5. EN EL HOSPITAL DE

LA SALPETRIÈRE

Al salir del portal, vio que el cielo estaba encapotado.

Bajó la vista. Se encaminó hacia el burdel. No pensó en nada. Para qué. Sencillamente se iba. La opresión del pecho no se pasaba. Abrió la boca para poder respirar. Reparó en el delantal que llevaba puesto desde que abriese la barbería a primera hora. Tiró de él con todas sus fuerzas. Al oír el desgarrón, arrojó el delantal lejos y, sin mirar hacia atrás, prosiguió calle adelante.

Rodeó la casa y entró por la puerta trasera con su llave. Cerró por dentro el portón, cruzó el patio de cocheras y, cuando ya se dirigía a su cuarto, en las cuadras, oyó gritos que procedían de la cocina. Conocía esa voz y esos gritos. Llevaba toda la vida sufriéndolos, tratando con ellos, tolerándolos. De forma imperceptible, corrigió el rumbo de sus pasos y se dirigió a la puerta trasera de la cocina.

No era su manera de conducirse escuchar detrás de las puertas; sin embargo, esa voz áspera que habría identificado hasta en el rincón más recóndito del infierno le atacaba los nervios de tal modo que no podía escapar a ella. Además, qué estupidez, se dijo, si Dios no respetaba reglas y dejaba morir a un corazón puro, si mataba a un ángel de doce años que no le había hecho daño a nadie, ¿qué regla estaba obligado a respetar él?

—Pero, Madame —oyó decir a Pierre—, ¿adónde voy a ir a mi edad? ¿Quién me contratará?

—¡Y a mí qué me importa! ¡Eres tú quien tiene el problema, no yo!

—Pero yo veo bastante bien, debe creerme, lo juro. Mis gafas, Madame, mis gafas nuevas...

—No voy a consentir que todo siga como hasta ahora. Y en cuanto al trabajo que desempeñas actualmente, yo diría que el chico se vale por sí mismo.

—Madame, el chico vale su peso en oro, pero, si me permite... —Era la voz de Camille.

—¡Permitir! ¡Permitir! ¡Permitir! ¡Estoy harta de ser permisiva! ¡Y estoy harta de vosotros! —dijo alzando la voz—. ¿Quién eres tú para hablarme en ese tono?

—Pero, Madame, después de tantos años de servicio, esta mansión es como mi casa. ¿Qué haré si me despide? ¿Cómo sacaré a los míos adelante? Además, yo aún veo perfectamente. Quizá no perfectamente, Madame —rectificó repentinamente esperanzado—, pero sigo siendo útil.

Deme una última oportunidad. Se lo ruego. Una sola oportunidad, y no volveré a suplicarle.

El chico cogió el picaporte. Lo apretó con fuerza hasta que la mano palideció.

—Allá tú... —dijo Madame con el tono de quien elude toda responsabilidad sobre el futuro inmediato—. Camille, Annette, acercadme las marmitas y las tinajas. Acabemos rápido con esto. —Sin pausa, el muchacho escuchó los ruidos. Por un instante de suprema lucidez que se le antojó eterno, vio a un Pierre aterrorizado, de pie en una esquina, y se estremeció ante la sangre fría de esa alimaña que respondía al apelativo de Madame—. Ve hasta la otra puerta sin rozar ninguna, Pierre —dijo ella.

Y siguió un silencio denso, amenazante.

Al principio no sucedió nada. Por más que aguzó el oído ni siquiera acertó a distinguir los pasos de Pierre, pero casi podía ver a su amigo, intuir su voluntad, guiarlo desde el otro lado de la puerta. Recordó que el trayecto entre las dos puertas de la cocina era considerable, y comprometido para el pobre Pierre, obligado, sin duda, a esquivar los obstáculos.

Contuvo la respiración. El picaporte estaba resbaladizo, o tal vez fuera su mano la que estaba resbaladiza. Apretó aún más fuerte, como si de la presión que ejerciera sobre el picaporte dependiese parte del éxito de Pierre, ay, tan improbable. Se sintió mezquino. ¿Era acaso un cobarde cruel, como ella, esa alimaña? ¿Acaso no era capaz de hacerlo que era debido, abrir la puerta, interponerse, detener un acto de crueldad gratuita? Y ahí dentro, ¿es que nadie tenía coraje bastante? Hubiese deseado rezar alguna plegaria a cualquier dios, pero, en lugar de eso, apretó aún más el pomo y, en ese instante, las cosas se aceleraron.

Oyó un golpe sordo, y, de forma casi simultánea, gritos sofocados y el estrépito de algo que se hacía añicos contra el suelo. Abrió de un portazo, pero le faltó tiempo para impedir que un Pierre vacilante se derrumbase sobre otra tinaja que le daba por la cintura. El suelo estaba sembrado de cascotes. Se abalanzó con una especie de contracción en la boca del estómago. El viejo yacía boca abajo y sus manos sangraban profusamente.

—Mala puta —se oyó decir entre dientes, como si sólo importase llamar a cada cosa por su nombre—. ¡Mala puta! ¡Mala puta! ¡Mala puta!

Lo cogió por debajo de los brazos con toda la delicadeza que le permitía su falta de práctica. Lo ayudó a ponerse en pie, sobrecogedora, lentamente. Lo sentaron en un taburete de madera. Camille limpió sus heridas. Annette se aplicó a vendarle las manos.

Al cabo de un rato, Madame giró sobre sus talones y, justo antes de salir, dijo:

—Y tú, chico. Te quiero en cinco minutos en mi alcoba. —Cerró la puerta tras ella.

—¿Qué has hecho, infeliz? ¿Por qué has tenido que aparecer? ¿Y por qué demonios dices esas cosas horribles?

—¿Estás loco? —preguntó Annette, que, sin parar de temblar, le puso las lentes rotas a Pierre.

—No ha dicho más que la verdad —intervino Pierre—. Es una puta mala.

—Vaya descubrimiento. Tiene razón Annette. ¿Habéis perdido el juicio? —dijo Camille.

Pierre le cogió una mano entre sus manos vendadas y, leyendo en los ojos del chico, profirió calmosamente:

—Dejad en paz al muchacho. Él no permanecerá aquí por mucho tiempo. Le espera toda una vida por delante. ¿Qué esperabais que hiciese, entonces? ¿Quedarse? Él no malgastará así su vida, como nosotros. Él es distinto. Dios mío, ¿tan poco le conocíais? —Y se detuvo para tomar aliento—. Debes salir ahí afuera. ¿Lo sabes, verdad? Mete tus dedos en la vida, muchacho, devórala a dentelladas si puedes. Hazme caso, o el viejo Pierre se removerá en su tumba, y te juro por el árbol del ahorcado que su fantasma te perseguirá hasta el fin del mundo si es preciso, y te dará una zurra que no podrás olvidar en toda tu vida —dijo tragando saliva—. Y una cosa más, muchacho. Actúa con honor. También ahora, ahí arriba, con ella. Debes actuar con honor.

—Lo haré —dijo el chico.

—Un hombre de honor es valeroso. Siempre lo he creído. Mírame a mí. Nunca he sido un hombre valeroso yo. Jamás.

—Eso no es cierto —replicó él.

—Sé lo que me digo, muchacho. Mira que ponerse tristes ahora... —suspiró pasándole una mano por la cara. El chico vio su rostro lleno de surcos, el cristal astillado, el bigote y el cabello encanecidos. Pensó que todo su mundo se deshacía, que nada podía hacerse por evitarlo.

—Voy a subir —dijo el muchacho, con una leve sonrisa en los ojos, y se dio media vuelta como dejando todo tras él.

—Por Dios, hijo, ten cuidado —dijo la voz sollozante de Annette, en un susurro.

—Tú no eres mi madre, Annette —masculló él cabizbajo y sin volverse—. Tú nunca serás mi madre.

Subió lentamente. No estaba nervioso, ni preocupado, ni feliz. Sólo un vacío inconmensurable ocupaba el nombre de Sarah, el de Pierre, el de Annette, el de Camille. No se sentía liberado porque nunca se había sentido esclavo. Era libre como aquello que nadie puede imaginar de otro modo. Ni siquiera como el aire, aunque el aire no fuese ni amo ni siervo tampoco. Quizá como su amigo, el caballo zaino galopando en sueños por las verdes llanuras de sus antepasados. Se sentía libre por necesidad. Libre como un hombre sin memoria que echa mano del valor para seguir adelante.

Pero a ella, a Madame, la detestaba. Cogió la cinta negra de terciopelo y se ciñó el cabello por detrás.

Llamó a la puerta, y la voz inconfundible y bronca dijo:

—Pasa.

Cuando entró, vio las cortinas púrpura, los postigos echados cerrando el paso a la luz diurna, el biombo de flores, el espejo del tocador con molduras de madera, la alfombra persa, la cama con el dosel de cuatro palos y el arcón, el candelabro encendido, y, sobre todo, a Madame, tumbada en el diván de felpa con su larga pipa de madera con incrustaciones de marfil. Cuando se embriagó de ese olor prodigioso y repulsivo, ese olor que le fascinaba tanto como le repugnaba, ya sabía, aunque nunca hubiera creído posible hasta qué extremo, que la conversación diferiría de las otras.

—Mi nombre es Bastide, Céleste Bastide. Igual que mi madre —dijo sosegadamente mientras succionaba una nueva chupada de la pipa. Llevaba un chal de seda escarlata anudado a modo de bufanda. Se oyó un trueno lejano—. Y he levantado este negocio de la nada. Sin ayuda de ningún hombre. Salvo en lo estrictamente profesional, yo no necesito del hombre, querido, ese género menor. —Exhaló una bocanada de humo—. Soy una puta vocacional. A diferencia, según mi código, de una mala puta. Y, por si alguien lo dudase, corre por mis venas la sangre espesa de todas las putas de Babilonia. —Incorporándose en el diván, continuó—: En cuanto a ti, veamos, ¿cuál es tu nombre? ¿Qué sangre llevas en tus venas?

—¿A qué preguntarme lo que ya sabe? —dijo mirándola de modo desafiante.

—El pequeño bastardo conserva la misma arrogancia —replicó ella con una sonrisa desdeñosa—. Aún sigues desconociendo la humildad, y la gratitud. ¿No has aprendido aún que hay que agachar la cabeza para sobrevivir? —preguntó incorporándose y sin soltar la pipa—. ¿Cuántos años tienes?

—Casi dieciséis.

—Más que suficientes, corazón. Ve pensando en largarte de esta casa.

—Usted no tiene necesidad de echarme, Madame. Me voy yo. Sin embargo, le ruego que reconsidere su actitud con Pierre. Es viejo y está impedido.

Un prolongado trueno retumbó mucho más cerca. Madame se levantó del diván.

—Tú no estás en condiciones de rogarme, muerto de hambre. Yo te acogí cuando nadie te quería. Te di techo, alimento, un empleo con que ganarte la vida. ¿Cuándo has tenido la bondad de agradecérmelo? —preguntó haciendo un alto y respirando agitadamente con la pipa en la mano. Y, a continuación, dijo sombríamente—: Tú, como muchos otros, tomáis aquello que se os da como si os perteneciera desde siempre; pero nada os pertenece, ¿me oyes? Las cosas hay que robárselas al prójimo. Ganamos algo a costa de lo que pierde otro. Incluso el afecto. Todos amamos contra alguien. La vida, sé de qué hablo, es más puta que nuestro viejo oficio.

—Sólo pido justicia para Pierre.

—¿Justicia? Esa quimera es competencia de los vivos, yno de los fantasmas como tú. Porque la tuya, querido, no es más que una existencia de espectro, la ilusión de un mago de feria. ¿Es que acaso se acordará alguien de ti cuando mueras? ¡Responde! ¿De qué modo te recordarán tus amigos? ¿Cómo te maldecirán tus enemigos? Y cuando algún día tengas hijos, esos hijos ¿a quién llamarán padre? ¿De quién heredarán su nombre? ¿Y qué nombre heredarán?

El chico apretó los puños hasta hacerse daño.

—Yo sé quién soy. Y sé también quién es usted: una mala puta cobarde. Y me da asco.

—Excelente. ¿Recuerdas ya tu nombre?

—Es preferible no saberlo, ignorar la procedencia de la sangre —y se miró la cicatriz de la muñeca—, pero que al menos quede la esperanza —dijo dando un paso hacia ella— Sin embargo, usted... mírese, ¿de qué le sirven sus certezas? Su nombre da la medida de una sangre degenerada.

Ella, que hasta ahora le había prestado una atención desdeñosa, adoptó de pronto un aire de fingida sorpresa, y, con los ojos muy abiertos, comenzó a reírse convulsivamente. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se estremecía de arriba abajo. Calmosamente se acercó al tocador, se miró en el espejo, trató de recomponerse el rostro. Tenía el maquillaje corrido. Dejó la pipa, rompió de nuevo a reír y se cogió la cara con las manos. Ahí, como quien da algo por acabado, se fue hacia él con las palmas vueltas hacia arriba. Entonces, con extrema lentitud, y haciendo un visible esfuerzo por reprimir las carcajadas, dijo:

—Todo tiene un límite, querido sobrino. No seas tan inflexible al juzgar tu propia sangre.

Fue como si, por sorpresa, lo hubieran sumergido en aguas profundas. Trató de hacer pie, y, de algún modo muy inexplicable, muy inexorable, adivinó que eso era el fin y el principio de algo. Y supo, ante todo, que esa voz que tanto detestaba no mentía, que era preciso sacar fuerzas de la nada, salir a la superficie y llevar aire a sus pulmones. Un relámpago iluminó la estancia seguido de un trueno ensordecedor.

—¡¡Miente!!

Ella descorrió los cortinajes, abrió los postigos, manejó la falleba.

—Ventilemos el ambiente —dijo, colocándose los bucles para camuflar la cicatriz del mentón—. Tu abuelo fue un monstruo de egoísmo. Y tú, el bastardo de su hija legítima. Por Júpiter, ¡cuántas mentiras caben en el corazón de los devotos!

»Una noche, hace tantos años como tú tienes, vino aquí con un cesto de mimbre en el que había una criatura —prosiguió mirándolo fijamente—. Tú eras esa criatura. Ni siquiera estabas bautizado. Qué pocas veces vino tu abuelo a verme a esta casa. Me rogó que te diese cobijo, me dejó una bolsa de luises de oro. Yo era más joven entonces. Debí darle con la puerta en la cara. ¡Maldito él y todos los católicos! Crían hijos para el cielo, pero sólo hijos legítimos, se entiende. —La lluvia repiqueteaba furiosamente en el empedrado—. A mi madre y a mí también nos abandonó. Nos pasó algo de dinero, hasta que murió mi madre. —Dejó la pipa sobre la cómoda—. ¡Ah, sí! Antes de desaparecer durante años, el viejo me salvó la vida de casualidad. Las calles de París son siempre peligrosas —dijo mostrando la cicatriz.

—¿Quién es mi abuelo? ¿Quién es mi madre? ¡Deme sus nombres! —dijo él muy alterado.

—El viejo no era más que un pequeño propietario rural. Bueno, no tan pequeño. Tenía algunos bienes raíces, y el aprecio del cura y de los políticos del pueblo. Estaba bien considerado. Hasta que llegó la Revolución, y todo se fue al diablo, supongo.

—¿Y mi madre? ¿Quién es mi madre?

—Se casó mayor, el viejo —continuó madame Bastide sin hacerle caso—. Dicen que su mujer era hermosa. Una de esas paletas lozanas que nacen para procrear. Le dio una hija, tu madre, al poco de casarse; y luego un hijo, y murió. No le quedaban argumentos para seguir resistiendo. El viejo se apoyó en la hija, claro. La necesitaba para todo. Le chupaba la sangre. La tenía raptada. Un amor posesivo, morboso. Hubiera destripado a la hija antes de darla en matrimonio, tanto más si se trataba de alguien que se la hubiese llevado del pueblo. Sólo había un pequeño problema: tu madre se había quedado preñada de ti.

—¿Qué pueblo es ése? ¿Cómo se llama mi madre?

—Por cierto; el viejo murió en un accidente la misma noche en que te dejó a mi cargo. Fue providencial. Su carruaje se despeñó por un puente. En cuanto a tu madre... Según todos los rumores, a los pocos días, un alma piadosa la ingresó en la Salpêtrière. ¿Qué otro motivo que la compasión induciría a la familia de una loca a ingresarla en un manicomio? ¿Verdad?

—¿¡En la Salpêtrière!? —exclamó el muchacho con un timbre de horror—. ¿Y usted cómo lo sabe? ¿Aún sigue allí? ¿Ya qué familia se está refiriendo?

—¿A qué familia me voy a referir, querido sobrino? A la única familia que le quedaba —contestó Madame paladeando cada sílaba—. Aunque no fuese legítima.

—¿¡Usted!?... —y, con la voz entrecortada, demandó—: Su nombre, deme su nombre.

—¿No has oído hablar de la masacre de la Salpêtrière, la noche del 3 de septiembre de 1792? —dijo ella con una lentitud imperiosa—. Tu madre llevaba más de dos años ingresada cuando ocurrió la masacre. ¿Sobrevivió? Quién puede saberlo... En cuanto a su nombre, querido, ella misma lo había olvidado, y tú nunca lo sabrás por mí. Es justo. ¿No te parece? Mi padre jamás me dio su apellido. Ese hombre lavó su conciencia con unas pocas monedas de oro y entregó su amor a su hija legítima, a su heredera. De modo que si ella fue la afortunada, ahora tú, precisamente tú, no pretenderás que desequilibre la balanza... ¡Maldita sea! ¿Sus nombres? ¿Qué nombres? ¿El de tu padre? ¿O el de tu madre, la loca? Los dos quedarán ocultos aquí para siempre —concluyó dándose una puñada en el pecho—. Y ahora aléjate de mi vista. Vete y sigue tu camino.

El semblante del chico se había cubierto de una palidez espectral. Avanzó hacia ella, y la obligó a retroceder muy lentamente sin ni siquiera rozarla.

—Mi camino pasa por encima de usted. ¡Su nombre! ¡Enseguida! Deme ese nombre. Se lo estoy exigiendo —soltó transfigurado por la rabia.

La tormenta arreciaba. Ella encadenó una nueva serie de carcajadas estrepitosas. Sólo que ahora su risa era lenta, y más lánguida, y su mirada parecía hervir en el fuego del opio. Tenía los ojos arrasados. Las lágrimas, en contacto con el maquillaje, prestaban a su rostro un matiz grotesco, irreal, de pesadilla febril. Se detuvo de espaldas a la ventana abierta de par en par. Era una ventana de hojas imponentes cuyo breve alféizar quedaba a la altura de las rodillas. Mientras la lluvia empapaba sus ropas, el chico, a la distancia exacta de un brazo extendido, representaba una amenaza física, sí, pero extrañamente remota.

Entonces ocurrió algo insólito.

Con una rapidez endiablada, el chico la agarró por la garganta con una mano y la empujó hacia atrás ligeramente. Ella, como si lo hubiera intuido, se apoyó con los brazos contra el marco de la ventana para bloquear su acometida.

—Démelo ahora, o la haré caer. Lo juro. ¡Rápido! ¡Su nombre! Deme el nombre de mi madre —dijo él sin soltar presa. Seguía lloviendo de modo tenaz. El diluvio lo volvía todo un poco borroso. Dos o tres vecinos salieron a las ventanas de enfrente.

Madame giró la cabeza y miró hacia la calle. Luego miró al chico, bizqueando a causa de la lluvia, y fue como regresar de alguna parte inexplorada. Vio el rostro demacrado de su padre bajo una capucha, y a ella, todavía muy niña, jurando a su madre que sobreviviría a cualquier precio en el mundo brutal de los hombres.

Volvió a mirar hacia abajo y, por último, volvió a mirarlo a él.

—Si yo muero, jamás encontrarás tu nombre, bastardo —dijo ella. Era su voz una voz rota que procedía de algún abismo y, con todo, conservaba una profunda serenidad.

Él aflojó un poco la presión, y entonces Madame, cuya resistencia empezaba a ceder ante su empuje, haciendo un último, desesperado gesto, exhaló un gemido ronco y, como si fuera su última palabra, se aferró con las dos manos a las solapas del chaquetón del joven. Madame se sintió lo bastante segura o desesperada para mascullar:

—Hay una carta. ¿Me oyes? ¡Una carta que obra en mi poder! Tu abuelo se deshizo de ti y de la prueba del pecado —dijo con una inquina que parecía abrasarla. Las palabras le salían a borbotones. Gotas de lluvia resbalaban por su cara hasta los labios—. ¡Pero nunca te la daré! ¡Nunca! Debes probar lo que es pasar toda la vida sediento, pues no habrá agua que apague tu sed. Te quemará. Hasta que aprendas a vivir con ella. ¿Aprenderás a vivir con sed? —Y ahora sus risas estallaron hasta confundirse con el repiqueteo de la lluvia.

Fue ahí cuando, de repente, el muchacho la soltó para descargarle con toda su fuerza un golpe brutal en los brazos. Fue justo ahí, el instante en que ambos brazos cedieron como fruta madura y ella perdía pie, cuando él, sin articular ni una palabra, se limitó a propinarle un leve empujón en el pecho que acabó por hacerle perder el equilibrio.

Vio cómo ella caía al vacío con expresión de extrañeza y, casi inmediatamente, cómo se estrellaba contra el empedrado con un ruido sordo, inconfundible. Madame estaba boca arriba, con los ojos abiertos. Una de las piernas dibujaba un forzado zigzag, y a la altura de la cabeza la sangre empezó a teñir un charco.

Se oyeron gritos de mujer desde las ventanas y los balcones de enfrente. En torno al cuerpo algunos empezaban a arremolinarse, y, alzando la vista, uno de ellos prorrumpió en alaridos salvajes:

—¡¡Al asesino!! ¡¡Al asesino!! ¡¡Al asesino!!

Antes de salir disparado, nunca supo por qué, cogió la pipa de Madame, la desmontó, y se metió las piezas en los bolsillos. La agitación de la casa ya era sospechosamente visible. En el rellano coincidió con Mimi, la triste. Le rozó la cara con las yemas de los dedos, y, por un instante, percibió unos ojos líquidos que se derramaron sobre los suyos.

Fue un segundo antes de perderla de vista, dejar atrás el vestíbulo y todo lo demás, y, a continuación, salir por la puerta de la cocina. Los gritos de la calle eran cada vez más lejanos.

No dejó de correr ni un solo instante con un objetivo preciso, con la vista fija en la misma dirección.

Había dejado de llover hacía rato cuando cruzó el Sena y, sin resuello casi, enfiló la última parte del trayecto. Al fondo, ya era visible el complejo hospitalario de la Salpêtrière.

¡¡La Salpêtrière!! Prefería no pensarlo. Era demasiado espantoso, demasiado aterrador. ¿Qué sabía él de la Salpêtrière? Lo que cualquier ciudadano de la gloriosa Francia. Que aquel monstruoso complejo de edificios, en otro tiempo una antigua fábrica de pólvora, había sido habilitado como institución de caridad en el siglo XVII. Que muy pronto se había convertido en territorio de indigentes, enfermas y dementes que residían en condiciones inhumanas, abandonadas a su suerte. Sabía que, a finales del XVII, a sus antiguas funciones se había agregado la de prisión de prostitutas. Y, por si todo ello no fuera suficiente, como Madame había tenido la bajeza de recordarle, sabía que la noche del 3 al 4 de septiembre de 1792, un grupo de ciudadanos armados de inmejorables intenciones se había resuelto a liberar a aquellas pobres internas, muchas injustamente detenidas y encarceladas, y que, como ocurre de forma frecuente, las mejores intenciones habían acabado en una orgía de sangre y horror. Pero, sobre todo, tenía la convicción absoluta de que la mujer internada allí era forzosamente objeto de odio tanto como de indiferencia.

Sin embargo, estaba sereno. Ya era algo. Se sentía vacío, eso sí, despojado de todo. Como alguien sobre quien pesara una maldición y se hubiera decidido a encararla sin importarle el resultado.

Al aproximarse a la cancela de entrada fue derecho al asunto exponiendo brevemente su petición a los porteros. Miró hacia atrás con disimulo. Nadie le seguía; pero ¿hubiera cambiado en algo que lo siguieran? Ninguna fuerza en este mundo o en cualquier otro lo habría apartado, movido, forzado a salir de allí. Nadie.

—Pregúntale a la hermana Charlotte. Ella te podrá indicar —dijo el portero evasivamente señalándole a una monja que, a lo lejos, caminaba por unos soportales.

Se dirigió hacia ella a pasos veloces y, justo antes de que la monja se esfumase por una puerta acristalada, la llamó por su nombre. Echó a correr, le dio alcance y se detuvo frente a ella jadeando. Miró con aprensión hacia atrás, y de nuevo expuso su solicitud en términos muy breves.

—Estoy buscando a mi madre —dijo. La monja se fijó en los abultados bolsillos del muchacho. Bajo la cofia y la basta túnica marrón, la hermana Charlotte parecía muy joven. Llevaba una cuerda atada a la cintura. Su piel era tersa como un pétalo, y la sonrisa, extremadamente pudorosa, revelaba unos incisivos prominentes.

La monja le preguntó lo más básico: cómo se llamaba su madre, en qué año la habían ingresado y hasta cuándo tenía la certeza de que había estado internada. En respuesta a las réplicas de él se le escapó una sonrisilla azorada. Le explicó que era inútil rastrearla en los archivos con tan pocos datos. Le dijo que, en esas condiciones, lamentaba no poder ayudarlo. Pero él se negaba a creerlo. ¿Inútil? Nada resultaba inútil después de haber llegado hasta allí. Le cogió una mano gélida a la monja y, por toda respuesta y con voz ahogada, dijo:

—Yo la reconocería. Estoy seguro. La hermana Charlotte liberó su mano, bajó la vista y sus carrillos se tiñeron de un leve rubor.

—Soy nueva aquí. Llevo muy poco tiempo. Unos cuantos meses... Acompáñeme —dijo con mucha reticencia, como si se sintiera inclinada a explorar una posibilidad entre un millón—. Quizá la hermana Geneviève... No se haga ilusiones, pero si alguien puede ayudarle es ella. Aquí ha pasado toda su vida. Ha conocido a muchas internas. Muchas sienten un afecto duradero por ella. Y es un ejemplo para nosotras. La hermana Geneviève ha entregado su alma a esta institución. Pero es muy anciana. Nadie sabe la edad que tiene. Y no siempre es posible hablar con ella normalmente. —Se señaló la cofia con un dedo mientras esbozaba una sonrisilla de compasión—. La pobre a veces no rige y se expresa de un modo extraño.

Lo guió por un dédalo de galerías, cruzaron un patio cuadrangular, de nuevo un corredor y, finalmente, una puerta que daba paso a un jardín recoleto.

La hermana Charlotte lo miró tímidamente y le pidió que la siguiera. Al fondo, de espaldas a ellos, camuflada entre las flores, había una diminuta figura agachada hacia la que se encaminaron.

—Hermana Geneviève, soy yo, la hermana Charlotte —dijo inclinándose sobre ella. Una carita apergaminada provista de unas gafas redondas volvió la cabeza con parsimonia, y miró a la hermana Charlotte. Los cristales centellearon. A su lado había una pequeña cestita de mimbre rebosante de margaritas—. Hermana Geneviève, alguien ha venido a verla.

La hermana Geneviève inspeccionó las margaritas de la cesta.

—Nosotras ya no recibimos a nadie —dijo sin volverse, pero con un tono suave y premioso—. Y nadie viene a vernos a nosotras.

—Pues sí que han venido a verla, hermana Geneviève. Y necesitan de su consejo.

—Hemos visto demasiado. Nada nos importa mucho ya. No nos gustan los consejos. Ya nos hemos ido de aquí.

—Por favor, hermana Geneviève.

—Vámonos —dijo él—. Es imposible.

—¡Imposible! —exclamó la anciana—. Eso hemos oído a cada paso. Imposible Es imposible. ¿A qué llamarán los hombres «imposible»? Y tú, ¿cómo has dicho que te llamas?

—Soy la hermana Charlotte.

—¡Ah, sí! La hermana Charlotte es como una flor. ¿Qué buscas aquí, hermana flor, que parece imposible?

Un poco descorazonada, la monja insistió:

—Un joven quisiera preguntarle por una interna. Es algo de verdadera importancia.

—¿Un joven? Vaya. Hubo un tiempo en que tuvimos fe en la juventud, y la amamos. ¡Oh, sí! Ahora es tarde, sin embargo. Hemos visto demasiadas cosas, dolor, sufrimiento, juventud arruinada, pequeña flor. Nos hemos desprendido de todo.

—Hermana Geneviève —se anticipó él, sin poder reprimir su impaciencia—. Permítame hacerle una pregunta, una sola. Se trata de mi madre.

—Hemos conocido madres también —dijo la anciana sin volverse—. Madres que buscaban a sus hijos. Hijos que buscaban a sus madres. —Con una rodilla en tierra, desplazó su peso a la otra pierna, apoyó las manos en el muslo y se irguió no sin ciertas dificultades. Vestía el mismo atuendo que la hermana Charlotte, con la cuerda atada a la cintura—. Lo hemos vivido ya todo eso. Ya lo hemos sufrido antes. Nos hemos ido de aquí. Nos hemos ido —dijo recogiendo la cesta de margaritas.

—Necesito encontrar a mi madre —dijo él con entereza.

La hermana Geneviève se dio la vuelta. Le llegaba al muchacho por debajo del hombro. Se acercó a él. Lo miró por encima de las gafas diminutas y, ahogando un gritito de sorpresa, se tapó la boca con los dedos de una mano. Como si desconfiase, se ajustó mejor las gafas, lo examinó a través de los cristales y, al cabo, esbozó una sonrisa beatífica. A continuación, le ofreció el contenido de la cestita.

—Toma, coge y alégrate —sugirió ella sin dejar de observarlo—. Hoy es un día jubiloso para quienes creemos en Él.

—No necesito flores, hermana. Sólo necesito respuestas. Necesito saber dónde está mi madre.

—Alégrate —prosiguió la anciana—, porque el Señor obra milagros y recompensa a quienes se entregan a sus designios. Alégrate porque nada es imposible para los hombres de fe.

—Tiene que haber algún otro modo —dijo él mirando a la hermana Charlotte, que, a su vez, estaba tan desconcertada como el muchacho.

—Poco paciente, sí. Muy poco paciente. Así es la juventud —repitió para sí la hermana Geneviève mientras asentía con la cabeza y dejaba la cestita al borde del sendero.

Y entonces, sin urgencias, con una solemnidad conmovedora, la hermana Geneviève tanteó en su cuello y extrajo un pequeño crucifijo de madera. Lo cogió entre las manos y lo besó tiernamente, con unción, dejándolo colgar por delante. Acto seguido, repitió el ritual y, desde la nuca, introdujo el dedo índice, lo deslizó a todo lo largo de una cadena hasta llegar a la base del cuello, e hizo aparecer un medallón de plata, muy oscuro.

Se desprendió de él y, con la misma sonrisa beatífica de antes, se lo tendió al joven diciendo:

—Nosotras te reconocemos. Te pareces tanto a ella, a Claire-Marie... Eres su vivo retrato. Era inteligente y sensible. Era alta y hermosa como lo es su hijo. Pero su cabeza se negaba a recordar. Tenía miedo. Ahora, con la edad, nosotras la comprendemos. A menudo, cuando hablaba de ti, era como hablar de un hijo que se fue, pero que alguna vez volverá. Siempre confió en eso. Pero quién podía imaginar que... —Y exhaló un hondo suspiro—. El último día, el mismo día en que se la llevaron, nos dijo: «Mi hijo volverá a buscarme, y cuando venga, debe entregarle este medallón. El medallón y su contenido es lo único que tendrá de sus padres». Pero fueron pasando los años. Y ahora su hijo es un hombre hecho y derecho.

La hermana Charlotte, incapaz de sofocar por más tiempo un gemido, se apretó ambas manos contra la boca, mientras él, antes de pronunciar una palabra, de formular una sola pregunta, tomó sobrecogido el medallón que la anciana le tendía.

Cuando la noche empezó a cubrir París como un manto húmedo, cruzó el Sena y se encaminó sin prisa a la mansión de Victor. Porque ¿adónde podía ir si no? Aunque la policía estaría rastreando las huellas del asesino de Céleste Bastide, era difícil que ya hubiese empezado a relacionar a Victor con él.

Durante un buen rato estuvo rondando por las inmediaciones de la casa. De nuevo empezaba a llover. Se apostó en el rincón más oscuro de un portal cercano. Las calles estaban vacías. Poco después cruzó de acera y llamó discretamente a la puerta con los nudillos. Casi enseguida la puerta giró sobre sus goznes.

—Pero, muchacho, ¿qué haces aquí a estas horas? Estás empapado —dijo Victor, cuyos ojos tenían un profundo cerco violáceo—. Pasa y quítate esas ropas. —Cerró la puerta, lo acompañó al salón rodeándole con un brazo por los hombros, arrastró una butaca, lo sentó frente al hogar y echó un par de leños para avivar la lumbre—. Te traeré unas toallas.

Regresó con varias toallas, cogió una silla que arrastró hasta situarla junto a la butaca, frente a la chimenea, y extendió las ropas húmedas del chico sobre el respaldo y los reposabrazos. De repente, se oyó el sonido de la campanilla de entrada. El muchacho se levantó de un brinco. Victor lo cogió por los hombros, lo obligó a sentarse y le dijo al oído que se tranquilizase, que en su casa no tenía de qué preocuparse.

Al poco rato regresó; el muchacho se había vuelto a levantar y estaba de espaldas al fuego.

—Era la policía, ¿verdad? —preguntó cuando Victor entró cerrando la puerta tras él.

—¿La policía? —repitió Victor, y cogiendo una toalla se dispuso a secarle el pelo—. Era sólo un vecino. ¿Qué diablos se le podría perder aquí a la policía, si no es mucho preguntar?

—Buscan un asesino sin nombre —contestó el joven, y enmudeció mientras Victor se quedaba paralizado—. Un asesino de una mala puta. El asesino de madame Bastide.

Victor dio un paso hacia la chimenea y se apoyó con el codo en la repisa mirándolo con los ojos entornados.

—¿Cuándo? —preguntó.

—Esta mañana.

—¿Por qué no has venido inmediatamente?

Se hizo un silencio viscoso.

—Tenía que ir a ver a mi madre.

—¿Tu madre?

El muchacho se embozó en la toalla y se dejó caer en el asiento. Parecía haber perdido cualquier atisbo de interés por la conversación. Se puso a mirar fijamente las llamas del hogar mientras Victor cogía el atizador de hierro para remover las brasas.

—La internaron en la Salpêtrière... —masculló con voz rota—. Madame lo supo siempre. Pero me lo ocultó todo este tiempo. Me ocultó que eran medio hermanas, y que ella misma se había encargado de internarla. Ni siquiera me quiso dar su nombre. Se lo pedí. Pero no quiso darme el nombre de mi madre —dijo debatiéndose por contener las lágrimas.

—¿La encontraste?

—Fue deportada a Nueva Orleans. Unos días después de la masacre de la Salpêtrière. La deportaron como si se tratase de una criminal.

—Ésa fue una práctica muy común e imperdonable para repoblar las colonias —dijo Victor, que, antes de soltar el atizador y levantarse, reparó en el medallón que el chico llevaba colgado del pecho. Tomó asiento en la silla libre, a su lado, de cara a las llamas, con los codos apoyados en las rodillas—. ¿Qué piensas hacer? —preguntó.

—Irme a Nueva Orleans.

Victor se irguió penosamente y salió del campo visual del muchacho. Éste oyó el ruido de un cajón que se abría y cerraba, y de nuevo los pasos fatigados de su maestro, que desplegó ante sus ojos un pliego de papel muy arrugado.

—Lee —dijo. El muchacho empezó a leer la carta. Miró a Victor, que se había vuelto a apoyar en la repisa de la chimenea y se pasaba la mano por la nuca—. Es el modelo más logrado de despedida y de ajuste de cuentas que conozco —aseveró—. Qué pena que se trate de mi hijo.

El cerco de sus ojos parecía más oscuro. El chico siguió leyendo durante un buen rato, y cuando hubo finalizado dijo:

—No creerá ni una sola de sus acusaciones. Son todo mentiras.

—Eso da igual, querido. Las acusaciones de Gilles dan la medida de mi propia ineptitud como padre. —Se detuvo unos instantes para proseguir diciendo—: Unos días después de que llegase esta carta, un emisario del internado se presentó aquí. No sabían nada de él desde hacía más de dos meses. Nada excepto que se estaba recuperando en casa de una enfermedad. Y eso según las cartas falsificadas de Gilles.

—Volverá. Gilles es su hijo.

—No sabes mentir. Y tampoco eres ningún ingenuo. Tú y yo sabemos que no volverá, pero no tenemos por qué decírselo a nadie —replicó con una sonrisa pesarosa.

—Entonces, venga conmigo. ¿Qué le retiene aquí? —dijo el muchacho. Victor vio el resplandor del fuego reflejado en sus ojos, y, sorprendentemente, repuso:

—En ese caso deberíamos partir cuanto antes. La policía puede estar ya sobre tu pista.

Al cabo de unas pocas horas, un carruaje se detuvo a la puerta de la mansión. Los postillones se hicieron cargo del equipaje y amarraron los baúles a la baca. Por último, los dos pasajeros subieron al coche.

—Así que —dijo el cochero muy vivo— ¿a El Havre, caballeros?

—A El Havre —dijo Victor, y, acto seguido, el cochero arreó a los caballos haciendo chasquear su fusta.

Echaron las cortinillas, y el muchacho encendió el farolillo. A su lado había unos cuantos periódicos. Se trataba del mismo diario, Le journal du Soir, del 13 de abril de 1805.

Paseó la vista por la portada sin llegar a cogerlo, y, de súbito, una noticia llamó poderosamente su atención. Enapariencia, se trataba de un crimen pasional. Buscó la información en páginas interiores, y leyó:

El hombre de mundo, Auguste M., muy conocido en ciertos círculos sociales por su discutible reputación y su vida alegre, y, hasta ahora, sin antecedentes penales, ha cometido en la calle de Saint-Martin un doble y pavoroso crimen. En la noche de ayer, Auguste M. asestó diez cuchilladas a un presunto rival amoroso. El caballero que acompañaba a la víctima, y que, en un primer momento, se había escabullido horrorizado, se sobrepuso y volvió tras sus pasos al oír los gritos de socorro. Entonces, Auguste M. lo atacó también a él asestándole cuatro puñaladas en el corazón. El criminal se ha dado a la fuga. Se desconoce su paradero.

—Qué cerca me siento de este hombre —suspiró el chico. —Ten confianza. Todo saldrá bien —dijo Victor apretándole una mano—. Todo saldrá bien.