gran París.
Gilles estaba listo para enfrentarse a un ser miedoso, pero que se aburría, traumatizado de mil modos, pero con terrores bastante previsibles. Un ser que colmaba sus días aporreando un viejo piano, y cuyo físico, si bien no precisamente gallardo, guardaba ciertas semejanzas con el suyo, sobre todo en edad y en estatura. Alguien, y esto era lo importante, con posición y rentas en abundancia, y a quien era preciso seducir apelando a su valor y a su autoestima.
Así pues, cuando se resolvió a dar el paso decisivo y presentarse, lo hizo disfrazado de pies a cabeza, o, por mejor decir, bajo el atuendo que más podía embelesar y halagar al joven François: el de un profesor, un artista, un maestro rendido a la gracia de un pianista aficionado, a quien por sentimiento, por emoción, consideraba su alma gemela.
Adaptó su físico a las circunstancias. Se cortó las patillas y, en contraste con la corta y lacia melena del vizconde, dejó que la suya cobrara un aspecto desaliñado. Se puso bigote y perilla postizos, se agenció ropa adecuada, de segunda mano, oscura, larga, triste, apocalíptica, apropiadamente espiritual. Transformó sus gestos, sus maneras. Se convirtió en otro. No le fue difícil, a la vista de que por dentro estaba vacío. Aprendió a andar con cierto abandono, como un artista, como quien sabe, por inspiración, que sus piernas no le llevarán a sitio alguno interesante bajo la faz de la tierra, y hasta moduló su voz para volverla más aterciopelada. Nunca Gilles se había sentido tan dueño de sus fuerzas como entonces. Él era un instrumento en manos de la justicia, y la justicia, no tiene otro Místerio, se impartía recompensando a cada uno de acuerdo con sus méritos.
Una tarde en la que, como era su costumbre, François tocaba el piano con la ventana entreabierta, Gilles decidió jugarse el todo por el todo.
Paseaba por debajo de la terraza cuando escuchó unos acordes mozartianos que le llegaron al corazón. Oh, sí, eso fue lo que le dijo al bueno del lacayo, el viejo Claude, de mirada acuosa y vivaracha, cuyos recursos dialécticos eran más bien limitados. Gilles, consciente de la influencia que el viejo Claude ejercía sobre el joven vizconde, y sin darle tiempo a reponerse, le pidió con gentileza, pero con autoridad rayana en lo profesoral, que le condujese a presencia del pianista. Le dijo que él era profesor de piano. No importa qué nombre dio.
El criado le hizo pasar al vestíbulo, y, al poco, le acompañó al piso de arriba, donde el vizcondecito le aguardaba con la piel de gallina. El joven tenía el cabello de un rubio parecido al de Gilles, patillas en forma de boca de hacha, y, sobre todo, una estatura y una edad prometedoramente similares a las suyas. Le temblaban un poco los labios.
El maestro se presentó y se apresuró a ponderar cuidadosamente la música de aquel pobre hombre, un tipo que era capaz de arruinar a Mozart con sus manazas. Le dijo que lo había oído desde la calle, y que sus notas desprendían una emoción muy personal. Gilles jamás había mentido tanto y tan persuasivamente. Ansioso como estaba, en el colmo del cinismo, se ofreció a interpretar la pieza. El vizcondecito consintió. Entonces, Gilles se puso al piano e hizo de algo que había sonado irreconocible una melodía que no podía dejar de admirarse. Al acabar, hubo un silencio determinante y, por vez primera, se sintió inseguro con respecto al porvenir. Se preguntó si no habría ido demasiado lejos, tal vez demasiado rápido. Y supo al instante que no le quedaban alternativas, y que era indispensable arriesgarse un poco más.
—La emoción con la que vos tocabais antes, ese candor y esa fuerza, cómo me recuerda quién fui en otro tiempo. Si no hubiera estado tan solo, Dios sabe cómo habría evolucionado mi arte.
—¿Tan solo ha estado? —preguntó el joven vizconde.
—La fatalidad quiso que mis padres fueran ejecutados en el Terror.
Fue la puntilla. Y algo dentro del joven vizconde se rindió a esas prodigiosas casualidades, y depuso toda resistencia.
Enseguida la cosa fue cuesta abajo. El joven noble, que estaba bastante aturdido, volvió a preguntarle por su actual dedicación. Él suspiró, y, reponiéndose, carraspeó, se levantó cortésmente y le contestó que impartía clases a jóvenes aspirantes a virtuosos. Es más, sin darle tiempo para defenderse, siguió hostigándole y le pidió que tocara de nuevo algo para él. El vizcondecito, que se estaba haciendo un lío de dimensiones imposibles, empezó, en efecto, a tocar, hizo lo que pudo con el piano, que no era mucho, y después de cuatro piezas acabó con los nervios deshechos. Gilles, entonces, aprovechó para intervenir. Le hizo algunas correcciones, le mostró ciertos vicios en los que incurría, y le dijo que había mucho que trabajar si no quería desperdiciar su talento.
El resto fue previsible, y, desde el primer día, formaron la perfecta pareja de alumno y maestro.
Como el joven vizconde le pagaba generosamente las clases, Gilles dispuso de dinero para alojarse en una fonda digna. Se había convertido en un hombre clandestino, y todos los días recorría paseando, con su capa al viento y su bigote y su perilla bien sujetos, un largo tramo del París monumental. Llegaba al palacete, impartía dos horas de clase diarias a François, y el resto del tiempo se lo pasaban intimando.
El vizconde, con las manos en el teclado de marfil, era una nulidad entera y verdadera, pero el deseo de que alguien tuviera fe en él era tan inexorable que lo acercaba a Gilles como las polillas a la luz. Además, por lo que le tocaba, Gilles se descubría como un maestro juicioso y comprensivo. Y era lógico: tenía al tiempo de su parte, o, al menos, disponía del margen de tiempo suficiente para ejecutar sus planes. Gilles había tenido la precaución de falsificar la letra y la firma de su padre y del doctor Émile en una carta que había hecho llegar al internado. En esa carta ponía en conocimiento del director que padecía una enfermedad infecciosa que, aunque no grave, lo tendría postrado en cama durante varias semanas.
Así las cosas, sólo dos meses después de su irrupción en el palacete se había abierto paso en el corazón mustio de François. Se había convertido en su mejor amigo, en su único confidente, en una especie de padre, un modelo en quien depositar los anhelos de un corazón que se iba esponjando día tras día. Gilles, con su olfato para detectar los puntos débiles de los otros, muy pronto descubrió que los afectos del joven navegaban a la deriva, como los restos de un naufragio después de una galerna. El vizconde anhelaba una mano firme que no sólo le instruyese, sino que le castigase, que le hiciera daño. A decir verdad, el dolor le ayudaba a sentirse vivo. En opinión de Gilles, el dolor era el elemento natural de ese carácter degenerado, François de Ménéval, el último eslabón de una estirpe en decadencia. No fue de otro modo como Gilles cruzó, naturalmente, la línea que separa a un profesor de un tirano.
Al cabo de un tiempo, la casa y la vida de su dueño dejaron de tener secretos para Gilles. El mayor inconveniente provenía de Claude, el perro fiel que había salvado al joven vizconde de una muerte segura. Gilles sabía que desde el primer momento el viejo lo había mirado con recelo. A veces notaba que lo observaba a escondidas, pero, con todo, no se había resuelto a tomar medidas contra él.
Un día, el joven vizconde rompió su reserva sobre uno de los pocos asuntos que no trataba con Gilles, y le mostró el pasadizo secreto del palacete.
Era una construcción lóbrega y húmeda que databa de principios del siglo XVIII y parecía sacada de un cuento fantástico. El vizconde tembló como un azogado durante todo el trayecto, pues lo recorrieron juntos y del brazo. Y a Gilles eso le pareció una señal inequívoca. Porque él conocía por referencias la existencia del pasadizo gracias al cual François había salvado la vida, pero que el propio vizconde le revelara su existencia y... su ubicación, que lo recorriesen juntos de cabo a rabo y hasta que le ofreciese una réplica de la llave (que, por supuesto, Gilles rehusó), era más de lo que hubiera podido soñar. Fue entonces cuando vio llegado el momento.
Por si fuera poco, al día siguiente hubo niebla intensa en París. A esas alturas, no era muy usual; sin embargo, este año venía especialmente húmedo. De forma que todo pareció confabularse contra el vizconde.
Ese mismo día, por la tarde, Gilles le repitió, pero esta vez de una manera aún más persuasiva, que si quería progresar tenía que comprarse otro piano. Le dijo que conocía a un vendedor que tenía varias joyas dignas de él. Afirmó que debían acercarse y probar los pianos a una hora en que ningún cliente pudiese molestarlos. El vizconde, que hasta el momento había hecho oídos sordos porque no le entusiasmaba la idea de salir a la calle y mirar a la cara a sus semejantes, cedió cautivado por las órdenes de Gilles, su único semejante.
Los peligros acechaban, y Claude, el lacayo, persistió en la idea de acompañar al vizconde. Eso hizo comprender a Gilles que Claude sospechaba más de lo que daba a entender, y que era hora de agilizar los planes. Además lo tenía todo listo desde hacía tiempo; así que, con las últimas sombras de la tarde, cuando ya la niebla empezaba a cubrir las riberas del Sena, ambos picaron espuelas, cruzaron todo París y, muy a las afueras, se detuvieron junto a un pequeño refugio muy cerca del embarcadero.
El maestro le había dicho a su alumno que iban a desviarse y hacer un alto en el camino. Había insistido en que tenía una sorpresa que darle. Y el joven vizconde no sospechó nada raro.
Gilles se apeó de su montura, cogió de las alforjas un candil y una palanca, y tuvo la sangre fría de advertir a François para que se preparase. Fue lo último que salió de su boca. La niebla los envolvía entonces, ahí mismo, a unos pasos del barracón. Gilles, veloz como un profesional, se adelantó, forzó con la palanca la cerradura y, con el candil por delante, hizo entrar al vizconde y atrancó la puerta tras él.
Por dentro, el barracón era tan simple como abigarrado. El suelo era de tierra apelmazada. Del centro geométrico del techo pendía un candil oscilante, y, justo debajo, lo primero que saltaba a la vista era una mesa rústica con una botella semivacía y una típica y abultada faltriquera de tabaco de mascar. A cada lado de la mesa había dos bancos de madera, y, en las cabeceras, una silla con asiento de enea. Las paredes, desprovistas de ventanas, se habían levantado con viejos tablones, y las junturas era tan chapuceras que por allí se filtraban jirones de niebla como volutas de humo denso y blanquecino. En tres de las paredes, y de uno a otro extremo, se alineaban arreos de caballos como sillas de montar, espuelas, bridas, estribos o barbadas. Sobre anaqueles de madera casi sin desbastar se amontonaban anzuelos, sedales, machetes o cuchillos. Sin duda, para calafatear las barcas que cruzaban el río, había martillos, mazos, estopa y brea; también cabos de cuerda y cables de muchos grosores, impermeables y chaquetones colgados de perchas, varios pares de botas de cuero engrasado, tres o cuatro gorras y unos cuantos pares de zuecos. Arrinconado en una esquina, rodeado de trastos de toda clase, yacía un cofre, y, de pie, apoyados contra la pared, varios remos de todos los tamaños.
Algo veloz como una ráfaga fue a esconderse en la penumbra más polvorienta del barracón. François sofocó un quejido. En silencio, contra las paredes se proyectaban dos largas sombras fantásticas. Gilles procedió con rapidez, sin contemplaciones, mientras el joven vizconde, como si presintiese, por fin, que algo no funcionaba, dijo sin parar de observarlo todo:
—¿Qué hacemos aquí, amigo mío?
Pero Gilles ya se había apoderado de uno de los cuchillos y, calmosa pero implacablemente, lo desenvainó, se acercó por detrás al vizconde y, de un solo tajo, mientras apartaba la cara para que no le salpicase la sangre, lo degolló.
El joven vizconde se desplomó de rodillas y, casi en el acto, cayó hacia delante, con la cara vuelta hacia un lado. Todo ocurrió muy de repente. La sangre brotó en abundancia; primero empapó la tierra, y luego empezó a formarse un charquito oscuro. Gilles lo miró a la luz del candil. El cuerpo del aristócrata emitía gruñidos ahogados como un animal. Poco después, el vizcondecito, como hipnotizado, seguía con los ojos abiertos, y se había desangrado casi del todo. Unos segundos más tarde, su corazón dejó de latir.
A partir de ahí, Gilles se aplicó a seguir metódicamente el guión elaborado. Salió del refugio, cogió del caballo un hatillo, regresó con él y atrancó de nuevo la puerta. Se sacó el gabán y la levita, se remangó el blusón hasta el codo, desenvolvió el hatillo en el suelo, a una prudente distancia del charco de sangre, que ya se había filtrado en la tierra, y extendió, ordenó y revisó el contenido del hatillo: una serie de prendas harapientas, incluidas un par de botas medio rotas. Luego sacó una navaja de afeitar y se puso manos a la obra.
En menos tiempo de lo que había calculado, desvistió enteramente el cadáver, le afeitó las patillas, le ensució la piel, por aquí y por allá. Con carbón y sebo, salpicadamente, le tiznó parte del cuello, cerca de la oreja a la que le faltaba medio lóbulo. Se aplicó especialmente con las uñas de los dedos, y, a continuación, procedió a vestirlo con las ropas de indigente que había sacado del hatillo. Por último, recogió las prendas del cadáver, impregnadas de sangre azul de arriba abajo, y, antes de envolverlas en piedras de tamaño considerable y arrojar el hatillo al Sena, se guardó la llave del pasadizo. Estaba pegajosa.
Desde que entraran por la puerta del refugio no había transcurrido más de una hora.
Esa noche fue la primera en que utilizó la llave del pasadizo secreto, y durmió en el palacete como vizconde de Ménéval.
A la mañana siguiente, la servidumbre de la mansión fue testigo de un hecho inesperado. Sobre la mesa principal de la cocina se hallaron tantas cartas como criados y cocineras trabajaban en el hogar del vizconde. Cada una contenía el nombre del criado al que iba dirigida, y todas y cada una invitaban a su destinatario a abandonar la casa en la que había prestado servicio a satisfacción de su amo. Además, incluían magníficas referencias y espléndidas sumas de dinero.
El asunto parecía liquidado, o, al menos, la parte más peliaguda del asunto. Hasta que dieron las diez y media, hora que habría de cambiar el curso de los acontecimientos.
Alrededor de las diez de la mañana, cuando el vizcondecito, en condiciones normales, solía levantarse, Gilles ya se había arreglado la melena al estilo de su víctima. Entonces, empezó a elegir la ropa que se pondría. Contaba con que a lo largo de la mañana todos los criados habrían desalojado el palacio. Habría, si acaso, una excepción. A la diez y veinticinco Gilles había elegido su ropa, y cinco minutos después alguien tomó la iniciativa de llamar a su puerta. Gilles contaba con esa excepción.
Respondió con el mismo y delicado tono del difunto vizconde. Del otro lado de la puerta se oyó la voz de Claude, el fiel lacayo de François. Gilles cogió la ropa y se la llevó detrás de un biombo.
—Pasa —dijo Gilles.
El fiel Claude, con la frente más reluciente y los ojos más acuosos que otras veces, entró cuidadosamente en el dormitorio y dijo tartamudeando:
—Monsieur, vos... ¿ya no estáis contento con mis servicios? —preguntó fijando la vista en el biombo tras el cual se distinguía la silueta de Gilles.
—Ah, eres tú, Claude, mi buen amigo —dijo Gilles haciendo una perfecta imitación del tono mitad gentil mitad melancólico del vizcondecito mientras se agachaba para ajustarse una de las medias—. Te esperaba.
—Perdonadme, monsieur, pero... estoy un poco sorprendido. Tan sólo eso.
—Ay, Claude, has sido como un padre para mí. No creo que pudiera soportar una despedida. Mejor así, entonces. Los tiempos cambian. Necesito mirar al futuro si quiero empezar a gozar de la vida. Claude, el presente se me está escapando, y, para mi desconsuelo, tú eres la representación del pasado, el fiel retrato de un tiempo de dolor. Y ahora sal, vete, vuelve con los tuyos. Llevaré siempre tu recuerdo conmigo.
—Pero, monsieur, ¿os ocurre algo? Vuestra voz suena extraña. ¿Os encontráis enfermo?
—¿Enfermo? —preguntó Gilles, cogido por sorpresa—. ¡No! Enfermo, no —dijo inmóvil tras el biombo.
—Si tenéis algún problema, monsieur —se aventuró a decir el lacayo dando un paso al frente—. Cualquier cosa, lo que sea que os cause alguna dificultad, Claude está para serviros, como siempre ha hecho, monsieur.
—¡Claude! —dijo Gilles tajantemente—. ¡Basta ya! ¡Haz lo que se te ordena! —Y al momento—: No quiero que se me parta el corazón.
—Será como vos decís —dijo Claude con voz quebrada. Y el hecho es que estaba dispuesto a darse la vuelta y salir de allí obedientemente, cuando le echó un último vistazo al biombo. El vizconde se inclinaba para ajustarse la otra media, y Claude, para su consternación, entre dos bastidores que no estaban lo bastante unidos por las charnelas, distinguió algo aterrador: una de las orejas del vizconde, la izquierda. No le cabía ninguna duda, era la izquierda, por la sombra del biombo; y, sin embargo, ¡oh, Dios! ¡La oreja estaba intacta!
Claude contuvo un grito de espanto, se tapó la boca con la mano y huyó atropelladamente de allí.
Esa misma tarde, en una de las comisarías periféricas de París se respiraba un ambiente de inenarrable excitación. Estaba previsto que, alrededor de las siete, Su Excelencia, el señor ministro de la Policía, José Fouché, hiciera el honor a la comisaría de una inspección de trámite. El señor ministro de la Policía de Francia era el hombre de los mil ojos y mil oídos, el temible dueño de todos los secretos de París, la sombra que se cernía sobre todas las intrigas relacionadas con el poder y el delito. Pero, además, tenía por costumbre demostrar a sus subordinados que la delincuencia, para escapar a sus garras, tendría que ser más sagaz que él. Y una cosa más le gustaba dejar claro: que todos los asuntos del Ministerio eran de su incumbencia.
«¡Ay, los políticos!», se repetía una y otra vez el comisario Duroc.
Duroc era un hombre entrado en carnes, de piel como la manteca y mirada siempre sorprendida, que conservaba unos pocos mechones de pelo oscuro que le atravesaban el cráneo por el medio. Había empezado a sudar ya desde primeras horas de la mañana, y, hasta el momento, no había parado de dar órdenes mientras se frotaba las manos.
—Picard, Leroux, Bourget, Poupou, Brissot, revisen los uniformes del resto. ¡¡Leroux!! No sé cómo decirle que compruebe que los expedientes están en orden —dijo Duroc desde un mostrador que hacía las veces de pulpito.
—A sus órdenes, señor comisario. Es la cuarta vez que compruebo los expedientes y los archivos, en lo que va de día. Hasta la última denuncia.
—¿Y los calabozos? —preguntó Duroc señalando con un dedo las pesadas llaves que pendían ordenadamente, cada una de su alcayata.
—Los calabozos, la tercera. La tercera vez, señor comisario.
—¡Ay, estos interinos!...
—¿A quiénes se refiere, señor?
—A los políticos, Leroux, a los políticos.
Leroux era un policía de mediana edad, recién ascendido a inspector. Concienzudo y correoso, con unas ojeras violáceas que revelaban largas noches en vela y cinco bocas en casa que alimentar. Leroux era la mano derecha, y, a menudo, también la izquierda, del comisario Duroc.
—¡¡Leroux!!
—A sus órdenes, señor comisario.
—¡¡Ese botón, Leroux!!
—Está abrochado, señor comisario. Es el uniforme, que me queda un poco holgado de cuello.
—En cualquier caso. ¿Y la comitiva de recepción?
—Aún faltan cuarenta y cinco minutos, señor comisario.
—Los quiero a todos en la puerta. El primero, Chavaniac, que es el más alto, y compone una buena figura. Hay que representar dignamente a la comisaría.
—Chavaniac se jubiló el mes pasado, señor comisario.
—Pues colóquelos por riguroso orden de estatura —sentenció Duroc de mala manera. Y se dirigió bamboleándose hacia su despacho.
La comitiva de recepción llevaba un buen rato con los pies congelados en la puerta de la comisaría. De improviso un carruaje, no por esperado menos temible, hizo su aparición al fondo. El carruaje negro, flanqueado por una escolta de guardias a caballo, que vestía uniformes impolutos en los que relucían los dorados, los azules, los blancos y los púrpuras, se fue acercando hasta que se detuvo enfrente de la comisaría. Las cortinillas de terciopelo dejaron de moverse. Al momento, varios guardias descabalgaron. Uno de ellos se apresuró a abrir la puerta a Su Excelencia, y otros cuatro se apostaron a ambos lados de la portezuela.
El comisario comprobó que tenía abrochado el primer botón de su flamante uniforme, y sacó pecho mientras cruzaba las manos por detrás.
Un individuo de unos cuarenta y cinco años, rostro exangüe, nariz afilada y cabellos grises, con los párpados caídos y los ojos entrecerrados como un gato somnoliento, puso un pie en el estribo y tocó tierra como si se posara. Vestía una gran capa negra con esclavina y una corbata blanca anudada alrededor del cuello. Se hubiera encaminado con ligereza hacia la puerta de no habérsele interpuesto el comisario Duroc.
—Excelencia —dijo Duroc tomándole una mano entre las suyas mientras hacía una inclinación respetuosa—. Excelencia. Cómo expresar lo honrados que nos sentimos.
Fouché hizo resbalar su mano, entornó los párpados, y sus labios, como dos hilos de carne, se tensaron en una sonrisa leve.
—Entremos —dijo abriéndose paso con inflexible delicadeza.
Dentro, los faroles no disimulaban el ambiente lúgubre de la sala principal, que presidía el mostrador con aspecto de púlpito gigante. Duroc presentó a su lugarteniente, el inspector Leroux, y, sucesivamente, a los agentes que componían la plantilla que estaba de servicio en las dependencias. A los agentes, la placa del sombrero de copa alta les brillaba de modo rutilante.
De la sala principal, a instancias de un leve gesto de Su Excelencia, el grupo se precipitó al pasillo donde se ubicaban los calabozos. El pasillo, aún más tenebroso que la sala principal, estaba iluminado por unos cuantos faroles que colgaban de las paredes. A su vez, los faroles iluminaban indirectamente las celdas, cuya ventilación se reducía a un ventanuco con dos barrotes. Al final del pasillo, en la zona más tenebrosa, había un calabozo subterráneo, con la puerta al nivel del suelo. El agente que, previsoramente, precedía al grupo principal pisó con disimulo las manos que se aferraban a las rejas. Por detrás, el comisario Duroc, seguido muy de cerca por el inspector Leroux, iba mostrándole todo a Su Excelencia.
La inspección iba camino de ser modélica, y el grupo ya estaba de vuelta en la sala principal. Duroc preparaba a Su Excelencia para el último recorrido por las oficinas, cuando dos ayudantes de paisano irrumpieron con una carretilla de madera. Sobre la tabla de la carretilla reposaba un bulto cubierto por una tela basta.
—¡Cadáver! —dijo uno de los dos sujetos despreocupadamente.
—En cualquier caso —dijo Duroc rompiendo a sudar y frotándose las manos—. ¡Descúbranlo! ¿Alguna reclamación, alguna denuncia, algún desaparecido?
—¡No, señor comisario! —bramó un agente mientras Duroc examinaba el cadáver con cara de preocupación.
Al inspector Leroux le flaqueaba una pierna. Abrió la boca, la cerró, volvió a abrirla y volvió a cerrarla. La pierna no dejaba de temblarle.
—¡Quémenlo! —ordenó Duroc.
—Alto —dijo a media voz Fouché cogiendo su pañuelo blanco y llevándoselo a la boca. Se inclinó un poco sobre el cadáver y examinó una tez que, pese a la suciedad, contrastaba con las ropas. Se fijó en que a la oreja izquierda le faltaba medio lóbulo. Conminó a uno de los dos ayudantes de paisano a que arremangara las perneras, y prestó atención a dos tenues marcas circulares que probaban la utilización de medias y ligas. Por último, ordenó al ayudante que le mostrara las palmas de las manos. Eran lisas como la piel de un niño (con la salvedad de las yemas de los dedos), pero musculosas, las manos propias de un pianista—. ¿Ha habido en las últimas horas alguna denuncia poco usual, algún informe extraño?
—Nada. Nada —replicó categórico Duroc mirando a Leroux—. Leroux, usted ha revisado los archivos cuatro veces, ¿no es así?
—Cierto, señor comisario; sin embargo, me permito recordar, Excelencia, que hoy por la mañana un ciudadano de nombre Claude Beyle dio cuenta de una desaparición. Quizá... el señor comisario lo recuerde.
—¿¡Yooo!? Se equivoca usted de hombre, Leroux. ¿Dónde está la denuncia?
—Precisamente —trató de decir el inspector, que estaba próximo a desfallecer—, precisamente... a consecuencia del ajetreo de esta mañana... no se estimó oportuno recoger la denuncia por escrito.
—¿¡Cómo!? —dijo Duroc con la calva cubierta de gotas de sudor.
Fouché hizo un vago gesto con la mano.
—Cuénteme lo que dijo ese hombre —exhortó el ministro con suavidad.
El inspector Leroux carraspeó, se pasó la mano por la garganta antes de esconderla en la espalda, y empezó diciendo que el ciudadano Beyle decía ser criado de un tal vizconde de Ménéval, con residencia en Saint-Honoré. Beyle había contado una extraña historia sobre un pianista que se introdujo en la mansión de su amo. Al parecer, el pianista trabó confianza con el vizconde, y, durante meses, se esforzó en recordar el inspector, su amo y él se habían hecho inseparables. Pero el ciudadano Beyle no lo había mirado nunca con buenos ojos, siguió diciendo el inspector. Hasta que hoy mismo, por la mañana, había sucedido algo incomprensible. El señor vizconde había despedido a todos los criados de la casa.
El comisario Duroc, que se había ido poniendo escarlata poco a poco, lanzó una mirada fugaz al ministro, y Leroux prosiguió diciendo:
—El ciudadano Beyle aseguró que a su amo le faltaba medio lóbulo de la oreja izquierda. Dijo que él todavía recordaba cómo lo había perdido jugando con una navaja. Según él, el vizconde era entonces un chiquillo. Pues bien, hoy por la mañana, al entrar en los aposentos de su amo para despedirse, Beyle no pudo ver al vizconde, pues se estaba cambiando detrás de un biombo, pero sí vio su oreja izquierda entera. Aquí mismo juró que la oreja estaba intacta. Y mantuvo que ése no era su amo, sino un impostor.
—Excelencia —intervino Duroc al borde del paroxismo—. Un cuento digno de un loco.
Fouché se quedó mirando el cuerpo sin decir nada.
—Cubran ese cadáver y quémenlo, como ha dicho el comisario —ordenó por último ante la infinita complacencia del comisario Duroc—. Ciertamente, una mente calenturienta, y delictiva, la del ciudadano Beyle. Yo conozco al vizconde de Ménéval —dijo abrochándose la capa—. Y no es este indigente.
Para todos, pero sobre todo para el comisario Duroc, era un alivio suponer que Su Excelencia daba por terminada prematuramente la inspección.
—Buen trabajo, comisario. Es más que suficiente —declaró volviéndose hacia la puerta—. Por cierto —expresó girando sobre sus talones—, ¿dijo ese ciudadano Beyle si volvería?
—¿Leroux? —preguntó el comisario con renovada seguridad.
—En efecto —dijo Leroux, cuyo tembleque se había reanudado con más virulencia que antes—. Dijo... que volvería a formular por escrito la denuncia.
—Ya. Avísenme cuando lo atrapen. Es justo desear que un criminal pague por su crimen —dijo haciendo un gesto para que no lo acompañasen al carruaje. Y, antes de subir, con visible despreocupación, dijo a uno de los guardias que lo escoltaban—: Que los expulsen del cuerpo a los dos.
Casi al instante se cerró la puerta, Fouché corrió la cortinilla negra y el coche volvió a ponerse en marcha.
Unas pocas semanas después, el señor vizconde de Ménéval recibió en su mansión a un correo que llevaba una carta lacrada con el sello del ministro de la Policía.
El correo tenía orden de regresar con la carta, y también con la respuesta.
Esa noche, la noche de la trascendente cita del vizconde con Su Excelencia, el ministro Fouché, después de que su lacayo lo vistiese y de echarle un último vistazo al cofrecillo de música, salió de su mansión y se subió al carruaje. Jamás Gilles había visitado el palacio de Juigné, residencia del ministro de la Policía, en el Quai Voltaire. Y precisamente esa noche no era la más a propósito para gozar del lujo que rodeaba a uno de los personajes más poderosos de Francia.
Presa de una espantosa inquietud, durante todo el trayecto en el coche que le había enviado Su Excelencia, Gilles no hizo más que enfrascarse en su drama. Se le vinieron imágenes sangrientas que creía haber borrado de su cabeza para siempre, y miró y remiró desde todos los ángulos una situación a la que no encontraba salida. Por un momento llegó a pensar en huir del país, pero ¿de qué le hubiese servido tratándose del todopoderoso Fouché? Seguro que el ministro habría colocado agentes vigilando el palacete día y noche. Además, aunque se hubiese fugado por el pasadizo, ¿qué hubiese ganado con ello? Fouché, esto era seguro, jamás le hubiese permitido emigrar de Francia, y esa táctica de invitarle a su palacio, esa táctica tan incomprensible como cruel, le hacía concebir los más funestos presagios. Después de todo, Gilles, con toda una vida por delante, no sabía aún imaginar su propia muerte. Y, por primera vez, sentía que estaba a merced de otro, por completo en sus manos.
De modo que, casi sin saber cómo había sido conducido hasta allí, se encontró paseando de uno a otro lado de una estancia revestida de libros, incapaz de sentarse.
Al poco de llegar, un criado distinto de aquel que le había acompañado por los corredores del palacio penetró en la biblioteca con una bandeja y dos copas de brandy, hizo un leve y cortés gesto con la cabeza, dejó la bandeja de plata en la mesita que estaba entre los sillones, y le dijo que Su Excelencia le recibiría de inmediato. Luego se dio media vuelta con la misma discreción con que había irrumpido.
Gilles se acercó a la ventana abierta y apartó con cuidado el cortinaje. Era una extraña noche de primavera. La temperatura era magnífica, pero el cielo estaba oscuro al extremo de que no se vislumbraba ni una estrella. Corría una brisa que presagiaba un repentino cambio de tiempo. Un fuego animaba la chimenea, y todo en la estancia del ministro, los cortinas de brocado, los sofás, los muebles de ébano, la alfombra persa, las sillas tapizadas de terciopelo rojo y los cientos de libros ordenadamente dispuestos en anaqueles, a muchos de los cuales sólo se accedía mediante una escalera, sugerían una vida que palpitaba en los brazos del poder, lejos de la canalla. Una vida con todos los atributos necesarios para gozarse plenamente. En eso pensaba cuando José Fouché entró por otra puerta.
Vestía una chaqueta de color gris pardo, henchida encima de la cintura, con faldones muy separados y medias blancas a tono con el fular. Tenía el cuello alargado, los hombros estrechos, los cabellos grises peinados hacia delante, y andaba un poco encorvado; pero lo que más llamó la atención de Gilles no fue la extrema delgadez y el aspecto casi monacal del ministro de la Policía, sino su expresión, impenetrable como una máscara.
—François de Ménéval, supongo —dijo Fouché acercándose mientras le tendía una mano de dedos huesudos, aunque por completo relajada. El ministro lo escrutaba con una mezcla de curiosidad e indiferencia, como si Gilles estuviera allí casualmente.
—Para serviros, Excelencia.
—No perdamos el tiempo. —Y se dirigió hacia la ventana abierta dando la espalda a Gilles—. ¿Pertenecéis al bando de los preocupados, o de los que se ocupan, joven?
—Creo, Excelencia, pertenecer al bando de los segundos, normalmente. Pero hoy, excepcionalmente, engrueso las filas de los primeros.
—¿Y eso?
—Agradecería que fuera Vuestra Excelencia quien me sacara de dudas.
—Y por qué no —dijo ofreciendo asiento a Gilles en un sillón de orejas mientras él tomaba asiento en el otro—. Escuchad, monsieur de Ménéval —subrayó con extraño acento—. Conozco a los hombres y las pasiones vergonzosas que los animan. Es mi trabajo. De modo que no os extrañe mi pregunta: ¿qué queréis?
—No comprendo, Excelencia.
—¿Qué deseáis de la vida?
—Deseo... deseo la posibilidad de no tener que renunciar a nada que merezca.
—¿Y estaríais dispuesto a entregar la vida por aquello que merecéis, monsieur de Ménéval?
—Estaría dispuesto a seguir mi instinto —dijo Gilles, que se sentía acorralado, enterrando un puño dentro del otro.
—¿Y qué os dice ese vuestro instinto, joven?
—Que una vida es algo irreemplazable, Excelencia. Y que no hay nada que merezca ese precio.
—Interesantes palabras para un filósofo. No obstante, debo decir que, por experiencia, algo sé de la distancia que media entre una presa y un cazador. Hay quien nace para ser presa, y quien nace para ser cazador. Estaréis de acuerdo —sugirió, ofreciendo algo invisible en la palma de la mano.
—Lo estoy, Excelencia —dijo Gilles recogiendo alguna especie de guante—. Creo en las diferencias que vienen dadas desde la cuna. Y que son irrevocables. La naturaleza nunca me ha parecido cruel.
—En el fondo, vos y yo no nos diferenciamos tanto, vizconde —continuó el ministro, saboreando cada sílaba como si no hubiera dado lugar a réplica alguna—. Si exceptuamos vuestro título, naturalmente. Sin embargo, como sin duda habréis oído decir, yo soy un revolucionario teórico, y la herencia y los títulos nobiliarios no me dicen gran cosa... ¡Tonterías, los títulos nobiliarios! A eso antepongo yo el poder de la voluntad. Porque yo compro voluntades, joven. Lo que a mí me interesa es el carácter, y, creedme, sé distinguir una presa de un cazador a primera vista. —Fouché hizo un alto mientras montaba una pierna sobre otra—. Y vos sois un cazador nato.
—¿Debo tomármelo como un halago, Excelencia?
—Depende de lo que entendáis por halago. ¿Mataríais por robar un nombre, vizconde?
—No comprendo, Excelencia —preguntó Gilles con un nudo en la garganta, incapaz de tragar saliva—. ¿Robar? Mi nombre es cuanto poseo, y también cuanto me merezco.
—No os sintáis amenazado —replicó el ministro con una sonrisa—. Es una simple hipótesis de trabajo. Si no fuera así, ¿qué razones abrigaría para manteneros en libertad? Un indigente asesinado es menos útil que un noble al servicio de Su Majestad, el Emperador, y de los principios revolucionarios; mejor dicho, un antiguo noble, pues recordad que desde el 19 de junio de 1790 la nobleza hereditaria se abolió para siempre —concluyó con una sonrisa irónica.
—Os sigo, Excelencia.
—¿No queréis una copa de brandy?
—Si vos me acompañáis —contestó Gilles temblándole las manos.
—Hasta ahora, naturalmente, no he tenido el placer de conocer a ningún Ménéval. Ni al joven François, ni a sus malogrados padres tampoco —siguió diciendo Fouché mientras con un dedo se masajeaba la barbilla—. Y cuanto os digan en sentido contrario no es más que pura rumorología sin fundamento. Pero, creedme, mis fuentes son fidedignas: o la Revolución o la vida han hecho justicia con ellos.
»Son tiempos difíciles, y el Imperio precisa de hombres de carácter a quienes no les tiemble el pulso. Mi labor es buscar siempre al hombre necesario en el lugar que hace falta. Menudean los complots por todas partes. Francia es un polvorín. Lo cual no es un secreto para nadie. Los agentes ingleses trabajan para derrocar a Su Majestad y restaurar una monarquía afín a los intereses del enemigo. ¿Me seguís?
—Palabra por palabra, Excelencia.
—Entre algunas otras actividades —continuó el ministro, sacando un pañuelo blanco para secarse la boca—, yo me ocupo de descubrir a los agentes ingleses; o lo que es lo mismo, de preservar la estabilidad política, proteger al Emperador, velar por la paz del Estado. Como sin duda habréis oído decir, mis propios espías pertenecen a todos los círculos sociales, y se mueven estratégicamente por la capital del Imperio. Pero centremos la cuestión. La única alternativa honorable para alguien como vos es vivir de incógnito, convertiros en un mercenario al servicio del Ministerio, un agente secreto del orden establecido. No os resultaría difícil. De hecho, tendríais una muy prometedora carrera. Y desaprovechar vuestro talento sería un crimen imperdonable. Vuestro destino, por así decirlo, es inevitable... —y aquí se detuvo como rastreando la palabra exacta y ¿natural?— Desde vuestra posición tendríais, pues, que relacionaros, hacer vida social, trabar contactos y, de más está decirlo, cumplir órdenes y mantenerme puntualmente informado.
—Me hacéis un honor, Excelencia —dijo Gilles, que respiraba aliviado.
—Considerad que hoy se os ha concedido la ocasión de limpiar sangre con sangre, o de sucumbir a vuestro desliz, un desliz que os llevaría directamente a la guillotina. Servidme bien, y serviréis a los intereses del Estado; pero tened esto presente: las cenizas del indigente serán enterradas con vuestro verdadero nombre, mejor dicho, el nombre que vos habéis repudiado. ¿Aceptáis?
—¿Tengo alternativas?
—Ninguna. Pero tenéis mucho que aprender —respondió Fouché, observando atentamente las manos temblorosas del joven.
—Entonces, me siento honrado de aceptar, Excelencia.
—Pensad que si traicionáis mi confianza no me conformaré con una simple ejecución. Haré que os sepulten en vida en el calabozo más oscuro. Os quedaréis más solo y desvalido de lo que estuvo en vida el difunto François de Ménéval, ¿me comprendéis?
—Perfectamente, Excelencia.
—Haced como yo, vizconde, sed un revolucionario teórico y un conservador en política. Hasta hace bien poco vos no erais sino el hijo de un burgués, y ahora sois un notable, un rentista que figura censado como antiguo noble. Curioso, cuando yo era procónsul del Comité de Salvación Pública, en el Terror, cualquiera que utilizara los antiguos tratamientos de respeto se hacía sospechoso de traición y podía ser denunciado. Pensad que las cosas están cambiando, y, me apresuro a decir, más y mejor cambiarán para vos en lo sucesivo.
—Disculpadme, Excelencia. ¿A qué os referís?
La máscara dejó ver un casi imperceptible cambio en sus facciones. Fue una especie de mueca en una especie de rostro.
—Bien, aunque los Ménéval perdieron parte de su fortuna con la abolición del feudalismo y los derechos señoriales, vuestras propiedades no son tan escasas. Si no me falla la memoria, están gravadas con 2.300 francos de contribución territorial. Sin embargo —concluyó el ministro, levantándose del sillón—, no pretenderéis hacerme creer que vuestras ambiciones se colman con eso, ¿eh?
—Decidme, Excelencia, ¿qué me falta para ganarme vuestra confianza?
—Sois joven, monsieur de Ménéval. No se trata de lo que os falta, sino de lo que os sobra. ¿Habéis, acaso, reparado en el lóbulo de vuestra oreja izquierda? —preguntó ante la cara de profundo estupor que se le puso a Gilles.
La expresión no duró más que unas décimas de segundo.
—¡Cómo se me ha podido pasar eso! —murmuró Gilles.
Al cabo de un instante, y como activado por un resorte independiente de su voluntad, Gilles se palpó los bolsillos frenéticamente. Extrajo un pañuelo blanco doblado, y, por último, encontró lo que buscaba.
Era una exquisitez, una pequeña joya más que un arma. La funda y el mango eran de nácar. Lo cogió con firmeza. Pasó una yema del índice por su filo, y, sin pararse a pensar en lo que hacía, amputó la mitad del lóbulo de la oreja.
De inmediato, se aplicó el pañuelo al lóbulo sangrante.
Fouché, con los párpados caídos y un amago de sonrisa en los labios, dijo:
—Os espera un carruaje a la puerta. Está empezando a llover. —Gilles hizo una profunda reverencia—. Por cierto, lo olvidaba. Un lacayo, un tal... Claude Beyle fue hallado muerto en la noche de ayer en un callejón. Había bebido demasiado. Al parecer, tenía alucinaciones, y pretendía formular descabelladas denuncias. Alegaba que a su amo le faltaba medio lóbulo. Pobre hombre. Una verdadera lástima, ¿verdad? —añadió el ministro, e hizo sonar una campanilla.